Inédito Nuevo

5 - 1 Corintios 5. La santidad colectiva

La Primera Epístola a los Corintios


En los capítulos 3 y 4 el apóstol ha tratado de las luchas y divisiones que existían en la asamblea de Corinto. En la siguiente sección de su Epístola, que comprende los capítulos 5 al 7, trata del gran tema de la santidad. En el capítulo 5 habla más especialmente de la santidad colectiva, en el capítulo 6 de la santidad individual, y en el capítulo 7 de la santidad en las relaciones familiares. Él muestra que:

  • la santidad colectiva debe estar mantenida purgando la levadura vieja de la asamblea y apartando a una persona malvada de entre los santos,
  • la santidad individual se mantiene por juicio propio, y
  • la santidad familiar por el uso correcto de las relaciones establecidas por Dios.

El apóstol ya ha recordado a estos santos que son el templo de Dios, y, dice: «El Espíritu de Dios mora en vosotros». Luego añade: «El templo de Dios es santo» (3:16-17). La presencia de Dios es intolerante con el mal y exige santidad. Cualquiera que sea la forma que tome la Casa de Dios, ya sea un edificio material como en los días antiguos, o un edificio espiritual compuesto de creyentes, el primer principio grande e inmutable de la Casa de Dios es la santidad. Como leemos: «La santidad conviene a tu casa, Oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). Ezequiel establece la santidad como el gran principio rector de la Casa de Dios. «Esta», dice, «es la ley de la casa: Sobre la cumbre del monte, el recinto entero, todo en derredor, será santísimo. He aquí que esta es la ley de la casa» (Ez. 43:12).

(V. 1). El estado carnal de estos creyentes no solo se veía en que se colocaban bajo ciertos maestros favoritos, haciendo así divisiones, sino que se manifestaba aún más en la extrema laxitud de la moral. Estaban rodeados por la inmundicia del paganismo, del que acababan de salir, y habían sido acostumbrados a pensar a la ligera en los pecados graves. Sin embargo, entre ellos había ocurrido un caso de impiedad de un carácter tan grosero que habría avergonzado a los paganos.

(V. 2). Además, no solo había este mal grosero en medio de ellos, sino que había la tolerancia del culpable. De hecho, estaban hinchados de orgullo en lugar de llorar. Es cierto que no habían recibido ninguna instrucción apostólica sobre cómo tratar con el ofensor, pero los instintos espirituales deberían al menos haberlos llevado a humillarse por el pecado de esta persona malvada y desear su exclusión. Así aprendemos que, aparte de las distintas instrucciones que implican responsabilidades definidas, existen las sensibilidades morales de la nueva naturaleza que deberían llevarnos a tomar un cierto curso. Pueden surgir casos en los que la conducta de un hombre se convierte en un ejercicio tal para los santos que desean su exclusión de entre ellos y, sin embargo, no tienen una base clara para la acción. En tales casos, esta Escritura indica claramente que podemos exponer el asunto ante el Señor y llorar ante él, con la seguridad de su intervención para eliminar al perturbador. El Señor, en tal caso, hace sí mismo lo que nosotros tengamos que hacer cuando el caso esté claro. Puede ser bueno notar en este sentido, que «quitado» en el versículo 2 y «quitad» en el versículo 13 son palabras similares en el original. Como se ha dicho: “La humillación y la oración son el recurso de aquellos que sienten un mal y aún no conocen el remedio”.

(V. 3-5). El apóstol procede a darles instrucciones definitivas sobre cómo actuar en un caso probado de un mal público. Estaba ausente de cuerpo, pero presente en espíritu, y ya había juzgado, como si hubiera estado, lo que había que hacer cuando estuvieran juntos: según las indicaciones dadas por la autoridad apostólica, con el poder del Señor Jesucristo, entregando «al tal a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor». Es bueno tener en cuenta cuidadosamente estas instrucciones y lo que implican.

«Reunidos vosotros», supone la asamblea en su condición normal, compuesta por todos los santos de la localidad, actuando con el espíritu que animaba al apóstol, y el poder del Señor Jesús con ellos. Reunidos así, actuarían como representantes del Señor Jesucristo al entregar a tal persona a Satanás. Esto supone que fuera de la Asamblea está el mundo dominado por Satanás. El culpable se había comportado de tal manera que había demostrado no ser apto para la presencia del Señor, por lo que fue entregado a la esfera de Satanás, fuera de la Asamblea. Incluso así, no estaba considerado como un incrédulo, porque era para la destrucción de la carne, para que su espíritu pueda ser salvo en el día del Señor Jesús.

Hoy, esto no podría ser hecho como cuando las cosas eran normales. No podríamos entregar a tal persona a Satanás, porque en la ruina de la cristiandad ningún grupo podría decir que fuera de su asamblea no hay nada más que el mundo de Satanás; y ninguna asamblea podría pretender incluir a todos los santos en una localidad. Sin embargo, el mandato al final del capítulo subsiste: «Quitad al malvado de entre vosotros». El resultado puede, de hecho, ser que la persona malvada caiga bajo el poder de Satanás, para que aprenda a juzgar la carne en sí misma, mientras que no pudo juzgarla cuando estaba en el lugar del poder de Cristo.

(V. 6-8). El apóstol continúa mostrando el solemne resultado de la insensibilidad moral que tolera el mal no juzgado en medio de ellos. El mal está presentado bajo la figura de levadura. Como un poco de levadura impregna toda la masa, así el mal conocido y no juzgado tiene una incidencia sobre el conjunto de una asamblea de cristianos. Toda la masa fermentada no significa que todo el grupo se vuelva incestuoso como el culpable, sino que todos están contaminados. Nada condena más claramente el falso principio de que el pecado conocido en la asamblea concierne solo al directamente culpable y no involucra a todos. Por lo tanto, no es suficiente apartar al malvado; debían juzgarse a sí mismos por la baja condición que había podido tolerar el mal. Así quitarían la vieja levadura, y serían en la práctica lo que eran en posición ante Dios en Cristo, una masa sin levadura como resultado de la obra de Cristo.

Por lo tanto, estamos exhortados a celebrar la fiesta, no con la vieja levadura de la indiferencia al pecado, ni con levadura de malicia y maldad, sino con sinceridad y verdad. Cuando el apóstol dice: «Celebremos la fiesta», no se refiere exclusivamente a la Cena del Señor, sino a todo el período de la vida del creyente en la tierra, del cual la fiesta del pan sin levadura es un tipo.

(V. 9-13). En los versículos que siguen, el apóstol muestra que exhortando a los cristianos a ejercer una disciplina santa y a vivir una vida de sinceridad y verdad, se está refiriendo al círculo cristiano. Extender estas cualidades al hombre del mundo sería irreal e imposible. Sin embargo, si uno que «se llama hermano» vive de forma clara en pecado sin juzgar, no debemos tener relación con él, ni mostrar ninguna comunión con él comiendo con él. No es asunto del cristiano intentar enderezar el mundo juzgando su maldad. Esto, Dios lo hará en Su propio tiempo. Nuestra responsabilidad consiste en juzgar cualquier mal que pueda manifestarse en la asamblea cristiana. Por tanto, dice el apóstol: «Quitad al malvado de entre vosotros».


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