Índice general
El Espíritu Santo
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1 - Prefacio
Estos documentos fueron escritos hace casi 30 años en una revista ahora desaparecida, y luego se reprodujeron en forma de panfleto. Su sencillez y brevedad los han hecho accesibles y útiles para muchos, y a menudo se ha expresado el deseo de una nueva edición.
Esperamos que esta reedición beneficie a la generación actual de lectores. Nadie dudará de la importancia del tema para todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo.
Oxford, agosto de 1923.
2 - Su personalidad divina
El hombre, con todas sus investigaciones, no puede descubrir a Dios; pero tenemos que contemplar y estudiar, en adoración, lo que Dios ha revelado de sí mismo en su Palabra. Sin embargo, debemos dedicarnos a tales estudios con reverencia y santo temor. Si la actitud del alma hacia Dios es correcta y el espíritu es sumiso como debe ser, nuestras almas se alimentarán y nuestra adoración se enriquecerá; pero si se permite que la mente se extravíe hasta cierto punto, o si vamos de alguna manera más allá de lo que está escrito, estamos en peligro, como muchos han experimentado en detrimento de ellos.
La Escritura es muy clara, diga lo que diga la incredulidad: hay 3 personas distintas en la Deidad, iguales en poder, majestad y gloria; cada una toma su parte en todo lo que se hace, ya sea en la creación o en la redención, pero siempre actúan en perfecta unidad y comunión.
Es interesante notar que la Trinidad fue revelada claramente por primera vez en el bautismo del Señor Jesús. Cuando ascendió del Jordán, después de haber cumplido toda justicia, el Padre abrió los cielos sobre él y expresó que había encontrado en él el deleite de su corazón, y el Espíritu descendió sobre él en forma corpórea, como una paloma (Mat. 3:16-17).
¡Qué puede ser más claro para una mente simple que eso! El Padre habla, el Hijo recibe su testimonio y el Espíritu Santo desciende para sellarlo y ungirlo. Tres personas, pero un solo Dios.
Nos proponemos estudiar un poco, si el Señor quiere, la persona y la obra del Espíritu Santo, especialmente de su obra en gracia durante este período privilegiado en que el Señor Jesús está escondido en el cielo a la diestra de Dios. La personalidad del Espíritu Santo ha sido cuestionada por muchos, algunos describiéndolo como una mera influencia, otros, por desgracia, yendo incluso más lejos en sus ideas. Muchos, también, que verdaderamente aman al Señor Jesús y desean tener pensamientos rectos, a menudo dudan mucho acerca de la persona y la obra del Espíritu de Dios.
En esta ocasión, me contentaré con señalar algunos pasajes de la Escritura que afirman claramente su personalidad y divinidad. Dejaremos que las Escrituras hablen por sí mismas a nuestras almas. ¿De quién, si no una persona, podría decirse? «Os lo enviaré… y cuando él venga…» (Juan 16:7-8). «Él testificará de mí» (Juan 15:26) o «Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:6). También se le representa luchando con el hombre (Gén. 6:3), revelando cosas a los santos (1 Cor. 2:10; Lucas 2:26), y fue él quien envió a Bernabé y Saulo desde Antioquía para evangelizar el mundo pagano (Hec. 13:2). ¿Se puede decir todo esto de una simple influencia? Es más, podemos resistirlo (Hec. 7:51), para enojarlo (Is. 63:10, entristecerlo (Efe. 4:30), mentirle (Hec. 5:3) y solemnemente, blasfemar contra él (Mat. 12:31).
Además, las Escrituras afirman que participó en el nacimiento, muerte y resurrección del Señor Jesús. El ángel le dijo a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también la santa Criatura que nacerá, será llamada Hijo de Dios» (Lucas 1:35). El Espíritu de Dios era, por lo tanto, el antitipo del aceite que era uno de los ingredientes de la oblación, como se dice, «amasada con aceite» (Lev. 2:4).
Con respecto a la cruz, leemos que Cristo «mediante el Espíritu eterno, se ofreció sin mancha a Dios» (Heb. 9:14). Luego, después de ser condenado a muerte en la carne, al tercer día fue «vivificado por el Espíritu» (1 Pe. 3:18) y «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). Este último pasaje, digo de paso, probablemente incluye la resurrección de otras personas además del Señor Jesús, como Lázaro, etc. Pero todas estas Escrituras nos hablan de una persona, incuestionablemente, y de una persona divina, como ahora mostraré. La Palabra de Dios muestra su participación en la creación, su omnisciencia, su omnipresencia, su soberanía y su igualdad con el Padre y el Hijo.
(1) Su participación en la creación. Participaba con el Padre y el Hijo en todo lo que se hacía; si no, ¿cuál es el poder del pasaje: «Su Espíritu adornó los cielos»? (Job 26:13)? En cuanto a las criaturas marinas, leemos: «Envías tu Espíritu, son creados» (Sal. 104:30). Y volviendo a los primeros registros, la primera mención de la actividad divina en la obra de los 6 días es: «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Gén. 1:2). ¡Qué podría ser más claro!
(2) Su omnisciencia. Leemos que «el Espíritu todo lo escudriña, incluso las cosas profundas de Dios» (1 Cor. 2:10). Nosotros no podemos hacerlo. El apóstol muestra que nunca hubiéramos podido conocer las profundidades de Dios si el Espíritu Santo no hubiera venido del cielo para ser nuestro maestro.
(3) Su omnipresencia. David dijo: «¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?» (Sal. 139:7). Sentía que dondequiera que iba, abajo o arriba, en la oscuridad o en la luz, el Espíritu de Dios conocía todos sus movimientos y discernía los pensamientos y las intenciones de su corazón. Y en el presente período de gracia, ¿no habita un solo Espíritu y obra en todos los santos de todo el mundo?
(4) Su soberanía. 1 Corintios 12 habla de sus manifestaciones en los santos para su beneficio mutuo y para la gloria del Señor, y allí leemos: «Repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (v. 11). Es una clara afirmación de su acción soberana, y aquellos que no la entienden y no actúan en consecuencia con fe pierden algo.
(5) Su igualdad con el Padre y el Hijo. Aunque el Espíritu Santo es una persona distinta, de ninguna manera es inferior al Padre y al Hijo. Todos son iguales y eternos. Al concluir su Segunda Epístola a los Corintios, el apóstol asocia el Espíritu Santo con Dios y el Señor Jesucristo en su saludo. Y el Señor, en el momento de ascender al cielo, da instrucciones a sus discípulos y les pide que hagan «discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mat. 28:19).
¿No son lazos divinamente formados? ¿Quién se atrevería a unir al Padre y al Hijo con alguien que no era divino? Por lo tanto, la fe puede estar segura de que el Espíritu Santo es una persona divina en esencia.
3 - Las Escrituras escritas bajo su dirección
Hemos visto que el Espíritu de Dios es una persona, y que es divino en el sentido más pleno de la palabra; ahora examinaremos su obra de gracia en relación con las Escrituras.
Es una gran misericordia en el mundo en que vivimos, entre la multitud de opiniones humanas que nos rodean, que nuestro Dios nos haya dado una revelación perfecta de su mente y de su voluntad en su preciosa Palabra. ¿A quién podríamos acudir en busca de certeza divina? ¿Dónde podemos encontrar una roca sólida para nuestros pies? ¿Y adónde más podríamos ir, si no a las Escrituras, para encontrar un lugar de descanso seguro y estable? Al poseer la Palabra de Dios, estamos perfectamente equipados; tenemos alimento para nuestras almas y luz para nuestro camino.
La Escritura es la obra del Espíritu Santo. Es él quien ha guiado a cada autor, ya sea en el Antiguo o en el Nuevo Testamento, llenando y tomando posesión de la vasija, filtrando todo lo que vendría del hombre, para que podamos tener la mente de Dios en su perfección y pureza, sin falsificación ni adición. Aferrémonos a ella. La falta de determinación es grave en este ámbito. Vivimos en una época en la que dejamos volar nuestros pensamientos sobre la inspiración de las Escrituras. Nunca Satanás ha estado más decidido a arrebatar las Escrituras a las almas que en este tiempo. Por una parte, la observancia de los ritos pone un intermediario entre la Palabra de Dios y el alma; por otro lado, el racionalismo pone en duda todo lo que esta revelado en ella. Ambos sistemas de pensamiento, aunque de diferentes maneras, nos ponen en riesgo de privarnos del tesoro inestimable que Dios nos ha dado.
1 Corintios 2:10-14, proporciona instrucciones valiosas sobre los temas relacionados con la Revelación y la Inspiración. El apóstol nos recuerda las palabras de Isaías: «Lo que ojo no vio, ni oído oyó, y no subió al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que lo aman». Añadiendo «Dios nos los ha revelado por su Espíritu» (vean Is. 64:4). Así, afirma que la revelación divina es la fuente de las verdades vitales que enseñó. También Efesios: «Por revelación, el misterio me fue dado a conocer, según ya lo he escrito brevemente. Y leyéndolo podréis conocer mi entendimiento en el misterio de Cristo, que en otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (3:3-5). El apóstol era el administrador de bendiciones que Dios no había dado a conocer anteriormente. Una verdad como la unión en un Cuerpo de los santos con la Cabeza glorificada estuvo escondida en Dios hasta que el Señor Jesús fue levantado y el Espíritu Santo descendió. Pablo fue el vaso que tuvo el honor de ser usado para esta comunicación: tuvo «visiones y revelaciones del Señor» (2 Cor. 12:1). A él le correspondía completar la Palabra de Dios, es decir, completar los temas que trata (Col. 1:25-26). Ahora bien, nadie puede revelar las cosas de Dios sino el Espíritu de Dios. El apóstol pregunta: «Pues, ¿quién de los hombres conoce las cosas de un hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, nadie conoció las de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor. 2:11). Así como nadie sabe lo que me concierne (o mis pensamientos) excepto mi propia mente, hasta que yo los hable o los revele, así nadie conoce las cosas de Dios sino el Espíritu de Dios.
Nada es más ofensivo que la idea de que Dios no puede revelar su pensamiento al hombre. Eso sería rebajarlo terriblemente. Si la criatura puede comunicar sus pensamientos a otra, ¿se puede suponer que el Creador no puede hacerlo?
Algunas personas presentan la razón en relación con la Palabra de Dios, pero ¿dónde está su razón para suponer tal cosa acerca de nuestro Dios? La verdad es que el Espíritu reveló la mente de Dios y la encontramos en las Escrituras. Los escritos apostólicos son, por tanto, la norma que permite diferenciar entre la verdad y el error. Como dice Juan: «Somos de Dios; el que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu del error» (1 Juan 4:6).
Pero, como se ha observado a menudo, la revelación se hace a una persona y no va más allá; para transmitir la verdad en su perfección a los demás, se requiere inspiración divina. El hombre es tal que incluso los destinatarios privilegiados de las revelaciones divinas no pueden estar seguros de comunicarlas a los demás sin perjudicarlos.
Es aquí, entonces, donde el Espíritu de Dios interviene de nuevo. Por eso Pablo nos dice: «…lo que nos ha sido dado gratuitamente por Dios. Y eso es también lo que hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las enseñadas por el Espíritu, comunicando cosas espirituales con palabras espirituales» (1 Cor. 2:12-13). Eso es inspiración.
Aquí también podemos ver hasta dónde se extiende la inspiración, sobre la que muchos tienen ideas vagas. Algunos han enseñado que las doctrinas de las Escrituras son inspiradas por Dios, pero que a los escritores se les permitió expresarlas en su propio idioma; otros, como Burnet*, que los razonamientos tan a menudo encontrados, especialmente en las Epístolas, se dejaban a la iniciativa del autor; y otros, como Paley**, creen que usaron sus propias ilustraciones, y que eligieron sus propias referencias del Antiguo Testamento para confirmar sus palabras.
* Gilbert Burnet (1643 - 1715) fue un filósofo e historiador escocés.
** William Paley (1743-1805) fue un clérigo anglicano.
Todos estos pensamientos no están a la altura de la verdad, y las Escrituras son así tergiversadas por aquellos que sinceramente desean obedecerlas. El hecho es que nada se dejó a la elección del autor: las palabras, no solo las verdades o doctrinas, fueron dictadas por el Espíritu Santo. Si fuera de otra manera, no tendríamos certeza divina. ¿Dónde debemos trazar la línea entre lo humano y lo divino? ¿Y sería posible que todo el mundo se pusiera de acuerdo sobre la línea que hay que trazar? Esto no significa que el elemento humano esté totalmente dejado de lado. Pablo tiene su estilo, y Pedro el suyo; porque el Espíritu ha usado a los hombres tal como los ha encontrado; sin embargo, cada palabra escrita procede por sí misma.
A excepción de los Padres del Concilio de Trento, nadie sería tan insensato como para pretender estar inspirado para traducir la Biblia a otro idioma. Tal obra, puede contener y contiene imperfecciones, porque Dios no obra milagros perpetuos; es por lo que el estudio de los idiomas es importante y valioso. Todo lo que se afirma es que la más mínima palabra de los escritos originales que fue dejada por Mateo, etc. estaba inspirada por el Espíritu de Dios.
He aquí algunas pruebas bíblicas. Con respecto al Antiguo Testamento, Pedro dice: «Porque jamás la profecía fue traída por voluntad del hombre, sino que hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21). También nos dice: «Buscando qué tiempo o qué circunstancias indicaba en ellos el Espíritu de Cristo, el cual daba testimonio de antemano de los padecimientos de Cristo y de las glorias que los seguirían» (1 Pe. 1:11). Pablo dice en Hechos 28:25: «Bien habló el Espíritu Santo por medio del profeta Isaías a vuestros padres …». Joel es citado en Hechos 2:17, de la siguiente manera: «Y sucederá en los últimos días, dice Dios…». En Hechos 3:18, se nos dice que «Dios ha cumplido lo que había anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo debía de padecer». En cuanto a los Salmos, encontramos: «Por boca de nuestro padre David… dijiste» (Hec. 4:25). Y el salmista dice de sí mismo: «El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua» (2 Sam. 23:2). Los libros de Moisés se declaran divinamente inspirados en pasajes tales como Mateo 15:4: «Porque Dios dijo», etc.
El Nuevo Testamento, al igual que el Antiguo, está atestiguado por la declaración general: «Toda la Escritura está inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16). La palabra «Escritura», lo admito, significa simplemente «escrito», pero es el término técnico para los libros sagrados, y se entiende como tal. Se nos entiende bien cuando decimos «la Biblia», que, después de todo, simplemente significa «el Libro». Por lo tanto, todo lo que se llama «Escritura» es inspirado por Dios. Así es como se respaldan los escritos de Pablo, incluyendo (y supongo que en particular) la Epístola a los Hebreos en 2 Pedro 3:16. Pablo mismo se refiere a sus Epístolas como «mi evangelio» en Romanos 16:25-26, que dice «Escrituras proféticas», no “escritos de los profetas”. Y en Timoteo 5:18, cita Lucas 10 y dice «la Escritura dice».
El libro de Apocalipsis es único entre los escritos del Nuevo Testamento, pero su carácter se aclara en el capítulo 1:2: Juan «ha testificado de la palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo, de todo lo que ha visto». Al omitir la «y» antes de «todas las cosas», aprendemos que las visiones concedidas a Juan eran la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Que nadie desprecie este libro por su carácter simbólico.
Esto es solo una pequeña parte de la evidencia. Que el alma diligente profundice en este tema, y cuanto más profundamente se profundice, más profunda será la confianza del alma en Dios, que nos ha dado por su bendito Espíritu su Palabra infalible en toda su plenitud y belleza.
En conclusión, todavía hay que hacer una reflexión sobre 1 Corintios 2. Hemos visto que este capítulo habla de la Revelación y de la Inspiración; también establece que la ayuda del Espíritu Santo es necesaria para recibir y entender las cosas que se han dado.
Es por lo que los enemigos tropiezan. El espíritu del hombre es insuficiente aquí. Su aprendizaje es deficiente, sus fuerzas son ineficaces, aparte del Espíritu Santo. «Pero el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede conocer, porque se disciernen espiritualmente» (1 Cor. 2:14) El alma debe nacer de Dios, y el Espíritu debe enseñarla; Así que todo es simple y claro. Él descendió de lo alto para guiar a los santos a toda la verdad, y nunca decepciona al alma humilde que lo espera.
4 - Su obra de vivificación
Tuvimos la oportunidad de aprender acerca de la persona del Espíritu Santo y también vimos su obra de gracia en lo que se refiere a la Palabra de Dios. Ahora veremos su obra en el alma, para producir nueva vida para Dios, donde una vez reinaron el pecado y la muerte.
Esto se explica de manera muy simple en Juan 3. Nicodemo vino al Señor de noche. Él había estado convencido externamente por los milagros que el Señor estaba realizando, al igual que muchos otros en Jerusalén en ese momento (Juan 2:23). Llegó «de noche», sintiendo instintivamente que el mundo y Jesús eran opuestos, y que ser visto en su compañía le traería persecución, o al menos reproche. Comenzó diciendo: «Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces, a menos que Dios esté con él» (3:2). El Señor le respondió inmediatamente con esta solemne declaración: «En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (3:3).
¡Qué humildad! ¡Qué conocimiento de los pensamientos del jefe de los judíos! Aquí aprendemos el hecho solemne de que el hombre, en su condición natural, no puede percibir ni entender las cosas de Dios. Los privilegios y beneficios no hacen ninguna diferencia. Nicodemo tenía muchos. No era un hombre profano o inmoral, ni siquiera un pagano. Era un judío de alto rango, que enseñaba entre sus semejantes, conocía las Escrituras literalmente y, sin duda, era un hombre moral y religioso. ¿Qué mejor ejemplo de hombre se puede imaginar?
Saulo de Tarso fue otro ejemplo. Lean su propia descripción en Filipenses 3. Tenía todas las ventajas, tanto naturales, propias de su tiempo como religiosas.
Algunos podrían haber entendido mejor si el Señor hubiera hablado del nuevo nacimiento en Juan 4 en lugar de Juan 3. En Juan 4, lo vemos cuidando a una mujer abiertamente pecadora en el pozo de Sicar. Y, sin embargo, es en Juan 3 donde el Señor dice: «Os es necesario nacer de arriba» (v. 7).
Todos deben aprender, tarde o temprano, que la naturaleza del hombre es completamente antagónica a Dios, completamente malvada y corrupta ante Él. No es solo que los hombres hayan hecho cosas malas, sino que la naturaleza misma del hombre es irremediablemente mala. Pocas personas lo aceptan. Escuchamos mucho sobre el mejoramiento del hombre en estos días, la elevación de las multitudes, etc., pero todo esto solo muestra que las personas no han aceptado el veredicto de Dios sobre ellos. Si se sometieran a ella, estarían agradecidos de ser los objetos de la gracia y el amor soberanos de Dios.
Pero no es menos cierto que la carne no alberga nada bueno. Su espíritu es enemistad contra Dios, y los que están en la carne no pueden agradar a Dios (Rom. 7:18; 8:7-8). Esta declaración es definitiva y no se puede cambiar. Un hombre debe nacer de nuevo, o nunca podrá ver el reino de Dios ni entrar en él.
Pero ¿cómo es esto posible? Nicodemo no pudo decirlo, ni muchos otros podrían decirlo hoy en día, pero el Señor Jesús lo explica. «En verdad, en verdad te digo, a menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu», etc. Eso se dice en pocas palabras. Es la obra directa del Espíritu de Dios, obrando a través de la Palabra de Dios en el alma. Tal vez no sea necesario especificar que «agua» aquí es la figura de la Palabra de Dios. Algunos han introducido la idea del bautismo en este capítulo y la idea de la Cena en Juan 6. Pero el bautismo cristiano no fue instituido hasta después de la resurrección del Señor, y la Cena hasta la noche de su traición. Por lo tanto, ninguno de los 2 se puede encontrar en los primeros capítulos del Evangelio según Juan.
El agua es un símbolo de la Palabra de Dios, que el líder de los judíos debería haber entendido de pasajes del Antiguo Testamento como Ezequiel 36:25 y Salmo 119:9. Los cristianos ven confirmada esta idea por Efesios 5:26 y Juan 15:3. El Espíritu de Dios lleva la Palabra al alma, la convence de pecado y le revela al Salvador que murió y resucitó. El alma se somete a ella con fe, y así se le comunica una nueva vida y una nueva naturaleza. Como leemos en 1 Pedro: «No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1:23). Esto no es una mejora de la antigua naturaleza, ni mucho menos. Sigue siendo tan mala como siempre, y el alma que ha sido liberada por la muerte y resurrección de Cristo mantiene esta naturaleza en la muerte. Es una vida que antes no existía en la persona y que se le transmite, permitiéndole ahora aborrecer el pecado como lo hace Dios, creer en el Evangelio, amar al Salvador, orar y adorar, y tener en el corazón caminar en santidad y verdad. Participa de la naturaleza de Aquel que es su fuente: «Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es».
Esto no es exclusivo del cristianismo. Desde que el pecado entró en el mundo, los hombres han sido influenciados a la gracia por el Espíritu Santo. Lo que es peculiar de este período es la morada del Espíritu en el creyente, de la cual hablaremos en otro capítulo; pero su operación de vivificación en el alma es verdadera en todo momento, cualesquiera que sean las diferencias entre las dispensaciones.
Sin embargo, el Señor dice más en Juan 3 de lo que se podría haber sabido en los tiempos del Antiguo Testamento; habla de la vida eterna. Él vino del cielo para dar a conocer a Dios y mostrar lo que es apropiado para su presencia, y él es la manifestación de la vida eterna. La vida eterna estaba en él mismo, él era esa vida, una vida celestial en su fuente y carácter, de la cual el cielo es la esfera apropiada, pero que todos los que creen en el Hijo disfrutan incluso ahora. El Hijo fue resucitado para dar vida a todos los que confían en su nombre. Esto no quiere decir que los santos de la antigüedad no fueran creyentes y en beneficio, por anticipación, de la obra del Señor Jesús en la cruz. Pero esta vida no fue conocida en su plenitud y carácter celestial hasta que el Hijo único salió del Padre al mundo.
5 - Un pozo de agua
En Juan 4, el Espíritu de Dios se presenta en sentido figurado. El Señor Jesús habla de él como una fuente de agua en el creyente, que brota para vida eterna.
Es digno de notar que él dio esta instrucción, no en Jerusalén a un fariseo, sino a una mujer en Samaria, cerca del pozo de Sicar. Al fariseo le dijo la palabra solemne: «Te es necesario nacer de arriba», y luego le explicó el significado del nuevo nacimiento y la persona divina que lo comunica.
Aquí, las circunstancias son muy diferentes. El Señor está entonces fuera del círculo del judaísmo y entre los despreciados samaritanos. ¿Para qué? Por la enemistad de los corazones de los judíos. Sabía que eran conscientes de que sus discípulos hacían y bautizaban a muchos en su nombre; y sabiendo que esto le atraería la hostilidad, se retiró de en medio de ellos. Se dirigió a Galilea y tuvo que pasar por Samaria. Allí conoció a la mujer y bendijo su alma, lo que resultó en la bendición para muchos otros. Si algunos la rechazan, su incredulidad no seca el río de la gracia, sino que cambia su curso para que otros se beneficien de ella.
Es una especie de imagen de la posición del Señor en este momento. Está lejos de Israel porque lo han rechazado y está dando gracia al extranjero. Este es nuestro caso. Es una escena encantadora: un hombre cansado junto a un pozo, pero Dios manifestado en carne, pidiéndole de beber a una mujer en Samaria. ¿Para qué? ¿Simplemente para satisfacer la propia necesidad? Oh, no: él conocía su necesidad y quería satisfacerla en la grandeza de su gracia. Había experimentado el mundo, pero no había encontrado descanso para su corazón. Había bebido más que la mayoría de la gente, pero había experimentado que todo era vanidad y decepción para el alma. Había encontrado la muerte en la olla a cada momento.
El Señor viene a su encuentro; comienza suave y amablemente: «Dame de beber» (v. 7), palabras tan maravillosas como «Hágase la luz». ¡El Hijo eterno pidiendo de beber a una marginada como ella! Ella se sorprende. Era judío; ella, samaritana. Las 2 razas no tenían relaciones. Los judíos odiaban a los samaritanos, a quienes consideraban imitadores de su culto y extraños en su tierra. Él respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva» (Juan 4:10). ¡«El don de Dios»! ¡Qué buenas noticias para el pecador! No la Ley de Dios, que exige y maldice a todos aquellos que no cumplen con sus requisitos, sino Dios revelado como un dador. «Más dichoso es dar que recibir» (Hec. 20:35). Este es uno de los primeros y más grandes principios del cristianismo. ¿Conocen ustedes a Dios así, queridos lectores? ¿O lo consideran una persona severa, que cosecha donde no ha sembrado y que siega donde no ha extendido? (Mat. 25:24). Si es así, ustedes son unos extraños para nuestro Dios. Él ama dar, ha dado a su Hijo, da vida eterna a todos los que creen, y también les da gratuitamente todas las cosas con él (Juan 3:16; Rom. 6:23; 8:32).
Y ustedes, ¿conocen al Hijo? El Señor dice: «¿Y quién es el que os lo dice?». Ella no lo sabía. Ella lo consideraba un simple judío, hasta que él se reveló como el que escudriñó su corazón. Estos son 2 principios esenciales del cristianismo: el conocimiento de Dios como Dador y de su único Hijo.
El Señor habla del don del agua viva. La mujer no entiende. Su mente estaba tan llena de cosas de la tierra que no podía superarlas. Habla del pozo, de su profundidad y del hecho de que el Señor no tiene cántaro. ¡Cuán cierto es que el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios! (1 Cor. 2:14). Se refería al don del Espíritu Santo, el cual pronto sería disfrutado por todos los que creen en su nombre. Esto es algo muy diferente de la vivificación. El Espíritu obra primero en el hombre, implantando nueva vida, como lo muestra Juan 3; luego, después de la fe en el Evangelio, habita en el creyente, y eso para siempre. Esto es específico del cristianismo. El Espíritu no fue enviado antes de la glorificación de Jesús, a pesar de que él estaba activo (pero no en permanencia) en los hombres desde el principio. Es un período privilegiado. ¡Si todos nuestros corazones pudieran comprenderlo! Una vez cumplida la redención, el Hijo está en el cielo, un hombre glorificado a la diestra de Dios, y el Espíritu está en la tierra, el don inestimable de Dios para todos los que verdaderamente creen en el nombre del Señor Jesús.
Vayamos más allá. «El que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (v. 14). Un cristiano sediento es una anomalía. El Espíritu es para nosotros el sello de una plenitud de bendiciones. Viniendo de la gloria en la que Cristo ha entrado, él es el garante de que nuestros pecados sean borrados, de que nuestra justicia se cumpla, de que seamos aceptados, de que seamos hijos del Padre y de que tengamos libre acceso a la presencia de Dios en los lugares celestiales. Todo lo que simplemente se prometió en el pasado, como la justicia, la salvación, etc., ahora es nuestra. La obra está hecha, el Espíritu Santo ha venido, todo está hecho por las almas de los que creen. ¿Cómo, entonces, podemos tener sed? Hay mucha evocación de la sed en los Salmos y en los Profetas, pero no es ahí donde me dirijo a vivir la experiencia cristiana. Es el lenguaje de las almas bajo la Ley, antes de la redención y antes del cumplimiento de las promesas de gracia de Dios. Aquellos que están marcados con el sello del Espíritu de Dios no tienen nada más que desear, excepto disfrutar simple y plenamente de lo que se les ha dado.
Pero aún más, el Señor habla de una fuente de agua que brota para vida eterna. Es el Espíritu quien actúa como una fuerza viva en el cristiano. Así como el agua siempre se eleva a su propio nivel, así el hombre nuevo, guiado por el Espíritu, siempre se eleva a Dios. ¿De qué ejercicio santo seríamos capaces sin el Espíritu Santo? Él es el poder de la adoración. Él guía el alma más allá de sistemas tales como Jerusalén o Gerizim, al Padre (donde él está), en adoración en espíritu y en verdad. El Padre busca adoradores. ¡Maravilloso pensamiento! En el pasado, nos buscó como pecadores. Habiéndonos encontrado como tales, ahora nos busca de una manera nueva. ¿Les respondemos?
El Espíritu es el poder de la oración. «No sabemos orar como se debe» (Rom. 8:26); por eso leemos «orando en el Espíritu Santo» (Judas 20). Él se identifica con nosotros en todas nuestras circunstancias, moldea nuestros pensamientos y nos mueve a la oración y a la intercesión.
¿Cómo podríamos dar fruto sin ella? (Gál. 5:22-23). ¿O cómo podríamos servir eficazmente sin su poder? (Rom. 15:19). Él obra de todas maneras en nosotros en la tierra para formarnos a la semejanza de Cristo, a fin de que podamos ser para su honor en la tierra.
6 - Ríos de agua viva
En Juan 7, el Espíritu de Dios nos está presentado de nuevo bajo la forma de agua viva, pero las circunstancias y las instrucciones para nuestras almas son diferentes.
Había llegado la Fiesta de los Tabernáculos, y todos subían a Jerusalén para celebrarla. Observamos en el Evangelio según Juan que las fiestas siempre se llaman «las fiestas de los judíos» (Juan 2:13; 6:4; 7:2; 11:55), mientras que Levítico 23 las declara «las fiestas solemnes para Jehová». Esta nueva forma de designarlas no carece de importancia; se habían convertido en meras formas; ya no eran ocasiones en que los corazones rectos se reunían en torno al centro divino, impulsados por el sentimiento de su bondad. Este sentimiento se había desvanecido por completo y las fiestas habían degenerado en meras observancias rituales. No quedaba nada en ellos para Dios.
Los hermanos del Señor lo instaron a subir a la fiesta para aprovechar la oportunidad de darse a conocer al mundo (Juan 7:1-5). Ellos no creían en él. No veían en él al enviado del Padre, que había venido para el cumplimiento de la voluntad y la gloria del Padre. Sus consejos eran puramente carnales; ¿Qué más podíamos esperar de ellos? El Señor no subió al mismo tiempo que los demás, sino que subió en medio de la fiesta, por así decirlo, en privado. Ha subido, no para unirse a los inútiles regocijos del momento, sino para dar testimonio a la multitud religiosa de quien era él.
La Fiesta de los Tabernáculos era un memorial del viaje de Israel a través del desierto y simbolizaba la venida del reino del Mesías, cuando todo Israel sería restaurado a la tierra de sus padres, lleno de la bondad de Jehová. Por lo tanto, es solemne que el Señor Jesús se mantenga al margen de estas celebraciones.
Dios odia las formas. No soporta a los hombres que lo honran con sus labios, cuando sus corazones están lejos de él. Así fue en Jerusalén. La fiesta estaba en marcha, el ritual estaba en pleno apogeo, todos se regocijaban, pero el Hijo de Dios se mantenía completamente apartado.
«Y el último día, el gran día de la fiesta, Jesús se puso allí y clamó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Juan 7:37). Es posible que hubiera algunas almas sedientas entre la multitud. Los corazones en los que el Espíritu Santo ha creado un deseo divino no pueden estar satisfechos por meras formas religiosas. Estos satisfacen la carne. Con demasiada frecuencia sirven como un velo para ocultar al alma su verdadera condición a los ojos de un Dios santo. La carne ama la religión, y cuanta más pompa tiene, más es amada. Pero los corazones sinceros quieren algo más; ya sea que lo sepan o no, solo Cristo puede satisfacerlos. Aquí vemos a Jesús rechazado, fuera de toda apariencia y de toda religiosidad del momento, invitando a todas las almas sedientas a acercarse a él y beber. Lo que no podían encontrar en la religión formal, lo encontrarían en él. ¿No es lo mismo hoy? ¿Pueden todas las formas y manifestaciones carnales de la cristiandad saciar la sed de un alma que busca a Dios? No, mantienen el alma a distancia; echan una nube sobre ella y la sumen en la angustia y la duda. Pero Jesús puede satisfacer todas las necesidades. Siempre está afuera. Aquellos que verdaderamente lo buscan deben salir del campamento hacia él, como dice Hebreos 13:13. Después de encontrarlo, el corazón está divinamente satisfecho. Nunca más vuelve a tener sed. ¿Cómo se puede tener sed cuando se conoce la liberación y la aceptación, cuando se está seguro del amor del Padre, cuando se disfruta de la libertad de acceder a Dios a través del velo rasgado, cuando se está lleno del Espíritu Santo y cuando se está arrebatado con Cristo?
El Señor añade de nuevo. «El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva. Pero esto lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él recibirían; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (v. 38-39). Aquí tenemos más que una satisfacción para nuestras almas, el don del Espíritu Santo como un poder desbordante. Noten que tal cosa no podía suceder hasta que Jesús fuera glorificado. Había recibido personalmente el Espíritu en el Jordán, como expresión del gozo infinito que el Padre había encontrado en él; pero tuvo que ir a la muerte y llevar a cabo la redención antes de que pudiera recibir el Espíritu de una manera nueva para aquellos que creen en su nombre (Lucas 3:22; Hec. 2:33).
Al tener el Espíritu de Dios de esta manera, tenemos la responsabilidad de ser canales de bendición al pasar por esta escena estéril. Pero tengo que estar lleno yo mismo, o incluso más que lleno, antes de poder dar a otros. No puedo dar si no tengo suficiente. ¡Qué prueba para todos nuestros corazones! ¿Hemos tenido suficiente? ¿Hemos encontrado en Cristo resucitado y glorificado algo que satisface todos los deseos de nuestras almas? Era suficiente para Pablo, todo lo demás era desechos y basura (Fil. 3:1-8). «Gratuitamente recibisteis, dad gratuitamente» (Mat. 10:8). Estamos rodeados de almas necesitadas. El mundo no puede satisfacer estas necesidades, ni tampoco la religión; los que tienen la verdad pueden hacer esto, presentando a Cristo en toda la gloria de su persona y la eficacia de su obra. Pero tiene que venir de adentro, de lo contrario resultará en pocas bendiciones. Lo que sale de la cabeza, aunque agrade al oído y guste al intelecto, deja a la pobre alma hambrienta donde antes estaba, insatisfecha, sin alimentar. Que el Espíritu de Dios obre incesantemente en todos nosotros, trayendo a Cristo a nuestras almas, para que podamos rebosar en un servicio feliz y santo, para la gloria del Señor y la bendición del hombre.
7 - El Abogado y el Maestro
En Juan 14, nos encontramos en una atmósfera marcadamente diferente. El Señor ya no usa imágenes, sino que habla directamente del Espíritu de Dios como una persona divina, a la que enviará del Padre después de su propia ascensión al cielo. Las comunicaciones en Juan 13 - 16 son siempre preciosas para el corazón del creyente. El Señor estaba a punto de dejar a los suyos. Había llegado la hora de que él pasara de este mundo al Padre. Antes de esto (y de su paso por la muerte), reunió a sus discípulos a su alrededor en Jerusalén y les explicó su nueva situación, al menos en la medida en que era posible hacerlo en ese momento. Promete volver y llevarlos a la Casa del Padre. Él promete manifestarse a ellos de una manera espiritual, siempre y cuando guarden su Palabra, y (lo que es de particular interés para nosotros ahora) él les habla de otro Consolador, que pedirá al Padre que envíe.
Juan 14:16-17. El Espíritu no podía venir hasta que Jesús se hubiera ido. No fue dado a todos los creyentes del Antiguo Testamento, como lo es hoy a todos los que pertenecen a Cristo. La redención debe ser cumplida, y Cristo debe ser glorificado como un hombre a la diestra de Dios, antes de que tal don pueda ser dado a los santos. El trabajo está hecho, Jesús se ha ido y el Consolador está presente. La palabra que aquí se traduce «Consolador» (Paráclito) es la misma que la palabra que traduce «Abogado» en 1 Juan 2:1. Significa alguien que toma la causa de otro y se compromete a ayudarnos en todas nuestras dificultades. ¡Qué provisión para nuestras almas en un mundo así! El Espíritu vino a morar para siempre, a diferencia del Señor Jesús, quien permaneció solo un corto tiempo con sus discípulos y luego regresó a la gloria. El mundo no puede compartir esto. Algunos han enseñado lo contrario, pero las Escrituras son muy claras para una mente sencilla. El Espíritu no se encarnó, como el Hijo, por lo que el mundo no puede verlo ni conocerlo. «Pero vosotros lo conocéis», dice el Señor, «porque mora con vosotros y estará en vosotros» (Juan 14:17). Este es el verdadero conocimiento y experiencia cristiana. Pero ¡cuántos no lo logran! ¡Cuánta incredulidad real hay con respecto a la presencia personal del Espíritu Santo! Muchos hoy oran para que sea derramado o para un nuevo bautismo, mientras que otros temen que los abandone debido a sus defectos y fracasos. Pero él está con nosotros para siempre, su presencia se basa en el sacrificio de Cristo.
Juan 14:26. El Señor también prometió a los discípulos que les enseñaría y que les recordaría todo lo que les había dicho. Muchas de las cosas que el Señor les había dicho eran incomprensibles en ese momento, pero cuando vino el Espíritu, ¡qué torrente de luz se arrojó sobre todas las palabras llenas de gracia del Señor Jesús!
Juan 15:26-27. Viniendo de la gloria, daría testimonio de Cristo. Él daría testimonio de la gloria en la que entró por nosotros, para formar nuestras almas. ¿Qué podríamos saber acerca de esto sino a través de él? ¿Qué podría haber sabido Rebeca acerca de Isaac y de la casa de su padre, si Eliezer, que venía de allí, no se lo hubiera dicho? Al Espíritu le encanta presentarnos el lugar bendito que ahora es de Cristo, y asegurar a nuestros corazones que todo es nuestro porque estamos en él ante Dios. También se serviría de los discípulos. Conocían todos los hechos de la vida del Señor y debían testificar de todas las cosas que habían visto y oído. Sabemos cómo esto enfureció a los líderes judíos en los Hechos de los Apóstoles.
Juan 16:7-15. El Señor ahora va más allá. «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya». Llenos de pensamientos judíos, no podían explicarse esta decisión. Su partida les pareció una pérdida incalculable. Esperaban un reino de gloria en la tierra, la restauración de las tribus dispersas de Israel y todo lo que los profetas del Antiguo Testamento habían hablado a sus padres. Todavía no sabían que su muerte y resurrección inaugurarían un nuevo orden de bendición, de carácter celestial, del cual el Espíritu que entraría en ellos es el sello divino. Dios ha introducido algo mucho mejor que el reino, aunque no defrauda la fe en este asunto en su tiempo. Las almas que creen en el Hijo mientras él está oculto en el cielo tienen el privilegio de experimentar la bendición de la redención completa, la filiación con el Padre y la unión con el Señor exaltado como miembros de un solo Cuerpo. Todo esto no podía ser conocido hasta que Jesús se fuera y el Espíritu de Dios descendiera. Su presencia aquí es solemne para el mundo. Lo convence de pecado, de justicia y de juicio. El pecado más grande del mundo es rechazar a Cristo, y el Espíritu insiste en esto. La justicia solo es visible en Cristo a la diestra de Dios, no hay ninguna en la tierra. El juicio ha sido pronunciado, porque el príncipe del mundo ya está juzgado, y el mundo y su príncipe elegido deben compartir ese juicio. Todavía no se ha ejecutado, pero caerá cuando se complete el presente propósito de la gracia de Dios.
En lo que concierne a los santos, el Espíritu es el guía en toda verdad. Él es el Espíritu de verdad. El Señor tenía muchas cosas que decir, pero los discípulos no podían soportarlas en ese momento. No pudieron entrar en el círculo de las verdades que llamamos cristianismo, hasta que vino el Espíritu. Pero hoy, tenemos todo a nuestra disposición. Tenemos la Palabra completa de Dios, habiendo sido utilizado Pablo para completar los temas, y tenemos el Espíritu Santo para aplicarla a nuestros corazones. ¿Por qué en tantos casos las almas del pueblo del Señor son tan débiles? ¿Por qué tantos de ellos no entienden el pensamiento de Dios tal como se expone en las Escrituras? Porque generalmente confiamos en el hombre, en detrimento del Espíritu de Dios. Él puede utilizar medios para guiar nuestras almas; Este es su método habitual. Se han dado dones, maestros entre otros, para que crezcamos hacia Cristo en todas las cosas; pero estos dones deben ser considerados siempre como vasos del Espíritu. El Espíritu es el verdadero guía; es de él de quien siempre debemos depender.
8 - «Recibid el Espíritu Santo»
El Señor había resucitado. Su poderosa obra había terminado. Había resucitado para no volver a morir. Había dado su vida por la gloria de Dios y por nuestra redención, y la había retomado resucitando. Dios le había mostrado el camino de la vida, y pronto entraría en su presencia, donde hay plenitud de gozo, a su diestra, donde hay placeres para siempre.
Pero primero, el Señor se muestra a los suyos. María Magdalena tiene la dicha de oír de nuevo su voz bendita, que seca todas sus lágrimas y transforma su llanto en gozo divino (Juan 16:20-22).
Era el primer día de la semana. Había pasado el sábado (día grande para los judíos) en el sepulcro. Ahora él sale para marcar el comienzo de nuevas condiciones sobre la base de su precioso y perfecto sacrificio. El antiguo orden había terminado judicialmente; Dios ya no era su dueño. El judaísmo era una casa vacía. El Señor encuentra a los suyos reunidos (Juan 20:19-23). Temían a los judíos y, por lo tanto, se reunían, por así decirlo, en secreto. ¡Qué contraste con su audacia en presencia del enemigo después del descenso del Espíritu Santo! Pero el Espíritu aún no había llegado, y por eso solo observamos la debilidad y la timidez de la pobre naturaleza humana. Las puertas estaban cerradas. El Señor vino, «se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros». ¡Preciosas palabras de los labios de Jesús resucitado! ¡Gloriosa prueba de que todo el trabajo ha sido hecho! Vino y predicó la paz. Bebió la copa de la ira por ellos (y por nosotros), aunque no lo entendieron en ese momento. Se puso en la brecha y soportó en su santísima persona todo lo que exigía un Dios justo contra el pecado. Una vez hecho esto, habiendo sido resuelta cada cuestión con justicia, está en condiciones de hablar de «paz» a los suyos.
Y no solo eso, sino que les mostró sus manos y su costado. Los recuerdos del Calvario no se borraron y nunca se borrarán. Los discípulos que le adoraban pudieron ver con sus propios ojos algo de lo que el bendito Hombre había pasado en su más profundo amor por sus almas. Su encarnación no fue suficiente para traer la paz. Tuvo que soportar la muerte, su sangre tuvo que fluir. Él hizo la paz por la sangre de su cruz (Col. 1:20).
Jesús les dijo: «Paz a vosotros. Así como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (v. 21). No se trataba de una repetición innecesaria; ahora les daba una misión. Su Padre lo había enviado al mundo para su gloria y para dar testimonio de la verdad. Su obra estaba cumplida y se disponía a volver a ocupar su puesto a la derecha del Padre. Pero nunca se deja sin testigo; por eso los discípulos deben seguirlo. Fíjense en su lugar y en el nuestro. Fuera del mundo, personas celestiales porque están asociadas a Cristo, enviadas al mundo para dar testimonio en su nombre. Este es nuestro lugar y nuestra actividad en la tierra: ¡Quiera Dios que todos nuestros corazones lo comprendieran mejor! En relación con esta misión, el Señor dice: «Paz a vosotros». En medio de todos los problemas y pruebas de este mundo hostil, tenemos el privilegio de disfrutar no solo de la paz con Dios en lo que respecta a nuestros pecados, sino también de la paz de Cristo que llena nuestros corazones (Juan 14:27; Col. 3:15).
«Habiendo dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). ¿Qué es? Obviamente, no se trata todavía del don del Espíritu como persona divina que habita con ellos, porque él dice a los mismos discípulos unos días después: «Vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo, dentro de pocos días». Y «recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo»; y les dice que no salgan de Jerusalén, sino que «esperasen allí la promesa del Padre» (Hec. 1:4-6). El Espíritu vino del cielo para cumplir esto en el día de Pentecostés, no antes. Para entender estas palabras del Señor en Juan 20, es necesario referirse a Génesis 2:7. Allí el Señor Dios primero forma el cuerpo del hombre del polvo de la tierra, y luego sopla en su nariz aliento de vida. Aquí, entonces, tenemos al Señor soplando su propia vida como resucitado por el Espíritu Santo en sus discípulos. Eran previamente hombres convertidos, sin lugar a duda; ahora participan de la gran bendición propia del cristianismo, la victoria de la vida del Hijo de Dios resucitado. Hay que entender que todos los creyentes, desde el principio de los tiempos, han sido puestos, por anticipación, en beneficio de la obra de Cristo que les fue atribuida por el Espíritu Santo, pero no se puede decir que los santos antes de la cruz hayan participado en la vida de Cristo resucitado. Es «vida… en abundancia», como dice el Señor en Juan 10:10. La posesión de esta vida nos sitúa en él más allá de la muerte y del juicio. Es una vida que Satanás no puede tocar y que nosotros no podemos perder. Es celestial en su carácter y eterna en su naturaleza. El cielo es su esfera propia y apropiada.
En Romanos 8, se ilustra la diferencia entre el Espíritu como principio de vida y su morada en nosotros como persona. En los versículos 1-11, está presentada como caracterizando nuestra vida y relación con Dios, insinuándose en todos nuestros pensamientos y sentimientos; en los versículos 12-27 está presentada como una persona distinta que habita en nosotros, testificando con nuestro espíritu que somos hijos de Dios, intercediendo por nosotros con suspiros inefables y guiándonos en oración según Dios.
Las palabras del Señor en Juan 20:23 deben ser sopesadas cuidadosamente. «A los que perdonéis pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos». Algunos piensan que se trata de una absolución sacerdotal. ¿Necesito decir que tal cosa no existe en el cristianismo? Una clase sacerdotal es la negación de la obra de Cristo. Todos los creyentes son también sacerdotes de Dios (1 Pe. 2:5; Apoc. 1:6). Estas palabras del Señor se refieren a la recepción y disciplina en la Asamblea, y deben compararse con Mateo 16:18-19; 18: 18, 20.
Cuando los santos reunidos reciben a una persona, ya sea del mundo o en restauración después de la exclusión, «perdonan» sus pecados; y cuando una persona es rechazada, como el malvado corintio, «retienen» sus pecados. Pero esta es una administración para la tierra, que debe distinguirse del perdón eterno del alma.
9 - El día de Pentecostés
Fue un día maravilloso en la historia de los caminos de Dios. La redención estaba cumplida. Cristo fue glorificado como hombre a su diestra. Había llegado el momento de que Dios llevara a cabo sus consejos formados antes de la fundación del mundo. Como resultado, el Espíritu de Dios descendió de acuerdo con la promesa del Señor Jesús. Los discípulos están presentados como un grupo que espera. Se les había pedido que permanecieran en Jerusalén hasta que fueran investidos con poder de lo alto. Había llegado el día de Pentecostés, y estaban reunidos de común acuerdo en un mismo lugar. Era el primer día de la semana, el día en que los que creen en Jesús se reúnen, el día de su gloriosa resurrección de entre los muertos.
Cuando los discípulos estaban reunidos, «De repente vino del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Aparecieron lenguas divididas como de fuego, y se repartieron posándose sobre cada uno de ellos» (Hec. 2:2-3). Así es como el Espíritu Santo descendió. Nunca había venido del cielo para morar en y con los santos. Por supuesto, había actuado en ellos, produciendo primero un sentido de pecado, y luego fe en el Dios vivo; pero nunca había sido dado por Dios como Su sello en ninguno de ellos. Había venido a ciertas personas (como profetas, etc.) en ciertos momentos con propósitos especiales, pero ahora había llegado el momento de algo que iba más allá. Actualmente, habita en cada creyente, haciendo de su cuerpo su templo. Una vez derramada y rociada la sangre, siguió el aceite, para usar el lenguaje típico (Lev. 8).
Pero, se preguntará, ¿por qué vino sobre los discípulos en forma de lenguas de fuego, cuando descendió sobre el Señor Jesús como una paloma? La respuesta está en el carácter de los destinatarios y en el testimonio que fueron llamados a dar. El Señor estaba en la tierra como una expresión de la gracia y el amor de Dios. Él no había venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo pudiera ser salvado por él. Era la mansedumbre y la humildad personificadas: ¿qué emblema podría ser más apropiado que una paloma? En cuanto a los discípulos, su testimonio es solemne y bendito. La Palabra de Dios, a través de ellos, aunque traía paz y bendición a todos los que la recibían, juzgaba todo lo que tenía delante, y no daba paz al que era del primer hombre. Su testimonio debía extenderse a judíos y paganos, de ahí las «lenguas divididas».
El primer efecto de la presencia del Espíritu fue que «comenzaron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (Hec. 2:4). De este modo, Dios venció la confusión introducida en Babel (Gén. 11), aunque aún no había llegado el momento de eliminarla por completo. Él destina el Evangelio a toda criatura. La Ley había sido dada en una sola lengua y a un solo pueblo; pero el Evangelio de la gracia de Dios, el precioso testimonio de Dios a su Hijo no podía estar tan limitado. Los gentiles y los judíos tenían las mismas necesidades, y todos debían recibir la oferta del Salvador. Sin embargo, los primeros cristianos tardaron en aprender esto. Estaban listos para predicar a Cristo a los hijos de Israel, pero se necesitó una intervención especial para que Dios hiciera que Pedro abriera la puerta a los gentiles, aunque el orden era claro (Hec. 10; Lucas 24:47; Hec. 1:8). Los corazones, incluso los de los apóstoles, son tan lentos para comprender el alcance de los pensamientos de Dios sobre la gracia.
No hace falta decir que el don de lenguas fue milagroso. Pedro y los demás no las habían aprendido, pero de repente fueron capaces de hablarlas. ¿Quién sino Dios podría haber hecho eso? La multitud quedó atónita. En esta fiesta de Pentecostés, Jerusalén estaba llena de judíos de todas partes del Imperio romano, y oyeron a estos hombres, que evidentemente eran todos galileos, relatar en su propio idioma las maravillosas obras de Dios. Algunos fueron honestos y preguntaron acerca de esta maravilla. No faltaron burlones, como siempre, que lo atribuyeron al vino. La «hora tercera del día» debería haberles ahorrado tal insinuación, como Pedro se apresuró a señalar.
No era una excitación carnal, sino un poder divino. Una persona divina había descendido de la gloria en la que Cristo había entrado tan recientemente, y estaba aquí para dar testimonio de Él y de su obra terminada. Eso fue lo que sucedió ese día. Pedro era el vaso elegido. Recientemente había negado a su Señor con juramentos y maldiciones, pero la gracia lo había restaurado por completo y era audaz como un león. Incluso podía acusar al pueblo judío del pecado del que él mismo había sido culpable (Hec. 3:14). La gracia del Señor es tan tranquilizadora. Pedro recuerda a la multitud la profecía de Joel. Dios había hablado de un derramamiento del Espíritu antes del día grande y terrible del Señor, así que ¿por qué estaban asombrados de lo que había sucedido? Luego les hace tomar conciencia de su terrible pecado con respecto a Jesús. Lo habían rechazado y condenado a muerte, pero Dios lo había resucitado y lo había exaltado. De este modo demuestra el cumplimiento de las Escrituras, porque Pedro podía ver el significado de todos estos pasajes, ahora que el Espíritu Santo había venido.
Sabemos el resultado. 3.000 personas fueron rescatadas y se sumaron al pequeño grupo. Así fue fundada la Iglesia de Dios, aunque la verdad acerca de ella no fue revelada hasta después del llamado de Pablo, algún tiempo después.
10 - En la carne y en el espíritu
El capítulo 8 de la Epístola a los Romanos es la culminación de un conjunto muy importante de instrucciones. La mayoría de los lectores sin duda habrán notado que la Epístola está dividida en 3 partes. La primera parte, capítulos del 1 al 8, destaca la plenitud y la integridad de la salvación de Dios. La segunda parte, que incluye los capítulos 9 al 11, es una exposición del propósito actual de Dios en el Evangelio con respecto a las promesas especiales hechas a Israel. Los capítulos restantes (12 al 16) contienen instrucciones prácticas y animan a los destinatarios de la misericordia de Dios a caminar con constancia.
La primera parte está a su vez subdividida. De Romanos 1 al 5:11, el apóstol aborda el tema de los pecados y muestra que estamos completamente justificados por la muerte y resurrección de Cristo; desde Romanos 5:12 hasta el final del capítulo 8, se trata más sobre el pecado, y nuestra completa liberación de nuestra antigua posición y esclavitud se muestra en Cristo resucitado. Estuvimos una vez en Adán (Rom. 5), y entonces estábamos bajo condenación y muerte; estábamos bajo la esclavitud del pecado (Rom. 6) como Israel estuvo bajo la mano de Faraón en Egipto; nosotros (o al menos los creyentes judíos) estuvimos una vez bajo la Ley, con todas sus solemnes consecuencias para nuestras almas (Rom. 7).
Pero hemos sido liberados de todo esto. Hemos sido sacados de nuestra antigua posición por la muerte, y ahora estamos ante Dios en Cristo resucitado. Esto es lo que Romanos 8 nos muestra completamente. «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (v. 1). Cualquier cláusula añadida quita belleza de las palabras del Espíritu. Nuestro caminar no afecta nuestra posición de ninguna manera, pero sí afecta el disfrute que tenemos de ella. La frase «en Cristo» describe nuestra nueva posición ante Dios por gracia. Tenemos en él una vida que la muerte no puede tocar y que está más allá de toda condenación. Tenemos todas las ventajas de su posición como el resucitado. Todo lo que es suyo, en virtud de su obra realizada, es también nuestro. El mismo favor y amor divino que descansa en él, también descansa en nosotros que estamos en él. ¡A qué lugar maravilloso al que somos conducidos! Un cambio considerable desde nuestro lugar anterior en el primer hombre, donde todas las consecuencias de la caída de Adán eran nuestras, debido a nuestra conexión con él como cabeza. Adán se convirtió en la cabeza de una raza después de la caída, y por lo tanto todos comparten su posición, con todo lo que conlleva; Cristo se convirtió en la Cabeza de una nueva raza después de su resurrección, y todos los que están en él participan de su bendición, habiendo sido borrados nuestros pecados para siempre, habiendo sido condenado el pecado en su muerte, y habiendo sido establecida la justicia.
Pero si «en Cristo» expresa nuestra nueva posición ante Dios, «según el Espíritu» ahora nos caracteriza como hombres que caminan en la tierra. La Epístola a los Romanos no nos considera en los lugares celestiales, como en Efesios, sino como aquellos que han sido liberados para caminar para la gloria de Dios en la tierra. La frase «según la carne» caracterizó nuestro estado anterior. La carne era la fuente de todos nuestros pensamientos y acciones. La carne es antagónica a Dios, y los que caminan por la carne no pueden agradarle. El espíritu de la carne no está sometido a la Ley de Dios y no lo puede estar. El resultado seguro de tal comportamiento es la muerte, como dice el apóstol: «El pensamiento de la carne es muerte… si vivís según la carne, moriréis» (v. 6, 13).
Ya no estamos en la carne (Rom. 7:5; 8:9), aunque la carne todavía está en nosotros. Ya no es un poder controlador, ya no caracteriza nuestras vidas como antes. La fe la trata como algo condenado y no le deja lugar. Si actúa, nos aleja del Señor y nos lleva por un camino de pecado y tristeza. Ya no estamos obligados a vivir de acuerdo con ella. «No estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ese no es de él» (Rom. 8:9). El Espíritu Santo es el gran don de Dios a cada creyente; Y es él, y no la carne, el que ahora da carácter a todos nuestros pasos y a todos nuestros caminos. Él nos da el feliz conocimiento de que Cristo está en nosotros, como él mismo dijo: «En aquel día sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (Juan 14:20). Da forma a todos nuestros pensamientos y deseos, nos enseña a orar, nos permite dar fruto para Dios, nos fortalece para todas nuestras batallas contra el enemigo y sostiene nuestros corazones a lo largo del camino a través del ministerio benevolente de Cristo hacia nosotros. Él es nuestra Cabeza, y por su poder estamos capacitados para mortificar las acciones del cuerpo.
Cada alma hará bien en preguntarse ante el Señor hasta qué punto realiza prácticamente este principio. Una cosa es conocerlo y aceptarlo como doctrina, y otra es caminar en el poder de esa doctrina. Todo cristiano vive en el Espíritu, de lo contrario no sería cristiano, pero no todo cristiano camina necesariamente por el Espíritu (Gál. 5:25). Tampoco debemos olvidar que es perfectamente posible que un verdadero creyente siembre para la carne y no para el Espíritu. Lot es un doloroso ejemplo de esto en el Antiguo Testamento. Esto nos pone bajo el gobierno de Dios. «Lo que el hombre siembre, eso también cosechará». Lo que es verdad para el cristiano también lo es para los demás, aunque no es posible, por la gracia de Dios, perder la vida eterna que se posee en el Hijo (Gál. 6:7-8).
«El pensamiento del Espíritu es vida y paz» (Rom. 8:6). El secreto de caminar pacíficamente es, por lo tanto, seguir la guía llena de gracia de la hueste divina. Si la carne está juzgada y mortificada regularmente, y si el Espíritu de Dios tiene derecho al lugar que le corresponde, nuestras almas prosperan y crecen. Las cosas que nos perturbarían y causarían amarga tristeza no se introducen entonces. El Espíritu no se preocupa de nosotros mismos ni de nuestra condición, sino que es libre de llevarnos a un mayor conocimiento de Cristo, que es su placer.
En Romanos 8, el apóstol traza la obra de gracia del Espíritu en nosotros y para nosotros, hasta la resurrección. «Pero si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (v. 11). Siendo nuestros cuerpos el templo del Espíritu Santo, el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos no permitirá que permanezcan en las garras de la muerte. A causa de su Espíritu, él los resucitará a la hora señalada y nos hará conformes a la imagen de su Hijo.
11 - La unción, el sello y el depósito
En 2 Corintios 1:21-22, el Espíritu de Dios nos está presentado de 3 maneras sorprendentes. «Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios; que también nos selló, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones». El apóstol presenta el lugar de bendición en el que Dios ha introducido a cada creyente en Jesús. Ya no estamos en Adán, sometidos a la muerte y a la condenación, sino en Cristo, y en él tenemos todas las bendiciones esperadas, eternamente buenas. Pero la gracia de nuestro Dios es tan abundante que, además de todo esto, nos ha dado el Espíritu Santo como la unción, el sello y el depósito. Él habita en nosotros.
(1) La unción. El Señor Jesús recibió el Espíritu de esta manera cuando caminó como hombre sobre la tierra, como leemos: «Tu santo siervo Jesús, a quien ungiste»; «Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret» (Hec. 4:27; 10:38). Era una expresión de gozo y satisfacción divinos en él. El Padre vio en él una perfecta dependencia y una obediencia infalible; el Espíritu fue enviado sobre él como señal de su plena aprobación y satisfacción. Él era la verdadera ofrenda de torta «ungida con aceite» (Lev. 2:4). Los creyentes están ungidos con el Espíritu Santo bajo un principio completamente diferente. No es por lo que Dios ve en nosotros, sino por lo que su ojo ve y lo que su corazón ha encontrado en Cristo resucitado y exaltado. Uno de los grandes resultados de la unción es que estamos en comunión con el pensamiento de Dios. El Espíritu Santo nos introduce en el círculo de los pensamientos de Dios revelados en su Palabra. Con el nuevo nacimiento, hay que dejar al Espíritu santo toda libertad para poder progresar en las cosas de Dios.
Por lo tanto, cuando el amado apóstol advierte a los niños acerca de los muchos anticristos que entonces proliferaban en el mundo, los remite a 2 cosas para protegerse. (1) La enseñanza apostólica: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros» (1 Juan 2:24). (2) La unción. «La unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros» (1 Juan 2:27). Las almas que se aferran a ellas y que permanecen en las instrucciones del Espíritu están preservadas de todos los esfuerzos del enemigo. Entonces nuestro corazón disfruta de lo que el Espíritu transmite y así es capaz de rechazar las falsificaciones del diablo. Puede que no sea posible explicar el error que está presentado, pero se sabe que no es la verdad, y eso es suficiente para el alma sencilla (comp. Juan 10:5). Cuando consideramos la unción, recordamos nuestro lugar como reyes y sacerdotes. Los reyes y sacerdotes eran entronizados en sus cargos de esta manera. Estas 2 dignidades nos son conferidas por la gracia divina. Los creyentes son ahora «un sacerdocio santo», capaces de acercarse a Dios a través del velo rasgado; y en un día cercano reinaremos con Cristo, cuando todas las cosas serán puestas en sus manos por Dios. Mientras tanto, el sufrimiento es nuestra parte.
(2) El sello. “Que también dejó su sello en nosotros”. El Señor Jesús podía decir de sí mismo: «Pues sobre este el Padre, Dios, ha puesto su sello» (Juan 6:27). Así es con todos los que creen, a través de su muerte y resurrección. El sello sigue a la fe. Esto queda claro en Efesios 1:13: «Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa». Así vemos 2 operaciones distintas del Espíritu de Dios: en primer lugar, él obra en nosotros para producir fe en Dios y en su Hijo; en segundo lugar, es dado como sello de Dios. Por lo tanto, los creyentes están marcados como pertenecientes a Dios. Nuestra conexión con el mundo se ha roto, los grilletes que Satanás una vez nos impuso se han roto, y ahora somos propiedad de nuestro Dios (1 Pe. 2:9). ¿Responde fielmente todo nuestro corazón a esto? ¿Nos hemos entregado a él, en espíritu, alma y cuerpo, para su servicio y gloria? Por desgracia, solo retenemos del precio una parte para nosotros. ¡Cuánta obstinación, cuántos de los que verdaderamente pertenecen al Señor Jesús se aferran al mundo! Que cada uno de nosotros asuma una mayor responsabilidad de sus exigencias benévolas y se abandone por completo a él.
¡Qué gran consuelo saber que este sello divino nunca será quitado a ningún creyente, ni siquiera al más débil! Muchos están preocupados por esto. Muchos temen que el Espíritu Santo realmente les sea quitado, debido a sus debilidades y a la forma en que caminan. Este no es el caso. Dios me dio su Espíritu Santo sabiendo en lo que me convertiría, y me lo dio no por lo que vio en mí, sino por lo que vio en Cristo. Esto nunca cambiará. Pero, no obstante, debemos esforzarnos por tener un andar santo y prudente. «No contristéis al Santo Espíritu de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Efe. 4:30).
(3) El depósito. «El Espíritu Santo… quien es las arras de nuestra herencia». Esto es con miras a una herencia futura. Dios tiene la intención de dar a su Hijo Amado todo lo que hay en el cielo y en la tierra. El usurpador puede ahora tener algunas de sus posesiones, pero el poder divino pronto se las arrebatará y se las dará al Señor Jesús. Él compartirá con nosotros esta herencia universal; tal es el propósito de su corazón. Pero todavía no nos lo puede dar. Todavía hay planes por cumplir y enemigos por derrotar. Es por lo que el Espíritu de Dios mora en nosotros como depósito (o arras) de todo lo que está por venir. Él es las arras de nuestra herencia, para la redención de la posesión adquirida (Efe. 1:14; 2 Cor. 5:5). Por lo tanto, esperamos con confianza que Dios cumpla toda su Palabra. Como un sello, el Espíritu es las arras de que pertenezco a Dios, él me reclama como suyo; como depósito, el Espíritu es las arras de que puedo, por gracia, reclamar a Dios como «mío» («Jehová es su heredad» comp. Deut 10:9).
No es una muestra del amor divino, ni de nuestra relación con Dios. Ya sabemos y disfrutamos de ambas cosas. Ya estamos en un círculo ilimitado e inmutable de amor, porque todos los afectos del corazón del Padre descansan sobre nosotros en Cristo Jesús; y ya somos hijos de Dios. Pero todavía no poseemos la herencia, porque aún no está en las manos de Cristo, de ahí el depósito del Espíritu. Cristo espera a la diestra del Padre; estamos esperando en la Tierra este momento. El Espíritu Santo es actualmente el vínculo bendito entre nosotros y él.
12 - El Cuerpo único
Hemos visto la obra del Espíritu de Dios en el creyente individual; consideraremos ahora su acción en favor de la Iglesia de Dios. No solo hay bendiciones y responsabilidades a nivel individual, que todo creyente debe conocer; también hay bendiciones y responsabilidades de naturaleza colectiva. La recepción del Espíritu Santo introduce al creyente a la maravillosa unidad de la que hablan las Escrituras como el «Cuerpo de Cristo». Fue el apóstol Pablo el administrador privilegiado de la verdad sobre este tema. Ni Juan ni Pedro nos hablan de la Iglesia en sus Epístolas. La conversión de Pablo, entonces conocido como Saulo de Tarso, fue bastante notable. No fue llevado al conocimiento de Cristo por la predicación del Evangelio (el método habitual de Dios), sino que fue detenido por el Señor Jesús en el camino a Damasco, mientras participaba activamente en la persecución de sus santos. En esa ocasión trascendental, Pablo aprendió, entre otras cosas, las siguientes verdades importantes:
(1) que Jesús de Nazaret, cuyo nombre despreciaba con todo su corazón, era un hombre glorificado en el cielo
(2) que sus santos en la tierra eran como una parte de sí mismo. El Señor no habló de ellos como sus discípulos, ni siquiera como sus hermanos, sino como «Yo» (Hec. 9:4).
Fue, por lo tanto, el instrumento escogido por el Señor para revelar a los santos el gran propósito formado en el corazón divino acerca de Cristo y de la Iglesia antes de la fundación del mundo. No era conocido en los tiempos del Antiguo Testamento, como leemos: «En otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Efe. 3:5). Esta revelación estaba “escondida en Dios”, ni siquiera en las Escrituras, como algunos han afirmado; sin embargo, ahora que la verdad ha sido revelada, la fe puede recurrir a los escritos del Antiguo Testamento y observar muchas imágenes sorprendentes.
El tema del Cuerpo de Cristo se trata en particular en Efesios y en 1 Corintios. En Efesios tenemos el orden celestial, en Corintios el orden terrenal. En Efesios, tenemos la guía divina y nuestras muchas bendiciones en relación con la Cabeza resucitada en el cielo; más bien, en 1 Corintios, tenemos nuestras responsabilidades como miembros de Cristo y los unos de los otros, llamados a caminar juntos en la tierra.
Nótense cuidadosamente que Cristo se convirtió en la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia, en la resurrección (Efe. 1:20-23). La unión en la encarnación nunca se enseña en las Escrituras, sino todo lo contrario. Era imposible que Jesús, el santo, se uniera a una humanidad pecadora y caída. El grano de trigo debe caer en tierra y morir, o quedará solo para siempre (Juan 12:24). Alabado sea Dios, él murió, borrando todos nuestros pecados con su único sacrificio, y ahora está en la gloria como un hombre, contra quien no se puede hacer ninguna acusación. Por lo tanto, en virtud de la presencia del Espíritu Santo en la tierra, cada creyente es uno con él en los lugares celestiales. En este maravilloso círculo de bendición, la distinción entre judíos y gentiles es irrelevante. La primera estaba exteriormente cerca de Dios, teniendo santuario, Ley, etc.; el segundo estaba lejos de Dios, no tenía participación en las promesas ni esperanza (Efe. 2:12). Hoy en día, el muro de separación ha sido abolido. Dios, que lo había levantado, lo ha demolido, la enemistad entre judíos y gentiles ha sido destruida por la obra de Cristo, y cada creyente en él está siendo introducido en un lugar de bendición completamente nuevo. Hemos sido acercados por la sangre, tenemos acceso al Padre por el Espíritu y compartimos con el hombre exaltado todo lo que ha obtenido a través de su obra. ¡Qué posición para el cristiano! ¡Bendito como Cristo es bendito, amado como es amado! Aceptado también como Cristo es aprobado por Dios. Si solamente todos los santos entraran por fe. Entonces no veríamos almas sinceras lamentándose toda su vida, como suele ser el caso.
Ahora pasemos a 1 Corintios 12. Aquí tenemos el lado de la responsabilidad. Esta Epístola nos presenta la Iglesia de Dios, no como bendecida en los lugares celestiales en Cristo, sino en su funcionamiento práctico en la tierra. El apóstol utiliza la frase «Cristo» para describir al Señor y a sus santos (v. 12). ¡Qué maravilla! Esto nos ayuda a entender el «yo» de Hechos 9:4. Muestra que esta unidad se debe al bautismo en el Espíritu Santo. No es la fe la que nos une a Cristo, es el Espíritu. Es importante verlo con claridad. También nos ayuda a comprender los límites temporales del Cuerpo de Cristo. Comenzó cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés; terminará cuando el Espíritu de Dios abandone la tierra a la venida del Señor. Los creyentes de dispensaciones anteriores y posteriores no están entre ellos. Por supuesto, tendrán su parte de bendiciones, pero no pertenecen a la Iglesia de Dios.
Luego encontramos exhortaciones prácticas (1 Cor. 12): El apóstol deja claro que cada miembro tiene un lugar asignado por Dios y que no debe haber descontento (v. 14-18). El oído, el ojo y el pie tienen sus propias funciones. Todos son necesarios. No hay miembros inútiles en el Cuerpo de Cristo. No solo no debe haber descontento, sino que el desprecio está prohibido (v. 19-25). Los más dotados no deben descuidar a los demás, como si no tuvieran valor. No podemos prescindir de ninguno de ellos. Los débiles ofrecen oportunidades para ejercer amor y paciencia (Rom. 14:1-6) y los menos honorables también deben estar rodeados de mayor honor, los menos decentes deben ser los más adornados. En todos los aspectos, debe haber una atención y un afecto piadosos, y un santo reconocimiento del hecho profundo y divino de que todos somos miembros los unos de los otros, pero también de la Cabeza resucitada que está en el cielo.
El apóstol concluye esta sección diciendo: «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27). En los primeros tiempos de la Iglesia, todo esto se entendía, al menos en parte, y se ponía en práctica por la fe; pero ¿qué podemos decir hoy? Durante largos siglos oscuros, esta gran verdad se perdió por completo, y hoy en día, ¡cuán pocas personas comprenden su significado con fuerza! Oímos hablar mucho de los «cuerpos» que los hombres han formado, y de las personas que los integran; pero ¡cuán pocos comprenden que todavía hay «un solo Cuerpo y un solo Espíritu» en la tierra! Cuando esto se aprende de Dios, la separación de todo lo que es humano debe ser la consecuencia. No es que la Iglesia de Dios pueda ser restaurada como lo era al principio, pero a los pocos que se contentan con estar juntos en sencillez como miembros del Cuerpo de Cristo, en dependencia del Espíritu Santo, nunca les faltará la bendición. El Señor sabe cómo servir y sostener a los suyos.
La unidad del Cuerpo encuentra su gran expresión en la fracción del pan. «Nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo, porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:17). Como miembros de un solo Cuerpo, tenemos el privilegio de unirnos y, con esta sencillez, recordar al Señor hasta que él venga.
13 - Su obra en la Asamblea
Hay 2 áreas principales de la obra del Espíritu entre los cristianos:
(1) Individualmente en el creyente
(2) Colectivamente en la Asamblea de Dios.
Esta última no es tan comúnmente entendida como la primera. Muchos creyentes entienden su bendita obra en cada individuo, pero comparativamente, pocos de ellos comprenden el significado y la bendición de su obra en la Iglesia de Dios. Encontramos ambas cosas claramente explicadas en 1 Corintios 6:19, donde leemos: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?». Aquí, los creyentes están interpelados individualmente, porque el apóstol los exhorta a la santidad personal. Luego, en 1 Corintios 3:16, leemos: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» Aquí se dirige a «la iglesia de Dios que está en Corinto» (1 Cor. 1:2) y la instrucción es, por lo tanto, de un carácter muy diferente.
Es una verdad vital del cristianismo que la Iglesia es una «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Dios habitó una vez en el tabernáculo en medio de su pueblo redimido, y más tarde en el templo que Salomón había construido para su nombre. Pero siempre hubo una distancia entre Dios y el pueblo. El velo encerraba a Dios dentro, y al pueblo fuera. No era posible acercarse a Dios dentro del santuario (Hebr. 9:8). Pero se han producido cambios poderosos debido a la obra terminada de Cristo. No solo se ha eliminado el pecado, de modo que una conciencia purificada es el derecho de nacimiento de cada creyente, sino que el Espíritu de Dios ha descendido del cielo para formar la Iglesia y morar en ella. Como leemos: «Porque nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y andaré entre ellos» (2 Cor. 6:16). Dios el Espíritu Santo habita en la Iglesia, para guardar el señorío de Cristo, y para guiar a los santos en todos sus ejercicios a Dios. Esto se entiende muy poco. Esto se creía firmemente en los primeros días de la Iglesia de Dios. El Temblor del edificio (Hec. 4:31) y las muertes de Ananías y Safira (Hec. 5:1-11) eran pruebas contundentes de que una persona divina estaba realmente entre ellos. Y aunque hoy no tenemos tales señales externas, su presencia es igual de real y verdadera; la fe solo tiene que actuar en consecuencia.
Él es el líder y el guía suficiente de la Asamblea. Cuando nos reunimos para adorar u orar, ¿qué otra necesidad hay de regular o supervisar? Tales disposiciones humanas se hicieron solo cuando la verdad de la presencia del Espíritu se debilitó en la mente de los hombres. En 1 Corintios 12:10-11, se dice que el Espíritu distribuye a cada uno como le place. Hay una gran variedad, y todo es necesario para la edificación y bendición general. La idea moderna es centralizar y no distribuir, como si fuera posible que un solo miembro del Cuerpo de Cristo tuviera todo lo necesario para la ayuda y el progreso de todos. Aquellos que actúan de acuerdo con tales principios, ciertamente sufren profundamente en sus almas.
1 Corintios 14 es de gran valor para mantener el orden en la congregación de Dios. Todo debe hacerse para la edificación, esta es la regla de oro que se enuncia. Por lo tanto, los que poseían el don de lenguas en Corinto no debían ejercerlo a menos que hubiera un intérprete cerca. Es cuestión de oración, de canto y de profecía. El versículo 26 parece mostrar que en la asamblea de Corinto había un gran deseo de participar en las reuniones públicas. Pero no se pide a los santos que guarden silencio y se sometan en un líder oficial; simplemente se les dice: «Que todo se haga para edificación» 1 Cor. 14:26). La libertad está permitida por Dios, pero los apóstoles dan consejos para que la libertad no degenere en licencia. Las únicas personas que deben guardar silencio en la Iglesia son las mujeres, tanto por razones naturales y de otra índole. Cuando verdaderamente confiamos en el Espíritu de Dios, los santos no se reúnen en vano. Por pocos y débiles que sean, el Divino Benefactor no dejará de darles, por uno u otro medio, lo que sus almas desean y necesitan.
¡Qué profunda incredulidad ha existido durante mucho tiempo en la cristiandad con respecto a todo esto! Algunos oran pidiendo el Espíritu de Dios, como si aún no hubiera venido; otros reconocen su presencia como una teoría, pero eso es todo. Todo esto es una grave deshonra a Dios, incluso si no se demuestra la intención. Que nuestra incesante y sincera oración sea que Dios despierte en su gracia a toda la Iglesia para que sienta más profundamente la realidad de la presencia del Espíritu Santo, y para una confianza más sencilla en él para todas las necesidades de nuestras almas hasta que venga el Señor Jesús.