11 - Hebreos 11
Epístola a los Hebreos
Llegamos ahora al pasaje que es preeminentemente el capítulo de fe de la Biblia, y es fácil ver cuán completamente encaja en su lugar en todo el esquema de esta Epístola. El judaísmo, como sistema religioso, apelaba en gran medida a la vista, mientras que las grandes realidades del cristianismo son invisibles y solo apelan a la fe. Siendo el objeto de la Epístola liberar a los hebreos convertidos de las vestiduras sepulcrales del judaísmo que se aferraban a ellos, y establecerlos en la libertad del cristianismo, el Espíritu Santo naturalmente se detiene mucho en la fe.
¡Qué apropiado es todo esto! Haríamos bien en reflexionar largamente sobre ello, para que la maravilla de la inspiración divina se nos manifieste cada vez más. Podemos notar también cómo el gran capítulo de amor de la Biblia es 1 Corintios 13, y el gran pasaje de esperanza es 1 Tesalonicenses 4:13 al 5:11. Ahora bien, 1 Corintios es, como podemos llamarla, la Epístola de la asamblea local, y es precisamente en la asamblea local donde se crean todas las fricciones entre los creyentes, y tienen lugar los desacuerdos y disgustos oficiales, y por consiguiente el amor es tan necesario. Así también 1 Tesalonicenses es la Epístola donde se ve a los santos sufriendo a manos del mundo, y en estas circunstancias nada sostiene más el corazón que la esperanza.
Todo nuestro capítulo es como un comentario sobre esa pequeña frase de Habacuc: «El justo por fe vivirá». Se nos muestra que desde el principio de la historia del mundo lo que agradaba a Dios en su pueblo era el resultado de la fe. Esto puede parecernos muy obvio, pero sin duda era una idea bastante revolucionaria para el judío medio, pues se había acostumbrado a considerar que lo que agradaba a Dios eran los ceremoniales y sacrificios del judaísmo, y las obras de la Ley relacionadas con ellos. Pero aquí el Espíritu de Dios va detrás de las actividades de estos creyentes del Antiguo Testamento para sacar a la luz la fe que los movía e inspiraba. Sus obras no eran las obras de la Ley, sino las obras de la fe. A este respecto, sería conveniente refrescar la memoria en cuanto al contenido de Romanos 4 y Santiago 2, observando bien cómo Pablo excluye las obras de la Ley de nuestra justificación, y cómo Santiago insiste en las obras de la fe como prueba de la vitalidad de la fe que profesamos.
El primer versículo define, no lo que es la fe en abstracto, sino lo que hace en la práctica. «La fe es la certidumbre de las cosas esperadas, la convicción de las realidades que aún no se ven». LLa fe es, pues, el telescopio que nos muestra las verdades invisibles de las que habla Dios, haciéndolas realidad para nosotros, dándonos seguridad de ellas y convirtiéndolas en sustancia sólida en nuestros corazones.
Sin embargo, antes de que se nos lleve a revisar cómo la fe obró en “los ancianos”, encontramos que una palabra es para nosotros mismos. El versículo 3 comienza, «Por la fe entendemos…» y las cosas vistas en la creación son traídas ante nosotros. ¡Esta es una declaración muy significativa! En los días apostólicos era evidentemente la fe común de los cristianos que «los mundos fueron ordenados por la palabra de Dios». ¿Es esta la fe de todos los cristianos de hoy? Acabamos de ver que la fe es «la convicción de las realidades que aún no se ven». Ahora descubrimos que solo la fe puede darnos una comprensión adecuada de las cosas que sí vemos. Hace 20 siglos, el mundo filosófico estaba lleno de extrañas teorías sobre el origen de la creación. Teorías igualmente extrañas llenan hoy las mentes filosóficas. Todas estas teorías, tanto antiguas como modernas, dan por sentado que las cosas que se ven fueron hechas de cosas que aparecen; y el proceso, por el cual piensan que fueron hechas, ha recibido el nombre de evolución. Los filósofos son hombres muy inteligentes, y se han provisto –especialmente en estos días modernos– de un equipo realmente maravilloso para sus investigaciones. Solo les falta una cosa. Pero esa única cosa es la única que cuenta. Les falta la fe que permite comprender. A través de la fe comprendemos el origen de la creación. Sin fe no lo entendemos en absoluto.
Confiamos en que todos los lectores de este pequeño artículo tengan la fe que entiende la creación, y por ello estamos preparados para entender la fe que animaba a los ancianos, cuyo relato comienza con el versículo 4.
La historia parece dividirse naturalmente en 3 partes. En primer lugar, tenemos en los versículos 4 al 7 a los 3 grandes dignatarios del mundo antediluviano, y en ellos se ve la fe como aquello que establece una relación correcta con Dios y, en consecuencia, salva. En segundo lugar, tenemos a los patriarcas del mundo postdiluviano, antes de que se diera la Ley. Ellos ilustran la fe como aquello que trae a la vista cosas invisibles –la fe que ve. En tercer lugar, empezando por Moisés, el dador de la Ley, encontramos la fe que da energía a pesar de todos los obstáculos, la fe que está dispuesta a sufrir. Al decir esto, nos limitamos a aludir a lo que parece ser el pensamiento prominente del Espíritu en cada sección, porque, por supuesto, nadie puede tener fe en absoluto sin que se conozcan sus efectos de las 3 maneras.
La fe de Abel condujo al «mejor sacrificio» y al conocimiento de que era justo ante Dios; conocimiento que obtuvo por la fe en el testimonio de Dios. Ofreció su sacrificio, no por casualidad ni por una feliz inspiración, sino por fe. ¿Fe en qué?, podemos preguntar. Sin duda, en lo que Dios ya había demostrado en cuanto al valor de la muerte de un sacrificio por medio de las vestiduras de pieles, acerca de lo cual leemos en Génesis 3:21. Dios dio testimonio del valor de su don al aceptar su sacrificio; y Abel sabía que al aceptar su sacrificio Dios lo declaraba justo. Muchos cristianos profesos dicen hoy que es imposible en esta vida tener el conocimiento de los pecados perdonados; pero he aquí que un hombre que vivió unos 4.000 años antes de Cristo poseía esto mismo. ¿Y no podemos poseerlo nosotros que vivimos casi 2.000 años después de que la gran obra expiatoria haya sido hecha?
Abel murió; pero en el caso de Enoc, el siguiente en la lista, tuvo lugar la traslación y nunca vio la muerte. Y además tuvo el testimonio, no solo de estar bien con Dios, sino de agradar a Dios. A este respecto se nos recuerda que sin fe no podemos agradar a Dios en absoluto. La fe es la raíz de la que brotan todos los frutos que a él le agradan, del mismo modo que en 1 Timoteo 6:10, a modo de contraste, se dice que el dinero es una raíz de la que brota toda clase de mal.
En el caso de Noé vemos la fe que salvó del juicio y condenó al mundo. Cuando se le advirtió del juicio venidero, creyó en la Palabra de Dios. Cuando se le ordenó construir el arca, rindió la obediencia de la fe. De este modo se separó del mundo. Recibió la justicia y llegó a Dios a través del sacrificio en la tierra renovada, mientras que el mundo fue condenado en juicio.
El caso de Abraham ocupa los versículos 8 al 19, con excepción de un versículo que se ocupa de Sara, pues si ella no hubiera sido una mujer de fe, Isaac, la simiente prometida, nunca habría nacido. La fe de Abraham fue tan excepcional que el apóstol Pablo habla de él como «el padre de todos los que creen» (Rom. 4:11); por eso no es de extrañar que en este capítulo se hable más de él que de cualquier otro individuo. Lo que se dice parece dividirse en 3 partes. En primer lugar, la fe que le llevó a responder al llamado de Dios desde el principio. Partió de una ciudad de civilización y cultura sin saber adónde iba. Cuando lo supo, resultó ser una tierra con menos cultura que la que había dejado. Sin embargo, todo esto no importaba. Canaán era la herencia que Dios había elegido para él, y se puso en marcha al llamado de Dios. Dios estaba ante su alma. ¡Eso es la fe!
En segundo lugar, cuando estaba en la tierra prometida no tenía posesión real de ella. Permaneció allí como extranjero y peregrino, contentándose con habitar en tiendas. Por último, murió en la fe de las promesas sin haberlas recibido jamás. Su conducta fue, en verdad, muy notable; ¿y a qué se debió? La fe, la fe que dota al hombre de visión espiritual. No solo deseaba un país mejor y celestial, sino que «esperaba» una ciudad celestial mucho más duradera que Ur de los caldeos. El versículo 13 nos dice que vio las promesas, aunque estaban muy lejos según contamos el tiempo.
En tercer lugar, su fe pareció alcanzar un clímax y expresarse más plenamente cuando ofreció «a su hijo único». Isaac era un hijo de la resurrección incluso en cuanto a su nacimiento natural: llegó a serlo doblemente después de este acontecimiento. Pero la fe era la fe de Abraham, que razonaba que el Dios que podía traer al mundo un hijo vivo de padres físicamente muertos, podía resucitarlo de entre los muertos y lo resucitaría. Cuando Abraham creyó en Jehová y él se lo contó como justicia, como nos dice Génesis 15:6, creyó en un Dios que podía resucitar a los muertos, como muestra el final de Romanos 4. La ofrenda de Isaac demostró su fe de la manera más clara. Fue la obra especial en la que actuó su fe, como declara la última parte de Santiago 2.
Después de Abraham se mencionan Isaac, Jacob y José. En cada caso de los 3 solo se menciona un detalle de sus vidas, y en 2 de los 3 casos ese detalle es el final. Leyendo el Génesis, difícilmente reconoceríamos fe alguna en la bendición que Isaac otorgó a sus hijos, y no veríamos gran cosa en la forma en que Jacob bendijo a sus nietos; sin embargo, el ojo agudo del Espíritu de Dios la discernió, y la anota para nuestro estímulo. Si él no tuviera un ojo agudo como este, ¿discerniría la fe en los detalles de nuestras vidas? Bien podemos preguntarnos esto.
El caso de José es más claro. Egipto era la tierra de su gloria, pero él sabía por fe que Canaán iba a ser la tierra de la gloria del Mesías, por lo que ordenó que, en última instancia, sus huesos no descansaran en Egipto sino en Canaán.
El versículo 23 habla de la fe de los padres de Moisés más que del propio Moisés. La fe de Moisés ocupa los versículos 24 al 28. La primera gran muestra de ella fue cuando se negó a continuar por más tiempo en las espléndidas circunstancias a las que la providencia de Dios le había conducido. Ante la alternativa de sufrir junto con el pueblo de Dios o disfrutar de los placeres temporales del pecado, eligió deliberadamente la primera opción. Hizo su elección con el pueblo de Dios, aunque sabía que, siendo en aquel momento solo esclavos oprimidos, eso significaba reproche para él. De hecho, consideraba ese oprobio como un tesoro, incluso mayor que los tesoros de Egipto, y los recientes descubrimientos nos han recordado cuán grandes eran esos tesoros. El oprobio que soportó Moisés era, en su carácter, el oprobio de Cristo, en la medida en que era un leve presagio de la infinitamente mayor humillación de Cristo cuando descendió del cielo y se identificó con un pueblo pobre y arrepentido en la tierra, como vemos, por ejemplo, en Mateo 3:13-27.
Vimos que en el caso de Abraham la fe actuó como un telescopio, sacando a la luz cosas que de otro modo nunca habría visto. Ahora descubrimos que en el caso de Moisés actuó como un aparato de rayos X, sacando a la luz cosas que yacían bajo la superficie y permitiéndole ver a través de la gloria de oropel de Egipto. De este modo llegó a la verdadera raíz de las cosas, y descubrió que «la recompensa» era lo único que valía la pena considerar. Evidentemente, esto fue lo que le condujo a lo largo de su extraordinaria carrera.
Teniendo una visión de la recompensa divina fue capaz de formarse una estimación correcta de los tesoros de Egipto y los clasificó muy por debajo del oprobio de Cristo. Si la gloria de Egipto no puede compararse con el oprobio de Cristo, ¿cómo se verá en comparación con la gloria de Cristo? La vista penetrante de la fe condujo a la estimación de la fe, y esta a su vez condujo a la elección de la fe y al rechazo de la fe.
De Moisés pasamos al pueblo de Israel en el versículo 29 y a Josué –aunque no se le nombra– en el versículo 30, y llegamos a Rahab, una gentil, una de raza maldita, en el versículo 31. Si no hubiera sido por este versículo, nunca habríamos discernido que la fe era la raíz de sus acciones y palabras. Leyendo Josué 2 podríamos haber supuesto que era una mujer de moral pobre y sin principios, que estaba ansiosa por escapar de su perdición. Pero el hecho era que sus ojos se habían abierto para ver a Dios. Los cananeos se limitaron a ver a Israel. «El temor de vosotros ha caído sobre nosotros», dijo ella, «todos los moradores del país ya han desmayado a causa de vosotros» (Josué 2:9). Sin embargo, su actitud fue la siguiente: «Sé que Jehová os ha dado esta tierra». Esto era fe; y sus acciones expresaban el hecho de que se atrevía a ponerse del lado del Dios de Israel. Esta fe valiente no significó sufrimiento para ella, ya que Dios estaba interviniendo con poder.
Sin embargo, por lo general, Dios no interviene de inmediato, lo que conlleva sufrimiento. Así, tras la mención de Rahab, tenemos una lista de nombres en el versículo 32 y un nuevo recuento de los triunfos de la fe y, sobre todo, de los sufrimientos de la fe. Multitudes de santos, de quienes el mundo no era digno, han pasado por todas las formas imaginables de persecución y sufrimiento. Soportaron, sin aceptar la liberación que podría haberles llegado si se hubieran retractado o comprometido. Sufrieron por la fe, pero salieron adelante.
El versículo 39 nos lleva de vuelta al punto desde el cual comenzamos en el versículo 2. Ellos obtuvieron un buen informe cuando su «tiempo de instrucción» terminó. Salieron «acabados» de la escuela de Dios. Un indicio de la recompensa que les espera en el gran “día de la entrega de premios” lo proporciona la afirmación de que, aunque sufrieron a manos del mundo, el mundo no era digno de ellos. Ellos eran infinitamente superiores a él.
Y, sin embargo, ellos, todos y cada uno, no recibieron las cosas prometidas. A su debido tiempo, según el sabio plan de Dios, debía reunirse y constituirse otra compañía, de la que se habla como «nosotros» en el último versículo de nuestro capítulo. Nótese el contraste entre «ellos» y «nosotros», entre los santos del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento. Los santos de los días antiguos tenían mucho, pero «algo mejor» está previsto para los cristianos, y todos juntos alcanzaremos la perfección final en la gloria. El perfeccionamiento en la gloria de los creyentes del Antiguo Testamento espera la consumación de la Iglesia y la venida del Señor.
Este versículo deja bien claro que el pueblo de Dios se encuentra en más de una familia. Los santos de los tiempos del Antiguo Testamento forman una familia; los cristianos forman otra. Los santos de la era venidera, cuando la Iglesia haya sido arrebatada, formarán una tercera. Encontramos diferentes compañías distinguidas en pasajes tales como Apocalipsis 4:4; 7:3-8; 7:9-17; 14:1-5; 19:7, 9. Mucho depende de la revelación de Dios, a la luz de la cual vivimos, y del propósito de Dios con respecto a nosotros, según el cual es el llamamiento con que estamos llamados. Aquí, sin embargo, el contraste es entre lo que Dios se propuso para los santos que vivieron antes de que Cristo viniera, y para aquellos cuyo gran privilegio es vivir después.
En el cristianismo ha salido a la luz «lo mejor». De hecho, la palabra «mejor» es característica de esta Epístola, ya que, como hemos visto, el gran punto de esta es mostrar que el cristianismo propiamente dicho trasciende por completo al judaísmo. Ya hemos tenido ante nosotros un mejor Apóstol, Sacerdote, Esperanza, Pacto, Promesas, Sacrificio, Sustancia, Patria y Resurrección. Repasen los capítulos y observen estas cosas por ustedes mismos.