5 - Hebreos 5
La Epístola a los Hebreos
La primera parte del capítulo 5 continúa este tema. Los sumos sacerdotes de la antigüedad representaban a los hombres y actuaban por ellos en las cosas relacionadas con Dios. Pero, al actuar en nombre de los hombres, tenían que ser compasivos y simpatizar con ellos. De ahí que fueran tomados de entre los hombres, siendo de la familia de Aarón. Si Dios hubiera instituido a un ángel para que actuara como Sumo Sacerdote en nombre de Israel, habría habido una gran ganancia para Dios, en cuanto a la exactitud y fidelidad con que se llevaban a cabo todas las funciones sacerdotales; pero habría habido una gran pérdida para los hombres, en cuanto a un asunto como la compasión hacia los ignorantes. El que actúa en favor de los hombres debe comprender a la humanidad de una manera experimental; y esto es algo preeminentemente cierto en el caso de Cristo, como acabamos de ver.
En el caso de Aarón tenía que, «ofrecer sacrificio por los pecados, no solo por el pueblo, sino también por sí mismo». En esto encontramos de nuevo contraste y no comparación. Cristo es ciertamente un sacerdote oferente, pues más adelante se dice: «Es necesario que este también tenga algo que ofrecer» (Hebr. 8:3). Pero cuando sigamos leyendo la Epístola, descubriremos que Cristo, «quien sí mismo, mediante el Espíritu eterno, se ofreció sin mancha a Dios» (Hebr. 9:14). Hay una total diferencia entre Aarón ofreciendo por sí mismo y Cristo sí mismo ofreciéndose.
Aarón también era típico de Cristo en el hecho de que fue llamado al oficio sacerdotal por Dios. Sin embargo, aunque Cristo fue llamado por Dios como Aarón, no ha sido llamado según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec. El que dijo en el Salmo 2: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (y esto fue citado en Hebr. 1:5), dijo también en el Salmo: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (110:4). Si en este punto se refiere al salmo, verá que esto fue dicho en conexión con Cristo saliendo de la muerte en resurrección, y siendo exaltado a la diestra de Dios.
No obstante, en los versículos 7 al 9 volvemos a «los días de su carne»; es decir, los días en que estuvo en la tierra antes de morir. Entonces fue el gran momento en el huerto de Getsemaní, cuando se encontró cara a cara con los dolores de la muerte, y sus gritos fueron oídos. Fue escuchado “porque temía”, o «a causa de su piedad». Sus perfecciones personales como Hombre exigían que fuera escuchado. Su clamor era que debía ser salvado de la muerte, pues la fuerza de la palabra aquí es «de». No fue salvado de la muerte, sino que fue escuchado y salvado de ella por la resurrección y porque Jehová le dijo: «¡Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies!» (1:13).
Entrando en la muerte y siendo salvado de ella, se lograron 2 grandes cosas, como nos está presentado en los versículos 8 y 9. Primero, aprendió obediencia. Entendamos lo que esto significa. Lejos esté el pensamiento de que alguna vez hubo la más pequeña mancha de desobediencia en él. El hecho es que antes de su encarnación había estado siempre en el lugar de la gloria suprema, donde a él le correspondía mandar. Habiéndose hecho hombre, experimentó lo que era obedecer [2].
[2] Creemos estar en lo cierto al decir que el rey Jorge VI fue marinero en sus primeros años de vida. Pasando por ese entrenamiento naval, aprendió la obediencia que es necesaria para el buen funcionamiento de toda la maquinaria naval. Cuando hablamos de que el rey Jorge aprendió obediencia naval, no queremos ni por un momento inferir que empezó con un espíritu insubordinado y desobediente, cuando de joven príncipe se hizo guardiamarina. Más bien queremos subrayar que adquirió sus conocimientos navales no por el estudio de los libros, sino por la experiencia real. De la misma manera, el Señor Jesús, siendo Hijo de Dios, aprendió la obediencia a través del sufrimiento humano.
El segundo logro fue en nuestro favor. Su tiempo de sufrimiento y prueba llegó a su fin. Fue obediente hasta la muerte, la muerte de cruz. La muerte fue la prueba suprema y allí fue perfeccionado: es decir, siendo siempre perfecto él mismo, allí su curso de obediencia llegó a su glorioso final y clímax. Pero entonces fue exactamente en ese punto que él efectuó la propiciación, y por lo tanto se convirtió en el Autor de la salvación eterna. No ahora una liberación como la de Israel de Egipto que, aunque muy maravillosa fue solo por un tiempo, sino una liberación para la eternidad.
Y que la salvación eterna la reciben los que le obedecen. El valor de la fe fue tan fuertemente enfatizado en Hebreos 3, y el comienzo de Hebreos 4, que podríamos haber supuesto que habría leído “los que creen”. ¿Por qué dice: «Aprendió la obediencia»? La obediencia es, por supuesto, la obediencia de la fe, pero el punto es que debemos darnos cuenta de que Aquel que pide obediencia de nosotros es Aquel que ha aprendido obediencia él mismo. En la obediencia el Hijo de Dios obró la salvación eterna, y esa salvación es nuestra cuando le obedecemos. ¿No podemos ver cuán divinamente apropiado es esto? Él solo pide de nosotros la obediencia que él mismo ha prestado perfectamente.
En el versículo 10 volvemos al gran hecho establecido en el versículo 6. Los versículos intermedios tienen evidentemente la intención de impresionarnos con las cualidades de nuestro Sumo Sacerdote. Melquisedec es un personaje misterioso que aparece por un momento en Génesis 14 y luego desaparece. Sin embargo, era sacerdote del Dios Altísimo. Aquel a quien tipificó es infinitamente más grande que él –el Hijo de Dios, que asumió la humanidad, soportó el sufrimiento, aprendió la obediencia, y por la muerte misma se convirtió en el Autor de una salvación eterna para todos los que le obedecen. A todos los que le obedezcan a él –¡fíjense! Si ustedes le obedecen y yo le obedezco, entonces estamos incluidos. ¡La salvación es nuestra!
En este punto el redactor hace un alto en su flujo de pensamiento, y sigue una larga digresión. Melquisedec era un tipo tan importante de Cristo que había muchas cosas que decir al respecto, y el tema no era fácil. Requería cierta profundidad de comprensión espiritual si se quería recibir inteligentemente. El pensamiento de este hecho planteó definitivamente la cuestión del estado espiritual de estos creyentes hebreos, y de nosotros mismos.
En los versículos finales de nuestro capítulo, el escritor reprende suave pero firmemente a sus lectores hebreos porque todavía no eran más que niños en cuanto a su entendimiento, cuando deberían haber sido como hombres hechos y derechos. Si crecemos espiritualmente, nuestros sentidos espirituales se ejercitan, adquirimos hábitos espirituales y llegamos a ser capaces de asimilar el «alimento sólido» de la verdad en sus aspectos más amplios y profundos. Si no crecemos, aunque hayamos recibido «la palabra de justicia», nos volvemos inexpertos en ella. Podemos incluso retroceder tanto que necesitamos que se nos enseñen de nuevo los elementos más simples concernientes a la verdad fundamental.
Así fue con estos primeros creyentes hebreos. Sin duda se vieron obstaculizados por sus antiguas asociaciones judías. Su tendencia era a aferrarse a los elementos débiles y miserables del judaísmo, y esto les hacía muy difícil entrar en los elementos más simples del Evangelio. Puede que este no sea exactamente nuestro problema, pero es muy probable que seamos obstaculizados por los elementos del mundo, y más particularmente por los elementos de esa forma particular de religión mundial, en la que podemos haber sido criados. Busquemos y veamos si esto es así; porque si lo es, nosotros también seremos como árboles achaparrados en el jardín del Señor.
Aceptemos también la advertencia de estos versículos en el sentido de que, si no avanzamos, la tendencia para nosotros es retroceder. Si no ascendemos, descenderemos. Si no avanzamos, descenderemos. Estamos en una escena de movimiento, y no conseguiremos quedarnos estáticos.