Inédito Nuevo

No hay diferencia


person Autor: William Wooldridge FEREDAY 31

flag Tema: Introducción


«No hay diferencia; puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:22-23).

«No hay diferencia entre judío y griego, ya que el mismo es Señor de todos, rico para con todos los que le invocan» (Rom. 10:12).

1 - Todos los hombres son reconocidos culpables, sin excepción

Al leer los primeros capítulos de la Epístola a los Romanos, uno tiene la impresión de respirar el ambiente de un tribunal. Todas las clases y condiciones sociales están acusadas. Oímos llamar a los testigos, se demuestra la culpabilidad y luego se dicta el veredicto. En Romanos 1:18-32 se evoca la condición del mundo pagano tal y como se presentaba en la época del apóstol. La idolatría degradante y la corrupción moral espantosa son las acusaciones que se formulan. Los testigos contra estos transgresores son las cosas que ha hecho el Creador, a través de las cuales se revelan su poder eterno y su divinidad. El sol y la luna en el cielo constituyen una protesta permanente contra la idolatría por su testimonio perpetuo de la existencia del Dios supremo. El mundo pagano de la época del apóstol encuentra su equivalente en los libertinos de nuestra época, aquellos que rechazan toda restricción divina y no solo cometen actos dignos de muerte, sino que se regocijan en los que hacen lo mismo.

En Romanos 2:1-16 se habla de los filósofos. Estos denunciaban el pecado y proponían buenas ideas morales, pero su vida no era mejor que la de sus semejantes. En su ensayo sobre Bacon, Macaulay señala que “estos profesores de virtud tenían todos los vicios de sus vecinos, con el suplemento de la hipocresía”. En su “diario”, Wesley comenta las palabras de Homero sobre el mentiroso: “Mi alma lo detesta como las puertas del infierno”, mientras que “él mismo, al menor pretexto, cuenta deliberadamente mentira tras mentira”. Hoy en día también tenemos moralistas, hombres que hablan bien, pero viven mal. Pero Dios no se deja engañar por buenas palabras y discursos bonitos; exige la realidad.

El último grupo acusado en Romanos 2 es el de los judíos. Eran personas que se decían del pueblo de Dios, en cuyas manos habían llegado las Escrituras. Corresponden a las multitudes que se agolpan en los “lugares de culto” de hoy. En su acusación contra los judíos, el apóstol no cita la creación como testigo, sino que cita, pasaje tras pasaje, sus propias Escrituras (Rom. 3:10-19). Aquellos que tienen el privilegio de poseer la Biblia, sea cual sea la época, serán juzgados por ella si no se someten a su santa enseñanza.

El resumen sigue así: «Para que toda boca sea cerrada, y todo el mundo sea culpable ante Dios». «No hay diferencia; puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (v. 14, 22-23). No malinterpretemos las palabras del apóstol. No dice que todos hayan pecado de la misma manera. Algunos han sido objeto de tanta misericordia que toda la maldad innata de su corazón no ha sido revelada, y esto es motivo de agradecimiento. En Lucas 7, nuestro Señor habla de 2 deudores, uno que debía 500 denarios y otro 50. Había, pues, una diferencia en la cantidad adeudada, pero ambos se encontraban en la misma situación con respecto a esa deuda, ya que ninguno tenía con qué pagar. Un día me dirigía a un grupo de leprosos en Barbados y, entre varios casos lamentables, observé a 2 jóvenes elegantes que llevaban relojes de oro y parecían gozar de perfecta salud. Al final, pregunté qué hacían en semejante compañía, y me respondieron que la terrible enfermedad solo se había manifestado recientemente en ellos. A pesar de su aspecto general, eran leprosos como todos los demás.

¿Por qué dice el apóstol: «Privados de la gloria de Dios»? La razón es la siguiente. El hombre ha perdido irremediablemente la tierra; para él, ahora se trata del cielo o del infierno (Gehena). Pero ¿quién es capaz de responder a las exigencias de la gloria de Dios, de manera que se sienta libre y a gusto en su presencia? En Isaías 6, tenemos a un hombre aterrorizado porque se encontró por un instante en presencia de la gloria de Dios.

2 - Un solo hombre, sin embargo, en quien Dios encontró su complacencia

Solo hubo un hombre en este mundo a quien la gloria pudo reconocer como digno de ella. Una voz le habló desde la magnífica gloria: «Este es mi amado Hijo, en quien me complazco» (2 Pe. 1:17). En él vemos, pues, lo que la gloria de Dios exige de un hombre. ¿Somos dignos de Él? Esa es la única referencia verdadera con la que podemos medirnos correctamente. Supongamos que un joven quiere entrar en la guardia de Su Majestad el rey de Inglaterra, sería inútil que alegara que es la persona más importante de la ciudad si no cumple con los requisitos establecidos. Del mismo modo, es inútil compararnos con otros pecadores. El fariseo de Lucas 18 cometió esta locura y, como resultado, regresó a su casa sin bendición. El pecado pone a todos en igualdad de condiciones. Dios lo ha dicho, y su sentencia es definitiva: «No hay diferencia; puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios». El hombre religioso y el ateo, el conservador y el socialista, el hombre de buena moral y el adúltero se encuentran en el mismo estado de culpabilidad ante Dios.

3 - La salvación ofrecida a todos es enteramente por gracia

Por lo tanto, la salvación debe ser enteramente por gracia; y si es por gracia, no es posible que haya distinciones. Aquí es donde nuestro segundo texto interviene de la manera más beneficiosa. El sacrificio expiatorio del Señor Jesús es válido para todos los que creen, ya sean judíos o gentiles. La doctrina de la “igualdad” irritó profundamente al pueblo judío. Pablo, como principal representante de esta doctrina, fue ferozmente perseguido por ellos por esta razón. Incluso Pedro, cuando se le encargó predicar a Cornelio y a los que le rodeaban, tardó en admitir que la gracia de Dios se dirigía a todos por igual. «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Rom. 10:13). Nótese, de paso, una de las muchas pruebas accesorias de la divinidad de Cristo. Este versículo se cita en Joel 2:32, donde se hace claramente referencia a Jehová; en Romanos 10, se aplica al Señor Jesús. Por lo tanto, ¡Él es Jehová! Si no lo fuera, no tendría la competencia para ser el Salvador de los hombres. Además, es «Señor de todos». Por lo tanto, todos deben inclinarse ante él, ya sea ahora o en el más allá.

4 - ¿Qué hay que hacer para ser salvo? Invocar el nombre del Señor

¿Qué necesitan los hombres para ser salvos? Simplemente «invocar» el nombre del Señor. Eso era todo lo que Israel podía hacer desde lo más profundo de su miseria en Egipto. Era imposible escapar del yugo de Faraón; deshacerse de los capataces era impensable; pero podían clamar a Dios. Del mismo modo, hoy en día, quien invoca el nombre del Señor, reconociéndolo así, como su única esperanza, será salvado. El Señor lo colmará de “riquezas”. Las bendiciones relacionadas con la salvación de Dios no son pocas ni pequeñas; ninguna lengua podría contarlas en toda su bendita plenitud.

5 - La distinción entre los que se salvan y los que se pierden

Ahora, en contraste con esto, examinemos un pasaje de Éxodo 11:7. «Pero contra todos los hijos de Israel, desde el hombre hasta la bestia, ni un perro moverá su lengua, para que sepáis que Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas». Si no hay «ninguna diferencia» entre los hombres en cuanto a la culpabilidad, y «ninguna diferencia» en la gracia salvadora que Dios ofrece, hay, sin embargo, “una diferencia profunda y eterna” entre los que Dios ha salvado y los demás. Así como la luz se distingue de las tinieblas, el día de la noche y la vida de la muerte, así se pueden distinguir los que son salvos de todos los que no lo son. En Éxodo 11 se hablaba del juicio de Dios. El destructor estaba a punto de atravesar el país. Para los egipcios, habría un juicio divino, pero no para Israel. Hoy, Cristo es la línea divisoria entre los que se precipitan hacia la perdición eterna y los que nunca serán juzgados.

¿Cuál es nuestra posición con respecto a Él?