Índice general
3 - La misión de Moisés (cap. 3 y 4)
El libro del Éxodo
3.1 - En la escuela de Dios
Moisés pasó nada menos que 40 años en el desierto, aprendiendo las lecciones que necesitaría para su futura tarea, y siendo formado para actuar para Dios como libertador de su pueblo. ¡Qué contraste con los años anteriores en la corte de Faraón! Allí estaba rodeado de todos los lujos y refinamientos de su época; aquí es un simple pastor que cuida los rebaños de Jetro, su suegro. 40 es el número de la prueba, como lo demuestra la duración de la travesía por el desierto de los hijos de Israel o los 40 días de la tentación del Señor. Así que fue un tiempo de prueba: la manifestación de lo que era Moisés, pero también la oportunidad de que descubriera lo que era Dios; ambas lecciones deben ser necesariamente aprendidas antes de que podamos estar capacitados para el servicio. Así, Dios siempre envía a sus siervos al desierto antes de emplearlos para la realización de sus propósitos. En ningún otro lugar podemos ser llevados más plenamente a la presencia de Dios. Es allí, a solas con él, donde descubrimos la absoluta vanidad de los recursos humanos y nuestra total dependencia de él. ¡Qué inmensa bendición es retirarse de los lugares concurridos de los hombres y de su bullicio, para estar a solas con Dios y aprender en comunión con él cuáles son sus pensamientos para nosotros, para sus intereses y para su servicio! De hecho, es absolutamente esencial para todo verdadero siervo estar mucho tiempo a solas con Dios; y cuando se olvida esta necesidad, Dios a menudo la impone, en la ternura de su corazón, por medio de su tierna y fiel disciplina.
Por fin llega el momento en que Dios puede empezar a intervenir en favor de su pueblo. Pero recordemos brevemente las circunstancias. En el capítulo 1 el pueblo está en la esclavitud; en el segundo tenemos el nacimiento de Moisés y su introducción en la casa de Faraón. Entonces Moisés une su suerte a la del pueblo de Dios, y en el ardor de sus afectos trata de remediar los males sufridos por ellos; pero es rechazado y huye al desierto. Después de 40 años, cuando tenía 80, fue enviado de vuelta a Egipto. Los capítulos 3 y 4 contienen la historia de la misión que Dios le va a encomendar y su reticencia a cumplirla. Pero antes de llegar a eso, un breve prefacio al final del capítulo 2 –que de hecho conecta con el capítulo 3 en cuanto a su contenido– revela el terreno en el que Dios estaba trabajando para la redención de su pueblo. En primer lugar, nos dice que el rey de Egipto murió, pero que su muerte no trajo ningún alivio a la condición de los hijos de Israel. En segundo lugar, les muestra suspirando y llorando a causa de su servicio. «Y subió a Dios el clamor de ellos con motivo de su servidumbre».
Fueron reducidos a la mayor miseria. Pero Dios no fue insensible, pues escuchó sus gemidos: «Y oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios» (2:23-25). Su situación tocó el corazón de Dios, movió su compasión, pero el fundamento sobre el que actuó fue el de su propia gracia soberana, expresada en el pacto que había hecho con sus padres. Es esta misma misericordia, y su fidelidad a su palabra, lo que María y Zacarías celebran en sus himnos de alabanza, en relación con el nacimiento del Salvador y de Juan su precursor. «Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia, según habló a nuestros padres, a Abraham y a su simiente para siempre». Y de nuevo, él «nos levantó un poderoso Salvador… para ser misericordioso con nuestros padres, y recordar su santo pacto. Juramento que juró a nuestro padre Abraham» (Lucas 1:54-55, 68-73). Es imposible que Dios se olvide de su palabra, y si se demora en cumplirla, es solo para manifestar su gracia y su amor inmutables de una manera más gloriosa.
Estas pocas palabras han sentado las bases; la escena que sigue nos presenta la manera en que Dios actuará con Moisés.
3.2 - La zarza espinosa (cap. 3:1-2)
Es muy interesante considerar los diferentes aspectos en los que Dios se aparece a su pueblo, y la correspondencia de cada una de estas apariciones con las circunstancias en las que se encuentran (vean Gén. 12; 18; 32; Josué 5; etc.). Aquí está en conexión con la misión para la que Moisés iba a ser enviado, y esta conexión es particularmente sorprendente. 3 elementos caracterizan la visión dada: Jehová, la llama de fuego y la zarza.
Obsérvese que, en primer lugar, se dice que el Ángel de Jehová se le apareció a Moisés (v. 2); luego, Jehová vio que se apartaba, y Dios lo llamó de en medio de la zarza (v. 4. comp. con Gén. 22:15-16). El Ángel de Jehová se identifica así con Jehová, con Dios mismo. En otras palabras, todas estas apariciones de Jehová en el Antiguo Testamento prefiguran la encarnación venidera del Hijo de Dios, y por lo tanto en todos estos casos se trata de la Persona de la Trinidad: Dios Hijo. La llama de fuego es un símbolo de la santidad de Dios que aparece bajo diferentes formas, entre otras en el fuego del altar, que consumía los sacrificios. Y, en la Epístola a los Hebreos, se dice expresamente que «nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:29), es decir, que lo prueba todo según su santidad y consume todo lo que no cumple sus requisitos.
La zarza era una figura de Israel. No hay nada que se consuma tan fácilmente por el fuego como un arbusto; y por esta razón fue elegido para representar a la nación de Israel en el horno de Egipto, donde el fuego arrasó alrededor de ellos, pero no los destruyó. Por lo tanto, era una garantía reconfortante para el corazón de Moisés –si sabía interpretarla correctamente– de que su nación sería preservada a pesar de la intensidad del fuego. En palabras de otro: “Debe haber sido una imagen de lo que se presentó a la mente de Moisés: una zarza en un desierto, ardiendo sin consumirse. Así debía actuar Dios en medio de Israel. Moisés y el pueblo debían saberlo. También ellos, en su debilidad, serían vasos que en su gracia eligió para desplegar su poder. Su Dios, como el nuestro, se manifestaría como un fuego consumidor. Ciertamente, él es un fuego consumidor; pero la zarza, por débil y efímera que sea, sigue demostrando que, si Dios tiene que utilizar el tamiz y las vías judiciales, si pone a prueba y sondea al hombre, sin embargo, cuando se revela tanto en compasión como en poder (y este fue ciertamente el caso aquí), no deja de sostener el objeto de la misma. Él utiliza la prueba solo para el bien, así como para su propia gloria, en otras palabras, para los mejores intereses de los que le pertenecen”.
3.3 - ¿Cómo se revela Dios?
No sin razón, Moisés está intrigado por «esta grande visión» y se desvía para verla (v. 4). Es entonces cuando Dios le habla de en medio de la zarza, llamándole por su nombre. Pero debe ser consciente de la santidad de la presencia divina. «No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es» (v. 5. comp. con Núm. 5:1-3; Josué 5:15, etc.). Esta es la primera lección que deben aprender todos los que se acercan a Dios: el reconocimiento de su santidad. Es cierto que él es un Dios de gracia, de misericordia, y también es amor; pero nunca podría haberse manifestado en estos preciosos caracteres si, en la cruz del Señor Jesucristo, la bondad y la verdad no se hubieran encontrado, y la justicia y la paz se hubieran abrazado. Pero a menos que estemos espiritualmente descalzos –en la conciencia de la santidad de Aquel con quien tratamos– nunca recibiremos las comunicaciones llenas de gracia de su espíritu y voluntad. Así que lo primero que encontramos a continuación es que se revela a Moisés como el Dios de su padre, «el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob» (v. 6). Esta revelación debía obrar en el alma de Moisés, y así fue: «cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios» (vean 1 Reyes 19:13). A continuación, Jehová anuncia a Moisés el motivo de su manifestación.
3.4 - Dios se revela a Moisés (cap. 3:7-10)
El orden en que se realiza esta comunicación es muy instructivo.
1) Dios se revela como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Su carácter es el fundamento de todo lo que hace. Esta lección, de que Dios siempre encuentra su motivo de acción en él mismo, es muy adecuada para fortalecer el alma que la aprende. Actúa sobre la base de lo que él es, no de lo que nosotros somos (comp. Efe. 1:3-6; 2 Tim. 1:9-10).
2) Lo que le hizo intervenir fue la condición de su pueblo. «Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias» (v. 7). ¡Qué ternura de su parte! No hay ninguna indicación de que los hijos de Israel hayan clamado a Jehová. Habían suspirado y clamado por su esclavitud, pero no vemos que se hayan vuelto a Jehová. Sin embargo, su miseria había tocado su corazón, conocía sus penas y había bajado a liberarlos. Así, «Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8).
3) Su propósito era liberar al pueblo de Egipto, «para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo» (v. 8). Aquí no hay nada entre Egipto y Canaán. No se menciona el desierto. Del mismo modo, leemos en Romanos que «a los que justificó, también los glorificó» (Rom. 8:30). Así aprendemos, como se ha comentado a menudo, que el desierto no forma parte del propósito de Dios. Se relaciona con sus caminos, no con sus planes eternos, pues es en el desierto donde se prueba la carne; es allí donde aprendemos lo que somos y también lo que es Dios (vean Deut. 8). Pero en lo que respecta a los planes de amor de Dios, no hay nada entre la redención y la gloria. Y en realidad, solo había 11 días de viaje desde Horeb hasta Cades-barnea (Deut. 1:2), pero debido a su incredulidad, los hijos de Israel tardaron 40 años en recorrer esa distancia.
4) Y Moisés es designado para liberarlos. Jehová había oído el clamor del pueblo, aunque no se dirigía a él; había visto su opresión, y por eso enviará a Moisés a Faraón, para que lo saque de Egipto (v. 9-10).
3.5 - Dudas y temores
Aquí llegamos a un fracaso muy triste por parte de Moisés. En Egipto había corrido antes de ser enviado; pensó que podría liberar a sus hermanos, o al menos corregir los males que sufrían, con la energía de su propia voluntad. Pero ahora, después de 40 años en las soledades del desierto, no solo no quiere emplearse en la hermosa misión que Jehová quiere confiarle, sino que pone una objeción tras otra; llega a cansar la paciencia y la misericordia de Jehová, y a encender su ira contra él (4:14). Pero cada nuevo fracaso de Moisés se convierte en una oportunidad para mostrar una mayor gracia –aunque más tarde Moisés sufrirá durante toda su vida por su falta de voluntad para obedecer la voz del Señor. ¡Triste historia de la carne! O es impaciente, o es demasiado lenta. Solo uno ha vivido a la altura de toda la voluntad de Dios, solo uno ha hecho las cosas que le agradan, el Siervo perfecto, el Señor Jesucristo. Consideremos esta serie de dificultades planteadas por Moisés.
«Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?» (v. 11). «¿Quién soy yo?» Es muy apropiado tener la sensación de nuestra absoluta nada. Pero también es apropiado tener una alta estimación de Dios. Porque cuando él envía, no es lo que nosotros somos, sino lo que él es, y no es poca cosa ser investido con su autoridad y poder. David aprendió esta lección cuando avanzó contra Goliat; en respuesta a sus insultos declaró: «Vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado» (1 Sam. 17:45). Por tanto, esta objeción de Moisés no era más que una duda.
Esto se desprende de la respuesta que se le da: «Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte» (v. 12). La presencia de Jehová sería tanto la garantía de su misión como la fuente de su fuerza. Como Jehová le diría más tarde a Josué: «No te dejaré ni te desampararé. Esfuérzate y sé valiente» (Josué 1:5-6). Jehová conoce las necesidades de su siervo y provee a su debilidad dando una señal que debe tranquilizarlo, si la sutileza de su corazón lo lleva a dudar, y le permite decir: “Ahora tengo una prueba de que mi misión es divina”. Seguramente esto fue suficiente para disipar sus dudas y su miedo. Oigamos su respuesta: «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?» (v. 13).
Yo soy el que soy. Dios ya se había revelado a Moisés como el Dios de sus padres; esto debería haber sido suficiente, pero nada satisface las dudas y los temores. Y esto, por cierto, delata la condición de Israel: ¡la suposición de que el pueblo no conocía el nombre del Dios de Abraham, Isaac y Jacob podría concretizarse! Dios soporta con gracia a su débil y vacilante siervo; le responde: «Yo soy el que soy». Y añade: «Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy me ha enviado a vosotros» (v. 14). Es la expresión del ser esencial de Dios, su nombre como Aquel que es; y, por tanto, la afirmación de la eternidad de su existencia. El Señor Jesús reivindicó este nombre cuando dijo a los judíos incrédulos: «Antes de que Abraham llegase a ser, yo soy» (Juan 8:58). Pero eso no es todo. Después de revelarse en cuanto a su existencia esencial, añade: «Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos» (v. 15). Esto es pura gracia de Dios. «Yo soy», es su nombre esencial cuando se revela; pero en cuanto a su gobierno de la tierra y su trato con ella, su memorial en todas las épocas es, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Esto ha dado a Israel, ahora visitado por Dios y recibido bajo el amparo de ese nombre, un lugar muy especial. Aquí tenemos una alusión a su elección por la gracia soberana de Dios y su posición como amados a causa de los padres. También vemos una revelación de que Israel será para siempre el centro de los caminos de Dios y se revela la clave de sus planes para la tierra. Así, mientras Israel está bajo juicio, disperso por todo el mundo, el período de bendición terrenal se retrasa.
Es, pues, bajo este nombre que Dios se presenta para liberarlos; porque tan pronto como lo toma, admite en su gracia que el pueblo que ha puesto en relación con él tiene derecho a su misericordia y compasión. De ahí las instrucciones detalladas que se dan ahora a Moisés (v. 16-22), en las que se desarrolla toda la historia de la controversia de Dios con Faraón hasta su resultado final en la liberación de su pueblo. Moisés debía reunir primero a los ancianos de Israel para decirles que Jehová, el Dios de sus padres, se le había aparecido y le había comunicado los propósitos de su gracia para con ellos, al sacarlos de la aflicción de Egipto a una tierra que mana leche y miel (v. 16-17). Se le dice que escuchen su voz, y que juntos, él y ellos, vayan a pedirle a Faraón permiso para ir los 3 días de camino al desierto, para sacrificar a Jehová su Dios (v. 18). Luego se le advierte de la obstinada oposición de Faraón; pero también se le declara que Dios mismo trataría con el rey de Egipto y lo obligaría a dejarlos ir; finalmente, que cuando fueran, no irían vacíos, sino que despojarían a los egipcios (v. 19-22) [2]. Estas instrucciones son importantes para todos los tiempos, pues establecen sin lugar a duda la exacta presciencia de Dios. Sabía a quién se enfrentaba, la resistencia que encontraría y cómo la superaría. Lo vio todo de principio a fin. ¡Qué estímulo para nuestros débiles corazones! Ninguna dificultad, ninguna prueba puede sorprendernos que no haya sido prevista por nuestro Dios, y para la cual, en su gracia, no se haya preparado un recurso. Todas las cosas han sido preordenadas para nuestro triunfo final y nuestra salida victoriosa de esta escena, por la manifestación de su poder en la redención, para estar con el Señor para siempre. Sin duda, Moisés iba a estar satisfecho esta vez.
[2] Algunas traducciones indican que a los israelitas se les ordenó “tomar prestados” de los bienes de los egipcios en la víspera de su éxodo, aquí (Éx. 3:22) y en el capítulo 11:2; esto ha sido objeto de controversia. Pero el significado de la palabra hebrea no contiene el pensamiento de “préstamo”. Significa simplemente “pedir”. El contexto muestra que, gracias a la intervención de Dios, los hijos de Israel encontrarían «gracia… a los ojos de los egipcios»; y los egipcios, al darse cuenta de que los israelitas habían sido maltratados por ellos, les dieron de buen grado lo que pedían –supuestamente como una especie de compensación–, aunque sabían perfectamente que no volverían a ver a los israelitas. Así que estos son regalos incondicionales.
3.6 - 3 señales
«Moisés respondió diciendo: He aquí que ellos no me creerán, ni oirán mi voz; porque dirán: No te ha aparecido Jehová» (4:1). ¡Qué incredulidad y presunción! Jehová había dicho: «Oirán tu voz». Moisés responde: «No me creerán». No habría sido sorprendente que Jehová hubiera rechazado por completo a su siervo que se atrevió a contradecirle en su cara. Pero él es lento para la ira y grande en bondad; y esta escena es muy hermosa porque revela las profundidades de su ternura y paciencia. Por lo tanto, soporta a su siervo, va más allá, incluso le da señales milagrosas para fortalecerlo en su debilidad y disipar su incredulidad. «Y Jehová dijo: ¿Qué es eso que tienes en tu mano? Y él respondió: Una vara. Él le dijo: Échala en tierra. Y él la echó en tierra, y se hizo una culebra; y Moisés huía de ella. Entonces dijo Jehová a Moisés: Extiende tu mano, y tómala por la cola. Y él extendió su mano, y la tomó, y se volvió vara en su mano. Por esto creerán que se te ha aparecido Jehová, el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob» (v. 2-5). Se añaden 2 señales más. Su mano, que se le pide que meta en su seno y la saque, se volvió «leprosa como la nieve»; y cuando repite este acto, «he aquí que se había vuelto como la otra carne» (v. 6-7).
A continuación, se da una tercera señal en caso de que no se haga caso ni a la primera ni a la segunda. Moisés debía tomar agua del río y derramarla sobre la tierra seca, y el agua se convertiría en sangre sobre la tierra seca (v. 9). Estos indicios son significativos y, cabe señalar, especialmente en relación con lo que se cuestiona. Una vara en las Escrituras es un símbolo de autoridad o poder. Arrojada al suelo, se convierte en una serpiente que es el conocido emblema de Satanás; es, pues, el poder convertido en satánico y esto es exactamente lo que había ocurrido en Egipto con la opresión de los hijos de Israel. Pero Moisés extiende su mano por la Palabra de Jehová, toma a la serpiente por la cola y se convierte de nuevo en una vara. El poder que así se había convertido en satánico, tomado por Dios, se transforma en una vara de castigo o juicio.
Así, esta vara, en manos de Moisés, será en adelante la de la autoridad y el poder judicial de Dios. La lepra es una figura del pecado en su contaminación, el pecado en la carne que se manifiesta y contamina a todo el hombre. Por lo tanto, el segundo signo pone ante nosotros el pecado y su curación efectuada, como sabemos, solo por la muerte de Cristo. La sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, limpia de todo pecado. El agua representa lo que refresca –una fuente de vida y refresco de Dios; pero derramada en la tierra, se convierte en juicio y muerte. Con tales signos, Moisés seguramente sería capaz de convencer a los incrédulos más endurecidos. Pues no, él mismo aún no está convencido. ¿Qué dice ahora? «¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua» (v. 10).
3.7 - Más objeciones
Esta objeción confirma de la manera más evidente que el «yo» era la viga en su ojo que oscurecía la visión de la fe. Porque, ¿fue su elocuencia o el poder de Jehová lo que iba a lograr la emancipación de Israel? Moisés habla como si todo dependiera de las finas palabras de la sabiduría humana, como si el llamamiento que tuviera que hacer fuera producto del arte humano para el hombre natural. ¡Un error muy extendido, incluso en la Iglesia de Dios! Así se busca la elocuencia, incluso por los cristianos, que la colocan por encima del poder de Dios. Los púlpitos de la cristiandad están así ocupados por hombres que no son de lengua pesada; e incluso aquellos santos que, en teoría, conocen la verdad, están seducidos y atraídos por los dones brillantes, y se complacen en escucharlos, sin tener en cuenta la verdad comunicada. ¡Qué diferencia con el pensamiento del apóstol Pablo! «Y yo, hermanos, cuando fui a anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabra o de sabiduría». Y también: «Mi palabra y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder» (1 Cor. 2:1, 4). Por esta razón, Dios suele servirse mucho más de los que tienen “lenguas pesadas” que de los dones de elocuencia; porque entonces no existe la tentación de confiar en la sabiduría de los hombres: todos ven que es el poder de Dios. Esta es la lección que Jehová le enseñará ahora a Moisés, pero con una fuerte reprimenda. «¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar» (v. 11-12). El siervo no podría pedir más; pero el peligro es olvidar que la forma en que el Señor quiere usarnos no necesariamente nos cubrirá de honor. Por el contrario, podemos ser tachados, como lo fue el apóstol, de débiles en nuestra presencia personal y despreciables en nuestro discurso (2 Cor. 10:10); pero qué importa, si estamos llamados a ser vehículos del poder de Dios. El siervo debe aprender a no ser nada, para que solo el Señor sea exaltado. Pero Moisés obviamente quería ser algo. Abrumado por lo que tenía ante sí –quizá también por su propia incompetencia–, deseaba, a pesar de toda la gracia y condescendencia de Jehová, ser eximido de tan difícil misión. Por eso dice: «¡Ay, Señor! envía, te ruego, por medio del que debes enviar» (v. 13). Es decir, “Envía a cualquiera, pero no a mí”.
3.8 - La asistencia de Aarón
Moisés planteó así 5 objeciones a los mandatos de Jehová, desafiando demasiado su apoyo y paciencia. Pero entonces «Jehová se enojó contra Moisés, y dijo: ¿No conozco yo a tu hermano Aarón, levita, y que él habla bien? Y he aquí que él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón. Tú hablarás a él, y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios. Y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás las señales» (v. 14-17). La resistencia de Moisés se rompe así, pero solo cuando la ira de Jehová se enciende contra él por su falta de voluntad de obedecer su Palabra; sufre, sin embargo, una gran pérdida. Aarón debía asociarse con él y tener la preeminencia ante los hombres, pues sería el portavoz de su hermano. Sin embargo, en su gracia, Jehová reservó el primer lugar ante Él para su siervo Moisés, dándole el honor y el privilegio de ser el medio de comunicación entre él y Aarón. Aarón debía estar «en lugar de boca» para Moisés; Moisés estaría para Aarón «en lugar de Dios», es decir, comunicaría a Aarón el mensaje a entregar. Los propósitos de Dios no pueden deshacerse; pero puede que tengamos que sufrir por nuestra obstinación y desobediencia. Este fue el caso de Moisés. Cuántas veces, después, durante los 40 años que pasó en el desierto, no debió lamentar la incredulidad que le había llevado a rechazar el oficio que Jehová había querido confiarle solo a él. Por último, se le da a Moisés la vara de la autoridad, la vara con la que debía manifestar el poder de Dios mediante signos milagrosos, como prueba de su misión. Esta vara desempeñará un papel muy importante en la carrera de Moisés, y es interesante observar las ocasiones en que aparece y el uso que se hace de ella. Aquí se convierte, por así decirlo, en el sello de su misión, así como en el signo de su cargo; porque, de hecho, fue investido con la autoridad de Dios para sacar a su pueblo de Egipto.
3.9 - El regreso a Egipto
Moisés pedirá ahora a Jetro permiso para volver a Egipto. Dios había preparado el camino, así que Jetro da su consentimiento, diciendo a Moisés: «Ve en paz» (v. 18). Jehová vela por su siervo, conoce los sentimientos de su corazón e incluso se anticipa a sus temores. Le tranquiliza: «Vete a la tierra de Israel; porque han muerto los que querían quitarle la vida al niño» (comp. Mat. 2:20). «Moisés tomó su mujer y sus hijos, y los puso sobre un asno, y volvió a tierra de Egipto. Tomó también Moisés la vara de Dios en su mano» (v. 19-20). Entonces Jehová le instruye e incluso le revela el carácter del juicio final por el que obligaría a Faraón a dejar ir a su pueblo. Más que eso, ahora le enseña la verdadera relación a la que había llevado a Israel por gracia. «Israel es mi hijo, mi primogénito»; es la primera vez que se hace esta revelación; determina el carácter del juicio que vendría sobre Egipto. «Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito» (v. 22-23; comp. con Núm. 8:14-18).
3.10 - La casa del siervo
Todavía falta una cosa en la calificación de Moisés para su misión. Antes de convertirse en el canal del poder divino, debe ser fiel en el círculo de su propia responsabilidad. La obediencia en su hogar debe preceder a la manifestación del poder ante el mundo. Aquí tenemos la explicación del siguiente incidente. «Aconteció en el camino, que en una posada Jehová le salió al encuentro, y quiso matarlo. Entonces Séfora tomó un pedernal afilado y cortó el prepucio de su hijo, y lo echó a sus pies, diciendo: A la verdad tú me eres un esposo de sangre. Así le dejó luego ir. Y ella dijo: Esposo de sangre, a causa de la circuncisión» (v. 24-26). Por alguna razón –tal vez por influencia de su esposa– Moisés había descuidado la circuncisión de su hijo, por lo que Jehová tiene una controversia personal con él que debe ser resuelta antes de que pueda presentarse ante Faraón con autoridad divina. Jehová lo humilla, trata con él y le recuerda su fracaso para juzgarlo y volver al camino de la obediencia. Citando a otra persona: “Dios iba a honrar a Moisés, pero en su casa fue deshonrado. ¿Cómo es que los hijos de Moisés no fueron circuncidados? ¿Cómo es que el signo de la mortificación de la carne faltó en los más cercanos a Moisés? ¿Cómo es que la gloria de Dios fue burlada en lo que debería haber sido el primer lugar en el corazón de un padre? Parece que su esposa no era ajena a todo esto… De hecho, finalmente se ve obligada a hacer lo que más odiaba, como ella misma dice en el caso de su hijo. Pero más que eso, Moisés estaba comprometido, pues era con él con quien Dios tenía la controversia, no con su esposa. Moisés era el responsable, y Dios mantiene el orden que ha establecido”.
La frase que hemos subrayado contiene un principio extremadamente importante, y explica sobre qué base actuó Dios con su siervo. Sin embargo, se le concedió la gracia de inclinarse ante la mano que infligió el castigo; y qué bendición es, cuando se nos concede reconocer, con el apóstol Pablo: «Teníamos dentro de nosotros mismos la sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos» (2 Cor. 1:9).
Las 2 bases de la cualificación de Moisés, por tanto, eran la autoridad divina y el estatus personal; y estas 2 nunca deben separarse. Que aquellos que quieran hablar por el Señor, o ser empleados por él en cualquier servicio, se guarden de olvidar esto: es de suma importancia. No hay sustituto para un mal estado de ánimo. De hecho, el secreto de nuestra debilidad en el servicio está ahí. Si nuestro comportamiento, o como en el caso de Moisés, si nuestros hogares, no están juzgados, el Espíritu de Dios está contristado, y en consecuencia no somos empleados para la bendición. Por lo tanto, no basta con tener las palabras de Dios en la boca, sino que debemos caminar bajo la influencia de su poder en nuestras propias almas, para poder hablar «con demostración del Espíritu y de poder» (vean 1 Cor. 2:4).
3.11 - En el monte de Dios
Todo está listo, y así el capítulo termina con una magnífica escena, una escena que debe haber alegrado el corazón de Moisés y lo fortaleció, con la bendición de Dios, para la difícil parte que va a realizar. Pero primero Jehová envía a Aarón a reunirse con Moisés en el desierto, en la montaña de Dios. «Entonces contó Moisés a Aarón todas las palabras de Jehová que le enviaba, y todas las señales que le había dado» (v. 27-28). El lugar de su encuentro es muy significativo. Fue en el monte de Dios (3:1), es decir, en Horeb, donde Jehová se había aparecido a Moisés; es allí ahora donde Aarón se encuentra con Moisés, y es también allí donde Moisés recibirá más tarde las 2 tablas de piedra con los 10 mandamientos escritos con el dedo de Dios. Pero dejemos este tema por el momento y observemos –pues tenemos aquí una lección muy práctica– que siempre es sumamente valioso que los miembros de una misma familia puedan reunirse en el monte de Dios. Al igual que con Moisés y Aarón, «las palabras de Jehová» serán entonces el tema de conversación, y el encuentro irá acompañado de la bendición. En cambio, si nos hundimos en un nivel inferior, como ocurre con demasiada frecuencia, estaremos más preocupados por nosotros mismos, por lo que hacemos, y esto no será para la gloria de Dios ni para nuestro beneficio.
Observemos también que es desde el monte de Dios desde donde parten en misión. Bienaventurados los siervos que van directamente de la presencia de Dios a su trabajo. Cuando llegaron a Egipto, «Fueron Moisés y Aarón, y reunieron a todos los ancianos de los hijos de Israel. Y habló Aarón acerca de todas las cosas que Jehová había dicho a Moisés, e hizo las señales delante de los ojos del pueblo. Y el pueblo creyó; y oyendo que Jehová había visitado a los hijos de Israel, y que había visto su aflicción, se inclinaron y adoraron» (v. 29-31). Así se cumplió la palabra de Jehová. Moisés había dicho: «No me creerán, ni escucharán mi voz». Pero según la palabra de Jehová, el pueblo creyó; y cuando oyeron cómo los había visitado y visto su aflicción, conmovidos por su gracia, se postraron y adoraron. Es cierto que más tarde, cuando las dificultades aumentaron, murmuraron en su incredulidad; pero esto no resta belleza a la escena que se nos presenta, en la que vemos la Palabra de Jehová en todo su frescor y poder tocando los corazones de los ancianos, y haciendo que se inclinen y adoren en su presencia.