15 - 1 Corintios 15. La resurrección
La Primera Epístola a los Corintios
Con el capítulo 15 llegamos a la tercera división principal de la Epístola. En la primera división tenemos la Cruz de Cristo excluyendo la sabiduría del mundo, la licencia de la carne y la adoración de demonios (cap. 1-10). En la segunda división tenemos la libre acción del Espíritu Santo, manteniendo el orden en la Asamblea de Dios (cap. 11-14). La tercera división trae ante nosotros la resurrección de Cristo, triunfando sobre la muerte y la tumba, y abriendo el camino al estado perfecto cuando Dios será todo en todos.
Es evidente que en la asamblea de Corinto no solo se toleraba la laxitud moral y el desorden en la asamblea, sino también la existencia de un error doctrinal de carácter vital, porque algunos de ellos decían: «No hay resurrección de los muertos» (v. 12). Este error era sin duda el resultado de su baja condición moral. El progreso del mal, como se ve en esta asamblea, es solemne e instructivo:
- En primer lugar, había prácticas malas;
- en segundo lugar, había desorden en la asamblea;
- en tercer lugar, había una falsa doctrina.
Un mal lleva al otro:
- La laxitud moral abre la puerta a la carne, y niega la Cruz;
- el desorden de la asamblea conduce al clericalismo y al orden humano, e ignora al Espíritu;
- el error doctrinal abre la puerta al enemigo para que socavar los fundamentos de nuestra fe y atacar a la Persona de Cristo.
Es importante señalar que no se dice de aquellos que estaban propagando este error que negaban la inmortalidad del alma, sino que se oponían a la verdad de que el cuerpo resucitaría. La resurrección enseña que lo que está muerto resucita. Por lo tanto, debe aplicarse al cuerpo, porque es el cuerpo el que muere, no el alma. Así leemos: «Y muchos cuerpos de santos, que habían dormido, resucitaron» (Mat. 27:52). Además, es posible que aquellos que afirmaban este error no tuvieran intención de comprometer el Evangelio, o incluso negar que Cristo había resucitado. Esto, sin embargo, era el terrible resultado, y este era el objetivo de Satanás.
Para hacer frente a esta trampa del diablo, el apóstol muestra cómo este error afecta al Evangelio (v. 1-11), cómo ataca a la Persona de Cristo y a aquellos que creen en él (v. 12-19), y luego nos revela algunas de las bendiciones positivas que siguen de la resurrección de Cristo (v. 20-58).
(V. 1-2). Como esta negación de la resurrección socava el Evangelio, el apóstol primero les recuerda a estos creyentes el Evangelio que él había predicado, que habían recibido, en el que tenían su posición en bendición ante Dios, y por el cual fueron salvos. Pero añade las palabras: «A menos que hayáis creído en vano», porque si no hay resurrección, evidentemente habrían creído en un mito. Sin embargo, el apóstol muestra entre paréntesis que la realidad de su fe sería probada por el hecho de retener firmemente la palabra que les había anunciado en el Evangelio.
(V. 3-4). Inmediatamente resume el Evangelio en 3 puntos.
1. «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Esto pone ante nosotros la gran obra de propiciación de Cristo para todo el mundo, predicha en todas las Escrituras, porque la Ley la expone en figura, los Salmos la presentan experimentalmente y los Profetas la anuncian proféticamente.
2. Cristo «fue sepultado», es la evidencia completa de su muerte y el hecho solemne de que todos sus vínculos con el hombre después de la carne son cortados.
3. «Fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras», testimonio eterno de que el poder de la muerte es quebrantado, el diablo derrotado y Dios glorificado.
El apóstol comenta cuidadosamente que el Evangelio que había predicado, lo había “recibido”, como sabemos por otra Epístola que fue «por revelación de Jesucristo» (Gál. 1:12). Rechazar su Evangelio es, por lo tanto, cuestionar la revelación de Jesucristo y la autoridad de las Escrituras.
(V. 5-10). Habiendo presentado el Evangelio que predicaba, en el que la resurrección tiene un lugar vital, confirma la verdad de la resurrección de Cristo al presentar diferentes testigos a quienes Cristo se apareció después de haber resucitado de entre los muertos. Como sabemos, hubo otros testigos, como María y los 2 discípulos que iban a Emaús, pero el apóstol está llevado a seleccionar a aquellos testigos que, por razón de su servicio, o número, tienen especial importancia como testigos.
1. Cristo resucitado fue visto por Cefas (es decir Pedro), el apóstol que fue el primero en predicar el Evangelio a los judíos, y fue utilizado para abrir la puerta de la gracia a los gentiles.
2. Apareció a los 12 que lo habían acompañado en la tierra.
3. Fue visto en resurrección por 500 hermanos a la vez.
4. Apareció a Santiago, el apóstol que tenía un lugar destacado entre los creyentes judíos en Jerusalén.
5. Fue visto de todos los apóstoles, cuando, al cabo de 40 días, fue recibido en el cielo.
6. Como el Hombre resucitado en la gloria, fue visto en último lugar por el apóstol Pablo, que había sido el perseguidor de Cristo y de los suyos, pero que había sido designado para predicar a los gentiles. El apóstol se deleita en reconocer que fue por la gracia de Dios que hace parte de los testigos de la resurrección de Cristo; y si, como apóstol, trabajó más que todos ellos, eso también fue por la gracia de Dios.
(V. 11). Así, que el Evangelio fuera predicado por Pablo o por el gran grupo de los que habían visto a Cristo resucitado, la resurrección de Cristo era como la piedra angular del mismo; y era este Evangelio el que había sido creído por los corintios.
(V. 12-19). Ante tal evidencia, por tanto, era imposible negar la resurrección de Cristo: ¿Cómo podía decirse entonces que «no hay resurrección de los muertos»? Lamentablemente, puesto que había quienes se atrevían a decirlo, el apóstol procede a mostrar las solemnes consecuencias de este error.
1. Cualquiera que fuese la creencia de los que promovían este error, era un ataque a la persona de Cristo, pues si no hay resurrección de los muertos, entonces Cristo no ha resucitado.
2. Si Cristo no ha resucitado, la predicación es una fábula, y es vana.
3. Si la predicación es vana, la fe de los oyentes es vana: ponen su fe en algo falso.
4. Si los predicadores dicen venir de Dios y predican fábulas, son «falsos testigos de Dios».
5. Los que ponen su fe en lo vano, siguen en sus pecados.
6. Si los que están en sus pecados se han dormido, deben haber perecido.
7. Si la resurrección es una fábula, los vivos que la profesan son los más miserables de todos los hombres, pues a causa de la fe en la resurrección han renunciado a este siglo presente y no tienen nada para el futuro.
De este modo, el apóstol demuestra que este error fatal deshonraba a Cristo, condenaba la predicación como fábula, inutilizaba la fe de los oyentes, reducía a los predicadores a falsos testigos, hacía perecer a los que se habían dormido y convertía a los creyentes vivos en miserables en grado sumo.
(V. 20). Después de haber mostrado las solemnes consecuencias que inevitablemente se derivaban de este error, el apóstol presenta ahora, por contraste, los benditos resultados que se derivan de la gran verdad de que «ahora Cristo ha sido resucitado de entre los muertos». Cristo, resucitado de entre los muertos, es «primicias de los que durmieron». Su resurrección es, en efecto, la prueba de que todos resucitarán, los justos para entrar en su bendición final y los injustos para pasar al juicio (Hec. 17:31). Pero aquí su resurrección es la muestra de la resurrección de los suyos que han dormido. La resurrección de ellos será según el modelo de la resurrección de él, una resurrección de entre los muertos. Para los malvados, no será una resurrección de entre los muertos (es decir, una resurrección en la que algunos son levantados de la muerte mientras que otros son dejados), será simplemente la resurrección de los muertos con el efecto de que todos los que están en las tumbas resucitarán para juicio.
(V. 21-23). A continuación, el apóstol muestra que, si la muerte vino a través del hombre, también la resurrección es traída a través del Hombre. Hay 2 razas de hombres, cada una caracterizada por sus respectivos líderes. Todos los que están emparentados con Adán caen bajo la muerte. Todos los que están emparentados con Cristo serán vivificados. El «todos» en el caso de Adán abarca a toda la raza, mientras que el «todos» en el caso de Cristo se refiere solo a su familia. El versículo siguiente, que habla del orden de la resurrección, deja muy claro que este «todos» se refiere a Cristo y a los que son de Cristo. Cristo resucitó primero, las primicias, no las primicias de la resurrección de los muertos, sino las primicias de los resucitados de entre los muertos. Esta resurrección de los suyos tendrá lugar «en su venida» e incluirá ciertamente a todos los santos del Antiguo Testamento, pues ellos también «son de Cristo», aunque sin duda el apóstol, al escribir a la asamblea de Corinto, tenía en vista más particularmente a la Iglesia.
(V. 24-28). De la resurrección de los que son de Cristo, el apóstol pasa directamente al final del reino terrenal de Cristo, sin mencionar la resurrección de los impíos. Este final se alcanzará cuando todo principado, autoridad y poder opositor haya sido abolido, cuando todos los enemigos hayan sido abatidos, y el último enemigo, la muerte, haya sido destruido. Esto implica la resurrección y el juicio de los muertos, aunque no se menciona específicamente.
El gran propósito del reino de Cristo será someter todo el universo a Dios. Así como por medio de un hombre, Adán, la creación fue sometida al pecado y a la muerte y al poder del diablo, así también un Hombre, Cristo, vencerá a todos los enemigos y todo será sometido a Dios. El «fin» aquí no es simplemente el fin de la era presente, como en Mateo 13:39, 49. El fin de la era presente introduce el reino de Cristo. Aquí «el fin» marca el fin del reino y el comienzo del estado eterno con los cielos nuevos y la tierra nueva donde mora la justicia. La última parte del versículo 24 y los versículos 25 y 26 describen el carácter del reino de Cristo, cuyo acto final es la destrucción del poder de la muerte.
Entonces, cuando Cristo haya vencido todo mal, entregará el reino a Dios Padre. En todo el pasaje se considera que el Hijo se hizo hombre para cumplir la voluntad de Dios, sometiendo a Dios toda la creación. Para cumplir este gran propósito, Dios confió el dominio universal al Hijo que se hizo hombre. Habiendo sometido todo a Dios Padre mediante el poder de su reinado, él seguirá siendo el Hombre sumiso como cuando estaba en esta tierra, para que Dios sea todo en todos. El Hijo no deja de ser Dios y de ser uno con el Padre, como cuando estaba en la tierra, sino que “Cristo ocupará su lugar, como Hombre, Cabeza de toda la familia de los redimidos, siendo al mismo tiempo Dios eternamente bendito, uno con el Padre” (J.N. Darby). No dice que el Padre será todo en todos, sino que Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– será todo en todos. Qué bienaventurado será el mundo cuando, en los cielos nuevos y en la tierra nueva, Dios sea el Objeto de todos y se manifieste moralmente en todos, pues ¿no es ese el sentido de estas palabras, tan sencillas en su lenguaje, pero tan profundas en su significado?
(V. 29-32). Cabe señalar que los versículos 20-28 forman un paréntesis en el que el apóstol parte del gran hecho de la resurrección de Cristo, y traza sus efectos de largo alcance en relación con los suyos, con el reino, hasta el final de los tiempos, en los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando Dios será todo en todos. Una vez mostrados los resultados a muy largo plazo de la resurrección, en el versículo 29 el apóstol retoma el hilo de su argumentación de los versículos 18 y 19. En esos versículos había demostrado que la resurrección es un acontecimiento de largo alcance. En esos versículos había demostrado que, si no hubiera resurrección, los que duermen habrían perecido, y los creyentes que aún viven serían los más miserables de todos los hombres. Ahora plantea 2 preguntas en relación con estos 2 grupos.
1. En primer lugar, si los que duermen han perecido, «¿Qué harán los que se bautizan por los muertos, si los muertos absolutamente no resucitan? ¿Por qué también se bautizan por ellos?» El bautismo es figura de muerte, e implica que el bautizado acepta el lugar en que la muerte de Cristo coloca al creyente en relación con el mundo. Cristo, con su muerte, y los creyentes que han dormido, han cortado efectivamente sus lazos con este mundo. Por el bautismo, los que vivimos nos identificamos en figura con Cristo y con los santos que han dormido en su muerte al mundo. ¡Qué poco sentido tiene esto si los muertos no resucitan!
2. En segundo lugar, continuando el argumento del versículo 19 de que, si no hay resurrección, los creyentes somos los más miserables de todos los hombres, el apóstol pregunta: «¿Por qué también nosotros afrontamos peligros a todas horas?». Qué insensato es correr el riesgo de morir si no hay resurrección. Luego se refiere a su propia vida de sufrimiento, –sufrimiento por amor de Cristo, y para que los santos pudieran compartir con él su gozo en Cristo. Esta vida le llevó constantemente a enfrentarse con la muerte violenta, de modo que en el espíritu de su mente moría diariamente. La oposición en Éfeso era tan violenta que llegó a desesperar incluso de vivir (2 Cor. 1:8). Los hombres se comportaban como bestias, y hablando figuradamente a la manera de los hombres, él había luchado contra las bestias en Éfeso. ¿Qué sentido tenía soportar todo este sufrimiento, y arriesgar la vida, si los muertos no resucitan? Si no hay resurrección, ¿no habría sido más prudente actuar según el principio de los que dicen?: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (15:32b).
(V. 33-34). El apóstol, mirando las cosas desde un punto de vista moral, ve que detrás de la falsa doctrina había una mala conducta. En efecto, las opiniones falsas pueden muy bien surgir de la ignorancia, porque están conectadas con un sistema de enseñanzas falsas. Pero cuando un alma ha estado a la luz de la verdad, y luego adopta un grave error que niega una gran verdad fundamental del cristianismo, generalmente encontramos que detrás de la mala doctrina hay una mala conducta, y que esta mala conducta está conectada con asociaciones mundanas que corrompen las buenas costumbres. Por eso el apóstol pide a estos santos que «vuelvan a su sano juicio, y no sigan pecando». Además, esta autoindulgencia y asociación con el mundo solo muestra lo poco que conocían a Dios. Algunos, de hecho, no conocían a Dios. Esto era para vergüenza suya.
(V. 35-41). Después de haber mostrado la vida práctica del creyente que, regido por la verdad de la resurrección, ocupa un lugar aparte del mundo, el apóstol aborda ahora las objeciones de ciertos racionalistas que preguntaban: «¿Cómo son resucitados los muertos? Y ¿con qué clase de cuerpo vienen?». Quien plantea tales preguntas demuestra que es un necio que somete al Dios omnipotente y omnisciente a las limitaciones humanas, y rechaza todo lo que no puede explicar. El apóstol reprende esta necedad recordando al objetor sus propios actos: «Lo que sembráis no resucita si no muere; y en cuanto a lo que sembráis, no sembráis el cuerpo que será, sino el simple grano, sea de trigo o de otra semilla». Tú siembras, dice el apóstol, «pero Dios le da un cuerpo que quiere». El hombre puede poner la semilla en la tierra, pero no puede hacerla crecer, y menos aún puede darle un cuerpo según su voluntad.
La muerte precede necesariamente a la resurrección. La muerte es una disolución, pero no una aniquilación. La propia semilla muere para dar origen a una planta. Alguien ha dicho: “Indudablemente, existe un germen, un principio de vida; pero ¿qué sabe de ello el objetor? Si lo ignora por completo, incluso en relación con una semilla, ¿está en condiciones de argumentar sobre el cuerpo?” Sabemos que la planta procede de la semilla, pero no sabemos cómo. Por eso el apóstol no nos dice cómo resucita el cuerpo, aunque reprende la necedad de quienes niegan la resurrección del cuerpo porque no pueden concebir cómo puede llevarse a cabo.
En el mundo vegetal hay diferentes cuerpos; cada semilla tiene su propio cuerpo, y es un cuerpo dado por Dios. En el mundo animal existen los cuerpos de los hombres, de las bestias, de los peces y de las aves. En el mundo material hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; y en los cuerpos celestes hay diferencias porque el sol, la luna y las estrellas difieren en gloria.
(V. 42-44). Si, pues, hay todas estas diferencias en los cuerpos del mundo natural y material, ¿tenemos que plantear preguntas porque hay una inmensa diferencia entre nuestros cuerpos actuales y los cuerpos que tendremos en la resurrección? El apóstol aprovecha así la oportunidad que le ofrece la locura de estos razonadores, para presentarnos el carácter del cuerpo de resurrección y el estado de resurrección. En contraste con nuestros cuerpos actuales, el cuerpo resucitado será incorruptible, glorioso, poderoso, espiritual. Los creyentes no serán espíritus incorpóreos, sino que en la resurrección recibirán cuerpos espirituales, aunque en la actualidad, con nuestras mentes finitas, apenas comprendemos la noción de existencia espiritual o de un cuerpo espiritual. Vemos que hay un cuerpo natural que está perfectamente adaptado a las condiciones de la vida en la tierra. Sabemos que los creyentes tendrán igualmente un cuerpo espiritual plenamente adaptado a las condiciones celestiales.
(V. 45-50). Como prueba de estas grandes verdades, el apóstol recurre a la Escritura. Dice: «Así también está escrito». Citando Génesis 2:7, nos recuerda que el primer hombre, Adán, se convirtió en un alma viviente. Pero como sabemos, el primer Adán es «tipo del que iba a venir» (Rom. 5:14), «el último Adán», Cristo –y Cristo es la Cabeza de una nueva raza: nunca serán sustituidos por otra cabeza u otra raza. El último Adán es un «espíritu vivificador»; es él quien, en resurrección, pudo soplar sobre sus discípulos y decirles: «Recibid el Espíritu Santo», y comunicarles así la vida en el Espíritu (Juan 20:22). Pero lo natural precede a lo espiritual; y el primer hombre es terrenal, hecho del polvo de la tierra; el segundo hombre es celestial; y así como hemos llevado la imagen de lo terrenal, los cristianos llevaremos la imagen de lo celestial. Aquí el apóstol no está hablando de que el cristiano tenga el carácter de Cristo y se transforme ya ahora en la misma imagen, de gloria en gloria (2 Cor. 3:18), sino que está hablando de la plena conformidad con la imagen del celestial cuando tengamos nuestros cuerpos de resurrección. Es obvio que estos cuerpos actuales, frágiles, hechos de carne y sangre, y sujetos a la corrupción, no pueden heredar el reino de Dios y su incorruptibilidad.
(V. 51-55). Siendo así, surge la pregunta: ¿cómo y cuándo obtendremos estos cuerpos espirituales e incorruptibles, puesto que algunos creyentes aún viven en la tierra y otros ya duermen? El apóstol responde a estas preguntas revelando un misterio, una de las verdades de Dios que no podían conocerse hasta que fueran reveladas a los suyos. Aprendemos que no todos los creyentes morirán: «No todos dormiremos, pero todos seremos cambiados» (15:51b). Los santos del Antiguo Testamento, como Job, sabían de la resurrección de los muertos (Job 19:26), pero no sabían nada de este gran secreto de que los cuerpos naturales de los santos vivos serán transformados en cuerpos espirituales sin que esos santos pasen por la muerte. ¡Qué prueba de la poderosa eficacia de la muerte de Cristo, que respondió tan plenamente a la sentencia de muerte sobre el creyente, que este puede ser transformado en la imagen del cielo sin pasar por la muerte!
Pero, aunque no todos pasaremos por la muerte, «todos seremos cambiados», tanto los santos durmientes como los vivos. Este gran cambio tendrá lugar «en un instante, en un abrir y cerrar de ojo, en la última trompeta; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos cambiados» (15:52). Al hablar de la última trompeta, el apóstol alude sin duda al acto final de levantamiento de un campamento romano cuando los soldados emprenden la marcha, una imagen bien comprendida en aquella época. En un momento, este cuerpo que puede corromperse se revestirá de incorrupción, y este cuerpo que es mortal se revestirá de inmortalidad. En vista de este poderoso triunfo sobre el poder de la muerte, bien podemos decir con Isaías: «Destruirá a la muerte para siempre» (véase Is. 25:8). ¡Qué gran poder es el que resucitará a los muertos de todos los lugares de esta tierra donde en el curso de tantos siglos ha yacido el polvo de los santos durmientes!, ¡ya sea por martirio o por descomposición natural! Y junto con esos santos durmientes, ¡este gran poder transformará en la imagen del cielo a todos los santos que aún viven, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos!
Repasando la larga y triste historia del mundo caído, vemos la sombra de la muerte extenderse por todas partes y sobre todos. Esperando este gran acontecimiento de la resurrección, el creyente puede decir: «¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? ¿Dónde está, oh sepulcro, tu destrucción?»; esta palabra procede del profeta Oseas, que dio una promesa de Jehová: «Yo los libraré del poder del sepulcro y los rescataré de la muerte. ¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? ¿Dónde está, oh sepulcro, tu destrucción?» (Oseas 13:14, NVI).
(V. 56-57). El apóstol nos recuerda que «el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley». Pero Dios nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo, aquel que llevó el aguijón al ser hecho pecado en la Cruz, y «nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición» (2 Cor. 5:21; Gál. 3:13). Ante la bendición de esta verdad que llena el alma, el apóstol estalla en alabanzas a Dios.
(V. 58). Por lo tanto, a causa de la poderosa victoria que Cristo ganó con su muerte, y de la que da testimonio su resurrección, y a causa de la plena bendición en la que entraremos en un abrir y cerrar de ojos, mantengámonos firmes para mantener la verdad; no nos dejemos sacudir por ninguno de los ataques del enemigo, y abundemos siempre en la obra del Señor, sabiendo que todo trabajo y sufrimiento tendrán su contrapartida gloriosa y no serán en vano.