El ministerio y la dependencia del Espíritu Santo
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El verdadero secreto de todo ministerio (es decir: servicio) es la fuerza espiritual. No es el genio, la inteligencia, ni la energía del hombre, sino sencillamente el poder del Espíritu de Dios. Esto era verdadero en los días de Moisés y lo es aún hoy. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Es conveniente que todos los ministros lo recuerden siempre. Esto sostendrá su corazón y dará a su ministerio una continua eficacia. Un ministerio que fluye de una dependencia permanente del Espíritu Santo no puede jamás ser estéril. Si un hombre confía en sus propios recursos, pronto estará desprovisto de ellos. Pero poco importan sus talentos, o sus grandes conocimientos; si el Espíritu Santo no es la fuente y el poder de su ministerio, este perderá, tarde o temprano, su lozanía y su eficacia.
¡Cuán importante es, pues, que todos los que sirven, sea en la predicación del Evangelio, o en la Iglesia de Dios, se apoyen continua y exclusivamente en el poder del Espíritu Santo! Él sabe lo que las almas necesitan y puede subvenir a estas necesidades. Pero debe confiarse en este poder y emplearlo. No conviene apoyarse en parte sobre sí mismo y en parte en el Espíritu de Dios. Si existe la menor confianza propia bien pronto se dará a conocer. Debemos en realidad renunciar lo que pertenece al yo, si queremos ser vasos del Espíritu Santo.
Esto no quiere decir que no deba haber una santa diligencia y mi santo ardor en el estudio de la Palabra de Dios, lo mismo que en el de los ejercicios, pruebas, luchas y variadas dificultades del alma. Estamos convencidos de que cuanto más absolutamente nos apoyemos en el gran poder del Espíritu Santo, con el sentimiento de nuestra nulidad, tanto más estudiaremos con cuidado y con celo así tanto el Libro como el alma. Sería un error fatal servirse de la profesión de dependencia del Espíritu Santo como pretexto para descuidar el estudio hecho con oración y la meditación: «Ocúpate de estas cosas, permanece en ellas, para que tu progreso sea manifiesto a todos» (1 Tim. 4:15).
Pero, después de todo, recuérdese siempre que el Espíritu Santo es la fuente inagotable y viviente del ministerio. Es él solo que puede desplegar en toda su lozanía y plenitud divinas, los tesoros de la Palabra de Dios, y aplicarlos según su celestial poder a las necesidades actuales del alma. No se trata de exponer verdades nuevas, sino sencillamente desarrollar la Palabra de Dios misma, de manera que obre sobre el estado espiritual y moral del pueblo de Dios. He aquí el verdadero ministerio. Un hombre puede hablar cien veces sobre la misma porción de las Escrituras, y a las mismas personas, y en cada una de ellas puede anunciar a Cristo a sus almas con una lozanía espiritual. Y, por otra parte, un hombre puede atormentar su espíritu para descubrir nuevos temas y nuevas maneras de tratar viejos textos, y a pesar de todo, puede suceder que en su predicación no haya ni un átomo de Cristo o de poder espiritual.
Todo esto es cierto para el evangelista, lo mismo que para el maestro o para el pastor. Un hombre puede ser llamado a predicar el Evangelio en el mismo sitio durante años y podrá en ocasiones sentirse abrumado por el pensamiento de tener que dirigirse al mismo auditorio, sobre el mismo tema, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Puede estar perplejo para encontrar algo nuevo o variado. Quizá desee ir a cualquier otro sitio en el que los temas que le son familiares sean nuevos para sus oyentes. Lo que hemos dicho más arriba ayudará mucho a los tales a recordar que Cristo es el único gran tema del evangelista. El Espíritu Santo es quien suministra el poder para desarrollar ese gran tema; y los pobres pecadores perdidos son los oyentes ante los cuales ese gran tema debe ser desenvuelto.
Y Cristo es siempre nuevo, el poder del Espíritu Santo no disminuye nunca; la condición y el destino del alma son siempre vivamente interesantes. Además, es conveniente para el evangelista cada vez que predica, recordar que aquellos a quienes se dirige ignoran realmente el Evangelio, de manera que debe hablar como si fuese la primera vez que su auditorio oyese el mensaje y la primera vez que él se lo anunciara. En efecto, la predicación del Evangelio, en la divina acepción de esta palabra, no es la exposición estéril de una simple doctrina evangélica, ni una cierta forma de discursos expuestos sin cesar según la misma rutina fastidiosa. Lejos de ello. Predicar el Evangelio es en realidad levantar el velo al corazón de Dios; a la persona y a la obra de Cristo; y esto por la energía presente del Espíritu Santo.
Si todos los predicadores pudiesen tener estas cosas presentes en su pensamiento, poco importaría entonces que hubiese un solo predicador o setenta; un solo hombre en un mismo sitio durante cincuenta años, o el mismo hombre en cincuenta sitios distintos durante un año. Así en el caso de Moisés (Núm. 11), no había aumentado de poder, sino que el mismo Espíritu que poseía él fue dado a los 70 ancianos. Dios puede obrar por medio de un solo hombre tan bien como por el de 70; y si él no obra, 70 no harán más que uno solo. Es de la mayor importancia tener a Dios siempre presente en el alma. Ese es el verdadero secreto del poder, sea para el evangelista, sea para el maestro, sea para cualquier otro siervo. Cuando un hombre puede decir: “Todos mis recursos están en Dios”, no hay necesidad de apenarse con respecto a la esfera de su actividad, o de su aptitud para cumplirla. Pero cuando no es así, podemos comprender perfectamente que un hombre desee ardientemente compartir con otros sus trabajos y su responsabilidad.
Recordemos que Moisés, al principio del libro del Éxodo, iba, a pesar suyo, a Egipto, en una sencilla dependencia de Dios, y con qué prontitud se hizo acompañar por Aarón. Eso es lo que sucede siempre. Preferimos algo palpable, algo que los ojos puedan ver y la mano tocar. Se nos hace difícil sostenernos como viendo al Invisible. Y, no obstante, el apoyo en que deseamos descansar es a menudo una caña cascada que nos atravesará la mano. Aarón fue para Moisés una fuente fecunda en pesares; y aquellos que, en nuestra locura, nos imaginamos como seres indispensables, resultan con frecuencia todo lo contrario. ¡Oh!, podamos todos aprender a descansar en el Dios vivo, con un corazón sincero y una confianza inquebrantable.
Revista «Vida cristiana», año 1956, N° 20