13 - Resumen y conclusión


person Autor: Frank Binford HOLE 119

library_books Serie: Fundamentos de la fe


Hemos repasado brevemente algunos de los principales fundamentos de la fe cristiana. No los hemos tratado de forma exhaustiva. Podrían haberse añadido otras verdades fundamentales, y hay algunas muy profundas que no hemos tocado en las que hemos considerado. Sin embargo, hemos tenido ante nosotros la Palabra de Dios que tiene autoridad, y hemos considerado nuestros temas a la luz de sus afirmaciones. Concluyamos intentando resumir nuestras conclusiones de manera general bajo cuatro epígrafes específicos.

En primer lugar, diremos que:

13.1 - La fe es una

Hablamos a menudo de las verdades de la Escritura, pero debemos recordar siempre que cada elemento individual que llamamos verdad es solo una parte de un todo, que es La verdad. Una rueda puede tener muchos radios, el arco de un puente puede contener muchas piedras, y podemos concentrar nuestros pensamientos durante un tiempo en un radio o una piedra, pero siempre tenemos en cuenta que es solo una parte de un todo mayor. Así debe ser cuando nos concentramos en una de las verdades fundamentales de nuestra santísima fe. No son elementos inconexos que se puedan juntar de cualquier manera. Están íntimamente conectados y son uno.

En segundo lugar, como consecuencia de esto:

13.2 - Ninguna parte de la verdad puede ser negada o debilitada sin dañar el conjunto

Si se rompe un radio, la fuerza de la rueda se ve amenazada. Si se desplaza una piedra del arco, se destruye la estabilidad del conjunto. Si se niega una verdad fundamental de la Escritura, se pone en peligro la fe en Cristo, se rompe su coherencia y no se sabe hasta dónde puede extenderse el mal. Dimos una ilustración de esto al final del capítulo sobre el castigo eterno, porque es en este punto, más que en cualquier otro, donde el diablo trata de introducir el borde delgado de la cuña [1] de la incredulidad. Él sabe muy bien que es aquí sobre todo donde los hombres se ven tentados a ser tendenciosos en su pensamiento; si un punto se deja desatendido está destinado a tener consecuencias muy graves. Como hemos demostrado, sucede que quienes empiezan negando las penas eternas por razones humanitarias acaban negando la fe en su conjunto.

[1] El autor utiliza la imagen de la cuña del leñador, que, al introducir su fino filo en una hendidura del tronco, puede destrozarlo con un simple golpe de maza.

Instamos a nuestros lectores a aferrarse a este hecho, porque la fe es lo que Satanás, el dios y príncipe de este mundo, siempre está apuntando. La Escritura nos lo presenta, no tanto como un monstruo que pretende corromper la moral de la humanidad, sino transformándose en ángel de luz, para apuntar a la fe de los santos y a la corrupción de la fe del cristianismo.

Por ejemplo, en la parábola del sembrador, se menciona al diablo: «Viene el diablo y quita de sus corazones la palabra, para que no crean y se salven» (Lucas 8:12). El objetivo del diablo aquí es impedir la fe en la Palabra de Dios. Del mismo modo, cuando Pedro estaba en gran peligro a causa de las asechanzas de Satanás, el Señor le dijo: «Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca» (Lucas 22:31-32). El verdadero objeto del ataque era la fe de Pedro. En 1 Timoteo 4:1, el apóstol Pablo predice que en los últimos días algunos «prestando atención a espíritus engañosos y a enseñanzas de demonios», con el resultado de que «se apartarán de la fe». El objetivo de los espíritus malignos en todas las prácticas espiritistas es apartar a las almas de la fe. Por eso, al advertir a los santos de las actividades de Satanás, como león rugiente, Pedro les exhorta a resistirle, «firmes en la fe» (1 Pe. 5:8-9), pues si se mantiene la fe, desaparece su poder de maldad.

Así que guardémonos de cualquier cosa que pueda debilitar en nuestras mentes estas grandes verdades fundamentales o cualquier parte de ellas. Puede haber muchos puntos de detalle en el conjunto de la doctrina cristiana en los que los creyentes pueden estar en desacuerdo, y en estos puntos debemos ser pacientes unos con otros, mientras buscamos una comprensión más clara, en el espíritu de este dicho: «Si pensáis otra cosa, esto también os lo revelará Dios» (Fil. 3:15). Pero no debe haber ninguna vacilación cuando están en juego los fundamentos. La consigna es, pues, “no transigir”. La fidelidad a nuestro Señor y a su verdad exige una clara separación de aquellos que niegan estos fundamentos en todos los aspectos, y de todos sus asociados.

En tercer lugar, observamos que cuando consideramos los fundamentos de la fe como un todo de esta manera, encontramos que:

13.3 - Aunque son tan grandes que a veces escapan a nuestra razón, no hay nada en ellos que no frustre la razón

Estamos lejos de exaltar la razón humana como norma o prueba. Lo que decimos es que la razón del hombre, como cualquier otra parte de su ser, ha sufrido a causa de la caída. Su razón se ha convertido en una razón caída y, como resultado, es particularmente poco fiable cuando se trata de las cosas de Dios. Incluso cuando, como resultado de la conversión, las facultades de razonamiento del cristiano son restauradas, al menos en parte, a su uso normal, no son en absoluto infalibles; sin embargo, no hay absolutamente nada en la fe cristiana que no sea razonable, o que ponga a prueba la mente razonable de la manera en que lo hacen las falsas religiones o las corrupciones del cristianismo. Si consideramos los elementos de la verdad como fragmentos aislados, tal vez encontremos dificultades intelectuales, pero nunca cuando lleguemos a una concepción de la verdad en su totalidad, en la amplitud de su majestuoso círculo.

Por otra parte, cualquier concepto que podamos tener de la fe como un todo nunca es completo y absoluto. Al ser divina, está más allá del alcance de nuestras mentes finitas. Podemos captarla, pero nunca comprenderla. Trasciende nuestro pensamiento más elevado, simplemente porque es de Dios.

Es muy importante recordar esto, porque un espíritu de arrogancia mental es particularmente prevalente en la época actual. Los hombres han hecho descubrimientos tan maravillosos, han resuelto problemas tan complejos, han formulado filosofías tan complicadas e imaginativas, que se sienten muy competentes para erigirse en maestros de la fe cristiana, con la libertad de criticarla y modificarla a su antojo. Al final, lo único que hacen es proporcionar una excelente ilustración moderna de la verdad de las palabras inspiradas: «Si alguno entre vosotros piensa ser sabio en este siglo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es locura ante Dios. Porque está escrito: El prende a los sabios en su propia astucia»; y también: «El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos» (1 Cor. 3:18-20).

Como cristianos estamos misericordiosamente liberados de esta forma particular de necedad erudita, pero sin embargo podemos estar algo infectados por su espíritu y permitir a nuestras mentes demasiada libertad al tratar con las cosas de Dios. Es un hecho indiscutible que los errores y las herejías que a lo largo de los siglos han plagado y herido a la Iglesia no se han originado entre los humildes y sencillos, las ovejas y los corderos del rebaño de Dios, sino entre los dotados y los dirigentes, como señala el apóstol Pablo en su discurso de despedida a los ancianos de Éfeso (comp. Hec. 20:28-30). Así pues, si es justo que sigamos el ejemplo de los profetas de antaño e investiguemos y busquemos diligentemente lo que Dios ha revelado, debemos hacerlo con esa humildad de espíritu que procede de un sano sentimiento de nuestra propia pequeñez mental y de nuestra consiguiente necesidad de ser fortalecidos e iluminados por el Espíritu de Dios. Solo así nos mantendremos en el buen camino y podremos evitar las trampas que se encuentran en ambos extremos.

Es perjudicial no ver la fe en su unidad y totalidad. Al considerar los elementos de la verdad como fragmentos aislados, nos exponemos a ser fácilmente engañados por plausibles “apóstoles” del error. Entonces no tenemos poder para probar lo que se nos predica como verdad y ver si concuerda con las otras partes de la verdad –si lo que nos está presentado como un radio de la rueda realmente lo es o no. Si tenemos alguna idea de la rueda en su conjunto, podemos ver rápidamente si el radio que se nos propone tiene el tamaño, la longitud y la forma correctos, o si no lo es.

Es aún más perjudicial si, viendo la fe en su conjunto, suponemos que lo sabemos todo sobre ella. Un espíritu de confianza en sí mismo así engendrado nos expone rápidamente a las artimañas de un enemigo demasiado astuto para nosotros, y corremos el riesgo de caer en «el lazo del diablo» (véase 2 Tim 2:25-26). En tal caso, no solo nos hacemos un grave daño a nosotros mismos, sino que infligimos un daño a los demás con nuestras falsas y equivocadas nociones; y solo la gracia y el poder divinos pueden librarnos.

En cuarto y último lugar, destacamos lo que hemos aludido en el prólogo: la exhortación del inspirado escritor Judas. En su breve Epístola, comienza exhortando a todos los creyentes de su tiempo a «que luchéis por la fe que una vez fue enseñada a los santos» (Judas 3); termina exhortándoles a «edificándoos sobre vuestra santísima fe» (v. 20). En esta doble exhortación, la primera depende claramente de la segunda. Afirmamos, pues, que corresponde a todos los cristianos:

13.4 - Edificarse sobre la fe que en otro tiempo fue enseñada a los santos y defenderla ardientemente

Ni que decir tiene que no podemos edificarnos sobre aquello que ignoramos en gran parte. De ahí la gran importancia de hacer de las Escrituras, en las que está inscrita permanentemente la fe, nuestra meditación y alimento diarios. No solo debemos conocerlas, sino que debemos dejar que penetren en nuestra mente y en nuestro corazón, para que nuestra alma se edifique y se establezca sobre el sólido fundamento de la fe.

Luego debemos contender por la fe. Se ha dado, no solo a apóstoles, profetas, maestros, evangelistas u otros hombres dotados y eminentes, sino «a los santos».

La mayoría de los que lean nuestras sencillas líneas serán jóvenes cristianos, jóvenes en la fe al menos, y probablemente jóvenes también en edad. Pues bien, al cerrar este pequeño escrito, debe recordar que, como uno de los «santos» –es decir, aquellos que han sido separados para Dios, por el llamamiento divino, por la obra de Cristo y por la obra del Espíritu de Dios–, tiene una responsabilidad por la fe; le ha sido enseñada. ¡Qué inmenso privilegio! ¡Qué elevación de pensamiento, si se apodera de usted!

En un batallón puede haber 1.000 hombres, y solo uno lleva el estandarte. En la Iglesia de Dios hay miles y miles de hombres y, sin embargo, ¡el más débil de ellos tiene su mano en la bandera! Hasta cierto punto, entonces, la fe y su integridad están en sus manos. ¿Puede considerarse a usted mismo como alguien que no tiene un interés vital en las batallas del Señor, a la luz de esto?

No, al contrario. Le concierne, le interesa este gran asunto. Es a usted a quien se dirige la exhortación: Este bien que se le ha confiado: «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim. 1:14). Debéis luchar arduamente por esta preciosa fe.

Dios conservará su propia verdad. No tenemos miedo de eso. Pero ¡qué gran privilegio es ser usados para su preservación! Qué alegría para nosotros si, al final de la carrera terrenal, también podemos decir con Pablo: «He combatido la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim. 4:7).