Estudios sobre el libro del profeta Hageo

Su aplicación al tiempo actual


person Autor: Henri ROSSIER 47

library_books Serie: Estudios

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


«Mas desde este día os bendeciré» (Hageo 2:19)

1 - Introducción

1.1 - Cuadro histórico

Las circunstancias que hicieron necesaria la profecía de Hageo, nos trasladan a los últimos acontecimientos del Antiguo Testamento. Cuando la ruina moral de Israel llegó al último término, Dios declaró a este pueblo: «Lo-ammi» (No es mi pueblo; Oseas 1:9). Mucho tiempo después, las diez tribus fueron llevadas a la cautividad, y más tarde también Judá y Ben­jamín. El enemigo derribó y destruyó Jerusalén y el Templo, ya privado de la gloria de Dios. Desde entonces, a los ojos de los hombres, ya no hubo Casa de Dios sobre la tierra.

Cuando los setenta años de cautividad, anunciados por los profetas (Jer. 25:11-12; Dan. 9:2), llegaron a su fin, Ciro fue suscitado para la restaura­ción del pueblo. A la llamada del Rey, en el año 536 A.C., un remanente de Judá y Benjamín, en total 49.697 hombres, subieron a Jerusalén, bajo el mando de Zorobabel y de Josué, (llamado Jesúa en Esdras y Nehemías) para reconstruir la casa de Dios (Esd. 1:2-3).

En el séptimo mes, reedificaron el altar sobre su emplazamiento (Esd. 3:2-3) ofreciendo sacrifi­cios, y restableciendo así el gran testimonio público de sus relaciones con Dios.

«En el segundo año de su llegada a la casa de Dios en Jerusalén», ponen los fundamentos del templo con gozo mezclado de tristeza (Esd. 3:8-13). Los enemigos de Judá se ofrecen para participar en la obra del pueblo de Dios; los jefes no aceptan, pero el resto del pueblo coge miedo y la obra es abandonada.

La interrupción dura dieciséis años, motivada durante seis solamente por el miedo, y durante otros diez por la orden absoluta de no trabajar, dada por mandato de Asuero. Esta prohibición debe ser conside­rada como el castigo de Dios sobre el remanente a causa de su falta de fe.

En el segundo año de Darío, fueron suscitados los profetas Hageo y Zacarías; su exhortación produce efecto. Desde entonces todo cambia; el pueblo no se inquieta ni por reyes, ni por hombres, ni por su oposi­ción; el trabajo se inicia y este gran edificio se termina al cabo de cuatro años.

Durante todo este tiempo, prosperan, pero no por la orden de Darío sino por «la profecía de Hageo… y de Zacarías» (Esd. 6:14), y terminan su obra «por orden del Dios de Israel» del cual emanan las decisiones de los soberanos que les gobier­nan.

En el año 515 A.C. (Esd. 6:15), terminada la casa, el pueblo celebra alegremente la Pascua y la fiesta de los panes sin levadura (Esd. 6:19-22).

Aquí es cuando se termina la primera parte del libro de Esdras la cual tiene relación con nuestra profecía. Esta comprende tres grandes hechos:

  1. la construcción del altar;
  2. la colocación de los fundamentos, des­pués de un paréntesis de dieciséis años seguidos por el despertar del pueblo;
  3. la edificación y terminación de la casa.

1.2 - Cuadro profético

Esta historia de Israel tiene para nosotros también mucha importancia. «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos» (1 Cor. 10:11). Todos los acontecimientos materiales de Israel tienen para nosotros, cristianos, una contrapartida espiritual.

¿No es evidente en el caso de la Iglesia? Ella es, como Israel, una institución divina; está estable­cida en la tierra bajo su responsabilidad; como él, ella ha fallado y ha caído en la ruina más completa, al haber introducido el hombre elementos corrompidos y corruptores. ¿Dónde se encuentra Israel hoy en día? ¿Dónde encontrar ahora la Iglesia de Dios? Sin duda, a los ojos de Dios, continúa existiendo en su unidad, y la fe así la ve. Sin duda, Aquél que es el Arquitecto, como también es el Esposo, se la presen­tará gloriosa al fin; pero dejada a su responsabili­dad, no es a los ojos del mundo, otra cosa que un miserable montón de ruinas. (En este artículo, habla­mos solo de la Iglesia como Casa de Dios, cuya edificación está confiada a la responsabilidad del hombre).

Habiéndose consumado la ruina, Dios llama en nuestros días, como en los días de Esdras, a un débil remanente para que reconstruya su casa. Para un judío, la Casa de Dios era el templo material en donde a Él le placía hacer habitar su nombre; para un cristiano, es un templo espiritual compuesto de piedras vivas, destinado a ser una «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22).

Observemos que, para el remanente de Israel, no se trata en absoluto de que este reconstruya una segunda casa, o para el remanente cristiano de reedi­ficar una nueva Iglesia. Muchos se han equivocado y han intentado, en la ignorancia de los pensamientos de Dios y con la suficiencia de la carne, de recons­truir una nueva casa. Se les oye hablar de «su Iglesia», como si ellos hubiesen reedificado alguna cosa según Dios. Su trabajo no es más que una nueva ruina añadida a las antiguas. El Espíritu Santo nos pone cuidadosamente en guardia contra tal locura. A los ojos de Dios, la Iglesia, al igual que el templo de Israel, es una, permanece una, y nunca habrá otra. De aquí, que en cuanto al templo encontremos expre­siones tales como estas: Ellos «comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén» (Esd. 5:2). Aunque destruida, permanecía allí siempre. «Y reedificamos la casa que ya muchos años antes había sido edificada» (Esd. 5:11). La nueva casa es la misma que la antigua. El rey de Babilonia «destruyó esta casa… el mismo rey Ciro dio orden para que esta casa de Dios fuese reedificada» (Esd. 5:12-13). La casa reedificada es la misma que la casa destruida, y aún Hageo dice, hablando de un tiempo futuro: «Y llenaré de gloria esta casa», y «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera» (Hag. 2:7-9). El profeta no dice: La gloria de esta casa última, pues si la gloria es diferente, la casa es siempre la misma, ante las miradas de Dios y de la fe. De hecho, hubo en el pasado muchos templos: El templo de Salomón, el de Zorobabel, el de Herodes; habrá en el futuro el del Anticristo, y uno final, el templo milenario de Ezequiel. Pero para Dios no cuentan cinco, sino uno solo. Para nosotros, reconstruir la Casa de Dios, no es pues construir una nueva casa, sino reconstruir la antigua en un tiempo de ruina, tal como Él la había establecido en un principio. Tanto hoy como antiguamente, es el trabajo de todos aquellos que Dios ha despertado, para restaurar la verdad de la Iglesia en medio de la corrupción actual. Ellos han de dar un testimonio práctico de lo que debe ser. Tal restauración no se puede conseguir si no va acompa­ñada de un sentimiento profundo de tristeza y de humillación. Para los dos o tres de Israel que recons­truyesen la casa, el gozo de ver los fundamentos nuevamente establecidos, estaba mezclado con lloros amargos, cuando comparaban la pobreza actual de este trabajo con la riqueza y la plenitud de la primera institución (Esd. 3:11-13).

Los que ignoran lo que es la Iglesia, se imaginan que esta obra de restauración tuvo lugar cuando la Reforma y que, lo que se llama la Iglesia protestante, ha sido la manifestación. No hay nada más falso que esta opinión. Lo que caracteriza a la Reforma, es la Palabra de Dios, rompiendo los lazos mediante los cuales Satanás había buscado encadenarla. Esta Palabra sacó a la luz las grandes verdades de la salvación individual, mientras que, estable­ciendo multitud de Iglesias, la Reforma ignoraba, más bien negaba, la verdad de la Iglesia del Dios vivo.

El primer testimonio del remanente de Israel fue, como lo hemos visto en el libro de Esdras, la reunión alrededor del altar reedificado. En nuestros días ha sido lo mismo. Es la mesa del Señor la que ha reunido algunos testigos que Dios ha suscitado para «reconstruir» su casa. Reunir a los cristianos alrededor de la Cena, no es nada en apariencia, pero en realidad lo es todo. Alrededor de la mesa del Señor, sus redimidos proclaman que poseen una rela­ción viva con Dios, basada en la redención. Esta mesa reúne a todos los que tienen parte en la salvación, y su carácter excluye al mundo de una forma absoluta y los separa, para constituirlos en una unidad de la cual la mesa del Señor es el signo (1 Cor. 10:16-17).

La restauración del altar no está por hacer, pues ha tenido lugar en el siglo pasado, cuando unos creyentes despertados en su conciencia y sus afectos para el Señor, han escudriñado las Escrituras, para volver a encontrar muchas verdades concernientes al lugar, la forma, la manera de congregarse y esto solo en el nombre del Señor (Mat. 18:20). La mesa del Señor está levantada; nadie tiene la misión de levantar otra. En esta un pequeño remanente de creyentes proclama la unidad del Cuerpo de Cristo. ¡Qué importa su número, si el altar está reedificado! La mesa del Señor no se encuentra, en absoluto, como muchos lo pretenden, en todas las sectas de la cristiandad, las cuales conservan sin duda el memorial de la muerte de Cristo, pero ignoran completamente que el carácter de este mismo memorial es el de separar a los hijos de Dios del mundo, y de ser una señal visible de la unidad del Cuerpo de Cristo. Frente al Enemigo, la seguridad del pobre remanente de la cautividad era que: «Colocaron el altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras» (Esd. 3:3). La unión de los hijos de Dios, alrededor del signo visible de la unidad de la Iglesia, no puede convenirle a Satanás, pues su poder sobre ellos se reduce a la nada, mientras mantengan esta unidad; por esta razón el Enemigo quiere destruirla dispersando al rebaño (y esto lo ha logrado en muchas ocasiones).

Los resultados de la reunión de los creyentes alrededor de la mesa del Señor no se hacen esperar. Nuevas luces deben acompañar necesariamente la obediencia a la Palabra de Dios, y las almas vuelven a la enseñanza apostólica y a Cristo, único fundamento sobre el cual la Asamblea puede ser construida.

Habiendo sido reconocido Cristo como el único centro de nuestra reunión, se trata entonces de añadir piedras vivas al edificio, y las dificultades no tardan en surgir. Lo que le ocurre al pobre remanente es la prueba. «Edificaremos con vosotros» (Esd. 4:2), dicen los enemi­gos de Judá y Benjamín. Si estos últimos hubieran consentido, habrían sido la negación misma de esta unidad del pueblo de Dios que acababa de ser puesta nuevamente a la luz, por medio del altar y de los fundamentos del templo. Dios no permite que se lleve a cabo este plan. La bendición que los fieles han encontrado en su unidad como pueblo de Dios, les hace rechazar con indignación toda acción común con el mundo: «No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel» (Esd. 4:3).

El ardid del enemigo fracasa, pero este no abandona la partida; actúa haciendo coger miedo y levanta la oposición, y después las persecuciones con­tra los fieles. Toda clase de razones ayudan, sus manos se vuelven descuidadas. Israel acaba por desin­teresarse de la construcción y abandona la obra comenzada. ¡Cuántas deserciones hemos visto producirse también entre nosotros en nuestros días!

Es en ese momento que Hageo interviene para mostrar al remanente las causas que, después de los principios de fuerza y gozo, habían puesto trabas a la obra que Dios les había confiado. ¡Ojalá encon­tremos en esta profecía de Hageo las exhortaciones y el ánimo que tanto necesitamos hoy en día!

2 - Primera revelación – capítulo 1

He aquí el razonamiento del pueblo en el momen­to en que Hageo fue enviado: «No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada» (v. 2). ¿Qué beneficio nos puede aportar este trabajo? ¡Cuán a menudo encontramos estas pala­bras entre los cristianos, incluso entre los que, tras haberse puesto manos a la obra, estiman sus esfuerzos superfluos! Esto tiene un nombre: Desánimo, cuya cau­sa es el miedo y nuestra incapacidad de resistir a los obstáculos que el poder del Enemigo nos pone. Pregun­témonos si este desánimo no es un ultraje al poder y a la fidelidad de nuestro Dios.

Pero el profeta va a mostrarnos que el desánimo mismo no era en el fondo más que un pretexto. Detrás de él, se escondía un principio que el remanente apenas sospechaba, o del cual desconocía la gravedad: El egoísmo y la mundanalidad. «¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de habitar en vuestras casas artesonadas, y esta casa está desierta?» (v. 4). El pueblo de Dios apreciaba más sus propios asuntos que los de la casa de Dios. Se entregaba a la comodidad, se dejaba invadir por el lujo, artesonando sus casas. Los intereses del templo eran colocados en último lugar.

Apenas han salido los cimientos de tierra que, siguiendo nuestra tendencia natural, volvemos a nues­tras casas y no pensamos más que en hallar un lugar de descanso para nosotros y los nuestros. Habíamos empezado por seguir a Aquél que no tenía un lugar en donde reposar su cabeza, y ahora le tratamos como extranjero entre nosotros y apenas le damos un lugar entre los que Él ha salvado y de los cuales ha hecho su casa. ¡Ah! ciertamente, el celo de la casa de Dios no nos ha consumido como a él. ¡Acaso amamos las comodidades de nuestras casas artesonadas, rebajando así nuestra ciudadanía celestial, al nivel de “los que habitan sobre la tierra”!

Fijémonos en estas palabras: «Meditad bien sobre vuestros caminos» (v. 5), estas palabras apare­cen hasta cinco veces en esta corta profecía. Parémo­nos a meditar sobre nuestros caminos; consideremos su consecuencia. Esta consecuencia, es la disciplina del Señor ejercida sobre nosotros a causa de nuestra mundanalidad y de nuestro egoísmo: «Sembráis mucho, y recogéis poco; coméis, y no os saciáis; bebéis, y no quedáis satisfechos; os vestís, y no os calentáis; y el que trabaja a jornal recibe su jornal en saco roto» (v. 6).

Recordemos las palabras, las predicaciones, las verdades largamente difundidas, cuando Dios nos dio la gracia de reunirnos alrededor de la mesa del Señor. ¡Cómo se multiplicaba la simiente entre nues­tras manos en aquel tiempo! El tiempo de la siega ha llegado, ¿dónde se encuentran los obreros doblegándose bajo el peso de la cosecha? «¡recogéis poco!» ¿Era por culpa de la simiente? No, los que fallamos somos nosotros.

Pero la disciplina de Dios no alcanza solamente a nuestra obra, sino que nos azota personalmente. «Bebéis, y no quedáis satisfechos». Puede ser que nos ocupemos mucho de la Palabra de Dios. ¿Cuántas preguntas interesantes dilucidadas, dificultades resueltas, doctrinas establecidas y aprendidas? ¿Hay algo en esto con lo que podamos dar refrigerio a nuestras almas? No, el corazón permanece seco, y continuamos bebiendo sin saciar nuestra sed. Y todavía más, teniendo con que vestirnos, «no os calentáis»; permane­cemos fríos. Y, para terminar, el fruto de nuestro trabajo, atesorado para nosotros mismos, se desliza a través de las roturas del saco sin que quede nada.

«Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Meditad sobre vuestros caminos. Subid al monte, y traed made­ra, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado, ha dicho Jehová. Buscáis mucho, y halláis poco; y encerráis en casa, y yo lo disiparé en un soplo. ¿Por qué? dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi casa está desierta, y cada uno de vosotros corre a su propia casa» (v. 7-9).

Sí, meditemos por segunda vez sobre nuestros caminos. El trabajo según Dios, es el de añadir materiales vivos a Su casa. Pero este no era el único trabajo que el remanente perseguía; sino que había buscado reunir dos cosas irreconciliables: La obra de la casa de Dios y la satisfacción de sus propios intereses: «Cada uno de vosotros corre a su propia casa». Estas cosas no podían unirse. En tal asociación es siempre el lado de Dios el que sufre. Ellos habían «hallado poco» para la casa de Dios. Pero Él, que no quiere corazones divididos, los había disipado «en un soplo». Su poco trabajo se había reducido a nada. Tal era el juicio de Dios sobre su actividad. Ya no les confiaba más materiales para construir, desde el momento en que construían para sí mismos.

¿No es de resaltar que el mundo, tan empeñado en poner obstáculos a su trabajo para Dios, no les había puesto la menor oposición cuando corrieron cada uno a su casa? Satanás es un enemigo que actúa con saña y perspicacia. Sabe perfectamente que la obra no puede prosperar si los corazones están divididos.

Pero he aquí que, por la gracia de Dios (v. 12-15), los dirigentes escuchan, el pueblo recibe y acata el mensaje del enviado de Dios. El grito: ¡«Meditad sobre vuestros caminos»! Ha hallado eco en la conciencia de Israel. ¡Qué pueda también encontrarlo en la nuestra!

El resultado de este despertar no se hace esperar. Dios mismo anima en sus primeros pasos a los que se deciden a seguir el camino de la obediencia: «Yo estoy con vosotros». ¡Nada más conmovedor y que anime tanto!: «Yo estoy con vosotros». Los temores de muchos se desvanecieron. Su alma se conciencia de que la integridad es apreciada por el Señor y que le place. Ella recibe el testimonio de haber agradado a Dios. Como recompensa al celo de algunos se produce un despertar general. Ellos «vinieron y trabajaron en la casa de Jehová de los ejércitos, su Dios».

3 - Segunda revelación – capítulo 2:1-9

El libro de Hageo contiene cuatro revelaciones. Esta es la continuación del despertar producido por la primera. Dios anima a sus testigos en un tiempo de ruina con la comunicación de los recursos que les faltaban y con la esperanza gloriosa con la cual Él quiere llenar sus corazones. Estos versículos ofrecen un parecido asombroso con la Segunda Epístola a Timoteo. Como el remanente de Israel, Timoteo había estado a punto de perder el ánimo y dejarse intimidar por el mal que crecía alrededor suyo. El apóstol le exhorta a avivar «el don de Dios» que había en él. Era necesario que sus manos no estuvieran paralizadas para la edificación de la casa de Dios, cualquiera que fuera el aspecto de esta última. Dice el apóstol: «No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim. 1:7). Y más adelante: «Tú, pues, hijo mío, fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1). Aquí ocurre lo mismo: «Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también, Josué hijo de Josadac, sumo sacer­dote; y cobrad ánimo, pueblo todo de la tierra, dice Jehová, y trabajad… no temáis» (2:4-5).

Para animar a su pueblo, Dios no atenúa en nada el hecho de la ruina, ni aquí ni en la segunda epístola a Timoteo. Él la hace constar, por el contra­rio, en toda su amplitud: «¿Quién ha quedado entre vosotros que haya visto esta casa en su gloria prime­ra, y cómo la veis ahora? ¿No es ella como nada delante de vuestros ojos?» (2: 3). En efecto, ¿qué podían pensar del estado actual de esta casa compa­rada con su primer estado? ¿Qué le quedaba a este pobre remanente? ¿Dónde estaba el arca con las tablas de la ley, y el propiciatorio, y el trono de Dios entre los querubines? ¿Dónde estaban los Urim y los Tumin para consultar a Jehová? ¿Qué había ocurrido con el reinado que unía al pueblo con Dios? Zorobabel, hijo de David, no podía ni siquiera llevar el título de rey. ¿Qué había sucedido con el sacerdocio? Josué tenía las vestiduras viles, en lugar de sus vestiduras de gloria y gala (Zac. 3:3). ¿Dónde buscar la presen­cia de Dios entre su pueblo? ¿Dónde encontrar la gloria? El nombre de Icabod (privado de gloria; 1 Sam. 4:21) había sido pronunciado de nuevo. ¡Qué contraste tan humillante entre el estado actual de esta casa y su primera gloria!; pero también, ¡qué contraste entre el estado actual de la Iglesia y su aspecto en el momento de su institución! ¿Debemos entonces perder el ánimo? Al contrario, “trabajad en esta obra” nos dice el Señor. A los que han considerado sus caminos bajo su disciplina, que han sido despertados por su llamada, Él repetirá estas consoladoras pala­bras: «Porque yo estoy con vosotros» (2: 4). ¿No vino el Señor a tomar parte, en el bautismo de Juan, con el remanente despertado por la palabra del profeta? ¿No lo hizo en el tiempo de Hageo? ¿No lo hará en nuestros días? Él se asocia con los dos o tres a quienes su Palabra ha despertado. Si nos falta la fuerza, Él la ha guardado íntegramente. ¿No tiene Él los siete espíritus de Dios y las siete estrellas? (Apoc. 1:4, 16, 20). «Ve con esta tu fuerza» dice a Gedeón en un tiempo de ruina (Jueces 6:14), de la misma manera que en un tiempo de prosperidad decía a Josué: «Esfuérzate» (Jos. 1 6-7, 9).

Sí, tenemos esta fuerza en Él para el trabajo de su casa, para introducir en la misma a los que deben formar parte de ella según Dios. ¡Cuántos cristianos ignoran esto completamente! ¿Sienten la nece­sidad de edificar la Asamblea sobre Cristo, único fundamento divino (1 Cor. 3: 11), o de adquirir prosélitos para sus diversas sectas? Y cuando se les hace esta observación, escapan de su responsabilidad pretendiendo que la única misión de los cristianos es la evangelización. ¡No quieren oír hablar de otra co­sa! Ciertamente, la evangelización es una gran tarea, pero no es la única del siervo de Dios. Preguntad al apóstol Pablo, a este gran ministro del evangelio, si estimaba este ministerio superior al de la Asamblea, o antes bien, si ambos no tenían un mismo valor para él (Col. 1:23-25). De cierto que no, la evangeliza­ción no lo es todo, ni para el Señor, ni para sus testigos. Él ha amado a la Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella (Efe. 5:25). ¿Cómo podría serle indiferente? Dios es honrado por el trabajo, por débil que este sea, que edifica su Casa, su Iglesia aquí abajo y el que no tiene en cuenta esto, desprecia lo que glorifica a Dios y se priva de las bendiciones que acabamos de mencionar.

La aprobación de parte de Dios aporta al remanente obediente nuevas bendiciones. Son las mismas bendiciones que hallamos también mencionadas en 2 Timoteo. «Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis» (v. 5). El conocimiento de la Palabra, la realización de la presencia del Espíritu Santo, no pueden hallarse allí en donde su casa es despreciada, o bien donde se ha cesado de trabajar en ella.

Dios no se contenta con dar sus bendiciones al pobre remanente despertado por su Palabra. Él le presenta una esperanza gloriosa y próxima, igual que hoy en día. La esperanza actual de la venida del Señor ha tomado vida entre los que reconocen la Asamblea de Cristo. «Porque así dice Jehová de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca; y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos. La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos; y daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos» (v. 6–9). La esperanza terrestre judía es reemplazada para nosotros, cristia­nos, por la esperanza celeste. Cuando Él venga, llenará de gloria esta Casa, a la construcción de la cual él nos había convidado; casa que, por nuestra culpa, hoy es despreciada, aunque él está con los suyos –y esto debe bastarles. Pero cuando, en gloria, él habitará en la Iglesia, el precio con el que ha unido por la eternidad a su Casa, resplan­decerá a todos los ojos. «¡He aquí el tabernáculo de Dios está con los hombres!» (Apoc. 21:3). ¡La última gloria de esta casa será ciertamente mayor que la primera! Entonces habremos dicho adiós para siempre al trabajo y a la lucha, pues en este lugar el Señor dará la paz.

¡Qué seguridad dan todas estas promesas a nuestra fe! ¡Qué recompensa a la fidelidad coloca Dios ante nosotros! Meditemos, pues, sobre nuestros cami­nos, preguntémonos de donde viene la paralización de nuestro trabajo. Cesemos de preferir nuestros intereses a los de la Casa de Dios; despertemos de este sueño que nos paraliza. Encontraremos con nosotros a Dios mismo, su Espíritu y su Palabra, y seremos animados por la venida del Señor que nos promete una gloria sin nubes con Él.

4 - Tercera revelación – capítulo 2:10-19

La revelación del capítulo 1 destinada a alcan­zar la conciencia del remanente no es la única. Este pasaje contiene otra. (Como ya hemos dicho, el libro de Hageo contiene cuatro revelaciones. La primera y la tercera son reprensiones, la segunda y la cuarta, alientos proféticos). ¡Que nosotros, como el remanente, hayamos escuchado la primera! Debía llegar el tiempo en que este remanente degenerado crucificaría al Deseado de todas las naciones, su propio Mesías, remanente que había sido llevado expresamente a Jeru­salén para recibirlo. También fue quitada de su lugar la lámpara de Israel y el pueblo mismo transportado al otro lado de Babilonia. Así sucede con todo testimo­nio cuando se vuelve infiel. Dios no tiene necesidad de nosotros para su testimonio. Si lo despreciamos, Él lo pone en otras manos. ¿Acaso no ha dicho sobre Israel: «Dará su viña a otros»? (Marcos 12:9).

La primera revelación habla del egoísmo, la tercera de la santidad.

Nosotros poseemos una santidad inalterable delante de Dios en Cristo, al igual que tenemos una justicia intangible, siendo hechos justicia de Dios en Él. Somos llamados a poner en práctica esta justicia y esta santidad de posición, aquí abajo. Separación real de todo mal y comunión viva con el bien, con Dios, el Padre y el Hijo, tal es la santidad práctica. Esta es la santidad que le había faltado al remanente; algu­nos años después, esta les faltó de una manera más lamentable todavía. Se contaminaron tomando por muje­res a las hijas de los cananeos (Esd. 9), violando el sábado y profanando el sacerdocio (Neh. 13). Sobre esto, el profeta interroga a los sacerdotes dicién­doles: «Si alguno llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: No» (2:12). El caso que les propone es el de un hombre a quien la carne santificada que lleva en la falda de su ropa da un carácter de santidad exterior. ¿Acaso el fruto de su trabajo (pan, aceite, vino, productos de la actividad del hombre) será santificado? De ninguna manera. Es necesario que el trabajo sea el fruto mismo de la santidad para ser agradable. Dios solo reconoce como hecho para Él, todo lo que emana de esta fuente. Ninguna posición de santidad exterior, ninguna profesión hace nuestro tra­bajo agradable a Dios. Cosa seria y digna de ser me­ditada en nuestros días, en que los cristianos profe­sos viven en la ilusión de que Dios reconoce sus “obras caritativas”, como siendo hechas para Él.

El profeta añade: «Si un inmundo a causa de cuerpo muerto tocare alguna cosa de estas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: Inmunda será» (v. 13).

Un cuerpo muerto era, en Israel, la figura más completa de la terrible consecuencia del pecado. Si la separación del mal, del pecado, no es una realidad para nosotros, ¿cómo podrá ser pura y agradable a Dios la obra de nuestras manos? Lo que se trataba de grabar sobre la conciencia del remanente era que su obra era impura, lo que también es necesario imprimir sobre la nuestra. Puede haber mucha actividad para moler el grano, para exprimir el zumo de la uva y el aceite de las olivas, para hacerlos servir en nuestro provecho. ¿Pero, qué significa esto para Dios? El fruto del pecado. Lo que permanece, es lo que es ofrecido de puro corazón, lo que es hecho solo para Él; es el perfume de María (Juan 12:1-8). Llenar sus despensas no debe ser la obra de un creyente, sino la de llenar los graneros y las despensas de Dios. «Y respondió Hageo y dijo: Así es este pueblo y esta gente delante de mí, dice Jehová; y asimismo toda obra de sus manos; y todo lo que aquí ofrecen es inmundo» (v. 14).

Esto es lo que, en nuestros días, afecta nuestra obra de una incapacidad relativa, como se dice: «antes que sucediesen estas cosas, venían al montón de veinte efas, y había diez; venían al lagar para sacar cincuenta cántaros, y había veinte» (v. 16). Decimos “relativa”, porque, si Dios está obligado a castigarnos, lo hace con medida. Él es paciente, misericor­dioso, lleno de una bondad infinita. ¿Qué aporta hoy día el trabajo de nuestras manos? Por la profecía, hemos aprendido lo que debería aportar: Materiales para la Casa de Dios, almas no solamente salvas, sino añadidas a la Asamblea. ¿Ocurre así? ¡Desgraciadamente no! Los hijos de Dios se reúnen con fatiga. La luz es tan débil que no tiene el poder de atraer a los que habitan en tinieblas, y si la aborrecieran, serían, como mariposas de noche, obligados a venir quemarse las alas y recibir así su propia condena­ción. Pero esta luz apenas logra penetrar, como un vago resplandor, a través de los cerrados párpados del alma, para despertarla.

Pero el castigo fue más lejos. «Os herí con viento solano, con tizoncillo y con granizo en toda obra de vuestras manos» (v. 17). Dios había condenado los mismos recursos de su trabajo. La puerta de la bendición estaba cerrada.

¿Se había arrepentido el remanente? «¡Mas no os convertisteis a mí, dice Jehová!»

Pero ahora «meditad, pues…» lo que va a venir, meditadlo pues, os ruego, nos dice con insisten­cia la palabra de Dios: «Desde este día en adelante, desde el día veinticuatro del noveno mes, desde el día que se echó el cimiento del templo de Jehová; meditad, pues, en vuestro corazón… Desde este día os bende­ciré» (v. 18-19). Si en este día, al considerar y juzgar vuestros caminos, os ponéis a la obra para construir esta casa que vuestro egoísmo y vuestra mundanalidad os han hecho abandonar después de haber puesto los fundamentos; ¡a partir de este día os bendeciré!

Hermanos, hagamos lo mismo; escuchemos esta llamada. Podemos volver a encontrar la bendición. Un poco de energía de fe, de abandono de nuestras comodidades y de nuestros intereses, de separación del mundo, de corazones apegados a Cristo, llenos de celo por la edificación de la Casa de Dios, y enseguida encontraremos la bendición perdida.

5 - Cuarta revelación – capítulo 2:20-23

He aquí, en una cuarta revelación, el estímulo dirigido al pobre remanente cuya conciencia se había despertado, quien, de hecho, cuatro años más tarde, terminó con la edificación de la casa de Dios. Este estímulo es una promesa (Hebr. 12:26). «Yo haré temblar los cielos y la tierra; y trastornaré el trono de los reinos, y destruiré la fuerza de los reinos de las naciones; trastornaré los carros y los que en ellos suben, y vendrán abajo los caballos y sus jinetes, cada cual por la espada de su hermano» (v. 21-22; comp. 2:6 con Hebr. 12:26). Todo sería trastornado, ¿y por qué? Para que las cosas «inconmovibles» perma­nezcan (Hebr. 12:27). Estas cosas inconmovibles, son en el capítulo 2, la introducción del Mesías en su templo glorioso. Pero aquí, ¡qué admiración nos embar­ga, cuando nos enteramos que se trata de establecer y de confirmar para siempre al débil Zorobabel! «En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, te tomaré, oh Zorobabel hijo de Salatiel, siervo mío, dice Jehová, y te pondré como anillo de sellar; porque yo te escogí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 23).

Sin duda, Zorobabel, el príncipe, era en una débil medida, una figura de Cristo, pero ante todo era el representante del remanente ante Dios, como Josué, el sacerdote, lo es en el capítulo 3 de Zacarías. Todas estas cosas serán conmovidas, a fin de establecer este remanente para siempre. Ocurre lo mismo para con nosotros: «Por lo cual, recibiendo un reino inconmovible» (Hebr. 12:28), es dicho de los creyentes, citando la profecía de Hageo. Dios ha establecido ya al Señor a su diestra y nosotros en Él, y pronto nos establecerá sobre el trono con Él.

«Y te pondré como anillo de sellar». El débil Zorobabel, como la débil Asamblea de Cristo, será el sello de todos los caminos divinos. Tanto en él, como en ella, todos los ojos verán lo que Dios ha querido hacer y lo que ha cumplido. «Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel: ¡Lo que ha hecho Dios»! (Núm. 23:23). En ese tiempo, el Señor será «glorificado en sus santos… admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:10).

Es la recompensa de la fidelidad y de la abnegación a su servicio, pero hay mucho más todavía: Es necesario que la gracia de Dios triunfe al final, que se muestre superior a todas nuestras debili­dades, a todas nuestras infidelidades: «Porque yo te escogí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 23). Es necesario que la gracia de la elección resplandezca ante todas las miradas. Ella es la única causa, la causa inicial y final de la bendición eterna de sus redimidos.

Fundados sobre nuestra esperanza que es Cris­to, y sobre la seguridad de la salvación de Dios, apliquémonos pues, en un continuo juicio de nosotros mismos, a llevar a cabo la obra de la Casa de Dios, reuniendo a las almas alrededor de Cristo, único centro de reunión y de bendición.