Inédito Nuevo

La fe y sus fundamentos


person Autor: William Wooldridge FEREDAY 17

flag Temas: El nuevo nacimiento: la fe, el arrepentimiento, la paz con Dios La fe


A los lectores

Los siguientes capítulos se publicaron por primera vez en 1907 como artículos en un semanario. Se volvieron a publicar como colección a finales de ese año. Como la edición ha estado agotada durante mucho tiempo, y muchas personas han expresado la esperanza de que se vuelvan a imprimir, se ha publicado ahora una nueva edición (con algunas correcciones menores). Que este librito siga bendiciendo a las almas en pena. Marzo de 1912.

 

1 - La fe

En días de confusión y duda, como los de hoy, la pregunta es de suma importancia para todos nosotros: ¿Qué es la fe? Mucho depende, tanto para el presente como para el futuro, de la respuesta que seamos capaces de dar a nuestros corazones a esta pregunta. Quizá la explicación más sencilla de lo que es la fe la encontremos en las palabras del apóstol Pablo, pronunciadas en medio de la violenta tormenta que se abatía sobre él en su viaje a Roma. Las circunstancias eran de lo = las más angustiosas. Durante varios días, el barco en el que navegaba había estado zarandeado en el mar Adriático, con la perspectiva de una pérdida total. Mientras sus compañeros de viaje estaban al borde de la desesperación, él les comunicó el sencillo mensaje que había recibido de un ángel de Dios, a saber, que no se perdería ni una sola vida de las 276 que iban a bordo, y añadió: «Por lo cual, hombres, tened buen ánimo; porque yo creo a Dios, que sucederá así, como se me ha dicho» (Hec. 27:25).

Aquí tenemos todo el secreto de la fe: «Creo a Dios». El primer hombre y su mujer perdieron la confianza en su Creador cuando estaban en el jardín, prefiriendo creer en la palabra de la serpiente; desde entonces, es común que el hombre desconfíe de su Dios y no le crea. La fe es el retorno del alma a la confianza original del hombre en su Creador.

¿Puede la voz de Dios ser escuchada hoy por quienes desean oírla? Por supuesto que sí. ¿Es concebible que un Ser de amor y bondad insondables deje a la vasta familia humana sin una luz que ilumine su oscuridad? El pensamiento es antinatural e imposible. ¿Dónde, entonces, se oye la voz divina? En la Escritura, que está «inspirada por Dios», como Pablo aseguró hace tiempo a su hijo Timoteo. Mantengamos, pues, la fe en las Sagradas Escrituras, aceptándolas como la mismísima Palabra de Dios. Si renunciamos a ellas, todo está perdido; ya no tenemos mapa ni timón que nos guíen por los vericuetos del mundo actual. Del mismo modo, si nos negamos a escuchar las Escrituras, ¿a quién podemos acudir en busca de luz sobre el insondable más allá?

Nuestro enemigo jurado, el diablo, sabe muy bien dónde está la clave de la situación, de ahí sus persistentes esfuerzos a lo largo de los siglos por arrancar las Escrituras de manos humanas. Su táctica cambia con los tiempos. En una época insta a las autoridades seculares a quemar la Biblia, en otra llena el ambiente religioso de críticas impías. Pero sea cual sea la táctica, el objetivo es siempre el mismo: destruir la fe y también todo aquello en lo que la fe se apoya.

Queridos lectores, yo creo a Dios. En el Libro Sagrado, él me habla de mis pecados, humillándome en el polvo. Como un centinela fiel, me advierte en escritos, que nunca me engañarán, de las consecuencias del pecado si encuentro placer en él y lo practico. Más aún y, sobre todo, me revela un corazón de afecto infinito, que no dudó en sacrificar a su propio Hijo amado, para que los hombres pecadores pudieran, sobre una base perfectamente justa, ser salvados y bendecidos para siempre. Un Dios así merece toda la confianza y el amor de mi corazón.

• NdT: El autor de este artículo expone los fundamentos de la fe cristiana contenidos en la Palabra de Dios.

2 - El arrepentimiento

El arrepentimiento es tratado en la Sagrada Escritura como el acompañamiento natural de la fe. Por eso el apóstol predicó a judíos y gentiles «el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesús» (Hec. 20:21). ¿Qué es el arrepentimiento? Puede definirse como el juicio o el rechazo de uno mismo. Puesto que todos estamos mucho más inclinados a juzgar a los demás que a nosotros mismos, y a ver los pecados de los demás más fácilmente que los propios, el arrepentimiento, tal como Dios lo busca, debe, como la fe, ser divinamente obrado en el alma.

Tal vez el mayor predicador del arrepentimiento que el mundo haya conocido fue Juan el Bautista. Este es uno de los rasgos más llamativos de su testimonio. Su actitud austera escandalizaba tanto a sus contemporáneos que declaraban que tenía un demonio. Fue sin duda un gran denunciador de los males de su tiempo. Todas las clases sociales sintieron el aguijón de sus palabras. Los fariseos, por muy religiosos que fueran, se estremecieron ante las duras denuncias de su hipocresía. Los saduceos, que se caracterizaban por interpretar libremente la revelación divina y pretendían eliminar de ella todo lo sobrenatural, temblaban ante las encendidas palabras del predicador. Juan no dudó en calificar a fariseos y saduceos de: «¡Engendro de víboras!» (Mat. 3:7). Al hacerlo, no fue en absoluto el compañero de los demagogos socialistas de hoy que solo tienen ojos para los pecados de los ricos y poderosos; los recaudadores de impuestos, los soldados y la gente común en general sintieron a su vez la severidad de su látigo.

La verdad es que toda la familia humana, sea alta o baja, educada o inculta, religiosa o no, está por naturaleza esclavizada por el pecado respecto a Dios. De ahí la afirmación de Pablo en Atenas: «Dios… ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan» (Hec. 17:30). Para ayudarnos, las Escrituras nos dan ejemplos de arrepentimiento en personas de todas las clases sociales y morales. ¿Quién no conoce el Salmo 51? Es la confesión de un rey. ¿Quién no ha oído hablar de las palabras de dolor por el pecado que fueron pronunciadas al oído del Salvador moribundo en el Calvario? Fue la confesión de un vulgar malhechor. Recordemos también el gemido del justo Job: «Me aborrezco, y me arrepiento»; y el humilde reconocimiento del otrora santurrón Pablo de que era: «de los pecadores… el primero» (1 Tim. 1:15).

Es la bondad de Dios la que lleva al arrepentimiento (Rom. 2:4). Cuando los ojos de un hombre se abren a la verdad acerca del Dios con quien estamos tratando, cuando todo Su amor y gracia pasan ante su alma en revisión, el orgullo natural y la rebelión de su corazón ceden completamente, y se alegra de yacer en el polvo y las cenizas a sus benditos pies. Cuando se comprende el asombroso pensamiento (nunca puede ser sondeada) de que Dios sacrificó a su Hijo único para borrar nuestros abominables pecados e iniquidades, hasta el corazón más endurecido se ve obligado a ceder. ¿Qué sucede a continuación? «Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Sal. 51:17).

3 - Las buenas obras

Las buenas obras siempre han sido tenidas en gran estima por los hombres, pero a veces se les ha dado un lugar falso en sus mentes. Algunos, por ejemplo, las han considerado como el único medio de salvación; otros, no queriendo ir tan lejos, han pensado que al menos ayudan a realizar las cosas, aunque se necesite además algo divino. Ambos puntos de vista son erróneos, según las Escrituras. Si es cierto que la mente carnal es enemistad contra Dios, llena de rebeldía contra su Ley e incapaz de someterse a ella, entonces se deduce que «los que están en la carne [es decir, los incrédulos] no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:7-8). Esto elimina por completo la idea de que las obras humanas, cualesquiera que sean, puedan contribuir en lo más mínimo a la salvación del alma. Los títulos dados por Dios a los diversos productos de nuestra naturaleza caída son «obras muertas» y «obras malas» (Hebr. 6:1; 9:14; Col. 1:21; 2 Juan 11).

La salvación es el fruto de un principio completamente diferente. «Porque por gracia sois salvos mediante la fe; y esto no procede de vosotros, es el don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efe. 2:8-9). Quien conoce la herida de su propio corazón agradecerá tal afirmación. Un principio tal como la gracia da esperanza al más indigno; de hecho, nos abre la puerta a todos. Pero la gracia debe basarse en la justicia, de lo contrario la gracia de Dios pasaría ligeramente por encima de los pecados, lo cual es imposible. Hay que mantener a toda costa la majestad del trono divino; hay que respetar la santidad de la naturaleza divina en todas sus exigencias y en todo lo que le es debido. Aquí es donde interviene la cruz de Cristo, que es a la vez la respuesta completa a todas las exigencias divinas y la expresión misma de toda la gracia del corazón de Dios hacia el hombre perdido.

Ante la asombrosa obra de la cruz, ninguno de nosotros se atreve a pensar en la salvación por sus propios esfuerzos. Si hubiera sido posible para alguno de nosotros, Cristo ciertamente habría muerto en vano. Tampoco nos atrevemos a pensar en añadir a la virtud de esta obra nuestras propias acciones insignificantes, cualesquiera que sean y cuandoquiera que se realicen. Cualquier idea sería un insulto a Aquel que sufrió inconmensurablemente por nuestra bendición.

Entonces, ¿cuál es el verdadero lugar de las buenas obras en el gran plan de Dios? Ellas siguen a la salvación tan naturalmente como la fruta brota de un árbol vivo. Las Epístolas del Nuevo Testamento están llenas de fuertes exhortaciones sobre la conveniencia de las buenas obras, pero todas están dirigidas a aquellos que tienen una fe viva en el Hijo de Dios. Pablo, Pedro, Juan y, sobre todo, Santiago, insisten en que los creyentes deben perseverar en las buenas obras. El cristianismo es vital y revolucionario en sus efectos cuando es verdaderamente recibido en el alma. Hace humilde al hombre orgulloso; al egoísta, desinteresado; y al ladrón, laborioso y benéfico. Ninguna fuerza moral en el mundo puede compararse con la verdadera gracia de Dios revelada en el cristianismo.

Nada aceptable puede ser devuelto a Dios hasta que todos sus dones de amor hayan sido recibidos por la fe. Entonces comienza una santa actividad que no terminará con esta desvanecida escena terrenal, sino que continuará para siempre en su presencia celestial.

4 - La conversión

La conversión es una necesidad moral para todos los que desean tratar con Dios en paz y bendición. El Salvador lo dejó claro cuando dijo: «En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mat. 18:3). Esta afirmación sorprende por su carácter perentorio; presentada de tal forma, nos obliga a detenernos y preguntarnos qué significa esta conversión. Es evidente que cualquier malentendido al respecto sería fatal para todos y cada uno de nosotros.

De todas las imágenes de conversión que nos ofrecen las Escrituras, ninguna es más expresiva que la de los tesalonicenses. Su ciudad había estado inmersa en la idolatría desde su fundación y, a excepción de unos pocos judíos que adoraban a Jehová, todos los tesalonicenses se inclinaban ante deidades paganas. De repente, un pequeño grupo de predicadores itinerantes entró en la ciudad y proclamó no solo al Dios vivo y verdadero que conocían los judíos, sino también a su Hijo Jesucristo. En cuanto al Hijo de Dios, predicaban su muerte y resurrección, su entrada en el cielo y su futura venida para la plena liberación de todo su pueblo. Esta predicación tocó el corazón de muchas personas. Hacía tiempo que conocían a los ídolos (muertos), ¡pero un Dios vivo era una idea nueva para ellos! Así que rechazaron a todas esas supuestas deidades con sus pasiones bárbaras a las que habían servido durante tanto tiempo. Y aceptaron a un Salvador que se sacrificó, despertando en sus mentes pensamientos y sentimientos como nunca habían conocido. Uno de aquellos predicadores describió más tarde el efecto: «Os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:9-10).

«¡Os habéis vuelto a Dios!». Esto es la conversión. La necesidad de conversión surge del hecho de que todos procedemos de una estirpe corrupta. Cada persona sobre la tierra ha sido formada en la iniquidad y concebida en el pecado. Es natural que cada hijo de Adán se extravíe como una oveja descarriada. El juicio divino sobre toda nuestra raza fue expresado hace mucho tiempo con estas dolorosas palabras: «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno» (Rom. 3:12).

«Os volvisteis… a Dios», escribía el apóstol a los tesalonicenses. La enérgica predicación que habían escuchado les había puesto cara a cara, por así decirlo, con Dios. En su luz, vieron la luz. El horror del pecado, y en particular la vanidad de la idolatría quedó grabado en sus corazones y en sus conciencias. Son lecciones terribles que todo el mundo debe aprender. Se volvieron a un Dios Salvador. Cuando conocieron el inmenso sacrificio de amor que Dios había hecho al entregar a su Hijo único a la muerte por su salvación, su suerte ya no fue la angustia ni la consternación, sino el descanso, la paz y la plena satisfacción. Nunca más podrían dar la espalda a un Dios así, pues él había atraído y ganado sus corazones para siempre. «¡Os volvisteis… a Dios!». Sí, eso es la conversión según la Biblia, y solo eso.

5 - Un nuevo nacimiento

Nicodemo sufrió un serio revés cuando nuestro Señor le dijo: «Os es necesario nacer de arriba [nacer de nuevo]» (Juan 3:7). Las circunstancias eran bastante notables. Poco antes, el Señor había abandonado la aldea galilea donde vivía para dirigirse a la imponente ciudad ceremonial de Israel, Jerusalén. Indignado por lo que vio en el templo, expulsó inmediatamente a los mercaderes a latigazos ante los ojos de las autoridades. Tras tal acto, Nicodemo, uno de los principales líderes religiosos del pueblo, se dirigió a él y le dijo: «Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios» (v. 2). Fue en respuesta a este saludo que nuestro Señor insistió en la necesidad del nuevo nacimiento para todos, y para Nicodemo en particular.

El visitante se quedó perplejo. Si el Salvador hubiera dicho que los recaudadores de impuestos y los pecadores tenían que nacer de nuevo para entrar en el reino de Dios, lo habría entendido más fácilmente. Pero el Señor lo convirtió en un asunto personal: «A menos que el hombre nazca de nuevo» (v. 3). ¿Acaso no era recto y moral, y al mismo tiempo enseñaba al pueblo de Dios? ¿Qué más se le podía pedir? Un hombre como él merecía sin duda el favor de Dios.

Hoy en día, muchas personas están tan perplejas como Nicodemo. El corazón humano tarda en admitir que todos venimos de una estirpe corrupta, que todos hemos entrado en el mundo moralmente contaminados, en una palabra, que nuestra propia naturaleza (por no hablar de nuestras acciones) no es adecuada para Dios y su santa presencia. Y, sin embargo, esta es la realidad. Por eso todo hombre, por excelente que sea a los ojos de sus semejantes, necesita de Dios una vida nueva, espiritual. ¿Cómo se implanta esta vida en el alma? Mediante la aplicación de la Palabra de Dios a través del Espíritu Santo. Esta Palabra se compara con el agua en Juan 3:5, y con una semilla incorruptible en 1 Pedro 1:2-3. Las personas son engendradas espiritualmente, no por ordenanzas, sino por medio del Evangelio (1 Cor. 4:15).

¿Y qué es el Evangelio? El Salvador lo presentó, por así decirlo, en pocas palabras a Nicodemo durante su conversación de medianoche. Se presentó como «el que descendió del cielo» (v. 13), una Persona divina que vive en la carne. Luego declaró que «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (v. 14-15). Y prosigue con esta maravillosa afirmación: «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único». Esto lo dice todo. Nuestra única esperanza reside en el Hijo del hombre que fue crucificado. Su cruz ha traído la curación y la vida a todos los que creen. Tan pronto como el ojo de la fe se vuelve hacia él, el Espíritu de Dios insufla en el alma esa vida nueva de la que hablaba nuestro Señor, que hace al alma apta para tener acceso a Dios y a la luz de su sagrada presencia por la eternidad.

6 - El perdón

“Creo en el perdón de los pecados”. Son palabras familiares, utilizadas a menudo por nuestros semejantes. Sin embargo, es de temer que muchos de los que así hablan no puedan afirmar que sus pecados son perdonados, y no sean conscientes de que siguen estando aparte del trono de Dios. ¿De qué pecados se creen perdonados?

Ciertamente no hay un alma que no necesite perdón, aunque a veces nos enfrentamos con algunos de esos 99 justos que juzgan que no necesitan arrepentirse. Pero se engañan a sí mismos. Las palabras del sabio son demasiado ciertas: «No hay justo en la tierra que haya hecho el bien y no haya pecado» (Ecl. 7:20). El resumen del apóstol es aún más concluyente: «No hay diferencia; puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:22-23). Un lenguaje tan claro no deja escapatoria a nadie. Toda la familia humana está sometida al juicio de Dios. Es más, nadie puede salir de tal situación. Ningún esfuerzo humano, ya sea un cambio de vida, una limosna o cualquier otra cosa, puede borrar un solo pecado.

En tales circunstancias, nuestros corazones se vuelven impotentes hacia Aquel contra quien se han cometido todos nuestros pecados. Solo en Dios se encuentran la misericordia, la compasión y el amor. Y eso no es todo. Hay en él una sabiduría incomparable que ha encontrado el medio de perdonar plena e incondicionalmente al pecador, manteniendo la justa coherencia de su trono. Ese medio es Cristo, «a quien Dios puso como propiciación mediante la fe en su sangre» (Rom. 3:25). Si este es el carácter de Aquel con quien tenemos que ver, desechemos tanto el orgullo que se niega a reconocer su culpa, como la desesperación que considera sus pecados demasiado graves para ser perdonados. Algunos padecen la primera enfermedad, otros la segunda. Hace casi 1.900 años, Pablo proclamó en Antioquía: «Sabed que en su nombre [el de Jesús] se os predica perdón [o remisión] de pecados» (Hec. 13:38). Y esta proclamación aún no ha sido retirada por el Dios que la autorizó. Una acogida como la que recibió el hijo pródigo de Lucas 15 al volver con su padre espera a todos los que regresan con verdadera contrición y arrepentimiento hacia Dios. El beso del perdón y el anillo del amor eterno son favores que Él se complace en conceder (v. 20-23).

7 - La justificación

Fue un gran momento para su alma, y trascendental para muchas otras, cuando Lutero aprendió de Dios que la justificación es solo por la fe. Durante siglos, la masa de la cristiandad había gemido bajo la noción errónea de que era solo a través de obras laboriosas y la observancia de las ordenanzas religiosas que los hombres podían esperar en última instancia obtener el favor de Dios. La verdad siempre ha estado escrita en las Escrituras, pero los ojos de los hombres han estado tan cerrados que no la han visto.

Justificar a un hombre es considerarlo justo. Ninguna acusación puede ser presentada contra él, y será absuelto para siempre ante el trono del juicio. Justificar a alguien que no ha cometido ningún delito es algo sencillo, y todos los magistrados del mundo son capaces de hacerlo. Pero justificar a un pecador es un asunto completamente distinto, un problema que solo Dios puede resolver. Hacía tiempo que Job y su amigo Bildad se preguntaban: «¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?» (Job 9:2 y 25:4). Ambos tenían en mente el hecho de que el hombre está caído y es culpable. Su pregunta no tuvo una respuesta definitiva en los tiempos del Antiguo Testamento; para esto, como para la solución de muchos otros enigmas, los hombres tuvieron que esperar a que Dios enviara a su Hijo amado. «Pero ahora…», dice el apóstol, «justicia de Dios ha sido manifestada» (Rom. 3:21). Se ofrece «a todos», y recae sobre «todos los que creen» (v. 22). Su fundamento es la sangre de Cristo, que fue derramada una sola vez en la cruz del Calvario, cumpliendo todas las exigencias del trono de Dios por los pecados de todo el pueblo de Dios, judío y gentil por igual.

La resurrección de Cristo es una señal, para que todos la vean, de que las justas demandas de Dios han sido satisfechas. El hombre que llevó «en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24) está ahora sentado a la diestra del trono de Dios. Para el creyente, ya no hay condenación, ha desaparecido para siempre. Y en Cristo, todo creyente está justificado en todo. En Cristo tiene una vida caracterizada por el poder de la resurrección, una vida a la que nunca se le podrá imputar ninguna acusación de pecado. Esto es lo que significa en «justificación de vida» en Romanos 5:18. A partir de estas consideraciones, el cristiano está en condiciones de desafiar a todos sus adversarios: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena?» (Rom. 8:33-34). La misma justicia de Dios, tan temida por los culpables, se convierte en salvaguardia y orgullo de los justificados.

Se ha pensado que Santiago contradijo en su Epístola la doctrina paulina de la justificación por la fe. Ni siquiera Lutero fue capaz de conciliar la enseñanza de los 2 autores inspirados. Las dificultades que puede encontrar el lector desaparecen en cuanto comprende que Pablo se ocupa (en Rom. 3:5) de la justificación de los impíos, mientras que Santiago (en Sant. 2) habla de la justificación de los hombres piadosos. Uno se presenta ante Dios, el otro ante los hombres. Dios justifica al impío por el principio de la fe, y esto solo por la gracia, excluyendo totalmente las obras. Los hombres piadosos se justifican a sí mismos (muestran que son salvos) ante los hombres por sus buenas obras, de ahí Santiago 2:18: «Por mis obras te mostraré mi fe». Una vida abundante en buenas obras es el resultado natural de tener una fe viva. Cuando faltan las obras, podemos dudar de la realidad de la fe cristiana: ¿solo sale de los labios?

Ningún hombre pudo estar más ocupado con su propia justicia que Saulo de Tarso, pero llegó un día en que Dios reveló a su alma a Cristo, y la justicia divina solo en Él. Desde entonces, no se jactó de otra cosa que de Cristo.

8 - La conciencia

La conciencia puede definirse de 2 maneras: (1) como el sentido de la responsabilidad, y (2) como el conocimiento del bien y del mal. El primer hombre fue creado con sentido de la responsabilidad. Desde el principio, supo que era un ser moral, cuya vida le había sido comunicada por el soplo de Dios (Gén. 2:7). Pero no se puede decir que, en su estado de inocencia (no caído), tuviera el conocimiento del bien y del mal. Era imposible, por la naturaleza de las cosas, que tuviera tal conocimiento, puesto que estaba rodeado de bien y solo de bien. Dondequiera que miraba, no veía más que lo que le hablaba de Dios, su Creador bueno y benéfico. Su espíritu inocente no entró en contacto con el mal hasta el día fatal en que él y su esposa escucharon el consejo de la serpiente y desobedecieron a Dios comiendo del fruto prohibido. Fue entonces cuando adquirió, en su sentido más pleno, lo que comúnmente llamamos conciencia. A partir de ese día, no solo tuvo sentido de la responsabilidad, sino también la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Jehová pudo decir entonces: «He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal» (Gén. 3:22).

¡Ay del hombre! La conciencia siempre le está susurrando que cumpla con su deber, pero la naturaleza caída siempre está dispuesta a rehuir el bien y practicar el mal. La conciencia es un monitor útil, pero está demasiado sujeta a influencias y presiones como para ser una guía infalible. La conciencia puede «cauterizarse», es decir, quemarse como con un hierro candente y dejar de reaccionar (1 Tim. 4:2). ¿Cuál es entonces su valor? Saulo de Tarso, con buena conciencia, derramó la sangre de los cristianos, «pensé que debía hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús el Nazareno» (Hec. 23:1; 26:9). Los paganos no iluminados tienen una conciencia que da testimonio de ellos (Rom. 2:15), pero se envilecen en la idolatría.

En verdad, la conciencia humana necesita ser traída bajo la santa influencia del Espíritu de Dios, y la Palabra de Dios, para que sus funciones puedan desarrollarse sanamente. Entonces se convierte en la facultad moralmente más sensible que se pueda imaginar. Retrocede con horror ante toda forma de mal, y aprueba y busca con avidez todo lo que es excelente y bueno. Pero cuando la conciencia está despertada por primera vez por Dios, es un asunto solemne. El pecado está percibido por la mente de ese hombre como nunca. A la luz de Dios, todo su horror se hace evidente. «¡Ay de mí! Que estoy muerto» (vean Is. 6:5), grita el pecador despierto. Entonces llega la dulce seguridad, divinamente transmitida, de que la sangre de Jesús ha expiado plenamente el pecado. Esta preciosa sangre es rociada (en sentido figurado) sobre la conciencia del pecador y queda limpia para siempre. No es posible imaginar una bendición más maravillosa que la de una “conciencia purificada” (vean Hebr. 10:2, 22). Quien la posee puede apreciar las palabras del poeta:

Ni una nube arriba,

ni una mancha dentro”.

9 - La salvación

La salvación solo es necesaria para los que están en apuros o en peligro. No es exagerado decir que toda la familia humana está en peligro mortal a causa del pecado. Cada miembro de nuestra raza entra en el mundo moralmente envenenado. ¿Quién puede sacar algo puro de algo impuro? Desde la etapa más temprana de la vida, todo hombre entra en oposición voluntaria con Dios. Sin embargo, aunque el pecado es sumamente odioso a los ojos de Dios, la condición del pecador no provoca su rechazo y aversión, sino su profunda compasión y amor. Por eso Pablo se refiere repetidamente a Dios como «Dios, nuestro Salvador» (1 Tim. 1:1). En su mente, un plan de salvación fue concebido incluso antes de que el pecado apareciera en el mundo.

Como en la creación, también en la salvación, el Hijo de Dios es la persona que cumple el plan divino hasta el final. Vino al mundo para salvar a los pecadores, pero los hombres no son salvos por su encarnación, sino por su muerte expiatoria. La muerte de Cristo ha proporcionado a Dios un fundamento irrefutable de justicia sobre el que actuar en gracia hacia los hombres que perecen. Lo único que se exige a los hombres es la fe, la simple confianza en Dios y en su Hijo amado. Quien, en la profunda sed de su alma, dirige una mirada de fe hacia Dios y hacia Cristo, tiene inmediatamente derecho a todas las bendiciones relacionadas con el inestimable sacrificio de Cristo.

La salvación se presenta en el Nuevo Testamento bajo 3 aspectos.

(1) Es presente, en el sentido de nuestra aceptación por Dios. El cristiano está ahora «en Cristo» (vean Rom. 3:24) y por lo tanto más allá de la condenación, justificado y reconciliado. Goza del favor de Dios ahora y siempre, y es amado por Dios Padre como Cristo es amado. Esto es lo que leemos en Efesios 2:8: «Por gracia sois salvos mediante la fe». También en 2 Timoteo 1:8-9: «Dios, quien nos salvó». El uso del tiempo presente por parte del Espíritu en estos pasajes debería disipar todas las dudas y temores incrédulos. Las dudas y los temores son un insulto al amor de Dios y una deshonra a la obra del Señor Jesús.

(2) La salvación también es algo progresivo, pero en este aspecto no se trata de la aceptación por parte de Dios, sino de las dificultades del camino diario. Estas son muy numerosas y a menudo muy serias. El poder de Satanás, las seducciones del mundo y la traición del corazón son 3 adversarios que el hombre piadoso no debe tratar a la ligera. Pero Cristo puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios. «Viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25). Esta es una garantía eficaz de que todo santo, por cansado y atormentado que esté, alcanzará la meta fijada. El ministerio actual de intercesión de Cristo es una garantía de que ninguno de los suyos perecerá en el camino.

(3) La salvación es también algo futuro. En este sentido, concierne tanto al cuerpo como al alma. Aunque libre y feliz en espíritu en la conciencia del amor de Dios, el creyente se ve a menudo obligado a gemir a causa de su cuerpo. Su cuerpo es un vínculo con la creación aún no liberada, y en simpatía con ella, su gemido asciende hasta Dios. Esto cesará a la vuelta de Cristo. «Cristo aparecerá la segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que le esperan» (Hebr. 9:28). La primera venida de Cristo satisfizo la necesidad del alma. Su segunda venida en gloria responderá a las necesidades del cuerpo.

¡Qué angustia sobrevendrá a los que rechazaron una salvación tan grande, rechazando al Salvador, al Hijo de Dios!

10 - La vida eterna

La vida eterna ha sido considerada erróneamente por algunos como sinónimo de inmortalidad. Este es un grave error, porque confunde lo que Dios ha dado a todos los hombres por vía de la naturaleza con lo que su gracia concede a los que creen en su Hijo. Por el soplo divino del principio, en el Génesis, Dios quiso conferir a nuestra raza un carácter de ser inextinguible. Esto es lo que llamamos inmortalidad, y la poseen todos los hombres de la misma manera; su destino eterno será la felicidad o la desgracia.

La vida eterna es algo muy distinto. Es cierto que los contemporáneos de nuestro Señor la consideraban como una inmensa bendición que había que desear ardientemente. Las diversas preguntas que se le hicieron sobre este tema nos llevan a esta conclusión. Todos sus interlocutores parecían estar de acuerdo en que era la recompensa del esfuerzo humano. El joven serio de Marcos 10 y el insidioso doctor de la Ley de Lucas 10 formularon su pregunta de la misma forma: «Maestro… ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?» Era natural que se expresaran así, pues entre los hombres, todo lo deseable solo puede obtenerse al precio del dinero o del trabajo. Pero si se hubieran dado cuenta de la verdadera condición del hombre ante Dios, y de su propia condición en particular, se habrían expresado de otra manera. ¿No ha descrito el Espíritu de Dios a los hombres como «muertos… en delitos y pecados»? (Efe. 2:1). ¿Qué pueden hacer los muertos? ¿No comparó el Salvador a los hombres con deudores que no tienen «con qué pagar»? (Lucas 7:42). ¿Qué precio pueden pagar los que están arruinados?

La verdad es que la vida eterna es un don de Dios. Como dice Pablo: «La paga del pecado es muerte; pero el don de la gracia de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom. 6:23). Aquí tenemos el principio por el que Dios concede esta bendición inestimable. No es la recompensa de las buenas obras, pues de lo contrario sería algo debido (Rom. 4:4). Es el don del amor soberano a aquellos que no podrían hacer nada ni pagar nada para obtenerla. La razón por la que se da la vida eterna está plenamente expresada en las conocidas palabras de nuestro Señor a Nicodemo, recogidas en Juan 3:14-16. La cruz de Cristo, que es la plena satisfacción de la justicia de Dios y la poderosa expresión de su amor, le permite conferir la vida eterna a todos los que obedecen el Evangelio.

La vida eterna tiene 2 aspectos. La Escritura habla de ella como posesión actual y como premio que se obtendrá en la venida del Señor. El primer aspecto se encuentra en los escritos de Juan, el otro en los de Pablo. Las palabras de Juan son muy explícitas: «Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo; el que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Juan 5:11-12). Esta es una gran realidad de la que todo creyente puede alegrarse aquí y ahora. Su gran característica es el conocimiento del Padre y del Hijo. El lenguaje de Pablo es diferente: «Y al final, vida eterna» (Rom. 6:22). ¿Es esto una contradicción con la enseñanza de Juan, el apóstol amado? En absoluto. El pensamiento de Pablo abarca tanto el cuerpo como el alma, y así espera el momento glorioso del regreso del Señor, cuando los cuerpos de todos los objetos de su amor se transformarán instantáneamente y tendrán por fin la vida eterna, tal como sus almas ya la poseen ahora. Como el mismo autor inspirado expresa de modo sorprendente en 2 Corintios 5:4: «para que lo mortal, sea absorbido por la vida».

11 - La redención

Para los esclavizados por el pecado, la palabra «redención» debería ser bienvenida. En los países donde todavía se practica la esclavitud, probablemente sería así. Pero en materia espiritual suele ser de otro modo. Es una verdad humillante, que los hombres encuentran difícil de aceptar, que el pecado ha reducido a toda la familia humana a una condición de servidumbre. Los orgullosos judíos de la época de nuestro Señor se ofendieron cuando les dijo: «La verdad os hará libres». Pero ellos le respondieron: «Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿Cómo dices tú: Seréis hechos libres?» (Juan 8:32-33). En su caso, la jactancia de libertad era doblemente falsa. Políticamente, habían estado esclavizados a por lo menos una docena de poderes diferentes en el curso de su historia nacional; y espiritualmente, estaban, como todos los hombres por naturaleza, esclavizados al pecado. De ahí las nuevas palabras de nuestro Señor: «En verdad, en verdad os digo, todo aquel que comete pecado, esclavo es del pecado» (Juan 8:34).

La esclavitud del pecado es algo terrible. Cada día vemos su realidad en diversas formas groseras, algunos de nuestros semejantes presentan sus «miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, para iniquidad» (Rom. 6:19); pero incluso donde no vemos las formas más horrendas, la esclavitud es igual de real. Y ningún hombre tiene poder para liberarse de esta terrible condición. Satanás, actuando por medio de la maldad natural del corazón, ha forjado cadenas con seguridad y firmeza.

El pecador encadenado por el pecado debe, por tanto, buscar la liberación fuera de sí mismo. Un Redentor se ha presentado en la persona del Hijo único de Dios, siendo el precio de la redención su preciosa propia sangre. Habiendo satisfecho perfectamente las exigencias del trono de Dios, el Redentor tiene derecho a liberar a todos los que acuden a él con la sencillez de la fe. Los creyentes tienen derecho a decir: «En quien tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia» (Efe. 1:7). Sobre todos ellos, el pecado ha perdido su poder y Satanás su autoridad. Se complacen en someterse a la justicia y a la santidad, y se han convertido en esclavos voluntarios de Dios y del Señor Jesús. Sirven en la libertad del Espíritu, con el amor como su principal motivación. El apóstol Pablo es quizás el mejor ejemplo de esto en el Nuevo Testamento.
La redención de Cristo concierne tanto al cuerpo como al alma, pero para aplicarla al cuerpo, el creyente debe esperar el regreso de su Señor del cielo. El gemido del que se habla en Romanos 8:23 se refiere solo a la condición actual del cuerpo. Aunque disfrutemos plenamente del amor del Padre y experimentemos nuestra identificación con Cristo en su gloria presente, el cristiano se ve obligado a gemir. El cuerpo aún no ha cambiado, está expuesto al sufrimiento y a la muerte, y obstaculiza la aspiración del espíritu a la plena conformidad con la imagen de Cristo. En un momento, todo esto cesará con la venida de Cristo, y el creyente se encontrará en espíritu, alma y cuerpo ante el trono de Dios, liberado para siempre de todo impedimento.

¡Qué triste que tantas personas prefieran deliberadamente la esclavitud del pecado a la libertad que Cristo da a los suyos!

12 - La reconciliación

El pecado ha trastornado el orden moral de Dios en todo el universo. Le privó de todo el gozo que derivaba de las obras de sus manos. En el relato inspirado de sus operaciones creadoras, se nos dice repetidamente «Y vio Dios… que era bueno». Al final del sexto día de trabajo, cuando fue creado el hombre, se emplea una expresión más fuerte: «Y he aquí que era bueno en gran manera» (Gén. 1:31). No sabemos cuánto duró el gozo divino por su obra, pero la página siguiente de nuestra Biblia nos habla de la rebelión del hombre contra el Creador, que le condujo a él y a todo el sistema que dependía de él a la ruina y la miseria. Pasando del tercer capítulo del Génesis al sexto, leemos: «Se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón» (v. 6).

Si las cosas hubieran seguido como estaban, el triunfo de Satanás habría sido completo. Pero no pudo ser así. Los infinitos recursos de la sabiduría, la gracia y el poder de Dios han provisto los medios por los cuales todo el sistema arruinado será restaurado a su Creador. La base de esta reconciliación es la sangre de Cristo: Colosenses 1:20 nos dice que ya se ha hecho la paz, reconciliando con Dios todo lo que hay en la tierra y todo lo que hay en el cielo. La hora de la consumación aún no ha llegado. En su longanimidad, Dios sigue soportando a sus adversarios, tanto a los seres angélicos como a los humanos. Pero cuando su paciencia haya llegado al límite, ejercerá su poder y se deshará de todos los que sigan oponiéndose a su voluntad. Primero se purificarán los cielos, y el conflicto final se describe en Apocalipsis 12:7-9. El juicio de la tierra no tardará en llegar. Rápidamente seguirá el juicio de la tierra. Cuando toda la escena, tanto arriba como abajo, haya sido purificada por el juicio, aparecerán unos cielos y una tierra nuevos, donde habitará para siempre la justicia. En la nueva creación, con el segundo Hombre triunfante a la cabeza, Dios encontrará su plena satisfacción, siendo la sangre reconciliadora su fundamento moral.

Aunque la reconciliación de las cosas espera un día venidero, la reconciliación de las personas tiene lugar ahora. El Evangelio es un ministerio de reconciliación y es para todos; nadie debe quedar al margen de sus inestimables bendiciones. Pero solo aquellos que creen sinceramente en el Hijo de Dios y en su sacrificio son, o serán para siempre, restaurados a Dios. Es a ellos, y solo a ellos, a quienes el apóstol escribió: «Y a vosotros, que en otro tiempo erais extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, ahora os ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprochables delante de él» (Col. 1:21-22).

13 - La santidad

Pablo, el gran apóstol de los gentiles, fue muy categórico cuando escribió sobre «la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebr. 12:14). Puesto que la naturaleza de Dios es absolutamente pura en santidad, nadie puede poner un pie en sus atrios (o santuario) a menos que esté moralmente en consonancia con esa naturaleza. Es imposible que entre en él nada impuro, ni que nadie haga allí abominaciones.

La santidad puede distinguirse de la justicia de la siguiente manera: la segunda es la sustancia en las relaciones de cada uno. La primera es un absoluto aborrecimiento o aversión a la iniquidad y un deleite en lo que es excelente y bueno. Según esta norma, todo miembro de nuestra raza caída está descalificado por naturaleza para la presencia de Dios. En esto «no hay diferencia, puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). Sería tan razonable esperar cosechar higos de los cardos o uvas de los espinos como buscar la santidad natural en un solo vástago o descendiente del primer hombre. Es el principio de las cosas buenas para el hombre cuando lo reconoce franca y humildemente ante Dios.

Aquí es donde entra Cristo como única esperanza del pecador. Él mismo, el Santo de Dios, sobre quien la muerte no tenía derecho y para quien el juicio no tenía sentido, aceptó, en su gracia, sufrir y morir por los pecados y la impiedad de los demás. Resucitado de entre los muertos, es presentado por Dios a todos como Aquel que satisface toda necesidad. A los creyentes de Corinto el Espíritu les escribió: «Pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención» (1 Cor. 1:30). Cada creyente tiene una vida y una naturaleza nuevas y absolutamente santas en Cristo, que le permiten encontrar su deleite en Dios y le preparan para la presencia de Dios para siempre.

La santidad en la vida diaria fluye de la comprensión de esta realidad. El verdadero cristiano aspira a ser prácticamente lo que Dios ha hecho de él en Cristo. No ocupa su mente en sí mismo, sino en Cristo, a cuya imagen anhela conformarse plenamente. Ya no busca ningún bien en la carne, sino que la trata en la fe como crucificada, y procura desarrollar su hombre nuevo por el poder del Espíritu Santo. Tiene siempre presente la importante exhortación de 1 Pedro 1:15-16: «Como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta; porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo». De acuerdo con esto, el cristiano hace de sus miembros «esclavos a la justicia, para santificación» (Rom. 6:19). Cuando llega la aflicción, la acoge como una disciplina de Dios, enviada para su beneficio, para que pueda llegar a ser partícipe práctico de la santidad de Dios (Hebr. 12:10).

¡Qué Dios tan maravilloso tenemos, capaz de acoger a los hijos de la caída, manchados por el pecado, y producir en ellos una naturaleza y un carácter que corresponden en todo al suyo! El comienzo, o el primer paso, en el camino hacia la verdadera santidad es la fe en nuestro Señor Jesucristo.

14 - El pecado

A la pregunta “¿Qué es el pecado?”, probablemente se darían muchas respuestas contradictorias. La definición de Dios –la única autorizada– se encuentra en la versión revisada de 1 Juan 3:4: «El que practica el pecado también practica la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad». Se trata de una definición muy profunda. Cualquier ejercicio de la voluntad humana en independencia de Dios es, por esta declaración divina, declarado pecaminoso. Independientemente de la naturaleza del acto, tanto si es castigado por los tribunales humanos como si pasa por aceptable a los ojos de los hombres, cualquier acción emprendida sin referencia a Dios es pecado. Esto no deja escapatoria para ninguno de nosotros. Juzgado por tal norma, todo hijo de Adán debe ser inevitablemente declarado culpable. Puesto que el hombre fue creado como un ser dependiente de su Creador, el hecho de que actúe, e incluso le guste actuar, al margen de Él es una prueba de su condición rebelde y alienada.

A todos nos resultan familiares las palabras de nuestro Señor en Lucas 5:31-32: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento». El hombre se muestra aquí a la vez enfermo y culpable. Como el primero, necesita curación; como el segundo, necesita perdón. El Hijo de Dios es a la vez el médico y el Salvador, y no hay otro sino él.

Al asumir la causa del hombre, el Hijo de Dios quiso responder a la cuestión de su pecado y de su culpa. La cruz se convirtió así en una necesidad moral. No por su encarnación, sino por su muerte, expió el pecado. El que no conoció pecado personalmente fue hecho pecado por nosotros –esto es lo que enseña el apóstol en 2 Corintio 5:21. Habiéndose colocado en esta posición por su gracia inefable, la paga del pecado le fue infligida por la justicia divina. De ahí la declaración profética del profeta Isaías: «Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje» (Is. 53:10).

Semejante ofrenda por el pecado llena el alma creyente de santo asombro y admiración. La idea de que el Creador y Juez de todos asumió una naturaleza humana para morir por la culpa de sus criaturas rebeldes es demasiado profunda para que cualquier mente humana pueda comprenderla plenamente. Pero la fe reconoce con reverencia el testimonio de Dios sobre este hecho asombroso y se inclina humilde y agradecidamente ante la presencia divina a causa de ese testimonio. La fe reconoce la pertinencia de la confesión de Isaías 53:6: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros». Desde el momento en que el alma es capaz de decir esta verdad, el pecado se convierte en objeto de profunda repugnancia y horror. Todo pecador salvado busca la santidad y la justicia todos los días de su vida.

15 - La esperanza

La esperanza es un factor importante en todos los asuntos humanos. Tiene su lugar en la vida familiar, en la vida profesional y en todos los demás ámbitos. Las personas son capaces de soportar las circunstancias del presente gracias a las perspectivas que ven, o creen ver, en el futuro. Si se eliminara la esperanza, la vida sería insoportable.

La inmensa importancia de la esperanza no hace sino agravar la posición del hombre frente a Dios. Como pecador, ¿qué tiene que esperar en este sentido? A los creyentes de Éfeso se les recordó su posición cuando aún no estaban regenerados: «Estabais entonces separados de Cristo… sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efe. 2:12). «Sin esperanza»: ¡palabras terribles! Sin embargo, ¿qué corazón humano pondría en duda su verdad? La conciencia reconoce que la Escritura es cierta cuando dice que «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). Ni un solo hombre en la tierra tiene la más mínima capacidad natural, ni la más leve sombra de pretensión, para estar en presencia de la gloria de Dios.

Pero ¿quién es nuestro Dios? No queriendo que ninguno perezca, sacrificó a su Hijo único por la salvación del hombre. Se humilló por debajo de los ángeles para sufrir la muerte. Con su muerte, hizo propiciación por el pecado. Dios no solo está satisfecho con este gran logro. Fue glorificado por ello, de modo que la reivindicación cambió de bando. El Hijo ha ganado el derecho de tener a todos los suyos consigo en la gloria celestial para siempre. Este resultado es infinitamente más que una mera cancelación de la culpa.

Por tanto, todo cristiano tiene derecho a gloriarse (regocijarse) «en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:2). La esperanza se compara en Hebreos 6:19 con un ancla del alma que, segura y firme, mantiene firme la nave en medio de la tempestad y de la marea. La esperanza del cristiano se fija así en un Cristo invisible, que ha subido al cielo en favor de todo su pueblo. Su presencia en el cielo como Hombre sobre el terreno de la redención garantiza que todos los que creen en su nombre tienen derecho a estar allí también. Cuando llegue el tiempo señalado (pues ha dicho: «Vengo pronto»), descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios. Sus santos dormidos oirán y responderán a su voz, levantándose de sus tumbas con el poder de la resurrección; los vivos serán transformados al instante; y todos juntos entrarán en la Casa del Padre en su gloriosa comitiva (1 Tes. 4:16-17). Esta es la verdadera esperanza que la gracia divina ha dado a cada alma lavada en la preciosa sangre de Jesucristo. ¡Qué bendición inconcebible participar de ella! Pero ¡cuán deplorable es la locura de los que, por su incredulidad y pecado, se excluyen de toda participación en esta esperanza!

16 - La luz

Luz y amor son los 2 nombres esenciales de Dios, el uno expresa su pureza absoluta, el otro la ternura perfecta de su naturaleza. El mismo autor que nos dice que «Dios es luz» (1:5), declara también que «Dios es amor» (4:8). Estas 2 afirmaciones tan importantes se encuentran en la Primera Epístola de Juan.

El hombre, como criatura caída, es moralmente todo lo contrario de lo que Dios es en su naturaleza. De ahí las palabras del apóstol a los creyentes de Éfeso: «En otro tiempo erais tinieblas» (Efe. 5:8). Pedro, dirigiéndose a otros creyentes, dijo: «Os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9). Como en el reino natural, también en el reino espiritual, las tinieblas y la luz se oponen entre sí y no pueden, en la naturaleza de las cosas, entremezclarse. Por tanto, el hombre está por naturaleza en total ignorancia de Dios. El príncipe de las tinieblas, que tiene el control total de la mente, la llena de falsos pensamientos sobre Dios. El pecado, y solo el pecado, marca a aquellos que están tan profundamente alejados de Dios.

Una noche eterna de tinieblas habría sido el destino de todos nosotros si Dios no hubiera intervenido en la plenitud de su gracia. «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con la que os visitará un amanecer desde lo alto, para resplandecer sobre los que están sentados en tinieblas y en sombra de muerte» (Lucas 1:78-79). Juan habla brevemente de la venida del Salvador: «En él había vida; y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1:4). Cristo, pues, es la revelación de Dios a los hombres para su bendición. Solo la cruz podía mostrar perfectamente todo lo que Dios es en sí mismo. Este gran acontecimiento mostró para siempre la pureza de su santidad y de su amor.

Cuando Cristo es dado a conocer al alma por la fe, hay un resplandor muy real y positivo de Dios en el corazón. Esto disipa de una vez por todas las tinieblas morales del hombre. A partir de entonces, camina en la luz del conocimiento de Dios y de su Hijo. Es «luz en el Señor», «hijos de la luz», «hijos de la luz e hijos del día» (Efe. 5:8; 1 Tes. 5:5). Posee la luz de la vida y, por tanto, refleja santamente a Cristo en su vida. Abandona el mundo de las tinieblas y se reviste de la armadura de la luz (Rom. 13:12). En él se ve «el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad». No tiene nada en común con las obras infructuosas de las tinieblas, sino que las reprende (Efe. 5:8-11). Toda su vida es un testimonio divino en medio de la corrupción de este mundo malvado. ¡Cuán profunda y fundamental es la diferencia entre los que creen y los que no creen! Unos caminan por la fe en la luz ahora en la tierra, y permanecerán para siempre en la luz del cielo. Los otros andan a tientas en las tinieblas y solo tienen ante sí la negrura de las tinieblas por la eternidad.

17 - El amor

Dios no solo es luz, también es amor. La luz y el amor no son meros atributos de la Divinidad, como la justicia y la santidad; son la naturaleza misma de Dios. La luz condena el pecado y exige su juicio; el amor busca la salvación del pecador y ha provisto un sacrificio enteramente suficiente por el pecado. De ahí el magnífico mensaje del Evangelio: «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Estas palabras salieron nada menos que de los labios del Hijo único de Dios. La cruz declara el amor de Dios en toda su plenitud. Lo que le costó poner al Hijo de su amor en el lugar del pecador, ninguno de nosotros lo entenderá jamás. Si la cruz del Calvario no convence a las personas del anhelo de Dios por bendecirlas, ninguna otra cosa, ya sea obra o palabra, será jamás convincente.

Las Escrituras describen al hombre como una criatura naturalmente sin amor. Puede tener buenas cualidades, pero carece de amor. La rebelde familia humana es descrita por Dios como «odiosos y odiándonos unos a otros» (Tito 3:3). Toda la Ley se resume en el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo. Pero ¿dónde está el hombre natural que hace ambas cosas? Cristo es el único modelo verdadero de la condición del hombre en este ámbito como en todos los demás. Estuvo una vez aquí, habitando entre nosotros como Dios manifestado en carne. ¿Fue amado como tal? Cuando se hizo hombre, se convirtió en prójimo del hombre; ¿se le amó también como tal? Como Dios y como hombre, fue odiado y rechazado hasta la muerte; ¿qué decir del hombre ante un hecho tan atroz?

Sería tan razonable buscar uvas en un zarzal como buscar el amor de Dios en el corazón del hombre natural. El corazón debe acoger primero el gran amor de Dios antes de poder dirigirse hacia Dios. La respuesta sigue rápidamente a la acogida del amor de Dios. «Hemos llegado a conocer y a creer en el amor que Dios nos tiene», dice el apóstol Juan (1 Juan 4:16-19). El amor a Dios y a Cristo, el amor a los hermanos, el amor a todos los hombres, brotan naturalmente de un corazón lleno y caldeado por el amor infinito de Dios. Lo que es imposible para el hombre no regenerado, es lo más natural que se puede imaginar para todos los nacidos del Espíritu Santo. Participan, por gracia, de la naturaleza divina.

18 - La justicia

La justicia puede definirse como rectitud y base esencial de nuestras relaciones morales. Según esta norma, toda la familia humana debe ser juzgada culpable. ¿De qué sirve que un hombre sea muy escrupuloso en su trato con sus semejantes si falta a sus responsabilidades para con Dios? Porque la relación más elevada del hombre es con Dios, que es a la vez su Creador y su Dueño.

Es un espectáculo lamentable el que contempló Dios cuando examinó a la humanidad de la manera descrita en el Salmo 14: «Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios». Su veredicto fue: «Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (v. 2-3). «Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles» (Rom. 3:10-12). Ante tal afirmación, es pura insensibilidad ante la realidad de las cosas invocar a Dios para que haga justicia. Es más apropiado que todos nos reconozcamos verdaderamente culpables y confiemos sin reservas en la gracia ilimitada de Dios.

En su perfecta sabiduría, Dios ha encontrado el modo de justificar a los impíos, manteniendo al mismo tiempo su propia justicia inflexible. La Cruz ha hecho posible lo que de otro modo habría sido moralmente imposible. La obra redentora de Cristo ha satisfecho tan perfectamente las exigencias de la justicia divina que Dios lo proclama ahora como el único lugar de misericordia al que todos los que sienten la necesidad pueden acercarse con confianza. Dios ha manifestado públicamente su aceptación de la obra de Jesús resucitándolo de entre los muertos y glorificándolo en las alturas celestiales. Tan pronto como un hombre se vuelve hacia Dios, invocando la muerte y resurrección del Señor Jesús, queda divinamente liberado de toda acusación de culpa y se presenta ahora ante Dios con toda la eficacia del sacrificio expiatorio de Cristo. Esta es la justicia sin obras, celebrada por David en el Salmo 32, e ilustrada mucho antes por Abraham el creyente (Rom. 4:1-8).

El hombre más justo que probablemente haya existido –Saul el fariseo– rechazó con repugnancia la idea de cualquier mérito en todas las cosas de las que una vez se enorgulleció, cuando llegó a conocer la justicia que viene de Dios por medio de la fe. Cristo, en quien se centra toda bendición, se convirtió desde entonces en su gloria y felicidad. A los creyentes de Corinto les describió así la nueva posición de los cristianos ante Dios… «Pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría, y la justicia…» (1 Cor. 1:30).

De ahí se deriva la justicia en la vida cotidiana. Todos los escritores inspirados del Nuevo Testamento están de acuerdo en la importancia central de la justicia práctica para todos aquellos a quienes Dios ha justificado. Donde se descuida u olvida este aspecto, se reniega del Evangelio. Una vida sin mancha, imposible para el pecador, es muy posible para el creyente a quien la Palabra de Dios llama santo.

19 - La verdad

«¿Qué es la verdad?» (Juan 18:38). Esta pregunta se la hizo un día un alto funcionario romano en circunstancias particularmente solemnes, pero con una ligereza que no atestiguaba ningún deseo real por parte de su alma de obtener una respuesta satisfactoria. Tras dirigir su pregunta al único Ser del universo capaz de responderla, se volvió hacia la multitud que gritaba desde las puertas de su palacio y entregó a su voluntad a su justo e intachable prisionero. El favor del César, e incluso el de la voluble multitud, era más importante para él que Dios y la verdad. Una escena verdaderamente lamentable.

Para todo buscador serio de la verdad (y los ha habido en todas las épocas y en todos los países), Dios señala con el dedo a Cristo. Solo en él se encuentra la verdad. «La ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medios de Jesucristo» (Juan 1:17). La Ley del Sinaí es verdadera, pero no puede decirse que sea «la verdad». Hasta cierto punto expresaba el aborrecimiento de Dios por el pecado y su demanda de la lealtad del hombre, pero no revelaba a Dios. Ninguno de los 10 Mandamientos sugería que tras ellos se escondía un corazón de amor infinito que había planeado desde hacía tiempo entregar su objeto más querido a la agonía de la cruz por la salvación de los pecadores. Del mismo modo, la Ley, dada a los hombres en la tierra, no sugería que Dios hubiera planeado desde hacía mucho tiempo tener a multitudes de hombres en su misma presencia para siempre, compartiendo la gloria celestial y la bendición del Hijo primogénito.

Cristo es el revelador de Dios. Antes de su encarnación, las nubes y las tinieblas ocultaban más o menos al Creador a la vista de sus criaturas. La venida de Cristo al mundo dio a conocer todo lo que Dios es. Su amor, su gracia, su santidad y su justicia se han expresado perfectamente en Jesucristo. Quien quiera conocer a Dios no necesita para ello estudiar la naturaleza o la providencia (que, en el mejor de los casos, solo revelan una parte de sus caminos). Es Cristo, y solo Cristo, quien es la plena manifestación y revelación de Dios al hombre. Recordemos sus propias palabras: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6).

Pero la venida de Cristo no solo sacó a la luz la verdad de Dios, sino que también reveló la verdad del hombre. La corrupción y la violencia habían marcado el camino del hombre en la tierra desde la caída. El advenimiento del Hijo demostró que el hombre es un odiador incorregible de Dios, a pesar de que Dios visitó la tierra con un corazón lleno de amor y las manos llenas de bendiciones. Cuando vieron al Hijo de Dios, dijeron: «Este es el heredero; ¡venid, matémoslo!» (Mat. 21:38). Ante semejante crimen, del que el hombre aún no se ha arrepentido, no hablemos de mejorar la condición de la naturaleza humana. Todos esos sueños son inútiles e insensatos. Nada es útil salvo una nueva creación. Debemos «nacer de nuevo».

La verdad sobre Satanás también quedó clara cuando Cristo vino al mundo. Durante siglos había sido el principal rebelde del universo, no solo transgrediendo él mismo a Dios, sino incitando a otros a la rebelión. La presencia del Hijo de Dios en la carne, que vino «como hombre», desarrolló en él al asesino. Fue él quien llevó a todas las clases de la sociedad humana a asesinar a su Creador y Señor.

«¿Qué es la verdad?» No hay pregunta más importante que esta. Mucho depende de la respuesta que el alma acepte dar a esta pregunta. Cristo es la única prueba verdadera y la única piedra de toque para todos nosotros. En él, y solo en él, el alma encuentra la solución a todos sus problemas, y para siempre.

20 - La Ley

Nos referimos a la Ley de Dios, que fue dada en las circunstancias más impresionantes en el monte Sinaí. El apóstol pregunta en Gálatas 3:19: «¿Por qué, pues, la ley?», siendo el objeto de su pregunta la razón por la que fue dada la Ley. Para muchos, tanto en su tiempo como en el nuestro, fue dada como un medio de capacitar a los hombres para alcanzar la justicia ante Dios. Pero ¿es esta la enseñanza de la Sagrada Escritura?

Es cierto que los designios de bendición de Dios se formaron mucho antes del día del Sinaí. Sus elegidos para el cielo (los cristianos) fueron escogidos antes de la fundación del mundo (Efe. 1:4). Y sus elegidos en la tierra (Israel) estaban ciertamente en su mente desde el tiempo de la dispersión de Babel (Deut. 32:7-8). Así que la Ley, cualquiera que sea su valor, no tiene nada que ver con la bendición del pueblo de Dios. Esa bendición tiene una base totalmente diferente.

«Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que llegara la descendencia», etc. Aquí tenemos la respuesta de Dios a la pregunta. Toda esperanza de salvación para los hombres descansaba desde el principio en la Descendencia prometida desde hacía mucho tiempo: el Hijo de Dios. Los hombres piadosos han anhelado y orado durante siglos por su venida. Dios llenó el tiempo de espera con instrucciones de la mayor importancia, utilizando para ello diversos medios. Por ejemplo, la Ley fue dada para mostrar la terrible maldad del pecado, de modo que Dios pudiera preparar al pueblo para la venida de Aquel que cargaría con el pecado. Puestos a prueba por los textos sagrados del Sinaí, los hombres se revelaron transgresores. La naturaleza del hombre es tal que la aplicación de la Ley de Dios solo provoca su maldad. De ahí la sorprendente afirmación: «el poder del pecado es la ley» (1 Cor. 15:56). En consecuencia, «la ley produce ira» (Rom. 4:15). No puede sino maldecir a todos los que están bajo su poder (Gál. 3:10). De acuerdo con esto, la Ley es descrita en 2 Corintios 3 como el ministerio de la condenación y la muerte. Como un plomo, muestra al hombre su torpeza. Como un espejo, le muestra su bajeza. Pero no puede ayudarle. «Era débil por la carne» (Rom. 8:3).

A quien la Ley solo puede maldecir, la gracia puede tanto justificar como salvar. Nuestra esperanza, pues, como personas arruinadas, reside en la abundante gracia de Dios. Esta gracia maravillosa encontró su plena expresión en el Calvario, cuando el Hijo único de Dios sufrió y murió para que los culpables fueran bendecidos. Aparte de la Ley, Dios ha manifestado su justicia, que se aplica a todos (en su alcance) y a todos los que creen (en su aplicación) (Rom. 3:21). La justicia sin obras es el asombroso principio del cristianismo (Rom. 4:6). Es difícil renunciar al orgullo y a la justicia propia tan naturales a la carne. Sin embargo, quien esté dispuesto a humillarse a los pies de Dios y tomar el lugar de un pecador sin valor, suplicando solo por Cristo y su sangre, será salvado eternamente, y eso sin obras y sin ningún precio que pagar.

21 - La gracia

La definición habitual de gracia –“un favor inmerecido”– no basta para describir la gracia de Dios. Una moneda dada a un mendigo al borde del camino es gracia en el sentido humano habitual, pero hay poco en común entre tal acto y los caminos de gracia de Dios revelados en el Evangelio. Preferimos definir la gracia divina como “el ejercicio activo del amor hacia los que nada pueden reclamar”.

Ciertamente, ninguno de nosotros puede reclamar nada a Dios. Los hombres en su estado natural son descritos por el Espíritu Santo como «insensatos, desobedientes, extraviados, siendo esclavos de concupiscencias y diversos placeres, viviendo en malicia y envidia, odiosos y odiándonos unos a otros» (Tito 3:3). Tal condición no puede atraer, sino más bien repeler a un Dios infinitamente santo. Sin embargo, el Evangelio proclama que Dios amó –no solo se compadeció, sino que amó– a hombres tan moralmente arruinados y derrotados. Por eso, el pasaje ya citado continúa hablando de «la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor hacia los hombres». También nos dice que «nos salvó… según su misericordia» y que todos los que creen son «justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos, según la esperanza de la vida eterna» (Tito 3:4-7). Esto es digno de Dios. Él bendice y salva en la soberanía de su amor, encontrando una causa suficiente en sí mismo, aunque no la haya en el hombre.

Según este principio fue bendecido Israel en el pasado. Fueron favorecidos divinamente, no por sus méritos que los distinguían de todos los demás, sino por la gracia soberana de Dios hacia ellos. En el cristianismo, las almas son bendecidas según el mismo principio. No son las buenas personas, los trabajadores asalariados, los que reciben una atención especial de Dios, sino los publicanos y pecadores, las prostitutas y marginados, los viles y necios. Al creer en el Hijo de Dios, todos ellos quedan limpios de sus pecados por su sangre y «aptos para participar de la herencia de los santos en la luz» (Col. 1:12). Para mostrar en los siglos venideros, «la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7).

Toda la energía del corazón de Dios está dedicada a bendecir a los pecadores. A Dios le encanta bendecir. El principio rector de las conocidas parábolas de Lucas 15 es el gozo que cada persona de la Trinidad encuentra en la salvación de los que perecen. El pastor se alegra de haber encontrado su oveja perdida, la mujer de haber encontrado su moneda perdida y el padre de haber encontrado a su hijo descarriado y arrepentido. El Hijo de Dios, el Espíritu Santo y Dios Padre son presentados respectivamente en estas parábolas en su amorosa preocupación por la humanidad.

El corazón humano se rebela contra el principio de la gracia. La expresión «al que no hace obras» resuena tristemente en los oídos de muchos (Rom. 4:5). «Sin dinero y sin precio» (vean Is. 55:1) no es música agradable para los orgullosos y santurrones. Naamán se sintió ofendido por la sencillez de los caminos de Dios, y sus seguidores siguen sintiéndose ofendidos. Sin embargo, es imposible que las obras tengan algún lugar en la salvación de los hombres. «Si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no sería gracia» (Rom. 11:6). El principio de las obras glorifica al hombre. El principio de la gracia glorifica a Dios. Es este último el que debe prevalecer. Toda la gloria debe ser de Dios, ahora y siempre.

22 - La inmortalidad

Según las Escrituras, el hombre es la criatura más ricamente dotada del universo. Mientras que su posesión de alma y cuerpo lo asocia con la creación salvaje, su facultad superior –el espíritu– lo equipara con los ángeles. Pero la posición del hombre es más maravillosa que la de la hueste celestial, ya que es la cabeza y el centro de un sistema divinamente constituido. En efecto, todo en este mundo depende del hombre y gira en torno a él.

En el Nuevo Testamento se dice 8 veces que el cuerpo humano es mortal, pero ni una sola vez se emplea esta palabra para el alma y el espíritu del hombre. Las palabras de Nuestro Señor en Mateo 10:28 son decisivas en cuanto al hecho de que el alma, a diferencia del cuerpo, es inmortal. «No temáis a los que matan el cuerpo, pero que no pueden matar el alma». El hombre, que ha recibido su ser por el soplo de Dios, posee un carácter de vida esencialmente distinto del que poseen las bestias. Puede decir: «El soplo del Omnipotente me dio vida»; estas son «bestias irracionales, puros animales, nacidos para ser apresados y destruidos» (Job 33:4; 2 Pe. 2:12).

La constitución y el ser del hombre son completamente únicos. A imagen de Dios, es el vínculo inteligente entre Dios y las criaturas inferiores, habiendo sido colocado en medio de ellas y por encima de ellas como representante de Dios. A semejanza de Dios, es un ser moral, capaz de entrar en relación con Dios de un modo que los inferiores a él no pueden. No ha habido mayor catástrofe en el mundo que la caída del hombre. En un instante, esta criatura superdotada se convirtió en una ruina moral, todo lo que le estaba subordinado se arruinó y todo el gozo de Dios por las obras de sus manos quedó destruida. «Se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón» (Gén. 6:6).

Hoy nos encontramos ante este terrible hecho: toda la familia humana, con sus millones de seres inmortales, se rebela contra su Creador y Señor. Pero tal es el amor de Dios que ha proporcionado un medio de salvación para todos al precio infinito de la sangre de su propio Hijo amado. Todos los que lo reciben con fe reciben una parte mejor que la que se perdió con la caída. El Edén se ha perdido irremediablemente, pero el paraíso está abierto a todos los creyentes. Así es como nuestro maravilloso Dios triunfó sobre todas las maquinaciones de Satanás y el pecado del hombre, dándose así un nombre eterno. En medio de las bendiciones de la Casa del Padre, los redimidos de la tierra atribuirán para siempre la gloria de su salvación a Dios y al Cordero. Ningún hombre debería quedar fuera de tal bendición. El corazón de Dios la desea para todos los hombres, pues todo lo ha hecho para revelar su bondad y su misericordia. ¡Qué cosa tan terrible es que un ser que posee la inmortalidad se comprometa voluntariamente a una eternidad de infortunio por unos pocos años de indulgencia en el pecado en esta escena de desgracia!

23 - El juicio

Juicio es una palabra extraña para un Dios de amor infinito. Mostrar misericordia es su placer; ejecutar juicio no es un placer para su corazón. Pero todo Soberano debe ser necesariamente juez; con mayor razón Aquel que no solo es Soberano, sino también Creador. Si pudiéramos prescindir del juicio, todo el orden moral del universo se derrumbaría. Ningún trono, humano o divino, podría sobrevivir.

Así como en la creación y en la redención, también en el juicio el Hijo es la persona que representa la actividad de la Divinidad. «El Padre no juzga a ninguno, pero todo el juicio lo ha encomendado al Hijo» (Juan 5:22). Así, Aquel que murió una sola vez por los hombres pecadores será, en el tiempo señalado por Dios, el Juez final de los hombres. La gracia y la longanimidad caracterizan la acción de Dios en el tiempo presente. El juicio marcará los tiempos venideros. Pedro, en su discurso a Cornelio, habló del juicio de los vivos y de los muertos, doble pensamiento claramente confesado en las verdades cristianas. El juicio de los vivos precede al juicio de los muertos, y comienza el día solemne en que Cristo aparecerá públicamente en su gloria, acompañado de todos sus santos. Este acontecimiento tiene lugar por lo menos 1.000 años antes del fin. Las sesiones principales del juicio de los vivos son (1) la destrucción de los ejércitos (europeos) que se opondrán al Cordero en su aparición. (2) El derrocamiento del gran enemigo del norte de Israel (Rusia). (3) la aniquilación de Edom por su persistente odio al pueblo elegido de Dios. Y (4) el juicio de las naciones que han recibido el Evangelio del reino. Estos acontecimientos se describen proféticamente en Apocalipsis 19:11-21, Ezequiel 38 - 39, Isaías 63:1-6, Mateo 25:31-46. A estas acciones se añadirá el juicio de la rebelión del hombre al final del reinado de Cristo, 1.000 años después de su gloriosa aparición (Apoc. 20:7-9).

El juicio de los muertos es otro asunto. En el juicio de los vivos, los redimidos tendrán parte («¿No sabéis que los santos juzgarán al mundo?» –1 Cor. 6:2). En cambio, en el juicio de los muertos, con lo que está en juego por la eternidad, solo hay un trono y un Juez, Aquel que es el Juez Supremo sobre todos (Apoc. 20:11-15). En aquel día terrible, al final de los tiempos, los hombres se verán confrontados con el registro de sus actos, horrorizados y consternados. Todos tendrán que comparecer ante ese terrible tribunal. El corazón más orgulloso se verá obligado a doblegarse, y toda rodilla altiva se doblará, reconociendo el Señorío de Jesús. Su veredicto será definitivo. La sentencia será definitiva, irrevocable y eterna.

¡Qué reconfortante es para el alma atormentada por el pecado saber que hay un refugio perfecto contra el juicio que la conciencia tanto teme! La sangre expiatoria de Jesús justifica a Dios concediendo el perdón completo a toda alma creyente. «Tiene vida eterna… no entra en condenación… ha pasado ya de muerte a vida». Esta es la descripción que Dios hace de la bendita posición de todos los que creen en el Hijo (Juan 5:24). Para los que son bendecidos de esta manera, el juicio, ya sea de los vivos o de los muertos, no es nada de lo que preocuparse.

24 - La misericordia

La misericordia presupone la culpabilidad de la persona a la que se dirige. Si no hubiera culpas, no habría necesidad de misericordia. En el triste estado de los asuntos humanos hoy en día, cualquiera que rechace la misericordia es una persona realmente extraña. No importa que unos deban 500 peniques [1] y otros 50, todos los hombres están igualmente en bancarrota y dependen de la misericordia de Dios para escapar de la perdición eterna.

[1] Moneda inglesa

«Dios, siendo rico en misericordia». Esto es lo que escribe el apóstol Pablo en Efesios 2:4: «Rico» es una palabra profunda y plena cuando se aplica al Ser más elevado del universo. La misericordia es una cualidad en la que él abunda más allá de lo que la mente de cualquier criatura puede comprender. Pero la justicia y la santidad –atributos de carácter muy diferente– también se encuentran en Dios, de lo contrario no sería el Ser absolutamente perfecto que es. Solo la cruz los reconcilia en su aplicación al hombre culpable. De ahí la magnífica declaración del Salmista: «La misericordia (o bondad) y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron» (Sal. 85:10). La verdad y la justicia exigían justicia para el culpable; la misericordia y la paz proporcionaban el sacrificio de gran precio que satisfacía todas las exigencias del trono de Dios, y aseguraba el perdón y la bendición eterna para todos los que creen.

El que escribió las palabras «Dios siendo rico en misericordia» también escribió: «Me fue otorgada misericordia». Este pensamiento era tan dulce para su alma que lo dice 2 veces en el capítulo 1 de su Primera Epístola a Timoteo (v. 13, 16). Para él no era una mera doctrina que tal cualidad se encontrara en Dios. Él mismo había experimentado su acción benéfica. Sin embargo, no era moralmente réprobo. Sus primeros pasos no habían tenido ese carácter escandaloso que merece la justa censura de hombres honrados y rectos. Desde su juventud había sido un devoto religioso, más celoso que cualquiera de sus contemporáneos, y por encima de todo reproche a los ojos de la Ley. Fue el descubrimiento de que, junto a su religiosidad y moralidad, tenía una aversión real y profundamente arraigada en su corazón hacia Dios y hacia su Hijo lo que le obligó a decir que era de «los pecadores… el primero» (1 Tim. 1:15) y a confiar en la misericordia divina.

El primer sorbo de agua del torrente de la misericordia de Dios transforma al pecador en santo. Todos están destinados a la gloria del cielo. Todo vaso de misericordia compartirá eternamente la felicidad del Hijo de Dios. Pero la misericordia también es necesaria a lo largo del camino, porque las cosas mejores y más verdaderas son muy frágiles. Por eso es tan consoladora la invitación al peregrino en su hora de necesidad: «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:16). Hablamos, pues, de misericordia al comienzo del camino cristiano, de misericordia día a día y de misericordia hasta el final, cuando Cristo vuelva. De ahí la exhortación del apóstol Judas: «Conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo, para vida eterna» (v. 21).

25 - La paz

No se puede cometer un error más grave que pedir a un hombre que haga las paces con Dios. Tal manera de plantear las cosas sugiere que las cuestiones entre el hombre y su Creador son tan poco importantes que pueden resolverse fácilmente por un acto del hombre. Esto está muy lejos de la verdad.

La necesidad de paz se refiere a un estado previo de guerra y distanciamiento. Casi desde el principio de su historia, el hombre ha estado en guerra abierta con Dios; se ha rebelado contra su voluntad. Si tenemos en cuenta la omnipotencia de Dios y la insignificancia del hombre, la situación es verdaderamente grave. La lucha, si continúa, solo puede acabar en la destrucción total de la enclenque criatura que se ha atrevido a levantar la cabeza contra el Dios Altísimo. Sin embargo, el gran Soberano del universo se preocupa por su pequeño enemigo y ha ideado un plan mediante el cual, de acuerdo con la majestad de su Trono, puede ofrecerle el perdón y la paz. Así se nos dice en Colosenses 1:20 que Cristo hizo la paz «por medio de la sangre de su cruz». Sin la sangre preciosa de Cristo, Dios solo podría actuar con el hombre en juicio. Su justicia exige que no se pasen por alto los pecados, sino que se expíen adecuadamente.

Cumplida su obra expiatoria, Cristo ha ascendido al cielo en la gloria de Dios. En consecuencia, ahora se proclama la paz para todos. Como Pablo lo expresó a los creyentes efesios: «Paz a vosotros los de lejos (gentiles), y paz a los de cerca (judíos)» (2:17). Se ofrece así una amnistía completa a todo el mundo. Todo culpable que reconoce su culpa y depone las armas de su rebelión es inmediatamente perdonado y reconciliado con Dios. Ya no tiene que temer a Dios. Todo entre su alma y Dios queda resuelto para la eternidad. El perdonado y justificado puede decir: «Tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Y cuando levantan la vista y ven a Aquel que fue sacrificado y ahora está glorificado en el trono de Dios, pueden añadir: «Él es nuestra paz» (Efe. 2:14). Así que no hay paz que hacer. Cristo hizo la paz con su sangre. Dios la proclama a todos, y el Espíritu Santo capacita a todos los que creen para gozar de la bendición de esa paz ahora y siempre.

De ahí nace la paz en las circunstancias de la vida cotidiana. El que ha confiado en Dios para sus preocupaciones eternas tiene el privilegio de confiar en él también para sus asuntos temporales. No tiene nada de qué preocuparse. Tiene la divina seguridad de que todos los cabellos de su cabeza están contados (Lucas 12:7). La tierna preocupación de Dios se extiende a las cosas más pequeñas que conciernen a su pueblo. En todas las cosas, mediante la oración y la súplica, con acción de gracias, se invita a los creyentes a presentar sus peticiones ante Dios, con la promesa de que la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús (Fil. 4:6-7). A la pregunta de un poeta: “¿Paz, paz perfecta, en este mundo invadido por el pecado?”, las Sagradas Escrituras dan así una respuesta completa y preciosa.

26 - El descanso

En un mundo de fatigas y luchas, la misma palabra suena refrescante, sea cual fuere el contexto en el que se utilice. El descanso del cuerpo y de la mente es dulce; ¡cuánto más dulce es el descanso del alma! Es bueno estar en paz con nuestros semejantes, pero es mejor, infinitamente mejor, que el alma esté en paz con su Dios.

Las Sagradas Escrituras hablan del descanso de diversas maneras. Todos conocemos la invitación evangélica que se hace al final del capítulo 11 de Mateo. En primer lugar, el Señor dice: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso!» (v. 28). Evidentemente, se trata de un descanso para la conciencia. Muchos se afanan bajo el peso de una culpa real. Otros gimen bajo el yugo de las ordenanzas religiosas por las que esperan obtener finalmente la salvación. A todos ellos, el Salvador les ofrece el descanso como un don de gracia. Su sacrificio expiatorio satisfizo tan perfectamente todos los requisitos de la santidad de Dios con respecto al pecado, que nadie necesita llevar la carga de su culpa ni una sola hora. También ha completado su obra tan perfectamente que nadie necesita añadir tristeza por su propia cuenta. Aquellos cargados con su culpa y aquellos cargados con las ordenanzas son así tiernamente invitados a descansar. Los creyentes habiendo sido limpiados de una vez por todas ya no necesitan tener «conciencia de pecados» (Hebr. 10:2). Gracias a la obra del Salvador, su conciencia está tranquila y en paz ante Dios para siempre.

Nuestro Señor lo hace en Mateo 11:29: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas». Esto va más allá del descanso de la conciencia. Es el descanso del corazón en las circunstancias de la vida diaria. Es posible que muchos de los que disfrutan de una de estas bendiciones no sepan mucho de la otra. Sin embargo, la condición es muy sencilla. Es la rendición de la voluntad propia y la aceptación sincera de la autoridad de Aquel cuyo yugo es fácil y cuya carga es ligera. Nada es más preocupante que una voluntad personal frustrada. El Salvador no tuvo esa dolorosa experiencia. Siempre cumplió mansamente la voluntad del Padre; su característica fue decir: «¡Te alabo, Padre!… ¡Sí, porque así te pareció bien!» (Lucas 10:21). Solo él es el modelo perfecto de cristiano. En la medida en que se le imita, el corazón encuentra el descanso perfecto, pase lo que pase. En el Antiguo Testamento, Abraham es el tipo de creyente que descansa, así como Jacob es el tipo de creyente que no descansa. La historia de estos 2 hombres es muy instructiva a este respecto.

El descanso de la conciencia y del corazón puede disfrutarse incluso en medio de las tormentas de la vida. Hay otro tipo de descanso por venir. Nos queda la promesa de entrar en su reposo. «Queda, pues, un reposo sabático para el pueblo de Dios» (vean Hebr. 4:1-9). Este descanso está fuera del mundo actual. Está en la nueva creación que Dios introducirá cuando los cielos y la tierra actuales hayan desaparecido. Entonces, cuando se cumplan todos los designios de gracia de Dios y se vea el fruto pleno del Calvario tanto arriba como abajo, Dios descansará eternamente, rodeado de todos los objetos de su favor. La perfección divina caracterizará este descanso. Ningún pecado penetrará en él, ningún enemigo entrará, no se oirá ninguna nota discordante, y el trabajo y el sufrimiento serán desconocidos. Cada persona feliz salvada de la tierra llevará la imagen del Hijo primogénito y gozará para siempre de una cercanía consciente a Dios.

Qué triste es ignorar a semejante Salvador y condenarse así a una miseria sin fin, donde «no tienen descanso día y noche» (Apoc. 14:11).

27 - La expiación

La expiación, en su sentido original, es una exigencia del trono de Dios respecto al pecado del hombre. Esto queda muy claro por el procedimiento que seguía el sumo sacerdote en el día de la expiación en Israel, tal como se describe en Levítico 16. En primer lugar, traía la sangre del toro que había sido inmolado. Primero llevaba la sangre del novillo al Lugar Santísimo por él y su familia; luego presentaba la sangre del macho cabrío por el pueblo de Israel; pero solo después de hacer estas cosas se llevaba el chivo expiatorio al desierto con todos los pecados del pueblo sobre su cabeza. Primero se consideraba a Dios y luego al hombre.

El pecado es una ofensa grave a los ojos del Creador. Por así decirlo, le ha quitado el gozo que tenía en el hombre. El pecado ha sembrado la desgracia y la ruina en su creación, arriba y abajo. Desafía perpetuamente su autoridad y amenaza su trono. La paciencia y la gracia divinas solo pueden concederse al culpable sobre la base de la expiación. El propiciatorio del tabernáculo de Israel era el trono terrenal de Dios, pero representaba su trono en el cielo. La sangre animal que se derramaba sobre y ante su trono terrenal le hablaba año tras año de la sangre más excelente que se derramaría a su debido tiempo: la sangre de su propio Hijo amado. Dios manifestó su aceptación de la preciosa sangre de Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo en la gloria a su derecha. El Antiguo Testamento declara que «la misma sangre hará expiación de la persona». El Nuevo Testamento insiste solemnemente en que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Lev. 17:11; Hebr. 9:22). Los buenos propósitos y los actos de caridad no pueden ser aceptados como expiación del pecado. Presentarlos a Dios con este fin sería repetir el grave error de Caín. El cordero de Abel fue «un mejor sacrificio» que los productos del trabajo de su hermano. Uno era un humilde reconocimiento de culpa, el otro un virtual repudio de culpa. Dios solo podía indignarse ante la actitud de Caín, al tiempo que abría la puerta al arrepentimiento, incluso por una afrenta tan grave.

El cristiano tiene el testimonio nada menos que de Dios Espíritu Santo de que todas las exigencias del trono divino han sido satisfechas por la única ofrenda de Jesús. No se requiere ni puede aceptarse ninguna otra ofrenda de ningún tipo. Poner cualquier cosa del hombre al lado del sacrificio perfecto de Cristo sería cuestionar su valor y eficacia. Si Dios está satisfecho con lo que Cristo ha realizado, el cristiano también puede estarlo. El israelita, en la tarde del día de la Expiación, tenía el consuelo de ver todos sus pecados lavados por el chivo expiatorio. El cristiano tiene la seguridad de que Dios no se acordará más de sus pecados e iniquidades (Hebr. 10:17). Hay, sin embargo, esta inmensa diferencia entre el israelita y el cristiano: el uno era reconciliado con Dios durante 12 meses por la ofrenda expiatoria de Aarón; el otro está reconciliado con Dios para siempre por la obra infinitamente más preciosa del Señor Jesucristo. «Santificado» y «perfecto» son los grandes términos de Dios para describir la posición actual de todos los creyentes.

28 - La resurrección

Indudablemente existen leyes naturales, y Dios es su autor. Pero solo los irreverentes supondrían que él está sometido o atado por las leyes naturales. En este ámbito, como en todos los demás, Dios es supremo y actúa como quiere en el universo que ha creado. La resurrección es un acto divino. Todos los demás milagros palidecen ante ella. Que un gran pez se tragara a un profeta o que las murallas de Jericó se derrumbaran son nimiedades comparadas con el poder que puede penetrar en el reino de la muerte y recuperar en forma corporal a personas olvidadas de aquella escena hace mucho tiempo.

Al considerar este tema 3 cosas se presentan a nosotros: la resurrección de Cristo, la resurrección de los creyentes y la resurrección de los incrédulos. Si la resurrección de Cristo es una fábula, no un hecho, entonces el cristianismo es una farsa vacía. La predicación y la fe son vanas. Los creyentes, en lugar de ser salvos, siguen en sus pecados, y los que han dormido en Cristo han perecido. Esto es lo que dice el apóstol en 1 Corintios 15. Gracias a Dios, no existe tal incertidumbre. La resurrección de Cristo es uno de los hechos mejor atestiguados en la historia de este mundo. Las precauciones tomadas por las autoridades de la época, las estrictas normas relativas a los soldados que dormían, la incredulidad de los discípulos, el gran número de los que interrogaron al Salvador después, todo se combina para demostrar que no se perpetró ningún fraude piadoso, sino que Dios realmente resucitó a su amado Hijo de entre los muertos. El hecho en sí es de considerable importancia. Es la vindicación pública de Dios de las pretensiones y el carácter del Crucificado, la aceptación de su obra expiatoria y la completa justificación de todo pecador que cree en su nombre.

Lo que Dios hizo por Cristo, lo hará ahora por todos los que pertenecen a Cristo. Tendrán una resurrección de carácter similar a la suya. «Cada uno en su propio orden: las primicias, Cristo; después los que son de Cristo, a su venida» (1 Cor. 15:23). La idea de una resurrección general al final de los tiempos es errónea. Tal confusión no puede marcar los caminos de Dios. Él ha trazado una línea clara entre los que le sirven y los que no. En el momento del descenso de Cristo en los aires, según 1 Tesalonicenses 4, todos los creyentes que han dormido desde el principio hasta entonces serán levantados de sus tumbas y, junto con los vivos transformados, serán llevados en triunfo a la Casa del Padre. Los mártires del Apocalipsis se añadirán entonces a su número, pero la masa de los creyentes muertos resucitará a la vuelta de Cristo. «¡Dichoso y santo el que tiene parte en la primera resurrección! Sobre estos la segunda muerte no tiene autoridad» (Apoc. 20:6).

Una primera resurrección implica que habrá una segunda. Se trata de la resurrección del juicio, que tendrá lugar al final del reinado de Cristo, al menos 1.000 años después de la resurrección de los creyentes. El Padre, habiendo dado al Hijo autoridad sobre toda carne, llamará a su presencia, en el momento señalado, incluso a sus enemigos. ¡Ay de ellos! Obligados a encontrarse como Juez con Aquel a quien han rechazado como Salvador, se verán confrontados con el gran trono blanco, con el registro de todos sus actos, con su confusión y terror. Más allá de este temible acontecimiento, no hay resurrección. La segunda muerte es “una muerte que nunca muere”, y nadie puede salir de ella.

29 - Los santos y santas

Los responsables de la Biblia impresa en inglés y otros idiomas nos han extraviado un poco (sin duda involuntariamente) en esta cuestión tan importante. Nos referimos a la costumbre de anteponer a los nombres de los 4 evangelistas la palabra «Santo», y solo a ellos. Los lectores poco informados concluirán naturalmente que estos siervos de Dios gozan de una santidad especial.

La Escritura enseña lo contrario. Todo auténtico creyente es un santo, desde el más sencillo hasta el más experimentado. En casi todas las Epístolas del Nuevo Testamento, el término se aplica a todos los cristianos sin discriminación. La condición de santo tampoco puede ser conferida por una autoridad eclesiástica después de que el alma haya dejado este mundo. Menos aún puede adquirirse mediante el esfuerzo personal durante la vida. No se puede llegar a ser santo luchando por la santidad, como tampoco se puede llegar a ser Príncipe de Gales adoptando los modales de ese alto personaje. Uno se hace santo por llamado divino (Rom. 1:6-7). Estos creyentes oyen la voz de Dios que les habla en el Evangelio, informándoles de sus pecados y de la sangre expiatoria del Salvador, y se inclinan con fe ante el mensaje. Al oír la amorosa invitación a creer y ser salvos, responden sin reservas al llamado. En un instante, pasan de la condición de pecadores a la de santos. Esto es obra de Dios, y es una maravilla de su gracia infinita. El malhechor del Calvario y el fanático religioso de Tarso, María de Magdala y la excelente Sara, aunque de orígenes muy diferentes, eran todos igualmente santos, habiendo experimentado cada uno la misma obra de gracia de Dios en sus almas.

La palabra «santo» significa “puesto aparte para Dios”. Todo verdadero creyente nace de nuevo por obra del Espíritu Santo. La nueva naturaleza así implantada es santa, y no puede pecar porque ha nacido de Dios (comp. 1 Juan 3:9). Como cristiano más avanzado que aún posee en sí mismo el principio maligno (la vieja naturaleza) heredado del primer Adán, debemos velar en todo momento para que esta naturaleza no nos descarríe. Por eso se exhortaba a los efesios a comportarse «como conviene a santos» (Efe. 5:3), pues siempre es posible que un cristiano deshonre su alta vocación y falte al respecto a la posición en la que el favor divino le ha colocado. Tal incoherencia lleva a los enemigos del Señor a blasfemar y a señalar con el dedo a quienes profesan mucho, pero practican muy poco. El rey David es un ejemplo particularmente doloroso, y su humillante historia ha sido registrada por la mano divina para advertencia del pueblo de Dios en todos los tiempos.
Hay 2 grandes familias en la tierra, solo 2. Una es divinamente llamada «pecadores», la otra «santos». Estos últimos no tienen ningún mérito, pues son exactamente lo que la gracia de Dios ha hecho de ellos. Muchos de ellos se revolcaron una vez en las profundidades del pecado. Pero habiendo respondido al mensaje del Evangelio y puesto su confianza en el Hijo de Dios, fueron limpiados de sus pecados por su sangre expiatoria y hechos aptos para permanecer en la luz celestial. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor. 15:10) escribió el apóstol agradecido. «El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1 Cor. 1:31).

30 - El temor

Es un término muy amplio, pues abarca sentimientos tan diferentes como el temor del criminal al juez, la reverencia del niño a sus padres y el respeto de la esposa a su marido. Cuando la Escritura dice de gentiles y judíos que no hay temor de Dios ante sus ojos (Rom. 3:18), quiere decir que Dios no tiene lugar en sus pensamientos y que Sus mandamientos no influyen en sus acciones. Esta es verdaderamente una condición terrible, especialmente si recordamos que el hombre fue creado por Dios para sí mismo, con el fin de caminar con él y hacer su voluntad.

De Abraham y Job, entre otros, se dice expresamente que temían a Dios. Puesto que la esclavitud moral al pecado está presente en toda la familia humana, este temor de Dios es producido únicamente por la gracia divina. Así lo demuestra abundantemente el caso del malhechor crucificado moribundo. Al principio, insultando al Hijo de Dios en la hora de su desgracia, le oímos decir a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios?» (Lucas 23:40). A medida que se acercaba a la eternidad, Dios se elevaba ante su alma, y él se llenaba de reverente temor. Su propia maldad y la santidad infinita de su Creador le sobrecogían cuando reflexionaba sobre ellas.

Cuando a un hombre se le revela la realidad de su culpa, no puede menos de llenarse de pavor. Félix tembló cuando Pablo insistió en las exigencias de Dios. Habrá temblor universal cuando el gran Juez aparezca en las nubes del cielo y todos los ojos lo vean. Pero para cada alma cuya confianza está en Cristo y en la preciosa sangre que ha sido derramada, el mensaje divino es: «No temáis». Tienen derecho a saber que sus pecados han sido perfectamente expiados y eliminados para siempre. Sus corazones se vuelven con gratitud hacia el Dios de amor infinito que les proporcionó un sacrificio tan costoso. El temor es sustituido inmediatamente por el amor. «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo» (1 Juan 4:18). El Espíritu Santo, que entonces se les da, no es un espíritu de servidumbre (o miedo), sino el Espíritu de adopción por el que claman: «¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15). Así nosotros le servimos «sin temor, en santidad y justicia, delante de él todos nuestros días» (Lucas 1:74-75).

Pero si el temor se destierra así del alma creyente, la reverencia permanece y se profundiza a medida que se conoce mejor a Dios y su Palabra. De ahí la exhortación: «Tengamos gratitud, y por ella sirvamos a Dios como a él le agrada, con temor y reverencia» (Hebr. 12:28). Al mismo tiempo, se desarrolla un horror interior al pecado en todas sus formas, junto con un deseo sincero de caminar en total separación del mal. «El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Prov. 8:13). Quien se revuelca en el pecado, sea cual sea su profesión religiosa, nunca ha conocido a nuestro Dios.

31 - La adoración

La adoración se asocia tan a menudo en la mente de las personas con ceremonias externas que a veces olvidamos que la verdadera adoración es algo que sale del corazón, una emoción del alma. La oración es un ejercicio bendito para todos aquellos que se dan cuenta de su debilidad y de sus necesidades. La acción de gracias es agradable para quienes han recibido grandes cosas de Dios. Pero la adoración es un sentimiento más elevado que todo eso, porque contempla no solo Sus obras, sino a Dios mismo: Sus perfecciones y glorias. Nuestra palabra inglesa “worship” (adoración) es simplemente una contracción del anglosajón “worthship” (dignidad), que significa atribuir honor a alguien que es digno de él.

Las meras formalidades no pueden satisfacer a Aquel que entregó a su Hijo amado (el Libro Sagrado me dice que «El Padre ama al Hijo» –Juan 5:20) para la bendición de los hombres. Pero el amor expresado en la cruz de Jesús merece mucho más a cambio que el ritual más elaborado que el hombre pueda concebir. Dios dijo una vez de los meros ceremoniosos: «En vano me adoran» (Mat. 15:9; Is. 29:13); y a la mujer que representaba a un pueblo que había disputado durante mucho tiempo los lugares de culto, el Señor le dijo: «Vosotros adoráis lo que no conocéis» (Juan 4:22). El corazón no puede adorar a Aquel a quien no conoce. El corazón comienza su conocimiento de Dios dándose cuenta de su culpa y de la dulce seguridad de que la sangre de Jesús la ha lavado. Esto tranquiliza para siempre la conciencia y disipa todos sus temores. Cuando se aprecian verdaderamente tales dones, el Dador deviene todo en todos. Cuanto más se le conoce, más se postra el alma en adoración ante él. «Dios de mi alegría y de mi gozo», dice el salmista. «Nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo», dice el apóstol (Sal. 43:4; Rom. 5:11).

Aunque el culto es esencialmente el mismo en todas las épocas, hay diferencias según las distintas dispensaciones (o épocas) instituidas por Dios. Por ejemplo, los patriarcas lo adoraban como Dios Todopoderoso, Israel como Jehová, mientras que los cristianos tienen el privilegio de conocerlo como Padre. El Hijo único, que está eternamente en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer. Vino a la tierra y nos mostró todo su amor. Del mismo modo, en la época patriarcal, el culto era exclusivamente familiar; cualquier otra forma de reunión era desconocida. En Israel, el culto se centraba en una reunión nacional, sin distinción entre creyentes y no creyentes. En el cristianismo, el culto se asocia a la Asamblea de Dios (o Iglesia de Dios), que procede, por elección divina, de todos los pueblos de la tierra.

El Espíritu Santo es el poder para la adoración, como para cualquier otro ejercicio espiritual. Como un músico experto, toca en los corazones de los que han recibido la gracia infinita de Dios, y produce una armonía que deleita los oídos del cielo. El Señor Jesús dijo de los verdaderos adoradores: «El Padre busca a los tales para que le adoren a él» (Juan 4:23). Es verdaderamente maravilloso que él se complazca en los sacrificios espirituales de los hijos de los hombres, pero la presencia del gran Sumo Sacerdote en el santuario celestial explica esta maravilla. Las perfecciones de su Persona y de su obra dan eficacia a todo lo que asciende de su pueblo de aquí a Dios.