10 - Hebreos 10
Epístola a los Hebreos
En el pasaje que tenemos ante nosotros reaparecen estos 2 contrastes, pero junto a ellos hay un tercero: la gloria suprema de Aquel que se convirtió en el sacrificio, en contraste con los sacerdotes y las ofrendas de antaño. Le vemos salir de la eternidad para cumplir la voluntad de Dios en la obra que realizó. El pasaje comienza con el recordatorio de que la Ley con la sombra de sus sacrificios nunca podría hacer perfectos a los adoradores. Termina con la gloriosa declaración de que la ofrenda de Cristo los ha perfeccionado para siempre.
No es que los sacrificios de la Ley no perfeccionaran a nadie en cuanto a la conciencia, sino que no podían hacerlo. Su misma repetición lo demostraba. Si hubieran servido para purificar la conciencia, de modo que el oferente hubiera obtenido un alivio completo en cuanto a toda la cuestión del pecado, habrían dejado de ofrecerse, ya que nunca seguiríamos haciéndolo. De hecho, su efecto era justo el contrario. En lugar de eliminar los pecados de la conciencia como algo de lo que ya no había que acordarse, se traían formalmente a la memoria al menos una vez al año. La sangre de los animales sacrificados no tenía eficacia para quitar los pecados. La cosa era imposible, como dice el versículo 4.
La declaración de ese versículo es suficientemente clara. Algunos de nosotros, sin embargo, recordando lo que se dice en cuanto al perdón de varios pecados, o en cuanto a la purificación del pecado, en Levítico 4, 5 y 16, podemos sentir que hay aparentemente una contradicción, y que se necesita una palabra más de explicación. La solución de la dificultad no está lejos, y podemos responder por medio de una ilustración.
Aquí tenemos a un comerciante presionado por un acreedor. Le falta dinero en estos tiempos difíciles, aunque sabe muy bien que dentro de 3 meses dispondrá de fondos de sobra. ¿Qué hace? Ofrece a su acreedor un pagaré a 3 meses por 500 libras (esterlinas), y su acreedor, satisfecho de su integridad, lo acepta encantado. Ahora nuestra pregunta es: ¿Qué tiene realmente el acreedor?
Esa pregunta puede responderse con igual verdad de 2 maneras, aparentemente contradictorias. Pensando en ella en cuanto a su valor intrínseco, deberíamos responder: Tiene un pequeño trozo de papel, en el que están trazadas ciertas palabras con tinta, y en cuya esquina está estampado un sello rojo del gobierno, y el valor total del conjunto sería inferior a un penique. Pensando en su valor relativo, es decir, en lo que valdrá a su debido tiempo teniendo en cuenta el carácter del hombre que lo escribió, tendríamos toda la razón al responder: 500 libras.
Los sacrificios de antaño eran como ese pagaré. Tenían valor, pero residía en aquello a lo que apuntaban. No eran más que papel; solo el sacrificio de Cristo es como oro fino. En Levítico se señala su valor relativo. En Hebreos se recuerda que su valor era solo relativo y no intrínseco. Nunca podían quitar los pecados. Por lo tanto, Dios no se complacía en ellos, y la venida de Cristo era una necesidad.
De ahí que en los versículos 5 al 9 tengamos la cita del Salmo 40 y su aplicación. Se cita como la voz misma del Hijo de Dios, al entrar en el mundo. El Salmo menciona: «Sacrificio y ofrenda… holocaustos, ni las ofrendas por el pecado»; es decir, ofrendas de 4 clases, tal como hay 4 clases de ofrendas mencionadas en los primeros capítulos del Levítico. No había placer para Dios en ninguna de ellas, y cuando el Hijo de Dios vino para hacer la voluntad de Dios fueron suplantadas y quitadas. En el cuerpo que él tomó, se hizo toda la voluntad de Dios, y al ofrecerlo en sacrificio hemos sido apartados para Dios de una vez para siempre.
Una vez logrado el objetivo, ¿qué necesidad hay de las sombras ineficaces? Habiendo aparecido el oro fino, ¿de qué nos sirve el trozo de papel? Esa gran palabra: «Quita lo primero, para establecer lo segundo», casi podría tomarse como toda la esencia de la Epístola a los Hebreos, expresada en pocas palabras, resumida en una cáscara de nuez, por así decirlo.
Una vez más nos enfrentamos al contraste de los versículos 11 al 14. Por un lado, están todos los sacerdotes de la raza de Aarón. Por el otro, «este [Hombre]» en su dignidad solitaria de Hijo de Dios. Allí, el ministerio diario y la ofrenda constante de sacrificios ineficaces que nunca pueden quitar los pecados. Aquí, la única ofrenda perfecta, que es perfectamente eficaz, y Él que ofrece está sentado a la diestra de Dios. Allí, los sacerdotes estaban siempre de pie. No había silla ni asiento de ninguna clase entre los muebles del Tabernáculo. No lo necesitaban, pues su trabajo nunca terminaba. Aquí, Él que ofrece, por su única ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los santificados, y por consiguiente ha tomado su asiento para siempre a la diestra de Dios.
Las palabras «perpetuidad y para siempre» aparecen en los versículos 12 y 14. En ambos casos tienen el significado de “como algo perpetuo” o, brevemente, “a perpetuidad”. Aquellos puestos aparte para Dios habiendo sido perfeccionados en cuanto a sus conciencias en perpetuidad, él ha tomado su asiento a la diestra de Dios en perpetuidad. Solo espera una cosa, y es que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies.
Nos gustaría pensar que todos nuestros lectores han comprendido el tremendo significado de todo esto. ¡Oh, la bendición y el establecimiento del alma que vienen cuando realmente nos aferramos a ello! Su sobrecogedora importancia puede verse en la forma en que el Espíritu de Dios se detiene en el tema y lo desarrolla en sus detalles. Observen también, cómo una y otra vez se afirma que el sacrificio de Cristo es uno, y ofrecido una vez y para siempre. Seis veces nos está presentado este hecho en el pasaje que comienza con Hebreos 9:12 y termina con Hebreos 10:14. Escudriñen ese pasaje y véanlo ustedes mismos.
Y entonces que la verdad contenida en ese pasaje entre en todos nuestros corazones con su poder subyugador de las almas y purificador de las conciencias.
Se ha señalado a menudo que en la primera parte de Hebreos 10 se menciona, en primer lugar, la voluntad de Dios; en segundo lugar, la obra de Cristo; en tercer lugar, el testimonio del Espíritu Santo. La obra de Cristo por nosotros ha sentado las bases para el cumplimiento de la voluntad de Dios acerca de nosotros, y para que podamos tener la seguridad de ambas cosas está el testimonio que nos da el Espíritu. En el versículo 15 de nuestro capítulo se nos presenta esto último.
¿Cómo podemos saber que, como creyentes, hemos sido apartados para Dios, hemos sido perfeccionados a perpetuidad? Solo confiando en un testigo intachable. ¿Y dónde se puede encontrar tal testigo? Supongamos que ponemos nuestros sentimientos en el estrado de los testigos y los sometemos a un pequeño interrogatorio sobre este punto. ¿Podemos llegar a algo parecido a la certeza? De ninguna manera, porque difícilmente cuentan la misma historia 2 veces seguidas. Si en ciertas ocasiones parecían testificar que estamos bien con Dios, en otras ocasiones su testimonio iría exactamente en la dirección opuesta. Debemos descartarlos del estrado de los testigos como totalmente poco fiables.
Pero el Espíritu Santo condesciende a tomar el lugar de Testigo, y él es totalmente Fiable. No se trata aquí de su testimonio en nosotros como en Romanos 8:16. En nuestro pasaje se lo ve como testificando desde afuera hacia nosotros, e inmediatamente se nos remite a lo que está escrito en Jeremías 31. Las palabras de Jeremías eran palabras de Dios. Las palabras de Jeremías eran las palabras del Espíritu; sus escritos, los escritos del Espíritu. El testimonio del Espíritu para nosotros se encuentra en la Palabra escrita de Dios. La carga de su testimonio a favor del creyente es: «De sus pecados e iniquidades no me acordaré más».
¿Hay algún lector de estas líneas que carezca de seguridad? ¿Es presa de dudas y temores en cuanto a su salvación? Lo que necesita es recibir el testimonio del Espíritu en «plena certidumbre de fe», como dice el versículo 22. ¿Podría presentársele un testimonio más confiable que el de Dios, el Espíritu Santo? No. ¿Podría presentársele Su testimonio en una forma más estable o satisfactoria que en las Escrituras de la verdad, que él ha inspirado? Nos atrevemos a decir que no.
Supongamos que Dios le envía un ángel con la noticia de su perdón. ¿Eso lo arreglaría todo? Tal vez por poco tiempo. Sin embargo, los ángeles aparecen por un momento y luego se van, y no se les ve más. El recuerdo de su visita no tardaría en desvanecerse, y en su mente entraría la duda de qué fue exactamente lo que le dijo. Si se le concediera una maravillosa ráfaga de sentimientos de gozo, ¿serviría eso? Pronto pasaría y le sucedería la correspondiente depresión, porque cuando las olas están altas no siempre se puede cabalgar sobre sus crestas. Presente usted cualquier alternativa que le plazca, y nuestra respuesta será que, aunque sean más espectaculares que las Escrituras, no pueden compararse con ellas en cuanto a fiabilidad. Si no puede o no quiere recibir el testimonio del Espíritu Santo de esa forma, no lo podrá recibir de ninguna otra.
El testimonio del Espíritu para nosotros es, entonces, que nuestros pecados están completamente remitidos, y estando perdonados no hay más ofrenda por el pecado. En el versículo 2 se preguntó: «¿No habrían cesado de ofrecerse?». –es decir, si los sacrificios judíos hubieran podido hacer perfectos a los adoradores. En el versículo 18 aprendemos que, habiéndonos perfeccionado el único sacrificio de Cristo, y dando testimonio de ello el Espíritu Santo, no hay más ofrenda por el pecado. Cuando se escribieron estas palabras, los sacrificios judíos seguían realizándose en Jerusalén, pero ya no tenían valor como ofrendas por el pecado, y muy pronto fueron eliminados. Los ejércitos romanos bajo el mando de Tito, que destruyeron Jerusalén y dispersaron completamente a los judíos, eran en realidad los ejércitos de Dios (vean Mat. 22:7) utilizados por Él en juicio para hacer que sus sacrificios fueran ya imposibles. Y, sin embargo, una gran parte de la cristiandad se inclina continuamente ante lo que llaman “el sacrificio de la misa”. ¡Cuán grande es este pecado! Realmente peor que el pecado de perpetuar los sacrificios judíos, si eso hubiera sido posible.
El versículo 19 nos presenta el gran resultado que se sigue del único sacrificio perfecto de Cristo. Tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo». Ningún judío, ni siquiera el Sumo Sacerdote, tuvo valentía para entrar en el Lugar Santísimo hecho de manos; nosotros tenemos valentía para entrar en el lugar santísimo no hecho de manos; en espíritu ahora, y en presencia real cuando venga el Señor. El hebreo convertido que leyera esto se diría a sí mismo de inmediato: “Esto debe significar que estamos constituidos sacerdotes en un sentido mucho más elevado que el de los antiguos sacerdotes de la familia de Aarón”. Y tendría razón. Aunque en esta Epístola no se nos dice que somos sacerdotes con tantas palabras, la verdad enunciada lo infiere claramente. En 1 Pedro 2, la verdad del sacerdocio cristiano se enuncia claramente, y esa Epístola también está dirigida a los hebreos convertidos.
Nuestra audacia se basa en la sangre de Jesús, ya que, a través de su carne, por medio de la muerte, él nos ha abierto un camino nuevo y vivo a la presencia de Dios; pero entonces también tenemos a él mismo como Sumo Sacerdote que vive en la presencia de Dios. El versículo 21 menciona esto, pero él es allí realmente llamado, no un Sumo Sacerdote, sino un «gran sacerdote sobre la casa de Dios». Anteriormente en la Epístola leemos de él como Sacerdote e Hijo a la vez, y luego añade: «Cuya casa somos nosotros» (Hebr. 3:6). Somos la Casa de Dios, la familia sacerdotal de Dios, y sobre nosotros está este Gran Sacerdote, el Señor Jesucristo, y tenemos pleno acceso a Dios. El versículo 22 nos exhorta a aprovechar nuestro gran privilegio y acercarnos.
Hemos de acercarnos «con corazón sincero, en plena certidumbre de fe». Estas 2 cosas son lo que podemos llamar las cualidades morales necesarias que debemos tener. Podemos estar convertidos, pero si no hay esa sencillez de fe en la obra de Cristo, y en el testimonio del Espíritu Santo en cuanto a la completa solución de la cuestión de nuestros pecados, que produce plena certidumbre en nuestras mentes, no podemos gozar de la presencia de Dios. Tampoco podemos, a menos que nuestros corazones sean verdaderos; es decir, marcados por la sinceridad bajo la influencia de la verdad, y sin engaño.
La última parte del versículo 22 vuelve de nuevo a lo que tenemos como fruto de la gracia de Dios, y no a lo que deberíamos tener. Tenemos audacia por la sangre de Jesús: tenemos un Gran Sacerdote sobre la Casa de Dios: tenemos corazones rociados y cuerpos purificados, como dice el versículo 22.
Estas 2 cosas pueden presentar una pequeña dificultad para nuestras mentes, pero sin duda para los lectores hebreos originales las alusiones habrían sido bastante claras. Aarón y sus hijos tenían sus cuerpos completamente lavados con agua pura, y también eran rociados con sangre antes de asumir su oficio y deberes sacerdotales. Ahora tenemos las realidades que fueron tipificadas de esta manera. La verdad de la muerte de Cristo ha sido aplicada a nuestros corazones, dándonos una conciencia purificada, que es lo opuesto a una mala conciencia. También hemos caído bajo la acción purificadora de la Palabra de Dios, que nos ha renovado en las fuentes más profundas de nuestro ser. Fue a esto a lo que aludió el Señor Jesús justo antes de instituir su Cena en el aposento alto, cuando dijo: «El que está bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio» (Juan 13:10). La palabra que usó significa bañarse por todas partes, como los sacerdotes eran bañados en su consagración. Pero aun así necesitaban lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el santuario.
Nosotros, gracias a Dios, hemos recibido ese nuevo nacimiento que corresponde al baño con agua pura. El «corazón sincero» del que se habla antes en el versículo se correspondería bastante bien con el lavado de manos y pies que era necesario cada vez que el sacerdote entraba en el lugar santo.
Pero, teniéndolo todo, acerquémonos. Tomemos y usemos y disfrutemos nuestro gran privilegio de acceso a Dios. Es el gran rasgo que debe caracterizarnos. Somos personas puestas en esta cercanía, teniendo libertad ilimitada para acercarnos a Dios, y eso en todo momento; aunque sin duda hay ocasiones en las que podemos disfrutar especialmente del privilegio, como por ejemplo cuando nos reunimos en asamblea para la Cena del Señor o para el culto. Sin embargo, no se limita en modo alguno a tales ocasiones, como queda claro cuando recordamos que esta Epístola guarda silencio en cuanto a la Asamblea y sus funciones; para encontrar instrucción al respecto debemos dirigirnos a la Primera Epístola a los Corintios.
La presencia de Dios debería ser realmente el hogar de nuestros corazones, el lugar al que en espíritu recurrimos continuamente. No se trata de que acudamos allí con nuestras necesidades y presentemos nuestras oraciones; eso ya lo vimos al final del capítulo 4. Se trata más bien de que nos acerquemos disfrutando de todo lo que Dios es, tal como se nos ha revelado en Jesús, en comunión con él. Se trata más bien de que nos acerquemos disfrutando de todo lo que Dios es, tal como se nos ha revelado en Jesús, en comunión con él y en espíritu de adoración. Nos acercamos no para obtener algún beneficio de él, sino porque encontramos atracción en él mismo.
Las 3 exhortaciones de los versículos 22-25 están estrechamente relacionadas. Debemos mantener firme la profesión de nuestra fe (o, nuestra esperanza, como realmente es), sin vacilar, ya que pende de Uno que es totalmente fiel. Ciertamente haremos esto si entramos en nuestro privilegio y nos acercamos. También encontraremos mucha ayuda práctica en la compañía de nuestros compañeros cristianos, y en la exhortación y el ánimo que nos dan. Cuando los creyentes comienzan a vacilar y retroceder, su fracaso está frecuentemente relacionado con estas 2 cosas. Descuidan el doble privilegio de acercarse a Dios, por un lado, y de acercarse a sus compañeros creyentes, por el otro.
Es un hecho triste que hoy en día haya miles de queridos cristianos adscritos a denominaciones en las que las grandes verdades que hemos estado considerando se mencionan muy poco. ¿Cómo podrían serlo cuando las cosas están tan organizadas que oscurecen por completo la verdad en cuestión? Los servicios se conducen de tal manera que el santo individual está puesto a distancia, y solo puede pensar en acercarse por delegación, como si fuera un adorador judío. O tal vez el caso es que encuentra todo el servicio dirigido para él por un ministro, y esto necesariamente tiende a desviar sus pensamientos de la suprema importancia de acercarse por sí mismo, en el secreto de su propia alma.
Otros de nosotros tienen el inestimable privilegio de estar reunidos de acuerdo con la forma bíblica prescrita en 1 Corintios 11 al 14. Esto está calculado para impresionarnos con la necesidad de acercarnos a Dios en nuestros corazones. Pero tengamos cuidado de no perder nuestros ejercicios espirituales y caer en un estado de ánimo que nos lleve desganadamente a las reuniones, esperando que los “hermanos que sirven” hagan todo por nosotros. Y tal vez nos enfademos bastante con ellos porque no cumplen su parte tan bien como creemos que deberían hacerlo. Entonces es cuando, en lugar de aferrarnos, comenzamos a soltarnos; el primer síntoma de ello es, muy probablemente, que comenzamos a abandonar las reuniones y la sociedad de nuestros hermanos creyentes en general. Nos volvemos muy críticos tanto de las reuniones como de las personas, ¡y consideramos que tenemos muy buenas razones para nuestra crítica!
Si en lugar de aferrarnos empezamos a soltar, ¿quién puede decir adónde nos llevará nuestro retroceso? ¿Quién, sino Dios mismo? Solo él conoce el corazón. Con demasiada frecuencia este retroceso, que comenzó, hasta donde alcanza la vista humana, con el abandono de la compañía cristiana, nunca se detiene hasta que se llega a la apostasía total. Este terrible pecado estaba muy presente en la mente del escritor de esta Epístola, como vimos al considerar Hebreos 3 y 6. Él temía grandemente que algunos de los creyentes de la Epístola se alejaran. Temía mucho que algunos de los hebreos a quienes escribía pudieran caer en él. De ahí que vuelva a referirse a ella aquí. El resto del capítulo se ocupa de ello. En el versículo 26 habla de pecar «voluntariamente». En el último versículo habla de los que se retiran «para perdición».
Pecar «voluntariamente» es evidentemente abandonar la fe de Cristo, con los ojos abiertos. Ningún verdadero creyente hace esto, pero un creyente profeso puede hacerlo, y es precisamente este hecho, que hemos alcanzado la perfección y la finalidad en Cristo, lo que lo hace tan grave. No hay más sacrificio por los pecados. Este hecho que parecía tan indeciblemente bendito en el versículo 18, se ve a la luz del versículo 26, que tiene un lado que es indeciblemente serio. No hay más allá que juicio. Y ese juicio será de un carácter muy temible, ardiente de indignación.
Algunos de nosotros podríamos sentirnos inclinados a comentar que tal juicio parece ser bastante inconsistente con el hecho de que vivimos en un día en el que se predican las buenas nuevas de la gracia de Dios. Así es, pero es precisamente ese hecho el que aumenta la severidad del juicio. Los versículos 28 al 31 enfatizan esto. La gracia nos da a conocer cosas de tan infinita magnitud que despreciarlas es un pecado de infinita magnitud, un pecado mucho más grave que el de despreciar la Ley de Moisés con sus santas exigencias.
En el Evangelio nos está presentado, primero, al Hijo de Dios; segundo, su preciosa sangre, como la sangre del nuevo pacto; tercero, el Espíritu Santo, como el Espíritu de gracia. Ahora bien, ¿qué es lo que hace el apóstata, especialmente el judío que, habiendo profesado el cristianismo, lo abandona y vuelve al judaísmo? Pisotea al primero. El segundo lo considera algo impío. Al tercero lo desprecia por completo. Trata con el mayor desdén y desprecio las mismas cosas que traen la salvación. No hay nada más allá de ellas, nada más que juicio. Merecerá todo el juicio que reciba. Todo esto, hay que señalar, es una cosa muy diferente de un verdadero creyente cada vez más frío y descuidado y, en consecuencia, caer en el pecado.
En el versículo 32, vemos de nuevo que, aunque estas advertencias se hicieron por el bien de algunos, el escritor tenía plena confianza en que la mayoría de aquellos a quienes escribía eran verdaderos creyentes. Recordaba, y les pedía que recordaran, los días anteriores, cuando sufrieron mucha persecución por su fe, y les pedía que no perdieran su confianza en esta hora tardía de su historia. Una recompensa abundante vendría por cualquier pérdida que hubieran sufrido aquí.
Una sola cosa era necesaria: que continuaran con perseverancia haciendo la voluntad de Dios. Entonces, sin falta, se les cumpliría todo lo prometido. Su propia posición era que habían «huido en busca de refugio, para aferrarnos a la esperanza puesta ante nosotros» (6:18). Esa esperanza era segura en abundancia, pero su cumplimiento solo puede ocurrir en la venida del Señor, como se indica en el versículo 37.
Por tercera vez en el Nuevo Testamento se cita esa sorprendente palabra de Habacuc 2. Que «el justo por su fe vivirá» (v. 4) se cita tanto en Romanos 1 como en Gálatas 3. Pero solo aquí se cita el versículo anterior. Obsérvese la alteración de las palabras hecha por el Espíritu de Dios. En Habacuc leemos: «Sin duda vendrá, no tardará» (2:3); el «vendrá» se refiere a la visión. Pero en nuestros días las cosas se han aclarado mucho más, y tenemos el conocimiento definitivo de la Persona a quien apuntaba la visión indefinida. De ahí que aquí se diga: «El que ha de venir, vendrá, y no tardará».
Es un hecho sorprendente que la palabra fe solo aparezca 2 veces en el Antiguo Testamento. Una vez en Deuteronomio, Moisés usa la palabra, hablando de Jehová que era «un Dios fiel». Solo en Habacuc aparece la palabra, utilizada de forma positiva. Es igualmente sorprendente que el Nuevo Testamento aproveche ese único uso positivo de la palabra y lo cite no menos de 3 veces. Cómo enfatiza esto el hecho de que ahora hemos dejado atrás el sistema de la vista por el sistema de la fe. El judaísmo ha sido suplantado por el cristianismo.
Sin embargo, el sentido de la cita no es que seamos justificados por la fe, sino que por la fe vivimos. La fe es, como podemos decir, la fuerza motriz de la vida cristiana. O vamos a la recompensa gloriosa o retrocedemos a la perdición. No se contempla ningún término medio.
No se pierda el contraste que se presenta en el último versículo de nuestro capítulo. Se encuentra entre retroceder a la perdición y creer en la salvación del alma. Esto proporciona una prueba adicional, si fuera necesaria, de que el contraste en Hebreos no es entre creyentes que hacen bien y creyentes que hacen mal, y que por consiguiente (como se supone) pueden perecer; sino entre aquellos que realmente creen para salvación, y aquellos, que siendo meros profesos, retroceden a su ruina eterna.
Gracias a Dios por esa fe viva que hace avanzar al alma con paciencia hacia la recompensa gloriosa que nos espera.