Índice general
10 - Oración y confesión (Capítulo 9)
El libro de Daniel
Al igual que las demás profecías de Daniel, el capítulo noveno nos lleva al futuro, presentándonos el destino de Jerusalén. Pero, hace más, porque muestra la conexión entre el renacimiento del pueblo de Dios en los días de Daniel y el juicio que vendrá sobre Jerusalén en un día ulterior que pondrá fin al tiempo de sus desolaciones.
Daniel está informado que, aunque un remanente del pueblo de Dios sea restaurado a su tierra, y que el templo y la ciudad sean reconstruidos en sus días, tal como se registra en los libros de Esdras y Nehemías, sin embargo, este restablecimiento no termina de ninguna manera el cautiverio de Israel, ni libra a Jerusalén de la opresión de los gentiles. Todavía hay penas para el pueblo terrenal de Dios, y desolaciones para su ciudad, antes de que se llegue el final.
Como profeta, Daniel ha visto visiones y ha recibido revelaciones del futuro. Ahora lo vemos, como intercesor en favor del pueblo de Dios, y en respuesta a su oración y súplica, recibiendo instrucción en cuanto al pensamiento de Dios.
- Los versículos 1 y 2 dan la ocasión que ha suscitado la oración.
- Los versículos 3 al 6 recogen la confesión de Daniel sobre el pecado y el fracaso del pueblo de Dios.
- Los versículos 7 al 15 exponen su defensa de Dios en todo el castigo gubernamental que había caído sobre el pueblo.
- Los versículos 16 al 19 presentan su súplica a Dios para que haga misericordia en favor del pueblo de Dios.
- Los versículos 20 al 27 nos presentan la respuesta llena de gracia de Dios a la oración de Daniel, por la que se le hace comprender la mente de Dios en palabra y visión.
10.1 - El motivo de la oración (v. 1-2)
10.1.1 - Versículo 1
Habían pasado 68 años desde que Daniel fue llevado cautivo a la caída de Jerusalén. Había visto el ascenso y la caída de Babilonia, el primer gran imperio mundial. Persia, el segundo imperio mundial, había tomado la delantera de la escena. En este reino, Daniel ocupaba una alta posición de autoridad sobre los príncipes del imperio. Pero, ni el exaltado cargo que ostentaba, ni los absorbentes asuntos de estado, pudieron empañar ni por un momento su ardiente amor por el pueblo de Dios, ni su fe en la Palabra de Dios respecto a su pueblo.
10.1.2 - Versículo 2
Hemos visto que Daniel era un hombre de oración; ahora aprendemos que también era un estudiante de las Escrituras. Aunque él mismo era un profeta, estaba dispuesto a escuchar a otros profetas inspirados de Dios y a aprender la mente de Dios en los libros de las Escrituras. Así, al leer al profeta Jeremías, descubre que, después de la caída de Jerusalén en los días de Joacim, la tierra de Israel estaría desolada durante 70 años, y que al final de los 70 años el rey de Babilonia sería juzgado y la tierra de Caldea quedaría desolada (Jer. 25:1, 11-12). Además, Daniel se entera de que, no solo Babilonia quedaría bajo juicio, sino que Jehová le había dicho a Jeremías: «Cuando en Babilonia se cumplan los 70 años, yo os visitaré, y despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar» (Jer. 29:10-14).
Daniel hace este importante descubrimiento en el primer año de Darío. Sabemos que el regreso real tuvo lugar dos años después, en el primer año de Ciro (Esd. 1:1). En ese momento, no podía haber nada en los acontecimientos pasados que justificara la esperanza de un retorno. Descubre que Dios visitaría a su pueblo en el cautiverio, y le abriría un camino para que regresara a su tierra, lo descubre «en los libros», no por las circunstancias. Acaba de ver la destrucción del rey de Babilonia y la caída de su imperio, pero no especula sobre los conmovedores acontecimientos que tienen lugar a su alrededor ni trata de sacar de ellos conclusiones favorables al pueblo de Dios. Está guiado en su comprensión «en los libros» –la Palabra de Dios– tanto si las circunstancias parecen favorecer las predicciones de Dios como si no las favorecen.
La Palabra de Dios es la verdadera clave de la profecía. No se nos deja explicar las profecías por circunstancias pasajeras, ni esperar el cumplimiento de las profecías para interpretarlas.
10.2 - La confesión de Daniel del pecado del pueblo de Dios (v. 3-6)
10.2.1 - Versículo 3
El efecto inmediato de aprender por la Palabra que Dios está a punto de visitar a su pueblo es volver a Daniel hacia Dios. No va a sus compañeros de prisión con las buenas noticias, sino que se acerca a Dios, como dice: «Volví mi rostro a Dios el Señor». Como otro ha dicho: “Tiene comunión con Dios sobre lo que recibe de Dios”. El resultado es que ve el verdadero carácter del momento, y la condición moral del pueblo, y actúa de una manera adecuada para el momento.
Dios está a punto de detener su mano castigadora y conceder un poco de renuevo a su pueblo. Sin embargo, Daniel no se alegra, ni se dirige al pueblo con gritos y alabanzas. Por el contrario, viendo la verdadera importancia del momento, se dirige a Dios con «oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza», y hace confesión a Jehová su Dios.
Bien familiarizado con las Escrituras, Daniel mira hacia atrás más de 1.000 años desde que Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto (v. 15). Ve que este período ha sido una larga historia de fracaso y rebelión. Ya se le ha permitido mirar hacia el futuro y ver que el fracaso y el sufrimiento aún esperan al pueblo de Dios (Dan. 7 y 8). También ha aprendido que no habrá una liberación completa para el pueblo de Dios hasta que el Hijo del hombre venga y establezca su reino.
En resumen, ve el pasado marcado por el fracaso, el futuro oscuro con la predicción de penas más profundas y mayores fracasos, y ninguna esperanza de liberación para el pueblo de Dios en su conjunto hasta que venga el Rey. En presencia de estas verdades, Daniel se vio profundamente afectado, sus pensamientos lo perturbaron, su semblante cambió, y se desmayó y estuvo enfermo algunos días (Dan. 7:28; 8:27).
Pero Daniel hizo otro descubrimiento. Aprendió de las Escrituras que, a pesar de todos los fracasos pasados y todos los desastres futuros, Dios había predicho que habría un pequeño renacimiento en medio de los años.
En todo esto no podemos dejar de ver una correspondencia entre nuestros días y aquellos en los que vivió Daniel. Podemos mirar hacia atrás a través de siglos de fracaso de la Iglesia en su responsabilidad. Sabemos por las Escrituras que «los hombres malos y los impostores irán de mal en peor» (2 Tim. 3:13), y que muy pronto lo que profesa el Nombre de Cristo en la tierra será escupido de su boca. Sabemos, también, que nada más que la venida de Cristo reunirá de nuevo al pueblo de Dios, y pondrá fin a toda la penosa historia del fracaso. Pero también sabemos que, en medio de todo el fracaso, el Señor ha dicho definitivamente que habrá un avivamiento filadelfio de unos pocos que, en medio de la corrupción de la cristiandad, serán encontrados en gran debilidad, buscando guardar su Palabra y no negar su Nombre.
Daniel, en su oración y confesión, muestra el espíritu que debe caracterizar a quienes, en su época o en la nuestra, desean responder a la puerta abierta de la liberación que Dios pone ante su pueblo.
10.2.2 - Versículo 4
Volviéndose hacia Dios en confesión, Daniel tiene un profundo sentimiento de la grandeza, santidad y fidelidad de Dios. Además, se da cuenta de que Dios es fiel a su Palabra y que, si su pueblo quiere solamente apreciar su nombre y guarda su Palabra, encontrará misericordia.
10.2.3 - Versículos 5-6
Con un verdadero sentido de la grandeza de Dios ante su alma, Daniel discierne de inmediato la baja condición del pueblo. Dios ha sido fiel a su pacto, pero el pueblo se ha apartado de los preceptos y juicios de Dios. Reconoce que esta baja condición moral está en la raíz de toda la división y dispersión que se ha producido en el pueblo de Dios. No trata de culpar de la división y la dispersión a ciertos individuos, que ciertamente pueden haber actuado de manera prepotente y pervertido la verdad y llevado a muchos al error. Esto, sabemos, fue el caso de los reyes, los sacerdotes y los falsos profetas. Pero, mirando más allá del fracaso de los individuos, él ve, y se apropia, del fracaso del pueblo de Dios en su conjunto. Dice: «Hemos pecado… nuestros reyes, nuestros príncipes y nuestros padres, y… todo el pueblo de la tierra». Personalmente, Daniel no tuvo ninguna participación directa en la dispersión que había tenido lugar casi 70 años antes. Solo podía ser un niño en el momento del quebrantamiento de Jerusalén, y durante su cautiverio probablemente nadie fue más devoto del Señor que él.
Sin embargo, la ausencia de responsabilidad personal y el transcurso del tiempo no le llevan a ignorar la división y la dispersión, ni a tratar de culpar a individuos fallecidos hace tiempo; por el contrario, se identifica con el pueblo de Dios, y reconoce ante Dios que «hemos pecado».
Así, en nuestros días, la ocupación con los instrumentos utilizados para quebrantar el pueblo de Dios puede cegarnos sobre la verdadera causa de la ruptura, es decir, la baja condición que acompañó a nuestra alta profesión. Puede que no hayamos tenido ninguna parte definida en la locura y la acción prepotente de los pocos que provocaron la dispersión inmediata del pueblo de Dios, pero todos hemos tenido nuestra parte en la baja condición que necesitó la separación.
Daniel no trata de atenuar su pecado: por el contrario, reconoce que habían agravado su pecado al negarse a escuchar a los profetas que Dios había enviado de vez en cuando para volverlos a traer a él. Nada es más sorprendente que ver la persistencia con que el pueblo de Dios, tanto en aquel día como en este, ha perseguido a los profetas. No nos gusta que se nos remuerda la conciencia al oír hablar de nuestros fracasos. Admitir que estamos equivocados, o que hemos obrado mal, (excepto en los términos más vagos y generales) es demasiado humillante para la carne religiosa. Por eso, el profeta que busca ejercitar la conciencia –que recuerda al pueblo de Dios sus pecados– nunca es popular. El mero «maestro» será recibido con aclamación, pues la adquisición de conocimientos a los pies de un maestro es más bien gratificante para la carne. Tener un gran maestro en medio de una asamblea tiende a exaltar; pero ¿quién quiere un profeta que despierte la conciencia hablándonos de nuestros fracasos y pecados? Así fue como Israel se negó a escuchar a los profetas.
10.3 - La justificación de Daniel ante Dios (v. 7-15)
10.3.1 - Versículo 7
Después de haber confesado el pecado de «todo el pueblo de la tierra», Daniel justifica a Dios por haber castigado al pueblo. Se aferra a este principio profundamente importante de que, cuando han ocurrido la división y la dispersión, estos males deben aceptarse como provenientes de Dios, que actúa en su santa disciplina, y no simplemente como provocados por actos particulares de locura o maldad por parte de hombres individuales. Esto se ve claramente en la gran división que tuvo lugar en Israel. Instrumentalmente, fue provocada por la insensatez de Roboam, pero, dice Dios: «Yo he hecho esto» (2 Crón. 11:4). 450 años más tarde, cuando el pueblo de Dios no solo estaba dividido sino disperso entre las naciones, Daniel reconoce muy claramente este gran principio. Dice: «Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro, como en el día de hoy lleva todo hombre de Judá, los moradores de Jerusalén, y todo Israel, los de cerca y los de lejos, en todas las tierras adonde los has echado». Luego vuelve a hablar de que Dios ha traído «sobre nosotros tan grande mal»; y otra vez, «Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros» (Dan. 9:9, 12, 14). Así, Daniel pierde de vista la locura y la maldad de algunos hombres. No menciona nombres. No habla de Joacim ni de «las abominaciones que hizo», ni de Sedequías y su locura, ni se refiere a la violencia despiadada de Nabucodonosor; sino que, mirando más allá de estos hombres, ve en la dispersión la mano de un Dios justo.
Así, también, un poco más tarde Zacarías oye la palabra del Señor a los sacerdotes y a todo el pueblo del país, diciendo: «Los esparcí con torbellino por todas las naciones que ellos no conocían» (Zac. 7:5, 14).
Así también, más adelante Nehemías, en su oración, recuerda las palabras del Señor por medio de Moisés diciendo: «Si vosotros pecarais, yo os dispersaré» (Neh. 1:8).
Estos hombres de Dios no intentan modificar sus firmes declaraciones sobre los tratos de Dios en la disciplina. Ni siquiera dicen que Dios ha “permitido” que su pueblo sea dispersado, o que ha “permitido” que sea expulsado; sino que dicen claramente que Dios mismo ha expulsado al pueblo y ha traído el mal.
10.3.2 - Versículos 8-9
Pero, además, si por un lado la confusión de rostro pertenece a cada clase y a cada generación de Israel desde los padres en adelante, por otro lado «tener misericordia y perdonar» pertenecen al Señor nuestro Dios. Dios no solo es justo, sino que es misericordioso y lleno de perdón. A pesar de ello, la nación se rebeló y agravó de nuevo su culpa.
10.3.3 - Versículo 10
Así resume Daniel el pecado de Israel. La nación no había obedecido la voz de Jehová; habían quebrantado sus leyes y despreciado a los profetas.
10.3.4 - Versículos 11-12
Así pues, la maldición anunciada en la Ley había caído sobre ellos, y Dios había confirmado las palabras que había pronunciado contra la nación trayendo este gran mal sobre ellos.
10.3.5 - Versículo 13
Además, cuando llegó el mal, no se volvieron a Dios en oración. Aparentemente, no había ningún deseo de apartarse de sus iniquidades y entender la verdad.
¿Acaso este solemne versículo no tiene voz para el pueblo de Dios en nuestros días? El pueblo de Dios está disperso y dividido a causa de sus pecados y, sin embargo, con qué tranquilidad, incluso qué complacencia, el pueblo de Dios ve este estado de división. Además, no solo se entiende poco la verdad de Dios por el momento, sino que hay poco deseo de entender la verdad. Oh, que podamos estar tan ejercitados en cuanto a la condición del pueblo de Dios, que nos veamos obligados a hacer nuestra oración ante el Señor nuestro Dios, a alejarnos de nuestras iniquidades, y a volvernos hacia Dios para entender su verdad.
10.3.6 - Versículo 14
«Por tanto», dice Daniel, «Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros». Jehová había dicho a Jeremías: «Yo velo sobre ellos para mal, y no para bien»; y de nuevo, el mismo profeta nos dice que Jehová había tenido «cuidado de ellos para arrancar y derribar, y trastornar y perder y afligir» (Jer. 44:27; 31:28). ¡Qué solemnidad! Podemos entender mejor que el Señor vela por su pueblo para protegerlo, pero aquí encontramos que vela por ellos para el mal, y Daniel justifica al Señor en ello. «Justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho, porque no obedecimos a su voz».
10.3.7 - Versículo 15
Había aún un agravamiento de su culpa que Daniel confiesa. El pueblo que había pecado y actuado tan mal era el redimido del Señor –el pueblo que él había sacado de Egipto con mano poderosa. Así, el mismo pueblo por el que Dios había adquirido su renombre era el mismo pueblo que, por su pecado, lo había deshonrado ahora. Por el poder redentor de Dios en favor de Israel, su fama se había extendido entre las naciones; por el pecado de Israel, su nombre había sido blasfemado entre los gentiles. Por lo tanto, Dios había justificado su gloria enviando a Israel de nuevo a la esclavitud.
10.4 - La súplica de Daniel a Dios para que muestre misericordia (v. 16-19)
10.4.1 - Versículos 16-19
Tras haber confesado el pecado y el fracaso del pueblo de Dios y, además, haber justificado a Dios en todos sus designios, Daniel ahora se dirige a Dios en forma de súplica. Notablemente, como podríamos pensar, su primera súplica es la justicia de Dios, y más tarde las «muchas misericordias» de Dios. Se da cuenta de que la misericordia debe basarse en la justicia. Ya había reconocido la «justicia» de Dios que trajo todo este dolor sobre este pueblo (v. 14); ahora suplica que, en justicia, Dios permita que su ira y su furia sean apartadas de Jerusalén.
Los temas de su súplica son la ciudad, el monte santo, el santuario y el pueblo de Dios. No suplica por sí mismo, por sus intereses personales o por las necesidades particulares de sus compañeros de cautiverio. Todo su corazón está preocupado por los intereses de Dios en la tierra. Ojalá conociéramos más el espíritu de Daniel; que nuestros corazones estuvieran tan llenos de lo más cercano y querido al corazón de Cristo que, elevándose por encima de todas las necesidades personales y locales, pudiéramos clamar a Dios por su Iglesia, su nombre, su casa y su pueblo, confesando el fracaso común y sintiendo la necesidad común.
Es significativo que, al implorar por la ciudad, el monte, el santuario y el pueblo, los considere no en relación con él o con la nación, sino como pertenecientes a Dios. No dice nuestra ciudad, ni nuestro santuario, ni nuestro pueblo, sino «tu ciudad», «tu santo monte», «tu pueblo» y «tu santuario». Elevándose por encima de todo el fracaso, se dirige a Dios y suplica: «Tu nombre es invocado sobre tu pueblo».
Primero, alega la justicia de Dios (v. 16). A continuación, suplica el «amor del Señor» (v. 17). Después, suplica por las «muchas misericordias» de Dios (v. 18). Por último, invoca el «nombre» del Señor (v. 19). Basando su oración en tales súplicas, puede pedir definitivamente al Señor que preste «oído», que «perdone», que «haga» y que «no difiera» en actuar a favor de su pueblo.
Es de la más profunda importancia ver que la base de la súplica de Daniel es el hecho, enfatizado una y otra vez en su confesión, de que es Dios mismo quien ha quebrantado al pueblo (v. 7, 12, 14). Hasta que no se afronte y se asuma este hecho, sin ninguna reserva, no puede haber restablecimiento. Es por eso que Dios es aquel que no solo puede quebrantar, sino también sanar; Dios puede dispersar, pero también reunir (Sal. 147:2). Al negarnos a reconocer que Dios nos ha quebrantado, y solo viendo la locura de los hombres, cerramos toda esperanza de recuperación para los que desean ser fieles a Dios. Con los hombres ante nosotros pensamos en aquellos que pueden quebrantar, pero no tienen poder para recuperarse; mientras que Dios puede quebrantar, y Dios puede restablecer.
Considerar que solo los hombres causan las divisiones ha llevado a muchas personas sinceras a la falsa conclusión de que, si los hombres causaron las divisiones, los hombres tienen el poder de remediarlas. Por lo tanto, los esfuerzos que se hacen para volver a unir al pueblo de Dios están condenados al fracaso, y peor que el fracaso, porque solo aumentan la confusión entre el pueblo de Dios. Reunir está más allá del ingenio del hombre; es la obra de Dios. Podemos destruir, podemos dispersar, podemos quebrar los corazones; pero «Jehová edifica a Jerusalén; a los desterrados de Israel recogerá. Él sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas» (Sal. 147:2-3).
Aquí tenemos entonces, en la oración de Daniel, la línea que debería guiar siempre al pueblo de Dios en un día de ruina:
- Primero, obtener, volviéndose hacia Dios, un sentido nuevo y profundo de su grandeza, de su santidad y de su misericordia para los que están dispuestos a guardar su palabra;
- Segundo, confesar nuestro fracaso y pecado, y que la raíz de toda la dispersión radica en una baja condición moral;
- Tercero, reconocer el justo gobierno de Dios en todas sus acciones al castigar a su pueblo;
- Cuarto, apoyarse en la justicia de Dios que puede actuar con misericordia hacia su pueblo fracasado, por amor a Su nombre.
10.5 - La inteligencia en la palabra y en la visión (v. 20-27)
10.5.1 - Versículos 20-23
Volviéndose a Dios en oración y confesión, Daniel recibe luz y comprensión del pensamiento de Dios. Es significativo que reciba la respuesta a su oración en el momento de la ofrenda de la tarde, lo que indica que su oración es respondida sobre la base de la eficacia del holocausto que habla a Dios del valor del sacrificio de Cristo.
Al principio de la súplica de Daniel, Dios había dado una orden a Gabriel en relación con Daniel. Dios no esperó una larga oración para entender todo lo que Daniel diría. Dios conocía los deseos de su corazón y, desde el comienzo, Dios escuchó y comenzó a actuar. El encargo de Gabriel fue abrir el entendimiento de Daniel para que recibiera las comunicaciones de Dios, como dice, «para darte sabiduría y entendimiento». A Daniel no le bastaba con recibir revelaciones; necesitaba que se le abriera el entendimiento para aprovecharlas. Más tarde, el Señor abrió las Escrituras a los discípulos y también abrió su inteligencia para que pudieran entenderlas. Nosotros también necesitamos el entendimiento abierto, así como las Escrituras abiertas, incluso como el apóstol le dice a Timoteo, al abrirle la verdad: «Considera lo que digo; porque el Señor te dará entendimiento en todo» (2 Tim. 2:7).
Además, después de haberse asociado con el fracaso del pueblo de Dios, y confesado que «hemos pecado», a Daniel se le asegura ahora que, a pesar de todo el fracaso, es «muy amado».
10.5.2 - Versículo 24
Daniel había descubierto leyendo al profeta Jeremías que al final de los 70 años Dios iba a juzgar a Babilonia y liberar a su pueblo del cautiverio. A causa de esta profecía, Daniel se había dirigido a Dios y le había suplicado que actuara de acuerdo con su Palabra. En respuesta a la oración de Daniel, Dios le
hace una nueva revelación. Se le dijo que al final de las «70 semanas» vendría una liberación mucho mayor para los judíos –una que sería definitiva y completa.
Debemos recordar que esta profecía se refiere enteramente a la liberación del pueblo judío y de su ciudad. El ángel dice: «70 semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad». El pueblo de Daniel son los judíos, y su ciudad Jerusalén. El cristiano no tiene una ciudad continua en este mundo; busca una por venir.
Todo lo necesario para el cumplimiento de estas profecías se ha llevado a cabo en la cruz. Para asegurar estas bendiciones, Cristo ha muerto por la nación (Juan 11:52). La sangre ha sido derramada y la propiciación ha sido hecha. La recepción por la fe de la obra de Cristo, para que la nación pueda entrar en las bendiciones que la obra asegura, es todavía futura. Cuando Israel se vuelva hacia el Señor, la transgresión por la que la nación ha sido dispersada habrá terminado, sus pecados serán perdonados, sus iniquidades perdonadas (Is. 40:2), y la justicia de Dios establecida (Is. 51:4-6). Las visiones y profecías se cumplirán y, en este sentido, serán selladas o cerradas. El Santo de los santos será puesto aparte para la morada de Dios.
¿Qué debemos entender, entonces, por las «70 semanas»? ¿Significan literalmente 70 semanas de 7 días, o 490 días? Los versículos 25 y 26 prohíben tal pensamiento. El comienzo de las 70 semanas está claramente indicado, y se nos dice que al final de 69 de estas semanas tendrían lugar ciertos eventos que evidentemente no tuvieron lugar al final de los 483 días. Toda la dificultad desaparece cuando vemos que la palabra «semanas» significa simplemente «períodos de siete». El judío contaba por períodos de 7 años, o septenios, como nosotros contamos por períodos de 10 años, o décadas. Las 70 semanas, entonces, son 70 períodos de siete años, o 490 años.
10.5.3 - Versículo 25-26
Este período de 490 años comienza a partir de la emisión de la orden de edificar y restaurar Jerusalén. Por Nehemías 2 sabemos que esta orden de reconstruir Jerusalén se dio en el vigésimo año de Artajerjes. En la historia del mundo se ha calculado que el vigésimo año de Artajerjes fue alrededor del 454 o 455 a.C. 490 años después de este evento se nos dice que el tiempo de dolor de Israel habría terminado y las bendiciones del Reino se habrían establecido.
Ahora bien, es evidente que la bendición predicha no llegó al final de los 490 años, si se calculan los años sin interrupción. Pero, en estos versículos, vemos que este período se divide en tres partes. El primer período es de 7 semanas, o 49 años, durante los cuales Jerusalén es reconstruida en tiempos difíciles. Sabemos cuán problemáticos fueron por el relato que se hace en el libro de Nehemías. El segundo período de 62 semanas, o 434 años, es desde la terminación del muro de Jerusalén hasta el Mesías. La palabra no dice exactamente el nacimiento del Mesías, ni su presentación al pueblo, ni su muerte. Se deja bastante general; solo se afirma definitivamente que «después de las 62 semanas el Mesías será muerto, y no tendrá nada» (LBLA).
Siguiendo la profecía en cuanto a la muerte del Mesías, tenemos una declaración sobre el pueblo del príncipe que vendrá; esto, a su vez, es seguido por declaraciones en cuanto al príncipe mismo. Se dice que el pueblo destruirá la ciudad y el santuario. La referencia es, sin duda, al pueblo romano –la cuarta gran potencia gentil– que gobernaba la tierra cuando el Mesías fue muerto. Daniel aprende que la nación judía, habiendo rechazado a su Mesías, será juzgada, y su ciudad y su santuario serán destruidos por el pueblo romano que, como una inundación, desbordará la tierra, poniendo fin a la ocupación judía. La nación pasará al cautiverio y la tierra quedará desolada. Los judíos encontrarán que la mano de todo hombre está contra ellos hasta el tiempo del fin. El Señor mismo repite la predicción de estos solemnes acontecimientos cuando dice: «Caerán (los judíos) a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que sus tiempos se cumplan» (Lucas 21:24).
Esta parte de la profecía se cumplió completamente unos 70 años después del nacimiento de Cristo, cuando Jerusalén fue destruida por los romanos bajo el emperador Tito.
10.5.4 - Versículo 27
En este punto la profecía pasa a hablar de eventos que aún son futuros, y que tendrán lugar durante la última semana, o 7 años, de la profecía. Cuando Cristo fue muerto, 69 semanas habían transcurrido. Solo quedaba una semana -o 7 años- antes de que se estableciera su reino. Pero los judíos rechazaron a su Mesías; en consecuencia, el cumplimiento de la profecía se aplazó. Desde el momento en que rechazaron a su Mesías, Dios ya no reconoció al pueblo como estando en relación con Él. Durante este tiempo hay un gran vacío en la historia del antiguo pueblo de Dios, un vacío del que Dios no da cuenta de su duración. Durante este tiempo sabemos, por las Escrituras del Nuevo Testamento, que la salvación ha llegado a los gentiles a través de la caída de Israel. Durante este período también sabemos que Dios está llamando a su pueblo celestial –la Iglesia. Por lo tanto, se verá que hay un inmenso e importante intervalo entre los versículos 26 y 27, del que no se dan detalles en la profecía. El llamado de la Iglesia es una verdad reservada para la venida del Espíritu Santo. Se nos dice definitivamente que se trata de una verdad «que en otras generaciones no fue dada a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelada a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Efe. 3:4-6; véase también Rom. 16:25-26). La profecía directa siempre se refiere a la tierra y al pueblo terrenal de Dios. Cualquier alusión al llamado de la Iglesia habría sido totalmente incomprensible para Daniel. Podemos, entonces, entender por qué este inmenso intervalo entre la 69 y la 70 semana se pasa en silencio.
Aquí, pues, nos encontramos con acontecimientos que todavía son futuros. Estos acontecimientos giran en torno a las actividades, no tanto del pueblo romano, del que ya hemos oído hablar, sino del jefe del Imperio, aquí llamado el príncipe del pueblo. De este hombre leemos: «Y por otra semana confirmará el pacto con muchos». Este jefe del Imperio romano reavivado concluirá un pacto con la masa de la nación judía que estará de vuelta en su tierra, aunque todavía rechazando a Cristo como su Mesías. Probablemente, por temor a ser arrollados por otro enemigo –el poder del norte o «el turbión del azote» (Is. 28:15)– los judíos entrarán en alianza con el jefe imperial del Imperio romano.
Entonces parece que aquel en quien los judíos se apoyarán para protegerse de otros enemigos se convertirá él mismo en su gran enemigo. Faltando a su propio pacto, a la mitad de la semana, o al final de los tres años y medio, «hará cesar el sacrificio y la ofrenda». La siguiente cláusula parece indicar la razón por la que se hace cesar el sacrificio, pues se habla de la «de la abominación de la desolación». Esto es claramente una referencia a lo que se afirma en otras Escrituras, que el Anticristo venidero hará que se erija una imagen en el lugar santísimo a la que se ordena que todos rindan honores divinos (véase Mat. 24:15; 2 Tes. 2:4; Apoc. 13:14-15).
Sin embargo, durante esta última media semana habrá un «desolador», un azote desbordante del norte, del que ninguna alianza con el príncipe del Imperio romano servirá para proteger a los judíos. Es durante este tiempo que la nación judía pasará por la gran tribulación. El Señor dice claramente: «Cuando veáis la abominación de la desolación, de que habló Daniel el profeta, en el lugar santo… habrá entonces una gran tribulación» (Mat. 24:15-21). Durante este terrible tiempo la nación judía incrédula será objeto de juicios incesantes hasta que el juicio se agote derramándose completamente sobre la ciudad y la nación desoladas.