8 - Hebreos 8
La Epístola a los Hebreos
Habiendo expuesto con todo detalle el contraste entre el sacerdocio temporal de Aarón y el sacerdocio permanente de Cristo, el capítulo 8 se abre con un resumen de todo el asunto. En este resumen, que ocupa los versículos 1 y 2, hay 4 cosas que haremos bien en observar.
1. El Señor Jesús es «tal Sumo Sacerdote», es decir, tal como el capítulo 7 ha mostrado que es. Por lo tanto, necesitamos refrescar nuestras mentes en cuanto a todos esos puntos de contraste que muestran la infinita superioridad de Cristo, como se expone en ese capítulo.
2. Siendo tal, él ha tomado su asiento en el punto más alto de la gloria. La Majestad suprema tiene su trono en los cielos, y está sentado a la derecha de ese trono, es decir, en el lugar que significa que todas sus funciones ejecutivas están investidas en él. No hay debilidad ni flaqueza en él. El lugar que ocupa indica que ejerce todo el poder. Aprendimos que este lugar exaltado es suyo cuando solo habíamos leído hasta Hebreos 1:3; pero allí lo vimos sentado en gloria como la respuesta a su obra terminada en la purificación de los pecados. Aquí es como Sacerdote que es coronado de gloria.
3. Su ministerio sacerdotal se ocupa, no de los lugares santos en la tierra, construidos y emplazados por Moisés, que fueron las escenas del ministerio de Aarón, sino de ese verdadero santuario y tabernáculo que vino de la mano de Dios. El verdadero santuario es el cielo de la presencia inmediata de Dios: el verdadero tabernáculo es ese poderoso universo de las cosas creadas, donde se encuentra el tercer cielo de la presencia de Dios. El servicio sacerdotal de Cristo tiene como centro a Dios y su presencia, mientras que en su circunferencia abarca toda la creación de Dios. ¡Qué estupendo pensamiento es este! ¡Qué insignificantes parecen las glorias de Aarón a su lado!
4. Un Sumo Sacerdote como este es el nuestro. «Tenemos un tal Sumo Sacerdote»; mientras que Israel tenía sacerdotes del orden de Aarón. Este hecho, aparte de todas las demás consideraciones, indica cuán adelantado del judaísmo está el cristianismo. Estos hebreos, como hemos visto, estaban inclinados a la negligencia; algunos de ellos mostraban señales de retroceder. Que se aferren a esto, y cómo los animaría a mantenerse firmes, y seguir en el camino de la fe. Aferrémonos a ella y también nosotros sentiremos su poder alentador.
Nuestros pensamientos se desvían del Sumo Sacerdote mismo a su servicio y ministerio cuando leemos los versículos 3 al 6. Es útil notar que el versículo 5 es en realidad un paréntesis; el versículo entero bien podría imprimirse entre paréntesis. El sentido sigue directamente del versículo 4 al 6.
Aunque el Señor Jesús no es un sacerdote del orden de Aarón, en muchos aspectos ejerce su ministerio según el modelo establecido en Aarón. Por eso es necesario que tenga algo que ofrecer en la presencia de Dios; y ese algo no puede ser un don del tipo que era habitual en relación con la Ley, pues si hubiera estado en la tierra no habría sido sacerdote en absoluto, ya que no surgió de Leví ni de Aarón. Su sacerdocio es de orden celestial. Solo como resucitado y glorificado ha asumido formalmente su oficio sacerdotal.
Lo que el Señor tiene que ofrecer en su capacidad sacerdotal no se nos dice en este punto; pero creemos que la referencia es, no al hecho de que sí mismo se ofreció, como se afirma en el versículo 27 del capítulo anterior, sino a lo que encontramos cuando llegamos a Hebreos 13:15. Es «por él» que ofrecemos a Dios la alabanza de nuestros labios. Él es quien ofrece a Dios, como gran Sumo Sacerdote, todas las alabanzas que brotan de quienes han sido constituidos sacerdotes por la gracia de Dios. Lo que se nos dice es que su ministerio es más excelente que cualquiera de los que fueron confiados a Aarón; y que su superioridad es exactamente proporcional a la superioridad de las promesas y del pacto del cual él es el Mediador.
Antes de considerar esto, sin embargo, tomemos nota de 2 cosas. Primero, que la última cláusula del versículo 4 nos muestra que esta Epístola fue escrita antes de la destrucción de Jerusalén, cuando cesaron las ofrendas judías. «Hay los que ofrecen», dice, no “los había”. Este mismo hecho nos enfrenta cuando llegamos al último capítulo; y la importancia de ello se pone de manifiesto allí.
En segundo lugar, obsérvese que en el paréntesis (v. 5) se deja bien claro que el tabernáculo y todos sus adornos eran solo una representación en sombras de las cosas celestiales, y no las cosas mismas. Esto, sin duda, era un dicho duro para un judío, porque era muy propenso a pensar en estas cosas visibles de las que se jactaba como si fueran el gran fin, más allá del cual no se necesitaba nada. No debería haber pensado así, pues desde el principio se declaró que no eran sino una representación de las cosas que Dios tenía ante sí. Moisés no debía desviarse ni un ápice del modelo que se le había mostrado en el monte. Si se hubiera desviado, habría tergiversado en vez de representar las grandes realidades que debían ser representadas.
Una vez digerido este hecho, vemos inmediatamente que los tipos del Antiguo Testamento, relacionados con el tabernáculo y las ofrendas, merecen nuestra más seria consideración. El estudio de ellos no es, como algunos pueden pensar, un pasatiempo intelectual que da cabida a una imaginación viva, sino una búsqueda en la que hay mucha instrucción y provecho. Deben interpretarse, por supuesto, a la luz de las cosas celestiales mismas, que se revelan en el Nuevo Testamento.
El ministerio de Cristo como Sacerdote, el nuevo pacto, del cual él es el Mediador, y las promesas sobre las cuales se funda ese pacto, están todos reunidos en el versículo 6.
Difícilmente podría decirse que el antiguo pacto de la Ley se estableció sobre promesas, aunque había ciertas promesas relacionadas con él. Se estableció más bien sobre un trato, en el cual Israel se comprometía a obedecer en todas las cosas, y Dios garantizaba ciertas bendiciones condicionadas a su obediencia. El pacto apenas había concluido cuando Israel lo rompió haciendo el becerro de oro. El hecho de que el nuevo pacto se establezca sobre promesas, que esas promesas sean de Dios y que sean mejores que cualquier cosa propuesta bajo la Ley, lo diferencia claramente del antiguo. Para hacerse una idea de estas mejores promesas, hay que leer la última parte de nuestro capítulo, que está citada del pasaje de Jeremías 31 –donde se promete el nuevo pacto (v. 31 al 34). El «Haré» de Dios es la promesa de Dios. El «Haré» de Dios es su rasgo característico. Todo es cuestión de lo que Dios va a hacer, y de lo que en consecuencia Israel va a ser y tener.
Ahora bien, Cristo es el Mediador de este mejor pacto. Podríamos preguntarnos: ¿Sobre qué base puede Dios esparcir así bendiciones sobre hombres indignos sin infringir las exigencias de la justicia? La única respuesta posible se encuentra en la obra mediadora de Cristo. Como Mediador sí mismo se ha dado «en rescate por todos» (1 Tim. 2:6). Como Mediador también administra el pacto que ha sido establecido en su sangre.
El Señor Jesús nos está presentado en esta Epístola en una variedad de personajes. A veces cantamos:
«Cuán rico es el carácter que tiene,
Y toda la forma de amor que manifiesta,
Exaltado en el trono».
Pero ¿nos detenemos lo suficiente para considerar la riqueza de su carácter en toda su variedad? Ya lo hemos presentado ante nosotros como Apóstol, Sumo Sacerdote, Precursor, Garantía, Víctima, y ahora como Mediador. Todos estos oficios los desempeña en relación con el nuevo pacto y con los que entran en la bendición del nuevo pacto. Como Apóstol la anuncia. Como Garantía, asume toda la responsabilidad por ella. Como Víctima derramó la sangre que lo ratifica. Como Sumo Sacerdote la sostiene. Como Mediador, la administra. Como Precursor, garantiza la llegada a la gloria de todos los bienaventurados de la presente dispensación.
¿Qué defecto se puede descubrir en esto? Ninguno. ¿Dónde está el resquicio por el que pueda colarse el mal o el fracaso? No existe tal resquicio. Toda la bendición del nuevo pacto está arraigada y cimentada en el poderoso Hijo de Dios, y es tan impecable y perfecta como él. ¿No es esto magnífico? ¿No llena nuestras almas de seguridad y triunfo?
El primer pacto de la Ley no era impecable, como indica el versículo 7. No había ningún defecto en la Ley, pero el pacto era defectuoso en la medida en que todo estaba condicionado a un hombre defectuoso. Por eso se deja de lado en favor del segundo, que se basa en el propósito y la obra de Dios. Como dice el último versículo del capítulo, el mismo hecho de que él hable de un nuevo pacto demuestra que el primero ha envejecido y está a punto de desaparecer.
La profecía de Jeremías, que se cita aquí, nos muestra que la nueva alianza se establecerá formalmente con la casa de Israel y la casa de Judá; es decir, con el Israel restaurado y reunificado. En virtud de ella, entrarán en las bendiciones del reino milenario. Por el nuevo nacimiento, la Ley será escrita en sus corazones, de modo que les será tan natural cumplirla como ahora les es natural infringirla. Además, sus pecados les serán perdonados, conocerán a Dios y serán su pueblo. Pero el Evangelio de hoy nos trae precisamente estas bendiciones sobre una base exactamente similar.
El hecho es que todos los convertidos hoy, no importa de qué nación vengan, son bendecidos sobre los principios del nuevo pacto, aunque todavía el nuevo pacto no está formalmente establecido en absoluto; y cuando esté establecido será con Israel, y no con las naciones, ni siquiera con la Iglesia. Lo tenemos, en el espíritu de este, y así anticipamos lo que ha de venir. Al mismo tiempo, debemos observar cuidadosamente que las bendiciones cristianas no se limitan en modo alguno a las prometidas a Israel bajo el nuevo pacto. Por el contrario, disfrutamos de bendiciones que van mucho más allá. Tales son, por ejemplo, las bendiciones de las que habla la Epístola a los Efesios.