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8 - La obra y la morada del Espíritu de Dios
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El Espíritu Santo de Dios, la persona divina de la Trinidad, es presentado en las Escrituras como aquel de quien procede la energía divina. Se le menciona por primera vez en Génesis 1:2, donde se le ve moviéndose en la creación y haciendo efectiva la Palabra de Dios; y por último en Apocalipsis 22:17, donde estimula a «la Esposa» y produce en su corazón una respuesta para el Esposo, que se presenta a sí mismo como «Yo, Jesús».
Estos pasajes en los que se habla de él son muy significativos. El primero ilustra, por analogía, su gran obra en relación con la redención, que es dar efecto a la Palabra de Dios. El segundo indica el feliz efecto de su morada en nosotros, que es producir en los santos una respuesta adecuada a la revelación hecha y a las relaciones que el amor ha establecido.
Dios Padre tiene la iniciativa y la dirección de las cosas, suyos son los consejos. Dios Hijo tiene la administración; él lleva a cabo los propósitos divinos, ya sea en la creación, en la redención o en el juicio. Dios Espíritu Santo tiene la energía que todo lo opera; actuando siempre en perfecta armonía con los consejos del Padre y la administración del Hijo, produce lo que se desea, ya sea en la materia en la creación, o en las almas y finalmente en los cuerpos de los santos en la redención.
La obra redentora del Señor Jesús ha sido hecha por nosotros; la obra del Espíritu Santo se realiza en nosotros. La redención se llevó a cabo al margen de nosotros, en la Cruz. Está puesta ante nosotros como objeto de nuestra fe, a la que debemos mirar. Es una obra objetiva y la verdad relacionada con ella es objetiva. En cuanto a la obra del Espíritu Santo, en lugar de verla como un objeto ante nosotros, somos los sujetos. Es una obra subjetiva y la verdad asociada a ella es subjetiva.
En primer lugar, es necesario señalar que la obra del Espíritu precede a su morada en nosotros. El hombre en la carne, es decir, inconverso, no es una morada adecuada para el Espíritu de Dios. Esto estaba prefigurado en la consagración de los hijos de Aarón (Éx. 29), y en la purificación del leproso (Lev. 14). En ambos casos hubo primero el lavado con agua, luego la aplicación de la sangre, y finalmente la unción con aceite, lo que, en tipo, significa que el Espíritu solo puede ser dado cuando el hombre ha sido sometido a la acción del agua y de la sangre. En otras palabras, solo cuando el Espíritu ha aplicado el agua, en el nuevo nacimiento, y la sangre, en la realización de la redención, que él puede permanecer.
El nuevo nacimiento es claramente obra del Espíritu de Dios. El hombre debe nacer «de agua y del Espíritu» (Juan 3:5). El agua, imagen de la Palabra, es el instrumento o medio; el Espíritu, es el agente o poder. En 1 Pedro 1:22-25, se hace referencia a la misma gran verdad, solo que el énfasis se pone en la Palabra de Dios viva y permanente, que nos está presentada en la predicación del Evangelio. En Juan 3, el énfasis está puesto principalmente en la operación del Espíritu; se dice que engendra lo que es semejante a él: «Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (v. 6).
En Juan 3 encontramos el hombre… nacido «de nuevo» (v. 3) y «el Hijo del hombre… levantado» (v. 14). El nuevo nacimiento es el comienzo de la obra del Espíritu que se hace en el hombre de forma individual; y la obra de Cristo en la Cruz siendo hecha fuera de nosotros, una vez por todas.
Ahora bien, habiéndose hecho en alguien el nuevo nacimiento, se encuentra en él lo que ha nacido del Espíritu, y cuya naturaleza es espíritu, en contraste con la carne, la naturaleza que poseemos de la raza de Adán, al nacer en este mundo. Esta nueva naturaleza espiritual se denomina «hombre interior» en Romanos 7:22 y es por medio de este hombre interior que el creyente se deleita «en la ley de Dios». Los versículos 7 al 25 muestran una experiencia individual y están marcados por la repetición de los pronombres «yo», «me», «mi»; muestran la angustia del que habla, el «yo», debido a los deseos conflictivos de las dos naturalezas: «la carne», por un lado, y el «hombre interior», por otro. Pero entre las lecciones aprendidas en esta experiencia está esta: Dios, que solo reconoce la nueva naturaleza que es espíritu (y por tanto también la fe en nosotros); la vieja naturaleza no tiene ningún valor. No hay nada bueno en ella (Rom. 7:18) y fue condenada en la cruz (Rom. 8:3).
El injerto de un árbol es una buena ilustración. Se selecciona un retoño sin valor y se le condena cortándolo para que solo quede el tronco, en el que se inserta un injerto. Una vez realizado el injerto, ya no se reconoce la antigua naturaleza del árbol, y se habla siempre de él con el nombre de la variedad injertada, pero se trata del mismo árbol. Ambas naturalezas siguen ahí, pero la nueva naturaleza de este árbol “nacido de nuevo” es la que domina y que es reconocida.
Cualquiera que sea la época o la dispensación, esta gran operación del Espíritu de Dios –el nuevo nacimiento– es necesaria para que un alma tenga tratos con Dios en bendición, por lo tanto, en todos los tiempos los hombres han nacido de nuevo. Sin embargo, la morada del Espíritu de Dios en el creyente es una bendición característica de nuestro tiempo. Para esto, la redención tuvo que estar cumplida, los pecados tuvieron que ser expiados y el pecado tuvo que ser condenado. Con la obra de Cristo cumplida, Cristo resucitado y glorificado, el Espíritu fue enviado como vemos en Hechos 2.
En los tiempos del Antiguo Testamento, había hombres nacidos de nuevo por el Espíritu de Dios. Él se servía de algunos de ellos con un poder extraordinario para un servicio especial. En este caso, solo venía sobre ellos momentáneamente. Por eso, cuando el Señor Jesús prometió el «Consolador», en Juan 14, 15 y 16, dijo que vendría para estar «en vosotros» y «estar con vosotros eternamente».
En Hechos 2 vemos que la venida del Espíritu de Dios tiene dos aspectos. En primer lugar, habita en cada santo presente en aquella ocasión. Esto queda claro en la narración. Su presencia es evocada por las «lenguas divididas como de fuego», y se añade: «posándose sobre cada uno de ellos». En segundo lugar, forma la Iglesia, como dice 1 Corintios 12:13: «Todos… fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo». Habiendo formado este «solo cuerpo» –la Iglesia– también lo convirtió en la Casa de Dios al vivir en ella. Somos «juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Esta morada más amplia no se menciona específicamente en Hechos 2; quizá esté simbolizada por el hecho de que vino «del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados».
Observando más de cerca cómo el Espíritu de Dios habita en el creyente, vemos que tiene un triple carácter: es el sello, las arras y la unción, como se afirma en 2 Corintios 1:21-22:
- Como sello, marca nuestra pertenencia a Dios y nos une a él (véase Efe. 4:30).
- Como arras, es garantía y anticipo de todas las benditas realidades que serán nuestras en el día de la gloria (véase 2 Cor. 5:5; Efe. 1:14).
- Como unción, da al creyente la capacidad de entender y disfrutar las cosas de Dios (véase 1 Juan 2:20, 27), y de adorar y servir a Dios. Del Señor mismo se dice que fue ungido (Hec. 10:38).
Leyendo Romanos 8, vemos que el Espíritu de Dios, dado al creyente por gracia, está identificado al nuevo estado formado en el creyente por Su poder y caracteriza este estado; el Espíritu de Dios es la energía de esta nueva naturaleza del creyente, tras el nuevo nacimiento. Se puede decir, pues, que «el Espíritu es vida» (v. 10). También es el «Espíritu de vida en Cristo Jesús»; toma el control del creyente, liberándolo de «la ley del pecado y de la muerte» (v. 2). De hecho, este notable capítulo presenta al Espíritu cumpliendo diversas capacidades en relación con la vida práctica del cristiano, pero no podemos detenernos en esto, pues debemos considerar la obra que realiza al habitar en el creyente.
Como hemos visto, primero obra en él antes de morar en él, luchando contra la conciencia, quebrantando la voluntad y produciendo finalmente el nuevo nacimiento. Es como si construyera una casa a su medida. Luego hace de ella su morada, de modo que el cuerpo del creyente se convierte en templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6:19). Pero no debemos pensar que está terminado. Mientras mora allí, sigue obrando.
En Juan 14, 15 y 16, el Señor Jesús hizo especial hincapié en que el Espíritu enseñaría a los discípulos. Les enseñaría «todas las cosas», los «guiaría a… toda la verdad». Esto era especialmente cierto para los apóstoles a los que se dirigía, en cuanto que serían los depositarios de las revelaciones contenidas en las Epístolas. Sin embargo, también es cierto para todo creyente, incluso para un recién convertido –un niño pequeño en la fe–, como muestra 1 Juan 2:27. La enseñanza del Espíritu va más allá de la mera transmisión de información. Enseña tan eficazmente que el creyente no solo conoce las verdades mentalmente, sino que es poseído por ellas. Se hacen vivas y operativas en su vida.
Luego, así como instruye, fortalece. El apóstol oraba para que los santos de Éfeso fueran «fortalecidos con poder en el hombre interior, por su Espíritu» (Efe. 3:16). El propio hombre interior es fruto de la obra del Espíritu, pero es necesario fortalecerlo para que Cristo habite en el corazón por la fe.
Unido a esto, él obra para transformar, como se afirma en 2 Corintios 3:18. A diferencia de Israel, los cristianos tenemos ante nosotros la gloria descubierta del Señor y no la gloria velada de la Ley reflejada en el rostro de Moisés. Viendo esta gloria «descubierta», somos «transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor».
¡Qué vastas son las cosas que nos han sido reveladas! Cada una tiene su propia gloria que se focaliza en un centro: el Señor Jesucristo. Su gloria brilla en todas partes y puede verse sin velo. Al contemplarla, somos transformados por el poder del Espíritu y convertidos en su misma imagen. Así, se produce en nosotros el mismo carácter de Cristo. Este es quizás el mayor logro de la obra del Espíritu en el creyente. Nos transforma, escribiendo, en las tablas de carne del corazón, el carácter o los rasgos morales de Cristo. Esta obra aún debe ser completada por el Señor: cuando él regrese, transformará nuestros cuerpos en la conformidad de su cuerpo glorioso. El Señor mismo hará esto, es cierto (Fil. 3:21), pero también se dice que Dios «vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom. 8:11).
Las operaciones del Espíritu en relación con la Iglesia, distintas de las relativas al creyente, son también de gran importancia. Es el verdadero representante de Cristo en la tierra. Es el «siervo» encargado de llevar la invitación del Evangelio y de obligar «a entrar», según la parábola de Lucas 14. Él es quien da, a los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, los dones que deben estar en beneficio de todos. Los dones son variados, pero «todas estas cosas las hace el único y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Cor. 12:11). Como muestra el capítulo 14 de esta Epístola, es él quien preside y controla en las asambleas de los santos. No está aquí para exaltarse a sí mismo, sino para magnificar a Cristo. Sin embargo, debe ser honrado y tener su lugar, pues habita en los santos que son la Casa de Dios. Ignorar su presencia en la Asamblea de Dios o considerarlo sin importancia, usurpando su lugar y sus funciones, es un pecado grave, aunque uno tenga buenas intenciones.
¡Qué tema tan vasto es la obra y habitación del Espíritu de Dios! Solo hemos esbozado el contorno.
8.1 - ¿Cómo puede saber un creyente que ha recibido el Espíritu Santo?
Por el hecho de que cree en el Evangelio de Cristo resucitado. Los creyentes de Éfeso fueron sellados con el Espíritu Santo después de haber creído o «habiendo creído en él» (véase Efe. 1:13). Este versículo nos da el orden que siempre se observa: oyeron la palabra de verdad, el Evangelio de su salvación, creyeron en él y fueron sellados con el Espíritu.
En los Hechos de los Apóstoles se citan casos en los que se recibió el Espíritu, tales como:
1. Los discípulos en Jerusalén (Hec. 2).
2. Los samaritanos (Hec. 8).
3. Los gentiles – Cornelio y sus amigos (Hec. 10 y 11).
4. Los doce hombres de Éfeso (Hec. 19).
Cada caso muestra diferencias en cuanto a los detalles, como el bautismo, la imposición de manos y el hablar en lenguas. Hay buenas razones para estas diferencias –no nos detenemos en ellas, pero muestran que es imposible establecer reglas, como que el bautismo debe tener lugar antes de que se pueda recibir el Espíritu; el tercer caso lo contradice. Pero por debajo de estas diferencias aparentes, en cada uno de los 4 casos se verifica el orden divino de escuchar, creer y ser sellados con el Espíritu. El cuarto caso subraya que lo que se oye y se cree debe ser el Evangelio completo de la muerte y resurrección de Cristo. Fue porque los 12 hombres no habían oído y creído esto por lo que no habían recibido el Espíritu.
8.2 - Cuando se recibe el Espíritu, ¿no debe haber signos externos precisos que hagan un don tan grande manifiesto a todos?
Cuando se recibe el Espíritu, debe haber y hay signos concretos, pero no necesariamente visibles o audibles. El hecho de que un recién convertido conozca a Dios como Padre es señal de que ha recibido el Espíritu (comp. Rom. 8:15). También lo es el hecho de que la Biblia se convierta en un libro nuevo para él (véase 1 Cor. 2:11-14). Habría muchas cosas semejantes que son mucho más importantes que hablar en lenguas.
Es cierto que las señales externas eran más prominentes en la era apostólica, porque Dios acreditaba entonces públicamente a la Iglesia que acababa de fundar. Ahora que esta etapa ha pasado, son las cosas importantes, menos sensacionales y más ocultas que permanecen; es como el cuerpo humano donde los órganos vitales más importantes no son visibles.
8.3 - Algunos dicen que si no se habla en lenguas es porque no se ha recibido el Espíritu de Dios. ¿Qué dice la Escritura sobre esto?
Lo que acabamos de decir responde a eso, así como el hecho de que, en los 6 casos de recepción del Espíritu registrados en Hechos, 3 no mencionan el hablar en lenguas en absoluto. Del mismo modo, en 1 Corintios 12, donde se hace mucha referencia al hablar en lenguas, la argumentación del apóstol gira en torno al hecho de que, aunque el Espíritu de Dios es uno, los dones o manifestaciones que emanan de él son muchos y variados: un miembro del Cuerpo recibe el don de profecía, otro miembro recibe otro don como el de hablar en lenguas.
Al final del capítulo (v. 29-30), se plantean una serie de preguntas, sin que se den respuestas, tan evidentes son. «¿Son todos apóstoles?» ¡No!, claro que no. «¿Son todos profetas? ¡No! «¿Hablan todos diversas lenguas?» Igual de claro, ¡no! ¿Son todos los cristianos miembros del cuerpo de Cristo por el bautismo del Espíritu? ¡Sí! ¿Todos los miembros hablan en lenguas? ¡No! Por lo tanto, la Escritura claramente refuta este pensamiento erróneo.
8.4 - ¿Recibe el creyente el Espíritu Santo para que pueda usar su influencia para Dios?
La Escritura no lo presenta de esa manera. El Espíritu de Dios es una persona. Él tiene gran influencia, pero es como una persona que mora en nosotros.
Que lo consideremos como morando en el creyente o en la Iglesia como la Casa de Dios, él actúa soberanamente. No se nos da como un poder a nuestra disposición, sino para que estemos a su disposición.
Esto queda claro en la historia del apóstol Pablo. Comenzó su carrera misionera porque «el Espíritu Santo dijo…» (Hec. 13:2). Más tarde, fue impedido «por el Espíritu Santo que predicase la Palabra en Asia» y, decidido a ir a Bitinia, «el Espíritu de Jesús no se lo permitió» (Hec. 16:6-7).
8.5 - ¿Qué es estar lleno del Espíritu?
Es estar tan bajo el control del Espíritu de Dios que él se convierte en la fuente de todos los pensamientos y acciones del creyente, y en la energía por la que se llevan a cabo.
En los Hechos vemos que en ciertas ocasiones uno u otro estaba lleno del Espíritu (Hec. 4:8, 31; 7:55; 13:9, 52). Él los poseía plenamente para hacer frente a situaciones urgentes con todo el poder de Dios.
En Efesios 5:18 encontramos la exhortación «sed llenos del Espíritu» dirigida a los santos de aquella ciudad. Es obvio, pues, que cada uno –no solo unos pocos– debería conocer y experimentar esto por sí mismo.
¿Por qué es tan poco conocida? No será porque en la mayoría de nosotros la carne está muy poco juzgada, y por tanto activa, que la energía del Espíritu se utiliza en gran medida para neutralizar su poder. Gálatas 5:17 dice que el Espíritu y la carne «estos se oponen entre sí», y que debemos andar por el Espíritu y no satisfacer «las obras de la carne». El primer paso para ser llenos del Espíritu es caminar por el Espíritu de tal manera que la carne sea juzgada y mantenida en la muerte de forma práctica.
8.6 - ¿Qué es lo que «entristece» al Espíritu de Dios y qué lo «apaga»?
Lo que lo entristece, es todo lo que deshonra a Cristo o está fuera de su control. La Escritura dice: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Efe. 4:30). Así que él está entristecido por la impiedad, pero no hasta el punto de irse, porque continúa diciendo: «con el cual fuisteis sellados para el día de la redención», es decir, el día de la redención de nuestros cuerpos en la venida del Señor.
Entristecerlo es perder los beneficios prácticos de su presencia, porque entonces él usa su energía para entristecernos hasta el arrepentimiento y llevarnos a la confesión del mal, a fin de restaurar nuestra comunión.
«No apaguéis el Espíritu» (1 Tes. 5:19) es una exhortación a no obstaculizar su obra, ya sea mediante profetas u otros dones, en las asambleas de los santos. Los versículos siguientes lo demuestran. El Espíritu mora en la Iglesia y reclama el derecho de gobernar sus reuniones; él no permite que nadie, bajo ninguna circunstancia, interfiera o apague su voz. Esta es una exhortación generalmente ignorada en la cristiandad, donde se han instituido organizaciones y liturgias para poner todo bajo el control de uno o más hombres. En tal estado de cosas, la acción libre y soberana del Espíritu sería sentida como una intrusión y rápidamente suprimida.
8.7 - ¿Cuál es, en una palabra, la gran misión del Espíritu de Dios?
Glorificar a Cristo (véase Juan 16:14). En el versículo 13 dice: «No hablará de sí mismo», es decir, por iniciativa propia. Ha tomado el lugar de siervo de los intereses de Cristo, por lo que sus acciones están en consonancia con ello. No ha venido para ser visto. Por eso, no encontramos en la Escritura ninguna oración o adoración claramente dirigida al Espíritu Santo. Más bien es él quien las inspira en los creyentes.
Esto es importante, porque algunas personas establecen una especie de “culto” al Espíritu Santo: hablan mucho de él, analizan y discuten lo que hace en el creyente. Esto se convierte en algo sistemático, hasta el punto de que quienes lo hacen se preocupan desesperadamente de sí mismos, de su propio estado y de lo que el Espíritu está obrando en ellos –sea real o imaginario–, y Cristo queda eclipsado.
Este es un mal grave. Tal preocupación por uno mismo es totalmente opuesta al verdadero ministerio del Espíritu. Él está en la Iglesia para glorificar a Cristo y conducir nuestras almas hacia Él.