Inédito Nuevo

6 - Hebreos 6

Epístola a los Hebreos


«Sigamos adelante», es la exhortación inicial de nuestro capítulo. El movimiento en la dirección correcta debe marcarnos. Hemos de dejar «los rudimentos de la doctrina de Cristo», como dice la lectura marginal, y seguir hacia la «perfección». Si echamos un vistazo a los últimos 4 versículos de Hebreos 5, veremos que el punto aquí es que debemos crecer en nuestra comprensión de la fe de Cristo. No debemos ser como niños que permanecen año tras año en el jardín de infancia, sino avanzar hasta que asimilemos la instrucción proporcionada a los alumnos de sexto curso.

Juan el Bautista había traído «el rudimento de la doctrina de Cristo». Puso el fundamento del «arrepentimiento de obras muertas, de la fe en Dios». Puso el bautismo en el primer plano de su predicación y habló claramente del juicio eterno. Pero las cosas habían cambiado desde sus días. Una gran luz brilló cuando Jesús comenzó su ministerio; y entonces, justo cuando terminaba su servicio terrenal, en su discurso en el aposento alto prometió el don del Espíritu Santo. Dijo a sus discípulos que tenía «todavía muchas cosas» que decirles, pero que no podrían soportarlas entonces. Añadió: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad» (Juan 16:13). Para cuando se escribió la Epístola a los Hebreos toda la verdad había sido revelada en relación con la Iglesia, pues a Pablo le fue dado por su ministerio «completar la palabra de Dios» (Col. 1:25). «Completar» en ese versículo significa «llenar por completo» [3].

[3] N.d.T. En cuanto a la revelación de todo la Escritura, solo fue completa con el libro del Apocalipsis (o Revelación) que le fue dado al apóstol Juan al final del primer siglo.

Todo el círculo de la verdad revelada en relación con la Iglesia se había completado. Sin embargo, estos hebreos todavía se inclinaban a morar en sus mentes entre estas cosas preliminares, ignorando por completo la luz más completa que ahora brillaba. ¿Somos nosotros semejantes a ellos en esto? En su caso no es difícil ver dónde estaba el problema. El lugar especial de privilegio, que pertenecía al judío nacionalmente bajo el antiguo pacto, había desaparecido bajo el nuevo. Es cierto que solo había desaparecido porque se había introducido un orden más elevado de bendición, de modo que, cuando se convertían, tanto el judío como el gentil accedían a privilegios desconocidos hasta entonces. Sin embargo, sus corazones se aferraron a la antigua y exclusiva posición nacional y, en consecuencia, se volvieron sordos para oír la verdad más completa del cristianismo. En nuestro caso no tenemos una posición nacional que mantener, pero hay muchas cosas que naturalmente amamos y a las que nos aferramos, que son despojadas por la luz del cristianismo pleno y propio; y hay un peligro muy real de que cerremos nuestros ojos contra esa luz para retener las cosas que amamos.

¡Oh, que hagamos caso de esta exhortación! Dejemos que se repita una y otra vez en nuestros corazones: ¡Sigamos adelante! ¡Sigamos adelante! ¡Sigamos! Y entonces unámonos al escritor de la Epístola en decir: «Si el Señor quiere viviremos y haremos esto o aquello» (Sant. 4:15).

Después de esta palabra tan alentadora en el versículo 3, caemos abruptamente en un pasaje muy oscuro que se extiende desde el versículo 4 hasta el versículo 8. Aunque la transición es muy brusca, no carece de una buena razón. Si los cristianos no siguen adelante, invariablemente retroceden; y si casi parece que no van a seguir adelante, se despiertan graves temores de que su falta de voluntad provenga de la irrealidad de su profesión; en cuyo caso su retroceso podría llegar hasta la apostasía abierta. En el caso de un judío, lo haría sin falta.

Es la apostasía lo que se contempla en estos versículos, no solo el retroceso ordinario –no el verdadero creyente enfriándose y cayendo en el pecado; no las personas, que una vez han profesado la conversión sin realidad, abandonando su falsa profesión y volviendo al mundo –sino esa total caída y repudio de la raíz y rama del cristianismo, que es la apostasía.

Ningún verdadero hijo de Dios apostata jamás, aunque no pocos profesos de la religión cristiana lo hayan hecho. Si un hebreo renunciara a su profesión cristiana y deseara ser readmitido en la sinagoga y entre los suyos, ¿qué sucedería? Se encontraría con que, como precio de la readmisión, tendría que maldecir a Jesús por impostor. En efecto, tendría que crucificar para sí mismo «al Hijo de Dios y exponiéndolo a la ignominia pública». Ahora bien, llegar a tales extremos es someterse al juicio gubernamental de Dios, tal como hizo Faraón en los días de antaño cuando Dios endureció su corazón, de modo que es imposible ser renovado al arrepentimiento.

En los versículos 4 y 5 se contempla que los susceptibles de caer pueden haber participado de los privilegios comunes a los creyentes de aquellos tiempos, y ello nada menos que de 5 maneras. Podemos preguntarnos si es posible que alguien participe de esta manera sin estar verdaderamente convertido; y esta pregunta puede ser especialmente urgente en lo que se refiere a la tercera de las cinco. ¿Es posible participar del Espíritu Santo sin haber nacido de nuevo?

La respuesta a esta pregunta es que es muy posible. Solo un verdadero creyente puede ser habitado por el Espíritu Santo, pero todos dentro del círculo de la profesión cristiana, estén verdaderamente convertidos o no, participan o comparten los beneficios de la presencia del Espíritu. Un hombre puede estar iluminado sin ser salvo. Puede gustar el don celestial sin recibirlo. Puede gustar la buena Palabra de Dios sin digerirla en sus entrañas. Puede participar de «los bienes venideros» (es decir, poderes milagrosos) sin experimentar el verdadero poder del mundo venidero.

El terrible caso de Judas Iscariote nos proporciona una ilustración de esto mismo. Caminó durante más de 3 años en compañía del Hijo de Dios. ¡Qué torrentes de luz cayeron sobre su camino! ¡Qué gusto tuvo del don celestial y de la buena Palabra de Dios! No puede decirse, por supuesto, que participara del Espíritu Santo, pero sí de los beneficios de la presencia de Cristo en la tierra; y participó, junto con los demás apóstoles, de esos poderes milagrosos que aquí se llaman «los poderes del siglo venidero» (v. 5). Fue uno de los 12 a quienes el Señor dio poder sobre los espíritus inmundos, y de quienes se dice: «Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los sanaban» (Marcos 6:13). Sin embargo, Judas era todo el tiempo un «hijo de perdición» y no un hombre salvo en absoluto. Recayó y resultó imposible renovarle al arrepentimiento.

Ustedes notarán que la palabra aquí es «imposible» y no “improbable”. Esta palabra es suficiente para mostrar que no hay apoyo en esta escritura para la idea de que un verdadero creyente se aleje y se pierda para siempre. Todos los que «recayeron» en el sentido de que se habla en este pasaje se pierden para siempre. No es que puedan estarlo, sino que deben estarlo; y no habría ni un solo rayo de esperanza para ningún desviado, si se refiriera a tales.

Se refiere entonces al pecado de apostasía –un pecado al que el judío, que abrazó la religión cristiana sin estar realmente convertido, era peculiarmente propenso. Al volver a su antigua y desgastada religión, condenando y repudiando por completo al Señor Jesús, demostró ser un terreno completamente malo y sin valor. Observen que el contraste en los versículos 7 y 8 no es entre la tierra que en este tiempo es fructífera y la misma tierra que en otro tiempo es infructuosa, sino entre la tierra que es esencialmente buena y otra que es esencialmente mala. La forma misma de esta ilustración apoya la explicación que acabamos de dar de los versículos 4 al 6. Judas disfrutó de «la lluvia que muchas veces cae sobre la tierra», pero solo produjo espinos y zarzas y fue rechazado.

En el versículo 9 el escritor se apresura a asegurar a los hebreos, a quienes escribía, que al decir estas cosas no estaba poniendo en duda la realidad de todas ellas, ni siquiera de la mayoría. Todo lo contrario. Dudaba evidentemente de una minoría, pero estaba seguro de la realidad de la masa. Discernía en ellos rasgos que le daban esta seguridad. Las nombra «cosas que conciernen a la salvación».

Hay ciertas cosas que actúan como una especie de sello distintivo de nuestro cristianismo. El sello en un artículo de plata no lo hace de plata, pero nos da una garantía oficial de que es de plata. Nos asegura su autenticidad. ¿Cuáles son entonces estas cosas que nos aseguran la autenticidad de los cristianos, cosas que acompañan tan definitivamente a la salvación que si están presentes sabemos que la salvación también está presente? Esta pregunta se responde en el versículo 10. Y la respuesta es: son muchos pequeños actos que revelan a un amor genuino por los santos.

Algunos de nosotros podemos sentirnos inclinados a exclamar: “¡Qué extraordinario! Habría pensado que grandes actos de fe, grandes hazañas de devoción a Dios habrían revelado mejor la realidad que eso”. Al decir o pensar así estaríamos equivocados. Bajo la tensión de la emoción o de un entusiasmo repentino se realizan a veces grandes actos que no son un verdadero índice para el corazón. Es en estas pequeñas cosas en las que revelamos nuestro verdadero ser mucho más verdaderamente. Ministrando a los santos, que son el pueblo de Dios, mostraron su amor hacia Dios mismo.

Una cosa es atender a un santo porque me cae bien, y otra muy distinta es atender a un santo en cuanto santo; y es de esto último de lo que se habla aquí. Lo primero es algo que podría hacer una persona inconversa; lo segundo solo es posible para alguien que posee la naturaleza divina. Ahora bien, este es precisamente el punto aquí. Las cosas que acompañan a la salvación son las cosas que manifiestan la naturaleza divina; y las cosas que por lo tanto prueban la realidad de la fe, de una manera que la posesión de poderes milagrosos o los privilegios externos del cristianismo nunca pueden.

Estando así seguro de la salvación de la mayoría de aquellos a quienes escribió, solo hay una palabra de exhortación en este punto. El escritor les exhorta a seguir haciendo lo que habían hecho, a continuar diligentemente en este buen camino hasta el final, con la plena seguridad de que su esperanza no estaba equivocada.

La esperanza ocupa un lugar muy importante en relación con la fe de Cristo, al igual que en la dispensación pasada. Entonces, ya fueran patriarcas, profetas o simplemente el pueblo de Dios, todos tenían sus ojos puestos en las cosas buenas que vendrían con el advenimiento del Mesías. Ahora las cosas buenas se han manifestado en Cristo: se ha realizado la plena expiación, nuestras conciencias han sido purificadas, hemos recibido el don del Espíritu. Pero aun así no gozamos plenamente de los bienes. Para eso esperamos la segunda venida del Señor. Lo que realmente tenemos en el momento presente lo tenemos en la fe, y lo disfrutamos por el poder del Espíritu, porque él es la Garantía de todo lo que heredaremos. Somos salvos, en esperanza de todo lo que ha de venir.

Es muy importante para nosotros tener esto claro, y aún más importante era para estos hebreos convertidos tenerlo claro. ¡Cuán a menudo eran reprochados por sus parientes inconversos! Cuántas veces se burlaron de su insensatez al renunciar a todas las glorias externas del sistema mosaico con su templo, su altar, sus sacrificios, su sacerdocio, ¿y para qué? Por un Maestro a quien no podían ver, porque los había abandonado, y por toda una serie de cosas tan invisibles como él. ¡Qué tontos parecían! Pero ¿eran realmente tontos?

No lo fueron. Y si se les instruyera en lo que dice nuestro capítulo, podrían dar muy buenas razones de lo que habían hecho. Podrían decir: “En realidad somos nosotros y no vosotros los que seguimos los pasos de nuestro padre Abraham. A él se le hicieron promesas y vosotros parecéis haberlas olvidado, instalándoos como contentos con el sistema de sombras de la Ley, que se dio por medio de Moisés como algo provisional. Nosotros hemos recibido a Cristo, y en él tenemos la garantía del cumplimiento de todas las promesas que alguna vez fueron dadas, y además tenemos promesas frescas, e incluso más brillantes”.

Necesitamos tener una esperanza que descanse sobre una base muy sólida si queremos mantenerla con plena seguridad. Es este pensamiento el que nos lleva a los versículos 13-18. Abraham es ante nosotros un gran ejemplo no solo de fe, sino también de esperanza. Fue cuando había ofrecido a Isaac, como se registra en Génesis 22, que se le dio la promesa de bendición, que culminó en «la Simiente», que es Cristo, según Gálatas 3:16. Esa gran promesa tenía detrás de sí no solo la bendición de Isaac, sino también la bendición de Cristo. Esa gran promesa tenía detrás no solo la autoridad que siempre acompaña a la simple Palabra de Dios, sino también la sanción añadida de su solemne juramento.

¡Qué hermosa es esta visión que tenemos de Dios, que se inclina para considerar la debilidad y las flaquezas que caracterizan incluso a la mejor de sus criaturas! Aquí están Abraham y los herederos posteriores de las promesas. ¡Cuán fácilmente puede vacilar su fe! ¡Cuán lleno de incertidumbres está el mundo en que se encuentran! Entonces Dios condescenderá con su debilidad y reforzará su Palabra con su juramento, diciendo: «Por mí mismo he jurado, dice Jehová» (Gén. 22:16).

Su Palabra y su juramento. Estas son 2 cosas inmutables –cosas que nunca cambian, nunca tiemblan. Establecen para nosotros la inmutabilidad de su consejo. Nunca, nunca, fallará en ninguna promesa que haya dado, en nada de lo que haya dicho que hará.

Y todo esto, fíjese, es válido para nosotros hoy. El versículo 18 lo deja muy claro. Lo que Dios fue para Abraham, lo es para nosotros. Esta es la belleza de estas revelaciones de Dios en el Antiguo Testamento. Lo que él es, lo es en todo tiempo y lugar, y para todos. El fuerte consuelo que fluye de estas 2 cosas inmutables debe ser disfrutado por nosotros que hemos abrazado la esperanza cristiana.

Se dice que los hebreos «hemos huido en busca de refugio, para aferrarnos a la esperanza puesta ante nosotros» (v. 18). ¿Por qué decirlo así? Porque los llevaría de inmediato a las regulaciones dadas en relación con las ciudades de refugio, en Números 35.

Esas regulaciones tenían un significado típico que se cumplió exactamente en el caso del judío convertido. Era igual que el homicida que había huido a la ciudad de refugio más cercana.

Si el pecado nacional de Israel, al crucificar a su Mesías, hubiera sido considerado como asesinato por Dios, no habría habido ninguna esperanza. Todos habrían caído ante el vengador de la sangre. Sin embargo, la oración de Jesús en la cruz fue: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Era como si hubiera dicho: “Padre, considera que este pecado suyo es homicidio y no asesinato”. Dios escuchó esa oración, por lo que había esperanza incluso para aquellos que participaron en su muerte. En consecuencia, el día de Pentecostés Pedro predicó el perdón para los que se volvieran con fe a Jesús resucitado y exaltado. Aquel día se abrió la ciudad celestial de refugio y huyeron a ella 3.000 almas.

Multitudes, por supuesto, no creyeron, y en consecuencia no huyeron para ponerse a salvo, y cayeron ante los vengadores romanos cuando Jerusalén fue destruida. Sus descendientes incrédulos tendrán que enfrentarse en el futuro a la gran tribulación y al juicio de Dios. Pero los que han entrado en la ciudad de refugio tienen una esperanza puesta ante ellos. Está relacionada con el momento en que Jesús vendrá en su gloria; cuando dejará de ejercer sus funciones sacerdotales según el modelo de Aarón y lo hará según el modelo de Melquisedec. Así se cumplirá el tipo en cuanto al cambio del sacerdote (vean Núm. 35:25). Cuando esto ocurra, nuestras esperanzas se realizarán con él en la gloria, y en la tierra será el tiempo del jubileo, cuando cada uno volverá a su propia heredad.

La esperanza del cristiano es celestial; por eso se dice que penetra hasta «el interior de la cortina». Dentro del velo estaba lo más santo de todo, típico del tercer cielo; es decir, la presencia inmediata de Dios. Lo que estaba dentro del velo era el arca de la alianza, típica de Cristo. Ahora Cristo entra en la presencia inmediata de Dios, y eso en nuestro favor. Entra como Precursor y como Sumo Sacerdote. Nuestra esperanza, centrada en él, actúa como un ancla del alma, segura y firme. Nuestra esperanza se ha anclado ya en el Señor Jesús glorificado. Ya estamos anclados a la Persona y al lugar, a quien y a donde vamos. Es como si un transatlántico se encontrara firmemente anclado a Nueva York por un ancla echada en el puerto de Nueva York, antes de haber salido del Canal de la Mancha.

El hecho de que Cristo se haya convertido en nuestro Precursor garantiza que nosotros, que somos los corredores posteriores, llegaremos al lugar donde él está. Y como Sumo Sacerdote, siempre vive para llevarnos. Que él sea nuestro Precursor es una gracia asombrosa, pues en Oriente, donde prevalecen estas costumbres, el precursor es una persona sin importancia que despeja el camino para el personaje importante que le sigue. Piensen en el Señor Jesús ocupando un lugar así por nosotros.


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