Estudios sobre el libro del profeta Joel


person Autor: Henri ROSSIER 47

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(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


1 - Introducción

Joel es exclusivamente profeta de Judá y de Jerusalén, diferenciándose en eso de Oseas, quien, sin dejar a Judá fuera de su óptica, profetizaba acerca de Israel. El último capítulo del libro del profeta Joel nos lo demuestra. Allí leemos: «Haré volver la cautividad de Judá y de Jerusalén» (v. 1), los «hijos de Judá y de Jerusalén» vendidos a los extranjeros (v. 6) y pagándoles con la misma moneda (v. 8); la repoblación definitiva de Judá y Jerusalén (v. 20). Por todas partes el profeta insiste en las bendiciones futuras concedidas a Jerusalén (cap. 2:32; 3:16-20), por doquier menciona el templo, la casa de Jehová (cap. 1:9, 13-14, 16; 2:17), el monte de Sion (cap. 2:1, 15, 23, 32; 3:17). Tal es, pues, la característica particular de este libro.

Eso es tanto más notable por cuanto, en Joel, el enemigo más visible es el asirio, cuya invasión y destrucción final llenan todo el segundo capítulo de esta profecía. Ahora bien, el asirio histórico es enemigo de las diez tribus y agente de la ruina y dispersión definitiva de estas. Con respecto a Judá, o más bien a Jerusalén (véase la historia de Ezequías), desempeña el papel de un enemigo vencido y no logra apoderarse de la ciudad, mientras que el gran enemigo de Jerusalén y agente de su ruina es Nabucodonosor, rey de Babilonia (véase el libro de Jeremías). Pues bien, Babilonia es totalmente omitida en la profecía que vamos a considerar. De ello debe concluirse que el asirio de Joel no tiene relación inmediata con el asirio histórico y sus invasiones sucesivas, cuyos ataques llenan, en su decadencia, la historia de las diez tribus y la profecía de Oseas. Joel nos presenta, pues, un asirio profético del cual el asirio histórico –el que, por lo demás, parece haber sido todavía un enemigo futuro en tiempos de Joel– no es más que un pálido reflejo. Gog, el asirio profético, ocupará sin duda los mismos territorios que el asirio de antaño, pero su dominio será infinitamente más extenso, pues este grande y formidable enemigo del fin reunirá bajo su cetro a casi todas las naciones del Asia, y es a él, a Gog, a quien nos remiten sin cesar las numerosas profecías que nos hablan del asirio histórico. Como el profeta Joel se refiere, pues, exclusivamente a Judá y Jerusalén, el centro de su profecía nos presenta al asirio como el enemigo futuro de esta última ciudad. Añadamos, sin embargo, que en el capítulo 3 todas las naciones están comprendidas con él en el juicio final de los pueblos.

A esta segunda observación se vincula una tercera: un hecho particular distingue a Joel de todos los demás profetas. Al tratar solamente acerca de un enemigo futuro, no asigna fecha histórica alguna a su profecía. En efecto, en ella no se mencionan los reyes bajo cuyo reinado profetiza Joel, como se ve en la mayor parte de los profetas; ni tampoco encontramos alusión alguna a ciertos sucesos que tienen fecha en la historia, como en Ezequiel, Abdías, Jonás, Nahum, Habacuc y Malaquías. Bajo este aspecto, Joel es una excepción entre todos los videntes. No sabemos cuándo tuvo lugar la calamidad –sin embargo, memorable– de la cual nos habla el primer capítulo. El famoso terremoto –otro acontecimiento que, como este, pertenece al orden de los fenómenos naturales– tuvo lugar en los días de Uzías (Amós 1:1; Zacarías 14:5); pero las sucesivas invasiones de langostas en un plazo tan breve y el hambre que las acompañó no se mencionan en ninguna otra parte. Se ha pretendido que esas plagas eran figuras de las cuatro invasiones del asirio al territorio de Israel, a las cuales el profeta habría asistido. No hay nada menos probado, y no tememos decir que, si tal fuese el caso, el carácter de la profecía de Joel se vería gravemente alterado. El profeta ve desarrollarse en un porvenir distante el juicio que él anuncia. Su mirada visionaria es llevada a distinguir a través de una calamidad inaudita pero natural, –que hace pensar en el día de Jehová– unos acontecimientos, aún ocultos por mucho tiempo tras la cortina del porvenir, de los cuales esta calamidad es imagen. Él corre el velo; suprime distancias entre los sucesos actuales y los del fin, pero, por así decirlo, pasa por alto los juicios de Israel por parte del asirio (probablemente todavía futuros en su época, pero que estaban en vísperas de producirse); silencia los múltiples designios de Dios en el ejercicio del gobierno de su pueblo (designios descritos con gran riqueza de detalles en el libro del profeta Oseas), para llegar de un salto al último día, el gran día de Jehová.

En efecto (y es esta nuestra cuarta observación), toda la profecía de Joel se limita a ese día de Jehová, e incluso podría llevar este título. Tendremos ocasión de volver a considerar en detalle este tema en el curso de nuestro estudio. Basta señalar aquí que el día de Jehová es un día de juicios manifiestos y múltiples, juicios sin los cuales el acceso a las bendiciones milenarias no podría ser abierto. Esos juicios manifiestos son precedidos por juicios providenciales que, sin ser el día de Jehová, dan una primera impresión acerca de él. Tal el capítulo 1 de esta profecía, como así también la sucesión de acontecimientos que atraviesa el mundo actual. Los propósitos de todos los juicios del fin son:

1. Glorificar el nombre de Dios que ha sido deshonrado por la conducta de los hombres, y aquí en particular por la de Israel, su pueblo terrenal.

2. Abatir el orgullo de las naciones que se levantan contra Él (Abdías 15; Isaías 2:12-19) y que «los moradores del mundo aprendan justicia» (Isaías 26:9). Por eso ese día es terrible para los que han pecado contra Jehová (Sofonías 1:14-18). Es día de destrucción (Isaías 13:6-9), de venganza (Isaías 61:2; 63:4; Jeremías 46:10), de cólera (Sofonías 2:2), de tinieblas (Amós 5:20). Estos juicios del fin son ejecutados por Jehová mismo; por eso ese día es llamado el día de Jehová. Este es el Cristo, pues «[Dios] ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hechos 17:31).

Esos juicios comprenden toda la tierra habitada (Apocalipsis 3:10), como lo vemos a todo lo largo del Apocalipsis; pero, cuando abordamos la profecía de Joel, de entrada, comprobamos que aquellos no sobrepasan el muy restringido círculo de Judá y de Jerusalén y que se mueven en el mismo marco de los capítulos 12 al 14 del profeta Zacarías.

3. Sin embargo, no olvidemos que los designios de Jehová nunca se limitan a sus juicios, sino que van más allá. Los juicios de Dios en el último día tienen como tercer propósito el de libertar a su pueblo terrenal, Israel, el cual solo de esta manera puede ser despojado del yugo de las naciones que lo pisotean. El terrible día de Jehová tendrá por resultado final el de traer al disfrute de las bendiciones del reinado milenario de Cristo a los hombres que hayan atravesado los juicios. No ocurre absolutamente lo mismo en el Nuevo Testamento. En la segunda epístola de Pedro, que trata este tema de modo especial, es posible observar –en el capítulo 3:10-13– que «el día del Señor» (el mismo que el «día de Jehová») va más allá del reino milenario y nos lleva hasta la disolución de todas las cosas, lo que el Antiguo Testamento no hace. En esta segunda epístola de Pedro, el milenio no forma parte del día del Señor; uno tiene libertad para intercalarlo allí, por así decirlo, como un paréntesis, después del cual el día del Señor retoma su curso, y entonces «la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas», para dar paso al «día de Dios», a los «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:10-13). De modo que en el Nuevo Testamento el día del Señor llega a su fin cuando aparece el día de Dios, mientras que en el Antiguo Testamento el día de Jehová llega a su fin en el milenio. La visión profética del Antiguo Testamento nunca va hasta el día de Dios ni la eternidad va más allá del reinado milenario de Cristo en la tierra, llamado reinado eterno por la sencilla razón de que es el Dios Eterno quien reina.

Joel nos muestra, pero de manera muy restringida, los tres propósitos de los juicios de Dios de los que acabamos de hablar. El asirio solo es allí la vara de Dios contra Judá y Jerusalén, los que han deshonrado a Jehová. Una vez alcanzado Su propósito, Dios destruye a este enemigo, porque «¿se gloriará el hacha contra el que con ella corta?» (Isaías 10:15), y juzga, a la vez, a todas las naciones que han subido contra Jerusalén (Joel 3). Por último, el pueblo entra en la bendición final por el camino del arrepentimiento.

2 - La vanguardia del día de Jehová

Mientras que la profecía de Oseas está enteramente ligada a las circunstancias del reinado de los reyes de Israel y de Judá, circunstancias que el profeta atravesó y de las cuales a menudo hace mención, la profecía de Joel es absolutamente independiente de todos esos hechos históricos. Ante los ojos del profeta ha tenido lugar, en la sucesión de las calamidades naturales, un acontecimiento memorable que cayó sobre el territorio de Judá. Joel lo considera como un juicio sobre su pueblo, pero también como una advertencia solemne en cuanto a la necesidad del arrepentimiento. El capítulo 24 de Isaías tiene mucha analogía con este primer capítulo. En ambos casos se trata de la desolación del país y el aniquilamiento de su prosperidad a causa del pecado de sus habitantes. Ese es, en todos los tiempos, el motivo de todas las calamidades que azotan el mundo en forma de fenómenos naturales: erupciones volcánicas, terremotos, inundaciones, huracanes, epidemias, plagas que afectan a vegetales o animales, y ¡con qué frecuencia e intensidad se repiten en la actualidad! Dios actúa por medio de estos azotes para despertar la conciencia de los hombres, y, cuando estos rehúsan escuchar, obra por medio de calamidades mayores (guerras, devastaciones y saqueos), cuyos ejemplos encontramos en el capítulo 2 de la profecía de Joel. Dios, pues, habló por esos medios primeramente a su pueblo terrenal, luego a su Iglesia y después al mundo, de modo que, si los hombres no escuchan y no se vuelven a él, sellan ellos mismos, por su incredulidad, su juicio definitivo. Es importantísimo abrir los ojos sobre la finalidad de esas calamidades providenciales. Si Judá y Jerusalén se hubieran arrepentido ante la invasión de las langostas, Dios no habría tenido necesidad de volver a enviar el enemigo a sus confines. Del mismo modo, si las naciones cristianas hubiesen escuchado los avisos que Dios les dirigía por medio de convulsiones sin precedentes, quizás «hubiera cesado su furor y ya no extendiera su mano». En vez de eso, el mundo continuó en la incredulidad en medio de tantos desastres, rehusando ver en ellos la mano de Dios, y hoy en día presenciamos invasiones del enemigo, guerras, matanzas que, lamentablemente, no son más que el preludio de los días de angustia en que los hombres dirán a los montes y a las peñas: «Caed sobre nosotros» (Apocalipsis 6:16).

2.1 - Las langostas

La calamidad de la que habla el primer capítulo consiste en invasiones sucesivas –inauditas en un país que, sin embargo, está acostumbrado a esas plagas– de diversas especies de langostas. «Lo que dejó la langosta gazam [1], lo ha devorado la arbeh [2], y lo que dejó la arbeh, lo ha devorado la yélek [3], y lo que dejó la yélek, lo ha devorado la hasil [4] (v. 4, V. M.).

[1] Gazam, saltamontes o saltona, joven langosta sin alas.

[2] Arbeh, langosta alada, llegada a su completo desarrollo.

[3] Yélek, otra especie de langosta.

[4] Hasil, una tercera especie de langosta. Las dos primeras, como lo hemos dicho, son el mismo insecto en distintas etapas de su desarrollo.

Antiguamente, Dios había mandado las langostas (arbeh), una de las plagas de Egipto, sobre el país de Faraón, porque este rey rehusaba humillarse delante de Dios (Éxodo 10:3-4). Moisés le dice: Tú verás lo que «nunca vieron tus padres ni tus abuelos, desde que ellos fueron sobre la tierra hasta hoy» (Éxodo 10:6). Aquí Dios las manda, casi con las mismas palabras, sobre el país de Judá, asimilándolo, por así decirlo, al país de Egipto, del cual en otro tiempo había sacado a su pueblo: «¿Ha acontecido esto en vuestros días, o en los días de vuestros padres? De esto contaréis a vuestros hijos, y vuestros hijos a sus hijos, y sus hijos a la otra generación» (v. 2-3). Esta plaga era aun más extraordinaria que la de Egipto, ya que ejércitos de langostas, de especies diversas, se habían lanzado sucesivamente, año tras año, sobre el país. De entre las nueve especies de langostas que se encuentran en la Palabra, cuatro –pero las más calamitosas de todas– son mencionadas aquí. Constituyen, pues, un juicio especial y terrible que cae sobre Israel, puesto que –no hay que confundirse– de ninguna manera son una plaga ocasional. Pero, señalémoslo bien, ese juicio no excluye la posibilidad del arrepentimiento, conforme a lo que el Señor había dicho a Salomón: «Si yo cerrare los cielos para que no haya lluvia, y si mandare a la langosta (chagab) que consuma la tierra… si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra» (2 Crónicas 7:13-14).

En el caso que nos ocupa, ¿tiene lugar tal arrepentimiento? Amós, profeta de Israel, había comprobado la inutilidad de todos los juicios providenciales de Dios con respecto a las diez tribus: «La langosta (gazam) devoró vuestros muchos huertos y vuestras viñas, y vuestros higuerales y vuestros olivares; pero nunca os volvisteis a mí, dice Jehová» (Amós 4:9). Y, en Amós, esta frase dolorosa se repite de versículo en versículo, con cada nueva calamidad. Entonces «así me ha mostrado Jehová el Señor: He aquí, él criaba langostas (gob) cuando comenzaba a crecer el heno tardío; y he aquí el heno tardío después de las siegas del rey. Y aconteció que cuando acabó de comer la hierba de la tierra, yo dije: Señor Jehová, perdona ahora» (Amós 7:1-2). Jehová le contesta en gracia: «No será» (v. 3). Se ve aquí que la sola intercesión del hombre de Dios detiene la entera destrucción del pueblo. Del mismo modo, el porvenir de Israel dependerá de la intercesión de uno solo, Cristo, a quien representa el profeta Amós, y no hará falta nada menos que la gracia de Dios para que desaparezca la plaga. Pero, como lo veremos en el libro del profeta Joel, esa gracia habrá producido primero el arrepentimiento en el corazón del pueblo de Dios. Para el Faraón de Egipto fue distinto: el viento de oriente había traído el ejército de langostas; a raíz de la intercesión de Moisés, el viento de occidente las quitó y las ahogó en el mar Rojo. Pero la humillación, en el endurecido corazón del rey, no era más que exterior y no tenía ninguna raíz en su conciencia. Aun habiendo dicho: «He pecado contra Jehová vuestro Dios, y contra vosotros. Mas os ruego ahora que perdonéis mi pecado solamente esta vez», decidido a no dejar de ninguna manera que se marcharan los hijos de Israel (Éxodo 10:12-20). Sin embargo, ¿no es notable que, aun en este caso, una sola manifestación exterior y superficial de arrepentimiento detenga, momentáneamente por lo menos, la mano de Jehová? Él conoce bien el estado del corazón de Faraón y no puede ignorar sus disposiciones más secretas, pero es un Dios de paciencia y de gracia que se complace en reconocer la más ligera inclinación del pecador hacia el bien, para tornarlo accesible a un arrepentimiento real y sincero. Los múltiples designios de Dios en favor de su pueblo tienden a producir este resultado en la conciencia de todos, para poderles bendecir. De ahí la apariencia a menudo inflexible de Sus juicios.

2.2 - Escuchar y despertarse

La primera palabra del profeta nos muestra este llamamiento a la conciencia: «¡Escuchad!» (v. 2); también el segundo: «¡Despertad!» (v. 5). Es Dios quien habla; hace falta que aquel que tiene oídos, oiga. Es preciso, cuando las calamidades caen sobre el mundo, que las almas distingan en ellas un llamado de Dios y que aquellos que están acostados en las tinieblas (1 Tesalonicenses 5:7) se despierten. Una vez despertados, resulta imposible que los más endurecidos no lloren y no sientan la agudeza del dolor: «Gemid» –dice el profeta– «todos los que bebéis vino… gemid viñeros… gemid, ministros del altar» (v. 5, 11, 13).

Pero el más agudo grito de dolor está aun lejos de ser arrepentimiento. Para que este sea producido, Dios manda una segunda causa de aflicción, sobre la cual el profeta insiste, una pérdida más terrible que la de las cosechas, y que es consecuencia de estas, una pérdida destinada a conmover profundamente la conciencia del pueblo. Esta causa de aflicción es que ha perdido a Jehová y ya no puede acercarse a Él. «Llora tú» –dice el profeta– «como joven vestida de cilicio por el marido de su juventud» (v. 8). ¡Pobre pueblo! Llora a tu esposo; Jehová está muerto para ti; no volverás a verle. Ya no hay medio para presentar la ofrenda vegetal (véase Levítico 2) y su libación en la casa de Jehová, pues el trigo y la viña han sido devorados, los árboles frutales no tienen fruto, la higuera ha sido roída hasta la corteza, el producto del campo está perdido (v. 9, 13, 16). ¿Puede uno venir a Jehová con las manos vacías, sin traerle el debido homenaje? Un sacerdocio que no tiene nada que ofrecer es inútil. Dios esconde su rostro: «Se extinguió el gozo de los hijos de los hombres» (v. 12). Ya no tienen siquiera el recurso de regocijarse por los productos de la tierra, bendición que el hombre prefirió a todas las demás, desde que Caín fue echado de la presencia de Dios, pues he aquí que ¡Dios quita todo adorno, todo estímulo, todo sustento de la vida! En esos días de duelo, de vergüenza y de dolor, toda esperanza de encontrar alguna consolación en la presencia del Dios al que tantas veces se ha despreciado debe abandonarse por completo. ¿Qué le queda al hombre? Una sola cosa: el arrepentimiento, y ya lo dijimos, hacia eso tienden todos los designios de Dios a su respecto. Si la gracia y la mediación de Cristo son el único recurso, como lo hemos observado en Amós, aquí el arrepentimiento es para el pueblo el único medio de aprovechar la gracia. Por tanto, Dios manda decir a Judá y a Jerusalén, por su profeta: «Proclamad ayuno, convocad a asamblea; congregad a los ancianos y a todos los moradores de la tierra en la casa de Jehová vuestro Dios, y clamad a Jehová» (v. 14). ¡Último y único recurso! ¡Que invoquen al Dios al que ofendieron! ¡Que le invoquen desde las profundidades! Pero ¿quién subsistirá si él tiene en cuenta las iniquidades? Sin embargo, ¿tal vez haya perdón ante él? Lo necesario sobre todo es «proclamar ayuno». Es preciso que el pueblo exprese ante Dios la aflicción por el pecado que obliga a Jehová a recurrir a esa severidad extrema. Es preciso que Judá, que los hombres, lleven luto con sincero y general arrepentimiento. ¡Débil, pero única esperanza!

2.3 - He aquí otra calamidad más

Aun antes de que hayan podido responder a ese llamamiento apremiante, he aquí una nueva calamidad se añade a la primera (v. 15-20). Un calor devorador, o quizás el incendio que lo acompaña, consume «los pastos del desierto», recurso habitual del ganado mayor y del menor. Los cursos de agua se agotaron bajo la influencia de la sequía. Las reservas del desierto (ciertas partes no habitadas del territorio de Judá, bien conocidas por David cuando estuvo fugitivo) eran inagotables en forraje para los rebaños en épocas de abundancia. El hambre castiga a todos, hombres y bestias. El carácter extremo de esta situación hace pensar en el día de Jehová: «¡Ay del día! porque cercano está el día de Jehová, y vendrá como destrucción por el Todopoderoso» (v. 15). El espanto de un derrumbamiento general y final se apodera de los corazones. Nuestra actual generación tiene el mismo presentimiento frente a los trastornos que la agitan, y es también lo que experimentarán los hombres, mucho antes de los últimos juicios, cuando el Señor abra el sexto sello y un quebranto general venga a despertarlos. Entonces dirán: «El gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?» (Apocalipsis 6:17).

Y, no obstante, se equivocarán, pues tan solo será un principio de dolores y no todavía la venida del día. Esa venida vamos a presenciarla en los capítulos 2 y 3 de esta profecía [5].

[5] No olvidemos que incluso esta escena de desolación, que afectará a la creación, habrá desaparecido cuando Israel sea reconciliado con Jehová. Entonces se dirá: «Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios, lleno de aguas…, y tus nubes destilan grosura. Destilan sobre los pastizales del desierto… Se visten de manadas los llanos» (Salmo 65:9-13).

Se proclama el ayuno, el terror del día de Jehová se siente profundamente; pero hace falta todavía, como ya lo observamos en Amós, que un mensajero, un mediador, uno entre mil, se presente como Elihú a Job y diga: «¡Líbrale!» (véase Job 33:23-24, V. M.). Ese mediador se halló. Un solo hombre, que tanto aquí como en Amós y Jeremías es el profeta mismo, figura de Cristo, se mantiene delante de Dios en favor del pueblo: «A ti, oh Jehová, (yo) clamaré» (v. 19). ¿Hay condenación más absoluta para el hombre? Pese a que Él había dicho: «Clamad a Jehová» (v. 14), uno solo responde: «A ti, oh Jehová, clamaré». Pero eso le basta a Dios: un solo justo se encuentra en medio de esa generación perversa, uno solo, sobre el cual Sus ojos se posan. Encontramos, pues, dos cosas, indispensables para la liberación, reunidas en este primer capítulo: el arrepentimiento y la gracia que puede corresponder a él porque ella descansa enteramente sobre Cristo, sobre la persona del Justo ante Dios.

3 - El día de Jehová o la invasión del asirio

3.1 - El asirio profético, Gog, rey del norte

Ante las invasiones de langostas –tan desastrosas que los hombres se ven obligados a reconocer en ellas un juicio de Dios–, ante las circunstancias solemnes que las acompañan –como la interrupción de las funciones sacerdotales y las relaciones del pueblo con Dios–, y finalmente ante la terrible hambre, los hombres gritan: «Viene el día de Jehová, porque está cercano». Pero todos esos acontecimientos, de los cuales Joel es testigo, abren una escena lejana delante de sus ojos visionarios. Ve en esos males un cuadro de cosas futuras, un símbolo de las calamidades que acompañarán el día de Jehová. ¿No debería ser así hoy, cuando asistimos a los trastornos de los cuales el mundo es teatro?

La profecía de Joel, tan diferente de la de Isaías y de la de Oseas (ya lo dijimos en la introducción), tiene cuidado de guardar absoluto silencio sobre los sucesos históricos. No estamos autorizados, pues, a introducirlos aquí, como en los demás estudios sobre los profetas. La plaga de la langosta, cualquiera sea el momento en el que haya tenido lugar, es el punto de partida; el ataque del asirio profético contra Judá y Jerusalén, en el capítulo 2, es su aplicación simbólica. El profeta Isaías transporta continuamente nuestras miradas de Senaquerib –el asirio histórico– al asirio del fin, y parte del carácter y la suerte del uno para predecir el carácter y la suerte del otro; el profeta Joel guarda absoluto silencio sobre el primero. Para él, la invasión asiria del fin al país de Judá es un rasgo característico del «día de Jehová, grande y muy terrible». Los sucesos del capítulo 1 hacen pensar en él, pero no son más que un débil precursor del mismo.

El asirio desempeña, pues, un papel capital en los acontecimientos que precederán al establecimiento del reino milenario de Cristo, tal como está descrito al final de nuestro capítulo, versículos 23-27, y en el capítulo 3:18-21. Quizás sería más exacto hablar aquí de una confederación asiria cuyo jefe político, el Gog de Ezequiel (cap. 38 y 39), o el jefe militar, el rey del norte de Daniel (cap. 8 y 11:40-45), se llama en nuestro profeta «aquel enemigo que viene del norte… (el cual) ha hecho cosas grandes» (cap. 2:20, V. M.). Ese ejército simbólico de las langostas siempre tiene un rey (véase este capítulo y Apocalipsis 9:11), mientras que, consideradas desde el punto de vista no simbólico, como en el capítulo 1, se dice: «Las langostas… no tienen rey, y salen todas por cuadrillas» (Proverbios 30:27).

He aquí algunas observaciones suplementarias sobre el asirio, ese terrible enemigo de Israel en los últimos días. El rey del norte de Daniel y el Gog de Ezequiel no tienen nada en común con Babilonia, aunque el profeta Jeremías habla a menudo de los ejércitos del norte, del pueblo del norte, del país del norte a propósito de Nabucodonosor y de Babilonia, y también de los medos y de los persas que más tarde conquistaron Caldea. Gog, cuyo dominio se extendió gradualmente hacia el norte hasta los confines de Rusia y del Asia, es descendiente y sucesor del asirio histórico. La confederación asiria de la profecía comprende todos los territorios que están bajo la dominación de Gog. El rey del norte domina sobre el Asia Menor, la que primitivamente formaba parte del dominio de la Asiria histórica, mas se convirtió en un reino separado bajo el dominio de Seleuco –uno de los cuatro sucesores de Alejandro–, y luego bajo el reinado de los Antíocos. Sin ser idéntico a Gog, el rey del norte se identifica con él, actúa conjuntamente con él y desempeña un papel preponderante como jefe de sus ejércitos [6]. El asirio de Isaías es el asirio histórico que reaparece en los últimos días, mucho después de que Babilonia –la cual ya había sido subyugada, aniquilada y absorbido su territorio– desapareciera para siempre. En efecto, Babilonia nunca será restablecida, salvo bajo forma simbólica, para caracterizar, en el Apocalipsis, la corrupción de la cristiandad apóstata, caída en la idolatría en los últimos días. De los cuatro imperios universales, solo el romano resucitará como tal y será motivo de asombro para el mundo entero. Bajo la dirección de Gog, jefe de Rusia, la confederación asiria será la gran antagonista del imperio romano occidental resucitado y de su aliado, el anticristo, falso Mesías y falso profeta, rey del pueblo judío apóstata. Es el asirio quien, en el conflicto del fin, invadirá Palestina y especialmente Judea y Jerusalén.

[6] Hay quienes ponen en duda el papel militar del rey del norte, pero su carácter histórico como rey del Asia Menor y general de ejército, y su carácter profético, que no se diferencia de ello en nada, nos parece que surge muy claramente del estudio del capítulo 11 de Daniel (v. 5-19, 40-45).

La confederación asiria de los últimos días tiene a Gog por jefe político (Ezequiel 32:22-30; 38:1-6). De él habló Jehová en tiempos pasados por sus siervos los profetas de Israel, los cuales profetizaron en aquellos tiempos que Jehová le había de traer sobre ellos (Ezequiel 38:17). Y los profetas de Israel anunciaban al asirio, lo que prueba que Gog y el asirio son el mismo personaje [7].

[7] Véase también sobre el asirio: Isaías 5:26-30; 7:18-25; 10:12; 14:24; 18:2; Ezequiel 31:12; Miqueas 5:5; Nahum 3; y sobre el rey del norte: Daniel 8:21-24; 11:40-45; Joel 2:20.

En este capítulo, el asirio y sus ejércitos son comparados con las langostas del capítulo 1. En una sola ocasión la Palabra nos presenta un enemigo meridional bajo esta imagen, y esto concuerda perfectamente con el origen de las langostas, las que casi invariablemente provienen del sur y del oriente. Es en Jueces 6:5: Madián, Amalec y los hijos del oriente vienen contra Israel «como langostas». En todos los demás pasajes esta imagen se emplea para designar al enemigo del norte. Así ocurre en Jeremías 46:20, 23; 51:14, 27 y en el capítulo que estamos comentando. El hecho de que el ejército de las langostas venga desde el norte confirma, pues, el carácter simbólico de esta invasión.

3.2 - Tocar la trompeta

Examinemos ahora los detalles de este capítulo: «Tocad trompeta en Sion, y dad alarma en mi santo monte; tiemblen todos los moradores de la tierra, porque viene el día de Jehová, porque está cercano. Día de tinieblas y de oscuridad, día de nube y de sombra, que sobre los montes se extiende como el alba. Vendrá un pueblo grande y fuerte; semejante a él no lo hubo jamás, ni después de él lo habrá en años de muchas generaciones» (v. 1-2).

El pensamiento de que el día de Jehová está próximo –pensamiento suscitado por la calamidad caída sobre Judá (cap. 1:15)– es el punto de partida de lo que va a seguir. Joel ve un ejército futuro, semejante a las nubes de langostas, imagen familiar en la profecía, como lo hemos visto. Este ejército es mucho más terrible que el de los insectos devastadores. De estos últimos –plaga de intensidad inaudita en ese entonces– se dice: «¿Ha acontecido esto en vuestros días, o en los días de vuestros padres?» (cap. 1:2); pero de los ejércitos del capítulo 2 se dice: «un pueblo semejante a él no lo hubo jamás, ni después de él lo habrá en años de muchas generaciones».

3.3 - Dar alarma

La alerta ha sido dada; ahora hace falta señalar su cercanía: «Tocad trompeta en Sion, y dad alarma en mi santo monte». En dos ocasiones el toque de trompetas de plata era alarma en Israel: primeramente para levantar el campamento, luego para ir a la guerra contra el enemigo. En este último caso, el toque de alarma hacía que Jehová les recordara y les salvara de sus enemigos (Números 10:1-9). Es esta ocasión la que se nos recuerda aquí. El innumerable ejército de los asirios invade la tierra de Judá. ¿Cómo hacerle frente? ¿Un puñado de hombres puede ser de alguna utilidad ante ese poderoso adversario? No obstante, la trompeta toca alarma en Sion y sobre el santo monte: es preciso congregarse. ¿Para combatir? ¡Qué locura!

¿No sería eso combatir contra Dios? Este ejército –ni lo sospecha, el pobre pueblo ciego– ¡es el ejército de Jehová! «Y Jehová dará su orden delante de su ejército» (v. 11). ¡No queda, pues, ningún recurso! Ninguno, pues Jehová está con los enemigos. Con él tiene que verse el pueblo de Israel. Deben tocar alarma, no para combatir a un enemigo delante del cual necesariamente han de sucumbir, sino para ser recordados por Dios. ¿Ser recordados? ¿No es eso recordarle la culpabilidad del pueblo? No cabe duda, pero ¿quién sabe? No hay solo sed de venganza en el corazón del Juez. Quizás este abandone la vara de su juicio para interesarse por ellos. «En Jehová hay misericordia». Tal es el verdadero significado de este pasaje y la solución a la cual el Espíritu de Dios quiere conducir a su pueblo culpable. Lamentablemente, el resultado querido está todavía lejos de producirse aquí, y veremos lo que falta aún para que la bendición pueda esparcirse sobre Judá y Jerusalén cuando consideremos en el versículo 15 el segundo uso de las trompetas.

3.4 - El día de Jehová viene… está cercano

«Tiemblen todos los moradores de la tierra, porque viene el día de Jehová, porque está cercano» (v. 1). Aquí el día de Jehová viene. Ya no es, como en el capítulo 1, un anticipo de ese día: «Cercano está… vendrá», sino que «porque viene… está cercano». Es el principio de ese día terrible del cual se dice: «Día de tinieblas y de oscuridad, día de nube y de sombra, que sobre los montes se extiende como el alba» (v. 2), no para arrojar luz sobre el mundo, sino, al contrario, tinieblas, como se dice en Amós 4:13 (V. M.). Pero estas tinieblas están lejos de equivaler a aquellas que nos serán descritas más tarde (cap. 2:30-31; 3:15); aquí solo tenemos los primeros fenómenos del día de Jehová. El enemigo, semejante a un ejército de langostas, como nube espesa oscurece la luz del día a punto de amanecer. Ezequiel 38:9 dice también, al hablar del asirio: «Subirás tú, y vendrás como tempestad; como nublado para cubrir la tierra serás tú y todas tus tropas, y muchos pueblos contigo». Si bien una impresión anticipada del día de Jehová había sido dada por la plaga del capítulo 1, la llegada de ese día está ligada a la invasión futura del asirio.

3.5 - La invasión futura del asirio

Dondequiera que haya pasado este ejército, el país –parecido al huerto del Edén, como la llanura del Jordán que contemplaba Lot– queda enteramente devastado: «Delante de él consumirá fuego, tras de él abrasará llama; como el huerto del Edén será la tierra delante de él, y detrás de él como desierto asolado; ni tampoco habrá quien de él escape». Es una alusión a la segunda parte de las calamidades del capítulo 1 (v. 19-20). Luego viene la descripción de este ejército: «Su aspecto, como aspecto de caballos, y como gente de a caballo correrán. Como estruendo de carros saltarán sobre las cumbres de los montes; como sonido de llama de fuego que consume hojarascas, como pueblo fuerte dispuesto para la batalla» (v. 4-5). El profeta presenció la invasión de las langostas y adopta sus imágenes. Todos los testigos de estas invasiones las describen de la misma manera. Uno dijo: «Ese inmenso ejército en reposo hacía una clase de ruido particular al comer. Lo oíamos antes de alcanzar el cuerpo del ejército». Otro dijo: «Es difícil expresar el efecto que produjo en nosotros la vista de toda la atmósfera, llena por todos lados, y hasta una altura muy grande, de una cantidad innumerable de estos insectos, cuyo vuelo era lento y uniforme y cuyo ruido parecía el de la lluvia; el cielo se había oscurecido bajo su efecto, y la luz del sol estaba considerablemente debilitada…». Y todavía otro dice: «Reunidos en un cuerpo compacto y formando vastos batallones, siguiendo una dirección rectilínea, conservando sus filas como hombres de guerra, escalaron los árboles, los muros y las casas y destruyeron todos los vegetales que encontraron a su paso. Además, se introdujeron en todas las casas y los dormitorios cual ladrones».

Pero aquí la descripción del enemigo sobrepasa el fenómeno: «Como estruendo de carros saltarán sobre las cumbres de los montes… carros de guerra… como pueblo fuerte dispuesto para batalla… aun cayendo sobre la espada no se herirán… irán por la ciudad» (v. 5-9). Es «el ejército de Jehová», «fuerte es el que ejecuta su orden». En el versículo 1 viene el día, pues está cercano, en el momento en que la trompeta da la alarma; ahora: «Grande es el día de Jehová, y muy terrible; ¿quién podrá soportarlo?» (v. 11). También en el capítulo 3:14: «Cercano está el día de Jehová en el valle de la decisión» (o del juicio).

3.6 - La suerte de Jerusalén

El pueblo de Jerusalén ¿presta atención al toque de alarma de la trompeta? Lamentablemente, en aquel tiempo futuro no lo oirá más que en los días de antaño. Todos los profetas nos instruyen sobre este punto. Jerusalén, confiada en su alianza con el imperio romano y el anticristo, se jactará de haber hecho «pacto con la muerte… convenio con el seol». Dirá: «Cuando pase el turbión del azote, no llegará a nosotros» (Isaías 28:15). El enemigo la sorprende; la ciudad cae en su poder. Nótese que aquí se trata nada más que de la ciudad, Jerusalén, y de su muralla. Allí, en efecto, transcurre toda esta escena de Joel; en Sion se tiene que dar la alarma con la trompeta. El ejército escala la muralla, se esparce por la ciudad, sube a las casas, entra por las ventanas. Jerusalén contrasta aquí con las demás ciudades del territorio de Israel. En Ezequiel, ese mismo enemigo, Gog, dice: «Subiré contra una tierra indefensa, iré contra gentes tranquilas que habitan confiadamente; todas ellas habitan sin muros, y no tienen cerrojos ni puertas; para arrebatar despojos y para tomar botín… sobre el pueblo recogido de entre las naciones… que mora en la parte central de la tierra» (Ezequiel 38:11-22). Por otra parte, Zacarías 14:2 nos enseña que Jerusalén será sitiada y que la ciudad (esta palabra se repite tres veces; véase también Lucas 24:49) será tomada por este mismo enemigo. Finalmente, Isaías nos dice que la ciudad no será perdonada ante «el turbión del azote» (el asirio), pero que, cuando venga la liberación, ya no se apoyará más en adelante sobre «el secretario… y el que contaba las torres» (Isaías 28:14-21; 33:18, V. M.). Vemos, pues, que, en contraste con «las ciudades abiertas», Jerusalén, la capital, centro de la resistencia contra el enemigo del norte, será fortificada. Pero el profeta va más lejos, y su lenguaje nos muestra claramente que el ejército de langostas no es más que una pálida imagen de la futura invasión del asirio. «Delante de él temblará la tierra, se estremecerán los cielos; el sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor» (v. 10). Es que «Jehová dará su orden delante de su ejército; porque muy grande es su campamento; fuerte es el que ejecuta su orden; porque grande es el día de Jehová, y muy terrible; ¿quién podrá soportarlo?» Ya no es, como al principio del capítulo, el día que viene, sino que ahora ya está.

3.7 - El arrepentimiento: único camino para la salvación

Nuevamente se formula la pregunta: ¿Qué hacer? El capítulo 17:30-31 de los Hechos nos da la respuesta: «Dios… manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos». El arrepentimiento en presencia del juicio es, pues, la única cosa necesaria para los hombres; y es lo que también encontramos en esta profecía. Todavía, dice, hay lugar para arrepentimiento: «Por eso, pues, ahora dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo» (v. 12-13). Llama al pueblo a eso, como está dicho: «Venid y volvamos a Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará» Oseas 6:1; o en Santiago 4:9-10: «Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará». «¿Quién sabe si volverá y se arrepentirá y dejará bendición tras de él, esto es, ofrenda y libación para Jehová vuestro Dios?» (Joel 2:14). La ofrenda y la libación habían desaparecido de la casa de Jehová cuando sus juicios preliminares cayeron sobre el pueblo (cap. 1:9, 13). Quizás las vuelvan a encontrar ahora si se arrepienten. En efecto, tal será el caso al fin de los tiempos, cuando el remanente de Israel se vuelva a Jehová: «Al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová» (Isaías 66:20; véase también 18:7). Entonces la ofrenda y la libación serán el propio remanente fiel, ofrecido a Dios como Su pertenencia consagrada a Él. Pero ese arrepentimiento, para ser eficaz, tiene que ser de verdad y no exterior: «Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos» (v. 13; véase también Zacarías 12:10-14).

De modo que todas las partes de la profecía concuerdan para mostrarnos que la futura bendición de los judíos dependerá del regreso, con humillación verdadera, al Dios que ofendieron. El primer llamado de la trompeta –el de alarma– para traer al pueblo a la memoria de Dios cuando el asirio y su ejército –vara de Jehová– caían sobre Jerusalén, no se había oído (cap. 2:1). Este endurecimiento había tenido por resultado, como lo acabamos de ver, la toma de la ciudad por el rey del norte, al que Zacarías nos lo describe de manera tan asombrosa, y de quien se trata en este capítulo. Después de este desastre, ¿oirán los fieles el llamado que el Dios de gracia dirige a sus conciencias? Les dice: «Convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo» (v. 13). Toma aquí los títulos revelados a Moisés en Éxodo 34:6-7, pues es preciso no olvidar que el pueblo –es decir, los fieles del futuro remanente de Israel– estará todavía bajo el pacto de la ley. Pero el profeta añade aquí: «se duele del castigo» (v. 13). A la menor señal de arrepentimiento, Jehová da marcha atrás, se arrepiente, cambia de disposición en ese contrato legal en el que las dos partes están comprometidas. El nuevo pacto, esa alianza unilateral que depende únicamente de la gracia de Dios hacia su pueblo, solo tendrá lugar cuando el Espíritu de Dios haya producido un verdadero arrepentimiento en el corazón de Israel.

3.8 - Reunir la congregación

Los versículos 15-17 son la respuesta a la invitación de los versículos 12-14. Bajo la presión del enemigo que ha invadido a Jerusalén, el urgente llamado para que se humillen es oído. Fue preciso nada menos que esta calamidad final para tocar por fin la conciencia de los elegidos. «Tocad trompeta en Sion, proclamad ayuno, convocad asamblea». Aquí la trompeta no da la alarma, pues no se trata de hacer frente al enemigo que acosa al pueblo en su país, sino de reunir la congregación. «Para reunir la congregación tocaréis, mas no con sonido de alarma. Y los hijos de Aarón, los sacerdotes, tocarán las trompetas» (Números 10:7-8). Esta reunión no tiene todavía el carácter de la reunión milenaria, la «gran congregación», de la que se dice: «En el día de vuestra alegría, y en vuestras solemnidades, y en los principios de vuestros meses, tocaréis las trompetas sobre vuestros holocaustos, y sobre los sacrificios de paz, y os serán por memoria delante de vuestro Dios» (Números 10:10), sino que precede a la reunión definitiva que no puede tener lugar sin ella. Es la reunión de algunos, del remanente fiel, en Jerusalén, con ayuno solemne, humillación y lágrimas.

¿No ocurre lo mismo para los fieles en el día actual? La humillación nacional no encuentra hoy más eco real, entre los habitantes azotados por desastres sin precedentes, del que encontraba en Judá, llamado a «proclamar ayuno» durante el azote de la plaga de langostas (cap. 1:14); pero el arrepentimiento se produce en algunos a quienes el Señor ha sellado y que «suspiran y gimen» en medio de un mundo rebelde. Se trata de un arrepentimiento real y no exterior, de un arrepentimiento en el que los fieles del pueblo rasgan sus corazones y no sus vestidos (v. 13). La ruina de la Iglesia, el juicio final sobre la cristiandad, la humillación de haber contribuido a este estado de cosas y deshonrado el nombre de Cristo, producen el arrepentimiento en el corazón de un pequeño número que, con este espíritu, representa a la Asamblea. El pobre remanente de Jerusalén y de Judá, humillado, formará el pueblo futuro y vendrá a ser el núcleo del Israel terrenal durante el milenio, tal como hoy día el remanente cristiano es el representante de la gran asamblea celestial. Sin embargo, la humillación de Jerusalén difiere todavía en más de un punto de la nuestra. Primeramente, ella es provocada no por el anuncio de juicios futuros, sino por el grande y muy terrible día de Jehová que esos fieles atravesarán al mismo tiempo que el pueblo apóstata, mientras que nuestra humillación tiene lugar antes de «la ira por venir». Luego la escena transcurre con la conciencia de que la relación del pueblo con Dios está rota, mientras que para nosotros, si el pecado interrumpe nuestra comunión con Dios, jamás interrumpe nuestra relación con Él, basada en la obra cumplida por Cristo.

3.9 - El precio de la restauración

¡Cuán solemne será esta escena futura! «Reunid al pueblo, santificad la reunión, juntad a los ancianos, congregad a los niños y a los que maman, salga de su cámara el novio, y de su tálamo la novia» (v. 16). Todas las clases de habitantes son invitadas a arrepentirse; aun los niños que maman han de llevar el peso de la culpabilidad del pueblo; desde el mayor hasta el menor, nadie está exento de la reprobación. Los goces más íntimos de la familia se abandonan para acudir a la celebración del ayuno. Todas las autoridades civiles y religiosas tienen parte en él: «Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes ministros de Jehová». Ni siquiera se atrevan a mantenerse delante del altar. ¿No rechazaron y luego crucificaron al Cordero de Dios, el único que podía reconciliarlos con Jehová? «Digan: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo, y no entregues al oprobio tu heredad, para que las naciones se enseñoreen de ella. ¿Por qué han de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?». Se ve aquí que, a pesar de todo, y en un tiempo en que están todavía bajo la sentencia de Lo-ammi (no mi pueblo), persisten en decir: «Tu pueblo». Es realmente la fe la que habla aquí, la que caracteriza al remanente fiel, el que, si bien duda absolutamente de sí mismo, nunca dudó de la fidelidad de Dios y sus promesas. Esas palabras: «¿Dónde está su Dios?» ¡cuántas veces resonarán en el oído del remanente de Judá, fugitivo entre las naciones, durante la persecución suscitada contra él por la bestia y el falso profeta, tal como se ve en el segundo libro de los Salmos! (Salmo 42:3, 10 y también 79:10; 115:2). Ahora alcanzan los oídos de esta parte del remanente que quedó en Jerusalén. ¡Ah, cómo penetran de manera punzante en el arrepentido corazón de los fieles! ¿No eran las mismas palabras que sus padres habían pronunciado contra el Mesías que moría por la nación? «Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mateo 27:43).

3.10 - La humillación

¿Qué era el ayuno de antaño –cuando ocurrió la invasión de langostas– comparado con el ayuno presente? Un pasajero sentimiento de compunción, aun cuando estaba probado que Jerusalén, en aquel momento, había respondido al llamado: «Proclamad ayuno», pues, como lo hemos visto, uno solo había dicho entonces: «A ti, Jehová, clamaré» (cap. 1:19). Ahora la humillación es real, el arrepentimiento completo. Es «el gran llanto en Jerusalén» del cual nos habla el profeta Zacarías (cap. 12:11-14). ¡Qué cosa bendita es la humillación! ¡Nos hace volver a encontrar la faz de Dios! ¡Y durante cuántos siglos Jehová había esperado, esperado en vano que ella se produjera en ese pueblo rebelde! ¿Este se había humillado a causa de su idolatría? ¿Se había humillado después de haber clavado en la cruz al Hijo de Dios, su Mesías? ¡Ah, qué rebelde es el corazón del hombre, el corazón de todos nosotros! ¡Cuán obstinado y orgulloso es, cuán dominado está por una voluntad que rehúsa someterse! Estas cosas, ilustradas por la historia de Israel ¿no son dichas para nuestra instrucción? Cuando nuestra conciencia, juez inexorable, nos dice que hemos pecado, ¿estamos dispuestos a reconocerlo? Antes bien ¿no estamos, como Adán, prontos para disculparnos, como si unas disculpas pudiesen blanquearnos? Disculpamos nuestra mundanería, disculpamos nuestra tibieza, nuestra cobardía, nuestra falta de actividad en pro de los intereses de Cristo, y lo último en que pensamos es en «proclamar ayuno». Sucede más de una vez que, tal como David, conservamos en nuestro fuero interior alguna falta escondida y ahogamos la voz de nuestra conciencia cuando esta quiere hacerse oír, olvidando que Dios lo ha visto todo, hasta que finalmente amanezca el día de Jehová, grande y muy terrible, ese día en el que todo quedará desnudo y el culpable exclamará: «¡He pecado contra Jehová!»

Sí, la humillación es solemne y dolorosa. Es el bisturí aplicado a los miembros que no han sido mortificados y que, por consiguiente, conservan su aptitud para gritar cuando el instrumento alcanza la carne viva. Pero la humillación, ¡cuán preciosa es! «Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba», dice el salmista; «Bueno me es haber sido humillado» (Salmo 119:67, 71).

3.11 - La bendición

La bendición no se hace esperar; ¡mirad cómo se muestra enseguida! De haberlo sabido, ¡ah!, cómo habríamos estado prontos para encorvar nuestras frentes hasta el polvo, confesando nuestros pecados delante del Padre que es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad. ¡Qué conmovedora es la instantánea respuesta de Dios, después de siglos de endurecimiento de este pueblo que había rechazado a su Salvador y Rey! «Jehová, solícito por su tierra, perdonará a su pueblo. Responderá Jehová, y dirá a su pueblo: He aquí yo os envío pan, mosto y aceite, y seréis saciados de ellos; y nunca más os pondré en oprobio entre las naciones» (v. 18-19). «Perdona, oh Jehová, a tu pueblo», había dicho el remanente (v. 17), invocando las relaciones de antaño entre Dios y él; invocándolas cuando todavía está bajo la sentencia de Lo-ammi y el día grande y terrible de Jehová ha caído sobre él. En el acto Dios responde a su pueblo. Se levanta la sentencia, queda abolida, anulada para siempre; las relaciones con Dios se restablecen, se vuelven a encontrar todas las bendiciones terrenales que dimanan de ellas, pues se trata aquí de un pueblo terrenal. «En el lugar en donde les fue dicho: Vosotros no sois pueblo mío, les será dicho: Sois hijos del Dios viviente» (Oseas 1:10).

El trigo, el mosto y el aceite, la ofrenda y la libación, destruidos anteriormente por los juicios preparatorios (cap. 1:9), vuelven a ser la porción del pueblo que se sacia de ellos. La casa de Jehová, la que desde hacía media semana de años se encontraba sin «sacrificios y sin ofrendas» se abre de nuevo (Daniel 9:27); el fiel puede acercarse a Dios en Su templo; ya no es puesto «en oprobio entre las naciones» que dicen: «¿Dónde está su Dios?» (v. 19, 17).

3.12 - La suerte del asirio

Pero, ¿qué hará Jehová con ese asirio, vara de Su ira, quien invadió la tierra de Israel e incluso por primera vez se apoderó de la ciudad santa? «Haré alejar de vosotros al del norte, y lo echaré en tierra seca y desierta; su faz será hacia el mar oriental, y su fin al mar occidental; y exhalará su hedor, y subirá su pudrición, porque hizo grandes cosas» (v. 20).

Este acontecimiento, del que el juicio de Senaquerib –bajo el reinado de Ezequías– no es más que una débil imagen (2 Reyes 19:35; 2 Crónicas 32:21) es continuamente mencionado por los profetas que tratan acerca del juicio que caerá sobre el asirio futuro. Primero Isaías (cap. 10:24-27): «Por tanto el Señor, Jehová de los ejércitos, dice así: Pueblo mío, morador de Sion, no temas de Asiria. Con vara te herirá, y contra ti alzará su palo, a la manera de Egipto; mas de aquí a muy poco tiempo se acabará mi furor y mi enojo, para destrucción de ellos. Y levantará Jehová de los ejércitos azote contra él como la matanza de Madián en la peña de Oreb, y alzará su vara sobre el mar como hizo por la vía de Egipto. Acontecerá en aquel tiempo que su carga será quitada de tu hombro, y su yugo de tu cerviz, y el yugo se pudrirá a causa de la unción». Y todavía Isaías 14:24-25: «Ciertamente se hará de la manera que lo he pensado, y será confirmado como lo he determinado; que quebrantaré al asirio en mi tierra, y en mis montes lo hollaré; y su yugo será apartado de ellos, y su carga será quitada de su hombro». Ezequiel, al hablar de Gog, el asirio, dice: «Vendrás de tu lugar, de las regiones del norte, tú y muchos pueblos contigo, todos ellos a caballo, gran multitud y poderoso ejército, y subirás contra mi pueblo Israel como nublado para cubrir la tierra; será al cabo de los días». «Y en todos mis montes llamaré contra él la espada, dice Jehová el Señor; la espada de cada cual será contra su hermano. Y yo litigaré contra él con pestilencia y con sangre; y haré llover sobre él, sobre sus tropas y sobre los muchos pueblos que están con él, impetuosa lluvia, y piedras de granizo, fuego y azufre» (Ezequiel 38:15-16, 21-22). Y el mismo profeta sigue: «He aquí yo estoy contra ti, oh Gog… y te quebrantaré, y te conduciré y te haré subir de las partes del norte, y te traeré sobre los montes de Israel; y sacaré tu arco de tu mano izquierda, y derribaré tus saetas de tu mano derecha. Sobre los montes de Israel caerás tú y todas tus tropas, y los pueblos que fueron contigo; a aves de rapiña de toda especie, y a las fieras del campo, te he dado por comida. Sobre la faz del campo caerás; porque yo he hablado, dice Jehová el Señor» (cap. 39:1-5). «He aquí viene, y se cumplirá, dice Jehová el Señor; este es el día del cual he hablado» (cap. 39:8).

Y también Daniel dice: «El rey del norte se levantará contra él como una tempestad, con carros y gente de a caballo, y muchas naves; y entrará por las tierras, e inundará, y pasará. Entrará a la tierra gloriosa, y muchas provincias caerán; mas estas escaparán de su mano: Edom y Moab, y la mayoría de los hijos de Amón. Extenderá su mano contra las tierras, y no escapará el país de Egipto. Y se apoderará de los tesoros de oro y plata, y de todas las cosas preciosas de Egipto; y los de Libia y de Etiopía le seguirán. Pero noticias del oriente y del norte lo atemorizarán, y saldrá con gran ira para destruir y matar a muchos. Y plantará las tiendas de su palacio entre los mares y el monte glorioso y santo; mas llegará a su fin, y no tendrá quien le ayude» (Daniel 11:40-45). Citemos todavía, al terminar, Miqueas 5:6: «Nos librará del asirio, cuando viniere contra nuestra tierra y hollare nuestros confines».

De modo, pues, que «aquel que viene del norte [8], el asirio, después de haber saqueado a Jerusalén por primera vez y de haber pasado más allá para invadir a Egipto, volverá contra la ciudad y el país de belleza (Palestina) y será aniquilado por la inmediata intervención de Jehová: «Haré alejar de vosotros al del norte». Entonces, y solo entonces, tendrá lugar la liberación final de Jerusalén, históricamente cumplida en parte por primera vez y como figura bajo el reinado de Ezequías, cuando el ángel de Jehová hirió a 185.000 hombres en el campamento de Senaquerib, rey de Asiria, quien asediaba a Jerusalén pero no la tomó. Ese enemigo será echado «en tierra seca y desierta (¿el desierto de Judá?); su faz será hacia el mar oriental (el mar Muerto), y su fin al mar occidental (el Mediterráneo). Los cadáveres de esa multitud cubrirán el suelo y «exhalará su hedor, y subirá su pudrición» (aquí, nueva alusión al ejército de langostas que, destruido, esparce su hedor por los aires). Una súbita y terrible destrucción viene sobre este último enemigo de Israel, «porque se ensalzó para hacer cosas grandes» (v. 20, versión francesa de Darby). Pero solo Jehová las hace: «Tierra, no temas; alégrate y gózate, porque Jehová hará grandes cosas» (v. 21). En efecto, la soberbia del hombre –que va antes del agobio–, su odio contra Dios y su pueblo que le hace urdir tropelías, el mal, el saqueo y la destrucción, todo eso se reduce a la nada cuando Dios se yergue para intervenir. ¡Dios hace cosas grandes! Si bien sus juicios son grandes, si «su día es grande y muy terrible», si bien el asirio –mediante el cual castiga a Su pueblo– es «su gran ejército» (v. 25), su misericordia, su desinterés y sus liberaciones son todavía más grandes. La grandeza de su carácter divino consiste en hacer salir sus liberaciones del seno mismo de sus juicios. Así que, ante todo, es grande al conciliar caracteres absolutamente inconciliables para la mente del hombre: su justicia y su gracia, su santidad y su amor. Sí, Jehová hará grandes cosas por Israel, quien las reconocerá al alba del reinado del Mesías, pero, ¡alabado sea su nombre!, estas cosas ya están hechas para nosotros ¡sin que tengamos que atravesar el día de la tribulación, el gran día de Jehová, para conocerlas! En el Gólgota, lugar del juicio que cayó sobre nuestro Substituto, Dios, al dar a su propio Hijo, hizo que su odio por el pecado se besara con su amor por el pecador.

[8] Lo repetimos: el «rey del norte» o «aquel que viene del norte», nunca es Nabucodonosor, aunque Caldea y las regiones lindantes a menudo se llamen «el norte».

3.13 - Derrota del enemigo y establecimiento de una era de paz

«Animales del campo, no temáis; porque los pastos del desierto reverdecerán, porque los árboles llevarán su fruto, la higuera y la vid darán sus frutos» (v. 22). A continuación de la derrota del asirio, todas las plagas que habían afectado el país desaparecen. La tierra reverdece, los campos se cubren de cosechas, la viña y la higuera –esas felices imágenes de Israel– llevan su fruto. La ofrenda y la libación nuevamente podrán consagrarse a Jehová. Uno encuentra las promesas en Ezequiel 36:29-30: «Llamaré al trigo, y lo multiplicaré, y no os daré hambre. Multiplicaré asimismo el fruto de los árboles, y el fruto de los campos, para que nunca más recibáis oprobio de hambre entre las naciones».

«Y os restituiré los años que comió la oruga (arbeh), el saltón (yélek), el revoltón (hasil) y la langosta (gazam), mi gran ejército que envié contra vosotros» (v. 25). Estas palabras nos vuelven a llevar al capítulo 1 y no aluden a los ejércitos del asirio. Se trata, en todo ese pasaje, de la bendición del país, puesto al abrigo de las calamidades mandadas como juicios en los días del endurecimiento del pueblo. La era de paz de la que disfrutará la creación bajo el reinado del Mesías no es un hecho sin importancia, y este pensamiento debería llenar nuestros corazones de gozo y esperanza.

«También la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora» (Romanos 8:21-22).

«Vosotros también, hijos de Sion, alegraos y gozaos en Jehová vuestro Dios; porque os ha dado la primera lluvia a su tiempo, y hará descender sobre vosotros lluvia temprana y tardía como al principio» (v. 23). Se trata aquí de bendiciones puramente temporales: la lluvia temprana, la que sigue a las siembras efectuadas en otoño; la segunda lluvia, en la primavera, a continuación de la cual el grano sembrado en otoño promete una cosecha abundante. Pero cabe destacar que la bendición de las lluvias, por las cuales están aseguradas la cosecha y la vendimia, queda ligada a la presencia de Jehová, del Mesías, del Rey en medio de su pueblo. «Como el alba está dispuesta su salida; y vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la tierra» (Oseas 6:3). «En la alegría del rostro del rey está la vida, y su benevolencia es como nube de lluvia tardía» [9] (Proverbios 16:15). Entonces Jehová reanudará y reconocerá públicamente sus relaciones con su pueblo, en otro tiempo declarado Lo-ammi; también entonces el pueblo mismo se gozará en el nombre de su Dios: «Alabaréis el nombre de Jehová vuestro Dios, el cual hizo maravillas con vosotros; y nunca jamás será mi pueblo avergonzado. Y conoceréis que en medio de Israel estoy yo, y que yo soy Jehová vuestro Dios, y no hay otro; mi pueblo nunca jamás será avergonzado» (v. 26-27). Toda la vergüenza anterior ha pasado (cap. 1:10-12); el Señor de gloria viene a ocupar su lugar en medio de su pueblo. Así se acaba esta división del libro.

[9] Véase también, acerca de las lluvias: Zacarías 10:1; Deuteronomio 11:14; Jeremías 5:24; Salmo 84:6; 2 Samuel 23:4.

4 - El derramamiento del Espíritu

Encontramos aquí una nueva división del tema. Está señalada en las Biblias hebraicas, las que empiezan el capítulo 3 en el versículo 28 del capítulo 2. El profeta pasa, en efecto, de las bendiciones temporales aseguradas a la tierra de Israel (la lluvia temprana y la tardía) a las bendiciones espirituales que la presencia y la exaltación del Cristo traerán a su pueblo terrenal, como así también a todas las naciones.

«Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (v. 28). «Después de esto», es decir, seguidamente a la destrucción del asirio, pero esta destrucción misma viene a continuación del arrepentimiento del pueblo. En efecto, solo después del ayuno y la asamblea solemne penetra por fin en el corazón de los elegidos un verdadero arrepentimiento y el enemigo es aniquilado. Entonces Israel no solamente será colmado de bendiciones temporales, sino que también tendrá parte en todos los beneficios del nuevo pacto que Jehová establecerá «con la casa de Israel y con la casa de Judá». Bajo la acción del Espíritu Santo recibirán un corazón nuevo, capaz de conocer a Jehová, su Dios, quien no se acordará más de sus pecados e iniquidades (Jeremías 31:31-34). Este derramamiento del Espíritu Santo, en relación con el nuevo pacto dado a Israel, a menudo es anunciado por los profetas: «Yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país… Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (Ezequiel 36:24-27). «No esconderé más de ellos mi rostro; porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel, dice Jehová el Señor» (Ezequiel 39:29, V. M.). «Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración» (Zacarías 12:10).

Pero aquí nos es anunciada una bendición que sobrepasa en mucho los límites de Israel y de Judá: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne». Este don será derramado no solo sobre el pueblo elegido, sino también sobre la gran multitud de las naciones milenarias, las que habrán recibido el Evangelio del reino (Apocalipsis 7:9).

«Y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (v. 28-29). Es del más alto interés considerar la cita que se hace de este pasaje en los Hechos (cap. 2:17-21). La cruz de Cristo había sido el lugar del juicio definitivo del hombre y de Israel y, a la vez, el sitio de la victoria sobre el enemigo.

4.1 - Primer derramamiento del Espíritu, el día de Pentecostés

A continuación de esta victoria, Cristo, resucitado de entre los muertos y subido a lo alto, habiendo llevado «cautiva la cautividad», se sentó a la diestra de Dios. Entonces pudo bautizar con el Espíritu Santo a los que creían en Él. Este gran hecho tuvo lugar en Pentecostés. Todos los judíos que creyeron recibieron el bautismo del Espíritu Santo y, por Él, fueron constituidos en un solo cuerpo. Pero esta comunicación del Espíritu Santo no tuvo lugar sin que mediara la fe y el arrepentimiento. Por eso Pedro dice a los que se compungieron de corazón al pensar que habían crucificado a su Mesías: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2:37-38).

Los primeros discípulos de Jesús ya se habían arrepentido en ocasión de recibir el bautismo de Juan para acoger al Mesías que entraba en su reino terrenal, pero, como este Mesías había sido rechazado por el pueblo y crucificado, los discípulos esperaban aún el momento en que Jesús, conforme a la palabra de su precursor, los bautizara con el Espíritu Santo (Mateo 3:11). Esta palabra fue confirmada por el Señor a sus discípulos después de su resurrección (Lucas 24:49), pues no podían ser hechos participantes del Espíritu Santo sin que este acontecimiento tuviera lugar. Así es que un primer remanente de Judá fue salvado e introducido en la Asamblea. Si el don del Espíritu Santo hubiese sido aceptado en ese momento por la nación y recibido por el conjunto del pueblo, a este se le habrían ahorrado los terribles juicios que siguieron. Pero Israel no se limitó a rechazar a su Mesías, el Hijo de Dios, sino que rechazó también al Espíritu Santo y apedreó a Esteban, quien era el portador de Él a los ojos de todos. A continuación de este crimen, según la profecía de Mateo 22:7, «el rey se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad», acontecimiento que tuvo lugar en el año 70 de nuestra era, cuando Tito destruyó a Jerusalén. Cuando el juicio estaba a punto de cumplirse, todos los que habían sido bautizados con el Espíritu Santo escaparon de aquel al prestar oídos a la exhortación: «Sed salvos de esta perversa generación» (Hechos 2:40). El endurecimiento de Israel tuvo una segunda consecuencia. No solo un remanente judío se salvó y tomó su lugar en la Asamblea, sino que la puerta fue abierta a las naciones, según la palabra de Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne», y «todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo» (v. 28, 32). Desde entonces, judíos y gentiles, reconciliados en un solo cuerpo con Dios mediante la cruz, tienen acceso al Padre por un mismo Espíritu (Efesios 2:16, 18). Así quedaba inaugurado el período de la Iglesia: después de ser rechazado por Israel, el Señor se preparaba una Esposa, una perla de gran precio, mil veces más preciosa y más gloriosa que la Esposa judía, una Esposa que será su compañera eterna, su amada en la gloria celestial. La formación de la Iglesia tiene lugar en la tierra, donde se despliegan, en el tiempo actual, todos los designios de Dios a su respecto. Cuando haya sido arrebatada de la tierra al cielo, a la venida del Señor, los propósitos de Dios para con su antiguo pueblo, hoy rechazado, retomarán su curso. De eso nos hablan todos los profetas. El antiguo pueblo de Dios persistirá en su incredulidad; él, que no quiso al Hijo de David por rey, caerá bajo el yugo del anticristo. Jerusalén vendrá a ser un cáliz de embotamiento para todas las naciones. Mientras que la Iglesia –la nueva Jerusalén– brille en la gloria celestial, la Jerusalén terrenal tendrá que pasar por segunda vez por todos los horrores del asedio a causa de haberse entregado al falso Mesías. Hemos visto la mención de este acontecimiento al principio de nuestro capítulo.

4.2 - Segundo y último derramamiento del Espíritu para el milenio

Pero entonces un segundo remanente judío, o más bien el remanente futuro que se vincula, por encima del paréntesis de la Iglesia, a aquel que rodeaba al Señor en la tierra, se volverá hacia el Señor. El velo que cubría sus ojos será quitado (2 Corintios 3:16). A través de los dolores de la gran tribulación se reconocerá culpable, y el último ataque del enemigo, el del asirio, le llevará al completo juicio de sí mismo y al arrepentimiento, tal como está descrito en este capítulo. A continuación de este arrepentimiento y de la definitiva victoria de Jehová sobre el asirio, tendrá lugar el segundo derramamiento del Espíritu Santo sobre los testigos del fin, tal como el primero tuvo lugar después de la victoria de la cruz y de la resurrección que era la prueba de ella. El don del Espíritu Santo hará del remanente, no un pueblo celestial como el de hoy día, sino el pueblo terrenal del Mesías, el que tendrá por centro la Jerusalén terrenal, la ciudad del gran Rey. Entonces se cumplirá esta palabra: «Y no volveré más a esconder mi rostro de ellos; porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel, dice Jehová el Señor» (Ezequiel 39:29, V. M.). En Ezequiel, la destrucción de Gog, el asirio, y después de esta el don del Espíritu Santo, son el último suceso que se menciona antes de que el profeta pase, en los capítulos 40 a 48, a la descripción del templo de Jerusalén y del país de Israel durante el milenio. No ocurre exactamente lo mismo en Joel, como lo veremos en el capítulo 3. Sin embargo, la bendición de Jerusalén allí se vincula, como en Ezequiel, al derramamiento del Espíritu Santo: «Porque en el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado» (Joel 2:32). La liberación de la que Joel nos habla solo se obtiene mediante la destrucción del asirio, único personaje al cual el profeta alude en el segundo capítulo, pues la bestia romana y el anticristo, tan a la vista en el libro de Daniel y sobre todo en el Apocalipsis, ni siquiera son mencionados en la profecía que estamos considerando.

Conforme a todo lo que acabamos de decir, se puede notar que el pasaje de los Hechos (cap. 2:16-21) no es el cumplimiento de la profecía de Joel. Eso es lo que el apóstol Pedro tiene especial cuidado de destacar cuando dice: «Porque estos no están ebrios, como vosotros suponéis… Mas esto es lo dicho por el profeta Joel…» (comp. Mateo 1:22; 2:15, 17, 23).

Lo que tenía lugar en Pentecostés bajo las miradas de todos no tenía el carácter de una excitación artificial, sino que era producido por el Espíritu Santo. La propia cita de ese pasaje por el apóstol Pedro contiene cosas que se realizaban en el momento en que hablaba y otras que estaban reservadas para un tiempo venidero. Para convencerse de ello, basta poner estas últimas entre paréntesis. He aquí, pues, el pasaje leído de tal manera: «Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, (y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños), y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán. (Y daré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día del Señor, grande y manifiesto). Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo».

Repárese en esta frase: «Mis siervos y mis siervas», los que pertenecen al Señor. Estos reemplazan aquí, y en la versión de los 70, a «los siervos y las siervas» del texto hebraico, los que pertenecen a la familia judía. Al mismo tiempo, esta palabra es bastante imprecisa en Joel como para dar lugar por anticipado a siervos adecuados al tiempo de la Iglesia y que serán desconocidos en los futuros tiempos de la restauración de Israel. Nótese todavía que Pedro dice «en los postreros días», y no «después de esto», como en Joel. Esta última palabra demuestra claramente que la profecía de Joel no se podía cumplir definitivamente en Pentecostés, sino solamente después de la derrota del asirio, mientras que los «últimos días» –llamados en otra parte «el fin de los siglos»– han llegado para nosotros desde que el Cristo fue rechazado por los judíos y por el mundo. [10] Lo que caracteriza al día de Pentecostés como al del pasaje de Joel, es que se encuentran allí estas tres cosas: el arrepentimiento, la liberación del yugo enemigo y el Espíritu derramado sobre toda carne. Pero, además, un gran hecho predomina en Pentecostés. En ese momento es dado el Espíritu Santo, prueba de la resurrección y de la exaltación de Cristo, y congrega en uno a todos los que creen en Él. Joel anuncia un tiempo futuro en el cual será abierta la puerta a los gentiles; en los Hechos, ella es declarada abierta por el apóstol (cap. 2:39). En el capítulo 1 de Oseas encontramos la misma profecía, confirmada por Romanos 9:26, respecto a la admisión de las naciones en la bendición. Pero, en Joel, esta palabra «toda carne» no se refiere a la admisión actual de los gentiles en la Iglesia por el bautismo del Espíritu Santo, sino a la entrada de los gentiles, esa «gran multitud, la cual nadie podía contar» de Apocalipsis 7:9 y a su introducción en la bendición milenaria de la cual disfrutará el pueblo de Dios.

[10] Esta modificación del texto es tanto más sorprendente por cuanto no se encuentra en la versión de los 70, versión generalmente citada en el Nuevo Testamento, mas no seguida en este pasaje.

4.3 - Señales que precederán el día de Jehová

En los versículos 30 a 31, el profeta interrumpe su tema y abre un paréntesis para mostrar que unas maravillas tendrán lugar antes del día de Jehová: «Y daré prodigios en el cielo y en la tierra, sangre, y fuego, y columnas de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día grande y espantoso de Jehová». Este pasaje nos parece que puede tener relación con la invasión del asirio (cap. 2). En efecto, esta invasión es llamada «grande es el día de Jehová, y muy terrible» (v. 11), y va precedida por señales: son estremecidos los cielos y oscurecidos el sol y la luna (v. 10). Dicho pasaje parece corresponder al capítulo 6 del Apocalipsis, donde «el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre» antes del día de la ira del Cordero. A pesar de la aprensión de los hombres, este acontecimiento no tendrá lugar en ese momento (Apocalipsis 6:12, 17). Las señales ya referidas precederán, pues, al día de Jehová, pero hay otras que lo seguirían y se realizarán en el momento mismo de la venida del Hijo del hombre. Eso es lo que leemos en Mateo 24:29-30: «E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días» –tribulación cuyo último acto es la invasión del asirio– «el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo». La señal –es decir, la aparición del Hijo del hombre– será inmediatamente precedida, pues, por señales. Estas las encontramos en el capítulo 3:15 de Joel: «El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor. Y Jehová rugirá desde Sion, y dará su voz desde Jerusalén». Los versículos 30 y 31 parecen ser introducidos aquí como pequeño paréntesis para establecer el contraste entre el don celestial del Espíritu Santo –el que acompañará al arrepentimiento y la liberación del remanente judío– y los trastornos terrestres, precursores de los juicios de Jehová contra el pueblo apóstata. Por eso el profeta termina diciendo: «Y todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo; porque en el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová, y entre el remanente al cual él habrá llamado» (v. 32). Como ya lo hemos visto, la salvación sobrepasará en mucho los estrechos límites de Judá, de Jerusalén e incluso de Israel; se dirigirá a «todo aquel», como también se dice en otra parte «para que todo aquel que en él cree, no se pierda». Así como hoy en día, en virtud de la obra de Cristo no hay «diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan», y «todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo» (véase Romanos 10:12-13, donde se cita el pasaje de Joel), así ocurrirá también en un día futuro. Solamente que, en este porvenir del cual habla Joel, el monte de Sion y Jerusalén serán los objetos de la liberación terrenal, mientras que la bendición celestial tiene hoy por objeto a la Iglesia. No por ello es menos cierto que todo el remanente que habrá llamado Jehová tomará parte en el reino glorioso de Cristo en la tierra; y esos salvados, como nos lo enseña el pasaje que estamos considerando, comprenden no solo al remanente de Judá y de Israel, sino también al de las naciones, tal como nos lo confirma el capítulo 7 del Apocalipsis.

5 - El día de Jehová o el juicio de las naciones

5.1 - El valle de Josafat

El capítulo 3 nos muestra un nuevo aspecto del día de Jehová. Este día ya estaba señalado como próximo cuando ocurrió la invasión de langostas (cap. 1:15). El capítulo 2 nos dijo que venía y estaba próximo cuando sucedió la invasión del asirio –de la cual el ejército de langostas no era más que una figura (cap. 2:1)– y que tal día sería precedido por señales (v. 31 del mismo capítulo); luego lo vemos finalmente como estando ya presente cuando se efectúa el ataque del asirio (cap. 2:11).

Hemos visto que a continuación del arrepentimiento de Judá y de Jerusalén, el asirio será aniquilado y el Espíritu Santo derramado sobre el remanente y sobre toda carne, pero falta todavía que se nos presenten otros enemigos, los que deberán ser destruidos, es decir, todas las naciones reunidas contra Jerusalén. El día de su juicio es el día de Jehová, al igual que el de la derrota del asirio. En efecto, los sucesos de los capítulos 2 y 3 tienen lugar juntamente y en Joel solo son separados para hacer resaltar el tema principal de este profeta, a saber, el ataque y la aniquilación del asirio. En realidad, el asirio –tengo motivo para creerlo así– en el capítulo 3 está comprendido en el juicio contra todas las naciones, pero no es mencionado allí porque su suerte particular ha sido tratada detalladamente en el capítulo 2. Sabemos incluso, según Daniel y el Apocalipsis, que su juicio no precederá al de las naciones apóstatas representadas por la bestia romana y el falso profeta, sino que lo seguirá de muy cerca, lo que, cronológicamente, en cierta manera colocaría el capítulo 3 antes del 2. Los mismos términos son empleados en estos dos capítulos para definir el día de Jehová, señalando así que por cierto se trata del mismo día: «Cercano está el día de Jehová en el valle de la decisión» (cap. 3:14; véase cap. 2:1). Lo que acabamos de exponer en cuanto a la concordancia de estos acontecimientos está confirmado por el hecho de que la bendición milenaria tanto se menciona después del valle de Josafat como después de la derrota del asirio (cap. 2:23-27; 3:4-7).

Los diferentes actos del drama final son llamados, pues, «el día de Jehová», pero el capítulo 3 nos habla del conjunto del último acto.

Se forma un remanente después del arrepentimiento de Judá y de Jerusalén, y el Espíritu Santo viene sobre él. Hay liberación para los salvados a los que Jehová llamó. Son los días en que Jehová hace «volver la cautividad de Judá y de Jerusalén» (cap. 3:1), pues, como ya lo vimos, en Joel solo se trata del remanente visto desde este ángulo restringido y no de todo el «cautiverio», es decir, del remanente de Israel y de Judá. Para que su pueblo tenga una liberación completa, hace falta que, en el día de Jehová, todas las naciones (goim) que han «pisoteado» a Judá y Jerusalén caigan bajo el mismo juicio que el asirio: «Reuniré a todas las naciones, y las haré descender al valle de Josafat» (cap. 3:2).

Mucho se ha escrito y discutido sobre el «valle de Josafat». Una tradición, sin ningún fundamento en la Palabra de Dios, lo localiza en el valle del Cedrón, el que separa Jerusalén del monte de los Olivos. Esta tradición, que subsiste aun en nuestros días entre los judíos y los mahometanos, data solo de los primeros siglos de nuestra era. Todos ubican allí el lugar del juicio final, pues ignoran el juicio de las naciones vivientes del cual la profecía nos habla tan a menudo y aquí en particular. Esta leyenda puede haber nacido a causa de que Jerusalén se relaciona con el teatro del juicio (cap. 3:16; Zacarías 14:4). Pero el teatro mismo no debe ni puede localizarse. Hasta la palabra empleada por «valle» («emeq» en hebreo) jamás se aplica a un valle cerrado como el que separa Jerusalén del monte de los Olivos.

Ante todo, es preciso recordar que la palabra «Josafat», la que significa «Jehová juzga», tiene relación directa con nuestro capítulo, el cual nos presenta el juicio de Jehová contra las naciones y el lugar donde el mismo se desarrollará en su condición de valle de la decisión (o más bien «de lo que está determinado», comp. Isaías 10:23). Este nombre, pues, tiene un sentido simbólico. Por otra parte, no dudo de que alude a la historia del rey Josafat, relatada en 2 Crónicas 20, pues no se debe olvidar que en nuestro capítulo se refiere al juicio contra las naciones para introducir la bendición del arrepentido remanente de Judá. Y precisamente la historia de Josafat nos refiere la historia de la liberación del remanente, resultado del juicio de Dios contra sus enemigos. Fue al cabo de la cuesta de Sis y del valle (valle encerrado, en hebreo «nachal») que se abre sobre el desierto de Jeruel y hacia el de Tecoa donde se produjo la victoria de Josafat sobre la gran multitud de naciones que subieron contra Jerusalén (v. 12, 15).

Josafat había sido infiel a su Dios al aliarse con el impío Acab, rey de Israel (2 Crónicas 18). A raíz del acoso del enemigo, había clamado en medio de la batalla y Jehová le había socorrido (cap. 18:31). Infiel por segunda vez, se había aliado con Joram, hijo de Acab, y con el rey de Edom contra Moab. Esto era una vergüenza para su testimonio como servidor de Jehová (2 Reyes 3). La derrota de Moab suscitó en este pueblo orgulloso un violento odio contra Judá. En compañía de los hijos de Amón y de los amonitas de Seir (Edom) invadió el territorio del pueblo de Dios, rodeando el mar Muerto, y acampó en En-gadi. Todo esto, consecuencia de la infidelidad del rey, es, en síntesis, la historia de la infidelidad de Judá y de Jerusalén. Josafat está de acuerdo con esto; por ello, antes de atacar al enemigo pregona ayuno y reúne al pueblo, y «Todo Judá estaba en pie delante de Jehová, con sus niños y sus mujeres y sus hijos» (2 Crónicas 20:3, 13).

Este ayuno recuerda forzosamente el de Joel 2:15. Luego, en su extrema debilidad, Josafat invoca el nombre de Jehová para ser salvado: «¡Oh Dios nuestro! ¿no los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud… y a ti volvemos nuestros ojos» (2 Crónicas 20:9, 12). Se ve el mismo pedido en la humillación de Joel 2:17. Entonces Jehová declara que esta guerra no es de ellos, sino de Dios (2 Crónicas 20:15). «Vino el Espíritu de Jehová en medio de la reunión» (v. 14), la misma bendita porción que en Joel es del remanente (Joel 2:28). Los hombres de Josafat bajan al encuentro de esas multitudes, hacia el desierto de Tecoa, en tropas equipadas, no para combatir sino para ver la liberación de Jehová, quien está con ellos (v. 17, 21). Encuentran al enemigo en el valle (hebreo «emeq», igual que en Joel 3:2, 12, 14). Este valle de juicio viene a ser para Josafat y su pueblo el valle de Beraca, es decir, el valle de bendición. Después de la victoria, entonan el célebre cántico milenario: «Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre» (cap. 20:21).

Todo esto, repitámoslo, nos traslada de modo sorprendente a la escena descrita en Joel. A continuación de la infidelidad de Israel y en presencia de los juicios que son su consecuencia, se convoca la congregación, se proclama el ayuno y el arrepentimiento, Judá y Jerusalén permanecen atentos y es dado el Espíritu Santo. Las naciones suben en gran multitud contra Jerusalén en el valle donde es decretado el juicio, y allí son aniquiladas. El juicio es ejecutado por Jehová mismo y no por los que le acompañan. Lo mismo ocurrirá cuando el Rey de reyes salga del cielo con sus ejércitos y hiera a las naciones con la espada de dos filos que sale de su boca (Apocalipsis 19). En ese día, después de esta escena, considerada aquí en Joel desde el punto de vista judío, el valle de Josafat vendrá a ser el valle de Beraca, es decir, de la bendición milenaria bajo el reinado de Cristo (Joel 3:18-21).

Aunque nos parece clara la alusión a la victoria de Josafat, no hay absolutamente ninguna necesidad de localizar esta escena. El sentido del valle de Josafat es, como lo hemos dicho, «Jehová juzga», tal como lo hizo en 2 Crónicas 20. Que el lugar sea el mismo en Joel y en las Crónicas, no importa en lo más mínimo, aunque sea posible; pero a menudo resulta peligroso querer localizar los acontecimientos proféticos cuando su sentido simbólico es evidente.

El valle de Josafat forma parte de un conjunto de acontecimientos, todos los cuales se relacionan con el día grande y terrible de Jehová y con un hecho capital: la aparición del Señor. Esta aparición tendrá lugar cuando los cielos sean abiertos y el Cristo, como acabamos de verlo, salga de ellos con sus ejércitos celestiales. A ese gran hecho se vinculan los diferentes actos de su venida en juicio para establecer su reino. Estos actos no transcurren simultáneamente, es decir, no tienen lugar en el mismo momento, cosa imposible, sino que forman un acontecimiento ininterrumpido con sus manifestaciones diversas. Todos pertenecen a su «aparición» y forman parte del día de Jehová.

5.2 - La aparición del Señor, segundo acto de su venida

La aparición del Señor o «manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» es el segundo acto de su venida. En el primer acto, invisible para el mundo, vendrá a buscar a los santos para introducirles con Él en la gloria. En el segundo acto, acompañado por sus santos para ejecutar juicio contra las naciones, será visible para todos, pues está dicho: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron». De este segundo acto, y nunca del primero, nos habla la profecía del Antiguo Testamento, pues su venida por los santos es un misterio que solo se revela en el Nuevo.

Pero este segundo acto, la manifestación del Señor, también tiene dos caracteres, el uno celestial y el otro terrenal. El celestial pertenece al Nuevo Testamento, el terrenal al Antiguo. Al hacer esta observación, no podemos insistir lo bastante en cuanto a la diferencia entre los puntos de vista del Antiguo y del Nuevo Testamento, los que, si bien jamás se contradicen, no tienen que mezclarse entre sí. Esta observación es de suma importancia en el caso que nos ocupa. En el Nuevo Testamento, los pasajes proféticos referentes a la manifestación del Señor nos muestran esta manifestación desde el cielo con los ángeles de su poder y todos los santos celestiales para ejercer venganza contra las naciones cristianizadas (2 Tesalonicenses 1 y Apocalipsis 19) que forman parte del dominio occidental de la bestia, es decir, del imperio romano que será resucitado en el tiempo del fin. Por eso el juicio del asirio no se menciona allí. La bestia y el falso profeta son los juzgados y lanzados en el lago de fuego. La profecía del Antiguo Testamento no nos presenta las cosas bajo este aspecto. Allí el Señor es revelado en la tierra. No cabe duda de que Él viene desde el cielo, pero, así como antiguamente sus discípulos le vieron irse al cielo (Hechos 1:11), sus pies se posarán en el monte de los Olivos. No viene, como en el Apocalipsis, a reivindicar sus derechos al reino universal y tomar posesión de la tierra luego de aniquilar a todos sus enemigos, sino que viene a establecer su reinado sobre Israel, a ser ungido Rey sobre Sion, el santo monte de Jehová (Salmo 2:6). Pero, para que eso pueda tener lugar, debe ser ejecutado juicio sobre todas las naciones que sometieron a Israel. Jehová las reúne y las hace bajar al valle de Josafat. Entra en juicio con ellas acerca de su pueblo, de esa heredad a la que ellas dispersaron entre las naciones. El tema del juicio es únicamente el trato que dispensaron a Israel, el pueblo de Dios.

«Repartieron mi tierra; y echaron suertes sobre mi pueblo, y dieron los niños por una ramera, y vendieron las niñas por vino para beber» (v. 2-3).

Tiro, Sidón y Filistea (más tarde Egipto y Edom, v. 19), son diferenciados en el juicio, pues aquí tenemos el juicio general de todas las naciones que se repartieron el país y hollaron a Jerusalén (Lucas 21:24). «Y también, ¿qué tengo yo con vosotras, Tiro y Sidón, y todo el territorio de Filistea? ¿Queréis vengaros de mí? Y si de mí os vengáis, bien pronto haré yo recaer la paga sobre vuestra cabeza. Porque habéis llevado mi plata y mi oro, y mis cosas preciosas y hermosas metisteis en vuestros templos; y vendisteis los hijos de Judá y los hijos de Jerusalén a los hijos de los griegos, para alejarlos de su tierra» (v. 4-6).

Los pueblos nombrados precedentemente habían despojado, robado la heredad de Dios, vendido los hijos de Judá a Grecia [11], para adueñarse de su país, de lo que pertenecía a Jehová. Sufrirán una suerte distinta de la de los demás pueblos, ya que los hijos de Judá los venderán a los sabeos.

[11] Véase también la venta de los hijos de Israel a Edom, por parte de Tiro y los filisteos (Amós 1:6, 9).

Resulta interesante cotejar este pasaje con el de un libro que nada tiene que ver con los escritos inspirados, aunque sí tiene el valor de un documento histórico. Se lee en el primer libro de los Macabeos (cap. 3:38-41): «Lisias escogió a Ptolomeo, hijo de Dorimén, Nicanor y Gorgias, hábiles capitanes y amigos del rey; y mandó con ellos 40.000 hombres de a pie y 7.000 jinetes, para invadir el país de Judá y arruinarlo según orden del rey. Se pusieron en marcha con todas sus tropas, y habiendo entrado en Judea, acamparon cerca de Emaús en la llanura. Cuando los mercaderes del país se enteraron de su llegada, tomaron consigo mucho dinero y oro, como también trabas (maniotas o esposas), y vinieron al campamento de los sirios para comprar como esclavos a los niños de Israel. A este ejército se unieron las tropas de Idumea y las del país de los filisteos».

5.3 - El juicio guerrero de las naciones

El juicio es un juicio guerrero de carácter particular y recuerda, como lo dijimos ya, la victoria de Josafat. Tal como Jehová había hecho oír su voz delante de su ejército (el asirio) cuando se trató de castigar a su pueblo (cap. 2:11), ahora hace oír su voz en los oídos de las naciones para aniquilar su poderío. Obliga a las naciones a presentarse en pie de guerra. Estas creen que siguen sus propios designios y sus móviles políticos, sin sospechar que corren al encuentro del juicio final. Todos los trabajos pacíficos se abandonan y los instrumentos de labranza se convierten en armas de guerra: «Proclamad esto entre las naciones, proclamad guerra, despertad a los valientes, acérquense, vengan todos los hombres de guerra. Forjad espadas de vuestros azadones, lanzas de vuestras hoces; diga el débil: Fuerte soy. Juntaos y venid, naciones todas de alrededor, y congregaos» (v. 9-11). Suben para el combate, para disputarse el débil remanente de Judá y, en realidad, suben contra su Rey, quien ha manifestado su gloria a sus santos al mostrarse a ellos en el monte de los Olivos. Es, en efecto, la escena final. Cualesquiera sean los motivos políticos de los pueblos, todos, los ejércitos del imperio romano de occidente y los ejércitos del norte y del oriente, se juntan para tomar posesión de Jerusalén. Es el conflicto supremo producido por la «cuestión del oriente». ¿Cuál será el resultado de ello? «Haz venir allí, oh Jehová, a tus fuertes» (v. 11).

Se ha querido ver en estos fuertes de Jehová a los ejércitos celestiales. Una vez más, eso sería introducir las escenas del Apocalipsis (cap. 19) en la profecía del Antiguo Testamento, mientras que aquí se trata, no lo dudo, del débil remanente de Judá que rodea a su rey, como en tiempos remotos lo hicieron los «hombres fuertes» de David o como el puñado de «valientes» que rodearon a Josafat en el día de la batalla. Isaías 13:3 nos refiere lo que son y cuál es su carácter: «Yo mandé a mis consagrados, asimismo llamé a mis valientes para mi ira, a los que se alegran con mi gloria». Pero, contrariamente a Josafat y los suyos, aquéllos no son llamados para combatir. Asisten al juicio que Jehová va a ejecutar. Lo mismo ocurrirá con los ejércitos celestiales de Apocalipsis 19; sin embargo, los hombres fuertes del Hijo de David despojaron a las naciones, y les quitaron su botín (2 Crónicas 20:25), o, según Isaías 11:14: «Volarán sobre los hombros de los filisteos al occidente, saquearán también a los de oriente; Edom y Moab les servirán, y los hijos de Amón los obedecerán». Estas naciones habían escapado del asirio en Daniel 11:41. Lo mismo se dice de Edom en Ezequiel 25:14: «Y pondré mi venganza contra Edom en manos de mi pueblo Israel». Y también, en Abdías 15: «Porque cercano está el día de Jehová sobre todas las naciones; como tú (Edom) hiciste se hará contigo; tu recompensa volverá sobre tu cabeza».

El juicio, si bien tiene un carácter guerrero, no es exactamente un combate: «Despiértense las naciones, y suban al valle de Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a todas las naciones de alrededor» (v. 12). El aspecto de esta escena es muy diferente del de la salida del Señor, montado sobre un caballo blanco, con los ejércitos que están en el cielo, juzgando y combatiendo en justicia (Apocalipsis 19:11-14).

El asiento de este juicio, el lugar en donde el Señor está sentado, es Jerusalén y Sion: «Jehová rugirá desde Sion, y dará su voz desde Jerusalén, y temblarán los cielos y la tierra» (v. 16).

A pesar de ciertas analogías, el cuadro que vemos aquí no tiene nada en común con el del juicio de Mateo 25:31-46, el cual es posterior. Allí, «cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones». Hará comparecer y juntará a todas las naciones, pero no para ejecutar sobre ellos un juicio nacional. Será un juicio individual, separando entre las naciones a los buenos de los malos. Se les declarará buenos o malos según la manera en que hayan recibido y tratado a los hermanos del Hijo del hombre, los mensajeros judíos enviados por Él para proclamar el Evangelio del reino y comprometer a las naciones a someterse bajo el cetro del verdadero David. A continuación de la sentencia pronunciada, unos irán al castigo eterno y otros a la vida eterna.

5.4 - La mies y la vendimia

Muy distinta es la escena de Joel. Esta finaliza en la cosecha y la vendimia: «Echad la hoz, porque la mies está ya madura. Venid, descended, porque el lagar está lleno, rebosan las cubas; porque mucha es la maldad de ellos» (v. 13). Estas imágenes se emplean en muchos otros sitios en las Escrituras. El capítulo 14:14-20 del Apocalipsis tiene mucha analogía con lo que se nos dice aquí, pero tiene un alcance mucho más vasto. Allí vemos a alguien semejante al Hijo del hombre, sentado sobre la nube, y haciendo la siega en el momento querido por Dios, siega que comprende a los habitantes de toda la tierra. En Joel lo vemos sentado en Jerusalén, donde tiene su trono, y haciendo afluir las multitudes en el valle del juicio (hebreo: «Charuts»), valle cuya sentencia estaba decretada de antemano. Las naciones vienen para combatir y demuestran así lo que hay en sus corazones contra Cristo y contra su pueblo, ya que lo que concierne a su pueblo, le concierne a Él mismo. Es preciso, para que sean sorprendidas en el acto, que sean encontradas en pie de guerra ante el juicio inexorable, ya que han empleado todos los instrumentos de paz y prosperidad de los pueblos para preparar la guerra. ¿No asistimos ya, en nuestros días, al derroche desenfrenado que lo sacrifica todo para equipar bélicamente a las multitudes?

En Apocalipsis 14, la siega y la vendimia son muy distintas la una de la otra; la primera tiene por objeto a las naciones, y la segunda al Israel apóstata. Aquí no hay nada semejante a eso, aunque para mí no cabe duda de que los judíos apóstatas –el pueblo del anticristo, solidarizado con los gentiles– están comprendidos en su juicio. La siega y la vendimia van juntas en Joel («el lagar está lleno, rebosan las cubas») porque esta escena no se refiere a los pueblos, en su relación con los judíos incrédulos, sino con el remanente de Judá y de Jerusalén cuando sus cautivos son devueltos. La siega viene a ser aquí el juicio de los enemigos de Israel (mediando separación entre la cizaña y el trigo) y la vendimia su exterminio sin misericordia.

Añadamos todavía dos o tres pasajes que se relacionan con el mismo acontecimiento. El Salmo 18:30-45 celebra el juicio de las naciones que fue confiado al Hijo del hombre. El salmo finaliza aludiendo a la aparente sumisión de las naciones a la autoridad del cetro de hierro del Rey. El Salmo 78:65-66 también describe esta escena: Aquel que ha escogido a la tribu de Judá y al monte de Sion como sede de su poder, allí «hirió a sus enemigos por detrás; les dio perpetua afrenta». Zacarías 14:3 parece comprender, además del juicio contra el asirio, el de las naciones que estuvieron en connivencia para oprimir a Israel, pues allí el combate (o pelea) se diferencia de «el día de la batalla». Podríamos multiplicar las citas, pero nos limitaremos a estas.

5.5 - Orden de los acontecimientos relacionados con el día de Jehová y la aparición del Señor

Para resumir todos los pasajes que acabamos de considerar, podemos destacar cuatro acontecimientos que forman parte de este gran todo: el día de Jehová y la manifestación del Señor en su venida gloriosa. Estos acontecimientos son:

1. La destrucción de los ejércitos de la bestia y del falso profeta por la manifestación del Hijo del hombre que sale del cielo con sus ejércitos (Apocalipsis 19).

2. Como consecuencia del apartado 1, la manifestación del Cristo en Jerusalén, sobre el monte de los Olivos, para liberar al remanente judío y aniquilar al asirio (Isaías 31:4-9; Zacarías 14:3-4).

3. El juicio guerrero y colectivo de las naciones que rodean el territorio de Israel y que oprimieron al pueblo de Dios. El remanente de Judá está asociado a este juicio guerrero. (Este, como es general, engloba también a todas las naciones mencionadas en los apartados 1 y 2, pero el todo es considerado desde el punto de vista judío) (Joel 3, Abdías, etc.).

4. El juicio de las naciones –que tiene un carácter individual–, cuando el Hijo del hombre, rodeado por sus ángeles, viene a sentarse en el trono de su gloria. Este juicio solo involucra, de las naciones, a aquellos que rechazaron a los mensajeros del Señor, cuando les anunciaban el Evangelio del reino.

Así como el día de Jehová iba precedido por señales terribles (cap. 2:30-31), parecidas señales acompañan a este día en el valle de Josafat. «El sol y la luna se oscurecerán, y las estrellas retraerán su resplandor» (v. 15).

5.6 - Bendición para Judá y Jerusalén

Después del juicio, «Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel». Entonces le conocerán según las bendiciones del nuevo pacto: «Conoceréis que yo soy Jehová vuestro Dios». En adelante, Él morará en medio de ellos: «Habito en Sion, mi santo monte». «Jerusalén será santa», purificada desde entonces de toda mancha y consagrada a Jehová, y los extranjeros que habían sido instrumentos del juicio de Dios contra su pueblo infiel, ya no pasarán más por la ciudad amada (v. 16-17).

«Sucederá en aquel tiempo, que los montes destilarán mosto, y los collados fluirán leche, y por todos los arroyos de Judá correrán aguas» (v.18). Ahora se puede dar libre curso a la bendición. El valle de Josafat ha venido a ser el valle de Beraca (2 Crónicas 20:26). Por todas partes, en el país de Israel, se esparcen el gozo, la saciedad, las bendiciones espirituales. Desde entonces el pueblo de Jehová no carece de nada. El país vuelve a lo que debió ser en los pensamientos de Dios cuando la gracia abría las fronteras a las doce tribus (Deuteronomio 8:7-10).

«Saldrá una fuente de la casa de Jehová, y regará el valle de Sitim» (v. 18). Es un hecho natural y, al mismo tiempo, un símbolo. (Véase Ezequiel 47:1-12; Zacarías 14:8; Apocalipsis 22:1-2). La bendición divina esparce la vida doquier pasa. Sitim está situada cerca del Jordán de Jericó, en las llanuras de Moab (Números 26:3; 31:12; 33:48-49). Allí habitaba Israel cuando fornicó con las hijas de Moab (Números 25:1). Allí mandó Josué espías para que reconociesen Jericó (Josué 2:1); desde allí también salió el pueblo para pasar el Jordán. Las aguas bajan desde Jerusalén al Arabá, o valle de Sitim, adonde fluye también el Jordán, y llegan hasta el mar Muerto. En Zacarías, las aguas vivas salen de Jerusalén para ir al Mediterráneo por un lado y al mar Muerto por el otro. Aquí, una fuente sale del templo, establecido sobre el monte de Sion, y riega el valle que se extiende más allá del Jordán. En Ezequiel, las aguas bajan a la llanura (de Sitim) hacia oriente, y llegan hasta el mar Muerto para sanarlo. El territorio de Edom –el monte de Seir que domina esta escena otrora desolada– será testigo de la abundancia de las bendiciones esparcidas sobre este pueblo, cuya sangre Edom derramó en su violento odio y su rabia destructora. Todos los profetas nos anuncian que Edom no obtendrá ninguna remisión en el día de la venganza (véase Abdías).

En adelante, la escena de la bendición se establece para siempre, pero en Joel solo abarca, como lo hemos señalado varias veces, a Judá y Jerusalén. «Judá (en contraste con Edom, el que será «un desierto asolado») será habitada para siempre, y Jerusalén por generación y generación». Y Dios añade: «Y limpiaré la sangre de los que no había limpiado; y Jehová morará en Sion» (v. 21).

El hecho de «limpiar la sangre» seguramente se menciona porque esta escena está restringida a Judá y Jerusalén, pues pienso que se trata aquí de la sangre del Cristo, cuya culpa cae sobre Jerusalén y Judá, tal como la sangre inocente del pueblo caía sobre Edom, el que la había derramado (v. 19). Desde entonces el pueblo de Dios queda purificado de ella y Jehová puede morar en paz en medio de ellos en el monte de la gracia real. La sangre de la cual Jerusalén se hizo culpable al inmolar al Santo y Justo ha venido a ser la sangre propiciatoria por la cual la falta de ella queda expiada por siempre jamás y sus moradores, reconciliados con Dios, habitarán de generación en generación en torno a su Rey glorioso, el mismo que escogió a Sion y la deseó para que fuese su morada. «Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido» (Salmo 132:13-14).

¿No es notable ver cómo con las últimas palabras del libro se revela el motivo de todos los designios de Dios respecto de su pueblo? El ultraje inferido a su Hijo único –que descendió a la tierra para quitar el pecado del mundo–, la crucifixión del Rey de ellos ha sido la causa de los terribles castigos que Dios les infligió, pero el propio pecado de ellos, el crimen por el cual derramaron la sangre del Cordero de Dios, es el medio empleado para purificarlos y redimirlos, para reconciliar todas las cosas con Dios y establecer en la tierra un reino de justicia y de paz. ¡Qué gracia maravillosa! ¡Dios se vale del odio de Satanás y del crimen del hombre para introducir el reino de Cristo y nuestra bendición eterna! ¡A él sea la gloria por los siglos de los siglos!