Es necesario nacer de nuevo

Juan 3


person Autor: Christian BRIEM 26

flag Temas: La salvación: el camino y el plan de la salvación según la Biblia El nuevo nacimiento: la fe, el arrepentimiento, la paz con Dios


El capítulo 3 del Evangelio según Juan relata una conversación extraordinaria entre el Señor Jesús y Nicodemo, el «maestro de Israel» (v. 9). Esta conversación contiene algunas comunicaciones sumamente importantes y fundamentales sobre el nuevo nacimiento y la vida eterna. Provienen de la boca de Aquel que, con gracia insondable, descendió del cielo, que hablaba de lo que sabía y daba testimonio de lo que había visto; que conocía perfectamente a Dios y sabía perfectamente lo que había en el hombre. Comencemos por este último punto.

1 - Convencido, pero no convertido

Nicodemo tenía una convicción puramente humana de Cristo: a causa de los signos y prodigios del Señor, Nicodemo había adquirido la convinción de que era un maestro venido de Dios, «porque nadie puede hacer los milagros que tú haces, a menos que Dios esté con él» (v. 2). Encontramos conclusiones similares anteriormente en el capítulo 2:23-25, donde aprendemos que muchos creyeron en su nombre «viendo los milagros que hacía. Pero él no se fiaba de ellos, porque conocía a todos y no necesitaba que nadie le diera testimonio acerca del hombre; porque él mismo sabía lo que había en el hombre.». El Señor Jesús sabía lo corrupto, pecaminoso y muerto que es el hombre natural, y que no había nada a lo que él pudiera haberse vinculado, nada sobre lo que él pudiera haber edificado. Estos judíos tenían una opinión humanamente formada –y totalmente correcta– de lo que es Cristo, pero en este aspecto ellos mismos permanecieron completamente inalterados.

Cuántos cristianos son como estas personas, como Nicodemo: creen en Cristo con cierta sinceridad, pero es solo una conclusión intelectual, una “creencia” humana. En realidad, no conocen a Cristo. En sus corazones aún no se ha despertado ninguna necesidad de él. La persona de Cristo y su testimonio de las cosas divinas dejan sus corazones fríos. Esta es la prueba más fuerte de que están espiritualmente muertos. Así era el religioso Nicodemo: plenamente convencido, pero inconverso y muerto sin cambio, y, si hubiera permanecido así, perdido para siempre. Que ninguno de mis lectores se equivoque acerca de la salvación y del verdadero estado de su alma. Tal vez usted no sea un enemigo declarado de Cristo, y sostenga que es verdad, con alguna sinceridad, lo que la Sagrada Escritura dice acerca de él. Tal vez sea usted incluso religioso, asiste a conferencias cristianas, lee escritos cristianos, trabaja en el ámbito cristiano. Pero dígame, ¿tiene un deseo interior por la persona de Jesús? ¿Ha pensado en él con amor al menos una vez hoy? No –entonces sigue muerto, muerto para Dios, insensible a los pensamientos de Dios. Puede tener una buena opinión de Jesucristo, pero con eso, si no tiene nada más, estará perdido para siempre, porque Dios no puede reconocer lo que es de la carne, lo que es del hombre. Necesita a Cristo mismo, Aquel que es la vida eterna.

2 - Tener necesidades

Pero el Espíritu de Dios obra en gracia, y donde él obra, surge en el alma el deseo de lo que es de Dios: Nicodemo se acerca a Jesús (v. 2). A diferencia de los judíos de Jerusalén, Nicodemo tenía necesidades espirituales en su alma. Estas son siempre un signo de lo que Dios está haciendo.

Al mismo tiempo, Nicodemo sintió instintivamente que el mundo estaba en contra de quien quería acercarse a Jesús: vino de noche. ¡Cuán herida estaba la dignidad del hombre que, como doctor-maestro de Israel, debía venir a aprender! ¡Qué obstáculos se interponen en el camino del hombre piadoso! Ciertamente, Nicodemo acudió a Jesús de noche, pero acudió a la única persona que realmente podía ayudarle y responder a sus necesidades. El Espíritu Santo no conduce a tal o cual iglesia, a tal o cual predicador –Él siempre y exclusivamente conduce a Jesús, el Hijo de Dios.

3 - «Ver» el reino de Dios

Nicodemo aceptaba como garantizado, como algo natural, que como judío era hijo del reino, y deseaba ser “enseñado”: «Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces, a menos que Dios esté con él» (v. 2). Pero en la respuesta del Señor: «En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (v. 3), aparecen inmediata y claramente 2 verdades importantes:

  1. El Señor no enseña la carne – no piensa mejorar al hombre tal como es.
  2. El hombre debe tener una nueva naturaleza, una nueva vida divina.

Dios establece un reino, un reino de poder y bendición para los suyos; allí es donde él opera. Solo para ver este reino se requiere una nueva vida. La «carne», es decir, el hombre en su estado natural, no puede percibirlo. Nicodemo tampoco podía verlo. A pesar de su religiosidad y de todos sus conocimientos, no entendía nada de las cosas de Dios, como nos muestra el versículo 4. ¿Por qué Nicodemo no vio el reino de Dios? No era por causa del Señor, que había demostrado su gloria con poderosos milagros. No, el mal estaba en él: aún no se había reconocido completamente perdido, muerto en sus delitos y pecados (Efe. 2:1). No había nada que “mejorar”. Lo que él necesitaba, lo que todo hombre necesita si quiere siquiera ver el reino de Dios, era recibir una nueva naturaleza, el “nuevo nacimiento”.

Pero antes de continuar con este importante tema, nos gustaría examinar brevemente la expresión «reino de Dios» utilizada aquí 2 veces por el Señor. El «reino de Dios» es un término general y omnicomprensivo para el ámbito espiritual en el que Dios actúa y gobierna los corazones. A veces el uso de la expresión «reino de Dios» subraya más el carácter de la dispensación, otras el carácter moral que le es inherente. Un ejemplo especialmente bueno de esto último es el conocido versículo de Romanos 14: «Porque el reino de Dios no es comer y beber, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (v. 17; comp. también 1 Cor. 4:20).

En las distintas épocas en las que Dios ha actuado en relación con el hombre, este reino se ha manifestado también de distintas formas. Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, el reino de Dios estaba entre ellos en la persona de Cristo Rey (Lucas 17:21; Mat. 12:28). Más tarde, este reino se manifestará en poder y gloria (comp. p.ej. 2 Tes. 1:5ss; Lucas 22:18), con una parte terrenal (el «reino… del Hijo del hombre») y otra celestial (el «reino de su Padre») (Mat. 13:41, 43). Hoy, el reino de Dios se encuentra en el cristianismo; así lo predicaba Pablo (Hec. 20:25; 28:31).

4 - «Entrar» en el reino de Dios

Las 2 preguntas de Nicodemo en el versículo 4 muestran 2 cosas: primero, que la pequeña palabra griega «ànothen» en el contexto de los versículos 3 y 7 significa no solo “desde arriba”, sino “de nuevo”. Al menos, así lo entendió Nicodemo. El Señor Jesús no habla de un nacimiento desde arriba como una especie de rejuvenecimiento con el que sueñan algunas personas. Aunque eso fuera posible, la carne no es más que carne. No, él habla de la necesidad de un nacimiento completamente nuevo. En segundo lugar, Nicodemo revela con sus preguntas que, aunque es doctor de Israel, todavía no está en condiciones de ver el reino de Dios.

Pero el Señor, lleno de gracia, no dejó a Nicodemo y sus preguntas como estaban. Le mostró el camino para entrar en el reino: «Jesús respondió: En verdad, en verdad te digo, a menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (v. 5). Aquí, el Señor describe lo que entiende por «nacer de nuevo». Las palabras «agua» y «espíritu» que emplea ahora no se refieren a 2 nacimientos distintos, sino a 2 aspectos del nuevo nacimiento.

4.1 - «De agua …»

El agua es a menudo, en la Escritura, una imagen de la Palabra de Dios aplicada por el Espíritu. También se utiliza como imagen del Espíritu mismo en su poder; pero aquí el agua es diferente del Espíritu Santo, pues «agua» muestra el carácter del instrumento: lo que actúa moralmente con el hombre. El Espíritu Santo utiliza la Palabra de Dios con poder, aplicándola al estado del alma del hombre y, así, endereza todo en el hombre. Se trata, sin duda, de un proceso solemne y doloroso en el alma, pero que, si va acompañado de arrepentimiento y fe, conduce a la vida (comp. Hec. 11:18: «arrepentimiento para vida»).

La Palabra de Dios es la revelación del pensamiento de Dios. ¡Qué gracia que, por medio de la Palabra, nuestros pensamientos miserables sean apartados y sustituidos por los pensamientos de Dios!

«De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad» (Sant. 1:18). «…para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la palabra» (Efe. 5:26). «Ya estáis limpios por medio de la palabra que os he dicho» (Juan 15:3). Vosotros «no habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la Palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe. 1:23). Todos estos pasajes muestran que la Palabra de Dios (a imagen del agua o de la semilla) es el instrumento del nuevo nacimiento. Hemos nacido «de agua». De los pasajes citados se desprende claramente que el Señor Jesús, cuando habla de «agua», no está pensando en absoluto en el agua de algún bautismo. El bautismo, además, es una “sepultura” (Rom. 6:4), y en sí mismo, nunca es una imagen de la vida.

4.2 - «… y del Espíritu»

En el caso del nuevo nacimiento, pues, se trata de una naturaleza que procede del Espíritu de Dios. El agua purifica, pero no puede dar vida por sí misma. Pero el Espíritu Santo comunica al creyente una nueva vida que viene de Él y lleva su carácter. Por eso leemos en el versículo siguiente: «Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (v. 6). Todo lo que nace es de la misma clase o naturaleza que el que lo dio a luz. Lo que produce la carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, es a su vez carne. No puede producir fruto espiritual y no puede ser mejorada o refinada de ninguna manera. La «carne» nunca se convertirá en «espíritu». Se puede forjar un bloque de hierro hasta convertirlo en una vara fina y flexible, pero es y seguirá siendo por naturaleza lo que era: hierro.

El hombre natural se caracteriza desde su nacimiento por su naturaleza pecaminosa. Tanto si es tosco, como si es finamente educado, su naturaleza, su carácter es «carne». Antes del nuevo nacimiento, por tanto, solo está presente la carne. Pero por la fe en Cristo, el hombre «nace de Dios» (Juan 1:12-13; 1 Juan 5:1); recibe por el Espíritu una nueva naturaleza, la naturaleza de Dios (2 Pe. 1:4), la vida de Cristo mismo. Así como la carne no puede convertirse en espíritu, esta nueva naturaleza, que es producida por el Espíritu Santo y de la que el Espíritu Santo es la fuerza, no puede degenerar en carne: como don de Dios, es perfecta y buena en sí misma, y no puede pecar (1 Juan 3:9).

5 - La «carne» – diferentes significados

Antes de proseguir, será útil considerar los diferentes significados de la palabra «carne» en las Escrituras.

No deberíamos esperar encontrar en el Antiguo Testamento el uso de la palabra “carne” como en el Nuevo Testamento, mientras que ya en el Antiguo Testamento la palabra se entiende como la fuente de todo mal en nosotros. Porque mientras el hombre estaba todavía sometido a la prueba de la Ley, el carácter y el estado corruptos no podían aún salir plenamente a la luz. A menudo, por tanto, la palabra «carne» significa simplemente “pueblo”, “humanidad” o “la raza humana”, abarcando a menudo toda la creación animal. Cabe señalar aquí que este mismo uso se encuentra en el Nuevo Testamento: «el Verbo se hizo carne» (Juan 1:14). Pero desde que se produjo la caída, la palabra «carne» se utiliza entonces muy a menudo en el Antiguo Testamento como símbolo de la debilidad y fragilidad de la criatura: «No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne» (Gén 6:3; comp. a este respecto Job 7:17-18; Sal 144:3-4). «Toda carne es hierba» (Is. 40:6). «Se acordó de que eran carne, soplo que va y no vuelve» (Sal. 78:39). «¿Qué puede hacerme el hombre?» (Sal. 56:4). «… toda carne perecería» (Job 34:15). «Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo» (Jer. 17:5).

Este uso de la palabra «carne» continúa en el Nuevo Testamento. El Señor Jesús dijo: «El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» (Mat. 26:41). Solo en el Evangelio según Juan encontramos por primera vez el término «carne» para referirse a la naturaleza mala y corrupta, nuestra desafortunada herencia de la caída. Por ejemplo, el capítulo 1 habla de la «voluntad de la carne» (v. 13), de la que no procede el nuevo nacimiento.

6 - Dos «naturalezas»

Se ha objetado a menudo que no encontramos en la Escritura las expresiones «vieja naturaleza” y «nueva naturaleza». Esto es cierto, pero sí encontramos la cosa en sí.

Todo creyente cristiano ha conocido 2 nacimientos: el nacimiento corporal y el nuevo nacimiento. Por el primero, llegó a ser hijo de sus padres; por el segundo, hijo de Dios (Juan 1:12-13). En correspondencia con estos 2 nacimientos, podemos hablar con razón de 2 naturalezas, de 2 conjuntos de rasgos morales que posee el creyente: La primera proviene de la vida terrena, la segunda de la vida divina. Como hijos de Adán poseemos y manifestamos la naturaleza humana; como hijos de Dios nacidos de nuevo, poseemos y manifestamos la naturaleza divina. Además, debemos distinguir entre nuestra naturaleza de hombres (pues «que Dios hizo al hombre recto», Ecl. 7:29) y nuestra naturaleza de hombres caídos. Es a esta última a la que nos referimos cuando hablamos de “vieja naturaleza”. Por otra parte, siempre conservaremos nuestra naturaleza humana como tal, y seguiremos siendo la misma personalidad, a pesar de los cambios de alma y espíritu por el nuevo nacimiento, o de cuerpo en la resurrección.

Ni siquiera una mariposa tiene una sola forma de apariencia. Primero tuvo que pasar por varias etapas. Al principio era solo un huevo, después una oruga, más tarde aún una crisálida. Y un día, esta mariposa multicolor se elevó hacia el cielo azul. Bien podemos distinguir entre la naturaleza del huevo y la de la crisálida u oruga. Pero son el mismo ser o criatura, que siempre ha conservado la naturaleza de insecto. Por eso es importante que también nosotros aprendamos a distinguir entre nuestra “naturaleza humana” y nuestra propia personalidad, que es responsable ante Dios.

A menudo es una gran e inquietante dificultad para los jóvenes conversos tener que comprobar en sí mismos, una al lado de la otra, 2 fuentes tan totalmente opuestas, 2 naturalezas tan totalmente diferentes entre sí. Dos ejemplos del manual divino de la creación pueden ayudarnos un poco. ¿Ha visto alguna vez un campo de trigo en el desierto? No, no existe. Solo hay campos de trigo donde hay personas. El corazón humano es como un campo sin cultivar que solo puede producir espinas y cardos. Para que se produzcan buenos frutos, es necesario introducir en la tierra vida del tipo adecuado. En el momento del nuevo nacimiento, Dios implanta en nosotros la nueva naturaleza mediante la semilla de su Palabra (Sant. 1:21; 1 Juan 3:9) que, como don, es perfecta en sí misma. Pero el mal, la vieja naturaleza, sigue existiendo en nosotros, al igual que los espinos y cardos en el campo donde se siembra el trigo.

O tomemos el ejemplo de una rama de manzano injertada en un brote silvestre. La manzana silvestre como tal no tiene ningún valor para el arboricultor. Un día dará fruto, pero no será comestible. Si quiere que esto cambie un día, toda la excavación, el abono y la poda no servirán para nada: hay que darle una nueva vida. Esto se hace mediante un vínculo íntimo con la rama incipiente de un árbol “noble”. Cuando se establece el vínculo de vida por el injerto de la rama del manzano, el arboricultor ya no llama al árbol por el nombre del árbol silvestre, sino por el nombre del árbol noble del que se ha tomado la rama incipiente (comp. Juan 3:1), porque ha pasado a formar parte de la naturaleza de ese árbol. Entonces, el arboricultor corta también todos los brotes viejos (véase Rom. 6:11; Col. 3:5), pues si los dejara crecer, volvería a obtener solo frutos sin valor, que llevarían su antiguo carácter.

Todo esto ilustra, pues, las palabras de nuestro Señor: «Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es».

7 - La necesidad de un nuevo nacimiento

Cuando el Señor Jesús dijo: «Os es necesario nacer de arriba» (3:7), se refería principalmente a los judíos. Nicodemo, como maestro de Israel, debería haber sabido por Ezequiel 36 que el nuevo nacimiento era una promesa de Dios a su pueblo terrenal, y que Israel tenía que nacer del agua y del Espíritu para poder disfrutar de las bendiciones terrenales del reino prometidas. «Yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra» (Ez. 36:24-27).

¡Qué urgente necesidad tenían los judíos de nacer de nuevo si querían entrar en el reino de Dios! ¡Qué urgente necesidad tiene todo hombre si no quiere estar perdido eternamente!

Los cristianos, tenemos bendiciones diferentes y superiores a las de los judíos. Sus bendiciones son terrenales, las nuestras celestiales. Pero para entrar en ellas, para ver y gozar a Dios, se requiere la comunicación de una vida nueva, la vida misma y la naturaleza de Dios. ¡Qué privilegio infinito es nacer de Dios!

7.1 - «El viento sopla de donde quiere»

Estas palabras del Señor en el versículo 8 indican cuán grandes son los misterios relativos al nuevo nacimiento, y que el nuevo nacimiento es realmente un acto soberano de Dios. Sin embargo, es totalmente erróneo enseñar –como desgraciadamente sucede a menudo– que el nuevo nacimiento precede a la fe. Nuestro versículo 5 muestra, al igual que 1 Pedro 1:23, Santiago 1:18 y otros pasajes, que el nuevo nacimiento tiene lugar por medio de la Palabra de Dios a través del Espíritu Santo. No puede ser separado de la Palabra de Dios y la fe en la Palabra: «Así que la fe viene del oír; y el oír, por la Palabra de Dios» (Rom. 10:17).

Las 2 afirmaciones de Juan 3 «no puede…» (v. 3) y «… para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (v. 16) deben ir siempre juntas. Que alguien ya haya nacido de nuevo y aún no haya creído en el Evangelio sería una anomalía y ¡no es posible! El orden divino en Efesios 1:13 es oído, creído, sellado. Dios solo da el derecho de ser hechos hijos de Dios a aquellos que creen en su nombre (Juan 1:12).

7.2 - El testigo celestial

Pero, ¿qué significan las palabras del Señor en el versículo 11, casi como si estuviera conjurando? «En verdad, en verdad te digo, que hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto». ¿Y quién es «nosotros»? El Señor Jesús habla aquí de sí mismo como aquel que es perfectamente uno con la Divinidad, que es Dios mismo, y dice: «nosotros» –es Dios. Además, utiliza para «saber» una palabra (griego oida) que no implica un conocimiento erudito, sino un conocimiento íntimo, interior, real, consciente y personal. Oh, nuestro querido Señor no habla solo como hablaban los profetas –inspirados y con autoridad divina–, sino como alguien que está en perfecta intimidad con Dios, porque él es Dios. Habla como solo puede hablar quien conocía conscientemente a Dios y su gloria. Su conocimiento de las cosas divinas era absoluto y totalmente independiente de cualquier revelación que hubiera recibido. No, él conocía las cosas según su esencia, en su fundamento. Esto es lo que da a las palabras de nuestro Señor, que a menudo parecen tan sencillas, una profundidad insondable, combinada con una incomparable exactitud de expresión. En efecto, en sus palabras encontramos una enseñanza divina de inestimable valor.

Pero luego el Señor continúa diciendo que él da testimonio de lo que ha «visto». ¡Qué precioso es esto! Habló de escenas de gloria celestial en las que había vivido. Habló de lo que es propio de esa gloria, de lo que es necesario para participar en ella. ¡Oh, cuánto se acercó Dios a nosotros en él, cuánto se reveló Dios en él –en él, un hombre– a nosotros los hombres! Y ahora tenemos la nueva naturaleza, y por medio de ella tenemos comunión con Dios. ¡Que se lo agradezcamos eternamente a Dios por Jesucristo, nuestro Señor!

¿Es concebible, entonces, que alguien pueda mostrarse indiferente u hostil ante tal testimonio de tal testigo? Pues así es: al igual que los judíos de la época, los cristianos de hoy rechazan en general este testimonio de Cristo. Nadie había subido nunca al cielo (v. 13) para traer de vuelta palabras. Pero él había venido de allí, y por eso podía perfectamente comunicar lo que allí había, lo que allí sigue habiendo. ¿Puede Dios tener otra respuesta que el juicio para los que no creen en su Hijo y en su testimonio? Por eso escuchamos estas solemnes palabras en nuestro capítulo: «Quien cree en él no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios» (v. 18). «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (v. 36).

8 - Una «necesidad» divina

En el versículo 14, el Señor Jesús habla ahora de su muerte en la cruz, y trae los pensamientos a este sorprendente «es necesario»: «… asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado». ¿Por qué «es necesario»? Eso es lo que podemos preguntar. ¿No hizo él la obra de la cruz por su propia voluntad? Desde luego que sí. Pero el Salvador habla de la absoluta necesidad de su muerte, y esto desde 2 puntos de vista.

1. La naturaleza santa y justa de Dios, por una parte, y nuestro estado de perdición, por otra, requieren la expiación. Dios debe juzgar el mal con toda la autoridad de su justicia. Si un pecador llegara alguna vez a Dios, la expiación debe haber tenido lugar. No, Nicodemo, no era un Mesías vivo en la tierra lo que se necesitaba, sino un Hijo del hombre rechazado («levantado»). Solo en la cruz de Cristo encontramos el poder de la curación, de la salvación para el hombre perdido por la mordedura de la serpiente del pecado.

2. Pero Dios es también amor; es la efusión de su naturaleza. En este amor, él es, sobre todo, soberano, incluso sobre el mal que debe juzgar. Y en esta libertad soberana, Dios amó al mundo (v. 16), es decir, no solo a los judíos, sino a todos los hombres. Es un hecho maravilloso. El amor da –da al Hijo único. Si Dios quería revelarse en su amor, entonces el Hijo del hombre tenía que ser elevado. Dios no solo quería revelarse en el carácter de Juez, sino que quería que le conociéramos como nuestro Padre. El amor de Dios es el punto de partida de todos sus caminos, y es con un corazón agradecido y en adoración que también podemos interpretar este «necesario» divino como su amor.

9 - La vida eterna

Ahora que el Señor habla de su obra expiatoria y de las gloriosas bendiciones que quiere conceder a los que creen en él, cambia la forma de expresarse, y ya no habla de “nuevo nacimiento”, sino de «vida eterna»: «… para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna». «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (3:15-16).

El consejo del amor de Dios es que tenemos que compartir todo con Cristo (aparte de su divinidad, por supuesto). Sin embargo, no podemos compartir con él el nuevo nacimiento, pues él, el Hijo único del Padre, nunca necesitó tal nacimiento. Pero debemos y podemos compartir la vida eterna con él. Esto también indica la diferencia entre los creyentes del Antiguo Testamento, que también nacieron de nuevo, y los creyentes de la edad de la gracia, a quienes Dios ofrece esta gracia inconmensurable: «la vida eterna».

Antes de concluir, detengámonos un momento en esta expresión, aun siendo conscientes de los límites de nuestra comprensión de la verdad divina. La «vida eterna» es una vida espiritual, divina, por la que llegamos a conocer a Dios y a gozar de él (Juan 17:3). No es solo inmortalidad: es una vida no solo sin fin, sino también sin principio. Pertenece a un mundo ajeno a nuestros sentidos (2 Cor. 4:18). 1 Juan 1 muestra que Cristo mismo es la vida eterna que estaba con el Padre y se nos ha sido revelado. El que tiene al Hijo, ahora también tiene la vida (1 Juan 5:11-12). En Efesios 1:4-5, se nos muestra esta vida en su doble carácter:

1. La que corresponde a la naturaleza de Dios, lo que Cristo era y es personalmente (santo e irreprochable ante él en el amor); y

2. nuestra relación con el Padre como hijos ante él; esta es la posición del propio Cristo.

En resumen, podemos decir que la «vida eterna» es la posición que satisface el amor de Dios por nosotros. El gran propósito de Dios en todos sus actos de gracia fue llevarnos a la comunión con él mismo. En virtud de la vida eterna, ahora disfrutamos del amor del Padre y del Hijo y tenemos comunión con ellos (1 Juan 1:3). ¡Qué bendición tan maravillosa y perfecta! No solo estamos justificados ante él, no solo hemos sido aceptados por él, sino que compartimos con él los mismos pensamientos y sentimientos. Él los tiene en sí mismo, nosotros los tenemos de él, pero son los mismos. Porque Cristo es nuestra vida, tenemos el privilegio infinito de la comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. No hay nada más grande, amados, ni siquiera en el cielo.

Gottes kostbare Gedanken, p.27-49