Inédito Nuevo

Una solemne advertencia a los que profesan la piedad


person Autor: Charles Haddon SPURGEON 1

flag Temas: El Evangelio de la salvación La aparencia de piedad


Fecha del escrito hacia 1870

«Porque muchos andan, de quienes muchas veces os decía, y ahora incluso llorando lo digo, que son enemigos de la cruz de Cristo; cuyo final es la perdición, cuyo dios es el vientre, y la gloria de ellos es en su vergüenza; los cuales piensan en lo terrenal» (Fil. 3:18-19).

1 - Introducción

Mis queridos lectores,

El apóstol Pablo nos ofrece el modelo perfecto de ministro cristiano. Pastor vigilante, se preocupaba constantemente por el rebaño confiado a su cuidado. No se limitaba a predicar el Evangelio, ni creía haber cumplido todo su deber en el anuncio de la salvación; pero sus ojos estaban siempre abiertos hacia las iglesias que había fundado, siguiendo con celoso interés sus progresos o su decadencia en la fe. Cuando tuvo que ir a otros lugares a proclamar el Evangelio eterno, nunca dejó de velar por el bienestar espiritual de aquellas brillantes colonias cristianas de Grecia y Asia Menor, que él había sembrado en medio de las tinieblas del paganismo, y mientras encendía nuevas lámparas a la antorcha de la verdad, tenía cuidado de no descuidar las que ya ardían. En nuestro texto, por ejemplo, da a los de la pequeña iglesia de Filipos pruebas de su preocupación dándoles consejos y advertencias.

Y el apóstol no fue menos fiel que vigilante. Cuando veía pecado en las iglesias, no dudaba en señalarlo. No era como la mayoría de nuestros predicadores modernos, que se jactan de no haber sido nunca personales o hirientes, y que así ponen su gloria en lo que es su confusión; porque si hubieran sido fieles, si hubieran expuesto todo el consejo de Dios sin escatimar, infaliblemente habrían herido la conciencia de sus oyentes en un momento u otro. Pablo actuaba de manera muy distinta; no temía atacar de frente a los pecadores, y no solo tenía el valor de declarar la verdad, sino que incluso sabía insistir en ella cuando era necesario: «De quienes muchas veces os decía, y ahora incluso llorando lo digo, que son enemigos de la cruz de Cristo» (Fil. 3:18).

Pero si, por una parte, el apóstol era fiel, por otra, estaba lleno de ternura. Amaba de verdad, como debe hacerlo todo ministro de Cristo, amaba de verdad a las almas a su cargo. Si no podía permitir que ningún miembro de las Iglesias bajo su dirección se desviara de la verdad, tampoco podía reprenderlos sin derramar lágrimas. No podía blandir el rayo con un ojo seco, ni denunciar los juicios de Dios con un tono frío e indiferente. Lágrimas brotaban de sus ojos cuando su boca profería las más terribles amenazas, y cuando censuraba, su corazón latía tan fuertemente de compasión y amor, que las mismas personas a las que se dirigía no podían dudar del afecto que dictaban sus censuras: «Muchas veces os decía, y ahora incluso llorando lo digo».

Amados, la solemne advertencia que Pablo dirigía una vez a los filipenses con las palabras de mi texto, vengo a hacérosla hoy para que la oigáis por vosotros mismos. Y esta advertencia, me temo, no es menos necesaria hoy que en los días del apóstol, porque hoy, como entonces, hay muchos en las iglesias cuya conducta da fuerte testimonio del hecho de que son enemigos de la cruz de Cristo. ¿Qué estoy diciendo? El mal, lejos de disminuir, me parece que gana terreno cada día. En nuestro siglo hay más personas que profesan la piedad que en el del apóstol Pablo; pero también hay más hipócritas. Nuestras iglesias, lo digo para su vergüenza, toleran en su seno a miembros que no tienen derecho a este título, miembros que estarían muy bien colocados en un salón de banquetes o en cualquier otro lugar de disipación y locura, pero que jamás deberían mojar sus labios en la copa sacramental o comer el pan místico, emblemas de los sufrimientos de nuestro Señor. Sí, en vano trataríamos de ocultárnoslo, hay muchos entre nosotros –(y si volvieras a la vida, oh Pablo, qué ansioso estarías de decírnoslo, y qué amargas lágrimas derramarías al decírnoslo…)– hay muchos entre nosotros que son enemigos de la cruz de Cristo, y esto porque apegan sus afectos a las cosas de la tierra, y su conducta está completamente en desacuerdo con el santo pensamiento de Dios.

Me propongo, hermanos míos, investigar con vosotros la causa del extraordinario dolor del apóstol. Digo: extraordinario dolor, porque el hombre a quien mi texto representa derramando lágrimas no era, como sabéis, una de esas mentes débiles, enfermizamente sensibles y siempre dispuestas a conmoverse. En ninguna parte de las Escrituras leo que el apóstol llorara bajo la persecución. Cuando, en palabras del salmista, le trazaron surcos en la espalda, cuando los soldados romanos lo laceraron con sus varas, no sé que una sola lágrima escapara de sus ojos. ¿Fue arrojado a la cárcel? Cantaba y no gemía. Pero si Pablo lloró alguna vez como resultado de los sufrimientos a los que se expuso por amor a Cristo, vemos que lloró cuando escribió a los filipenses. La causa de sus lágrimas fue triple: primero, lloró por la pecaminosidad de ciertos miembros de la Iglesia; segundo, por los efectos desafortunados de su conducta; y tercero, por el destino que les esperaba.

2 - El apóstol Pablo lloró por el pecado de los que profesaban la piedad

En primer lugar, como hemos dicho, Pablo lloró por el pecado de estos formalistas que, aunque aparentemente formaban parte de una iglesia cristiana, no caminaban rectamente ante Dios y los hombres. Y observen la acusación que hace contra ellos: «Cuyo dios es el vientre», escribe. Su sensualidad: este es el primer pecado que el apóstol les reprocha. En efecto, había personas en la Iglesia primitiva que, después de sentarse a la mesa del Señor, iban a participar en los banquetes de los paganos, y allí se entregaban desenfrenadamente a los excesos del comer y del beber. Otros, abandonándose a las abominables concupiscencias de la carne, se sumergían en esos placeres (falsamente llamados así) que no solo destruyen el alma, sino que infligen su justo castigo al propio cuerpo. Otros, sin caer en tan vergonzosos excesos, se preocupaban mucho más del adorno exterior que del interior, del alimento del hombre exterior que de la vida del hombre interior; de modo que tanto como los primeros, aunque de diferente manera, hacían de su vientre un dios.

Pues bien, mis queridos amigos, les pregunto, ¿es este grave reproche del apóstol menos aplicable a nosotros que a la iglesia de Filipos? ¿Es imposible que encontremos entre los miembros de nuestro rebaño personas que de alguna manera deifican su propia carne, que se adoran a sí mismas idolátricamente, que se inclinan ante la parte más grosera y material de sí mismas? ¿No es bien sabido, no es incontestable, por el contrario, que hay hombres que profesan la piedad que acarician su carne, que halagan sus apetitos sensuales tanto como podrían hacerlo los mundanos declarados? ¿No hay algunos que disfrutan de los placeres de la mesa, que se deleitan en el bienestar, en el lujo, en los placeres de esta vida presente? ¿No hay algunos que, sin escrúpulo alguno, gastan toda una fortuna en adornar sus cuerpos perecederos, sin pensar que al adornarse de esta manera desmerecen la causa del Salvador a quien dicen servir? ¿No hay algunos cuyo asunto constante es buscar la comodidad, y cuya carne y sangre nunca les ha dado motivo de queja, pues no solo son esclavos de ella, sino que también la convierten en su dios?… Oh, hermanos míos, hay grandes manchas en la Iglesia, hay grandes escándalos. Ovejas inescrupulosas se han introducido en el rebaño. Falsos hermanos han introducido entre nosotros como serpientes bajo la hierba, y la mayoría de las veces solo son descubiertos cuando han infligido una dolorosa herida a la doctrina, causando graves daños a la gloriosa causa de nuestro Maestro. Repito con profunda tristeza, pero con íntima convicción, que hay muchos en nuestras iglesias (y hablo tanto de las iglesias disidentes como de la Iglesia inglesa) –a quienes se aplican demasiado bien estas severas palabras del apóstol: Cuyo dios es el vientre.

Un segundo reproche que Pablo dirigía a los supuestos cristianos de Filipos era que vinculaban sus afectos a las cosas de la tierra. Amados míos, puede ser que la acusación anterior no haya afectado a vuestras conciencias; pero ante esta, me parece muy difícil que encontréis una salida. Hay más: afirmo que el mal mencionado aquí por el apóstol, ha invadido ya la mayor parte de la Iglesia de Cristo. Para convencerse de ello, basta con abrir los ojos a la evidencia. Por ejemplo, es una anomalía, pero es un hecho, que hoy haya cristianos ambiciosos. Es verdad que el Salvador declaró que el que quiere ser exaltado debe humillarse; por eso se solía pensar que un cristiano era un hombre sencillo, modesto, capaz de acomodarse a las cosas bajas; pero en nuestro siglo ya no es así. Por el contrario, entre los pretendidos discípulos del humilde galileo, hay personas que aspiran a alcanzar el último peldaño de la grandeza humana, y cuyo único pensamiento no es glorificar a Cristo, sino glorificarse a sí mismos a toda costa. Y así es todavía –(¡qué vergüenza, oh iglesias!)– que tenemos en nuestras filas personas que, aunque tienen alguna apariencia de piedad, no son menos mundanas que los más mundanos, y que no saben lo que es el Espíritu de Cristo que los más carnales de los de fuera.

También así hay cristianos que son avaros. Sin duda, se trata de otra paradoja: parecería tanto hablar de la mancilla de los serafines o de la imperfección de la perfección que de la avaricia de un discípulo de Jesús; Y, sin embargo, (hago un llamamiento a todos los que me escuchan), ¿no nos encontramos todos los días con supuestos cristianos cuyas carteras apenas se aflojan ante el clamor de los pobres, que adornan su amor al dinero con el nombre de prudencia, y que, en lugar de utilizar sus bienes para hacer avanzar el reino de Cristo, solo piensan en atesorar? Voy más lejos, y digo que si queremos encontrar hombres inflexibles en los negocios, ansiosos de enriquecerse, duros con sus acreedores, rapaces, sórdidos, desleales, que, como los fariseos de antaño, no tienen reparos en devorar las casas de las viudas, digo que si queremos encontrar hombres así, debemos buscarlos a menudo en nuestras iglesias. Hermanos, me avergüenza hacer esta admisión, pero debo hacerlo, porque es la verdad. Sí, entre los miembros más estimados de nuestro rebaño, incluso entre aquellos que ocupan cargos eclesiásticos entre nosotros, encontrarán a algunos que vinculan sus afectos a las cosas de la tierra, y que no poseen absolutamente nada de esa vida oculta con Cristo en Dios, sin la cual no hay verdadera piedad. –¿Tengo necesidad de añadir? Estos grandes males no son fruto de una doctrina sana, sino de un vano formalismo. Bendito sea Dios, el remanente de los elegidos está preservado de estas tendencias desastrosas, pero la masa de cristianos nominales que invaden nuestras iglesias están afectados por ellas de una manera deplorable.

Un último rasgo por el que el apóstol caracteriza a los falsos hermanos de Filipos es este: Ponen su gloria en lo que es su confusión. Esta es la disposición natural de los formalistas. Se enorgullecen de sus propios pecados; es más, los llaman virtudes. Su hipocresía es justicia; su falso celo, fervor. Los sutiles venenos de Satanás los disfrazan de remedios saludables de Cristo. Lo que llamarían vicio en otros, lo llaman calidad en sí mismos. Si vieran a su prójimo haciendo lo mismo que acaban de hacer ellos, si las vidas de sus prójimos fuera un perfecto reflejo de las suyas propias, ¡oh!, cómo arremeterían contra ellos. Son los más estrictos de los sabatarios, los más escrupulosos de los fariseos, los más austeros de los devotos. Cuando se trata de señalar la menor debilidad en la conducta de los demás, nadie les supera en habilidad; y mientras acarician con gusto sus pecados favoritos, solo observan con lupa las faltas de sus hermanos.

En cuanto a sus propias conductas, no es asunto de nadie. Pueden pecar impunemente; y si su pastor se aventurara a hacerles algunas observaciones, se indignarían y gritarían que son calumnias. Las amonestaciones y advertencias no les afectan. ¿Acaso no son miembros de la iglesia? ¿No cumplen exactamente sus ritos y ordenanzas? ¿Quién se atrevería a cuestionar su piedad? –Oh, hermanos míos, hermanos míos, ¡no os engañéis! Muchos supuestos miembros de la Iglesia serán un día miembros de la gehena. Muchos hombres admitidos en una u otra de nuestras comunidades cristianas, que han recibido las aguas del bautismo, que se acercan a nuestras sagradas mesas, que tal vez tienen incluso la reputación de estar vivos están, sin embargo, en términos espirituales, tan muertos como cadáveres en sus sepulcros.

Hoy es tan fácil hacerse pasar por hijo de Dios. Cuando se trata de abnegación, amor a Cristo y mortificación de la carne, no somos muy exigentes; basta con aprenderse unos cuantos himnos, decir unas cuantas perogrulladas piadosas, unas cuantas frases convencionales, para imponérselas a los propios elegidos. Afíliese a una Iglesia de algún tipo; compórtese exteriormente de tal manera que pueda decirse que es respetable, y si no consigue engañar al clarividente, al menos tendrá una reputación de piedad lo bastante bien establecida como para permitirse caminar, con el corazón ligero y la conciencia tranquila, por el camino de la perdición… Ya sé, amados míos, que digo cosas duras, pero son cosas verdaderas, y por eso no puedo guardármelas para mí. A veces me hierve la sangre en las venas cuando me encuentro con hombres cuyo comportamiento me avergüenza, con los que apenas me atrevería a sentarme, y que sin embargo me llaman confiadamente «hermano». Viven en pecado y llaman hermano a un cristiano. Ruego a Dios que les perdone su error, pero declaro que de ninguna manera puedo confraternizar con ellos; ni siquiera quiero hacerlo, hasta que se comporten de una manera digna de su vocación.

Por supuesto, cualquier hombre que se hace un dios de su propio vientre y que pone su gloria en lo que es su confusión, es culpable; pero cuando este hombre se cubre con el manto de la doctrina, cuando conoce la verdad, incluso la enseña si es necesario, y profesa abiertamente ser un siervo de Cristo, ¡cuánto más culpable es! Hermanos, ¿podéis pensar en un crimen más espantoso que el del audaz hipócrita que, mintiendo a Dios y a su conciencia, declara solemnemente que pertenece al Señor, y que el Señor le pertenece a él, y luego se va a vivir como vive el mundo, siguiendo el tren de la era presente, comete las mismas injusticias, persigue los mismos objetivos, usa los mismos medios que aquellos que nunca han reclamado el nombre de Cristo? …¡Ah! si hubiera alguien de mis lectores que confesara que este pecado es suyo, que llore, sí, que llore lágrimas de sangre, porque la enormidad de su crimen es mayor de lo que se puede decir.

3 - El apóstol lloró por los desafortunados efectos de la conducta de los filipenses

Pero si el apóstol lloraba, como acabamos de ver, por el pecado de estos hombres que eran cristianos solo de nombre, lloraba aún más quizá por los efectos desgraciados de su conducta, pues añade esta palabra, tan contundente por su brevedad: Son enemigos de la cruz de Cristo. Sí, él dice la verdad, ¡oh Pablo! Sin duda, el escéptico y el incrédulo son enemigos de la cruz de tu Maestro; también lo son el blasfemo, el profano, el sanguinario Herodes; pero los enemigos por excelencia de esta cruz sagrada, los soldados de élite del ejército de Satanás, son estos cristianos fariseos, blanqueados por fuera con una capa de piedad, pero llenos por dentro de toda clase de podredumbre. Oh, me parece que, siguiendo el ejemplo del apóstol, todo hijo de Dios debería derramar lágrimas ardientes al pensar que los golpes más duros al Evangelio provienen de los que dicen ser sus discípulos.

Me parece que debería sentir un dolor como ningún otro al ver a Jesús herido cada día por los que dicen ser suyos. –¡Mirad! Ahí viene mi Salvador, con sangre en las manos y en los pies… ¡Oh, Jesús mío, Jesús mío! ¿Quién ha pretendido hacer correr de nuevo tu sangre? ¿Qué significan estas heridas? ¿Por qué estás tan triste? –Me han herido, responde, ¿y dónde crees que recibí el golpe? Seguramente, Señor, te hirieron en la casa de la intemperancia o del libertinaje, te hirieron en el banco de los burladores o en la asamblea de los impíos. ¡No! –dice Jesús; «fui herido en la casa de mis amigos» (Zac. 13:6); estas heridas me las infligieron hombres que llevan mi nombre, se sientan a mi mesa y hablan mi lengua. Ellos son los que me traspasaron, los que me crucificaron de nuevo, los que me entregaron a la vergüenza…».

¡Traspasar a Cristo, entregarlo a la ignominia profesando ser suyo! ¿No os parece, hermanos míos, que un pecado tan odioso no debería existir? La Historia cuenta que César, agonizante bajo los golpes de sus asesinos, solo perdió el dominio de sí mismo cuando vio que su amigo Bruto se acercaba para golpearle a su vez. “¡Y tú, Bruto!”, gritó entonces, y cubriéndose la cabeza con el manto, lloró. Del mismo modo, hermanos míos, si Cristo apareciera en medio de esta asamblea, ¿no podría decir a muchos de nosotros, velando su rostro con tristeza, o más bien estallando en justa indignación: “Y tú, que has irrumpido en mi Iglesia, y tú que te llamas mi discípulo, ¿también me golpeas…”?

Si he de ser derrotado en la batalla, que me venzan mis adversarios, pero que no me traicionen mis aliados. Si la ciudadela que estoy dispuesto a defender hasta mi último aliento ha de ser tomada, que el enemigo entre en ella caminando sobre mi cadáver, pero una vez más, que no me traicionen mis amigos. ¡Ah! Si el soldado que lucha a mi lado me vendiera a mis adversarios, mi corazón se rompería 2 veces; primero por la derrota y luego por la traición.

Durante las guerras religiosas que nuestros hermanos de Suiza tuvieron que librar para mantener sus libertades, un puñado de protestantes defendía valientemente un desfiladero contra un gran ejército. Aunque habían visto caer a su lado a sus hermanos, a sus amigos, aunque ellos mismos estaban exhaustos y a punto de derrumbarse, siguieron luchando con heroica intrepidez. Pero de repente se oyó un grito, un grito desgarrador, un grito terrible. El enemigo estaba escalando una eminencia y estaba a punto de envolver al pequeño grupo de soldados reformados. Ante esta visión, su líder se estremeció de indignación; rechinó los dientes y pataleó, pues se dio cuenta de que un traidor, un protestante cobarde, había tenido que vender a sus hermanos a sus implacables enemigos. Volviéndose hacia los suyos, gritó: “¡Adelante!” Y como leones que se abalanzan sobre su presa, estos valientes hombres corrieron al encuentro de sus enemigos, ahora dispuestos a morir porque uno de los suyos les había traicionado. Hermanos míos, es un sentimiento de esta naturaleza el que se apodera del valeroso soldado de la cruz cuando ve a uno de sus consiervos deshonrar la bandera de su divino Líder y traicionar su santa causa. Por mi parte, no dudo en decir que lo que temo no son los enemigos declarados, sino los falsos amigos. ¡Que haya 1.000 demonios fuera de la Iglesia, antes que solo uno dentro! No nos preocupemos por los ataques de los de fuera, pero cuidémonos, oh, cuidémonos de esos lobos arrebatadores que vienen a nosotros con piel de oveja. Es contra ellos contra quienes los ministros de la Palabra deben denunciar con santa ira los terribles juicios de Dios; es sobre ellos sobre quienes deben derramar la más amarga de sus lágrimas, pues son los más peligrosos enemigos de la cruz de Cristo.

Pero seamos más concretos e indiquemos brevemente algunos de los desgraciados efectos que se derivan de la presencia de los formalistas en la Iglesia.

En primer lugar, vejan y afligen singularmente al Cuerpo de Cristo, es decir, al conjunto de los fieles. Son, sin duda, la causa de los gemidos más dolorosos que jamás hayan salido del corazón de los hijos de Dios. Si un incrédulo me insulta y me cubre de barro en la calle, creo que le agradeceré el honor que me hace, si hago que me insulta por el nombre de Cristo; pero si un supuesto cristiano hiciera caer sobre la causa de mi Maestro la mancha de una vida desordenada, mi corazón se afligiría en mi interior, pues sé que tales escándalos son más perjudiciales para el Evangelio que las estacas y las torturas. Pero cuando veo a uno de sus supuestos discípulos negarlo y traicionarlo, ¿cómo no entristecer mi alma, y qué cristiano no se entristecería conmigo?

En segundo lugar, los falsos hermanos conducen infaliblemente a divisiones en la Iglesia. Lo digo con la mayor persuasión: si nos remontáramos a la fuente de nuestras discordias eclesiásticas, encontraríamos que todas o casi todas ellas deberían achacarse a los formalistas que, con su conducta incoherente, han obligado a los cristianos vivos a separarse de ellos. Habría más unidad entre nosotros si hipócritas no se hubieran colado en nuestras filas; habría más cordialidad, más abandono, más amor fraternal, si estos astutos seductores no nos hubieran enseñado a nuestra costa a ser reservados y desconfiados. Es más, siempre son los primeros en hablar mal de los verdaderos creyentes y en sembrar rencillas entre ellos. Y así ha sido siempre. La Iglesia de Dios ha sufrido los daños más graves de su historia, no por los ataques asesinos de sus enemigos declarados, sino por los incendios provocados secretamente en su propio campo por hombres que, aunque revestidos con el ropaje de la piedad, eran sin embargo espías y traidores.

También hay que tener en cuenta que tales personas hacen un daño incalculable a los inconversos. ¡Cuántos pobres pecadores que comienzan a volverse hacia Cristo son alejados de él por el escandaloso desacuerdo entre la conducta y los principios de ciertos cristianos! ¡Cuánta piedad naciente se romperá cada día contra esta piedra de tropiezo! –Y aquí, hermanos míos, permitidme que os cuente un hecho que confirma, de un modo sorprendente, la verdad de lo que estoy diciendo. Espero sentirlo yo mismo, y ruego a Dios que os lo haga sentir a vosotros también. Un joven pastor, de paso por la iglesia de un pueblo, pronunció un sermón que pareció causar una profunda impresión en el auditorio. Un joven en particular se sintió tan conmovido por las solemnes palabras del predicador que resolvió tener una charla con él. Para ello, le esperó a la salida de la iglesia y se ofreció a acompañarle a la casa donde se alojaba. Por el camino, el ministro habló de todo menos del Evangelio. El joven estaba muy inquieto. Se aventuró a hacerle a su compañero una o 2 preguntas sobre la salvación de su alma, pero este le respondió con frialdad y de forma evasiva, como si el tema tuviera poca importancia.

Por fin llegamos a la casa, donde se hallaban reunidas varias personas, y nuestro predicador entabló inmediatamente una conversación insensata, que aderezó con muchas acertadas palabras y payasadas. Pronto, animado sin duda por las risas de aprobación que saludaron sus primeras payasadas, llegó a olvidarse de sí mismo hasta el punto de pronunciar palabras que casi podrían calificarse de licenciosas. Indignado y fuera de sí, el joven se levantó bruscamente, salió inmediatamente de la casa, y él, que una hora antes lloraba al oír hablar del Señor, gritaba ahora con rabia: “¡La religión es mentira! Ya no creo en Cristo ni en Dios. Si estoy condenado, ¡que mi alma le sea reclamada a este hombre, pues es él quien la habrá perdido! ¿Se comportaría como lo hace

si él mismo estuviera convencido de las cosas que enseña a los demás? «No! Es un vil hipócrita, y desde ahora no quiero escucharle ni a él ni a su Evangelio”. El desdichado cumplió su palabra, pero cuando, algún tiempo después, yacía en su lecho de muerte, pidió ver al joven ministro. Por una notable coincidencia, este, que habitualmente vivía en una parroquia lejana, se encontraba ahora en el pueblo, adonde sin duda Dios le había llevado para recibir el castigo por su pecado.

Con la Biblia en la mano, entró en la habitación del moribundo y se disponía a leer y orar cuando este le detuvo: “Le oí predicar una vez, señor”, le dijo, mirándole fijamente. –Bendito sea Dios–respondió el ministro, creyendo sin duda que se trataba de un alma convertida por él. –No hay necesidad de bendecir a Dios, que yo sepa, continuó fríamente el enfermo, ¿recuerda usted haber predicado aquí tal o cual día? –Sí, me acuerdo perfectamente. –Pues bien, señor, temblaba mientras le escuchaba; me estremecía, me angustiaba. Salí de la iglesia con la firme intención de doblar la rodilla ante Dios y buscar su perdón en Cristo. Pero, ¿recuerda lo que dijo aquella tarde en cierta casa? –No, dijo el ministro. Entonces debo ayudar a su memoria, señor –continuó el moribundo–; pero, antes que nada, tome nota de esto: debido a su conducta de aquella tarde, mi alma debe ser condenada, y tan cierto como que aún tengo aliento de vida, tan cierto será que le acuso ante el tribunal de Dios de ser la causa de mi condenación. Dicho esto, el infeliz cerró los ojos y murió. Creo que os resultaría difícil, hermanos míos, imaginar lo que pasaba por el corazón del ministro cuando se alejaba de aquel lecho fúnebre… Toda su vida tendría que llevar consigo este horrible, espantoso remordimiento: “¡Hay un alma en la gehena que me culpa de su pérdida…!”.

Y un remordimiento semejante, me temo, pesará un día sobre la conciencia de muchos miembros de nuestras iglesias. ¡Cuántos jóvenes, en efecto, han sido desviados de la búsqueda seria de la verdad por las amargas censuras de nuestros modernos fariseos! ¡Cuántas almas rectas y sinceras han sido advertidas contra la sana doctrina por la conducta poco edificante de quienes profesaban adherirse a ella! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque no solo vosotros mismos no entráis en el reino de los cielos, sino que impedís que lo hagan los que quisieran entrar; os apoderáis de la llave del conocimiento; cerráis la puerta de la salvación con vuestras infidelidades, y ahuyentáis, con vuestra flagrante hipocresía, a las almas que estaban dispuestas a acercarse a ella.

Otro efecto deplorable de la conducta de los cristianos formalistas es que da gran alegría al diablo y a su partido. No me importa lo que digan los incrédulos en sus libros o discursos: por muy listos que sean (y ciertamente necesitan serlo, para demostrar lo absurdo y dar al error apariencia de verdad), por muy listos que sean, repito, no me importan sus ataques, siempre que se basen en mentiras. Pero cuando son capaces de lanzarnos reproches merecidos, cuando las acusaciones que lanzan contra la Iglesia de Dios tienen fundamento, oh, entonces hay que temerlos, y es entonces también cuando Satanás triunfa. Si un hombre se comporta como un cristiano recto y honrado, pronto desarmará a los críticos; si lleva una vida santa e irreprochable, pronto se cansarán de reírse a su costa; pero si cojea por ambas partes, si actúa unas veces como cristiano y otras como mundano, que no olvide que proporciona armas a los adversarios y les da ocasión de blasfemar contra el Evangelio. ¿Quién puede decir qué inmensas ventajas ha obtenido el diablo sobre la Iglesia a causa de las infidelidades de los que pretendían ser miembros de ella? “Usted dice y no hace, su vida no está de acuerdo con sus principios”: esta es la más formidable máquina de guerra con la que Satanás abre brechas en el muro de la Iglesia.

Estad, pues, en guardia, mis queridos lectores; vigilad constantemente sobre vosotros mismos, para no deshonrar la causa que profesáis amar. Y aquí me siento impulsado a dirigirme en particular a aquellos de ustedes que, como yo, tienen opiniones muy firmes sobre la elección de la gracia. Ustedes lo saben, porque creemos en una salvación puramente libre, porque decimos con el apóstol Pablo: No es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia (Rom. 9:16), en otras palabras, porque exaltamos la gracia soberana de nuestro Dios, se nos llama ultra calvinistas, antinomianos [1], se nos considera la escoria de la tierra, se acusa a nuestras doctrinas de fomentar el vicio y la inmoralidad. Queremos, amados míos, ¿refutar victoriosamente la calumnia? Esforcémonos por vivir de un modo cada vez más digno de nuestra vocación; temamos, por nuestras caídas y debilidades, ceder terreno a los ataques de nuestros adversarios; en una palabra, cuidemos de no desfavorecer estas santas verdades que nos son tan queridas como la vida misma, y a las que esperamos permanecer fieles hasta la muerte.

[1] El Antinomismo afirma que la obediencia [a Dios] no es necesaria para la salvación.

4 - El apóstol Pablo lloraba por la suerte reservada a los que profesan la piedad

Pero ahora es el momento de pasar a la tercera causa del profundo dolor de Pablo cuando escribió este texto. Esta causa, como ya os hemos dicho, era el destino reservado a los falsos hermanos de Filipos, según se desprende de estas palabras: Su fin es la perdición. ¿Oís, hermanos míos? El fin de los formalistas será la perdición, y me atrevo a añadir que la peor perdición. Sí, si en la gehena hay cadenas más pesadas que otras, si hay prisiones más oscuras, llamas más ardientes, angustias más crueles, tormentos más intolerables, seguramente serán compartidos por aquellos cuya profesión de piedad ha sido una mentira indigna. En verdad, por mi parte, preferiría morir como un pecador escandaloso, que como un cristiano hipócrita. ¡Oh!, qué despertar es para un alma que, después de haber tenido el privilegio de vivir en este mundo, está arrojada con los mentirosos en el otro, que, después de haber subido al cielo aquí abajo, se ve a sí misma rebajada a la gehena en la eternidad.

Y cuanto más haya conseguido seducirse el formalista, más terrible será su desilusión. Había creído tener en los labios la copa llena de las delicias del paraíso, pero, en cambio, se ve condenado a beber hasta las heces el amargo brebaje de la gehena. Esperaba entrar sin dificultad por las puertas de la nueva Jerusalén, y ahora las encuentra cerradas. Se imaginaba que, para ser admitido en el salón de bodas, solo tenía que gritar: Señor, Señor, y he aquí que oye pronunciar contra él, no simplemente la maldición general dirigida a la masa de los pecadores, sino esta sentencia 1.000 veces más terrible y amarga, porque es más directa y más personal: «¡No os conozco!» (véase Mat. 25:11-13). Aunque hayas comido y bebido en mi presencia, aunque hayas entrado en mi santuario, ¡eres un extraño para mí y yo soy un extraño para ti. –Hermanos míos, tal destino, más lúgubre que la tumba, más horrible que la gehena, más desesperante que la desesperación, tal destino será inevitablemente la parte de aquellos llamados cristianos que tienen su vientre por dios, que ponen su gloria en lo que es su confusión, y que ponen sus afectos en las cosas de la tierra.

Y ahora, mis queridos amigos, antes de terminar, permítanme responder a varios pensamientos que pueden haber sido sugeridos a ustedes por lo que acaban de escuchar. Si no me equivoco, algunos de ustedes se están diciendo en este mismo momento: “He aquí ciertamente un predicador que no perdona a las iglesias, y tiene razón. Les hace oír algunas verdades duras. En cuanto a mí, comparto totalmente su opinión: estas personas que profesan la piedad, que se dan aires de santos, son todos unos hipócritas y unos impostores. Siempre he creído que ninguno de ellos es sincero”. Basta, amigos míos. Dios me libre de haber dicho algo parecido a lo que ustedes dicen aquí; sería muy culpable si lo hubiera dicho. Hay más: sostengo que el mero hecho de que haya hipócritas es una prueba irrefutable de que también hay cristianos sinceros. “¿Cómo?” Pues es muy sencillo, queridos lectores. ¿Creen ustedes que habría billetes falsos en el mundo si no hubiera billetes buenos? ¿Creen ustedes que la gente trataría de poner dinero falso en circulación si no hubiera dinero bueno? Es evidente que no. La falsificación presupone necesariamente la existencia de la cosa falsificada. Por tanto, si no existiera la verdadera piedad, tampoco existiría la falsificación. Y del mismo modo que es el valor del billete lo que incita al falsificador a reproducirlo, es la excelencia del carácter cristiano lo que da a ciertas personas la idea de imitarlo. Ya que no tienen el verdadero, al menos quieren parecerlo; ya que no son de oro puro, se visten de tal manera que lo parezcan. Repito, y el más simple sentido común basta para hacernos comprender: puesto que hay falsos cristianos, tiene que haber necesariamente verdaderos.

¡“Bien dicho”! Puede decir otro de mis lectores. “Sí, gracias a Dios, hay cristianos sinceros y verdaderos, y yo tengo la suerte de ser uno de ellos. Nunca he tenido duda ni temor a este respecto; sé que soy uno de los elegidos de Dios, y aunque es cierto que no siempre me comporto como desearía, me atrevo a decir que, si yo no voy al cielo, pocos lo harán; ¡así que, predicador del Evangelio, a los otros con tus advertencias! Desde hace más de 20 años soy miembro de la iglesia, desde hace más de 10 tengo el honor de formar parte del consejo de ancianos; gozo de la estima de mis hermanos, nada puede hacer tambalear mi confianza. En cuanto a mi vecino, es otra cuestión. Creo que hará bien en asegurarse de que su conversión es real; pero, una vez más, por lo que a mí respecta, todo está bien; estoy perfectamente en paz”.

Ah, mis queridos lectores, ¿me perdonan si le digo que su exceso de confianza me preocupa mucho? Si ustedes no han tenido nunca ningún temor sobre el valor de su piedad, yo empiezo a tenerlo; si ustedes no dudan a veces de sí mismos, yo no puedo menos de temblar; porque, les diré, he observado que todos los hijos de Dios tienen una extrema desconfianza de sí mismos, y que temen más que nadie engañarse a sí mismos. Nunca he conocido a un verdadero creyente que estuviera satisfecho de su estado espiritual: así que, puesto que ustedes se declaran tan particularmente satisfechos del suyo, perdónenme, pero realmente no puedo firmar el certificado de piedad que ustedes se expiden a sí mismos. Puede ser que ustedes sean muy buenos; sin embargo, aconsejo que se examinen para ver si están en la fe, no sea que, hinchado su sentido carnal, caigan en las asechanzas del maligno.

Nunca demasiado seguro, es un lema que conviene perfectamente al cristiano. Estúdiese, cuanto quiera, para fortalecer su vocación y su elección; pero, por favor, nunca tengan una alta opinión de sí mismos. Guárdense de la presunción. ¡Cuántos hombres excelentes a sus propios ojos, son demonios a los ojos de Dios! ¡Cuántas almas muy piadosas en opinión de la Iglesia no son más que inmundicia ante el Santo de los santos! Por tanto, que cada uno de nosotros se examine a sí mismo y diga con el Salmista: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24). Amados míos, si las advertencias que acaban de escuchar tuvieran el resultado de suscitar en ustedes tales pensamientos, de inspiraros tal oración, bendeciría a Dios desde el fondo de mi alma por haberme permitido dirigirlas a ustedes.

Por último, debe de haber aquí algunos de esos espíritus ligeros y despreocupados que, según dicen, no les importa pertenecer o no a Cristo. Pretenden vivir como en el pasado, en el olvido de Dios, despreciando sus amenazas y burlándose de su nombre. ¡Insensatos y ciegos!, llegará un día en que sus risas se convertirán en lágrimas, en que sentirán la necesidad de esta doctrina que hoy desprecian. A bordo del barco de la vida, navegando por un mar tranquilo, se ríen ahora del bote salvavidas; pero esperen a que ruja la tempestad, y querrán precipitarse en él a toda costa. Ahora no hacen caso del Salvador, porque pretenden que no lo necesitan; pero cuando les alcance la muerte, cuando venga la tempestad de la ira divina –(¡recuérdenlo, pecadores!)–, ustedes que ahora no quieren orar a Cristo, ¡aullarán tras él! Ustedes, que ahora rehúsan llamarlo, lo perseguirán entonces con sus gritos de desesperación. Su corazón, que ahora no desea poseerlo, se desvanecerá tras él con una angustia inexpresable…

¡Vuelvan, vuelvan! ¿Conviértanse, por qué han de morir?

¡Oh, que el Señor les traiga a él y haga de ustedes sus hijos verdaderos y sinceros, para que su fin no sea la perdición, sino que sean salvos desde ahora, y salvos por la eternidad!