Índice general
La santidad escritural (o bíblica): ¿qué es y cómo alcanzarla?
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1 - ¿Qué lugar ocupa la santidad en el pensamiento de los creyentes de hoy?
Podemos preguntarnos si el tema de la santidad bíblica ocupa el lugar que le corresponde en las mentes de muchos cristianos que se contentan con una conducta y un nivel demasiado bajo de andar. Habiendo recibido el perdón de los pecados y comprendido hasta cierto punto el valor de la preciosa sangre de Cristo, descansan en su certeza de ir al cielo. Entonces se rigen más o menos por principios mundanos; se preocupan poco por las caídas diarias, aunque no las consideren normales; y se proponen poco más que mantener una conformidad exterior y una buena reputación entre los creyentes con quienes tienen comunión. Parece que nunca se les ha ocurrido que es posible tener una comunión sin tacha con Dios, según su medida, y tener una victoria diaria sobre el pecado.
2 - ¿Cuál era la norma para los apóstoles?
Sin embargo, queda claro que, según muchos versículos, nunca debemos conformarnos con una norma inferior.
2.1 - Para Pablo
Pablo, por ejemplo, dice de sí mismo: «Según mi ardiente expectación y esperanza, que en nada seré avergonzado; sino que, con todo denuedo, como siempre, ahora también Cristo será magnificado en mi cuerpo, ya sea que yo viva o que muera. Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia» (Fil. 1:20-21). A los corintios les escribió: «Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1). Su deseo para los tesalonicenses es: «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:23).
2.2 - Para Pedro
Pedro dice: «Sino, como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta; porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:15-16).
2.3 - Para Juan
Juan dijo: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1). Y, «todo el que en él permanece, no peca» (1 Juan 3:6). Y de nuevo: «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6).
«De boca de dos o tres testigos conste toda palabra» (Mat. 18:16); y, como vemos, Pablo, Pedro y Juan coinciden en que Dios nos ha llamado a la santidad y, como veremos, a una santidad cada vez mayor durante nuestra estancia en la tierra.
3 - Qué significa la santidad según la Palabra de Dios
Admitiendo esto, nuestra primera preocupación será determinar qué es la santidad según la Palabra de Dios. Al hacer esta pregunta, puede ser útil decir lo que no es. Ser guardado de caer en pecado, no pecar, no es, en sí mismo, santidad. El creyente no está obligado a pecar; pero, por íntimamente que esté relacionado con nuestro tema, esto no es santidad. Es cierto que a menudo se dice que la santidad es “no pecar”, pero se verá que por “no pecar”, quienes dicen esto indican que “no se ha cometido ningún pecado conocido”. Pero no podemos juzgar nuestro propio estado, pues el apóstol dice expresamente: «Para mí, en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por un tribunal humano. Ni aun a mí mismo me juzgo. Mi conciencia de nada me acusa, pero no por esto soy justificado; el que me juzga es el Señor» (1 Cor. 4:3-4).
Estos versículos dejan claro que, aunque el apóstol no fuera consciente de una caída en aquel momento, seguía sin estar «justificado», ya que solo el Señor puede juzgar según la norma de Dios y poner de manifiesto los designios del corazón. Se dice que el pensamiento de locura (malo o perverso) es pecado (Prov. 24:9); y ¿quién se atrevería a decir que pasó (digamos) una semana sin pecar? sería atrevido. Pero vamos más allá y decimos que la impecabilidad absoluta –si tal estado fuera posible– no es la santidad que se presenta en las Escrituras.
3.1 - La norma divina de santidad es Cristo
¿Qué es entonces? La norma divina de santidad es Cristo, Cristo tal como es ahora, glorificado a la diestra de Dios. Esto se demuestra fácilmente. Efesios 1 nos dice que Dios eligió a los creyentes en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fueran santos e irreprensibles ante él en amor (v. 4); y Romanos 8, que los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos. Si admitimos que el primer pasaje, cualquiera que sea la verdad de nuestra posición actual en Cristo, llega, en todo su alcance, hasta nuestro estado glorificado, el segundo, muestra que este estado es absolutamente conforme a un Cristo glorificado, y que Él es, por tanto, la revelación de los pensamientos de Dios en cuanto a la santidad. Además, dirigiéndose al Padre, el Señor mismo dice: «Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Juan 17:19).
Por el momento, nos limitaremos a decir que esta palabra significa que, al dejar a los discípulos para ir al Padre, el Señor iba a apartarse a la diestra de Dios; y que, glorificado allí, sería el modelo al que sus discípulos deberían conformarse por la verdad de lo que él es en esta nueva condición. Citemos otro versículo; el apóstol Juan, después de hablar de la manifestación de Cristo en la gloria, dice: «Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:2-3). Está claro que Cristo, tal como es ahora, es la norma de la purificación del creyente.
Queda claro en todos estos versículos que la santidad según Dios se expresa por Cristo glorificado, y por lo tanto que el creyente, que desea estar en comunión con los pensamientos de Dios, no puede aceptar un estándar inferior. También debe notarse que el poder disminuirá en proporción a la disminución de este estándar. Satanás lo sabe muy bien; también sabe que sus tentaciones serían tanto más eficaces, si los creyentes se vieran inducidos a sustituir los pensamientos de Dios por los suyos propios acerca de la santidad, porque entonces sus ojos se apartarían de Cristo. En cambio, cuando solo Cristo es la meta, como en Filipenses 3, Él llena la visión, y el alma, atraída hacia el Señor, se llena de energía espiritual y se absorbe en el intenso deseo de conformarse cada vez más a él, mientras espera al «Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso, conforme a la eficacia de su poder, con el que también puede someter todas las cosas a sí mismo» (v. 20-21). La santidad según Dios solo se alcanzará cuando estemos con Cristo, como dice Juan: «Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).
3.2 - La santidad de posición del creyente
Si bien esto es cierto, y el testimonio de la Escritura sobre este punto es muy uniforme, sin embargo, debe insistirse en que el creyente debe conformarse cada vez más a Cristo, y que la santificación práctica, o la santidad, debería aumentar diariamente. El lector debe considerar cuidadosamente el término “santificación práctica”, porque también hay una santificación que pertenece a cada creyente, y en virtud de la cual todos, sin distinción, son llamados santos. Así, Pablo escribe a los corintios: «Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor. 6:11); y a los tesalonicenses: «Dios os escogió desde el principio para salvación, por la santificación del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Tes. 2:13). Esta santificación se refiere a la separación para Dios de todos aquellos en quienes el Espíritu ha realizado el nuevo nacimiento. En otras palabras, todos los nacidos de Dios son así santificados. La Epístola a los Hebreos habla también de la santificación por la sangre; pero esta, como la anterior, pertenece a la posición cristiana y no está vinculada, en cuanto a su significado, a la santidad práctica, o a la santidad del caminar, aunque siempre es cierto que esta debe derivarse de la de nuestra posición cristiana.
3.3 - La santificación práctica del creyente
Una vez vista esta distinción, consideraremos ahora los medios para alcanzar esta santidad. Un momento de reflexión muestra que hay 2 aspectos en la cuestión: vencer la tentación y no sucumbir al pecado, y luego crecer positivamente en la semejanza de Cristo. Sin duda, obtenemos el poder para resistir las solicitaciones de la carne en proporción a nuestra creciente conformidad con la norma de Dios; pero será más sencillo tomar estos 2 aspectos en el orden indicado.
4 - La victoria sobre el pecado
Ya hemos visto que el creyente no está obligado a pecar; ahora veremos por qué no está obligado a hacerlo. En Romanos 6 dice: «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre (término que incluye nuestra vieja naturaleza, la carne, o el «pecado») ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado (el pecado en su totalidad) sea destruido (en cuanto a sus pretensiones), a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, está justificado del pecado» (v. 6-7). Esta breve declaración contiene una verdad muy preciosa. La segunda parte del Evangelio está contenida en ella; proclama la salvación, la liberación del dominio del pecado en nosotros; así que debería ser noticia de esperanza y gozo para muchas almas cansadas y desanimadas. Entonces, ¿qué enseñan estos versículos? En primer lugar, que Dios ha tratado con todo lo que somos como descendientes de Adán, y ha juzgado todo nuestro estado en la cruz de Cristo; que por su muerte no solo han sido expiados nuestros pecados, sino también que la carne, la naturaleza productora de pecado, estando allí bajo el ojo de Dios, ha pasado a juicio y está para siempre fuera de su vista. «Porque lo imposible de la ley, ya que era débil por la carne, Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3).
4.1 - Los creyentes han muerto con Cristo
A partir de entonces, Dios considera a su pueblo como muerto con Cristo (Col. 2:20; 3:3), y por tanto como habiendo sufrido el justo juicio que se debía a su condición, pues se les ve asociados a Cristo en la cruz. Ahora bien, la fe recibe los pensamientos de Dios y ve como Dios; el creyente, por lo tanto, se ve a sí mismo como muerto –muerto en la muerte de Cristo; y así es capaz de entender que «el que ha muerto, está justificado del pecado». El pecado –el pecado interior– no puede exigir nada a un hombre muerto. Por el mismo hecho de la muerte (murió por la fe), fue limpiado para siempre de toda imputación de pecado y codicias pecaminosas.
Debe notarse que en Romanos 6, no es el estado actual del creyente sino el lado de la fe lo que se ve. Esto nos ayudará a comprender el significado de los siguientes 4 versículos. Asociados a Cristo en la muerte, «creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios» (v. 8-10). En la cruz, fue hecho pecado por nosotros y, habiendo soportado todo el juicio debido a nuestra condición pecaminosa, murió al pecado, habiendo muerto, una vez por todas, a esa condición en la que era un sacrificio por el pecado. Nunca más tendrá nada que ver con el pecado en su propia persona y, por tanto, en lo que vive, vive para Dios.
Por supuesto, siempre ha vivido la vida de Dios, pero ahora, habiendo completado la obra mediante su sacrificio, ha pasado, mediante la resurrección, a una esfera en la que ha acabado con el pecado para siempre. Sobre este maravilloso fundamento se apoya la exhortación: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (v. 11). No estamos muertos de hecho, sino que por la fe nos consideramos así, y también vivos para Dios en aquel que resucitó de la muerte. Para la fe, pues, la vieja vida del pecado ha desaparecido en la cruz de Cristo, y solo se reconoce la vida que tenemos en Cristo resucitado, una vida que solo tiene y podía tener por objeto a Dios.
4.2 - El secreto de la victoria sobre el pecado
El secreto de la victoria sobre el pecado reside en esta verdad bendita, pues es la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús la que nos libera de la ley del pecado y de la muerte. Pero es en el alma donde se conoce esta liberación, y debe ser captada de manera práctica si queremos caminar por una senda de santidad. ¿Cómo podemos aprenderla y disfrutarla? De una sola manera. Romanos 6 describe cómo somos liberados del pecado, para Dios y para la fe; Romanos 7:1-6, cómo somos liberados de la Ley; los versículos 7-12 responden a la pregunta: ¿es pecado la Ley? Y desde el versículo 13 hasta el final del capítulo, tenemos la experiencia por la cual el alma llega al conocimiento de su liberación «de este cuerpo de muerte» (v. 24) y su nuevo lugar en Cristo. La experiencia está descrita por uno que ha pasado por ella, pero que ya no está en ella; y el caso supuesto es el de uno que tiene una nueva naturaleza, pues se deleita en la Ley de Dios según el hombre interior, pero que permanece, a pesar de todas sus luchas y esfuerzos, irremediablemente cautivo del pecado, del pecado en la carne.
Antes de indicar las etapas de la liberación, debe entenderse claramente que las experiencias que actualmente viven las almas no corresponden exactamente a las descritas en este capítulo. La razón es que los creyentes gentiles nunca han estado bajo la Ley. Otra razón es que el caso supuesto en este capítulo nunca había recibido el Espíritu Santo, mientras que es muy posible tener experiencias similares si se ha recibido el Espíritu Santo después del perdón de los pecados, pero nunca se aprendió la verdad sobre la vieja naturaleza, la carne, y cómo se trató con ella en la cruz de Cristo.
4.3 - Por lo tanto, el apóstol indica 4 pasos antes de alcanzar la liberación
El primero es: «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (v. 18). Hasta que no aprendamos que la carne es entera, inmutable e irremediablemente mala, siempre esperaremos que mejore, y es imposible progresar.
El segundo es que el espíritu es impotente: «Pues el querer hacerlo está en mí (pero el obrar lo que es bueno, no)» (v. 18). Muchos tardan más en reconocer esta verdad que la primera; pero es tan imperativo llegar al fin de nuestras propias fuerzas como aprender que nada bueno puede salir de la carne.
El tercero es saber distinguir la vieja naturaleza de la nueva, para poder decir de los movimientos de la carne, que es el principio activo del mal en mí: «Si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien obra así, sino el pecado que habita en mí» (v. 20). La carne será entonces tratada como un enemigo, un enemigo interno que se ha vuelto tan odioso para nosotros como lo es para Dios; y también como un enemigo del que, por la fe, estoy completamente desvinculado al identificarme con Cristo como mi única y verdadera vida (comp. Gál 2:20-21). Ahora se ha llegado a la etapa final.
4.3.1. La liberación viene de Cristo
A pesar de las lecciones aprendidas, el creyente se encuentra luchando contra un enemigo implacable y, aunque se deleita en la Ley de Dios según el hombre interior, tiene que decir: «Pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi mente, y me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros» (v. 23). En este estado de impotencia y desesperación, en el que se han agotado todos los recursos interiores, se eleva un grito, que expresa todo el dolor, el agotamiento y la decepción reprimidos en las vanas batallas del pasado: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (v. 24).
Apenas proferido este grito, irrumpe en el alma la luz bendita de la liberación, como el sol que atraviesa las nubes oscuras de una tormenta agotada; y percibiendo al instante que la liberación se encuentra, no en uno mismo, sino en Cristo, en Cristo resucitado de entre los muertos, fuera de la esfera y condición en que murió al pecado, se oye el cántico de triunfo: «¡Doy gracias a Dios (de que estoy liberado) por Jesucristo nuestro Señor!» (v. 25). Como Jonás, el alma ha aprendido ahora que «la salvación es de Jehová» (2:10), pues ha alcanzado experimentalmente su nueva posición en Cristo, donde no hay condenación, pues «la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte», y porque «Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:1-3).
Nos desviaríamos demasiado de nuestro tema si expusiéramos todas las consecuencias de esta bendita liberación aquí descrita; por lo que nos limitaremos a destacar 2 o 3 de ellas.
4.3.2. Caminar en el Espíritu
En primer lugar, la conducta ya no es más según la carne, sino según el Espíritu; la mente renovada está ocupada de las cosas del Espíritu; el estado ya no está caracterizado por la carne, sino por el Espíritu, pues el Espíritu de Dios mora en el alma liberada. Además, si Cristo está en el creyente, el cuerpo está muerto a causa del pecado, y el Espíritu es vida a causa de la justicia; existe también la seguridad de que incluso su cuerpo mortal será vivificado, porque tiene en él el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos.
4.3.3. La libertad cristiana
Dejando que el lector examine por sí mismo estas consecuencias, podemos subrayar que el alma liberada emprenderá inmediatamente el camino de la libertad y del poder. Será libre consigo misma y libre ante Dios, y esto cada vez en mayor medida, a medida que conozca la plenitud de la gracia que se ha manifestado en la redención. El poder brotará de la presencia y de la actividad del Espíritu Santo, poder suficiente para resistir y vencer todos los impulsos de la carne; por eso el apóstol puede decir: «Así pues, hermanos, deudores somos, no de la carne, para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (8:12-13).
4.3.4. Permanecer en Cristo para dar fruto
El que obtenga la liberación podrá disfrutar de estas bendiciones, pero su realización dependerá de que no entristezca al Espíritu (véase Efe. 4:30), y del fervor espiritual o disposición del corazón. Esto se comprende rápidamente, al menos en un aspecto, por otro versículo. El apóstol Juan escribe: «Todo el que en él permanece, no peca» (1 Juan 3:6); el poder de vencer la tentación de pecar, o de satisfacer la carne, está claramente vinculado aquí al hecho de permanecer en Cristo. ¿Qué significa permanecer en Cristo? La ilustración del Señor en Juan 15 aclara el significado: «Como no puede el sarmiento llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco podéis vosotros, si no permanecéis en mí» (v. 4). Consideremos ahora un sarmiento de la vid.
En primer lugar, depende absolutamente de la vid; en segundo lugar, vive de la vida de la vid. Es la savia que, fluyendo de la vid al sarmiento, produce el fruto. Permanecer en Cristo, pues, es depender absolutamente de Cristo (sin él, nada podemos hacer), y vivir de su vida. Si se cumple esta condición, el Espíritu no se contristará, siempre habrá poder y, por tanto, siempre victoria sobre el pecado. Digamos también que la dependencia constante requiere la actividad de la fe, y la fe en ejercicio hace que el poder de Dios se mantenga diariamente.
Judas enseña la preciosa verdad de que Dios tiene el poder de guardarnos de tropezar, pero Dios no siempre guarda a su pueblo de tropezar; Pedro, por otra parte, hace la conexión entre la manifestación del poder de Dios con ser guardado en su camino, diciendo: «Vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe» (1 Pe. 1:4-5). La fe, pues, nos asegura la intervención de un brazo todopoderoso para sostenernos contra todas las artimañas del enemigo, de modo que, apoyados en su brazo, salgamos victoriosos de todas las batallas, porque quien ha tomado en sus manos nuestra causa es más poderoso que todos nuestros adversarios. Comprendiendo esto, podemos adoptar el lenguaje del salmista (27:1): «Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?» Solo nos queda, en la confianza de la fe, quedarnos quietos y ver la salvación de Jehová.
5 - Crecer en la semejanza de Cristo
Una vez vistos los medios para vencer el pecado, podemos considerar ahora cómo crecer en la conformidad con Cristo; en otras palabras, cómo podemos progresar en la santidad práctica. Esto está explicado por 2 pasajes de la Escritura: Juan 17:19 y 2 Corintios 3:18.
5.1 - La explicación de Juan 17:19
Este primer versículo ya ha sido mencionado. Dijimos que, cuando el Señor hablaba de santificarse a sí mismo, se estaba refiriendo a su glorificación como hombre a la diestra de Dios, y que se presenta como ejemplo al que debemos asemejarnos. Además, al hablar de nuestra santificación por la verdad, enseña que seremos llevados a parecernos a él moralmente, aplicando a nuestras almas la verdad en cuanto a su persona glorificada; es decir, la revelación de lo que él es como hombre glorificado, en todas sus perfecciones, nos llevará, gradualmente, a corresponderle moralmente. Este es, de hecho, otro aspecto de lo que encontramos en el segundo pasaje. Veámoslo.
5.2 - La explicación de 2 Corintios 3:18: Contemplar la gloria del Señor
Lo primero que hay que observar es que, el rostro de nuestro Señor, como hombre glorificado, está descubierto. Esto puede verse en el contraste establecido entre Moisés y Cristo. Moisés había estado en la montaña en la presencia inmediata de Dios y, como resultado, su rostro brillaba intensamente y el pueblo temía acercarse a él. Por eso Moisés se puso un velo sobre el rostro hasta que terminó de hablarles, para que «para que los hijos de Israel no fijasen sus ojos en el fin de lo que se desvanece», como señala el apóstol en el versículo 13. El pueblo temía, porque la gloria que resplandecía en el rostro de Moisés prefiguraba las exigencias de un Dios santo, y sabían, debido a su reciente transgresión y apostasía que, si esas exigencias se cumplían, sería para su juicio y destrucción.
En contraste, la gloria manifestada en el rostro de nuestro Señor glorificado proclama que su obra en la cruz ha sido cumplida, que la expiación ha sido hecha para la satisfacción eterna de Dios. La gloria de nuestro Señor es, pues, el testimonio divino de la eficacia de su sacrificio, de la perfección de la redención obrada por su muerte y su resurrección, y de la satisfacción de Dios en su obra cumplida. En segundo lugar, esto explica por qué el creyente puede, sin temor, «contemplar» la gloria del Señor descubierta. Lejos de golpear su corazón con terror, como el resplandor del rostro de Moisés hizo en los corazones de los hijos de Israel, despierta su adoración agradecida, porque proclama que la cuestión del pecado y sus pecados ha sido resuelta para siempre según las exigencias de la gloria de Dios. Por lo tanto, por la fe, se encuentra audazmente en la presencia de su Señor glorificado, y ve, con indecible gozo, en cada rayo de Su gloria, la declaración de que Dios descansa con infinita satisfacción en aquel que lo glorificó en la tierra, y que ha terminado la obra que le había encomendado hacer.
En tercer lugar, debe notarse que Cristo, glorificado a la diestra de Dios, es, como ya hemos dicho, la expresión del propósito de Dios para su pueblo. Todo creyente ha de ser conformado a la imagen de su Hijo. Adán y su raza han sido apartados para siempre; y Cristo, que como hombre es el principio de los designios de Dios, es, como hombre glorificado, el modelo divino según el cual Dios obra ahora. «Como el celestial, tales también los celestiales. Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:48-49).
5.3 - Nuestro progreso en la santidad está ligado al hecho de estar ocupado con la gloria del Señor
Esto nos lleva al último punto aquí relacionado. Mientras estamos en la tierra, nuestro crecimiento en la semejanza de Cristo, o nuestro progreso en la santidad práctica, es el fruto de estar ocupados de la gloria de nuestro Señor, y de estar constantemente ocupados, y de meditar en ella. Nuestro pasaje confirma esta afirmación: «Mirando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Aquí se dan 3 cosas. En primer lugar, es en la contemplación donde somos transformados; en segundo lugar, el cambio es gradual; y, en tercer lugar, el Espíritu es el poder que produce la transformación.
5.4 - Esta gloria está revelada en la Palabra de Dios escrita
Este es, pues, el camino para llegar a la santidad. Pero el lector preguntará cómo y dónde podemos contemplar la gloria del Señor. Digamos simplemente, entonces, que la gloria que ahora posee como hombre glorificado (aunque sigue siendo todo lo que es en su gloriosa persona), nos está revelada en la Palabra escrita, y la contemplamos leyendo y repasando lo que la Palabra nos dice de ella, y mientras la contemplamos con adoración, el Espíritu Santo obra en nosotros silenciosa, pero activamente, y nos moldea moralmente a su semejanza. Todas las perfecciones de Cristo (que constituyen su gloria) –su gracia, su amor, su santidad, su verdad, su ternura– y todo lo que pertenece a su condición glorificada, se exponen en la Sagrada Escritura, y meditando en ella somos transformados a su misma imagen; pero gradualmente, pues se dice, de gloria en gloria.
5.5 - Es a través del corazón que comprendemos las cosas divinas
Debemos añadir una cosa más. La Palabra enseña por doquier que el Señor se comunica al corazón, que es a través del corazón como comprendemos (por el Espíritu, huelga decirlo) las cosas divinas. Quién más ama, más aprende; prosiguiendo la santidad, por tanto, es de suma importancia cultivar los afectos espirituales. Nada alimenta tanto el corazón del pueblo de Dios como considerar al Señor en su paso por este mundo: verlo en toda su mansedumbre y humildad, en su gracia incesante derramada sobre los pobres, los miserables, los publicanos y los pecadores con quienes entró en contacto; verlo en toda su ternura y paciencia en medio de sus discípulos, velando por ellos y cuidándolos, sin abandonarlos nunca, por muy ignorantes o descarriados que estuvieran; notar su celo ardiente por la gloria de Dios, su entrega total a esa gloria; verlo en todo lo que hizo por la gloria de Dios; verle, finalmente, costara lo que costara, avanzar serenamente hacia la cruz, a pesar de la malicia de Satanás, de la enemistad de los hombres, de la traición de Judas y de la deserción de los demás discípulos, que tuvo que afrontar en su camino, para, finalmente, soportar bajo las olas y los raudales de Dios, para soportar todo lo que su gloria requería, y dar su vida, bajo el juicio –todo esto no puede sino conmover el corazón renovado, y suscitar sentimientos de gratitud y amor hacia aquel que nos amó y se entregó por nosotros.
Estos sentimientos nos hacen mirar hacia arriba, donde él está, y, al contemplar su gloria presente, nos alegramos y adoramos, recordando que aquel que ahora está glorificado es el mismo Jesús que, en la tierra, aprendió la obediencia por las cosas que sufrió (véase Hebr. 5:8). Es así como adquirimos el estado de alma en el que el Espíritu de Dios puede obrar más eficazmente para nuestra transformación.
5.6 - Cristo glorificado es el verdadero modelo de la santidad
A esto sigue otra cosa. Al percibir que Cristo glorificado es el modelo al que hemos de conformarnos, aprendemos que él es nuestra norma actual; y, con la esperanza de llegar a ser como él, cuando lo veamos tal como es, nos purificaremos como él es puro, como dice Juan; nos juzgaremos a nosotros mismos, y a todo lo que nos rodea, a la luz de lo que él es; y rechazando todo lo que le desagrada, ya sea en nosotros mismos o en las cosas que nos rodean, procuraremos al mismo tiempo, por la gracia, adquirir todo lo que él aprueba y le agrada.
Si, entonces, las Escrituras enseñan que la santidad absoluta, es decir, la completa semejanza a Cristo, no puede ser alcanzada hasta que lo veamos cara a cara y estemos para siempre con él, ¿qué posibilidades se abren al cristiano en cuanto a su estado, su andar y su conducta, mientras espera este estado final perfecto?
5.7 - El comentario sobre Judas 24
En primer lugar, volviendo al fundamento, las Escrituras enseñan que Dios tiene el poder de guardarnos de tropezar, como ya hemos visto. Dios no sería Dios si no fuera así. Que el lector, aunque probado y tentado, no lo dude, y descanse en paz en esta bendita seguridad de que, sea cual sea la situación difícil o peligrosa en la que se encuentre, Dios puede evitar que caiga. Pero también debemos recordar que Dios actúa en y a través de la fe del creyente. Si dejamos de acudir a él por miedo o incredulidad, como Pedro cuando perdió la confianza en el Señor «a causa del viento» (Mat. 14:30), empezaremos a hundirnos, como él. Es la fe, la fe siempre activa, la que hace descender en nuestra alma el poder de Dios que nos sostiene; y caminando así, en una confianza inquebrantable en él, ningún ardid o seducción del enemigo logrará desviarnos del santo camino de la dependencia y la obediencia. Podemos repetir que el creyente no está obligado a pecar (comp. 1 Juan 2:1; 5:18).
Sin embargo, «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Juan 1:8). No hay creyente en todo el mundo que no haya pecado, pues la vieja naturaleza, «la carne», sigue en él; pero «los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con las pasiones y los deseos» (Gál. 5:24); puede que no todos lo hayan hecho, pero todo cristiano debe hacerlo; es su verdadero estado (normal). Y el poder nos está dado para hacerlo, pues el apóstol dice: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne» (v. 16). Si hay pecado, cual sea, por medio de la carne, en todos los casos es porque nos ha faltado vigilancia y nuestra dependencia de Dios no ha sido constante y completa. Pero si tenemos cuidado de mantener un estado de ánimo en el que el Espíritu, sin ser contristado, pueda mantener siempre nuestra mirada en Cristo, si nos «guardamos» de esta manera, para usar el lenguaje de Juan, el maligno no nos tocará (1 Juan 5:18).
Así que tenemos la oportunidad de caminar como Cristo. Juan dice: «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). Permanecer en Cristo y andar como él anduvo están claramente relacionados aquí, y lo segundo resulta de lo primero.
5.8 - La explicación de 2 Corintios 4:10
Como ya hemos explicado lo que significa permanecer en Cristo, podemos asociar otro versículo con este pasaje: «Llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo».
El apóstol está hablando principalmente de su ministerio entre los creyentes de Corinto, sin duda, pero al hacerlo está estableciendo un principio general. Ese principio es el siguiente: Para que la vida de Jesús –sus mismos rasgos morales (por infinitamente perfectos que fueran en él) manifestados en su paso por este mundo, una conducta semejante a la suya ante Dios y en separación de todo mal– sea vista en nosotros, solo puede ser aplicando constantemente la muerte, la verdad de la cruz, a todo lo que somos en nosotros mismos. Es bueno recordar que no estamos aquí para mostrar lo que somos, sino para expresar lo que Cristo es; y para realizar esto en la medida de lo posible, debemos negarnos a nosotros mismos y aceptar la cruz. Pablo, en Gálatas 2:20, muestra la aplicación de esta verdad a sí mismo: «Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí». Aquel que lo amó y se entregó por él era, como Hijo de Dios, el objeto de su fe, y como tal, era la fuerza de la vida, la vida misma en él, para que se expresara en su caminar, en su servicio y en sus caminos.
Por último, la comunión que permanece en nosotros, la comunión con el Padre y con el Hijo, cada uno en nuestra medida, está presentada como el estado potencial del creyente. Juan dice: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). Podría demostrarse fácilmente que, en la enseñanza de Juan, esta comunión es el goce de la vida eterna, y que está relacionada con la revelación del Padre en el Hijo y por medio del Hijo, y con nuestra introducción en el lugar donde está el Señor y en sus relaciones, estando asociados con él (Juan 20:17); pero no es necesario entrar en este tema ahora, puesto que nuestro único objeto es llamar la atención sobre la riqueza de la bendición a la cual Dios quisiera llevar a su pueblo, mientras está en este mundo.
5.9 - El estímulo para buscar la santidad
Que nadie piense que tratamos de desalentar la búsqueda de la santidad. Por el contrario, deseamos sinceramente animar tanto a los creyentes como a nosotros mismos a una mayor energía espiritual y a una voluntad más constante en esta bendita búsqueda, para que, estando la gloria del Señor siempre ante nuestras almas, podamos crecer en santificación, para parecernos cada día más a Cristo. Esta es la voluntad de Dios para con nosotros: «Porque la voluntad de Dios es vuestra santidad» (1 Tes. 4:3). Y otra vez: «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:23); y otra vez: «Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebr. 12:14). Estos versículos serán suficientes para mostrar que no podemos tener comunión con el pensamiento de Dios para su pueblo si nuestros corazones no responden a lo que él deseo y no se esfuerzan por alcanzar la santidad por el poder del Espíritu Santo.
6 - Una advertencia sobre el malentendido de lo que es la santidad
Después de haber explicado qué es la santidad y cómo adquirirla, puede ser útil señalar ciertos errores que a menudo cometen quienes se embarcan en este camino.
6.1 - El primer error
Algunos, por ejemplo, sostienen que la santidad es el resultado de la sumisión total a la voluntad de Dios. Así, la santidad se presenta como la obra de un momento; pues entonces afirman que, tras esta sumisión, el Espíritu Santo entrará en el alma, la poseerá y en adelante la impregnará toda. Esto se denomina a veces “bautismo del Espíritu Santo” y a veces “segunda bendición”. Nos unimos sinceramente a los defensores de este punto de vista cuando instan a los creyentes a comprender que no se puede crecer espiritualmente, disfrutar de la comunión o incluso percibir el favor y la bendición de Dios mientras no se confiese y juzgue un pecado conocido, o se mantenga un hábito, indulgencia o práctica que se sabe contraria a la voluntad de Dios. Y cuando la luz penetra en las almas por el ministerio de la Palabra, o de otra manera, y revela cosas en la vida y en la conducta que no resisten la santa presencia de Dios, y cuando se ha dado la gracia, en ese momento, de juzgarse a sí mismos de haber tolerado estas cosas, no dudamos ni por un momento que casi al instante se han llenado de toda paz y gozo al creer y de la conciencia de tener el favor y la bendición del Señor, como nunca antes habían conocido.
Además, habiendo juzgado lo que contristaba al Espíritu Santo, y siendo así eliminado el obstáculo a su obra en el alma, debe haber indudablemente una mayor manifestación de su presencia y poder. Esto, sin embargo, no es ni la santidad bíblica ni el bautismo del Espíritu Santo. La primera consiste, como hemos visto en detalle, en la conformidad con Cristo en su gloria; y el segundo tuvo lugar el día de Pentecostés (Hec. 1:5; 1 Cor. 12:13). El creyente recibe el Espíritu Santo en el momento del perdón de los pecados (Hec. 10:43-44; Efe. 1:13), y estamos exhortados a estar «llenos del Espíritu» (véase Efe. 5:18), pero no se menciona, en ningún lugar, un segundo bautismo en el Espíritu Santo. Si se nos dice que esto es meramente una cuestión de vocabulario, no suscribimos a esta objeción, y respondemos que nos mantendremos alejados del error adhiriéndonos a la forma y presentación escriturales de la verdad. Estamos de acuerdo con todos los que insisten en el camino de la santidad práctica para el pueblo de Dios; añadiendo solamente que la santidad según Dios solo puede encontrarse en el camino de Dios.
6.2 - Otros errores
Otro error consiste en creer que la santidad resulta de la aplicación continua de la sangre de Cristo. Sobre este tema se avanzan 2 ideas diferentes y erróneas. La primera considera la sangre de Cristo como el medio para vencer el pecado mismo, siendo su sangre el medio de purificación por el cual nosotros, ya justificados, nos liberamos gradualmente de todo pecado en cuanto a la culpa. Pero esta interpretación ignora por completo la enseñanza de Hebreos 10, y hace imposible la expresión sin «conciencia de pecado»; niega que Cristo haya «con una sola ofrenda» perfeccionado para siempre a los santificados. El segundo error es que la expresión «la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7) significaría que por la aplicación continua de la sangre de Cristo nuestra vieja naturaleza está progresivamente purificada, de modo que la tendencia misma al pecado es finalmente suprimida por completo.
Así se dice (citando a un conocido escritor sobre el tema): “La santificación es un estado en el que tenemos necesidad continua de la sangre. Nunca la hemos necesitado más. El pecado solo es expulsado de su fortaleza por la sangre que todo lo purifica, y solo puede ser impedido de regresar por el mismo poder bendito –la vida («porque la sangre es la vida»), la vida glorificada del Hijo de Dios que siempre fluye en el alma y así la mantiene pura”. Hay 2 errores muy graves en esta breve declaración; en primer lugar, la vieja naturaleza que todos heredamos de Adán, una naturaleza a la que el Espíritu de Dios se refiere a menudo como «carne» (Rom. 8:12-13), es, según este escritor, realmente expulsada del creyente, “expulsada de su fortaleza por la sangre que todo lo purifica”; y, en segundo lugar, se afirma claramente que la sangre representa la “vida glorificada del Hijo de Dios”. Que el lector compruebe estas enseñanzas con la Escritura infalible, y pronto verá que carecen de fundamento, pues la Escritura afirma que la carne, la vieja naturaleza del hombre, nunca cambia, ni siquiera en el cristiano (Rom. 7:25). Dios trató con la carne juzgándola, con nuestro viejo hombre, de una vez por todas en la cruz de Cristo (Rom. 6:6; 8:3), pero no está limpia ni eliminada.
Un examen cuidadoso de 1 Juan 1:7 muestra, además, que el apóstol no está hablando del efecto de la aplicación de la sangre de Cristo, sino de su eficacia. A menudo usamos esta forma de lenguaje. Cuando decimos “el veneno mata” o “la medicina cura”, por ejemplo, nos estamos refiriendo simplemente a sus propiedades conocidas, pero no estamos diciendo que estén matando o curando a nadie en ese momento. Lo mismo ocurre en 1 Juan 1:7. Hablando de nuestro caminar en la luz como Dios está en la luz, el apóstol señala que es en este bendito círculo donde tenemos comunión unos con otros, y añade: «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». Proclama así la eficacia permanente de esta sangre, que nos permite caminar en el lugar santo al que hemos sido llevados. Magnifiquemos el valor de la preciosa sangre de Cristo de todas las maneras posibles; pero no la apliquemos a usos que la Palabra de Dios no justifica.
En todas partes de la Biblia, la sangre, destinada principalmente a la vista de Dios, en su aplicación a nosotros mismos, tiene la intención de limpiarnos de la culpa, no de purificar la carne; y una vez purificado de la culpa, el creyente queda totalmente limpio para siempre, de modo que la culpa del pecado ya no se imputa. Para los pecados cometidos después de la conversión, Dios tiene otro método; consiste en el lavado por medio del agua, a través de la Palabra, gracias al servicio de Cristo como abogado (1 Juan 2:1; Juan 13). Es, pues, encerrar al alma en el error y la esclavitud, y hacerle perder de vista el valor del único sacrificio de Cristo, instar al alma a recurrir continuamente a la sangre de Cristo, ya sea para purificarse de la culpa o para purificar la carne. Dios desea la santidad de su pueblo, y nos ha mostrado claramente el camino para llegar a ella.
El segundo error de la cita anterior es tal vez más peligroso, en el sentido de que toca involuntariamente el fundamento mismo de nuestra fe. La sangre, ¿es la vida del Hijo de Dios glorificado? Se dice que es la sangre la que «hace propiciación» por el alma, y quien lea lo que se dice sobre lo que se hacía con la sangre de la víctima, el sacrificio por el pecado, en el día de las propiciaciones (Lev. 16), verá que la sangre representaba la vida arrebatada por el juicio. ¿Hizo Cristo expiación dando su vida en su condición glorificada? ¿Fue esta vida la que dejó en la cruz cuando fue abandonado por Dios? Es suficiente hacer estas preguntas para exponer esta perversión (involuntaria) de la importantísima doctrina de la expiación, y para advertir al lector que pruebe todo lo que se le presenta sobre este tema, y que retenga solo lo que está de acuerdo con la Palabra de Dios.
7 - Conclusión
En conclusión, reconocemos que el tema de la santidad ha sido muy descuidado. Pero exhortamos al lector a guardarse de buscarla en sí mismo y no en Cristo. Solo Cristo responde a los pensamientos de Dios, y cuanto más nos complazcamos en él, ocupándonos de todo lo que él mismo es, tal como está revelado en la Palabra, más tenderemos a parecernos a él, bajo la acción silenciosa y bendita del Espíritu Santo. La gracia de nuestro Dios es tal que nos ayudará. Él hará que todo trabaje para nuestro bien, manteniendo siempre ante nuestros ojos, en su trato con nosotros, su meta perfecta: la conformidad con la imagen de su Hijo. Si, al correr rectamente hacia el premio de la vocación celestial de Dios en Cristo Jesús, nuestros pasos vacilan y se vuelven inseguros, él hará que nos sintamos más atraídos por Cristo, y así nos hará avanzar con mayor determinación de corazón y celo; o, si es necesario, utilizará la disciplina en nuestro beneficio para que participemos de su santidad (Hebr. 12:10).
Él quiere y desea que seamos santos, y desea fervientemente vernos en comunión con sus pensamientos. Así que probemos nuestros corazones para ver si es así con nosotros, si tenemos firmemente presente el propósito de Dios para con nosotros, y si, teniendo ante nosotros su norma perfecta: Cristo glorificado. «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:3). Preguntémonos también si nos hemos entregado a Dios como de entre los muertos vivificados, si hemos presentado nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro servicio inteligente. Pertenecemos enteramente a Cristo, el Señor, y debemos buscar siempre en él la gracia y la fuerza para mantenernos, por el poder del Espíritu Santo, absolutamente a su disposición. Entonces, gobernados por su sola voluntad, aprenderíamos, como quizá nunca antes, que su yugo es fácil y su carga ligera, y que el camino de santidad práctica en el que nos hemos embarcado nos conducirá a una intimidad cada vez mayor con él.
Que puedan, el lector y el autor, avanzar siempre por este camino, respondiendo a su bendita invitación «Venid y veréis», para ver al Señor (Juan 1:38-39), y descansando en el gozo de su amor, como Juan, «recostado sobre el pecho de Jesús» (Juan 13:23).