«Solo yo he quedado»
1 Reyes 19:1-18
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(Fuente autorizada: graciayverdad.net)
Extraído de la revista «Truth for the Last Days», Vol. 2, 1901, página 37
No indica una muy buena condición espiritual cuando Elías hizo su presumida queja contra Israel de este modo: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (1 Reyes 19:10).
Elías nos proporciona, en lo esencial, un buen ejemplo de testimonio fiel para Dios en un día malo. En medio de la apostasía generalizada, él se mantuvo audazmente firme por Jehová, no importándole si era apoyado por muchos o por pocos. Nadie pondría en duda el hecho de que había sido verdaderamente celoso por la honra de Jehová, y que había procurado fervientemente defenderla frente a toda oposición. Pero, en la época en que se quejó en Horeb, se ocupó excesivamente de él mismo y de su testimonio, y llegó a considerarse como el único eje sobre el cual giraban todas las cosas. Dios fue desplazado por Elías, por el momento, en su apreciación de la situación. Elías parecía ser el gran factor indispensable, y su vida estaba en peligro; ¿qué sucedería, entonces, con el testimonio? En su pensamiento, parecía que todo testimonio verdadero para Dios había llegado a su fin en Israel, y que Satanás se había convertido en el amo absoluto de la situación.
¡Qué dolorosamente demasiado seguros de sí mismos son estos pobres corazones nuestros! El mejor y el más fiel de los siervos de Dios no es impermeable contra esta trampa. Es cierto que él puede sostener a un hombre solitario, y darle poder para ser un testimonio en una escena tenebrosa, tal como en el caso de Abraham; «porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué» (Isaías 51:2). Es igualmente cierto que él puede fortalecer de tal manera a uno que es débil como para que pueda llegar a ser como David (Zacarías 12:8); pero ¡que el testigo no se considere indispensable, puesto que el desastre sobrevendrá inmediatamente! Las asambleas están tan expuestas a caer en este error como lo están los testigos individuales. Si una compañía de santos, pocos o muchos, procuran recuperar diligentemente, para el uso práctico, los principios de la verdad que se han extinguido, su celo y obediencia se convertirán, sin duda alguna, en un testimonio, y se puede confiar en que Dios esté con ellos para su sostenimiento y bendición. Pero en el momento en que ellos comienzan a ocuparse de ellos mismos como testigos, que su testimonio a los demás llega a ser más importante, a sus ojos, que su propia condición espiritual, Dios ya no los apoyará, sino que los entregará al desastre y a la vergüenza. ¿Acaso no ha sido la verdad acerca de esto dolorosamente evidente para muchos de nosotros?
El hecho de que Elías se ocupase de sí mismo le condujo a albergar sentimientos altamente incorrectos hacia el pueblo de Dios que erraba a su alrededor. «¿O no sabéis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cómo invoca a Dios contra Israel?» etc. (Romanos 11:2). ¡Una intercesión contra Israel! ¡Hablando bien acerca de él mismo y mal acerca de Israel! ¿Es esta la verdadera parte del testigo de Dios? Al hablar así, ¿estaba él expresando fielmente los sentimientos de aquel corazón que es longánimo con su pueblo, y que, pese a toda su rebeldía y a todo su pecado, nunca los abandona? Moisés habló de manera diferente; es muy alentador oír su conmovedora intercesión ante Dios por Israel después de que ellos adorasen al becerro de oro (Éxodo 32; 33). Aunque él sintió fuertemente la afrenta hecha a Jehová, no obstante, ni siquiera una mala palabra salió de sus labios con respecto a ellos en su presencia. Por el contrario, persistió en recordarle a Jehová que ellos eran su pueblo no obstante su grave pecado, y que la honra de su gran nombre estaba ligada con la bendición de ellos. En lugar de que fuesen destruidos, estuvo dispuesto a que le borrase a él del libro que Dios había escrito.
Tengamos bien en cuenta este principio, puesto que es grandemente necesario en este día. El envanecerse uno mismo, el ocuparnos de nuestra propia fidelidad en el testimonio, son actitudes que engendran sentimientos censuradores en nuestro corazón hacia el pueblo de Dios alrededor nuestro, y nos sitúa muy fuera del lugar de intercesión con Dios por ellos. ¿Hemos de sorprendernos, asimismo, si nuestras ínfulas incorrectas atraen de los demás el comentario sarcástico, «¡No hay duda de que ustedes son el pueblo! ¡Muertos ustedes, morirá la sabiduría!» (Job 12:2 - NVI).
En el caso de Elías, su queja tuvo un resultado muy diferente del que esperaba. Podemos pasar por alto, en esta ocasión, las lecciones que se le enseñaron mediante el viento, el terremoto, el fuego, y el susurro apacible y delicado, y podemos detenernos un poco acerca de las propias palabras de Jehová a él. «Y le dijo Jehová: Ve, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y ungirás a Hazael por rey de Siria. A Jehú hijo de Nimsi ungirás por rey sobre Israel; y a Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, ungirás para que sea profeta en tu lugar. Y el que escapare de la espada de Hazael, Jehú lo matará; y el que escapare de la espada de Jehú, Eliseo lo matará. Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron» (1 Reyes 19:15-18). ¿Deseaba él que el pueblo de Dios fuese castigado por su pecado? Pues bien, él mismo ungiría a los ejecutores del juicio de Dios –obra dolorosa, ciertamente, para uno que amaba verdaderamente al pueblo. ¿Se consideraba él indispensable como testigo? Entonces debía ir y ungir a su sucesor –Eliseo, hijo de Safat. ¿Se consideraba él como el único hombre fiel en la tierra? Entonces debe conocer su error en el anuncio sorprendente de que Jehová tenía aún 7.000 corazones leales entre las tribus de Israel.
Estas son lecciones muy serias, y son felices para nosotros si las aprendemos minuciosamente. Magnificar nuestra propia importancia en el testimonio es el equivalente a ser desechado completamente como testigo, para que otros puedan tomar nuestro lugar. ¿Acaso no ha sucedido esto, para nuestro profundo dolor? Acaso no nos hemos acostumbrado, muchos de nosotros, a oír decir a muchos: «Nosotros estamos en el lugar del testimonio, somos Filadelfia, y casi todo lo demás es Laodicea». Con el resultado penoso de que cuando miramos alrededor para ver la operación especial del Espíritu de Dios, no lo observamos entre aquellos que hablan así con tanta aprobación hacia sí mismos, sino entre otros que poseen mucha menos luz y conocimiento espiritual de la Palabra de Dios. Se trata del resultado inevitable de permitir que nosotros mismos desplacemos a Dios en nuestras mentes y corazones. «Pero aquel que se gloría, que se gloríe en el Señor. Porque no es aprobado aquel que se recomienda a sí mismo, sino aquel a quien el Señor recomienda» (2 Corintios 10:17, 18)
¡Qué consuelo que aun en la hora más obscura Dios tiene estos sinceros 7.000! Si ellos no salen a la luz con tanto denuedo en cuanto a separación pública del mal como desearíamos, no obstante, es un gozo para nosotros saber que ellos suspiran y gimen ante los pecados de la época, y procuran guardar sus afectos correctos hacia el Señor de ellos y nuestro. «Tienes unos pocos nombres en Sardis que no han ensuciado sus ropas; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignos» (Apocalipsis 3:4).