Índice general
14 - El Sinaí (cap. 19 y 20)
El libro del Éxodo
14.1 - Cambio de dispensación
En estos capítulos se abre una nueva dispensación. Hasta el final del capítulo 18, reinaba la gracia y, por consiguiente, caracterizaba todos los tratos de Dios con su pueblo; pero a partir de ese momento los hijos de Israel fueron puestos, por su propio consentimiento, bajo las inflexibles exigencias de la Ley. El Sinaí es la expresión de esta dispensación, y se asocia para siempre con ella. El escritor de la Epístola a los Hebreos contrasta el Sinaí con Sion, la sede de la gracia real, cuando dice al escribir a los hebreos: «No os habéis acercado a un monte palpable: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, tempestad, sonido de la trompeta y voz que hablaba, [la cual,] los que la oían, suplicaron que no se les hablara más; porque no soportaban lo que se les mandaba… Sino que os habéis acercado al monte de Sion» (12:18-22). Muestra que el Sinaí había pasado entonces y que le había sucedido otra dispensación, de la que el monte Sion era la expresión.
Nuestros capítulos tratan del Sinaí. La hora y el lugar están claramente indicados. «En el mes tercero de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en el mismo día llegaron al desierto de Sinaí. Habían salido de Refidim, y llegaron al desierto de Sinaí, y acamparon en el desierto; y acampó allí Israel delante del monte» (v. 1-2). Así Jehová cumplió la palabra que había dado a Moisés: «Porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte» (cap. 3:12). Debían celebrar una fiesta a Jehová (vean cap. 5:1; 10:9); y lo habrían hecho si solo se hubieran conocido a sí mismos, y si hubieran conocido el corazón de Jehová. Pero iban a ser puestos a prueba de una manera nueva. La gracia ya los había sondeado y solo encontró desobediencia, rebeldía y pecado; y ahora iban a ser probados por la Ley. Este ha sido el propósito de Dios en todas sus dispensaciones: poner a prueba, y así revelar lo que es el hombre. Pero, bendito sea su nombre, si ha puesto al descubierto la incurable corrupción de nuestra naturaleza ha revelado al mismo tiempo lo que él es, cada revelación de sí mismo estando en relación con el carácter de la relación en la que entraba con su pueblo. De este modo, enseñaba que, si el hombre estaba completamente arruinado y perdido, era en él y solo en él, donde se podía encontrar ayuda y salvación. En este sentido, la Ley dada en el monte Sinaí es de especial importancia e interés. Todo en él es digno de nuestra atención.
14.2 - Puesto a prueba
Cap. 19:3-9 – Hay 2 puntos importantes en el mensaje que Jehová encarga a Moisés que lleve al pueblo. En primer lugar, les recuerda lo que había hecho por ellos de una manera que debía hacerles tomar conciencia de su propia y absoluta impotencia y enseñarles que todos sus recursos estaban en Dios. «Vosotros visteis», dice, «lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí». Los había liberado de la mano de Faraón, lo había destruido a él y a sus ejércitos; había llevado a su pueblo con su poder, lo había traído a sí mismo y le había dado un lugar y una relación íntima con él. Lo había hecho todo por ellos, y como prueba apela a su propia memoria. Tal apelación debería haber llenado sus corazones de gratitud, ya que puso ante sus mentes la fuente de todas las bendiciones que ahora disfrutaban.
Luego, en segundo lugar, el Señor hace una propuesta. «Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra». El significado de esta proposición debe quedar claro. Dios había redimido a Israel por su propio poder: de acuerdo con sus planes de gracia y amor; los había hecho su propio pueblo, y se había comprometido a llevarlos a una tierra que fluye leche y miel (cap. 3:7-8); todo esto descansaba en la más pura gracia, y no estaba sujeto a ninguna condición exigida al pueblo. Les recuerda esto, invitándoles a mirar hacia atrás, a la obra que había realizado para ellos. Pero ahora, para probarlos, dice: “Haré que su posición y sus bendiciones dependan de su obediencia. Hasta ahora lo he hecho todo por ti; a partir de ahora me propongo hacer depender mi favor de tus obras. ¿Estás dispuesto a aceptar estas condiciones y a prometer obediencia absoluta a mi palabra y a mi pacto?” Esta fue la propuesta que Moisés se encargó de llevar a los hijos de Israel.
14.3 - El mensaje de Jehová
Moisés cumplió fielmente su misión. «Llamó a los ancianos del pueblo, y expuso en presencia de ellos todas estas palabras que Jehová le había mandado» (v. 7). Un mensaje así produciría, sin duda, ejercicios profundos. Como mínimo, se podría haber esperado que se tomaran el tiempo necesario para considerar esta propuesta en toda su extensión. No podían olvidar que ya habían pecado muchas veces, incluso durante el corto período de 3 meses desde que habían cruzado el mar Rojo; que cada nueva dificultad no había hecho más que poner en evidencia sus fallos y su pecaminosidad. Por lo tanto, si hubieran mirado hacia atrás, habrían visto que, si aceptaban estas nuevas condiciones, todo estaría perdido. Seguramente se dirían: “Hemos desobedecido siempre, y tememos que vuelva a ocurrir lo mismo, y entonces lo perderemos todo. No, debemos confiar sin reservas en esa misma gracia que nos ha salvado, guiado y preservado hasta ahora en nuestro caminar por el desierto. Si la gracia no sigue reinando, somos un pueblo perdido”.
Por el contrario, aceptaron al instante la condición propuesta, y declararon: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos». Sus experiencias anteriores no habían servido de nada. De este modo, manifestaron una total ignorancia, tanto del carácter de Dios como de sus propios corazones. Fue, de hecho, un error fatal. En lugar de aferrarse tenazmente, en la conciencia de su propia impotencia, a lo que Dios era para ellos, es decir, a la gracia, se ofrecen temerariamente para que todo dependa de lo que ellos mismos puedan ser para Dios, que es el principio de la Ley. Siempre es así. El hombre, en su insensatez y ceguera, pretende obtener la bendición sobre la base de sus propias obras, y rechaza una salvación que se le ofrece en pura gracia; porque no está dispuesto a ser nada, mientras que la gracia hace que todo dependa de Dios, y no le debe nada al hombre. Por eso la gracia hiere el orgullo y la prepotencia del pecador, y provoca así la resistencia de su corazón depravado.
Moisés informa de la respuesta del pueblo, y Jehová se prepara para establecer su nueva relación con su pueblo sobre la base de la Ley. En primer lugar, establece a Moisés como mediador. «He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre». Le da una posición que el pueblo se vería obligado a reconocer. Luego vienen las directivas para el pueblo, en relación con la promulgación de la Ley por la que debía regirse, un código que establece la medida de las exigencias de Dios. Cada mandamiento llevaba la marca del cambio de dispensación. Hasta ahora los israelitas habían tratado con un Dios de gracia; ahora trataban con un Dios de justicia. Esto implicaba por parte de Dios distancia, pues trataba con pecadores, y por parte del pueblo separación y purificación. La primera de estas cosas estaba representada por la «una nube espesa» en la que Jehová anuncia su venida a Moisés; y la segunda, por las diversas prescripciones dadas al pueblo.
14.4 - La santificación
Cap. 19:10-15 – Así que el pueblo debía ser «santificado» durante 2 días. El significado que debe atribuirse a este término viene siempre determinado por el contexto en el que se encuentra. Aquí se trata de la separación del pueblo, su puesta aparte para Dios sobre la base de la obediencia que habían prometido. Esto implicaría, sin duda, su separación exterior de todo lo que no era apto para la presencia de un Dios santo. También debían lavar su ropa. Nótese que todo, ahora, debía ser hecho por ellos. Moisés debía santificarlos, y ellos debían lavar sus vestidos; pues en el momento en que se comprometían a obedecer como condición para la bendición, aceptaban de hecho la responsabilidad de limpiarse para la presencia de Dios. Sin duda adquirieron así una especie de calificación ceremonial para encontrarse con Dios; pero la misma distancia a la que se mantuvieron, demostró de inmediato la inutilidad de sus esfuerzos. Podían lavar sus ropas tan escrupulosamente como fuera posible, y hacerlas tan limpias que ningún ojo humano descubriera en ellas la contaminación, pero la pregunta que se dirigía a sus conciencias, si hubieran entendido, era: ¿Podrían purificarse lo suficiente para soportar la inspección de un Dios santo? Dejemos que Job responda a esta pregunta: «Aunque me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con la limpieza misma, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos me abominarán» (Job 9:30-31). El propio Jehová nos ha respondido a esta pregunta. Hablando a Israel por medio del profeta, dijo: «Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor» (Jer. 2:22). El hombre no puede purificarse ante Dios. Esto es lo que enseña toda la Escritura.
14.5 - ¿Por qué el mandamiento?
Pero entonces se dirá, ¿por qué Jehová dio este mandamiento a Israel? Por la misma razón por la que después les dio la Ley: para mostrar lo que había en sus corazones, para poner al descubierto lo que estaba oculto, para exponer verdaderamente la corrupción de su naturaleza, y así mostrarles su estado de perdición y culpabilidad. En cierta medida estaban aprendiendo la inutilidad de sus propios esfuerzos; pues a pesar de toda su «santificación», de todo su «lavado», no podían acercarse a Dios, y se aterrorizaban al oír su voz. A menudo es así en la experiencia de los pecadores. Algo despiertos a su condición, comienzan por tratar de mejorarse a sí mismos, de purificar sus corazones, y así hacerse aptos para el favor de Dios. Pero pronto descubren que el único resultado de todos sus esfuerzos es sacar a la luz su pecado y su maldad. O, si logran tejer un manto de justicia propia, y así ocultan por un tiempo sus debilidades morales, en el momento en que están llevados a la presencia de Dios, su manto aparece a la luz de Su santidad como si fueran trapos sucios. El hombre, de hecho, es totalmente impotente, y hasta que no haya aprendido esto, no puede entender que la única manera de limpiar sus vestiduras de toda mancha y contaminación moral, para hacerlas lo suficientemente blancas como para cumplir incluso con los requisitos de la santidad de Dios, es lavarlas en la sangre del Cordero (vean Apoc. 1:5 y 7:14).
14.6 - Un Dios justamente temible
Así que el pueblo fue santificado, lavó sus ropas y ayunó para estar listo para «el día tercero». El tercer día es a menudo significativo; y aquí parece hablar, en figura, de la muerte. Así que fue en la mañana del tercer día que Jehová bajó al monte Sinaí, con toda la pompa y circunstancia de su impresionante y terrible majestad. Hubo truenos y relámpagos, expresiones del poder judicial, la actitud necesaria de Dios, en su santidad, cuando entra en contacto con los pecadores. También había una espesa nube en la montaña (vean el v. 9), lo que da una idea de la distancia de Dios y de la dificultad de encontrarse con él. Como dice el salmista: «Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono» (Sal. 97:2). Además, el sonido de la trompeta, que es a la vez un anuncio de la llegada de Dios y una señal de reunión para el pueblo, resuena con fuerza. Toda la solemnidad posible rodeaba este encuentro con Dios, y todo el pueblo en el campamento temblaba a pesar de los preparativos a los que se había sometido. Si los israelitas habían confiado antes en sí mismos, ahora su confianza debía estar muy debilitada, por no decir desaparecida; pues si habían estado preparados a encontrarse con Dios, ¿por qué debían temer?
¿No fue él quien los transportó sobre alas de águila y los llevó hasta él, a quien iban a encontrar? ¿No era su Salvador y Señor? ¿Por qué entonces temblaron ante las señales de su presencia? Porque en su insensatez se habían propuesto encontrarse con Dios sobre la base de lo que eran en sí mismos, de sus obras, en lugar de buscar su misericordia, su gracia y su amor. Se trataba de un error fatal, y ahora se lo hacían ver. Pero su palabra era irrevocable, y no podían liberarse entonces de las obligaciones que implicaba.
Así pues, Moisés «sacó del campamento al pueblo para recibir a Dios; y se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego; y el humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía en gran manera» (v. 17-18). En los Salmos leemos: «La tierra tembló; también destilaron los cielos ante la presencia de Dios; aquel Sinaí tembló delante de Dios, del Dios de Israel» (Sal. 68:8). El fuego, entonces, fue lo que caracterizó la presencia de Jehová en el Sinaí: fuego y humo, siendo el fuego el símbolo de su santidad, pero su santidad en su aspecto de juicio contra el pecado. «Nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:29). Así, al encontrarse con Israel en el terreno de la Ley, el fuego fue la expresión más significativa del hecho de que la justicia y el juicio son la base de su trono. Por eso Moisés habla de la «ley de fuego» (vean Deut. 33:2) que sale de la mano derecha de Dios; fuego porque siendo santo, justo y bueno, no podía sino juzgar y consumir a los que no cumplían sus requisitos. De este efecto habla Moisés cuando dice: «Con tu furor somos consumidos, y con tu ira somos turbados» (Sal. 90:7).
14.7 - La voz de Dios
Cuando el sonido de la trompeta se hizo más largo y fuerte, Moisés habló a Dios, y Dios le respondió con una voz. Entonces Moisés fue llamado a la cima de la montaña, y ¿cuál fue la naturaleza del primer mandamiento que recibió? Porque el lugar donde estaba Dios era tierra sagrada, y la pena de muerte era para cualquiera, hombre o bestia, que tocara la montaña. Pero ni siquiera esto fue suficiente. «Desciende», dijo Jehová a Moisés, «ordena al pueblo que no traspase los límites para ver a Jehová, porque caerá multitud de ellos» (v. 21). Todos ellos, tanto los sacerdotes como el pueblo deben mantenerse a distancia, excepto Moisés y Aarón, para que Jehová no caiga sobre ellos (v. 24).
Todos estos detalles son del más solemne interés, ya que muestran la total incapacidad del hombre para presentarse ante Dios por sus propios méritos. Enseñan al mismo tiempo que si el pecador se aventura a entrar en contacto con Dios en ese terreno, solo puede ser para su propia destrucción. Más aún, aparte de la expiación, Dios no puede encontrarse con el pecador en el terreno de la justicia sin destruirlo. ¿Cuándo, entonces, aprenderán los hombres que existe, y siempre debe existir, el más irreductible antagonismo entre la santidad y el pecado? Que Dios debe estar en contra del pecador a menos que las demandas de su santidad sean satisfechas; y que nunca pueden estar satisfechas, excepto en la muerte del Señor Jesucristo. Visto así, tenemos una escena conmovedora. Dios en el Sinaí, en toda la temible majestad de su santidad; el pueblo, en toda su lejanía y culpabilidad, temblando ante lo que veía y oía, se mantenía a distancia del monte, pero era conducido fuera del campamento para encontrarse con Dios y recibir los mandamientos de su justa Ley, que se había comprometido a obedecer.
14.8 - La naturaleza de la Ley (cap. 20:1-17)
Varios puntos relacionados con la entrega de la Ley exigen una atención especial. La primera es la naturaleza de la propia Ley. Los mandamientos son 10 y se basan, o más bien se derivan, de la relación que Dios había establecido con su pueblo mediante la redención. «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre». Si consideramos los mandamientos en su conjunto, veremos que los 4 primeros se refieren a Dios, y los 6 últimos al hombre; es decir, determinan la responsabilidad ante Dios y ante el hombre. Además, en respuesta a la pregunta: ¿Cuál es el gran mandamiento de la Ley? el Señor los resume así: «Amarás al SEÑOR tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente». Este es el gran y primer mandamiento. Y el segundo es similar: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». De estos 2 mandamientos depende toda la Ley y los profetas» (Mat. 22:35-40; vean Deut. 10:12 y Lev. 19:18). El amor a Dios, perfeccionado según su capacidad, y el amor al prójimo según la medida del amor a sí mismo, fue el mandamiento para Israel.
14.9 - Las santas exigencias de Dios
Pero fíjense que lo que caracteriza a los mandamientos en su detalle es la prohibición. «No tendrás… no harás…». Es la esencia del conjunto, si exceptuamos el cuarto mandamiento, e incluso allí «guardar el sábado» significa abstenerse de todo trabajo. Este hecho tiene una importante relación con el segundo punto que queremos considerar: el objeto de la Ley. Estos 10 mandamientos eran la medida de lo que Dios exigía a Israel. El pueblo se había comprometido voluntariamente a obedecer la voz de Dios y a cumplir su pacto, como condición para la bendición. En respuesta a esto, Jehová les reveló a través de Moisés lo que requería. Así que se estableció una norma, para que el pueblo pudiera determinar fácilmente por sí mismo si estaba obedeciendo o no la Palabra de Dios. Por lo tanto, con estos mandamientos, Dios vino a probar a los israelitas para que su temor estuviera ante sus ojos y no pecaran (v. 20). Pero Dios sabía lo que había en sus corazones, aunque ellos no lo supieran, y por lo tanto el verdadero propósito de la Ley era sacar a la luz lo que había en sus corazones.
Esto explica la forma negativa de los mandamientos. Porque, ¿por qué decir?: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no codiciarás, si no estuviera en ellos la tendencia a todas estas formas de pecado. El apóstol lo explica en Romanos 7: «No hubiera conocido el pecado si no hubiera sido por [la] Ley; pues no habría conocido la codicia si la Ley no dijera: No codiciarás. Pero el pecado, hallando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda clase de codicia; porque sin [la] Ley [el] pecado está muerto» (v. 7-8). La codicia estaba en el corazón antes de que interviniera la Ley; pero, al no estar prohibida, no podía conocerse como codicia. Desde el momento en que el mandamiento dice: «No codiciarás», se puso de manifiesto, y se estableció la oposición del corazón a Dios. La Ley, por tanto, intervino, como dice el apóstol en otro lugar, para que la falta abundara (Rom. 5:20), es decir, para dar a conocer las transgresiones. Estas fueron cometidas antes; pero no fueron conocidas como transgresiones hasta que fueron prohibidas. A partir de entonces, su naturaleza ya no podía ocultarse, y todos podían comprender que eran transgresiones de la Ley de Dios.
14.10 - ¿La Ley para obtener la vida?
Este punto es de gran importancia, ya que incluso ahora, cuando el Evangelio de la gracia de Dios se revela y predica plenamente, oímos decir que obedecer la Ley es el camino a la vida. Cuántos miles de personas son víctimas de esta trampa mortal. Que sopesen las palabras del apóstol: «Si hubiera sido dada una Ley capaz de dar vida, la justicia sería ciertamente por la Ley» (Gál. 3:21). Es cierto que se dijo: «Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos» (Lev. 18:5); pero ¿cómo podrían los hombres, pecadores por naturaleza y en su conducta, guardar los mandamientos de Dios? Oigamos el propio argumento del Espíritu Santo, por medio de Pablo, sobre este tema: «Porque todos los que son de las obras de la Ley están bajo maldición; porque está escrito: ¡Maldito todo el que no persevera en todo lo que está escrito en el libro de la Ley, para hacerlo! Y que por Ley nadie es justificado ante Dios, es evidente, porque: El justo vivirá por la fe; pero la ley no es por fe, sino: El que haga estas cosas, vivirá por ellas» (Gál. 3:10-12). Esto elimina toda dificultad, y establece sin lugar a duda el verdadero propósito de la Ley, que era, como hemos dicho, dar una norma de los requisitos de Dios, y así convencer al hombre de pecado. «La Ley entró para que abundara el pecado» (Rom. 5:20). Y la Ley puede ser utilizada ahora con gran bendición para el mismo propósito. Si uno se encuentra con un hombre totalmente confiado en su propia justicia, puede ser probado por ella: se le puede preguntar si ama a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, y así exponer el engaño de sus propias obras.
14.11 - ¿La Ley para conocer el corazón de Dios?
Si esto se entiende correctamente, y si hay una simple sumisión a la Palabra de Dios, no habrá dificultad en admitir que la Ley no es dada como una revelación completa de la mente y el corazón de Dios. La forma en que se habla a menudo de la Ley podría hacer suponer a las almas que no podría haber una revelación más completa y cabal. Pero si esto fuera así, ¿dónde encontraríamos la misericordia de Dios, sus compasiones y su amor? No, «la Ley… es santa, y el mandamiento es santo, y justo, y bueno»; porque es una revelación de Dios, como toda Palabra y acto de Dios debe serlo necesariamente; pero afirmar que la Ley es una revelación completa y perfecta es pasar por alto la necesidad de la expiación, no ver el verdadero carácter de la obra de nuestro amado Señor y Salvador, olvidar, en una palabra, la diferencia entre el Sinaí y el Calvario. Hasta la cruz, era imposible que Dios se revelara perfectamente. Pero tan pronto como se cumplió la obra hecha en la cruz, el velo del templo se rasgó en 2, de arriba abajo, para mostrar que Dios era ahora libre en justicia para manifestarse en gracia al pecador, y que el pecador que creía en el testimonio de Dios en cuanto a la eficacia de la sangre de Cristo era libre de entrar en la presencia directa de Dios. La Ley revela el carácter de justicia de Dios, y por lo tanto lo que él requiere de Israel; pero Dios mismo todavía permanecía en la oscuridad profunda; él no se revelaba.
14.12 - ¿La Ley como norma de conducta?
Hay que tener en cuenta otro punto de pasada. Aunque se admite que la Ley no es el medio para obtener la vida, a veces se oye preguntar si no es la regla de la conducta cristiana. Considerémoslo cuidadosamente y preguntémonos si es posible. Tomemos por ejemplo las prohibiciones en relación con el prójimo. ¿Estaría Dios satisfecho con un cristiano que simplemente se abstuviera de practicar los pecados aquí especificados? ¿Un cristiano que simplemente se abstuviera de estas cosas estaría satisfecho de haber respondido a la opinión de Dios sobre su caminar? Ahora bien, supongamos que incluso hubiera logrado amar a su prójimo como a sí mismo: ¿lo pondría esto a la altura del ejemplo de Cristo? ¿Qué dice el apóstol Juan? «En esto conocemos el amor, en que él puso su vida por nosotros». Es decir, la verdadera expresión del amor aparece en la muerte de Cristo por nosotros. Por eso el apóstol añade: «Debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16). Hacerlo sería ciertamente amar a nuestros hermanos mejor que a nosotros mismos, yendo así mucho más allá del alcance de la Ley.
La verdad, como nos enseñó el apóstol Pablo, es que «habéis muerto a la Ley por medio del cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que fue resucitado de entre los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Rom. 7:4). La Ley era una regla para Israel; pero Cristo, y solo Cristo, es el modelo para el creyente. «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). Se trata, pues, de un modelo infinitamente más elevado que el de la Ley y que conlleva responsabilidades mucho mayores. De hecho, esta afirmación de que todavía estamos bajo la Ley, a pesar de la declaración: «No estáis bajo [la] ley, sino bajo [la] gracia» (Rom. 6:14), proviene de la ignorancia de lo que es la redención. Cuando se ha visto que los creyentes han sido sacados de su vieja condición por la muerte y resurrección de Cristo, y tienen un lugar y una posición completamente nuevos, que no están en la carne, sino en el Espíritu (Rom. 8:9), se comprende fácilmente que pertenecen a una esfera en la que la Ley no puede entrar; y que, como Cristo es el único objeto de sus almas, expresar a Cristo en su andar y comportamiento es su única responsabilidad al pasar por esta escena. Recomendamos estos puntos muy especialmente a la atención de cada hijo de Dios.
14.13 - Los efectos del don de la Ley
Ahora se desarrolla el efecto del don de la Ley. El pueblo está lleno de terror, como en el capítulo anterior: «temblaron, y se pusieron lejos» (v. 18). Podrían haber aprendido de esto que los pecadores no pueden estar en la presencia de Dios. Y ellos «dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos» (v. 19). Una triste confesión de lo que eran, y una reveladora indicación de lo que sucedería con la obediencia a la que se habían comprometido. Ah, si el pecador aprendiera esta lección, que si Dios habla con él cuando está en sus pecados, debe morir. Porque la santidad y el pecado no pueden coexistir, y si se pusieran en contacto, aparte de la expiación, solo podría haber este resultado. Estos temblorosos hijos de Israel, por lo tanto, no hacen más que expresar esta simple verdad. Dios se había acercado en su santidad, y los asustados hijos de Israel se mantenían lejos de su presencia, para no morir, proclamando que eran pecadores en su culpa, incapaces, como tales, de escuchar su voz. Entonces Moisés les exhortó a no temer, diciéndoles que Dios había venido a probarlos, y que su temor debía estar ante sus ojos, para que no pecaran. Para ellos, el camino estaba claramente marcado en los “Diez Mandamientos”, y pronto se vería si lo recorrerían o no. La posición estaba claramente establecida ahora: el pueblo estaba muy lejos, de hecho y moralmente. Dios estaba en las profundas tinieblas, indicando que debía permanecer oculto mientras estuviera en el terreno de la Ley. Moisés, por elección y gracia de Dios, ocupa el lugar de mediador. Así puede acercarse a la profunda oscuridad donde estaba Dios. Con ello representa al único «mediador entre Dios y los hombres, [el] hombre Cristo Jesús» (1 Tim. 2:5).
14.14 - Condiciones para adorar
El capítulo concluye con instrucciones relativas a la adoración. Porque tan pronto como se establece la relación formal entre Dios y su pueblo, incluso en el terreno de la Ley, se menciona la adoración. Basta con señalar aquí 3 puntos. En primer lugar, que el hombre no podía acercarse a Dios sino mediante el sacrificio. En segundo lugar, que Dios podía venir a bendecir en cualquier lugar donde pusiera la memoria de su nombre, a pesar de lo que fueran, en virtud del buen olor de sus ofrendas [13]. En tercer lugar, se especifica el carácter del altar. Podría ser un altar de tierra. Si era de piedra, no debía ser de piedra labrada, «porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás. No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él» (v. 24-26). La obra del hombre y el orden del hombre están prohibidos. Así, en el culto, todo debe ser según Dios; y si se introduce siquiera una cosa por placer o conveniencia, es una profanación, y la «desnudez» del hombre queda al descubierto. Con qué celo, pues, no deberían los cristianos cuidar de que no se admita en el culto nada que no tenga el sello de la autoridad de la Palabra de Dios.
[13] La ofrenda por el pecado aún no había sido prescrita. Estas ofrendas eran, por tanto, todos los sacrificios de olor agradable.