Inédito Nuevo

13 - Hebreos 13

Epístola a los Hebreos


El versículo 1 de nuestro capítulo es muy corto pero muy importante. La palabra continuar es prácticamente la misma que la palabra permanecer, que cierra el versículo 27 del capítulo anterior. Solo las cosas que no pueden ser sacudidas van a permanecer cuando llegue el gran día de la sacudida; entonces, que el amor fraternal permanezca entre los santos de Dios hoy. Es una de las cosas que permanecerán inamovibles en la eternidad.

Recordemos que en la primera parte de la Epístola se habla de los creyentes como los «muchos hijos» que son llevados «a la gloria». Cristo fue visto como «el Jefe de su salvación», que «no se avergüenza de llamarlos hermanos». Por lo tanto, es evidente que los cristianos son hermanos, y el amor que existe entre ellos, fruto de la nueva naturaleza divinamente implantada, debe ser cultivado. Al fomentarlo, no seremos como niños que construyen un castillo de arena que será arrastrado por la próxima marea, sino como los que construyen para la eternidad.

Los versículos 2 y 3 indican 2 direcciones en las que debe expresarse el amor fraterno. Primero, en la hospitalidad; es decir, en el amor a los extraños. El mundo suele estar dispuesto a recibir a quienes considera importantes o influyentes, y así honrar al huésped distinguido. A nosotros se nos pide que nos elevemos por encima de los motivos meramente mundanos y recibamos a hermanos desconocidos para nosotros simplemente porque son hermanos. Esta es la manifestación del verdadero amor fraternal: una manifestación que con demasiada frecuencia se ve muy poco en nuestra tierra. En segundo lugar, ha de manifestarse en el recuerdo de los hermanos en la adversidad, particularmente de los que sufren prisión.

La palabra recordar significa rememorar de una manera activa; no solo traer a la memoria, sino hacerlo con activa simpatía. Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él, se nos dice en otra parte; y lo que encontramos aquí concuerda con ese hecho. El verdadero amor fraternal nos llevaría a recordar a todos los que sufren y a apoyarlos y socorrerlos en la medida de nuestras posibilidades.

En el versículo 4 se cuestiona el amor natural, que en el mundo ha sido tristemente pervertido y estropeado. Los cristianos deben conservarlo intacto como algo santificado, que tiene su origen en Dios. En el versículo 5 se nos presenta otro «amor»: el amor al dinero. La forma de vida del cristiano debe caracterizarse por no tenerlo en absoluto, ya que se trata de un amor que nunca se originó en Dios. Solo cuando el hombre se convirtió en una criatura caída, perdió todo amor a Dios y entronizó en su corazón los objetos terrenales, y más particularmente el dinero que le permitía perseguirlos.

La palabra para nosotros es, contentaos con «lo que tenéis ahora», o, “vuestras circunstancias presentes”. También es una palabra muy escudriñadora. El mundo está tan lleno de codicia como siempre, tal vez más que nunca. Dios no está en todos sus pensamientos, que se concentran en la ganancia material. De ahí surgen todas las contiendas. Las envidias, los celos, los corazones encendidos, los pleitos están por todas partes. ¡Oh, vivamos de tal manera que presentemos un contraste muy definido con todo esto! Que sea manifiesto para todos que nos mueve otro amor que el amor al dinero.

“Pero”, puede decirse, “en estos días de competencia debemos dedicar todas nuestras energías a ganar dinero, pues de lo contrario no conservaremos por mucho tiempo las cosas que tenemos, sino que nos hundiremos en la pobreza”. Sin embargo, la respuesta a este pensamiento se anticipa inmediatamente en estos versículos. Tenemos la promesa definitiva de su presencia y apoyo infalibles; en consecuencia, podemos contar audazmente con el Señor para todas nuestras necesidades, y no temer al hombre.

Los versículos 5 y 6 presentan 2 aspectos de gran interés. El primero se refiere a la forma en que se cita la Escritura del Antiguo Testamento. Fue a Josué a quien el Señor dijo: «No te dejaré, ni te desampararé». Podríamos decirnos a nosotros mismos: “Pero yo no soy Josué. Él fue un hombre de fe muy eminente, y yo soy un creyente muy insignificante y a menudo muy débil. ¿No sería algo atrevido e impertinente por mi parte suponer tranquilamente que la promesa que le fue hecha es igualmente válida para mí?”. Es delicioso descubrir en estos versículos que tal aplicación de esta antigua promesa no es la audacia de la presunción, sino la audacia de la fe. El hecho es, por supuesto, que lo que Dios es, lo es para con los suyos en todo tiempo y circunstancia. No hay variabilidad ni sombra de cambio con él. Él no será menos hacia los suyos en esta dispensación de lo que fue en una dispensación pasada. Podemos contar enteramente con él.

La poetisa cristiana ha dicho:

Los que confían en Él plenamente,
Lo encuentran verdadero totalmente”.

Esto, por supuesto, es así, pero es bueno, al citar estas felices palabras, hacer hincapié en la palabra encontrar, ya que es igualmente una realidad que es totalmente fiel a aquellos que no confían totalmente en Él. Su fe defectuosa nunca le provocará a él una fidelidad defectuosa. No. Pero su fe defectuosa oscurecerá su visión de su fidelidad, y posiblemente nunca lo encuentren totalmente verdadero, –nunca despierten realmente a ello, como algo realizado y disfrutado– hasta que lo descubran en la gloria.

El segundo punto de interés no es tanto la aplicación de este texto del Antiguo Testamento como el razonamiento que se basa en él. El esqueleto del razonamiento es el siguiente: “Él ha dicho… para que nosotros podamos decir con confianza…”. Si Dios habla, podemos aceptar lo que dice con toda confianza. Más que esto, podemos afirmar con toda audacia lo que él afirma. Y podemos hacer aún más que esto. Porque si él afirma cosas concernientes a sí mismo con respecto a los suyos, podemos, puesto que somos de los suyos, afirmar estas cosas audazmente como si se aplicaran a nosotros mismos. Así que, podemos llevárnoslas a casa con toda confianza como si se aplicaran a cada uno individualmente; incluso como leemos aquí: «El Señor es mi ayudador; no temeré». En nuestra lectura de las Escrituras formemos el feliz hábito de aplicar así las palabras de Dios a nosotros mismos.

Antes de dejar los primeros 6 versículos, notemos la sencillez que aquí se ordena a los creyentes; una sencillez que se ha perdido demasiado en estos días de artificialidad civilizada. Qué sorprendente testimonio daríamos si nos caracterizáramos por ese amor fraternal que se expresa en hospitalidad y simpatía práctica, por un amor natural preservado en honor sin mancilla, y por un santo contentamiento, fruto de la presencia realizada de Dios, y todo lo contrario de la loca codicia y descontento del mundo.

El versículo 7 nos invita a recordar a aquellos que son guías o líderes, por haber ministrado la Palabra de Dios. Para ser un líder uno necesita no solo ministrar la Palabra sino practicarla. Cuando este es el caso, la fe se hace evidente y el «fin» o «resultado» de su conducta puede verse, y podemos ser exhortados con seguridad a imitar su fe. Su fe, obsérvese. Es demasiado fácil empezar a imitar la forma de hablar, las maneras y la idiosincrasia de aquellos a quienes admiramos. Pero si imitamos algo, que sea la fe que subyace e inspira todo lo demás en ellos.

En el versículo 8 también nuestros pensamientos están llevados de vuelta a las cosas con las que comenzamos en Hebreos 1. Allí descubrimos que las palabras que aparecen en el Salmo 102: «Tú eres el mismo, y tus años no se acabarán» (v. 27), no estaban dirigidas a Dios de manera general, sino específicamente a Aquel a quien conocemos como nuestro Señor Jesucristo. Este pensamiento se amplifica en la gran declaración de que Jesucristo es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos». ¿De quién podría hacerse tal afirmación sino de Aquel que era y es Dios?

Ahora bien, solo porque Aquel en quien se centra nuestra fe es el mismo, debe haber un cierto tipo de igualdad en toda la verdad que también se centra en él. Él nunca puede ser el centro y el tema de doctrinas diversas y extrañas. No hay lugar para esa insatisfecha inquietud de la mente humana que corre siempre tras nociones, por contradictorias que sean. Ahora bien, el verdadero conocimiento de Jesús establece el corazón en la gracia, y la mera variedad y novedad dejan de atraer. El peligro que amenazaba inmediatamente a los hebreos era la importación de doctrinas extrañas de su propia religión anterior, como lo indica la alusión a las «carnes».

Una cierta proporción de las carnes consumidas por los judíos les llegaba a través de sus sacrificios. Levítico 7 nos muestra que no solo los sacerdotes, sino también en algunos casos los que ofrecían tenían el privilegio de comer partes de las cosas ofrecidas: es decir, comían del altar. ¡Cuántas veces los judíos incrédulos se habrán burlado de sus hermanos creyentes diciendo que ahora no tenían altar en el que reclamar su parte! Pero el hecho es: «¡Tenemos un altar!». Y del altar del cristiano el orgulloso judío ortodoxo no tenía derecho a comer, habiéndose excluido a sí mismo por su propia incredulidad.

¿Qué es el altar cristiano y dónde se encuentra? “Venid a nosotros”, dicen los romanistas, “y en nuestros altares mayores, ornamentados con crucifijo y velas, donde se dice misa diariamente, lo encontraréis”. Y así también, aunque con ligeras variantes, dicen los griegos y los anglo-católicos (Iglesia anglicana). Pero ¿qué dice la Escritura? Dice: «Tenemos un altar, … porque… también Jesús, … padeció fuera de la puerta» (v. 10-12-. Los altares patriarcales y judíos –los únicos altares hechos por manos que alguna vez fueron aceptados por Dios– eran solo tipos de la muerte de Cristo. Nosotros comemos de ese Altar, ya que cada pedacito de bendición espiritual que podemos apropiarnos viene a nosotros desde allí. Comemos su carne y bebemos su sangre, según las propias palabras de nuestro Señor en Juan 6; y en esto no hay ninguna alusión a la Cena del Señor, sino más bien a una apropiación espiritual de su muerte. Así como el bautismo presenta en figura nuestra sepultura con Cristo, la Cena del Señor presenta en figura esta apropiación espiritual: eso es todo.

En la muerte de Cristo, pues, tenemos nuestro Altar; pero en su muerte tenemos también la realidad de la ofrenda por el pecado. Según Levítico 4, si el pecado en cuestión era de tal naturaleza que implicaba a toda la congregación, entonces la sangre de la ofrenda tenía que ser llevada al lugar santo y rociada delante del velo, y el cadáver del animal tenía que ser quemado fuera del campamento. Nuestro Señor Jesús ha asumido toda la cuestión del pecado en toda su gravedad. Su sangre ha hablado en la plenitud de su virtud en la presencia inmediata de Dios, y, fiel al tipo, murió como el rechazado fuera de la puerta de esa misma ciudad que era la corona y la gloria de la religión del hombre. Estamos contentos de estar identificados con la virtud de su sangre delante de Dios; ¿estamos igualmente contentos de estar identificados con él en su lugar de rechazo fuera del campamento? A menos que hayamos caído poderosamente bajo la atracción de su amor, no lo estaremos.

El versículo 11 nos da el tipo. El versículo 12 nos da el cumplimiento del tipo, en Jesús sufriendo fuera de la puerta de Jerusalén. El versículo 13 nos da la exhortación basada en ello, pero utilizando de nuevo el lenguaje del tipo. No se nos exhorta a ir fuera de la ciudad, pues aquí no tenemos una ciudad continua, como nos recuerda el versículo 14, sino a ir fuera del campamento. Para el creyente el mundo se ha convertido en un desierto.

Además, si la exhortación hubiera sido: “Salid… fuera de la ciudad”, las palabras podrían haber tenido un significado meramente político para estos primeros hebreos. De hecho, cuando unos años más tarde Jerusalén fue destruida por los romanos, los cristianos habían huido casi en su totalidad de la ciudad; pero no se trataba de eso. El campamento era Israel visto religiosamente, Israel agrupado alrededor del Tabernáculo según el orden divino. El llamamiento a estos hebreos era a salir del sistema religioso del judaísmo, y así asumir el oprobio de Cristo. Solo una cosa podía inducirles a obedecer este llamado, y era el amor hacia él. «Salgamos, pues, hacia él».

Si leemos atentamente los Hechos nos damos cuenta de que la masa de judíos creyentes no rompió en absoluto sus vínculos con el judaísmo. Ahora pensaban proceder con Cristo y el judaísmo. Para muchos, de hecho, era un caso de judaísmo y Cristo; porque la característica sobresaliente era que «todos ellos son celosos por la ley» (21:20), en lugar de celosos de Cristo. Cuando se escribió esta Epístola, había llegado la hora de dar un paso decisivo. Ya no podía ser Cristo y el judaísmo. Tenía que ser Cristo o el judaísmo. Si querían a Cristo, entonces debían ir fuera del campamento, hacia él.

Pasaron unos años y con la caída de Jerusalén desapareció el corazón mismo del judaísmo. Templo, altares, sacrificios, sacerdotes, todo fue barrido. El campamento propiamente dicho había desaparecido. ¿Debemos suponer que, por lo tanto, esta exhortación había perdido toda su fuerza? De ninguna manera, porque los judíos mantuvieron algo parecido a su religión por medio de sinagogas y rabinos, y lo han hecho hasta el día de hoy. Todavía tienen una especie de campamento, aunque no el campamento originalmente instituido por Dios. Cuando un judío se convierte hoy en día, esta exhortación sin lugar a duda lo llama a salir de su judaísmo hacia el Cristo rechazado tan eficazmente como siempre.

¿Y qué hay de esa triste parodia del cristianismo primitivo que hoy se llama cristiandad? Se ha organizado casi enteramente según el modelo del campamento judío. Se jacta de sus sacerdotes, de sus santuarios mundanos y a menudo de sus sacrificios. Descansa sobre una base mundana y frecuentemente fomenta la alianza con el mundo. ¿No tiene esta exhortación voz para nosotros en relación con esto? ¿Es probable que Dios comience llamando a los suyos a salir de un sistema religioso que él mismo había originado, y luego termine esperando que permanezcan dentro de sistemas religiosos que él nunca instituyó, sino que fueron creados a través de largas edades de infidelidad y decadencia? Qué avivamiento veríamos si cada cristiano escuchara realmente el clamor: «¡A él fuera del campamento!», y lo obedeciera.

Sin duda hay 1.000 razones para no obedecerlo. He aquí una: “Deberíamos aislarnos. Sería un asunto aburrido y miserable”. ¿Lo sería? ¿Por qué entonces el versículo 15 continúa hablando de alabanza y acción de gracias? Aquellos que han salido a Cristo fuera del campamento están llenos de alabanza y acción de gracias. La ofrecen por él, pues él es su Sumo Sacerdote, y se les exhorta a ofrecerla continuamente. El campamento judío tenía, sin duda, las trompetas de plata y los címbalos de gran resonancia. Pero ¿qué valor tenían? El campamento cristiano tiene, sin duda, magníficos órganos y orquestas y hermosos coros. Pero ¿qué hay del «fruto de labios que confiesa su nombre»? Eso es otra cosa, ¡y eso es lo que cuenta!

He aquí otra objeción: “Deberíamos sacrificar todas nuestras oportunidades de hacer el bien”. ¿Deberíamos? ¿Por qué entonces el versículo 16 habla de nuestro hacer el bien? El hecho es que oportunidades ilimitadas para hacer el verdadero bien yacen ante aquellos que son obedientes, y en lugar de sacrificar sus oportunidades, ofrecen un verdadero sacrificio al hacer el bien.

De nuevo puede decirse: “Si salís del campamento todo será desorden y confusión”. ¿Qué pasa entonces con el versículo 17? Estos hebreos, aunque salieran del campamento, tendrían líderes o guías, levantados por Dios, que velarían por el bien de sus almas. A tales sería un placer someterse. Esto no parece desorden sino más bien lo contrario.

Sin embargo, una vez más, se puede decir: “Pero necesitamos el marco externo de organización que proporciona el campamento. Sin obstáculos las ovejas siempre estarán descarriadas”. Pero fijémonos en los versículos 20 y 21. Mucho antes de esto, como se registra en Juan 10, el Señor Jesús había hablado de sí mismo como el Pastor que había entrado en el redil judío para poder llamar a sus propias ovejas por su nombre y sacarlas de allí. Ahora se nos presenta como el gran Pastor de las ovejas, resucitado de entre los muertos por el Dios de paz. Al ir hacia él, no hacían más que dejar el redil definitivamente y para siempre, a fin de quedar completamente bajo su autoridad y su cuidado de pastor. Venían a Aquel por quien podían estar perfeccionados en toda buena obra para hacer la voluntad de Dios.

Todo esto es tan cierto para nosotros hoy como para los creyentes hebreos del primer siglo. Si hemos ido hacia él, que es nuestro Pastor resucitado, hemos llegado a un lugar donde se aplica el Salmo 23, con una plenitud de significado que el propio David nunca podría haber conocido. En lugar de conocer la necesidad, seremos como ovejas que se recuestan en verdes praderas, porque están abundantemente satisfechas.

Con esta nota termina la Epístola. El autor habla de ella como «la palabra de exhortación», y así es. Es también una carta «escrita brevemente». Aunque solo 2 Epístolas la superan en extensión, es «brevemente» si consideramos la magnitud y el alcance de su contenido. Si realmente hemos asimilado estas “pocas palabras” habremos recibido algún conocimiento de cosas que son tan grandes que toda la eternidad no las agotará.


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