Estudios sobre el libro de Josué


person Autor: Henri ROSSIER 49

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1 - Capítulo 1: Introducción

El libro de Josué nos presenta, en figura, el tema de la Epístola a los Efesios, en el Nuevo Testamento. La travesía del desierto había llegado a su término. Para la congregación de Israel se trataba de pasar el río Jordán bajo la conducción de un nuevo guía, y luego tomar posesión del país que Dios había prometido, desposeyendo a los enemigos que lo ocupaban. En cuanto a lo que nos concierne, nosotros cristianos, la Canaán nuestra son los lugares celestiales donde ya entramos mediante el poder del Espíritu de Dios quien nos une a un Cristo muerto y resucitado, y que nos hizo sentar en él en la gloria; gozando por anticipación de esta gloria que Jesús se adquirió, y en la cual nos quiere introducir y que pronto tendremos con él. Pero, en espera de esto, hemos de luchar, librando el combate de la fe contra las potestades espirituales que nos disputan el libre goce de estos bienes celestiales que por Cristo son nuestros, para apropiarnos cada pulgada de terreno que Dios nos dio en heredad.

La diferencia entre el tipo y la realidad consiste en que Israel había terminado su marcha en el desierto en el momento en que entraba en Canaán; mientras que para nosotros el desierto y Canaán subsisten juntos. La bendición es más extensa. Si el desierto nos enseña que tenemos necesidad de ser afligidos y probados para que conozcamos lo que hay en nuestros corazones (Deut. 8:2), como respuesta a nuestras debilidades, hacemos la deliciosa experiencia de los recursos divinos en medio de esta tierra sedienta y sin agua: abriendo Dios su mano para nutrirnos del maná, para desalterarnos del agua de la Roca, y hacernos probar los recursos inagotables de su gracia, pues nada faltó a su pueblo: «Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años» (Deut. 8:4). Pero por otra parte nos encontramos al mismo tiempo, si no es en el mismo momento, en los verdes pastos y en las aguas apacibles de una rica comarca de la cual probamos las primicias; sentándonos en paz a la mesa aderezada allende el río Jordán y saboreando los manjares de esta mesa, gozando de un Cristo celestial sentado en la gloria, a la diestra de Dios.

1.1 - El conductor

En el momento en que comienza esa nueva etapa de la historia de Israel, Josué está llamado a tomar la conducción del pueblo. Este hombre digno de nuestra atención aparece por primera vez en Éxodo capítulo 17, cuando el combate contra Amalec, y esta aparición nos otorga la clave de su carácter típico. Mientras que Moisés, tipo en esta circunstancia de la autoridad divina íntimamente asociada al sacerdocio celestial y a la justicia de Cristo, estaba en la cumbre del monte durante el combate, había abajo, en el campo de batalla, un hombre asociado al pueblo, quien le encabeza, un hombre «en el cual hay Espíritu», como dijo Jehová a Moisés (Núm. 27:18), dirigiendo la batalla de Jehová. Este Josué, es Cristo; pero Cristo en nosotros y en medio de nosotros, por medio del poder del Espíritu Santo.

A partir de entonces, como Moisés había sido el conductor inseparable de Israel en el desierto, así será también Josué, conductor inseparable de Israel en Canaán. De este último es dicho: un varón… «que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor… y pondrás de tu dignidad sobre él, para que toda la congregación de los hijos de Israel le obedezca» (Núm. 27:16-17, 20).

1.2 - El país y sus límites

En el versículo 2 se hace mención del Jordán, barrera que separaba de la tierra prometida al pueblo. Para entrar en Canaán, había que franquearlo bajo la conducción de Josué. La heredad de Canaán era un puro don de la gracia de Dios: «la tierra que yo les doy a los hijos de Israel…». Era de ellos de parte de Jehová, pero se trataba para el pueblo, no solamente de posesión, sino de adueñarse de la posesión: «Yo os he entregado… todo lugar que pisare la planta de vuestro pie» (v. 3).

Nosotros también, espiritualmente tenemos todas estas cosas. La pura gracia de Dios nos ha dado el cielo, pero no podemos entrar allí sin haber pasado primeramente a través de la muerte y la resurrección con Cristo y por el poder de su Espíritu. Es, finalmente, ocupándonos de estas cosas, entrando de una manera diligente y personal, que nos apropiaremos cada una de nuestras bendiciones, de las cuales probaremos la realidad celestial. En una palabra, el cristiano debe apropiárselas por medio de la fe para poder gozar de ellas, de lo contrario se asemejaría a un pobre rey enfermo, viviendo en el extranjero, y que nunca hubiere transitado en sus propios dominios.

En el versículo 5 encontramos otro punto importante que caracteriza al país. El enemigo se encuentra en él; hay obstáculos y por doquier pondremos el pie, surgirá un adversario. Vemos claramente aquí, como se ha observado a menudo, que Canaán no es el cielo como lo encontraremos cuando de hecho iremos allí; pero el cielo donde se encuentra el enemigo, el cielo, escena del combate actual del cristiano.

Pero, ¡preciosa promesa!, la misma que fue dada a Josué: «nadie te podrá hacer frente» dice Jehová a Josué «todos los días de tu vida», es decir hasta que Él haya establecido al pueblo en posesión definitiva del país. Y ¡qué seguridad para el pueblo en esta promesa! Apenas –dice Dios– encontrarás al enemigo sobre tu camino, él se dispersará… ¡Victoria! –podía exclamar Israel– el enemigo no nos puede hacer frente… ¡Pobre Israel, pronto lo verás ante la ciudad de Hai! No eres más que un juguete para el poder de Satanás, no hay fuerza en ti para resistirle. Tu fuerza está en Cristo: «nadie te podrá hacer frente…» había dicho Jehová a Josué, mientras que la promesa era hecha al pueblo, en el versículo 3: «Yo os he entregado… todo lugar».

Observad este otro punto: en el versículo 4, Dios les da la descripción exacta de los límites de Canaán. ¿Cuáles son esos límites? Tan extensos que Israel nunca los alcanzará; sino cuando la gloria del reino del Milenio se los dé. Igualmente es para nosotros. Los lugares celestiales son nuestra conquista actual, por doquier se pone nuestro pie; pero ¿podremos medir la extensión de nuestra heredad? «En parte conocemos» ahora, pero el día viene cuando: «lo que es en parte se acabará… ahora conozco en parte; pero entonces conoceré perfectamente, como fui conocido» (1 Cor. 13:9-10, 12).

Los límites del país consistían en un gran desierto, una gran montaña, un gran río y un gran mar. He aquí pues lo que se hallaba fuera de ese fértil país, y a lo cual el pueblo no podía ni debía poner su pie; ¿no descubrimos allí al mundo con todos sus caracteres morales? su aridez: el desierto; su poder: la montaña; su prosperidad: el río; su agitación: el mar. En cuanto a la aridez del desierto, Israel acababa de atravesarla haciendo la experiencia que no había allí ningún recurso para él; y que solo el pan del cielo lo podía sostener a través de esas soledades. Tales son, amados lectores, los caracteres de las cosas que no nos pertenecen. Pero para nosotros es Canaán, el cielo; Canaán con sus combates sin duda, pero con sus victorias; Canaán con «Josué» y con el «Ángel de Jehová»; Canaán con el goce apacible de posesiones infinitas, resumiéndose y concentrándose todas alrededor y en la persona de Cristo resucitado, sentado en la gloria.

1.3 - Cualidades morales necesarias para entrar en Canaán

En el versículo 6 encontramos la energía espiritual, lo que el apóstol Pedro llama «la virtud». La fe les daba la seguridad de poner por doquier la planta de su pie, pero la virtud debía serle añadida. Notad todavía que esta virtud no tiene su fuente en nosotros, sino en Josué para Israel, y para nosotros está en Cristo: «Esfuérzate y sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos». «Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas… Irán de poder en poder» (Sal. 84:5, 7). Este principio es de mucha importancia. ¡Cuántos cristianos buscan su capacidad espiritual en sí mismos, creyéndose fuertes para el combate! Su búsqueda, si no los conduce al desaliento, no termina sino en el contentamiento de sí mismos, lo que no es mejor. La fuerza no está ahí sino en Cristo, en Cristo por nosotros. ¿Y por qué él nos la quiere dar? ¿Acaso para engrandecernos a nuestros propios ojos o gloriarnos de ella? Lejos de esto. Es para conducirnos en el camino de la obediencia (v. 7). Son los niños los que aprenden a obedecer. La fortaleza que proviene de Dios nos vuelve pequeños, hace al hombre nulo para que la potestad de Cristo sea ensalzada. De esta verdad tenemos un hermoso ejemplo en el capítulo 6 del libro de los Jueces. «El Ángel de Jehová se le apareció, y le dijo: Jehová está contigo, varón esforzado y valiente». Estas dos cosas van íntimamente ligadas. «Ve con esta tu fuerza» le dice Jehová mirándolo. Inmediatamente es consciente de su debilidad: «Ah, señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre». Y Jehová le dijo: «Ciertamente yo estaré contigo» (v. 12-16).

La obediencia se guía siempre por la Palabra de Dios. Dios da la fuerza a Josué, para «cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó». Pero, con la energía espiritual necesaria para obedecer, hace falta más. Él añade en el versículo 8: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito». Junto con la energía divina, un cuidado diligente es necesario para apropiarse los pensamientos de Dios. Él le dice: la meditarás con el fin de obedecerla. ¿Es este nuestro propósito, cuando estudiamos la Palabra? A menudo amamos a leerla para instruirnos, y la instrucción es buena; otras veces para enseñar a los otros, algo excelente en su lugar; pero, lo repito, ¿la leemos habitualmente con el propósito de obedecerle? Si así fuera, ¡cómo cambiaría el curso de nuestra vida cristiana!

Nuestro texto agrega todavía: «de día y de noche meditarás en él». Hay cristianos que leen un capítulo de su Biblia todas las mañanas (quizás ¡ah! un versículo) como una forma de amuleto que debe guardarlos durante el día. ¿Es esto meditar la Palabra de Dios día y noche? ¿Y nuestras ocupaciones? diréis vosotros. Pero, preguntamos: ¿os nutrís de la porción de Dios a través de vuestras ocupaciones diarias para alegría de vuestras almas y guiaros en el camino de Cristo? Este es el medio de prosperar en el camino, y que todo salga bien (v. 8).

El versículo 9 nos proporciona una última regla de conducta: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente». ¡Qué poder nos da la certeza del pensamiento de Dios! Toda indecisión en la marcha, todo sobresalto, todo temor delante del enemigo, desaparecen. Satanás nada puede contra nosotros. ¿No es Dios quien nos ha ordenado? Tales son los principios que deben gobernar el corazón para gozar de los bienes celestiales y librar los combates de Jehová. Así pues, antes que Israel diera un solo paso en la tierra prometida, Dios establece los principios de su lucha en el comienzo del libro de Josué, entregando a los luchadores, bruñidas armas con que obtendrán la victoria.

1.4 - Los que entran en Canaán

Después de habernos presentado el conductor, el país y las cualidades morales necesarias para entrar, la Escritura (v. 10-18) nos habla también de los que son llamados a tomar posesión. Es el pueblo, pero también los rubenitas, los gaditas y la media tribu de Manasés.

Estas dos tribus y media no rehusaron entrar en el país de la promesa como lo había hecho la generación precedente, cuando los espías habían hecho desmayar el corazón del pueblo (Núm. 13 y 14). Los combatientes de Rubén, Gad, y la mitad de Manasés, se asocian a sus hermanos que van a cruzar el río Jordán, hallándose en las primeras filas para combatir, pero no para entrar en posesión del país. Su territorio estaba de este lado del Jordán. Lo que les había hecho elegir, eran sus circunstancias; tenían mucho ganado; el territorio era apropiado a mantener su ganado, se adaptaba a esas circunstancias (Núm. 32:1). Ahora bien, podríamos comparar la posición de estas dos tribus y media con la de una multitud de verdaderos cristianos; y se podría decir hoy que son más bien las nueve tribus y media que han elegido sus dominios entre el desierto y el Jordán. Para la mayor parte de los creyentes, lo que condiciona su vida cristiana son las circunstancias y las necesidades de cada día, la abundancia o la escasez, los pastos para sus rebaños o las ciudades para sus familias (Núm. 32:16). Sin embargo, no les falta fe a estos cristianos; al contrario, hacen la experiencia que el Señor se interesa a todas sus circunstancias, se adapta; y que lo hace él, que descendió para traer la bendición divina a esta tierra. No tienen un cristianismo mundano, sino terrenal.

Israel ofrece un tipo de cristianismo mundano, cuando rehusó subir a la montaña de los amorreos. «¿No nos sería mejor volvernos a Egipto? Y decían el uno al otro: Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto» (Núm. 14:3-4), por eso sus cuerpos cayeron en el desierto. Las dos tribus y media son el tipo de aquellos que rebajan el cristianismo a una vida de fe que se adapta a las circunstancias terrenales que atraviesan, de aquellos que hacen su estandarte de estas últimas. «Tenían una muy inmensa muchedumbre de ganado» (Núm. 32:1). Moisés primeramente se indigna, pero después los soporta, viendo que, si su fe era débil, no obstante, era la fe, y que esas tendencias terrenales no les separaba de sus hermanos.

Amados lectores, esta tendencia a rebajar el cristianismo, como doctrina, se ostenta con complacencia en el día de hoy. Con mucha pretensión a un poder espiritual, poco se conoce de un Cristo en el cual se confía para los detalles pequeños o grandes de la vida diaria. Se conoce a Cristo como Pastor; podemos decir: «Tu vara y tu cayado me infundirán aliento» (Sal. 23:4); pero, incluso bajo ese carácter, ¡cuán poco se aprecia la infinidad de sus recursos! Si nos conduce a través de este mundo, no es ahí que él nos hace descansar. «Los delicados pastos» y «las aguas de reposo» (Sal. 23:2); no son ni la hierba, ni las majadas, ni las ciudades del país de Galaad, sino los abundantes pastos del país de la promesa.

Es de suma importancia confiarnos en Cristo para todos los detalles de nuestra vida, y que Dios nos guarde aminorar esta confianza en los santos; pero, ¡saboreemos ya la felicidad de entrar donde está Cristo glorificado, de ser tirados fuera del mundo, arrancados a esta escena, para ser introducidos, muertos y resucitados con él, en la Canaán celestial! Ahí no es el «mucho ganado» que es el motivo del andar; es necesario, no de arreglar su vida más o menos fielmente con arreglo a lo que se posee; pero, habiendo dejado atrás todo –sí mismo con los «negocios de la vida» (2 Tim. 2:4)– en el fondo del río de la muerte, se trata de combatir para tomar posesión de todos nuestros privilegios en Cristo, de concretizarlos por la fe, y de gozar de ellos por medio del poder del Espíritu Santo.

Notemos bien que hace falta, de grado o por fuerza, que todos pasen el Jordán. Nuestros hermanos combaten con nosotros contra la incredulidad, contra el poder de Satanás quien despliega su eficacia en el mundo; pero la muerte y la resurrección no es para ellos más que un dicho (ella lo es para todos), no una realidad. Hace falta que el alma lo comprenda para poder tomar posesión del país.

2 - Capítulo 2: Rahab

En la segunda parte del capítulo 1, hemos visto dos clases de personas llamadas a cruzar el río Jordán para entrar en el país de la promesa, tipo de los lugares celestiales: el pueblo y las dos tribus y media de quienes el carácter moral no está a la altura de su llamamiento, pero que toman parte al combate para asegurar a Israel la posesión de su heredad. Rahab y su casa nos presentan una tercera clase de personas: los gentiles, participando por la fe, en común con el antiguo pueblo de Dios, al goce de las promesas de Israel. Rahab la ramera era pagana; por su nacimiento pertenecía a esta vasta clase de personas a la cual se refiere la Epístola a los Efesios: «Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en la carne, que erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión (hecha a mano en la carne), estabais entonces separados de Cristo, sin derecho de ciudadanía de Israel, extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (2:11-12); además, entre estos mismos gentiles Rahab era una mujer de degradada condición.

Pero la Palabra de Dios había llegado a ella: «hemos oído…» dice a los espías; las noticias oídas encerraban el juicio para los incrédulos, pero traía la gracia y la salvación para los que creían. La fe en este mensaje, oído antes que los espías llegasen a su puerta, puso inmediatamente la conciencia de Rahab bajo el peso del juicio: «Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón» (v. 11). Como su pueblo, ella también está atemorizada; pero mientras que no hay más aliento en hombre alguno, este temor ha sido para ella que creyó, el principio de la sabiduría: porque es el temor de Jehová. Este temor la hace mirar a Dios. Inmediatamente adquiere una convicción («Sé» v. 9), y es que ese Dios es un Dios de gracia para su pueblo. Ella buscará, pues, su remedio en ese Dios que es el recurso de los suyos. La fe no es la imaginación humana que hace deducciones o que ve las cosas bajo la forma que se le antoja. No arguye sus conclusiones sobre posibilidades o probabilidades; ella dice simplemente: «yo sé», porque he oído lo que Dios ha hecho.

Rahab mira hacia Dios. Ella está bajo la amenaza del juicio, pero ella ve que Dios se interesa por Su pueblo. Ella se dice: Para que Dios me sea favorable, hace falta que yo esté con ese pueblo. Por eso, cuando los espías se presentan a su puerta, ella los recibe «en paz» (Hebr. 11:31); y mientras que el mundo los busca por todos lados para deshacerse del testimonio de Dios, ella los estima y los esconde con seguridad, pues estos son para ella el medio empleado por Dios para hacerla escapar del futuro juicio. De la conservación de ellos depende su liberación; no solamente ella cree en el Dios de Israel, sino que, como alguien lo ha dicho, “ella se identifica con el Israel de Dios”. Su fe recibe una recompensa inmediata. No tiene necesidad, para adquirir la certidumbre, de ver a Jericó rodeada por el ejército de Jehová. Esto no sería la fe. Esta es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve (Hebr. 11:1). Observad cuán completa y digna de Dios es la respuesta. Ella había dicho: «Os ruego… me juréis… que libraréis nuestras vidas de la muerte» (v. 12-13). Los mensajeros responden: «Nuestra vida responderá por la vuestra» (v. 14). Su fe encuentra en otros (nosotros en Cristo) el garante por medio de la substitución de que la muerte no se les acercará.

Esto no es todo: un delgado cordón de grana, símbolo sin apariencia de la muerte de un ser que habría podido decir: «mas yo soy gusano, y no hombre…» (Salmo 22:6) [1], basta a la fe de Rahab, como garantía y salvaguardia. Como la sangre del cordero pascual puesta sobre los postes y el dintel de las casas alejó el juicio del ángel exterminador, el cordón de grana atado en la ventana de una casa que estaba «en el muro» va a proteger a todos los que allí se habían reunido, cuando el mismo muro se desplomará al sonido de las trompetas de Jehová.

[1] La palabra «grana» o «carmesí» significa «escarlata de gusano».

Agreguemos todavía que los dos mensajeros de Josué son los fiadores vivos de que la muerte es la salvaguardia de Rahab. Como igualmente lo es para nosotros Cristo: es el testigo vivo ante Dios de la eficacia perfecta, en redención, de su sangre vertida en la cruz por nosotros. «Ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención» (Hebr. 9:12).

Amado lector, ¡qué bella fe aquella de Rahab! Ella no espera, según la recomendación de los espías, a que el pueblo entre en el país (v. 18), para atar el cordón de grana a la ventana; apenas los espías se han ido, ella se apresura a ponerlo. Ella da testimonio de lo que ha creído; su fe es diligente, a partir de entonces se manifiesta altamente; desde la ventana proclama a Cristo, y la eficacia de su obra para salvar a la más miserable de las pecadoras.

En fin, Rahab no es solamente un ejemplo de fe, sino el de las obras de la fe. «También Rahab, la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando acogió a los mensajeros y los envió por otro camino?» (Sant. 2:25). Es imposible que la fe sea sin obras. Sabemos que hay obras muertas, estas no son producto de la fe; y hay una fe muerta, aquella que no produce obras. Pero las obras de Rahab no son mas que el fruto de la fe. Ofrecer a su hijo en holocausto como lo hizo Abraham, traicionar su patria como Rahab, quebrar un vaso de alabastro para dilapidar su único bien, un perfume de gran precio, como María, son actos que el sentido humano condena, por los cuales el mundo censura y castiga a sus autores; pero Dios los aprueba, porque el móvil de ellos ha sido la fe, una fe que todo lo sacrifica por Dios, y que todo abandona por su pueblo.

Rahab ha encontrado su recompensa: un lugar de honor le ha sido reservado entre aquellas que, en el pueblo terrestre de Dios, forman la genealogía del Mesías (Mat. 1:5).

3 - Capítulo 3: El Jordán

Los dos capítulos anteriores que podríamos llamar preliminares, nos han llevado al cuerpo, es decir la parte principal del relato. Para entrar en Canaán, hacía falta que Israel cruzara el río Jordán. ¿Qué es pues, el Jordán? Hasta el punto donde hemos llegado con nuestro relato, la salvación del pueblo desde Egipto es caracterizada por dos grandes acontecimientos: la Pascua y el mar Rojo. Para comprender el alcance espiritual del tercer gran acontecimiento, es decir el paso del Jordán, es necesario entender los dos primeros. Cada uno de estos tres hechos nos presenta un aspecto de la cruz de Cristo; pero la cruz encierra una riqueza tan infinita que todos los símbolos y figuras del Antiguo Testamento no alcanzan a presentar toda su profundidad y extensión.

En la Pascua hallamos la cruz de Cristo que nos pone al abrigo del juicio de Dios: «Yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto» (Éx. 12:12). El mismo Israel no podía estar protegido que por medio de la sangre del cordero pascual, puesta entre el pueblo pecador y un Dios juez quien estaba contra él. Es la expiación. La sangre detiene a Dios, por así decirlo, lo deja fuera y de esta forma nos pone en seguridad dentro: «veré la sangre y pasaré de vosotros» (v. 13). No olvidemos nunca que es el amor de Dios que ha provisto el único sacrificio capaz de encontrar su propio juicio. De esta manera el amor dispensa al pueblo el cual, de sí mismo, no habría podido evitar al Juez, como tampoco lo pudieron los egipcios.

La Pascua nos enseña otra verdad todavía. La sangre derramada era la de un cordero cuya carne había sido asada al fuego, tipo de Cristo quien ha padecido de la manera más completa, exteriormente y en las profundidades infinitas de su alma, el juicio de Dios, en nuestro favor y lugar. Mientras la sangre protege al que se cobija bajo su eficacia, Él es el alimento para su corazón: se alimentaban de un Cristo muerto, con el sentimiento profundo de la amargura del pecado (las hierbas amargas), pero de un pecado absolutamente expiado.

En el mar Rojo encontramos un segundo aspecto de la cruz de Cristo: la redención: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste» (Éx. 15:13). Así pues, si nos libera y nos rescata, ¿Dios está en favor nuestro, en vez de estar contra nosotros? En efecto, él dice: «Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos» (Éx. 14:14). La Pascua detenía a Dios como juez y ponía a Israel en seguridad; en el mar Rojo, Dios interviene como Salvador (Éx. 15:2) en favor, de su pueblo. Este no tiene otra cosa que hacer que asistir a la liberación. «Estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros» (Éx. 14:13). En la redención, Dios interviene a favor de Israel enfrentando, por así decirlo, sí mismo a los enemigos que están en contra de su pueblo, y contra los cuales estábamos sin fuerza. ¡En este momento solemne, qué terrible y crítica situación aquella del pueblo de Dios! el enemigo volvía por su presa, perseguía a Israel, la espada a la cintura, arrinconándolo contra un Mar infranqueable. Así es para el pecador. El poder de Satanás lo empuja hacia la muerte, y la muerte es el juicio de Dios: «Está reservado a los hombres morir una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebr. 9:27). Ahora bien, es necesario que el alma tenga que vérselas con este último, tarde o temprano, directa y personalmente, debe estar colocada en contacto inmediato con la muerte, cual expresión del juicio de Dios. El pecador no tiene medios para escapar. El pueblo no tiene armas para luchar contra el enemigo y está sin recursos frente al poder de la muerte. Es en esta situación extrema que Dios interviene. La vara de su autoridad judicial, en la mano de Moisés, se extiende, no sobre Israel, sino a su favor sobre el mar. En vez de ser un abismo, la muerte se torna en un camino. La pueden atravesar en seco; camino nuevo, hora solemne, cuando todo un pueblo pasaba entre aquellas murallas líquidas levantadas a derecha y a izquierda bajo la acción del «recio viento oriental» (Éx. 14:21), entre aquellas masas imponentes que, en vez de engullirlos, les formaban una protección. La solemnidad de esas horas permaneció grabada en el recuerdo de todos y para siempre, mientras que su horror desapareció por la eternidad. Hallamos en esta escena el tipo de muerte y del juicio sufrido por otro. Por nosotros el Señor Jesús se presentó. «Me echaste a lo profundo, en medio de los mares, y me rodeó la corriente; todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí… las aguas me rodearon hasta el alma, me rodeó el abismo» (Jon. 2:4, 6). Este terror de la muerte, Cristo lo soportó completamente, y solo lo ha sentido en las profundidades infinitas de su alma santa:

Tu mirada infinita, del abismo sondeó la inmensidad
Y tu corazón infinito, en ese momento singular,
El peso de nuestro castigo llevó durante la eternidad.

Sí, el pueblo atraviesa el mar a pie firme. El juicio divino nada halló que juzgar en él, porque se agotó en la muerte y por nosotros sobre la persona de Cristo en la cruz.

Pasa sano y salvo a la orilla opuesta, donde hallamos la figura, no solamente de la muerte, sino también de la resurrección de Cristo por nosotros.

Es la enseñanza que nos presenta el mar Rojo. El ejército adversario ha hallado su destrucción y su tumba donde los rescatados hallaron un camino. Todo espanto ha pasado; podemos estar en paz sobre la otra orilla, en el poder de una vida de resurrección que ha atravesado la muerte. Es la fe la que nos da de participar a esta bendición.

«Por la fe atravesaron el mar Rojo como a través de tierra seca; mientras que, cuando los egipcios intentaron hacerlo, perecieron ahogados» (Hebr. 11:29). Mientras la fe atraviesa la muerte, el mundo que lo intenta por su propio poder encuentra el juicio divino y será engullido.

Después de haber considerado la significación del mar Rojo, como tipo de la muerte y resurrección de Cristo por nosotros, preguntémonos cuál es la extensión de la liberación operada a favor del pueblo. Esa liberación es la salvación, sencilla palabra, pero tiene para nuestro corazón, una perspectiva inigualable. En la salvación hay un lado negativo y un lado positivo. El primero es la destrucción del enemigo, de todo su poder y de todas las consecuencias de ese poder. La gracia, en la persona de Cristo, por medio de la muerte, ha entrado en lugar nuestro. Es «la gracia de Dios» que se ha manifestado para salvación (Tito 2:11). De esta manera, el poder de Satanás, el mundo, el pecado, la muerte, la ira y el juicio son vencidos, anonadados para la fe en la cruz de Cristo. Pero esta bendita obra nos da una bendición positiva: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada» (Éx. 15:13). «Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí» (Éx. 19:4). «Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). «Porque por él, los unos y los otros tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18). ¡Bendición infinita! El pueblo escapado de la muerte, salvado de la esclavitud, llevado por un camino nuevo y vivo en la presencia misma de Dios, de un Dios que, para nosotros cristianos, es el Padre. «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). ¡Entonemos con Israel, pero con una nota más elevada, el cántico de la liberación! Ya no más separación, no más distancia, se alcanzó la meta; la meta es el mismo Dios, aquel que, por medio del Espíritu, llamamos: «¡Abba, Padre!». En toda esta obra, ¿cuál era la actuación de Israel y cuál es la nuestra? Absolutamente nula. La salvación nos es traída por la libre gracia de un Dios que no exige, que no reivindica sus derechos sobre nosotros, pero que halla su satisfacción en ser un dador soberano, un dador eterno.

Volvamos al Jordán. La expiación fue realizada en la Pascua; en el Mar Rojo la redención fue cumplida, la salvación adquirida; pero se trata aquí de otra cosa. Es necesario que el pueblo adquiera el estado propicio para entrar en posesión del país de Canaán.

Entre el mar Rojo y el Jordán Israel había atravesado el desierto. Este viaje consta de dos partes distintas. En la primera, hasta el monte Sinaí, era la gracia la que conducía al pueblo, la misma que lo había rescatado de Egipto; comprobando por ella, a través de todas sus debilidades, los recursos de Cristo. En la segunda parte del viaje, o sea desde el Sinaí, Israel se encuentra bajo el régimen de la Ley. Es entonces cuando el pueblo es probado «para saber lo que hay» en su corazón. La prueba demostró el estado carnal de Israel, vendido al pecado; no teniendo en él ninguna fuerza; que su propia voluntad era enemistad contra Dios, que rehusaba obedecer a su ley y se rebelaba positivamente cuando se trataba de ocupar «el monte del amorreo» para entrar en posesión de las promesas (Deut. 1:43). El estado moral de Israel era un obstáculo absoluto que le cerraba el paso hacia Canaán. Cuando llega al fin de sus experiencias en el desierto, he aquí el Jordán, un río desbordante que se opone al avance del pueblo. El mar Rojo les había impedido salir de Egipto, el Jordán les impide entrar en Canaán. Intentar cruzarlo, es el fin del pueblo; es ser engullido en él. Encontramos aquí, en las aguas del Jordán, un nuevo tipo de la muerte. Es el fin del hombre en la carne, y al mismo tiempo el fin del poder de Satanás. ¿Cómo podríamos resistirle, nosotros, que no tenemos fuerza alguna? Ella nos separa a jamás del goce de las promesas. «¡Soy un hombre miserable! ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte? (Rom. 7:24). Pero la gracia de Dios ha proveído. El arca de Jehová conducirá al pueblo; no solamente le hará conocer el camino por el cual debe andar, «por cuanto vosotros no habéis pasado antes de ahora por este camino» (3:4); mas el arca asociará a ella al pueblo para atravesarlo. Los sacerdotes, representantes del pueblo, debían cargar sobre ellos el arca del pacto y pasar delante de Israel (v. 6). Era bien el arca del pacto del Señor de toda la tierra la que debía pasar delante de ellos (v. 11), a través del Jordán, pero no sin ellos. El arca guardaba su preeminencia: «Entre vosotros y ella haya distancia como de dos mil codos» [2] (v. 4); pero los ojos del pueblo fijos en ella (v. 3) apercibían al mismo tiempo a los sacerdotes de la raza de Leví que la llevaban. Enseguida que las plantas de los pies de los sacerdotes se asentaron en las aguas del Jordán, las aguas de este fueron «divididas», y su curso suspendido. Una potestad se encontraba ahí, victoriosa del poder de la muerte, asociando a Israel a su victoria.

[2] Algo más de un kilómetro

Querido lector, si aconteció de esta manera para con Israel, con cuanta más razón para con nosotros. Todo lo que éramos en la carne ha hallado su fin en la cruz de Cristo. Podemos decir: Estoy muerto al pecado, muerto a la ley; estoy crucificado con Cristo (Rom. 6:11; Gál. 2:19-20). Mis ojos fijos sobre el arca, sobre Cristo, ven terminar allí, en él, en medio del río de la muerte, mi personalidad como hijo de Adán; pero en él también, una potestad victoriosa, que ahora es mía, me introduce en la vida de resurrección de Cristo, allende la muerte, en pleno goce de las cosas que esta nueva vida posee. «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Es verdad que la muerte no está todavía sorbida en victoria. «Y aconteció que cuando los sacerdotes que llevaban el arca del pacto de Jehová subieron de en medio del Jordán… las aguas del Jordán se volvieron a su lugar, corriendo como antes sobre todos sus bordes» (Josué 4:18). Pero cuando «esto mortal se revestida de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que ha sido escrita: La muerte ha sido sorbida por la victoria» (1 Cor. 15:54). Entonces la posición de Cristo, más allá de todo aquello que puede retenernos, vendrá a ser la nuestra en cuanto a nuestros cuerpos. Pero antes del cumplimiento de estas cosas, ya podemos exclamar: ¡«Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo»! (1 Cor. 15:57).

En el Jordán hallamos pues la muerte a lo que somos por naturaleza adámica, y el comienzo de un nuevo estado en el poder de la vida de resurrección con Cristo, con quien somos resucitados. Esta muerte y resurrección nos introduce actualmente en todas las bendiciones celestiales. Lo que acabamos de decir, nos explica por qué no encontramos en las orillas del Jordán ningún enemigo acosando a Israel, como los había habido antes de pasar el mar Rojo. En el Jordán, los israelitas no son perseguidos ni por Faraón, ni por su ejército; pero van a tener que combatir a un enemigo que se encuentra delante de ellos, los cuales entran en escena después que aquellos atraviesen el río.

Ahora van a entrar en una serie de nuevas experiencias. La del desierto del Sinaí, era la experiencia del viejo hombre, del pecado en la carne; llega después, en tipo, la del Jordán, el conocimiento adquirido por la fe que fuimos transportados de nuestra asociación adámica a una nueva asociación con Cristo muerto y resucitado; por fin, en Canaán, encontramos las experiencias del nuevo hombre, no sin debilidades ni caídas si no velamos, pero con una potestad a nuestra disposición, de la cual siempre podemos usar, para ser «poderosos en batallas» (Hebr. 11:34), o para oponernos a las sutiles astucias del enemigo.

4 - Capítulo 4

4.1 - Las doce piedras en Gilgal

Hemos visto en el capítulo precedente, que la fe en Cristo nos enseñaba (después de una experiencia con frecuencia tan larga como los cuarenta años del desierto para Israel) la liberación de nuestro antiguo estado y nuestra introducción en un nuevo estado en Cristo.

Dios quiere que tengamos constantemente bajo nuestros ojos, el memorial de la victoria que se acaba de obtener: «Jehová habló a Josué, diciendo: …Tomad de aquí de en medio del Jordán, del lugar donde están firmes los pies de los sacerdotes, doce piedras, las cuales pasaréis con vosotros, y levantadlas en el lugar donde habéis de pasar la noche» (v. 1, 3); y este lugar fue Gilgal. ¿Qué significan estas doce piedras? Representan las doce tribus de Israel, rescatadas de la muerte por medio del arca que había penetrado allí, en el lugar mismo de donde fueron arrancadas, además el arca había detenido el curso de las impetuosas aguas para que Israel franqueara el río. Tal es el doble aspecto de la obra de Cristo a nuestro favor: arrancados de la muerte, la franqueamos también «llevados sobre alas de águila» para penetrar en nuestra Canaán celestial. Estas piedras fueron alzadas cual un monumento a la entrada de la tierra prometida, en Gilgal, lugar donde el pueblo tendrá que volver siempre, para ser una señal destinada a recordar a las generaciones futuras el paso del río Jordán: «Estas piedras servirán de monumento conmemorativo a los hijos de Israel para siempre» (v. 7).

Como Israel en otro tiempo, somos los trofeos de la victoria obtenida sobre la muerte: Cristo ha descendido en ella, y como estas piedras, fuimos arrancados de allí y traídos a una vida nueva en su propia resurrección: «… nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él»; en él hemos franqueado la muerte: «y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 1:19; 2:5-6). Hay más, si las piedras de Gilgal a la entrada de Canaán, constituían un memorial para Israel, para nosotros ese monumento es Cristo: «El primogénito de entre los muertos» (Col. 1:18), resucitado y entrado en el cielo, pero el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8:29); no está solo, estamos unidos a él, como las doce tribus de Israel formaban un solo monumento en Gilgal: «Siendo muchos, somos uno solo el pan, un solo cuerpo» (1 Cor. 10:17); «Porque tanto el que santifica como los que son santificados, son todos de uno; por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebr. 2:11). Ahora bien, Dios quiere que este memorial produzca un efecto moral correspondiente; en efecto, el creyente resucitado con Cristo lleva sobre sí mismo el carácter imborrable de su muerte como el de su resurrección, es lo que significa este texto: «Sepultados con él en el bautismo, en quien también fuisteis resucitados» (Col. 2:12), y si su muerte es mi lugar, ¿puedo vivir todavía en las cosas que he abandonado a Cristo, con las que por gracia él cargó y que dejó en el fondo del Jordán? «Porque en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios. Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:10-11). He aquí pues el efecto moral que debemos realizar en nuestra vida al contemplar el memorial de la muerte y resurrección del Señor.

Si el Jordán significa nuestra muerte y resurrección con Cristo, las doce piedras en Gilgal presentan su memorial visto en Cristo, fuera de la muerte y entrado en la gloria, pero se necesita el poder del Espíritu de Dios para su realización práctica, diaria, aquí abajo. Todo el pueblo había pasado las aguas del río, pero quizás muchos de ellos eran indiferentes –como lo son tal vez hoy día muchos cristianos– para inquirir el significado del monumento de Gilgal, de estas doce piedras que decían con voz clara a Israel: «consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11). Allí encontramos los dos lados de la vida del cristiano: un lado negativo: muerto al mundo; el otro, el positivo: vivos para Dios. Quedémonos siempre de este lado, como «piedras vivas», donde «todo lo verdadero, todo lo honroso, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay alguna otra virtud, si alguna otra cosa digna de alabanza», forma la vida normal del cristiano, y brinda los frutos para Dios, quien también los ha producido (Fil. 4:8).

4.2 - Las doce piedras en el fondo del Jordán

Si las doce piedras en Gilgal hablaban a la conciencia de Israel, otro monumento alzado en medio del Jordán, hablaba seriamente a su corazón: «Josué también levantó doce piedras en medio del Jordán, en el lugar donde estuvieron los pies de los sacerdotes que llevaban el arca del pacto; y han estado allí hasta hoy» (v. 9). Estas piedras, ¿qué ojos podían verlas ya que las aguas que corrían por sobre todas sus riberas las habían recubierto? Ellas no podían ser conocidas más que por la fe, y tampoco ser el símbolo de una vida de resurrección, victoriosa de la muerte; estas piedras eran esencialmente el monumento de la muerte. Las de Gilgal, en Canaán, son las de Cristo en el cielo, las que están en el fondo del Jordán son las de un Cristo descendido en la muerte; bien lo sabemos: «Y esto de que subió, ¿qué quiere decir, sino que también descendió a las partes más bajas de la tierra? El que descendió es el mismo que también subió muy por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Efe. 4:9-10).

En efecto, cuando pienso en las piedras que están en el fondo del Jordán, mi corazón está en comunión con Cristo en la muerte; vuelvo a la orilla del río, me siento allí frente a esas aguas profundas y digo: he aquí mi lugar; es allí donde estaba, es allí donde él entró por mí, allí me liberó de mi «viejo hombre», lo dejó con Su vida en el fondo de la muerte, las aguas me han sepultado en su persona bendita, y le oigo como si él hablara desde allí: «Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado» (Sal. 69:2); ¿qué te ha obligado, oh Salvador amado, a tomar este lugar? Tú jamás tenías que haberlo ocupado, mas tu amor por mí te ha hecho descender allí. Solo tú, habiendo dejado tu vida, tenías el derecho de volverla a tomar, pero no la quisiste volver a tomar sin mí; ningún otro motivo a no ser el de la gloria de Dios, que yo había deshonrado, hubiera podido hacerte bajar en la muerte. Y no solamente has detenido victoriosamente las aguas del juicio de Dios por mí, librando solo el combate hasta que todo lo que Jehová había mandado fuese consumado y que todo tu pueblo hubiese pasado (v. 10). Mas estas mismas aguas han pasado sobre ti, en ellas veo lo que la muerte fue para tu alma santa, el juicio de Dios que yo había merecido: «Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí», es lo que tú podías clamar (Sal. 42:7). Aquí vuelvo a encontrar el recuerdo del amargor, que solo tú probaste, de esta copa que tú solo podías apurar por mí. El monumento permanece hasta hoy, como la cruz queda cual testigo eterno de un amor que aprendí a conocer en el Gólgota, donde mi corazón, ahora, puede responder a la voz de tu clamor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Sal. 22:1; Mat. 27:46; Marcos 15:34).

En el marco de este cuadro, reparad todavía lo que nos dice el versículo 18: «Y aconteció que cuando los sacerdotes que llevaban el arca del pacto de Jehová subieron de en medio del Jordán, y las plantas de los pies de los sacerdotes estuvieron en lugar seco, las aguas del Jordán se volvieron a su lugar, corriendo como antes sobre todos sus bordes». La sentencia es ejecutada, «el viejo hombre» es sepultado, la condena pasada, la muerte es vencida, –pero esta queda. Lo que antes era un obstáculo para entrar en Canaán, obstáculo anulado por el arca, se torna una vez franqueado, en lo que nos separa para siempre, no solo del lejano Egipto, del desierto de Sinaí, mas también de nuestro «yo». Amados lectores ¿estamos satisfechos de haber concluido con todo lo que pertenece a nuestra personalidad en la carne y en Adán? De lo contrario, no podrá haber gozo duradero en el país de Canaán. Es precisamente lo que se desprende de la posición de los hombres armados de las dos tribus y media cuya posesión estaba allende el Jordán; con sus hermanos pasaron el río, equipados para luchar, pero dos cosas no llegaron a conocer de una manera duradera: el valor del país de la promesa y el significado del río de la muerte. Este no los detuvo cuando volvían para reunirse nuevamente a los suyos, a sus ganados y sus bienes que los esperaban a la orilla del desierto. El país de su elección reclamaba sus afectos mientras que sus hermanos gozaban del país que Dios les había dado, y veían con un suspiro de satisfacción, en el Jordán, la barrera que los separaba de todo lo que no tenía ya ningún valor a sus ojos, y de las tristes experiencias pasadas.

«En aquel día Jehová engrandeció a Josué a los ojos de todo Israel; y le temieron, como habían temido a Moisés, todos los días de su vida» (v. 14); tal fue una de las consecuencias del paso del Jordán. Dios también engrandeció a Aquel que se humilló hasta la muerte y muerte de cruz, pero con una gloria mucho mayor, la gloria de Dios ha exaltado a Jesús como «Príncipe y Salvador, para arrepentimiento de Israel, y perdón de pecados» (Hec. 5:31). Antes que esto se realice de una manera mucho más gloriosa en tiempo futuro para este pueblo, lo podemos contemplar en figura en la persona de José a quien Faraón exaltó y delante de quien, en su carro, los egipcios debían arrodillarse. Más tarde fue el turno de sus hermanos de venir a postrarse ante él; pero antes de ser reconocido por ellos, José recibe de Faraón una esposa. Es lo que para Cristo se verifica plenamente, cual resultado y en virtud de su obra redentora, en el goce actual de la Esposa, don que recibió del Padre mismo, además este «lo ha dado por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud del que todo lo llena en todo» (Efe. 1:22); tal es el título y su honor para siempre.

Pero el Señor tiene otras diademas. Llegará para él el día que, como Salomón gozó en tipo, del cual es dicho: «Y se sentó Salomón por rey en el trono de Jehová en lugar de David su padre, y fue prosperado; y le obedeció todo Israel. Y todos los príncipes y poderosos, y todos los hijos del rey David, prestaron homenaje al rey Salomón. Y Jehová engrandeció en extremo a Salomón a ojos de todo Israel, y le dio tal gloria en su reino, cual ningún rey la tuvo antes de él en Israel» (1 Crón. 29:23-25).

Hallamos todavía otro rasgo de la exaltación de Cristo que pertenece al futuro, en la persona del rey Ezequías. Después de la liberación de Israel con el juicio de las naciones, en la persona del Asirio: «Y muchos trajeron a Jerusalén ofrenda a Jehová, y ricos presentes a Ezequías rey de Judá; y fue muy engrandecido delante de todas las naciones después de esto» (2 Crón. 32:23). Entonces se realizará la escena gloriosa que nos revela el profeta Daniel; en visión, entró en el cielo donde vio llegar al Hijo del hombre, a quien «le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran» (Dan. 7:13-14); confirma esta visión el Señor cuando anuncia que él mismo, cual Hijo del hombre, se sentará sobre el trono de su gloria ante todas las naciones (Mat. 25:31).

Mientras tanto, los que él se digna llamar sus «hermanos», lo aclamamos desde luego como Señor, en el tiempo de su rechazo y ausencia; decimos con el apóstol: «Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11).

5 - Capítulo 5

5.1 - La circuncisión

En el capítulo 1, hemos hallado los principios morales requeridos para tomar posesión del país de la promesa; en el segundo vimos que, cuando se trata del cielo Dios traspasa los límites israelitas –su pueblo según la carne– para introducir allí aquellos que están fundados sobre el principio de la fe, los gentiles en la persona de Rahab y los suyos; los capítulos tercero y cuarto nos revelaron el camino para entrar en Canaán, y el quinto a su vez nos entregará el secreto para obtener la victoria.

Desde luego, esta porción del libro de Josué comienza mencionando a los enemigos: «Cuando todos los reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán al occidente, y todos los reyes de los cananeos que estaban cerca del mar, oyeron cómo Jehová había secado las aguas del Jordán delante de losEfe. 1:6 hijos de Israel hasta que hubieron pasado, desfalleció su corazón, y no hubo más aliento en ellos delante de los hijos de Israel» (v. 1).

Todos los reyes de Canaán desfilan así debajo de nuestros ojos, pero, el poder de Satanás en que confiaban ha sido ya quebrantado en el río de la muerte: cuando «oyeron cómo Jehová había secado las aguas del Jordán delante de los hijos de Israel hasta que hubieron pasado, desfalleció su corazón». A pesar del miedo que domina al enemigo, este es todavía demasiado poderoso para Israel; Dios debe poner en condición a su débil pueblo para hacerle marchar en el camino de la victoria. ¿Por qué medio? Por la circuncisión. Extraño, dirá alguien. En efecto, ni bien se acaba de mencionar a todos los enemigos, lejanos o cercanos, el relato sigue así: «En aquel tiempo Jehová dijo a Josué: Hazte cuchillos afilados, y vuelve a circuncidar la segunda vez a los hijos de Israel» (v. 2). ¡Preparación singular para ser llevados a la victoria! Pero es así: Dios empieza por despojar a su pueblo de todas las armas, los recursos que este podría hallar en sí mismo; estos no lo podrían llevar sino a una derrota completa. La capacidad humana, el poder de la «carne» no sirven para alcanzar los bienes celestiales, además Dios no los quiere, los juzga y los pone de lado: esto es lo que representa la circuncisión.

La circuncisión es el despojamiento del «cuerpo carnal» en Cristo, es un hecho cumplido a favor de todo creyente, como lo es la «liberación» en las aguas del Jordán, que realicemos o no su alcance. La enseñanza de Colosenses 2:9-15, sobre ese punto es clara y muy bella: «Porque en él» –escribe el apóstol– «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad». Todo está en Cristo, nada le falta. Pero en el versículo 10, somos nosotros los que tenemos todo en él; nada nos falta: «estáis completos en él». Nada se puede buscar fuera de él para añadírnoslo. Ahora llega la circuncisión: «en quien también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al despojaros del cuerpo carnal, por la circuncisión de Cristo» (v. 11). No solamente no hay nada que añadir, pero tampoco nada que quitar a aquellos que están en él. El cuerpo de la carne es juzgado, estáis despojados de él; es un hecho cumplido, es la circuncisión de Cristo. En el versículo 12, vemos que ese despojamiento es un acto que se torna personal, realizado en cada uno: «Sepultados con él en el bautismo, en quien también fuisteis resucitados mediante la fe en la operación de Dios que le resucitó de entre los muertos». Este pasaje abarca la situación en su extensión y corresponde a las dos verdades representadas por el Jordán. He aquí, pues, dos grandes verdades establecidas: estamos completos ante Dios en Cristo, y perfectamente liberados de lo que somos en nosotros mismos. En los versículos 13 al 15, volvemos a la Pascua y al Mar Rojo; hemos sido liberados de todo lo que podía ser invocado o suscitado contra nosotros.

Para que no haya confusión posible entre la circuncisión israelita, y la de Cristo, es decir la nuestra, Pablo establece claramente el contraste que hay entre ambas, deduciendo a la vez otras consideraciones: «Nosotros somos la circuncisión, los que damos culto por el Espíritu de Dios» (Fil. 3:3). Jamás la circuncisión carnal bajo la ley había hecho eso. Es menester haber terminado con «la carne» para rendir culto al Padre en Espíritu. Luego el apóstol agrega otra particularidad a la circuncisión de Cristo: «Nos gloriamos en Cristo Jesús». La carne, incluso la religiosa, no se gloría en otra cosa sino en sí misma. Encontramos la prueba en Colosenses 2:21-23. Las ordenanzas, los mandamientos, las enseñanzas humanas, pueden tener una apariencia de sabiduría… en duro trato del cuerpo, pero todo ello para la satisfacción de «la carne». El apóstol concluye diciendo: «No teniendo confianza en la carne». He aquí lo que es la verdadera circuncisión. Es poner de lado por medio del juicio, en la cruz de Cristo, lo que la Escritura llama «la carne», de forma que a partir de entonces no podamos tener ninguna confianza en ella. ¡Verdad muy importante a conocer! Cuando se trata del combate, como para el pueblo de Israel, es necesario que la marca de la muerte de la carne esté sobre nosotros. Nótenlo bien, queridos lectores, aquí no se trata de probar a terminar con nosotros mismos, ni de buscar a despojarnos: el despojamiento fue completo en la cruz, el «pecado en la carne» condenado, un hecho que la fe acoge, y que llega a ser una realidad práctica a medida que nuestra conciencia comprueba y recibe ese juicio.

Un ejemplo que ilustra la aplicación de esta verdad en nosotros, nos es ofrecido por el profeta Isaías, cuando en presencia de Jehová exclama: «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado». Incluso cuando el fuego judicial del altar había agotado sobre su víctima hasta el último átomo de su poder, y que ya no le quedaba más que la potestad purificadora, el dolor de tal sacrificio habiendo pasado, no obstante, el profeta debía estar puesto en contacto con él, símbolo de la experiencia hecha por nuestra conciencia del juicio divino (Is. 6:1-8).

5.2 - Gilgal

«Y Jehová dijo a Josué: Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto; por lo cual el nombre de aquel lugar fue llamado Gilgal, hasta hoy.» (v. 9). ¿No lo había quitado antes, al pasar Israel el mar Rojo? Allí el pueblo fue liberado de la esclavitud de Satanás, pero la esclavitud de la carne: sus murmuraciones, sus rebeliones, fue el fardo que llevó Israel a través del desierto; Dios lo llama el oprobio de Egipto; y es solo en este lugar, en Gilgal (hebreo: galar, esto es: rodar) que por primera vez el yugo de la carne les fue quitado; con razón la Palabra nos da el detalle siguiente: «Y cuando acabaron de circuncidar a toda la gente, se quedaron en el mismo lugar en el campamento, hasta que sanaron» (v. 8). ¡Qué libertad! Es aquí, pues, en donde halla lugar esta segunda e importante verdad: la circuncisión de Cristo considerada bajo su aspecto esencialmente práctico, el que vimos ya. La circuncisión de Cristo es a veces considerada bajo una forma meramente doctrinal, pero se precisa un lugar donde tiene su realización práctica, y es Gilgal. Además, será el centro de congregación del ejército de Jehová antes de marchar hacia la victoria: será también el lugar de reunión después y el punto de partida para ir hacia nuevas conquistas. Si no realizamos lo que significa Gilgal, es decir nuestra muerte con Cristo, el poder del viejo hombre recuperará lo que ha perdido y jamás una victoria podrá seguir a otra: Dios quiere luchadores libres del mundo, de sí mismo y de toda otra atadura: «despojándonos de todo peso y del pecado que nos asedia, corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante» (Hebr. 12:1). Tal es nuestro Gilgal; para lograr tal propósito, son imprescindibles los afilados cuchillos de Josué: la Palabra de Dios, la que es «más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebr. 4:12).

5.3 - El alimento de Canaán

El despojamiento de la carne por el juicio realizado en la cruz (la circuncisión), y la práctica diaria de su juicio (Gilgal), son las primeras e indispensables condiciones para ir a la batalla. Ni el casco de Saül, ni su coraza, ni su espada, no podían ser de cualquiera utilidad a David para ir al combate contra el filisteo; era necesario que echara de «sí aquellas cosas» (1 Sam. 17:39).

Pero hay otros recursos tan indispensables como estos: antes de levantarse para combatir, Israel debe sentarse a la mesa de Dios para comer: «Y los hijos de Israel acamparon en Gilgal, y celebraron la Pascua a los catorce días del mes, por la tarde, en los llanos de Jericó. Al otro día de la Pascua comieron del fruto de la tierra, los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas tostadas» (v. 10-11). Para hacer frente a las fatigas de la guerra, era necesario estar alimentados; ahí están las fuerzas positivas. Pero, ¿alimentados de qué? De Cristo: Él es la fuente del poder. Si el pueblo escasea de alimentos, no podrá ir a la victoria. ¡Qué bendita posición, la de ir al combate con los corazones alimentados de Cristo! Si es con un corazón vacío de Él que vamos al combate, con seguridad podemos esperarnos a ser vencidos. En el caso contrario, como lo veremos en el capítulo siguiente, el combate nada tiene de espantoso. Que Dios nos dé a cada uno de hacer esta experiencia. No esperemos a mañana; hoy mismo podríamos tener necesidad de combatir. Alimentémonos de Cristo hoy, mañana, a cada instante, para estar preparados, a la primera señal, a levantarnos e ir a la victoria.

Sí, muy amados, nuestro alimento, es una persona, es Cristo; no son verdades o privilegios, pero él mismo. Aquí nos está presentado como nuestro alimento, bajo tres aspectos diferentes: La Pascua, espigas tostadas, el maná.

Entremos en algunos detalles: esta Pascua celebrada en Canaán en los llanos de Jericó, era la misma fiesta que el pueblo celebrara en Egipto, cuarenta años antes; y, sin embargo, ¡cuán diferente es la una de la otra! Allá, Israel era un pueblo teniendo conciencia de su culpabilidad, acosado por el enemigo, protegido por la sangre del cordero, pronto a huir, protegido por la sangre del cordero pascual en medio de las tinieblas y del juicio. En Canaán, Israel es un pueblo que ha alcanzado la meta: la tierra prometida, libre del oprobio de Egipto; un pueblo resucitado vencedor de las aguas de la muerte, y que viene a sentarse junto a la mesa de Dios, en el punto de su partida, en el fundamento mismo de todas sus bendiciones; alrededor del cordero. La Pascua celebrada en Canaán, corresponde a lo que la Cena del Señor representa para los cristianos; y notemos que en su sentido espiritual es un alimento permanente. Aún en la gloria nuestra Cena no cesará, pero, no será más el recuerdo de la muerte del Señor celebrado en su ausencia, tampoco necesitaremos elementos materiales (el pan y el vino) para recordárnoslo; veremos en medio del trono al Cordero mismo, como inmolado, Él, centro visible de la nueva creación fundada en la obra de la cruz, punto de apoyo y eje de toda bendición eterna, objeto de la alabanza de millares y millares en un culto universal.

Pero hay otro manjar de la mesa celestial: «Y comieron del producto de la tierra [trigo del país] el día siguiente de la Pascua: panes ázimos y espigas tostadas comieron en aquel mismo día» (v. 11, V. M.). Dios brinda a su pueblo lo que nunca hubieran podido conocer ni en Egipto ni en el desierto: los frutos de la tierra prometida, el trigo del país de Canaán: un Cristo celestial, glorioso, pero un Cristo hombre, quien en esa humanidad inmaculada (figurada en los panes sin levadura), sufrió el fuego del juicio de Dios, cual las espigas tostadas lo simbolizan; un Cristo que ha entrado en la gloria por la resurrección, donde como Hombre está a la diestra de Dios. Ahora bien, ese Hombre está allí por nosotros, no solamente cual nuestro abogado para con el Padre o nuestro representante ante Dios, mas, en su persona Él ha introducido a una humanidad nueva en la gloria.

El lugar está preparado para el hombre en el tercer cielo. El hombre, en Cristo, ha entrado en el pleno goce de las beatitudes celestiales. Alzo mis ojos, considero a este hombre y digo: he aquí mi lugar, estoy en él, un hombre en Cristo, poseyendo su propia vida, la vida eterna, la vida del Hombre resucitado de entre los muertos. Estoy unido a Él gozando de esta infinita bendición por el Espíritu Santo, quien es a la vez, el poder que me hizo entrar allí. ¡Adorable Salvador! por mí descendiste hasta la muerte, subiste, y me introdujiste allí en tu persona antes de llevarme contigo, semejante a ti, por la eternidad. ¡Qué gozo y qué poder nos comunica contemplar a un tal Cristo! «Pero todos nosotros a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, somos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Hallamos en este versículo el resultado del poder alimenticio del «fruto del país» y de «las espigas tostadas»; el alma alimentada de un Cristo celestial, formada sobre el mismo molde, es capaz de reproducir los rasgos de tal objeto.

Esta es nuestra porción como también lo fue la del mártir Esteban, un hombre lleno del Espíritu Santo como resultado de la obra perfecta de Cristo; quien, en su carácter normal, en medio de circunstancias las más propicias para hacerle perder este carácter, responde plenamente al objeto por el cual Dios lo puso en tales circunstancias. Por su parte, Esteban no ofrece ninguna resistencia carnal que el Espíritu debiera vencer. Este puede, con plena libertad y poder formar la imagen de Cristo en él: los rasgos del Hombre glorioso en el cielo, se tornan así los del hombre perfecto en la tierra; y al sufrir una muerte horrible, se le oye repetir las palabras del Modelo: «¡Señor, no les atribuyas este pecado!» (Hec. 7:60).

He aquí un ejemplo que nos muestra lo que significa ser transformado de gloria en gloria en la misma imagen, no es nada de místico ni el producto vago de la imaginación humana; es la reproducción en gracia, de los rasgos de Cristo que se contemplan en él, reflejándolos en nuestra vida diaria, en nuestros actos, en nuestras palabras; por el amor, la intercesión, la paciencia, la dependencia, como lo fueron en el Modelo perfecto aquí abajo. Para lograr tal éxito, tanto el maná que encontramos en el Evangelio, como el cordero y las espigas tostadas constituyen la comida indispensable. ¿Pueden ver, nuestros hermanos, como otros vieron en Esteban, en Moisés, en Pablo, los rayos de la gloria de Jesús en nuestro testimonio? Basta contemplarle y hablar con Él, para lograr tal propósito; no perdamos pues de vista nuestro Modelo y así, sin que lo sepamos, manifestaremos sus caracteres a nuestro alrededor.

«Y el maná cesó el día siguiente, desde que comenzaron a comer del fruto de la tierra» (v. 12). Israel ya no comió más de este. El maná era el alimento apropiado para el desierto, un Cristo descendido del cielo en medio de nuestras circunstancias, para alentarnos en las dificultades del camino. Al inverso de Israel, nosotros los cristianos, somos privilegiados al gozar de Cristo como lo presenta el maná y los frutos de Canaán a la vez. Sin embargo, notemos que el maná no es un alimento permanente: este se aplica al viaje en el desierto. Sin duda el maná es indispensable y tan precioso, que el recuerdo permanece para siempre ante Dios, guardados en una urna de oro, y permanecerá eternamente ante nosotros cuando obtengamos «el maná» escondido; pero, como alimento, el maná es transitorio; el viaje llegaría a su término. Pero «el trigo del país», el Cristo celestial, el Hijo de Dios, el Cordero inmolado será un alimento permanente y eterno; no para que seamos transformados por etapas a su imagen como aquí abajo; porque entonces seremos semejantes a él (Fil. 3:21); y que «le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).

5.4 - El Jefe del ejército de Jehová

El combate va a comenzar, pero, el General del ejercito no se presentó aún. Se revela en el último momento, pero en el momento necesario; he aquí el detalle de su manifestación: «Estando Josué cerca de Jericó, alzó sus ojos y vio un varón que estaba delante de él, el cual tenía una espada desenvainada en su mano. Y Josué, yendo hacia él, le dijo: ¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?» (v. 13). La fe puede contar con el Jefe en el instante preciso, cuando los combatientes están listos, y que se está cerca del obstáculo; cerca de Jericó. Los preparativos tuvieron lugar: la circuncisión, Gilgal, la comida celestial, pero el poder, el plan, la formación en orden, el momento de lanzarse al combate, todo esto y mucho más aún es de la incumbencia del Jefe del ejército. El combatiente que no estuvo en Gilgal, no puede seguir los movimientos del ejército de Israel, introduce sus propias combinaciones, se lanza a la lucha tarde o temprano, combate en una falsa dirección, fuera de la dependencia del Jefe; luego cae y está vencido, no puede registrar sino derrotas.

Notemos cómo el Ángel de Jehová, el representante mismo de Dios bajo un carácter misterioso y angelical, de quien el Antiguo Testamento nos habla a menudo, se adapta de una manera maravillosa llena de gracia, a todas las circunstancias de su pueblo: se manifestó a Israel en el mar Rojo cual Liberador; en las penosas jornadas del desierto fue el Viajero divino que acompañó a su pueblo a menudo cansado; en Canaán, el Ángel de Jehová se revela como el Conquistador, Jefe del ejército; y cuando el reino será establecido, morará en paz en medio de su pueblo; y se podrá llamar el lugar: Jehová-Samma, esto es Jehová está aquí (Ez. 48:35). ¡Admirable condescendencia es la suya, pero cuánta seguridad brinda su presencia a nuestras almas! El Jefe del ejército tiene la espada desenvainada en su mano; es ella la que dará certeros golpes; y el pueblo no necesita de otra.

Tres veces el Ángel de Jehová aparece con la espada desnuda en su mano para intervenir en la historia de Israel: la primera vez preserva al pueblo de los peligros que lo amenazan, cuando Satanás en la persona de Balaam, salió para maldecir a Israel: le obstaculiza el camino. La segunda vez, en nuestro capítulo, la espada de Jehová va a combatir con sus ejércitos, para darles la victoria. Y la tercera vez, ¡ah! la espada aparece para juzgar al pueblo, que había pecado en la persona de su rey (Núm. 22:23; 1 Crón. 21:16).

Nosotros también, amados lectores, podemos tener que haber con el ángel de esas tres maneras. Cuántas veces, sin que siquiera lo supiésemos, hizo frente al enemigo que nos quería maldecir. Cuántas veces el Señor nos asocia en gracia a la lucha contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes; pero, cuántas veces se revela también a nosotros, como a David, teniendo su espada desnuda contra la ciudad de Dios culpable, debiendo pelear contra el mal que se halla en ella; es decir como Aquel que es para los suyos como un «fuego que consume», que los castiga y los humilla, pero que seguidamente vuelve a poner su espada en la vaina y los restablece al fin.

Además, y es consolador a la vez, saber que es en gracia que el Señor obra a nuestro favor; pero cosa terrible para un hombre, como lo fue para Balaam, encontrar al ángel con la espada desnuda, porque vendió al diablo, el acusador de los santos, por una recompensa, el don que había recibido de Dios. Ese camino es el de un réprobo que no conoce a Dios; pero ¡desgraciadamente! ¡Cuántos verdaderos cristianos en nuestros días de ruina, siguen poco, o mucho el camino de Balaam en una hostilidad abierta contra el pueblo de Dios, disfrazados con el manto de profeta, poniéndose al servicio del mundo para hacer la obra del Enemigo!

«Y Josué yendo hacia él, le dijo: ¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?». Es imposible permanecer neutral en el combate. Todos deberíamos saberlo, como Josué. «Porque el que no está contra nosotros, a favor de nosotros está» (Marcos 9:40). «Y el Príncipe del ejército de Jehová respondió a Josué: Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo. Y Josué así lo hizo» (v. 15). Aquel que se revela a Josué como el jefe del ejército de jehová, también reivindica su carácter de santidad. Imposible, pues, cuando somos llamados a combatir bajo ese divino Conductor, de estar asociados, personalmente o como pueblo de Dios, a una marcha manchada por el mal. Es en parte por haber desconocido este principio que el pueblo fue derrotado ante Hai. Guardar un mal no juzgado en nuestro corazón nos expone al juicio de Dios y nos entrega sin defensa en las manos del enemigo; igualmente ocurre con el mal en la asamblea. Si Dios es santo en redención, como se mostró a Moisés en la zarza (Éx. 3:5), –y dónde ha mostrado su santidad de una manera más maravillosa– recordemos que no es menos santo en el combate, y que nosotros no podemos entrar en él antes de haber quitado el calzado de nuestros pies.

6 - Capítulo 6: Jericó

Por fin el pueblo de Israel ha llegado frente al obstáculo terrible, alzado delante de él para impedirle tomar posesión del país. No hay nada que el enemigo aborrezca tanto que el vernos entrar en nuestros privilegios y tomar una posición celestial; bien sabe que un pueblo celestial se le escapa y le arrebata sus bienes. Por eso, su primer esfuerzo es poner un obstáculo a nuestra marcha hacia adelante. Veréis alzarse estas mismas murallas en la historia de cada cristiano. No digo que el obstáculo se encuentra siempre en el momento de la conversión, pero, tarde o temprano se mostrará cuando se trata de entrar en el camino del combate para realizar su vocación celestial.

El primer objeto que encontramos, es el obstáculo erigido por Satanás, una fortaleza en apariencia inexpugnable. Imposible de entrar como de salir (v. 1). Hay en eso de qué atemorizarnos y hacernos volver atrás; y es lo que busca el adversario, lo que, ¡desgraciadamente! muchas veces le sale bien. Ninguno de nosotros podrá evitar el encuentro con su fortaleza de Jericó. No precisamos enumerar aquí todas las dificultades de cada creyente, son diversas como numerosas, pero se resumen todas con esta palabra: el obstáculo; ¿qué sucederá si avanzo? perderé mi posición, mi carrera será quebrada, mis amigos me abandonarán, mis parientes no lo soportarán, será necesario que me separe de los que amo, separarme de cristianos en medio de los cuales encontré bendición… Tal es el aspecto frecuente que revisten para el alma las altas murallas de Jericó; ¡cuántos cristianos, frente a ellas, pierden valor aún antes de combatir, y vuelven atrás!

Pero, el alma preparada por Dios no retrocede ante las dificultades, sabe que posee un medio para vencerlas, y lo utiliza; medio muy sencillo, pero no hay otro, helo aquí: la fe. En efecto: «Por la fe los muros de Jericó cayeron tras ser rodeados durante siete días» (Hebr. 11:30). La fe es la simple confianza en el Señor, pero al mismo tiempo la falta completa de confianza en sí mismo; estas dos cosas son inseparables. Basta la fe para hacer caer el obstáculo. ¿Qué importa si las murallas se elevan hasta el cielo? ¿Qué son ellas para le fe? La fe cuenta con el poder de Dios. Es este, queridos lectores, el primer gran carácter de la fe. «Para que» dice el apóstol «vuestra fe no se basara en sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor. 2:5). Lo que es necesario para el combate, es un poder absolutamente divino; solo este puede derribar el obstáculo, es sobre él que únicamente la fe descansa.

Veamos ahora cómo el poder divino, cuando hace algún llamado a la fe, se muestra celoso, y no deja subsistir nada que pueda tener hasta la apariencia de fuerza y sabiduría humanas. La elección de las armas, los medios del combate, nada es revelado por el Jefe del ejército de Jehová que habla con Josué. Israel no puede elaborar ningún plan, ningún convenio, no pueden concertarse en cuanto a los medios para hacer caer a Jericó. La fe se somete al plan divino, emplea los medios que Dios le indica, no inventa nada. Se necesitan sociedades, comités, sínodos, dinero, etc., se oye decir; es al hombre que estas cosas hacen falta; nada de semejante hace falta a la fe. Dios tiene sus propios medios. Pero diréis: ¿por qué no simplifica el camino? ¿por qué todas estas complicaciones? ¿por qué dar vuelta a la ciudad una vez por día y siete veces el séptimo día? ¿y ese cortejo, y el arca, y las trompetas…? ¿por qué…? Amado lector, la fe no exige ningún por qué; ella no razona sobre los medios de Dios; los acepta, obedece, combate y obtiene la victoria sobre el enemigo. Así fue en la Pascua cuando la salida de Egipto, lo mismo sucedió en el mar Rojo, así tuvo lugar frente al Jordán… Diréis vosotros: ¿es necia la fe? No; primeramente, ella se somete, y luego comprende. La fe os dirá porqué de los siete días, el porqué de la presencia del arca, del cortejo, de los cuernos de carneros; los gritos de alegría… os lo dirá, pero solo después de haberse sometido; si ella deseara comprender antes de someterse, ya no sería la fe sino la inteligencia y los razonamientos humanos.

Pero no es todo. La fe marcha hacia adelante en la dependencia de Dios quien dice: «Yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra» (v. 2). Ella debe estar puesta a prueba; le es necesaria la paciencia. El pueblo debe marchar así durante seis días. Es necesario que la paciencia tenga su obra completa: «al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad» (v. 4).

Notemos además otros caracteres benditos de esta fe de gran precio. Ella nos asocia con Cristo, nos da parte y comunión con él. Dios alinea a su pueblo alrededor del arca en el combate: Ya no es más como en el paso del río Jordán cuando el arca precedía al pueblo, aquí, frente a Jericó, los hombres armados van delante, los sacerdotes y el arca ocupan el centro; y los demás como retaguardia cierran la marcha.

Mas esta asociación con Cristo no tiene jamás por objeto ni por resultado exaltar al hombre o darle importancia; ella exalta a Cristo y lo pone a la cabeza. La misma arca formaba el cuerpo del ejército propiamente dicho, el centro indispensable, la fuerza de resistencia; y toda la actitud del pueblo alrededor de él lo proclamaba altamente. Sin él, ni combate ni victoria.

La fe da siempre testimonio a Cristo. «Y los siete sacerdotes, llevando las siete bocinas de cuernos de carnero, fueron delante del arca de Jehová, andando siempre y tocando las bocinas» (v. 13). Era un testimonio perfecto dado al poder del arca en presencia del enemigo.

La fe es celosa para exaltar a Cristo y rendirle testimonio, celosa para el servicio que al mismo tiempo es el combate. «Y Josué se levantó de mañana» (v. 12); «Al séptimo día se levantaron al despuntar el alba» (v. 15). Notemos aquí cómo el celo del jefe provoca y anima el celo de sus hombres. Volveremos a considerar esto más adelante. Pero después de todo, vemos que Dios, incluso asociándonos con Cristo, él solo, es quien consigue la victoria. ¿Para qué habrían servido armas o máquinas de guerra contra la fortaleza de Jericó? Para nada. Es Dios quien hace todo. Quiere que el poder y la victoria sean totalmente de él, sin que haya mezcla de la importancia del hombre. Por lo general, cuando se trata de librar batalla, los cristianos bien admiten que el poder sea de Dios, pero no consienten a descartar que algo sea de «ellos»; y el resultado es que el éxito no es la victoria completa, como lo fue en Jericó.

La toma de Jericó no pone de relieve tan solo el merecido juicio de Dios sobre los incrédulos, también ensalza la gracia que ha salvado a una pecadora cuya fe activa por su parte, ha aprovechado los pocos y últimos días de la paciencia de Dios, para poner a salvo a cuantos han acudido bajo el amparo del cordón de grana. Salvada de la muerte por la sangre, cuyo emblema era ese mismo cordón, Rahab otrora prisionera en su casa sobre el muro, ahora va a gozar de plena libertad: los espías, los mismos que habían sido fiadores de su vida, «entraron y sacaron a Rahab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que era suyo; y también sacaron a toda su parentela…» (v. 23). ¡Cuántos frutos ha llevado la obra de fe de esa mujer en tan poco tiempo! Parece que oímos la parábola del sembrador: «…y otra parte cayó en tierra buena, y al crecer, dio fruto a ciento por uno» (Lucas 8:8). Y no solo esto, también vino a ser un eslabón en el libro de la genealogía de Jesucristo donde hallamos que Salmón engendró de ella a Booz, digno hijo de la fe, y redentor de Rut la viuda moabita; mujer que siguió las mismas pisadas, unidas con otras cualidades, para llegar hasta el Cristo.

Observemos todavía un detalle de mucha importancia: la fe no hace ningún compromiso con el mundo; no quiere recibir ni tomar nada de él: «Y respondió Abram al rey de Sodoma: He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo…» (Gén. 14:22-23); más aún, Dios prohibe al pueblo tocar algo de la ciudad maldita: «pero guardaos vosotros del anatema; ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, no sea que hagáis anatema el campamento de Israel, y lo turbéis. Mas toda la plata y el oro, y los utensilios de bronce y de hierro, sean consagrados a Jehová, y entren en el tesoro de Jehová» (v. 18-19). El Señor puede reivindicar estas cosas para glorificarse por ellas: le pertenecen; Israel las debe poner en el tesoro de Jehová: ¿no son todos para el Señor los frutos de su obra? ¡Ay de aquel que dice: «yo soy de Pablo, yo de Apolos, yo de Cefas, y yo de Cristo… ¿Fue crucificado Pablo por vosotros?» (1 Cor. 1:12-13). El que no anda en las pisadas de la fe que lo consagra todo al Vencedor, que lo espera todo de él, caerá pronto bajo maldición: Ananías y Safira fueron los primeros en la Iglesia, que se extraviaron lejos de estas pisadas.

Dos cosas comprueban el derrumbamiento de las murallas de Jericó: el feliz estado de corazón de aquellos que marchan delante, alrededor, y detrás del arca del Señor; luego, la presencia de Jehová en medio de su pueblo y su omnipotencia. Tal es amados lectores, el combate de la fe… No fue siempre así en Israel: dos ocasiones nos hablan con elocuencia a este respecto; la primera se relata en el capítulo 14 de los Números: Jehová ha pronunciado un castigo contra el pueblo desobediente; es condenado a errar por cuarenta años en el desierto por no haber querido marchar al combate contra el amorreo. La carne se rebela en contra del castigo: «Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová; porque hemos pecado… Y dijo Moisés: porque Jehová no está en medio de vosotros… Sin embargo, se obstinaron en subir a la cima del monte; pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento. Y descendieron el amalecita y el cananeo que habitaban en aquel monte, y los hirieron y los derrotaron» (v. 40-45). ¡Ejemplo de lamentable resultado que se obtiene queriendo subir a la batalla sin la presencia del Señor! En el capítulo cuatro del primer libro de Samuel asistimos a otra derrota: los filisteos, instrumento del poder de Satanás, pero que Dios tuvo que emplear en contra de su pueblo infiel, baten a Israel. En lugar de ser llevado por estos primeros reveces a la humillación, buscando la presencia de su Dios, el pueblo quiere unir el arca de Jehová con su estado pecaminoso: «Traigamos a nosotros de Silo el arca del pacto de Jehová, para que viniendo entre nosotros nos salve de la mano de nuestros enemigos… Aconteció que cuando el arca del pacto de Jehová llegó al campamento, todo Israel gritó con tan gran júbilo que la tierra tembló» (1 Sam. 4:3-5). Pareciera que estamos otra vez ante Jericó… pero desengañémonos: Dios permanece sordo; ¿podríais suponer que los va a salvar? Imposible: Dios no puede unir su presencia al estado moral de Israel: la derrota está segura. Frente a Jericó es distinto: era el día de la fe, de la obediencia, y la santidad; Dios está allí, y por consiguiente es el día de la victoria. Tal es, lector, el verdadero combate de Dios.

Antes de pasar al estudio del capítulo siguiente, detengámonos un instante en las palabras que Josué pronunciara sobre Jericó; ellas parecen concluir para siempre con la historia de la ciudad anatema: «En aquel tiempo hizo Josué un juramento, diciendo: Maldito delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó. Sobre su primogénito eche los cimientos de ella, y sobre su hijo menor asiente sus puertas» (v. 26). ¡Prohibición terminante so pena de maldición! Además, el castigo está ya pronunciado en contra de aquel que infringiere el juramento.

Pues bien; el tiempo transcurrió, y quinientos treinta y siete años después, en tiempo del rey Acab, tiempo de apostasía y desobediencia, se halló un israelita suficientemente atrevido para desafiar el juramento de Jehová: «en su tiempo» leemos, «Hiel de Bet-el, reedificó a Jericó…». Hiel significa: «vida de Dios»; Bet-el: «casa de Dios». ¡Monstruosa ironía! ostenta ese hombre los mejores calificativos, sin embargo, a sabiendas o no, se burla de Dios y de su Palabra, esta se cumple al pie de la letra porque los siglos transcurridos no la modifican ni le quitan un ápice de su valor: «A precio de la vida de Abiram su primogénito echó el cimiento, y a precio de la vida de Segub su hijo menor puso sus puertas, conforme a la palabra que Jehová había hablado por Josué hijo de Nun» (1 Reyes 16:34). Cada vez que se pisaban los umbrales de Jericó, se podía recordar la sentencia divina y su cumplimiento… Pero, preguntémonos ¿no ha tenido Hiel a muchos imitadores en medio de la cristiandad? Pues bien, a los que quieren reedificar lo que por su muerte el Señor ha destruido, el apóstol les dice: «Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia… ¡si alguien os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema!» (Gál. 5:4; 1:9).

Sin embargo, subiendo a Jerusalén, el Señor no rehusó pisar los umbrales de la ciudad maldita; ¿habrá recordado el castigo que estaba allí en los fundamentos? Sin duda; ¿no era Él, el Jehová del Antiguo Testamento? Pero es también el Salvador en el Nuevo, había venido precisamente para salvar a los que estaban bajo maldición, llevándola él mismo en su lugar. Y cuando Él quiso ilustrar con una parábola la pendiente por la cual huye el hombre alejándose de Dios, toma a Jerusalén como punto de partida y Jericó el de su llegada: «un hombre descendía de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones; los cuales le quitaron todo lo que tenía y, tras herirlo, se fueron dejándolo medio muerto». Luego el Señor ilustró la inutilidad de la ley y de los sacrificios para salvar al herido, con los dos primeros personajes que pasan de lado; Jesús debía pasar por Jericó, «un samaritano que viajaba, llegó junto a él y, cuando lo vio, sintió compasión de él… le vendó las heridas…» (Lucas 10:30-38). ¿Aprovechó de sus dones algún herido? Sí, Zaqueo el publicano, donde el divino médico encontró un sitio donde posar; y por el camino al salir de Jericó dos ciegos cobraron la vista… con razón podemos decir que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom. 5:20)

7 - Capítulo 7: Hai y el anatema

Hemos considerado con anterioridad el brillante cuadro de una victoria divina, obtenida por la fe, sobre el poder de Satanás; después de una conquista semejante, Israel marchará de victoria en victoria, podríamos asegurar. De ninguna manera, el capítulo séptimo se abre con una derrota: una pequeña ciudad, un obstáculo insignificante comparado a Jericó: unos pocos hombres bastan para poner en fuga a tres mil de Israel y disolver como agua el corazón del pueblo entero. Si hay secreto para la victoria, los hay también para la derrota; y sin temor a equivocarnos, podemos decir que el primer peligro se halla escondido en la victoria misma. ¿Cómo? Después de haber obtenido un triunfo con una verdadera fe y dependencia de Dios, en presencia de los deslumbrantes resultados los combatientes se atribuyen fácilmente un algo de gloria y satisfacción de sí mismo; desde entonces el combate próximo está ya comprometido.

Veamos aquí la conducta del mismo jefe: «Josué envió hombres desde Jericó a Hai» (v. 2). Repite lo que hiciera respecto al país y a Jericó (cap. 2:1); pero lo que era entonces el camino de Dios, viene a ser ahora el camino del hombre, la voluntad de la carne. Cuando volvieron de reconocer a Jericó, los espías habían dicho: «Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos» (2:24). ¿Por qué entonces mandar a otros emisarios? Josué ha olvidado ya, en cierta medida, la dependencia hacia Dios y se confía en medios humanos. Además, ¿dónde estaba el ángel, el Príncipe del ejército de Jehová? En Gilgal era el cuartel general, el lugar de la circuncisión, donde la voluntad de la carne debía realizar su despojamiento; pues bien, había que volver allí, mientras que es desde Jericó la ciudad maldita, que salen estos emisarios… Josué, el que hasta aquí había sido una figura de Cristo –quien por su Espíritu obra en los creyentes para ponerlos en posesión de sus privilegios– desciende al nivel de un hombre común: Josué, tipo de Cristo, desaparece para dar lugar a Josué, hombre.

¿No sucede lo mismo para nosotros? En su medida, cada creyente es una imagen de Cristo, una «carta» destinada a hacer conocer su Maestro (2 Cor. 3:3), pero desde el momento en que olvida su Gilgal, esa carta desaparece para dar lugar al viejo hombre, al que por negligencia se descuida de juzgar. ¿Y el pueblo? ¡Ah! sigue el ejemplo de su jefe: los espías enviados por Josué toman ya un lugar que no les corresponde, ufanados, contestan: «No suba todo el pueblo, sino suban como dos mil o tres mil hombres, y tomarán a Hai; no fatigues a todo el pueblo yendo allí, porque son pocos» (v. 3). Arreglan las cosas, trazan sus planes y calculan; tienen entera confianza en sí mismos: «tomarán a Hai…» ¿qué es esto para nosotros, para nuestros hombres de guerra? ¿No hemos demostrado ante Jericó lo que somos? Engañosa confianza… es el orgullo, preludio de la ruina. Han olvidado a Dios, y esta falta de dependencia y presunción, fruto de una carne no juzgada, proceden de otro motivo más grave aún: algo de Jericó ha quedado a la rastra, hay despojo del botín, oculto de todos, escondido debajo de la tierra, en medio de la tienda de un israelita: hay anatema…

Notemos, amado lector, que la palabra subrayada en estas primeras líneas que empiezan nuestro capítulo: «Pero los hijos de Israel cometieron prevaricación…», nos lleva cuatro veces al borde del abismo donde el hombre ha caído: «Pero la serpiente era astuta…» es en el jardín de Edén. «Pero los hijos de Israel cometieron prevaricación…» es en la entrada del país de la promesa. «Pero el rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras…» es en el comienzo del reinado glorioso del hijo de David. «Pero un varón llamado Ananías con Safira su mujer…» esto fue en el principio de la Iglesia. ¡Desconcertante fracaso! Pero, de uno solo, gracias a Dios, de Jesús, la Palabra no formula ninguna excepción.

Sí, una causa más profunda, una raíz de amargura desconocida, había brotado, y por ella el pueblo estaba perturbado (Hebr. 12:15). Dios había hecho anatema a la ciudad de Jericó con todo lo que le pertenecía; y, por temor de ser anatema a sí mismo y tornar anatema a Israel entero, nadie se hubiese atrevido a tocar algo; solo un hombre había desobedecido. Escuchando al Diablo susurrar la voz de la codicia en su corazón, Acán le presta oído; abandona el camino del temor de Dios y de una verdadera separación de todo lo que está bajo anatema, su corazón vacío de Jehová se apodera de lo que codicia. No es la única víctima pensamos; Judas Iscariote, Ananías y Safira… sí, pero, ¿quién de nosotros no ha oído esta voz…? ¿Quién no ha sentido el vértigo de la tentación? Después de oír al tentador, ese hombre siguió la pendiente natural del ser humano, está en el punto donde cayeron nuestros primeros padres: «y vio la mujer que el árbol era bueno para comer», «vi entre los despojos» (v. 21), dice el culpable, su corazón sigue el camino que le abren sus ojos: no hay centinela para velar, ningún ¿quién vive? que resonara a sus oídos; el objeto maldito excita la codicia: «lo cual codicié…» Y la codicia después que ha concebido, da a luz el pecado (Sant. 1:15): «y tomé…» El manto babilónico que podía engalanar la soberbia de la vida, la plata y el oro que podían satisfacer todos sus deseos son la presa de Acán… ¡Ah más bien! ellos hicieron de él su presa… ¡Cadena fatal y satánica que, uniendo el mundo al corazón del hombre, lo apresa mediante el objeto codiciado, para hacer de él un miserable esclavo de Satanás!

Observemos ahora cómo el pecado de uno solo, resulta ser el pecado de toda la nación: «pero los hijos de Israel cometieron prevaricación», «la ira de Jehová se encendió contra los hijos de Israel», el pueblo entero es culpable «Israel ha pecado… han quebrantado mi pacto», «han tomado del anatema», «han hurtado» «han mentido», «lo han guardado entre sus enseres» (v. 11). ¿Es cosa nuestra?, habrían podido contestar, ¿Podíamos conocer nosotros una cosa oculta? Y, no teniendo conocimiento de ella, ¿cómo seríamos responsables? A todas estas objeciones, la Palabra de Dios, no tiene sino una sola contestación: la unidad de su pueblo es siempre una realidad ante sus ojos. Dios considera los individuos como miembros de un solo Cuerpo, solidarios los unos de los otros: el sufrimiento, el pecado, o el gozo de uno es el sufrimiento, el pecado, y el gozo de todos. Si tal es la regla para Israel, con mayor razón la es también para la Iglesia de Cristo.

Pero, agreguemos aquí que, si Israel hubiese estado en comunión con su Dios, el mal oculto entre ellos hubiera sido manifestado sin necesidad de una derrota. El poder del Espíritu Santo no contristado –por lo que se refiere a una asamblea cristiana, pone al día todo lo que deshonra a Cristo entre los suyos. Así no ocurrió para Israel en el caso que nos ocupa, la razón es porque había algo que juzgar en el pueblo como en su conductor; el mal oculto de Acán fue el medio de manifestar a su vez el estado general. De estar una asamblea cristiana en una posición espiritual según Dios –aunque siempre solidaria al pecado de uno– es advertida del mal por el Espíritu Santo; y se halla así en la obligación de quitarlo de en medio de ella; y según el caso, echar fuera de comunión al que lo cometió. Reparemos de paso, cual ejemplo de lo que acabamos de decir, con qué poder el mal fue manifestado en el caso de Ananías y Safira: sin que la Palabra diga que el apóstol Pedro sepa algo, pero advertido por un elevado «discernimiento» (1 Cor. 12:10) pone el mal a la luz; preguntó a Ananías: «¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mientas al Espíritu Santo?» (Hec. 5:3). Y oyendo Ananías estas palabras, cayó y expiró. El mal es juzgado de raíz y la congregación no fue contaminada. Otro ejemplo tenemos en el caso de los corintios: para manifestar el mal que hay entre ellos, el Espíritu Santo se valió de los «que son de Cloe», y así Pablo fuese enterado del estado de la asamblea: el mal fue juzgado, pero había ya contaminado toda la congregación: «¿Acaso no sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva» (1 Cor. 5:6-7). El pecado fue juzgado, pero sus consecuencias se habían manifestado por la enfermedad y la muerte de muchos de entre ellos (11:30).

Aquí en Israel, los corazones debían aprender mediante el castigo, a llevar sobre sí mismos el pecado de uno solo como siendo el pecado de todos. ¿Sería la misma regla en todos los tiempos? Dios no cambia; nueve siglos después de Josué, el profeta Daniel en su oración, hace suyo el pecado de todo el pueblo… El pecado de uno es el de todos; y esta regla es la misma para la Iglesia. Aunque no perteneciendo a la «misma congregación», como se acostumbra decir, todos los hijos de Dios formamos una sola familia, nuestras sectas, nuestras numerosas divisiones, las falsas doctrinas que leudaron la masa, todo esto y mucho más aún, querido lector, testifica de la ruina general. ¿Ha tocado nuestro corazón la miseria en que está la cristiandad? En presencia de las ruinas y escombros, ¿tendríamos bastante confianza en nosotros para pensar que hacemos mejor que los demás? Ahora bien, si nuestros corazones no sienten ningún dolor, si no llevamos en nuestras oraciones a Dios a todos los suyos, no somos más que sectarios. ¿Cuál es la posición a adoptar? ¿Nos acomodamos al mal, nos acostumbraremos a él? Imposible si tenemos a pecho la verdad de Dios y los intereses del Señor. Buscaremos en su Palabra cuál es la senda divina en los tiempos difíciles y ruines en que nos hallamos, y luego la seguiremos.

Quizás una derrota estrepitosa vendrá a recordar a nuestros corazones la humildad que conviene a los que hubieran debido permanecer en Gilgal, ved cómo Dios la permite: «Y subieron allá del pueblo como tres mil hombres, los cuales huyeron delante de los de Hai. Y los de Hai mataron de ellos a unos treinta y seis hombres, y los siguieron desde la puerta hasta Sebarim, y los derrotaron en la bajada; por lo cual el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua» (v. 4-5). Están aniquilados; fuerza, energía, todo les falta; el temor se ha apoderado de sus almas en tal forma que ese pueblo orgulloso por su primera victoria, está al mismo nivel de los amorreos cuyo corazón desfalleció al oír llegar a Israel. ¡Triste experiencia, pero cuán necesaria! ¿Y dónde está el Ángel, el Jefe de los ejércitos de Jehová? En Gilgal… habéis olvidado este lugar, pues, a través de las lágrimas de la derrota, el enemigo se encargó de enseñaros cuál es la dosis de vuestras fuerzas y qué confianza podéis tener en la carne. ¡Ah! ojalá hubieseis permanecido en Gilgal, habríais sido preservados de una vergonzosa fuga.

Es lo que nos demuestra de una manera notable, la experiencia del apóstol Pablo: había sido arrebatado victoriosamente hasta el tercer cielo, en el paraíso mismo, pero, otra vez en la tierra, para que no se enalteciera de tal privilegio le fue dado un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás para abofetearlo. Aunque era apóstol, había en Pablo el «viejo hombre»; pues bien, Dios previene a su siervo amado e impide que la carne levantara la cabeza; el peligro era real: ¡cuántas lisonjas le hubiese murmurado Satanás, una vez hizo decir en Listra, que él era el dios Mercurio, Dios conoce a su siervo, y le da, por el aguijón, el correctivo necesario para que el curso de sus victorias no sea interrumpido. Tres veces el apóstol pidió que le fuese quitado, pero el Señor le contesta con amor y sabiduría: «Mi gracia te basta, porque mi poder se perfecciona en la debilidad…» (2 Cor. 12:9). ¡Quédate en Gilgal, es precisamente el lugar que tú necesitas: así el poder será enteramente mío… Posición humilde y dolorosa tal vez, pero de maravillosa bendición, comunión constante con el Señor y secreto de la victoria: «todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios…» (Rom. 8:28), aún un mensajero de Satanás… El camino fue distinto para Pedro: tuvo que aprender lo que valía su carne a través de una penosa caída, y las lágrimas amargas del arrepentimiento.

Y Josué, el jefe de los ejércitos, el varón de Dios, ¿qué hace? ¡Ah! está aniquilado: rompe sus vestidos, se postra en tierra sobre su rostro, delante del arca de Jehová (v. 6). ¿Dónde había estado el arca durante el combate contra Hai? ¿No era ella la que había constituido el centro mismo del ejército de Israel, y ante la cual los muros de Jericó habían caído? Quedó olvidada también. El corazón piadoso de Josué reconoce pues su valor, está postrado en tierra en su presencia, aniquilado; ignora el anatema escondido en el campamento, y se deshace en lamentos: «¡Ah, Señor Jehová! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan? ¡Ojalá nos hubiéramos quedado al otro lado del Jordán!» No lamenta sus errores ni la falsa dirección que tomó su ejército, Josué lamenta lo que Dios mismo ha hecho; porque les hizo pasar el Jordán… (algo como: «la mujer que tú me diste, me ha dado del fruto…»). ¡Qué retroceso! ¡Ojalá nos hubiésemos quedado de la otra parte del Jordán! ¡Cómo estas palabras revelan la debilidad y falta de comunión del jefe para con Dios! Canaán, la tierra prometida es el lugar que Josué hubiese deseado evitar. El tono de sus lamentos manifiesta su error, pero muestra que lo que ocupa sus pensamientos es, ante todo: Israel, la fama del pueblo, luego los cananeos, y el mundo: «Israel ha vuelto la espalda delante de sus enemigos?… Los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra». Solo al final de sus lamentos Josué agrega: «¿qué harás tú a tu gran nombre?» (v. 8-9).

¡Cuán distinto es el ejemplo que nos ofrece Moisés, el maestro de quien había aprendido Josué! Había estado sobre el monte de Dios, y esta proximidad hace que Aquel que todo lo ve, revele el pecado que ha cometido Israel, adorando el becerro de oro. ¿Cuál será la conducta de Moisés? ¿Acaso se ocupa de la fama de Israel? Lo que llena su corazón es la ofensa cometida contra el santo nombre de Jehová y lo que concierne a su gloria. Moisés proclama los derechos de la santidad de Dios menospreciada por Israel; y en cuanto a las naciones, pregunta a Dios si la destrucción de su pueblo le glorificará ante los egipcios; recuerda a Dios la elección de Abraham, de Isaac y de Israel, de su juramento a sus siervos… una de las armas más poderosas de la intercesión… y solo en este momento Moisés aboga a favor de los culpables, colocándose sobre el pie de una gracia sin reserva, única cosa que puede glorificar el nombre de Jehová en cuanto a los culpables. Moisés intercede a favor del pueblo, porque no necesita, como Josué, de buscar para sí mismo la comunión perdida, es inmediatamente oído: «Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo» (Éx. 32:11-14).

Josué está en una posición equivocada y debe oír un reproche: «¿por qué te postras así sobre tu rostro?» (v. 10) Humillarse por la derrota no bastaba, era tiempo ya de obrar. Lo contrario sucedió en circunstancias similares: en lugar de obrar, Israel hubiera debido humillarse, y lo tuvo que aprender a través de tremendas derrotas (Jueces 10:19-26). ¡Miserable incapacidad humana, cuánto desorden introduce en las cosas de Dios! Siempre fuera del curso de los pensamientos divinos, cuando no está en abierta hostilidad contra él. Josué debía actuar, pero, si era necesario que el mal fuese quitado, primero era menester oír de Dios qué conducta adoptar y luego conocer a su autor. Para ello el mismo Josué se halla incapacitado, y en debilidad, alejado del Príncipe del ejército; de haber realizado personalmente la posición tomada por él en el capítulo quinto cuando quitó los zapatos de sus pies en presencia del Ángel, habría comprendido que era imprescindible andar en santidad.

¡Qué revelación para Josué cuando se entera que Israel ha pecado, que han quebrantado el pacto de Jehová, que han tomado del anatema, que han hurtado, que han mentido… ¡Qué motivo de humillación! Pero, Jehová cuya presencia hubieran debido realizar, quien solo puede ayudarles a descubrir el pecado, imparte las instrucciones necesarias: «santifica al pueblo, y di: Santificaos para mañana» (v. 13). Esto significa separarse de todo lo que es mal delante de Dios, para luego pasar bajo el ojo escudriñador divino: es imposible obligar a Dios que esté con nosotros prescindiendo de su santidad: «Ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros… Os acercaréis, pues, mañana por vuestras tribus; y la tribu que Jehová tomare, se acercará por sus familias; y la familia que Jehová tomare, se acercará por sus casas; y la casa que Jehová tomare, se acercará por los varones (v. 12, 14). ¡Pensamiento solemne, la conciencia de cada uno debe ser despertada, y el «yo» ser juzgado! Momento solemne a la vez, cada uno debe tomar su lugar en presencia del juicio divino: «¿Acaso soy yo?» preguntan los discípulos del Señor (Marcos 14:19).

Queridos lectores, la santidad práctica, la que Josué había olvidado, es una de las verdades más importantes de nuestra vida cristiana en el tiempo actual: tiene como objeto una comunión real con Aquel que se llama: el Santo y el Verdadero, dos nombres que toma el Señor al presentarse a la asamblea de Filadelfia, y que se relacionan con la santidad colectiva. Si el capítulo quinto de nuestro libro nos presentó las circunstancias necesarias para llegar a la santidad individual y su práctica, el capítulo séptimo nos muestra el camino que nos conduce a la santidad colectiva, o sea la del pueblo de Dios.

Era menester que, como lo hemos visto, cada tribu, cada casa y cada individuo pasara ante el ojo de Dios: la prueba era indispensable; el pueblo debía quitar el mal de en medio de él para no ser anatema él mismo. ¡Seria lección, difícil de aprender! No es fácil encontrar entre los amados hijos de Dios, la inteligencia de estos dos aspectos de la santidad: la individual y la colectiva, la mayor parte del tiempo se anda en la primera, pero se deja a un lado la segunda, la de la asamblea de Dios. Sin embargo, su Palabra hace resaltar la importancia de ambas: en la Segunda Carta a los Corintios, el Espíritu de Dios menciona la santidad colectiva la primera: «nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y andaré entre ellos». Esta es la santidad colectiva, pero sigue mencionando la santidad individual y la responsabilidad de cada individuo en su aspecto práctico: «Por lo cual, ¡salid de en medio de ellos y separaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas… Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 6:16-18; 7:1); y este aspecto individual de la santidad es todavía más subrayado en el conocido texto de 2 Timoteo 2: «el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (v. 19-21).

En la iglesia de Corinto, la humillación había sido producida por el dolor de haber ofendido la santidad de Dios, originando también la debida actividad y celo para purificarse del mal, de modo que la verdadera humillación fue acompañada con la acción: «Porque, mirad lo que ha producido en vosotros el hecho de ser entristecidos según Dios, ¡qué diligencia, y defensa, e indignación, y temor, y añoranza, y celo, y vindicación!» (2 Cor. 7:11); todos pasaron bajo el ojo escudriñador de Dios. Tal es la santidad colectiva fruto del ejercicio práctico de la santidad individual. Pero aquella no es comprendida entre los hijos de Dios que pretenden seguir su camino sin preocuparse por los demás ni por sí mismos en cuanto a comunicar, a sabiendas o no, con el pecado. A menudo los oímos decir: ¡oh, yo no me preocupo de los demás, me encuentro solo con mi Dios… tomo la cena para mí… etc. Pero no es así como Dios considera las cosas: Él nos ve a todos en conjunto como formando un solo Cuerpo, unidos por el Espíritu Santo a la Cabeza; pues el pecado de uno es el pecado de todos… “Yo tomo la cena para mí…” decís; ¿qué dice la Escritura sobre este punto?: «Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» ¿cuáles son los muchos con quienes declaráis ser un solo Cuerpo? ¿Y para excusar vuestra alianza con el mundo, decís que tomáis la cena para vosotros solos y no veis que profesáis ser solidarios con el mundo homicida de vuestro Señor?

Observemos otro punto todavía: Dios dice: santificaos para mañana… no es pues en el momento de presentarse ante Él que hay que santificarse; somos llamados a hacerlo de antemano. ¿De dónde proviene nuestra reiterada incapacidad para juzgar el mal y obrar según la voluntad de Dios, sino porque no nos hemos santificado desde «el día anterior?» ¿De dónde viene que, en el culto, los corazones y los labios están mudos para hablar, si no es por no haber obedecido el principio divino: «quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva, sin levadura como sois?» «Quitad al malvado de entre vosotros» (1 Cor. 5:13). Acán había participado del anatema, había robado a Dios lo que le pertenecía; y debía ser quitado: «Entonces Josué, y todo Israel con él, tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo cuanto tenía, y lo llevaron todo al valle de Acor. Y le dijo Josué: ¿Por qué nos has turbado? Jehová te turbe en este día. Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos. Y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que permanece hasta hoy» (v. 24-26). Pero aquí no se termina la historia de este lugar; no pensemos que Israel haya sido mejor que el miserable Acán, demasiado a menudo el manto babilónico, la plata, y el lingote de oro han satisfecho sus concupiscencias y servido para su idolatría… En lo largo de su historia, ha demostrado su incapacidad en separarse del anatema; y puso el colmo a su maldad, crucificando al Hijo de Dios… y apedreando al santo que se había apartado del mal: Esteban; ¡monstruosa aberración de la acción cometida!… Pero Israel ha de saldar su cuenta: allí mismo donde Acán fue muerto, en el valle de Acor, Dios traerá a Israel, allí será limpiado, juzgado, «y hablaré a su corazón y le daré… el valle de Acor por puerta de esperanza» (Oseas 2:14-15).

Amados lectores: la bendición nos es dada sobre el mismo lugar donde el juicio ha sido efectuado, en la cruz, allí donde el alma se encuentra con sus pecados y con su Salvador sufriendo el castigo en su lugar; allí encuentra la puerta de salvación. Es también en la disciplina donde el creyente caído halla lugar al perdón y la restauración: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. –exclama David haciendo las mismas experiencias– Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» Después de la confesión y restauración, puede haber gozo: «alegraos en Jehová –sigue diciendo David– y gozaos, justos…» (Sal. 32:5, 11). Es en ese mismo lugar donde el juicio ha sido efectuado que, junto con la puerta de esperanza, Jehová dará a Israel sus viñas, «y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto» (Oseas 2:15); es allí también donde Josué encuentra la restauración de su alma como la fuerza para después marchar con Dios y conducir al pueblo en el camino de la recuperación.

8 - Capítulo 8

8.1 - Medios y procedimientos para la restauración

Acán el malo acaba de ser quitado de la asamblea de Israel; por esta experiencia Dios enseñó a su pueblo a no poner su confianza en una victoria pasada, ni en sus hombres de guerra, ni en su poder; lo que lo había conducido hacia un fracaso completo. Esta experiencia adquirida, el juicio de sí mismo y la santificación práctica a la que acabamos de asistir, no significan todavía la restauración del alma y la recuperación del terreno perdido. Además, es imprescindible que la comunión con Dios, interrumpida por el pecado, sea restablecida.

Deseamos hacer aquí una observación de importancia: en el capítulo 6, Dios manifestó su poder a Israel por medio de la victoria sobre el enemigo, pero ocurrió que el pueblo no conocía realmente a su Dios y tampoco se conocía a sí mismo. A menudo sucede lo mismo para los cristianos. El poder de Dios se manifiesta en nuestra vida, gozamos de él, y de las victorias que nos trae; pero poco nos conocemos a nosotros mismos y menos a nuestro Dios. Sin embargo, Josué, como el creyente en la lucha, hubiera debido conocer a Jehová: había tenido un encuentro personal con el Príncipe del ejército, había visto la espada de Dios desenvainada en su mano expresión del poder divino pronto para el combate a favor de Israel: Josué se había descalzado ante el Ángel, expresión de la santidad requerida para lanzarse a la pelea en comunión con Dios… Pero era necesario que la conciencia de Josué entrara de una manera práctica en relación con la santidad de Dios; no tenía todavía la idea de lo que esta exigía de parte del pueblo para seguir siempre vencedor. ¿Y no sucede a menudo lo mismo para el cristiano? Es salvo, posee la vida eterna, el perdón… pero desconoce todavía las exigencias de Dios en el camino de la santidad, como en el de su amor; lo que se aprende con la experiencia.

La ira de Jehová se encendió contra Israel y su conductor para que aprendieran que no podía tolerar el pecado; pero, preguntémonos: ¿no hay otro medio que la ira de Dios para aprender esa lección? Sí, lo hay: permaneciendo en Gilgal, se permanece en comunión con Dios. Podría parecer, que, por haber pasado una vez por este lugar, el de la circuncisión y el despojamiento de sí mismo, bastaría para siempre; sin embargo, no es pasando solamente, sino permaneciendo allí que se termina con la carne, y que se adquiere la sensibilidad espiritual para saber lo que conviene a la santidad de Dios, aun cuando Dios había tomado mil cuidados para mostrar a Israel que la victoria de Jericó no provenía de Israel, pronto su propia suficiencia se los hizo olvidar. El resultado de esa jactancia fue la derrota, el retroceso y el dolor. Y cuando se vuelve a tomar la ofensiva, se encuentran con un sin fin de obstáculos. Sin embargo, es necesario que Israel siguiera un camino penoso, sembrado de complicaciones que pone en claro, y a sus ojos, su propia debilidad manifestada ya a ojos del enemigo por su primer fracaso.

Es necesario que vuelvan atrás, obligados a recomenzar la experiencia de lo que vale la carne, pero, esta vez la harán en compañía de la gracia de Dios en vez de hacerla como la anterior, con Satanás. La lectura de este capítulo ocho nos hace observar cómo todo se complica cuando se ha seguido la carne. ¡Cuán distinto había sido el camino siguiendo a Dios en torno a Jericó! Aquí es la lucha para aprender a conocerse a sí mismo, pero, valiéndose Dios de estas complicaciones para alcanzar la bendición final; la que se hubiera podido obtener siguiendo el sendero de Dios. Aquí no se tiene la facilidad y la soltura del sendero primitivo de la fe como cuando se caminaba en pos de Dios siguiendo sus disposiciones, y ganando la victoria en una humilde dependencia hacia Él y hacia su Palabra. Delante de Hai el mismo poder divino que había hecho desplomarse los muros de la ciudad maldita, está a favor de los combatientes; ella no ha cambiado; pero el ejército de Israel debe hacer maniobras, separarse en dos cuerpos; cinco mil hombres se ponen en emboscada y el resto del pueblo debe atraer a los defensores de la ciudad enemiga afuera de sus muros… mientras que en torno de Jericó la unidad de Israel había demostrado una realidad acompañando el arca de Dios como un solo hombre. Los espías habían dicho en sus informes contra Hai: que «suban como dos o tres mil hombres… porque son pocos». Ahora, es necesario que treinta mil hombres valientes –diez veces más– subiesen contra la ciudad. ¡Qué poca fuerza tenia Israel! ¡Cuán equivocados eran los informes dados… cómo está rebajado ante sus propios ojos! Además, era necesario subir de noche; frente a Jericó era en pleno día que todo tenía lugar; los unos deben ocultarse, los otros fingir la derrota… ¿Cómo enorgullecerse de esto?

Pero, se nos dirá: nos habéis mostrado que en Jericó no era cuestión de medios humanos, mientras que aquí: ¡cuántas combinaciones son necesarias para vencer a unos pocos hombres…! Respondemos: si os basta emplear medios que ponen de manifiesto vuestra incapacidad, que imprimen al hombre el sello de su entera debilidad, que lo humilla de modo que no encuentra otro recurso que el de huir delante del enemigo, enhorabuena pero, aunque lo quisierais, no lo podríais en realidad, querido lector, porque no son más en Hai que en Jericó los medios humanos que dan la victoria. Pero he aquí la diferencia: las disposiciones frente a Jericó fueron ordenadas de Dios para que su pueblo conociera el poder divino que le abría el camino, y que este procedía enteramente de Él; mientras que, en Hai, Dios ordena todos estos movimientos, no para vencer al enemigo, sino para que Israel conociera su propia debilidad. Lección muy distinta, por cierto, pero en uno como en otro caso, el poder divino no ha cambiado: es él quien ante Hai proporciona la victoria como la había proporcionado ante Jericó. Josué, que no había subido contra Hai la primera vez –detalle importante– es quien dirige ahora, personalmente, las operaciones; pero precisa esforzarse en Jehová su Dios: «no temas ni desmayes», le dice Dios (v. 1), y con la misma seguridad dada a la fe frente a Jericó, Jehová se la da ahora: «levántate y sube a Hai. Mira, yo he entregado en tu mano al rey de Hai, a su pueblo, a su ciudad y a su tierra». Josué está en la lucha; bajo la orden de Jehová, extiende la lanza que tiene en su mano hacia la ciudad… Josué no retrajo su mano que había extendido con la lanza hasta que hubo destruido a todos los moradores de Hai, permaneció extendida en todo lo largo del combate. Josué e Israel muestran su unidad; ¡ojalá la experimentáramos más plenamente nosotros con nuestro divino Josué!

A menudo se oye decir: ¡qué importan las divisiones! ¿no tenemos todos el mismo fin? ¿no combatimos todos para el mismo Señor? Aunque bajo banderas y nombres distintos, ¿no predicamos el mismo Evangelio?… Pero, preguntamos: ¿es esto lo que nos enseñan las verdades que venimos meditando? No, por cierto: una gran realidad predomina aquí: Israel no es más que un solo pueblo, uno en su victoria (Jericó), uno en su falta (el anatema), uno en su derrota (Hai), uno en el juicio contra el mal (Acor), uno, en fin, en la restauración como aquí. El pueblo de Dios actual, está dispersado, dividido, y nos contentamos con decir: ¿qué importa esto? Pues, ¿para qué murió Cristo, sino «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos»? (Juan 11:52). Y, después de haber pagado un precio tan grande para reunir en uno a sus rescatados, diremos: ¿qué importan nuestras divisiones?

Reparemos todavía en que la diversidad no es la división: ella se manifiesta en la unidad, y es precisamente lo que notamos en las operaciones contra Hai, como la habíamos notado en el séquito que acompañaba el arca en torno a Jericó: gente armada, sacerdotes, el pueblo, etc. aquí la emboscada toma la ciudad y le pone fuego; en este momento los veinticinco mil hombres con Josué, advertidos por el humo que sube de la ciudad presentan combate; en este momento, la emboscada que pegó fuego a la ciudad, se lanza para tomar parte en la lucha; luego, todos juntos tomaron a Hai. Hay pues diversidad en la operación, pero la acción es común; los ejércitos son uno bajo el mando que los dirige: Josué con su lanza extendida; y solo así se obtiene la victoria.

La Primera Epístola a los Corintios nos muestra la diversidad de los dones espirituales y la variedad en los cargos a favor de la Iglesia; pero todos ligados entre sí por el vínculo de un solo Cuerpo: «Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo; y hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo; y hay diversidad de actividades, pero el mismo Dios hace todas las cosas en todos… Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros (esto es la diversidad en la unidad), pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo (esto es la unidad en la diversidad), así también es Cristo», (cap. 12:4-6, 12). Estamos unidos en un solo Cuerpo, sin embargo, a cada uno le es otorgado su función y su tarea, la que nadie puede llenar más que el que la tiene; a cada uno es confiado un servicio distinto: no puedo hacer el tuyo, lector, ni tú puedes hacer el mío.

Ahora Israel ha vuelto a encontrar la comunión con Dios; en toda la escena desarrollada en torno a Hai, la presencia de Josué caracterizó de una manera bendita, la actividad entera del pueblo: se trata de entrar en guerra: «se levantaron Josué y toda la gente de guerra» (v. 3 ); se trata de los preparativos del combate: «Josué se quedó aquella noche en medio del pueblo» (v. 9); se trata de ponerse en marcha: «Josué avanzó aquella noche hasta la mitad del valle» (v. 13); se trata de atraer al enemigo: «entonces Josué y todo Israel… huyeron delante de ellos por el camino del desierto» (v. 15); se trata de herir al enemigo: «Josué y todo Israel… se volvieron y atacaron a los de Hai» (v. 21); se trata de la victoria definitiva: «Josué no retiró su mano… hasta que hubo destruido por completo a todos los moradores de Hai» (v. 26). ¡Ojalá siguiéramos al Señor con la misma humildad en la lucha espiritual en que Él nos ha empeñado!

La derrota de Hai tuvo por resultado enseñar a los Israelitas a conocerse mejor, y, a la vez, las exigencias del Dios que los conducía. Antes de considerar los resultados prácticos de esta enseñanza dada por Dios, junto con la disciplina, deseamos hacer un paralelo entre los capítulos 7 y 8 de Josué con el 20 y 21 del libro de los Jueces; solo unos cincuenta años distan los acontecimientos relatados en ellos. Es un hecho conocido que desde el capítulo diecisiete, este libro no sigue el orden cronológico de los acontecimientos y nos ofrece más bien, un cuadro moral de la situación reinante en Israel antes que se entrara en la época de los Jueces. La decadencia moral, inmediatamente después de la muerte de Josué, fue tan rápida como completa: la idolatría y la corrupción reinaban por todas partes, el comienzo y el fin de los capítulos que relatan los acontecimientos son marcados por idénticas palabras: «en estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 17:6; 21:25).

No existía ya ninguna dependencia hacia Dios y hacia su Palabra; la conciencia más o menos elástica del hombre era la medida de su conducta, cada uno la confeccionaba según su propio modo de ver. ¿Difiere mucho este cuadro moral de aquel que nos ofrece la cristiandad actual? ¿Qué ha pasado después de la muerte de los apóstoles? El declive no ha sido menos rápido ni menos completo; después del abandono del primer amor, y tras las primeras persecuciones permitidas por el Señor para hacer volver a la Iglesia al nivel del cual había caído, los principios perversos de la idolatría junto con la corrupción moral invadieron la cristiandad sin hablar del abandono de la verdad. Aparte de los principios corrompidos del papismo, la cristiandad protestante esclarecida propone más bien la conciencia de cada cual como guía en lugar de obedecer a la Palabra de Dios; si la Biblia ha sido entregada en cada mano, en vez de la sumisión a la misma, se pretende tener la libertad de interpretarla. ¿Cuál es el resultado? El desmoronamiento en infinidades de sectas y la confusión más absoluta: cada uno sigue su propia interpretación.

Es el cuadro que nos ofrece, en figura, el final del libro de los Jueces: una maldad horrible había sido cometida en Gabaa, una ciudad de la tribu de Benjamín; no era ya el anatema oculto de Acán, sino una vileza cometida al rostro de Dios y de los hombres: el capítulo 19 refiere todos los detalles. El desgraciado levita de que se trata, publica él mismo su oprobio, y no hay una sola tribu de Israel que no esté enterada. ¿Qué hará el pueblo? ¿Piensa en Dios quien solo le podría guiar con su Palabra? No; se abandona a su propio parecer; pero, Dios se valdrá del pecado de Gabaa como se valió del pecado de Acán para poner al desnudo el estado moral de Israel siguiendo el camino de la humillación y despertar en él la conciencia de lo que es debido a Dios. En este momento Israel está mucho más bajo, y su estado mucho más grave que delante de Hai; se muestran indignados de la abominación que Gabaa ha cometido contra Israel, y de la maldad manifiesta en la tribu de Benjamín, pero no tienen el menor pensamiento en cuanto al agravio hecho a Dios; y su gloria amancillada está absolutamente ausente de su espíritu. ¡Cómo comprueba ese olvido de Dios, el declive en que han caído! Nadie recuerda la admonición del sacerdote Finees a la tribu de Rubén, Gad y Manasés, que unos años antes hiciera: «¿qué transgresión es esta con que prevaricáis contra el Dios de Israel…?» (Josué 22:16).

A este olvido de Dios que podríamos llamar: el abandono del primer amor, sigue otro paso; toman medida y deciden, muy religiosamente, de quitar el mal de en medio de Israel, olvidando que ellos están atacados por el mismo mal. Después de haber tomado todas las medidas y disposiciones para la guerra, de haber enumerado sus soldados… solo después «subieron a la casa de Dios y consultaron a Dios» (Jueces 20:18). Esto es el camino de la caída, el espíritu y los factores que llevan a la derrota; los que, en todas partes de la cristiandad, notamos la existencia: nos proponemos un remedio que parece ser muy bueno, trazamos planes, arreglamos las cosas; y solo al final nos acordamos de consultar a Dios pidiéndole que nos ayude en nuestros propósitos.

El resultado de tan equivocados procedimientos, es el lamentable balance de la primera jornada: «derribaron por tierra aquel día veintidós mil hombres de Israel» (v. 21). Los que quieren quitar el mal son los vencidos… le cuesta caro al pueblo el meterse en asuntos ajenos… quieren ser los santos, o parecer mejores que los demás y pagan las consecuencias… ¡Bien hecho! ¡Ah, son las razones que a menudo se oyen en las congregaciones de los santos! «Los hijos de Israel subieron a Jehová y lloraron…» (v. 23). (¿quién había llorado antes de la batalla?), no es ya la indignación carnal lo que llena los corazones; su dolor es un dolor de conciencia, según Dios: el amor fraternal perdido, el espíritu de solidaridad se despierta, los malvados son sus hermanos; luego, preguntan a Jehová: «¿Volveremos a pelear con los hijos de Benjamín nuestros hermanos?» (v. 23). Esto es el primer fruto de una derrota y después de haber recibido una orden formal de Dios nuevamente presentan batalla: ¡pierden diez y ocho mil hombres! ¿Por qué una segunda derrota? Necesitan una obra más profunda con un resultado completo, y es Dios quien la quiere realizar en ellos. No era todo sentir dolor, proclamar los vínculos fraternales olvidados… era imprescindible también realizar un enjuiciamiento completo de sí mismo… había que remontar el camino del declive hasta encontrar la presencia de Dios y su comunión perdida: «Entonces subieron todos los hijos de Israel, y todo el pueblo, y vinieron a la casa de Dios; y lloraron, y se sentaron allí en presencia de Jehová, y ayunaron aquel día hasta la noche; y ofrecieron holocaustos y ofrendas de paz delante de Jehová» (v. 26). Además, reencuentran el arca del pacto de Dios y el servicio sacerdotal representado por Finees hijo de Eleazar, hijo de Aarón; es allí donde preguntan: ¿volveré aún a salir contra los hijos de Benjamín mi hermano…? Amor fraternal, profundo dolor, arrepentimiento, confianza en la presencia de Dios… todo está recuperado.

A partir de este momento vemos desarrollarse una escena que ofrece gran analogía con aquella de Hai: es necesario que Israel ponga una emboscada contra Gabaa, que huya delante de los rebeldes, que treinta hombres sean añadidos a sus bajas, que el fuego suba de Gabaa para servirles de señal… y así enteramente juzgado y la comunión con Dios encontrada, Israel puede realizar el penoso deber de juzgar al profano Benjamín. Pero, ¡qué de sollozos, qué de lágrimas después de la victoria… cuán diferente es esta con las de Josué! Después de esta victoria que es sinónima de una derrota porque el vencido es una tribu hermana, casi aniquilada por el juicio, con cuarenta mil bajas del pueblo causadas por la premura carnal de las decisiones primeras… hay, sin embargo, una restauración para las reliquias de Benjamín. Existe un bando en la congregación de Israel que es tratado con mayor rigor aún de lo que lo fue Benjamín: la ciudad de Jabes de Galaad, no se había preocupado de todo aquello, no «había venido al campamento, a la reunión» (21:8); era una indiferencia altamente evidenciada, una neutralidad que no tenía en cuenta el mal, peor todavía que la cólera carnal con la cual Benjamín se había alzado contra sus hermanos. Esta neutralidad frente al mal, tan a menudo manifiesta entre los cristianos, tuvo por consecuencia el exterminio de Jabes, sin cuartel.

8.2 - Resultado de la disciplina

Volvamos a Josué. Israel acababa de aprender por el sendero de la humillación que no podía tener ninguna confianza en sí mismo; esta experiencia lleva inmediatamente sus frutos: ¡que sea en lo sucesivo, la Palabra de Dios, la que dirija al pueblo! Para evitar nuevas caídas, no tienen mas que confiarse en ese guía tan infalible como seguro. Los versículos 27 al 35 nos muestran al pueblo y a su jefe obedientes al mandato de Dios: «conforme a la palabra de Jehová que le había mandado a Josué… como Moisés siervo de Jehová lo había mandado a los hijos de Israel, como esta escrito en el libro de la ley de Moisés… como Moisés siervo de Jehová lo había mandado a los hijos de Israel… no hubo palabra alguna de todo cuanto mandó Moisés, que Josué no hiciese leer delante de toda la congregación de Israel, y de las mujeres, de los niños, y de los extranjeros…».

Además, la humillación tuvo por efecto recordar al corazón de Israel y de Josué, su conductor, las prescripciones contenidas en el capítulo 27 de Deuteronomio. Además, leemos: «Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero» (Deut. 21:22-23). El rey de Hai ha sido colgado, a él se le aplica este artículo de la ley, y Josué la cumple al pie de la letra: «Y cuando el sol se puso, mandó Josué que quitasen del madero su cuerpo, y lo echasen a la puerta de la ciudad» (Josué 8:29). A vista humana esta conformidad con la Palabra de Dios no podría tener gran importancia; pero un corazón dócil que ha pasado por experiencias, no podía descuidarla, una desobediencia a este respecto habría llevado a Josué en el mismo error que le había acarreado tan severo castigo, es decir, el no tener en cuenta la santidad de Dios, tal como lo podemos ver por la ordenanza misma: «no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado; y no contaminarás tu tierra que Jehová tu Dios te da por heredad… No contaminéis, pues, la tierra donde habitáis, en medio de la cual yo habito; porque yo Jehová habito en medio de los hijos de Israel» (Deut. 21:23; Núm. 35:34). En una palabra, el Dios santo no podía morar junto con la mancha del pecado: lección bendita enseñada a Josué desde un principio, por el Jefe del ejército; aprendida entre las lágrimas en el valle de Acor; pero realizada aquí libremente en el día de la victoria, en Hai, por una conciencia ejercida en la escuela de Dios.

La condena del rey de Hai nos presenta todavía otra lección: no es sin motivo que el capítulo 21 del Deuteronomio reúne los dos hechos contenidos en los capítulos 7 y 8 de Josué, a saber: la separación del mal de en medio de la congregación y el enjuiciamiento del enemigo. Así debería suceder siempre: es necesario que la asamblea cristiana quite el mal que pudiera esconderse en ella antes de poder combatir y obtener la victoria sobre el enemigo que está fuera. Si el mal es tolerado entre los creyentes, no tendréis jamás la decisión y firmeza con que se ha de tratar al enemigo para colocarle en el único lugar que Dios le asignó, es decir en la cruz: «maldito por Dios es el colgado» (Deut. 21:23). En fin, nos llama la atención otra coincidencia: la horca en que fue colgado el rey de Hai, simboliza la maldición; pero he aquí que el mismo Israel se halla obligado a tomar idéntico lugar. ¿Dónde? En el monte Ebal, allí donde la maldición de la ley de Dios está pronunciada contra él; leamos más bien: «y mandó Moisés al pueblo en aquel día, diciendo… estos estarán sobre el monte Gerizim para bendecir al pueblo… y estos estarán sobre el monte Ebal para pronunciar la maldición… y hablarán los Levitas, y dirán a todo varón de Israel en alta voz: ¡maldito el hombre…!» y sigue doce veces la misma palabra (Deut. 27:11-26). Tal es la espantosa conclusión de la ley a la que Israel no podía escapar y bajo la cual se había voluntariamente colocado.

Pero amado lector, la maldición pronunciada en Ebal contra el hombre responsable y a la vez culpable, fue llevada en la cruz; Israel podía ver en la horca de Hai, un hombre colgar de ella… y en figura a uno mayor que el rey enemigo: al enemigo por excelencia… pero deshecho, aniquilado, es aquel mismo que vemos nosotros colgado: «como Moisés levantó la serpiente en el desierto» (Juan 3:14). Demasiado bien lo sabemos, la serpiente es la figura de quien originó el pecado y cuya ponzoña ha penetrado por la primera herida hecha y que ha pasado a todos nosotros… Pero, maravillosa gracia de Dios quien «condenó al pecado en la carne» de un sustituto: ¡su propio Hijo! (Rom. 8:3). La palabra: maldito, doce veces pronunciada en Ebal, el anatema que pesaba sobre los culpables, ha pasado para siempre en el juicio que cayó sobre Aquel que estuvo ahí por nosotros: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho maldición, por nosotros» (Gál. 3:13). He aquí pues la bendita relación que existe entre el monte Ebal y Gólgota, representado por el lugar donde estaba la horca del rey de Hai. ¿Es de extrañar que un altar es construido en el monte Ebal para esta circunstancia?

Allí Israel bendecido, en lugar de estar bajo maldición, se halla en condición para rendir culto: «entonces Josué edificó un altar a Jehová Dios de Israel en el monte Ebal… y ofrecieron sobre él holocaustos a Jehová, y sacrificaron ofrendas de paz» (v. 30-31). ¡Valioso resultado de la cruz…! ¿Qué habría sido de Israel, y del mundo entero si un altar no hubiera sido edificado en el monte mismo de la maldición? Gracias a Dios, la cruz se cambió en un «altar» de adoración, es de él también que la gracia provee de perdón y de salvación a favor de los transgresores; es el sacrificio de la propiciación que constituye el fundamento de toda adoración verdadera; esta tiene la cruz por punto de partida y por centro también; es allí donde se puso fin a nuestra maldición y es de allí a la vez de donde parten los rayos de la plena luz y gracia divina.

Sin embargo, esta misma gracia no ha debilitado la responsabilidad de los amados hijos de Dios; como lo sabemos, existen condiciones bajo las cuales se toma posesión del país: un duplicado de la ley de Moisés que las expresan, debía ser escrito sobre grandes piedras, levantadas y revocadas con cal… además esta ley debía ser leída en voz alta «a todo varón de Israel». Estas grandes piedras que Josué debía levantar en el monte Ebal, podían verse desde lejos, y, revocadas con cal, el resplandor de la luz añadía aún a su blancura… son estas mismas piedras, pero «piedras vivas», las que hallamos alzadas en los Evangelios a vista del mundo entero: María Magdalena, la pecadora en la casa de Simón, Zaqueo el publicano, la mujer Samaritana, el ladrón en la cruz… en fin, y el primero de todos: Saulo de Tarso. ¿Acaso descubrimos en ellas alguna negrura, alguna mancha que recordara la suciedad pasada?… Toda ha sido llevada por otro de quien a su vez recibieron su blancura inmaculada. Esas grandes piedras que eran emblanquecidas con cal, debían llevar el testimonio de la Palabra de Dios: «y escribirás muy claramente en las piedras todas las palabras de esta ley» Deut. 27:8). Notemos, un detalle muy importante: jamás se hubiera podido escribir el testimonio de Dios sobre ellas, antes de haber sido emblanquecidas… para ser la letra de Cristo, es menester que el pecador haya sido lavado de sus pecados: «habéis sido lavados» –escribe el apóstol a los Corintios (1 Cor. 6:11)– luego: «siendo manifiesto que sois una carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones de carne» (2 Cor. 3:3). Al terminar este cuadro, notemos que el Israelita, allí sobre el monte Ebal, no podía hacer otra cosa que regocijarse delante de Jehová su Dios (Deut. 27:7).

9 - Capítulo 9: El ardid de Gabaón

A medida que avanzamos en el estudio del libro de Josué, aprendemos a conocer al enemigo bajo nuevos aspectos como también nuevas debilidades de los combatientes: Satanás sabe hacer la guerra, dispone sus baterías de distintos modos, sabe atacar de frente o aplastar por una mayoría abrumadora, pero sabe también usar rodeos, engañar por medio de mil astucias.

En este capítulo, hallamos más bien lo que la Epístola a los Efesios llama: las asechanzas del Diablo, y es en contra de ellas que la Palabra de Dios nos previene expresamente dándonos la capacidad necesaria, para discernirlas, siendo confortados en el Señor, en el poder de su fuerza y revestidos de toda la armadura de Dios para poder estar firmes en contra de ellas… (Efe. 6:11). Esta misma epístola, como los primeros capítulos de Josué, nos muestra el poder de Dios obrando bajo distintos aspectos: «la excelente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la operación de la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos» (cap. 1:19-20), corresponde al paso del río Jordán. «El ser fortalecidos con poder en el hombre interior, por su Espíritu» (cap. 3:16), corresponde a los alimentos y la Pascua que ofrece el capítulo 5 de nuestro libro. En fin, «fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza», como la exhortación a vestirnos con toda la armadura de Dios, «contra las artimañas del Diablo» (cap. 6:10-11), corresponden a su vez al discernimiento que se necesitaba para desbaratar el ardid de Gabaón…

Jericó había sido el obstáculo en apariencia invencible, que frente al poder de la fe, había caído; Satanás no se había desanimado, se introdujo en Israel mediante la codicia de Acán. Frente a Hai, Satanás experimenta una nueva y aplastante derrota; sin embargo, no se tiene por vencido, sabe encontrar otro medio para penetrar entre los combatientes que descuidan un aspecto de la armadura con que tienen que estar revestidos. Los instrumentos con que Dios se digna emplear para el combate, son de dos clases: «lo necio del mundo escogió Dios… lo débil del mundo escogió Dios… Dios escogió lo vil del mundo… para que ninguna carne se gloríe ante Dios» (1 Cor. 1:27-29). ¿Puede acentuarse más la nulidad de estos instrumentos? Sin embargo, como lo vimos ya, Dios se digna emplear instrumentos que a vista humana son de gran valor y que podrían marchar a la lucha tal como han sido preparados; ejemplo un Moisés, instruido en toda la sabiduría de los egipcios, o un Saulo de Tarso: erudito, religioso, de recta conciencia; instrumentos a quienes parece no faltar nada. Tanto aquellos como estos deben pasar por la escuela de Dios.

La conciencia de nuestra nulidad nos guarda constantemente bajo la dependencia de la mano que se digna emplearnos; y es de esta forma como estaremos en el camino donde se halla el poder de Dios. La expresión de esta dependencia es la oración; y al terminar la descripción de las distintas piezas de la armadura de Dios, el apóstol dice: «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia y súplica» (Efe. 6:18). La oración continua, perseverante, expresa una dependencia habitual; pues bien, ¿cuál fue la falta capital de Israel en el relato que nos ocupa ahora? Hela aquí: «no consultaron a Jehová» (v. 14). Hemos visto al final del capítulo anterior, qué importancia la palabra de Dios –la espada del Espíritu de Efesios 6– había vuelto a tomar a los ojos de Israel; ahora se olvidan de hablar a Dios para estar en comunión con él en cuanto a sus pensamientos, respecto al problema que han de solucionar.

Observemos en qué forma Satanás logra hacer perder a Israel el sentimiento de su dependencia: intimida al pueblo mediante un espectáculo pavoroso, alinea todas sus baterías: «Cuando oyeron estas cosas todos los reyes que estaban a este lado del Jordán, así en las montañas como en los llanos, y en toda la costa del mar Grande delante del Líbano, los heteos, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, se concertaron para pelear contra Josué e Israel» (v. 1-2). Satanás comienza por detener los ojos del pueblo de Dios en este formidable poder, pronto a anonadarle; luego, sin transición por así decirlo, él mismo les ofrece su propio recurso: aquí tenéis a vuestros enemigos… parece decirles: «Mas los moradores de Gabaón, cuando oyeron lo que Josué había hecho a Jericó y a Hai, usaron de astucia; pues fueron y se fingieron embajadores, y tomaron sacos viejos sobre sus asnos, y cueros viejos de vino, rotos y remendados, y zapatos viejos y recosidos en sus pies, con vestidos viejos sobre sí; y todo el pan que traían para el camino era seco y mohoso» (v. 3-5), así vinieron a Josué al campamento en Gilgal. Para este encuentro, Israel no está preparado, no está vestido de toda la armadura de Dios, una de sus piezas le falta, la última: la oración: «no consultaron a Jehová».

¡Cómo se sabe disfrazar Satanás! Viene con cueros de vino, zapatos, vestidos, pan, etc., pero todo lo que lleva es viejo, roto, mohoso, y para engañar mejor, dice que viene desde lejos: «tus siervos han venido de tierra muy lejana» (v. 8) pero, agregan: «nosotros somos tus siervos», aquí nos tenéis para ayudaros, parece decir Satanás, «haced ahora alianza con nosotros» (v. 11). Los conductores, los príncipes no tuvieron en cuenta lo que el pueblo, «los hombres de Israel», sospecharon por un momento: «y los de Israel respondieron a los heveos: quizás habitáis en medio de nosotros». Este discernimiento está acompañado con la humildad y es a esta que pertenece un ojo sencillo, que tiene la inteligencia según Dios; y agregan: ¿cómo pues, podremos hacer alianza con vosotros? Sin embargo, a Israel le falta el arma necesaria para descubrir la astucia del enemigo ¿quién hubiera desenmascarado a Satanás sino Jehová?

A su vez, Josué parece carecer de la misma arma, en vez de consultar la boca de Jehová, pregunta al enemigo: ¿Quién sois vosotros y de dónde venís? Nada más peligroso que entablar una conversación con Satanás, Eva lo experimentó por su parte. El enemigo contesta: «Tus siervos han venido de tierra muy lejana, por causa del nombre de Jehová tu Dios; porque hemos oído su fama, y todo lo que hizo en Egipto», se reconoce la voz del que es mentiroso, desde el principio; «Por lo cual nuestros ancianos y todos los moradores de nuestra tierra nos dijeron: Tomad en vuestras manos provisión para el camino, e id al encuentro de ellos, y decidles: Nosotros somos vuestros siervos» ¡Qué buena ocasión para Israel, esta gente viene con loables intenciones, buscan alianza con el pueblo de Dios, reconocen su supremacía moral… «nosotros somos vuestros siervos», dicen a Josué, cosa bien hecha para predisponerle favorablemente… en fin, proclaman el poder del Dios de Israel, lo que ha hecho en Egipto, en el desierto, pero –notémoslo– no dicen nada de lo que Dios ha hecho en Canaán. Satanás se traicionaría si hubiese hablado directamente de Cristo, de su victoria sobre la muerte y de su subida a los cielos… Puede acreditar a los siervos de Dios: «¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, que anuncian el camino de salvación!» (Hec. 16:17) y a veces dice mucho más.

Vosotros lo veis, los gabaonitas tienen un carácter de lo más delineado, de convicciones religiosas acentuadas, y llegan en Gilgal pues, sobre el terreno reconocido de Dios, se dicen embajadores por causa del nombre de Jehová… sí, pero ellos son cananeos disfrazados: el mundo bajo las apariencias de piedad. Israel, hasta este momento, había sido guardado de acudir a algún recurso humano; pero, ¿cómo resistir a aquellos que profesan el mismo credo, y tienen las mismas aspiraciones? Una alianza ¿no es cosa legítima? “Conocemos a Jehová como vosotros… somos vuestros siervos, y en caso de necesidad podríamos ayudaros a combatir”, este es el lenguaje corriente hoy día, y se llama el ecumenismo… «Edificaremos con vosotros –dicen los enemigos de Judá y Benjamín– porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios» (Esd. 4:2); aquí Satanás ofrece su ayuda para edificar el templo de Dios. ¡Ah! Cuán lejos están Josué e Israel de sospechar que estos embajadores “en nombre de Jehová”, son los cananeos que deben exterminar, caen en el ardid, pese a la advertencia divina dada por el común del pueblo: «quizás habitáis en medio de nosotros, ¿cómo, pues, podremos hacer alianza con vosotros?». Helos aquí enredados en compromisos porque descuidaron consultar a Dios; Josué hizo paz con ellos, los príncipes de la congregación les juraron en el nombre de Jehová… tomaron de las provisiones de ellos, señal de comunión, y la alianza fue concluida.

Un elemento ajeno, mundano, esta introducido en Israel; y esto, en el momento más critico cuando todas las naciones de los cananeos están unidas para aplastarlos. ¡Artificio diabólico, Satanás ha alcanzado su propósito! Sabe muy bien que, desde el momento que el mal ha sido introducido en el campamento de Dios, toda empresa le resultará fácil. Tuvieron más discernimiento los constructores del templo cuando el enemigo vino a ofrecerles su ayuda en la obra: «nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel» –contestaron (Esd. 4:3).

Estas cosas, ¿no nos recuerdan la propia historia de la Iglesia? Los cristianos se dejaron fácilmente seducir por las apariencias de una religión terrenal, el judaísmo, que trataba de penetrar en el ambiente, predicando «un evangelio diferente» (Gál. 1:6), haciendo perder de vista a la Iglesia su posición celestial: es la lucha en la cual estaba empeñado el apóstol Pablo entre los gálatas… ¡Cuántas dificultades tuvieron para poner en fuga al enemigo que venía diciendo: «a menos que os circuncidéis según la costumbre de Moisés, no podéis ser salvos!» (Hec. 15:1); no tuvieron siempre el discernimiento y la energía de Pedro y Juan para rechazar el dinero ofrecido por Simón, quien quería el poder de dar el Espíritu Santo; hasta que, Satanás habiendo ayudado a luchar y a construir, entró en la Iglesia (Apoc. 2:13). En adelante ¡ah!, el combate no tendrá lugar con los enemigos de afuera solamente, se tratará también de hacer frente al poder de Satanás, adentro, en la misma Iglesia.

La infiltración de los gabaonitas en Israel, y del mundo en la Iglesia, nos hace recordar la parábola del Señor: «el reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando la hierba brotó y produjo fruto, entonces apareció también la cizaña» (Mat. 13:25-30). Es lo que ocurrió aquí: pasados tres días después del concierto con estos extraños, «oyeron que eran sus vecinos, y que habitaban en medio de ellos». A veces se necesita más tiempo que tres días para descubrir que los que han sido introducidos en la congregación no son verdaderos cristianos y solo después de una larga noche de espera cuando el clamor se hace oír: «Ya viene el esposo», se manifiestan entonces entre aquellos que duermen, los que poseen verdaderamente la vida (Mat. 25:8).

La gracia de Dios fue activa a favor de la Iglesia como también lo fue para Israel en el caso de los gabaonitas; si el mal penetró, este no tuvo el desarrollo que Satanás esperaba; aunque el primer resultado que observamos es el desorden: «y toda la congregación murmuraba contra los príncipes». Sin embargo, no había otra solución sino soportar la presencia de los que habían dejado entrar por su propia negligencia: «nosotros les hemos jurado por Jehová Dios de Israel, por tanto, ahora no les podemos tocar. Esto haremos con ellos, les dejaremos vivir, para que no venga ira sobre nosotros a causa del juramento… y fueron constituidos leñadores y aguadores para toda la congregación…» (v. 21). La primera murmuración que se oyó en la Iglesia provenía de una diferencia racial: las viudas griegas eran desatendidas en el servicio diario, una rivalidad carnal les hizo olvidar que «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre», pero la solución a este mal, trajo también «leñadores y aguadores para toda la congregación», es decir la elección de siete varones llenos del Espíritu Santo para servir a las mesas (Hec. 6:1-7). Tal es la gracia de Dios obrando a favor de la Iglesia para subsanar un mal que había dejado introducir por haber descuidado la Palabra de Dios. «Y llamándolos Josué, les habló diciendo: «¿por qué nos habéis engañado?» –Josué reconoce pues su error– «Ahora, pues, malditos sois, y no dejará de haber de entre vosotros siervos, y quien corte la leña y saque el agua para la casa de mi Dios… y para el altar de Jehová». Josué coloca a los gabaonitas en el lugar donde había perecido el rey de Hai, el de la maldición, pero también era ese mismo sitio donde Israel había sido colocado sobre el monte Ebal, pero liberado por el sacrificio ofrecido en el altar; a su vez, los gabaonitas están preservados del juicio solamente por el nombre de Jehová evocado equivocadamente por los príncipes del pueblo, pero tienen también el privilegio de servir al altar de Jehová donde, como para Israel, el sacrificio les libraba de la maldición.

Otra verdad se desprende del ardid de Gabaón. Israel debía soportar la presencia de extraños; así sucedió para la Iglesia, hemos de sufrir las consecuencias de nuestra infidelidad y errores; la humillación por el mal introducido en la Casa de Dios; pero si somos fieles, podremos discernir lo que es verdaderamente de Dios, de lo que lleva solamente su nombre. Es la Palabra la que discierne esa mezcla, nos la revela, y la fe abandona la «cizaña», el mundo religioso, bajo su maldición; usando a la vez de gracia a su favor; no podemos arrancar la cizaña: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega», dijo el dueño»; solo el juicio de Dios hará la separación (Mat. 13:28-29).

No es todo: la historia de los gabaonitas no se termina en el libro de Josué; vemos claramente que el propósito de Dios no era de ninguna manera quitarles el lugar que habían usurpado en la asamblea de Israel; elegido después y dado por Jehová. El rey Saúl, cuatro siglos después, animado por un celo carnal ajeno a los pensamientos de Dios, extermina los gabaonitas. ¿Invalidaron el juramento de Jehová cuatro siglos transcurridos? No pasó tal cosa. La infracción al juramento no queda sin castigo: en tiempo de David una calamidad cae sobre Israel; David busca a Jehová, y se entera de su causa: «Es por causa de Saúl, y por aquella casa de sangre, por cuanto mató a los gabaonitas» (2 Sam. 21:1). La carne que ha introducido el mal, no tiene otra cosa más apurada que hacer sino, desembarazarse de las consecuencias que la molesta; el camino de Dios es muy distinto y va por una dirección opuesta al de la carne; es menester que sus hijos sean conscientes del mal que han dejado introducir. En el tiempo del profeta Ezequiel, Jehová ordena al Ángel, poner una señal en la frente de los que gimen y claman a causa de las abominaciones que se hacen en medio de Jerusalén. Tal era la voluntad de Dios: gemir por el mal introducido, separarse de él, y esta señal será a su vez el medio de poner, a aquellos que la llevan, al abrigo del destructor. Esta es la conducta que hemos de seguir; si podemos discernir entre el trigo y la cizaña, no hemos de arrancarla sino separarnos del mal: «apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19). Esto es lo que un cristiano mundano nunca aprende: en primer lugar, la presencia del mundo en la Iglesia no lo humilla, al contrario, pretende que es imposible distinguir entre un verdadero hijo de Dios y un cristiano nominal o exigir la separación del mal.

Amado lector cristiano: no se trata de tomar la espada para exterminar el mal sino separarnos de él; sin embargo, cuántas veces la historia de la Iglesia se manchó de casos como el de Saúl: la exterminación de los herejes, verdaderos o supuestos, no es sino la repetición del crimen de Saúl; y este será vengado sobre aquellos mismos que lo han cometido como lo fue para la casa de Saúl; sus siete hijos fueron ahorcados, hechos a su vez, maldición de Dios (2 Sam. 21:9). La luz que se necesita para diferenciar un hijo de la raza maldita –pero creyente– de un Israelita según la carne, brilla con vivo esplendor en el verdadero hijo de David: «Saliendo Jesús de allí, se marchó a la región de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que había salido de aquella región, gritaba diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija está gravemente atormentada por un demonio. Pero él no le respondió palabra… Pero ella se acercó y se postró ante él, diciendo: ¡Señor, ayúdame! Pero él le respondió: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perros. Ella dijo: ¡Así es, Señor; pero hasta los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos! Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: ¡Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo como quieres!» (Mat. 15:21, 28); cananea, sí, según la carne, pero hija de Abraham según la fe.

Quiera el Señor que dependamos continuamente de Él para discernir, mediante su Palabra, lo que es nacido de Dios, de lo que aparenta llevar su nombre; como también tener los ojos abiertos para descubrir las asechanzas del Diablo y poder rechazarlas llevando toda la armadura de Dios. ¡Nos guarde Dios de perder de vista las cosas celestiales o rebajar nuestro cristianismo hasta no ser algo bastardo que compartimos con el mundo!

10 - Capítulo 10: La victoria de Gabaón

Antes de entrar en este nuevo tema, deseamos hacer una o dos observaciones importantes. Más meditamos estos primeros capítulos de Josué, más también nos llama la atención el papel que Satanás, el adversario, juega en la lucha entre Israel y los cananeos. Tiene un concurso de circunstancias para cada ocasión: sin que lo sospechen, es él quien conduce a los hombres, sugiriéndoles resoluciones, que estos creen tomadas y elaboradas por su propio albedrío; así el Diablo alcanza su propósito y a veces valiéndose de los mismos hijos de Dios que tuvieron el desatino de prestar oído a sus seducciones. En medio del formidable funcionamiento del mundo y de sus innumerables actividades, Satanás se oculta de tal manera, que ningún síntoma extraordinario permite sospechar su presencia. Y es tan poco aparente su existencia que muchos hasta llegan a negarla: ¿qué tiene que ver Satanás con circunstancias tan naturales, la política, las ambiciones humanas, las luchas entre los pueblos…?

Y después de todo, ¿quién tiene razón en esta lucha? ¿En qué bando está la verdadera causa? ¿Cuál es el agresor? ¿Dónde se encuentra el espíritu de crueldad y de exterminación? Pesemos los hechos, seamos equitativos, decidamos… oigo, peso, y me pongo a favor de los cananeos, el morador y dueño de estos lugares, contra Israel el invasor; o sea por Satanás, contra Dios; me he equivocado; el enemigo logró por los hechos mismos hacerme esconder a Dios. Para discernir la verdad y obtenerla debo abrir la Palabra de Dios y escuchar solo a Él; es ella que me revelará la verdad, la luz, la justicia, la santidad… Desde luego, estando del lado de Dios, mi alma no tendrá dificultad para juzgar entre el bien y el mal; y Satanás será desenmascarado, sus designios expuestos a pleno día.

Sin embargo, el adversario no se tiene por vencido: para engañar a las almas, se ataca directamente a los portadores de la Palabra de Dios, a los que llevan la espada del Espíritu y su testimonio. Penetra en su corazón mediante la codicia y después de haber cumplido su obra corruptora, el mundo pregunta: ¿Son estas personas mejores que las demás? ¿Hablan de separarse del mal? Ved a Acán, a los gabaonitas… ¿Hablan de humildad? Ved su confianza en sí mismos, su orgullo espiritual… Estos argumentos oídos a menudo penetran en las almas, influenciadas por estos; y el enemigo, logra hacerles rechazar a Dios. Otra observación se deduce de las anteriores: Satanás tiene dos grandes medios para corromper a los hijos de Dios: el primero es el anatema, la codicia, el mundo introducido en el corazón; el segundo es la alianza con Gabaón: el mundo introducido en nuestra conducta. A través de toda nuestra carrera cristiana, debemos ser guardados de estas dos trampas; y siempre como de nuevo, esta pregunta se plantea: ¿basta el Señor a mi corazón, o buscaré la atracción que el mundo me ofrece? ¿Existe algún medio para permanecer fieles cristianos, nada más que cristiano en nuestro corazón como en nuestra conducta o si debo vivir unido al mundo, aun con su apariencia religiosa? Satanás logró arrastrar a la Iglesia en estas dos trampas; como Israel, comenzó por el anatema: la historia de Ananías y Safira es la de su primera caída; luego concluyó aliándose con el mundo tal como lo tenemos a nuestra vista hoy día.

Una nueva confederación de reyes se organiza, dirigida esta vez, no contra Israel sino contra Gabaón, así comienza nuestro capítulo: «Por lo cual Adonisedec rey de Jerusalén envió a Hoham rey de Hebrón, a Piream rey de Jarmut, a Jafía rey de Laquis y a Debir rey de Eglón, diciendo: Subid a mí y ayudadme, y combatamos a Gabaón; porque ha hecho paz con Josué y con los hijos de Israel» (v. 3-4). Parece aquí que Satanás lucha contra sí mismo, pero es una de sus artimañas para lograr una victoria. « 6 Entonces los moradores de Gabaón enviaron a decir a Josué al campamento en Gilgal: No niegues ayuda a tus siervos; sube prontamente a nosotros» (v. 6). ¿Subirá Israel a socorrer a Gabaón o la dejará exterminar por otros? Este sería un medio excelente para desembarazarse de las consecuencias de su falta; pero ¿dónde estaría la rectitud ante Dios? ¿Qué sería de su humillación y disciplina? Y, por otra parte, subir contra el enemigo significaría aceptar definitivamente el compromiso con los gabaonitas, y aparentar alianza con el mundo. Satanás suele presentar semejantes dilemas: ¡cuántas veces los ha puesto a través del camino de Cristo, el hombre perfecto! Fariseos, saduceos, herodianos han sido sus medios; el asunto del tributo para pagar a César, el adulterio de una mujer, fueron algunos de sus ardides. Y nosotros, ¿cómo podremos salir siempre victoriosos de estos dilemas? Por la sencilla dependencia hacia Dios realizada en Gilgal, expresada por la oración. A menudo hemos notado que el solo hecho de estar en Gilgal no preservó a Israel de un error: los gabaonitas habían ido a Gilgal para hablar a Josué, y allí se había dejado engañar. Esto nos muestra que lo que falta a menudo, para nosotros, es la aplicación práctica de la circuncisión; es decir el despojamiento de una confianza propia: «Mortificad, pues, vuestros miembros terrenales» (Col. 3:5), exhorta la epístola y esto significa que se debe estar en Gilgal (v. 6), subir de Gilgal (v. 7), y también volver a Gilgal (v. 15). La circuncisión y Gilgal son dos cosas inseparables como lo son la cruz y su poder aplicados a nuestro testimonio diario.

Hemos visto que el enjuiciamiento de sí mismo produce la dependencia hacia Dios, la que a su vez se manifiesta en felices comunicaciones con Dios, experiencia que el alma nunca había conocido antes; es lo que vemos en estos versículos: «Jehová dijo a Josué» (v. 8); Josué habla a Jehová (v. 12); y Jehová contesta a Josué (v. 14). Hay contacto permanente, una de las condiciones indispensables para luchar con Dios; el aliciente, el poder y la victoria son los frutos benditos de esta dependencia que mantiene nuestras almas en relación con Él. Por fin Israel se halla en condición para poder seguir sin trabas el camino hacia la conquista; pero, notemos aquí que no es tanto el pueblo como el mismo Dios que combate; es Jehová que turba al enemigo; es Él quien lo hiere, es Él quien arroja sobre ellos grandes piedras, y muchos más murieron de las piedras del granizo que los que los hijos de Israel mataron a espada; es Jehová quien entrega a Maceda, a Libna, a Laquis, es Jehová quien rae al enemigo; y que por otra parte, puede combatir libremente con sus ejércitos sin impedimento que quitar de en medio de ellos por la disciplina. Así los vemos obtener la mayor victoria que jamás haya sido consignada en la Palabra de Dios: «Entonces Josué habló a Jehová el día en que Jehová entregó al amorreo delante de los hijos de Israel, y dijo en presencia de los israelitas: Sol, detente en Gabaón; Y tú, luna, en el valle de Ajalón» (v. 12). Un día que dura veinticuatro horas a fin de permitir al pueblo recoger hasta el último de los frutos de su triunfo; «y no hubo día como aquel… y el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse». Si esto fue para la lucha «contra sangre y carne» (Efe. 6:12), cuánto más lo es para la lucha en el día de la gracia, el sol no se apresura en ponerse, Dios no está apurado para que el día de salvación se termine, aunque ya estamos a su ocaso, porque no quiere que ninguno perezca.

El Dios de la tierra y del cielo, el Creador del universo, proclama que Israel, este pueblo vencido ante Hai, engañado por los de Gabaón, cuya conducta habría podido cansar su paciencia, es objeto de su favor y, sin obstáculo lo puede llevar al triunfo: «Y no hubo día como aquel, ni antes ni después de él, habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre», débil figura del Hombre, Cristo Jesús, cuya voz atiende con agrado Dios y que nos lleva siempre en triunfo con Él, porque en tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido (2 Cor. 2:14; 6:2). Cuando la gracia manifiesta su poder hasta hace volver atrás al sol: el piadoso rey Ezequías pudo comprobar que Dios no estaba apurado en apagar la luz de su testimonio, hace volver al sol atrás de diez grados, y le da quince años más de vida; demasiado pronto reinó Manasés, el impío rey que le sucedió.

Nada era demasiado elevado para Josué, conociendo el corazón y la voluntad de Dios, podía pedir hasta que los cielos, el sol y la luna se pongan al servicio de sus amados; como nosotros, si la Palabra de Dios permanece en nuestro corazón, podremos pedir al Padre todo lo que queramos (Juan 15:7). Desde entonces Israel marcha de victoria en victoria: Maceda, Libna, Laquis, Gezer Eglón, Hebrón y Debir son las siete etapas victoriosas al tomar posesión de la heredad de Jehová. Cinco reyes son apresados en la cueva misma donde se escondieron; pero no es el momento de matarlos «Entonces Josué dijo: rodad grandes piedras a la entrada de la cueva» (v. 18-19), se les debe guardar presos allí donde se refugiaron: en la oscuridad de una cueva.

El príncipe de las tinieblas no tendrá otro lugar que estas mismas como su porción, y será arrojado en el abismo, allí donde están despeñados los ángeles que pecaron guardados con cadenas y prisiones de oscuridad (2 Pe. 2:4; Apoc. 20:1-3). Satanás, la muerte y la gehena, estos «reyes enemigos» han sido ya vencidos por la cruz, pero, esperando el día cuando el Dios de paz quebrantará a Satanás debajo de nuestros pies, recojamos “sin detenernos” los frutos de nuestra victoria, mientras dura el día de la gracia. «Acercaos, y poned vuestros pies sobre los cuellos de estos reyes. Y ellos se acercaron y pusieron sus pies sobre los cuellos de ellos» (v. 26), nos parece oír al Señor decir a sus discípulos: «Mirad, os he dado potestad para pisar serpientes y escorpiones y sobre todo el poder del enemigo; y nada os dañará» (Lucas 10:18-20).

Primicias de victorias futuras, «porque es menester que él reine hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies. El último enemigo que será destruido es la muerte» (1 Cor. 15:25 -26). El versículo 27 detiene todavía nuestra atención: en una experiencia precedente Josué había podido discernir cómo actuar según Dios porque había sido hecha con Él, está acostumbrado a lo que conviene a la santidad de Dios: no deja colgados en los maderos a estos cinco reyes vencidos, a la caída del sol los hace quitar de los maderos y echarlos en la cueva donde se habían escondido. Además, esta referencia nos hace recordar que es en la cruz donde Satanás fue vencido y que las tinieblas serán su suerte por la eternidad: «pusieron grandes piedras a la entrada de la cueva, las cuales permanecen hasta hoy» (v. 27). ¡Cuán gran contraste advertimos ante la tumba de Lázaro donde el Señor ordena: «quitad la piedra» (Juan 11:39); y mayor aún en el sepulcro del Vencedor de la muerte de cuya entrada un ángel rodó la piedra para siempre!

11 - Capítulo 11

11.1 - La victoria de Hasor

Llegados a la descripción del combate final que entrega definitivamente toda Canaán a Israel, recordemos que la toma de posesión es el motivo importante del libro de Josué; y que el país de la promesa corresponde para nosotros a las regiones celestiales. Pero en medio de los bienes que constituyen nuestras bendiciones espirituales, tenemos una porción especial; es Cristo. Somos bendecidos en Cristo; si Dios quiere que nuestros corazones se apoderen de las riquezas de Aquel en quien hemos sido elegidos, Él nos brinda los medios para ello porque por nuestra inteligencia y capacidades, nunca lo lograremos. Solo la fe, y el poder que nos da el Espíritu Santo nos podrán abrir estos tesoros: «buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1), esto es el lugar, pero: «sigo adelante –dice el apóstol– esperando alcanzar aquello para lo cual también me alcanzó Cristo», esta es la Persona, Cristo Jesús, por quien fui también alcanzado (Fil. 3:12).

Entre los capítulos primero y undécimo del libro de Josué, hallamos toda clase de dificultades, no obstante, Dios se vale de las experiencias descritas, siempre cuando el corazón es recto en su presencia, para enseñarnos a desconfiar totalmente de la carne y esperar plenamente en Él. Hemos de tomar una vez por todas la posición elevada, la única importante, aquella de un cristiano que, con sumisión a Dios, tiene su corazón en el cielo. En el capítulo once vemos una última confederación unida a la del capítulo nueve (estando destruida la del diez) para constituir un ejército formidable: «mucha gente, como la arena que está a la orilla del mar en multitud» (v. 4). Satanás trata ahora de aniquilar a Israel bajo la presión numérica; es la enemistad abierta, declarada, que el mundo profesa contra el pueblo de Dios. Ved los ejércitos del Diablo congregados contra la Iglesia: libertinos, sireneos, alejandrinos; ved a los ancianos de Israel, el concilio entero, todo el pueblo está en contra de los testigos del Señor, ved la multitud apedrear a Pablo (Hec. 14:19), agolparse el pueblo contra Pablo y Silas (Hec. 16:22), a todo el mundo reunido para la batalla del gran día del Dios Todopoderoso (Apoc. 16:14). Llegando a su paroxismo la enemistad de los hombres contra Dios, estos se confederan para hacerle la guerra, mientras que, de ordinario, se congregan con el fin de mejorar o reformar al mundo: sociedades políticas, filantrópicas, religiosas, desean civilizarlo. ¡Cuán poco sospechan los hombres, ah, aún los cristianos, que toda esta actividad en apariencia loable, no es más que una oposición oculta o disfrazada contra Dios! Dios no mejora al mundo: lo condenó en la cruz, lo declaró enteramente perdido; y si esta evidencia por humillante que sea, pero fundamental, no es aceptada, tampoco lo es la salvación por el sacrificio de Cristo: las hojas de higuera bastan entonces para tapar la miseria y el pecado del mundo o las cadenas para sujetar al poseído de los demonios.

En nuestro capítulo hallamos pues la guerra abierta contra Dios: desde el norte al sur, del oriente al occidente, todos «salieron, y con ellos todos sus ejércitos, mucha gente, como la arena que está a la orilla del mar en multitud, con muchísimos caballos y carros de guerra… y acamparon unidos junto a las aguas de Merom, para pelear contra Israel» (v. 4-5). La confederación que hallamos aquí tiene un jefe: Jabín, y un centro de reunión también, la ciudad de Hasor: «pues Hasor había sido antes cabeza de todos esos reinos» (v. 10). En principio esta coalición satánica se repite hoy en contra de todo «el que es nacido de Dios» (1 Juan 3:9), pero, este último vence al mundo, «y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe… sois fuertes, y la Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno» (1 Juan 5:4; 2:14). Observemos en estos dos textos que las armas de nuestra guerra son la fe y la Palabra de Dios; semejantemente al Señor tentado en el desierto los luchadores ponen en fuga a Satanás mediante las mismas armas: aunque para el caso de Josué, Dios reitera las palabras necesarias para fortalecerlo: «no tengas temor de ellos» (v. 6). Aquí reaparece la misma verdad: desde el final del capítulo ocho cuando en Ebal junto al altar y al arca de Jehová, la Palabra de Dios había sido leída y escrita sobre las piedras emblanquecidas, tomando su lugar en el corazón y los pensamientos de Josué y del pueblo. En el capítulo diez, estos textos nos indican que siguen en el camino de la obediencia (v. 27 y 40).

En el capítulo 11, esa Palabra viene a ser guía infalible y constante de ellos: «Josué hizo con ellos como Jehová lo había mandado» (v. 9), «como Moisés siervo de Jehová lo había mandado» (v. 12), «así Moisés lo mandó a Josué; y así lo hizo, sin quitar palabra de todo lo que Jehová había mandado» (v. 15-20). Respecto a esta obediencia, es digno de notar que Josué no se contenta con obedecer a un mandamiento particular, como lo vemos en el versículo nueve y como lo hizo también tantas veces antes, ni de confiar a otros el cuidado de cumplir lo que Moisés había mandado; ese valiente soldado de Dios, llegado al término de su importante carrera, no omitió nada de todo lo que Jehová había mandado a Moisés. La Palabra entera, tal como le había sido comunicada fue el objeto de una escrupulosa atención y a la vez dirigía su caminar; pudo realizar entonces lo que al comienzo de esa misma carrera Jehová le había encomendado: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (cap. 1:8). ¡Qué poder esa obediencia brinda al combatiente! En el capítulo 8, la Palabra de Dios, escrita en «piedras» del corazón, forma los pensamientos de Josué, aquí es la espada del Espíritu que arma su brazo: Satanás no puede nada en contra de ella, ¿son estas nuestras experiencias? ¿Nos lanzaríamos a la batalla sin habernos alimentado de ella?

Observemos todavía cómo en esta escuela divina se nos enseña a desechar todos los recursos del poder humano «confían en caballos; y su esperanza ponen en carros, porque son muchos, y en jinetes, porque son valientes», dice el profeta (Is. 31:1); pero estos recursos no son más que elementos para destrucción: «desjarretó sus caballos, y sus carros quemó a fuego… y a Hasor pusieron fuego… como Moisés siervo de Jehová lo había mandado» (v. 9, 11, 12). La cabeza de todos estos reinos, la capital del mundo no podría jamás llegar a ser el centro para el reino de Israel. Esta verdad permanece para siempre: trátese de Hasor, de Roma o de Babilonia. Nuestra ciudad es la Jerusalén celestial de la cual Dios es el fundador y el arquitecto; y si Babilonia no está todavía quemada a fuego como lo anuncia la Palabra (Apoc. 18:2; 19:3), que lo sea para nuestro corazón y nuestro espíritu. La destrucción de estas capitales nos enseña que todos los principios que gobiernan este mundo: políticos o religiosos, o lo que constituye su centro de atracción, deben ser ya juzgados, y desechados, como Israel lo ha hecho para Hasor: «el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14), dice el apóstol «viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene nada en mí»: dice el Señor, el modelo perfecto (Juan 14:30).

La espada de Jehová había cumplido su juicio y destrucción, Josué había sido el instrumento que la llevaba pues es fidelidad hacia Dios para el creyente, colocar al hombre natural enteramente y sin merced bajo la espada del juicio de Dios. Del «hombre en Adán», nada debe subsistir en la tierra de la promesa: «a todos los hombres hirieron a filo de espada hasta destruirlos, sin dejar alguno con vida. De la manera que Jehová lo había mandado» (v. 14-15). «La vieja naturaleza» no tiene su lugar ya en la vida del creyente, pero, el instrumento: nuestro cuerpo, puede ser presentado en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como lo habíamos presentado para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación lo presentamos a Dios para servir a la justicia (Rom. 6:13). «Tomó, pues, Josué toda aquella tierra, las montañas» conforme a todo lo que Jehová había dicho a Moisés; y la entregó Josué a los Israelitas, por herencia conforme a su distribución, detalle importante, es Josué que toma la tierra y la entrega por herencia a Israel como también es Cristo victorioso por quien tenemos nuestras bendiciones celestiales, y por quien Israel futuro heredará su tierra: «y Jehová será visto sobre ellos, y su dardo saldrá como relámpago… Y los salvará en aquel día Jehová su Dios como rebaño de su pueblo; porque como piedras de diadema serán enaltecidos en su tierra… y la heredaréis así los unos como los otros» (Zac. 9:14-17; Ez. 47:14); porque todas las cosas estarán reunidas en Cristo «para la administración de la plenitud de los tiempos, de reunir todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos como las que están en la tierra» (Efe. 1:10).

11.2 - Los anaceos

Satanás es derrotado, su último ejército destruido, sus ciudades tomadas, el botín, las bestias de aquellas ciudades, todos sus bienes caen bajo el poder de Israel que ahora podrá ofrecerlas a Jehová. ¿Qué queda aún para hacer? Israel encuentra, por fin, sobre su camino los tropiezos y motivos de espanto que lo habían hecho caer treinta y ocho años antes en el desierto, a esos anaceos, hijos de Anac, la «raza de los gigantes» que al parecer de los espías «éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos» (Núm. 13:34). ¿Qué impresión podrían producir ahora los hijos de Anac sobre el espíritu de aquel que marcha hacia adelante con el poder de la Palabra de Dios? La victoria está en él: «la Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno» (1 Juan 2:14). «Vino Josué y destruyó a los anaceos de los montes de Hebrón, de Debir, de Anab, de todos los montes de Judá y de todos los montes de Israel; Josué los destruyó a ellos y a sus ciudades» (v. 21). Como lo vimos, Josué recibía la Palabra de Dios, contaba sobre la promesa de Dios quien le había dicho: «Oye, Israel: tú vas hoy a pasar el Jordán, para entrar a desposeer a naciones más numerosas y más poderosas que tú, ciudades grandes y amuralladas hasta el cielo; un pueblo grande y alto, hijos de los anaceos, de los cuales tienes tú conocimiento, y has oído decir: ¿Quién se sostendrá delante de los hijos de Anac? Entiende, pues, hoy, que es Jehová tu Dios el que pasa delante de ti como fuego consumidor, que los destruirá y humillará delante de ti» (Deut. 9:1-3).

¡Ah, de qué manera nuestros temores pasados parecen pequeños y mezquinos cuando marchamos con Dios! ¿Qué es un hombre de seis codos y un palmo de altura, con una coraza de planchas de cinco mil ciclos de metal delante del Dios soberano, creador de los cielos y dominador de toda la tierra? ¿Y qué serán el Anticristo, la bestia romana y todos los reyes de la tierra congregados contra el Señor que desciende del cielo en llamas de fuego? (2 Tes. 1:8; 2:8).

12 - Capítulo 12: Enumeración de los reyes vencidos

Con este capítulo entramos en la segunda parte del libro de Josué; la primera que comprende los capítulos 1 al 11 nos ha detallado las victorias del capitán –figura de Cristo, cual poder del Espíritu Santo en los suyos– otorgando a Israel la entrada en posesión de las bendiciones prometidas. En el curso de sus victorias, el ejército de Jehová (y Josué mismo considerado como figura del cristiano sujeto a debilidades humanas) ha hecho numerosas e importantes experiencias. Estas no pueden faltar desde el momento que como instrumento de Dios el elemento humano entra en escena, estas experiencias constituyen para el ejército de Jehová, un aporte muy valioso para conocer lo que es ese mismo elemento humano, siempre malo, y quién es el Dios, su Dios, que las conduce. Pero el punto capital presentado en este libro es la actuación de la gracia divina a favor de Israel que le lleva a la victoria con el fin de establecerle en el país de la promesa, por una parte, y por la otra, el goce de Dios de esa misma herencia en los suyos (Efe. 1:18; 1 Crón. 29:11-14). Pero otro punto se puede considerar: la responsabilidad del pueblo una vez el país de Canaán confiado en sus manos.

Esta responsabilidad forma otro aspecto de la historia del pueblo de Israel, la que pertenece más bien al libro de los Jueces. También ¡qué contraste existe entre estos dos libros! ¡Qué lozanía y fuerza en el de Josué donde el poder del Espíritu de Cristo obra libremente en vasos débiles, pero llenos de ese poder! ¡Y qué caída repentina como completa se muestra en los Jueces cuando se ha levantado una generación que no ha conocido a Josué, y entregada a su responsabilidad para guardar la herencia que le fue confiada! La historia de la Iglesia nos ofrece idéntico contraste; leed los Hechos de los Apóstoles, leed la Primera Epístola a los Tesalonicenses con la Epístola a los Efesios; luego pasad a la lectura de la Segunda Epístola a Timoteo, la de Judas, los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis; y tendréis así la diferencia entre la obra perfecta de Dios, establecida en el comienzo del cristianismo, esparciendo alrededor de ella toda la fragancia de su origen, con el resultado de la obra confiada en manos humanas, la cual vino a ser como tal, el objeto del juicio de Dios, leed también los dos primeros capítulos del Génesis, luego pasad al tercero y experimentaréis la misma decepción.

Pero volvamos atrás. La primera parte del libro de Josué (cap. 1 al 11) concluye con estas palabras: «y la tierra descansó de la guerra». Después de la victoria se disfruta la paz. No nos da Dios la victoria sin hacernos gozar de sus frutos: si hemos marchado fielmente bajo la conducción del Espíritu Santo en el camino del combate, hallaremos el goce apacible de nuestros bienes celestiales; es esta recompensa la que nos presenta los capítulos que serán el objeto de nuestra meditación. La recompensa y el gozo del pueblo es también la recompensa y el gozo individual; después de las luchas y las victorias de Caleb, el valiente conquistador de la tribu de Judá, leemos: «y la tierra descansó de la guerra» (cap. 14:15). Amados lectores, ¿os desanima la lucha en la cual estáis empeñados? ¿Estaríais tentados de arrojar las armas y decir, esto es demasiado para mí? Tal vez os olvidáis que la lucha tiene como objeto el conducirnos a ese momento bendito cuando el Capitán dirá: «entra en el gozo de tu Señor» (Mat. 25:21, 23), después de haber peleado la buena batalla, acabado la carrera y guardado la fe, se espera la corona de justicia (2 Tim. 4:8). Además, esa parte del libro trata la repartición del país; si después de la victoria sigue la paz, esta misma nos permite el goce de la herencia. Pero, preguntamos ¿de qué modo disfrutó Israel de su heredad? Aquí también veremos surgir en el pueblo, al lado de la gracia de Dios (la que lo había conducido a la victoria) que le regala sus bienes, las mismas incapacidades y cobardías humanas demostradas anteriormente durante la lucha. Pero antes de entrar en este tema, notemos que el capítulo 12, al hacer la recapitulación de los reyes vencidos; treinta y tres, atribuye a Israel todas las victorias que Dios mismo ha obtenido por sus armas. Esto nos quiere decir que cuanto la gracia produce y cuanto la fe ha conquistado, el príncipe del ejercito de Jehová lo atribuye a sus soldados. Este es el glorioso cómputo que hace el capitulo 11 de la Epístola a los Hebreos para los santos del Antiguo Testamento, y el 16 a los Romanos para los de las nuevas filas, los del Nuevo Testamento.

Dios no hace la cuenta de nuestras victorias sino solamente cuando el combate está terminado; y es una verdad importante. Hasta tanto que no se haya alcanzado el fin de la lucha, el creyente no debe estar ocupado con sus victorias; mientras el apóstol no ha alcanzado la meta, se expresa de esta manera: «olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante» (Fil. 3:13). Si en plena carrera no se debe mirar atrás, detenerse es más que tiempo perdido; significa una cosa positivamente mala y peligrosa a la vez ya que los pensamientos y el corazón están distraídos de la meta; muchos ejemplos tenemos de esta verdad. ¡Ah! Cuando hayamos llegado a la meta, será tiempo entonces para pasar lista de nuestras victorias, y todavía no nos dejará Dios a ese cuidado, para no olvidar ninguna, él mismo las enumerará. Notemos que el capítulo 12 se divide en dos partes, la primera del versículo 1 al 6 enumera los reyes vencidos por Moisés; del versículo 7 al 24 los derrotados por Josué; en un solo capitulo la Palabra de Dios resume las victorias del maestro como las del discípulo. Y estas últimas son mayores: «en verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, hará también las obras que yo hago; y mayores que estas hará, porque yo voy al Padre» (Juan 14:12), y cuántas veces esta verdad ha sido verificada a través del libro de los Hechos de los Apóstoles, aunque desde arriba colaborando «el Señor, confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Marcos 16:20).

13 - Capítulo 13: Repartición de la tierra

Junto con este capítulo mencionaremos el contenido del resto de esta sección del libro, reservando el 14 para el tema de una meditación particular.

Todos los adversarios están vencidos, pero no todos desaparecieron. El poder enemigo permanecerá en el mundo hasta la manifestación del mismo Señor en gloria, luego, el postrer enemigo que será deshecho, será la muerte» (1 Cor. 15:25). Ahora bien, para Israel se trata de desalojarlos, porque mientras el adversario posea alguna porción del país de la promesa, el goce del pueblo de Dios no puede ser completo; además, la presencia del enemigo significa una ocasión permanente de caída. Si no es aniquilado, o si no se guarda bien «la entrada de la cueva» (Josué 10:18) donde está preso, no tardará en volver a levantar la cabeza, y si no puede tomar las armas para pelear, tratará de seducir al pueblo vencedor. Tal fue en efecto la trampa en que cayeron las huestes vencedoras, establecidas en Canaán: «Mas a los gesureos y a los maacateos no los echaron los hijos de Israel, sino que Gesur y Maaca habitaron entre los israelitas hasta hoy» (v. 12-13). Idéntica observación hacemos acerca de los jebuseos que habitaban en Jerusalén: «los hijos de Judá no pudieron arrojarlos; y ha quedado el jebuseo en Jerusalén con los hijos de Judá hasta hoy» (15:62); tampoco Efraín arrojó al cananeo que habitaba en Geser: «antes quedó el cananeo en medio de Efraín, hasta hoy» (16:10). En fin, hallamos el mismo reparo acentuado aún en cuanto a Manasés: «no pudieron arrojar a los de aquellas ciudades; y el cananeo persistió en habitar en aquella tierra» (17:12). Si los ejércitos de Israel demostraron más o menos energía y fidelidad para vencer a los cananeos aparentemente inofensivos, ni una sola tribu, sin embargo, estuvo a la altura de su cometido; ¿qué resultará para Israel la influencia del enemigo? Todos los principios mundanos e idólatras de los cananeos no tardaron en penetrar cual levadura en medio del pueblo de Dios quien otrora los había combatido; la confianza en sus propias fuerzas, la búsqueda de alianzas con las naciones vecinas en lugar de confiar en Dios, la idolatría, etc., eran tantos gérmenes morbosos que no tardaron en invadir al pueblo, que terminó por prostituirse con todos los dioses de los gentiles. La corrupción, la mentira, la injusticia, la violencia y la rebelión abierta contra Dios; en una palabra, lo que eran «las abominaciones de los amorreos», que motivó el juicio de Dios sobre ellos, vino a ser la triste porción del pueblo de Jehová. En fin, cosa espantosa es comprobar que Israel reemplazó, y se tornó por así decirlo en «hordas cananeas» que Satanás utilizó para ir al asalto contra el ungido de Jehová y los suyos.

Reparad en estos capítulos de nuestro libro los cuidados minuciosos que el Espíritu de Dios toma para definir las fronteras y las posesiones de cada tribu, para que cada una tomara conocimiento exacto de su porción en la herencia que le ha tocado en el país de la promesa. Este detalle tiene su aplicación para el pueblo cristiano: Dios ha dado a cada uno de los suyos un lugar definido, y una función en el Cuerpo de Cristo. Cada uno de sus miembros está en la obligación de ser consciente de su ubicación para obrar en consecuencia. La energía de la vida que mana de la Cabeza (que también es su corazón) debe hallar en sus miembros la disposición necesaria para el crecimiento, y contribuya a un común impulso: es a lo que nos exhorta el texto siguiente: «de quien todo el cuerpo, bien coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo, según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Efe. 4:16). Es lo que particularmente podemos notar en relación con las cinco hijas de Selofehad cuyos nombres la Palabra se digna mencionar varias veces: Maala, Noa, Hogla, Milca y Tirsa. Para entrar en el goce de su herencia, ellas se presentan ante la autoridad sacerdotal, el capitán del ejército y los príncipes del pueblo: les recuerdan la palabra que Jehová mandó a Moisés (cap. 17:3-4). Si esta Palabra había sido obedecida en todo lo largo de la lucha para la conquista, también debía ser obedecida para la repartición de la herencia. El elemento femenino acude a la autoridad más poderosa para obtener la porción de los bienes que la gracia les otorgó, ¡cuántas veces esta delicadeza se nota en las que estuvieron a los pies del Señor!

14 - Capítulo 14

14.1 - La porción de la tribu de Leví

Detengámonos ahora en las disposiciones divinas acerca de la tribu de Leví, son interesantes y tienen su aplicación actual: «Mas a la tribu de Leví no dio Moisés heredad» (cap. 13:33); «Jehová dijo a Aarón: De la tierra de ellos no tendrás heredad, ni entre ellos tendrás parte. Yo soy tu parte y tu heredad en medio de los hijos de Israel… toda la tribu de Leví, no tendrán parte ni heredad en Israel; de las ofrendas quemadas a Jehová y de la heredad de él comerán» (Núm. 18:20; Deut. 18:1-2). La heredad de Leví era por una parte el mismo Jehová, el Dios de Israel; y por otra, los sacrificios hechos por fuego a Jehová.

Es fácil alcanzar el significado espiritual como la enseñanza que nos ofrece esta disposición de Dios establecida para la tribu de Leví; hela aquí: nosotros no tenemos en este mundo ninguna herencia; nuestros privilegios, como pueblo celestial, consisten en estar delante de Dios, servirle, y aún poseerle a Él; nuestra comunión es con él en lugares celestiales, el apóstol Juan la puntualiza; nuestra comunión es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo (Mat. 11:27; 1 Juan 1:3). Pero como los hijos de Leví, nuestra porción es igualmente «las ofrendas quemadas a Jehová», es decir Cristo, según toda la perfección de su obra y persona ofrecida a Dios. Cristo, Hombre perfecto, tipificado en la ofrenda de flor de harina amasada y untada con aceite (el Espíritu Santo), y cubierta de incienso; Cristo: Cordero, víctima, holocausto, sacrificio… en fin, todo en lo cual Dios halla sus delicias desde siempre, y por la eternidad. Esta porción pues, es la nuestra, revelada por las Escrituras, y gozada por el Espíritu Santo.

Pero Cristo es nuestro Modelo también; él ha sido el levita sin mancha, el siervo perfecto, el lector y expositor de la Palabra de Dios; y el medio por el cual Dios bendice (Deut. 21:5; Neh. 8:7-8; Mal. 2:5-7). Cristo ha sido el levita por excelencia, de quien está dicho: «Tu Tumim y tu Urim sean para tu varón piadoso, a quien probaste en Masah, con quien contendiste en las aguas de Meriba, quien dijo de su padre y de su madre: Nunca los he visto» (Deut. 33:8); el hombre que no tuvo lugar donde reclinar su cabeza, pero quien agrega también: Jehová es la porción de mi parte y de mi copa, y contemplando su herencia celestial exclama: «Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa… Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado» (Sal. 16:5-6).

En fin, amados lectores, nuestra porción actual es la misma que tendremos en el futuro; pero en plenitud, cuando hayamos alcanzado la meta celestial de la cual gozamos las arras (Efe. 1:13-14). Para los hijos de Leví, sacerdotes y ministros de Jehová, llegará también el momento de su recompensa, gozando Israel la gloria del Milenio bajo el cetro del divino hijo de David. Así se la anuncia el profeta Ezequiel al recordar la fidelidad pasada de la tribu de Leví, y particularmente la familia de Sadoc: «Mas los sacerdotes levitas hijos de Sadoc, que guardaron el ordenamiento del santuario cuando los hijos de Israel se apartaron de mí, ellos se acercarán para ministrar ante mí… Y habrá para ellos heredad; yo seré su heredad, pero no les daréis posesión en Israel; yo soy su posesión» (Ez. 44:15, 28). Abrid ahora vuestras Biblias en los capítulos cuatro y cinco del Apocalipsis y estaréis ante una escena celestial en la cual notaréis la porción especial de los «ancianos» junto al Cordero inmolado; uno de ellos se acerca a Juan que llora porque nadie había sido hallado digno de abrir el libro de los consejos de Dios ni de mirarlo: «no llores», le dice, y le revela quien es digno de tomar el libro y de abrirlo; tal es el privilegio de la fidelidad.

14.2 - La perseverancia de Caleb

Después de haber considerado la porción particular que ha tocado en suerte a los levitas, deseamos demorarnos un poco también sobre este capítulo a causa de su importancia espiritual práctica; desde el versículo 6 hasta el 15, y el capítulo 15 desde el versículo 13 al 19, nos presentan a Caleb, quien encarna la perseverancia de la fe. El capítulo 13 del libro de los Números menciona a este hombre por primera vez; desde el desierto de Parán, Moisés había enviado a doce espías, uno de cada tribu para reconocer el país de Canaán. Entre ellos se hallaba Caleb hijo de Jefone de la tribu de Judá; con él esta nombrado Oseas hijo de Nun, de la tribu de Efraín al que Moisés llama Josué. Desde este momento el nombre de Caleb está tan íntimamente unido al de Josué que no se le puede separar. Tienen un mismo punto de partida como el mismo de llegada. Reconocen juntos el país de Canaán; marchan juntos a través de las largas y penosas jornadas del desierto, entran juntos en Canaán; así fue para once hombres que tuvieron como punto de partida los bordes del lago de Genesaret junto con Aquel que los llamó, hasta llegar en torno al trono celestial.

Sin duda están unidos por su carácter personal y particular de hombres de fe; pero se halla también otra razón bendita a esta asociación que la Palabra de Dios nos señala, hela aquí: Si Josué es un tipo de Cristo quien hace heredar a su pueblo el glorioso país de la promesa, por su parte Caleb quien marcha siempre a su lado, es figura del creyente que sigue junto a Cristo.

Estos dos hombres tienen todo en común: pensamientos, fe, confianza, valor; tuvieron un mismo punto de partida, tienen una misma marcha hacia adelante, y tienen una misma meta. Amado lector, ¿estamos asociados a Cristo de tal manera que no se pueda pronunciar nuestro nombre sin el suyo? ¿Saca su valor toda nuestra existencia del hecho de ser compañeros de Jesucristo? ¿Abriga el gran nombre de Cristo nuestro nombre, guardando, sin embargo, el primero su preeminencia? Así lo expresa el Salmo para los santos del Antiguo Testamento como la epístola para los del Nuevo Testamento: «Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Sal. 45:7; Hebr. 1:9).

Después de haber sido enviados por Moisés, Josué y Caleb con sus compañeros llegaron hasta Hebrón, luego pasan el arroyo de Escol de donde llevaron unas muestras de los magníficos frutos de tan ubérrima tierra. Pero, aunque Escol representa el bien celestial que gozamos ya cual arras de nuestra herencia, no es este lugar el que ha cautivado los ojos y el corazón de Caleb, como lo hubiéramos podido suponer; su fe le ha hecho hallar algo mejor todavía. Es Hebrón el sitio de su elección y este lugar donde puso el pie una vez, le ha sido dado por heredad perpetua como premio de su fidelidad. Desde entonces, durante cuarenta y cinco años, Caleb llevará el nombre de Hebrón escrito en sus afectos; y llegará el día en que se presentará delante de Josué y le pedirá ese monte del cual había hablado Jehová.

Hebrón no dejaba de tener una gran celebridad. Para los ojos de la carne, a la verdad, no podía inspirar más que temor. Allí moraban los formidables anaceos, cuyo solo nombre había hecho desmayar el corazón del pueblo. Pero qué formidable recuerdo ofrecía al alma de Caleb este lugar de la sepultura de sus antepasados. El lugar que representaba esos grandes recuerdos, llegaba a ser la recompensa de este hombre de Dios. Allí fue donde Abraham, el padre del pueblo, escogió su residencia (Gén. 13:18), (mientras Lot había preferido las llanuras de Sodoma); allí levantó un altar a Jehová y donde recibió la promesa de Dios (Gén. 18:1); pero Hebrón es, ante todo, de manera preminente, el lugar de la muerte. Primero lo fue para Abraham. Allí estaba una cueva, la de Macpela: la tumba de Abraham, Isaac, Jacob, Sara, Lea… etc.

Sí, Hebrón es, en efecto, el lugar de la sepultura, el lugar de la muerte; el fin del hombre. Pero, ¿qué hay que pueda atraer? Nada, si se trata del hombre natural; todo, si es la fe. Hebrón es un lugar especial donde el creyente encuentra el fin de sí mismo; es la cruz de Cristo. Más tarde (Josué 21) Hebrón se convierte en una ciudad de refugio y la propiedad de los levitas. Fue el punto de partida de la realeza de David (2 Sam. 2:1-4), pues fue en virtud de su muerte que Jesús fue resucitado y coronado de gloria, y la diadema de la realeza estará sobre su cabeza. Finalmente, es allí donde todas las tribus de Israel reconocen a su rey y vienen a hacerle sumisión (2 Sam. 5:1).

Macpela y su cueva fue el primer y único pedazo de tierra que poseyera Abraham: un lugar de sepultura, previendo ya lo que Pablo escribiera mucho más tarde «todas las cosas son vuestras… sea la vida, sea la muerte» (1 Cor. 3:22). Pero la muerte poseída por el poder de la fe en su Vencedor, en efecto: Sara la primera, luego Abraham, Isaac, Lea, Jacob… «en la fe murieron todos estos, no habiendo obtenido las promesas, pero las vieron y las saludaron de lejos» (Hebr. 11:13). Allí había hecho Jacob su residencia (Gén. 37:14), desde este lugar envió a José, su amado hijo, en busca de sus hermanos quienes apacentaban las ovejas en Siquem, como lo hiciera Dios enviando a su Hijo en busca de los suyos. Sí, Hebrón es bien el sitio del sepulcro, el fin del hombre; y si nada puede allí atraer al hombre natural, cuando se trata de la fe, este es su sitio preferido.

Conquistada por Caleb, Hebrón vino a ser una ciudad de refugio, donde el culpable de una muerte podía huir y según el caso, hallar salvación. Hebrón fue elegida como ciudad sacerdotal dada a los levitas; y cerca de Macpela, David principió su reinado, como también fue en virtud de su muerte que Jesús, resucitado, tiene la diadema real como la sacerdotal. Es también en Hebrón que todas las tribus de Israel acuden para rendir sumisión al rey según el corazón de Dios (1 Crón. 11:1, 3).

¿No es un maravilloso lugar? ¡Cuántos recuerdos y bendiciones encierra! Recapitulémosla: Hebrón, sitio de la muerte vencida, ciudad de acogimiento, ciudad sacerdotal, ciudad real, centro de reunión cuando la gloria ha llegado; y, junto con esto, es el objeto permanente de los afectos de un pobre peregrino que ha hallado allí su punto de partida para una carrera de cuarenta y cinco años, prosiguiéndola valerosamente hasta llegar a este mismo sitio, el de su reposo eterno. Pero Caleb ignoraba la mayor parte de lo que significa Hebrón y de haberlo sabido no habría ya andado por fe; nosotros, mucho más aventajados que Caleb, nos hemos puesto en camino para alcanzar en Jesús lo que la fe nos hace ya tocar: la victoria sobre la muerte, el refugio para el alma, un altar para adorar, la gloria como herencia, y más tarde el reino del Milenio también.

Acabamos de considerar dos puntos en relación con Caleb: el primero es que su nombre es inseparable al de Josué; el segundo es que su corazón se ha apoderado de un objeto cuyo recuerdo ha permanecido en todo lo largo de su peregrinaje en el desierto. Pues permitidnos haceros notar aquí que nuestros afectos están siempre en juego cuando tienen por objeto a un Salvador muriendo en la cruz, un Cristo que se da a sí mismo por nosotros; mientras que es un Cristo glorioso contemplado arriba que nos comunica la energía necesaria para alcanzarle en gloria. Hay un tercer punto que debemos mencionar en relación con Caleb: este hombre de fe realiza su esperanza. Había entrado en el país como espía una vez y es allí de donde se llevó las muestras de la bondad de este lugar; pues no es en el desierto que su carrera comienza. Cuando vuelve al pueblo que espera el informe, sus ojos están ya llenos de la realidad y las bellezas del país contemplado; estas se vuelven, durante el tiempo de su peregrinación cual objeto de su esperanza; con qué energía puede describir a sus hermanos el país que ha visto (¿tienen ese mismo fervor las palabras de nuestras predicaciones en la asamblea?) y él mismo puede adelantar las palabras del salmista: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, qsí como te he mirado en el santuario» (Sal. 63:1-2). He aquí pues un hombre que camina en las pisadas de Caleb: ha visto a Dios en el santuario y es allí que toma su punto de partida para la carrera de allí desciende a la tierra, lleno de la realidad gloriosa de las cosas divinas que van a sostener su corazón todo lo largo del desierto a través del cual las quiere alcanzar. Pedro, Juan y Jacobo tuvieron su «Escol» en el monte de la transfiguración; Pablo, a su vez, arrebatado hasta el tercer cielo, conservó el recuerdo de lo que oyó sin que le fuera permitido expresarlo.

Un cuarto punto se une a este último: para Caleb, el desierto no tiene atracción, aparece en toda la realidad de su sequedad y de su horror, cuando el alma está alimentada de la grosura del santuario; entonces el cielo se vuelve para ella el ambiente en que ha de andar aquí en la tierra: el ministerio de la Palabra por el Espíritu es cual racimo de Escol cuyo frescor nos vivifica y alienta en la aridez del erial; el aparente valor de las cosas visibles, desaparece enteramente para dar lugar a los anticipos del cielo. Después de haber sido salvo de Egipto, Caleb, como lo vimos, tuvo el privilegio de ser enviado a reconocer al país de la promesa; quizás, al contemplar la belleza del lugar, lo hubiéramos oído expresarse como Pedro: «¡Señor, bueno es que estemos aquí!» (Mat. 17:4). Pero no, el momento no había llegado para ello, debía volver al pueblo todavía muy lejos esperando el informe, y luego seguir el camino junto con los rezagados, pero es a Canaán y no a Egipto donde el corazón de este hombre de fe está vinculado. Notemos que son los recuerdos y la comida de Egipto los que arrastraron a Israel hacia la tierra que habían dejado; por lo contrario, son los frutos y el recuerdo de Canaán los que llevan a Caleb hacia adelante. ¡Cuán opuestos son los dos imanes!

Volvamos ahora, estimado lector, a la perseverancia, rasgo predominante que templó el carácter de Caleb; ella no podía existir sin los cuatro puntos mencionados ya: su unión con Josué, su apego al objeto que cautivó su corazón, la realidad de su esperanza, y su estimación del desierto. Estos cuatro puntos permiten a Caleb perseverar hasta el fin en el camino de la fe. Además, la perseverancia de este hombre de fe se ve vinculada a tres posiciones distintas, inseparables la una de la otra: la primera es la que ocupa como espía; la segunda como peregrino en el desierto; la tercera como luchador en Canaán… Volviendo a la primera, Caleb «decidió ir en pos de mí» dice Jehová (Núm. 14:24; Deut. 1:36 y Josué 14:8-9); testimonio de Dios tres veces repetido a favor de su siervo. Luego, la perseverancia de Caleb se manifiesta durante esos cuarenta años de fatiga; ni el sol, ni la arena ni las murmuraciones de sus incrédulos compañeros le hicieron titubear. Nunca le sucede buscar recursos alrededor de él; todo lo soporta valerosamente porque su perseverancia está alimentada por la esperanza; «y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones… nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:5, 11). Hubo un hombre muy renombrado del cual Dios, sin embargo, no pudo dar el testimonio que dio de Caleb, Salomón; para él, el desierto le ofreció atractivos que no tardaron en invadir su corazón, y terminó con volver las espaldas a su Dios: «no siguió cumplidamente a Jehová» dice el testimonio divino (1 Reyes 11:6).

Después de haber perseverado en la primera y segunda posición, Caleb persevera en la tercera: obtiene su herencia perseverando en combatir. Cinco años de su vida consagra a favor del pueblo de Dios, luego utiliza sus armas para tomar posesión de su heredad. Pese al formidable poder de los hijos de Anac, Caleb, se apodera del monte del cual Jehová le había hablado, desaloja al adversario y aprovecha todo el alcance de la victoria para tomar plena posesión de lo que Dios diera a su pueblo. ¡Qué lección para nosotros! Nuestra vida cristiana ofrece igualmente estas tres posiciones: gozamos de las arras celestiales (Escol y sus frutos), el desierto con su aridez y la lucha para la plena posesión de nuestra herencia celestial. Recordemos que el ejemplo que nos deja la Palabra de Dios de Caleb, es para el momento actual: tanto para la lucha, para atravesar el desierto y la fidelidad en el informe que debemos dar sobre el país contemplado, necesitamos los recursos de la Palabra de Dios, la intercesión de nuestro Abogado, el oportuno socorro del trono de la gracia y el ministerio del Espíritu, y en fin, el sentimiento de nuestra responsabilidad para que hasta el final, retengamos firme la esperanza de nuestra vocación. Esto nos lleva a considerar dos caracteres que acompañan siempre la esperanza.

En los últimos textos de nuestro capítulo, oímos hablar a Caleb: «Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar» (v. 11). A pesar de sus ochenta y cinco años, las fatigas del desierto y cinco años de lucha a favor de su pueblo, Caleb no ha perdido ni lo más mínimo de su fuerza; ¿cómo es esto? He aquí el secreto: «Enviaste tu buen Espíritu para enseñarles, y no retiraste tu maná de su boca, y agua les diste para su sed. Los sustentaste cuarenta años en el desierto; de ninguna cosa tuvieron necesidad; sus vestidos no se envejecieron, ni se hincharon sus pies» (Neh. 9:20-21). El alimento desde arriba como la esperanza de la meta, sostuvo al peregrino, proveyendo a su desgaste. Otro punto más: Caleb no tenía ninguna confianza en sí mismo: «Dame, pues, ahora este monte… (todo lo recibe como don), tú oíste en aquel día que los anaceos están allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Quizá Jehová estará conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho» (v. 12). Diremos tal vez: desconfiaba de Dios. No es tal. Caleb desconfiaba de sí mismo, sabía que, si hubiera habido algún obstáculo a la victoria, o si Jehová no hubiera podido ir con él, la causa no podía provenir sino de él mismo. ¿Dónde ha aprendido esta lección? En los años, al andar en el desierto como en las luchas de Canaán.

He aquí pues una regla inmutable: las fuerzas de un creyente están en proporción con la desconfianza que tiene de sí mismo. Así lo aprendió Pablo: «cuando soy débil, entonces soy fuerte… los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen» (2 Cor. 12:10; Is. 40:30), he ahí donde concluye lo mejor de la fuerza humana; pero, «El Dios eterno es Jehová… No desfallece, ni se fatiga con cansancio… Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas». No se cansa, además, comunica su fortaleza a los débiles, a aquellos que esperan en Él. «Levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán» (Is. 40:28-31). Tal fue el caso de Caleb: ojalá sea el nuestro, lector y autor.

Existe todavía un rasgo accesorio a la perseverancia de Caleb: ella trata de reproducirse en los demás; en el círculo de su familia la cual sigue a su jefe en la misma ruta: «Y dijo Caleb: Al que atacare a Quiriat-sefer, y la tomare, yo le daré mi hija Acsa por mujer. Y la tomó Otoniel, hijo de Cenaz hermano de Caleb; y él le dio su hija Acsa por mujer» (15:16-17). El sobrino sigue dignamente los pasos de su tío (muy distinto fue el sobrino de Abraham, Lot), combate teniendo ante su corazón un objeto que es de gran valor, nada mejor para ganar la victoria; y quiere poseerlo: su esperanza está unida a la hija de Caleb. Sin embargo, antes de recibir el premio debe demostrar su capacidad en las peleas de Jehová: el padre no quiere dar su hija a un incapaz. Si nosotros hemos de luchar para ganar a Cristo como premio de la victoria (Fil. 3:12), recordemos también que él ha tenido que luchar, desprendiéndose de todo para adquirir «la perla de gran valor»: la Iglesia (Mat. 13:46). «Quien, por el gozo puesto delante de él, soportó la cruz, despreciando la vergüenza» (Hebr. 12:2), es en él en quien hemos de poner los ojos para poder llegar a la misma meta. Si Caleb y Otoniel son modelos para el cristiano, es porque vemos en ellos vislumbrar un esplendor de la perfección de Cristo: hombre obediente, victorioso, que se da a sí mismo por el objeto amado. Otoniel lucha por los demás, y cual liberador, persevera en este nuevo carácter hasta el fin de su carrera.

Axa, a su vez, es un nuevo ejemplo de perseverancia: a más de ser la feliz compañera del que ha probado sus cualidades en la lucha, ella persevera «en súplicas y ruegos»: «Concédeme un don; puesto que me has dado tierra del Neguev, dame también fuentes de aguas. Él entonces le dio las fuentes de arriba, y las de abajo» (15:19). ¡Pidamos nosotros la abundancia de ese raudal del Espíritu para que riegue nuestro campo! Quizás el lugar de nuestra labor es algo difícil, es tierra de secadal, pero, cuando tenemos en mano la Palabra de Dios, Él nos dará también su Espíritu para que la vivifique. Esta Palabra de vida, aparece, sin embargo, para muchos cristianos, como una «tierra del Neguev» en la cual su alma no halla ninguna sustancia; si tal fuera tu caso amado lector, toma como Axa, el lugar de suplicante para pedir a Dios los socorros de su Espíritu que la pueden fructificar para tu bien. Cristo posee las fuentes de arriba, nos las dio, son las bendiciones celestiales, sabemos también que Él posee las de abajo, y a su tiempo correrán para el mundo entero en su reino de mil años: «toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mat. 28:18); «Tú haces alegrar las salidas de la mañana y de la tarde. Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios, lleno de aguas», el profeta Ezequiel nos hace ver que este río sale de la casa de Dios –no podría salir de otro lugar– y aparte de fructificar la tierra, sanea también las aguas del mar (cap. 47:1-12; Sal. 65:8-9).

Antes de abandonar el tema de la perseverancia, preguntémonos en qué se aplica para el cristiano: Caleb había perseverado en seguir cumplidamente en pos de Jehová su Dios; había perseverado siguiendo a Cristo conocido por él como Jehová del Antiguo Testamento; ¿qué es pues seguir a Cristo? A menudo el cristiano se hace una idea muy inexacta de su significado. Seguir a Cristo es andar detrás de Él, detrás de una persona que conocemos como el guía que nos es necesario; si tenemos confianza en nosotros mismos, ya no necesitamos de Él como guía; además, seguir a Cristo, implica no solo una entera confianza en él, sino una humilde dependencia hacia él, para seguirle doquiera vaya. Otro punto: siguiendo a alguien, tengo los ojos fijos en él para imitarle esto significa tratar de reproducir sus caracteres y asemejarse a él. En cualquier posición que Dios nos coloque su motivo es que reproduzcamos a Cristo en esta posición, es decir: Cristo en nuestras relaciones como si fueran las suyas, en nuestro servicio como si fuera el suyo, en nuestro testimonio como si fuera el suyo…, etc. Es lo que hizo Caleb siguiendo cumplidamente a Jehová su Dios.

¿En qué se aplica la perseverancia para el cristiano? El Nuevo Testamento contesta ampliamente a esta pregunta; he aquí algunos pasajes: «todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración»; es en ella que la perseverancia se aplica, además en su carácter colectivo. No se limitaban a doblar las rodillas cada uno por sí ante el Señor o cada uno por sus propias necesidades: eran unánimes a orar para las cosas que sentían en común (Hec. 1:14). «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (cap. 2:42). Es en la doctrina de los apóstoles que el cristiano debe ser perseverante, es decir en sus enseñanzas recibidas en el corazón y puestas en práctica, estas producen la comunión, una parte común con ellos (1 Juan 1:3-4), en su gozo, su conducta, sus labores y hasta sus padecimientos (Apoc. 1:9). Como consecuencia de la perseverancia en la doctrina y en la comunión de los apóstoles, se persevera en el partimiento del pan, es decir en anunciar la muerte del Señor con todo lo que este acto conlleva; además, nuestro texto agrega la oración, acto que expresa nuestra dependencia hacia el Señor. «Vela por ti mismo y por la enseñanza; –escribe el apóstol a Timoteo– persevera en estas cosas» (2 Tim. 4:16). Leyendo con cuidado lo que precede a este texto, hallaremos las cosas en las que Timoteo debía perseverar: en amor, en fe, en pureza, en la lectura de la Palabra, en la exhortación, en la enseñanza…, etc.; el conjunto de todas estas cosas se llama la piedad. Timoteo es un ejemplo, como Caleb, de los que siguen cumplidamente hasta el fin: «has seguido de cerca mi enseñanza, conducta, propósito, fe» (2 Tim. 3:10), y el que escribe había perseverado hasta acabar la carrera. La perseverancia pues se aplica a toda la vida cristiana, ¿estaremos solos al perseverar? No, por cierto, pero si tenemos compañeros, a hombres sujetos a debilidades como nosotros, tenemos también a Aquel que dijo: «vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lucas 22:28). Y si alguna defección sucediera como en el caso de Marcos quien retrocedió ante las dificultades en la obra del Señor, la gracia puede fortalecerlo para que haga prueba de nuevas capacidades en tiempos más penosos aún (Hec. 15:38; 2 Tim. 4:11).

15 - Capítulos 20 y 21: Las ciudades de refugio

«Habló Jehová a Josué, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Señalaos las ciudades de refugio, de las cuales yo os hablé por medio de Moisés, para que se acoja allí el homicida que matare a alguno por accidente y no a sabiendas… tengamos un poderoso consuelo los que hemos huido en busca de refugio, para aferrarnos a la esperanza puesta ante nosotros; la cual tenemos como ancla del alma, segura y firme, y que penetra hasta el interior de la cortina…» (Josué 20:1; Hebr. 6:18-20). En relación con los dos capítulos que forman el tema de las ciudades de refugio hemos citado este pasaje en la Epístola a los Hebreos porque hace una alusión evidente al mismo. Este asunto es de suma importancia ya que lo mencionan cinco textos del Antiguo Testamento: Éxodo 21:13; Números 35:9-28; Deuteronomio 19:1-14; Josué 20; 21; 1 Crónicas 6:54-81; además una referencia en el Nuevo Testamento.

Los tesoros que encierra la antigua revelación nos presentan a menudo, más bien contrastes que analogías cuando los ponemos a la luz del Nuevo Testamento; estos contrastes hacen resaltar el valor y la belleza de las «cosas nuevas» (Mat. 13:52) que nos han sido reveladas y esto es el propósito expreso del Espíritu Santo. Tal es el caso de las ciudades de refugio o de acogimiento. Limitándonos a una alusión a ellas en relación con la muerte del Salvador y sus resultados, daríamos una interpretación incompleta como limitada; mientras que la aplicación inmediata y literal de este tipo, como lo saben sin duda algunos de nuestros lectores, es más bien histórica y profética a la vez, en relación directa con Israel. Es a él a quien Dios tuvo en cuenta, en primer lugar, el homicidio involuntario de Cristo; es a favor de este pueblo que el Señor ruega en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23: 34). Jerusalén no había conocido el día de su visitación… «sé que por ignorancia lo hicisteis», dice el apóstol (Hec. 3:17). Pero desde luego, lo que puede llamar nuestra atención es que en ninguna parte del Antiguo Testamento existe una referencia acerca de un homicida involuntario que hubiera aprovechado el recurso que le ofrecían estas ciudades ni el fratricida Absalón, ni Joab tentaron de salvar su vida acudiendo a una ciudad de refugio, a cuya protección, por otra parte, no tenían derecho. No es la ley la que ofrece el privilegio de una ciudad de refugio, sino la gracia.

La primera de esas ciudades señaladas para acogimiento, fue Cedes en la tribu de Neftalí, al extremo norte de Canaán, la segunda: Siquem en la tribu de Manasés en el centro del país, que conocemos mejor con el nombre de Sichar en el Nuevo Testamento; la tercera Quiriat-arba era la famosa Hebrón en el territorio de Judá al sur; Beser la cuarta, se hallaba del otro lado del Jordán en el sureste de Rubén; Ramot de Galaad en el centro de la tribu de Gad, la sexta: Golán en Basán, situada en el extremo noreste de la media tribu de Manasés… La gracia quiso diseminar sus ciudades de acogimiento tanto de este lado como del otro lado del Jordán. Las seis ciudades, aparte de poseer el derecho de asilo para el homicida involuntario eran ciudades sacerdotales, dadas a los levitas. Unos detalles interesantes sobre las tres primeras: Cedes mencionada en Jueces 4 es célebre por ser la ciudad de Barac; en su tiempo juzgaba en Israel una mujer: Débora la profetisa. Oprimidos por Jabín, los hijos de Israel claman a Jehová; y Débora hace llamar a Barac en Cedes para que encabezara los ejércitos de Israel y sacudiera el yugo opresor. Este capitán no se siente capaz de tal hazaña si Débora no le acompaña para obtener la victoria; ella y Barac suben juntos en el mismo carro de guerra… luego juntos también cantan un himno de triunfo. Las expresiones del mismo son citadas por Pablo en un pasaje de la Epístola a los Efesios para celebrar a Uno mayor y más valiente que el morador de Cedes, y que no tiene vergüenza de llevarnos en su carro triunfal: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres» (cap. 4:8).

Siquem (Sichar), nos llevaría lejos en su historia; está situada entre el monte Ebal y Gerizim; es allí donde estaba el pozo de Jacob y la porción que pertenecía a José; allí donde fueron puestos sus huesos traídos de Egipto (Josué 24:32). Es allí donde juntó Josué a todo Israel para su discurso de despedida (cap. 24:1-28), y el lugar donde encontró Jesús a la Samaritana.

Hebrón es conocida ya: digna posesión de Caleb, recuerda la fe, la perseverancia, ciudad real, sacerdotal y también el lugar donde los que murieron en la fe fueron sepultados, esperando la resurrección.

De las otras: Ramot de Galaad, Beser y Golán, no tenemos detalles sino una triste historia en relación con la primera. Caída bajo el poder de los sirios, el impío rey Acab la quiso recobrar; y para ayudar a este en la guerra contra el enemigo, el piadoso Josafat rey de Judá, casi pierde la vida en la batalla; una flecha tirada a la ventura hirió mortalmente a Acab, cumpliéndose así la profecía de Micaías (1 Reyes 22:28-37). Más tarde Ramot fue reconquistada por Joram hijo de Acab; pero el juicio salió de esta ciudad: habiendo dejado allí sus tropas con algunos jefes y Jehú como capitán, el rey Joram había ido a Jezreel a curarse de las heridas que le habían hecho los sirios en la batalla; en este momento, cumpliendo la profecía de Elías, Eliseo despacha a un joven quien ungió a Jehú por rey sobre Israel: de Ramot, la ciudad sacerdotal y de acogimiento, salió el juicio divino que barrió la casa del homicida voluntario que fue Acab, y vengó la sangre del inocente y piadoso Nabot (2 Reyes 8:29; 9:1-26).

Estas ciudades de refugio ilustran lo que la gracia ofrece y las benditas riquezas que están en Cristo: ¿qué de extrañar si el sitio que debía rodear cada una de ellas era ancho de tres mil codos al norte, tres mil al sur, tres mil al oeste, tres mil al este; y sus caminos de acceso, debidamente arreglados, sin tropiezo, ni obstáculo para permitir una huida más rápida y fácil? (Núm. 35:4-5). Apliquemos estos detalles y aspecto general de estas ciudades a lo que nos ofrece la muerte del Salvador y sus consecuencias para Israel en particular, y también para el mundo. El primero, ocupa un lugar importante: en su tierra ha muerto un hombre: Jesús, su propio Mesías: Israel es homicida, su responsabilidad debe estar claramente establecida: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Hasta este momento Israel es considerado como homicida involuntario; Jerusalén no había conocido el tiempo de su visitación; el testimonio del Espíritu Santo por las palabras de Pedro, atribuye el homicidio a la ignorancia: «Ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo hicisteis, como también vuestros gobernantes» (Hec. 3:14-26).

En su gracia Dios dispuso así de todos los recursos necesarios para que Israel acudiera a la ciudad de refugio, es decir a la gracia ofrecida: «¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados… Arrepentíos –insiste la voz del Espíritu– y convertíos para que sean borrados vuestros pecados… Con otras muchas palabras testificaba y los exhortaba diciendo: ¡Salvaos de esta generación perversa!» (Hec. 2:38; 3:19; 2:40). Así eran «arreglados» los caminos que conducían a la ciudad de refugio, ensanchados sus términos alrededor… ¡ay del rezagado, el vengador de la sangre (la justicia de Dios en castigo sobre el pueblo) lo alcanzará! En la primera predicación tres mil se convirtieron, «¡Salvaos de esta generación perversa!… Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (Hec. 2:40, 47). Un remanente, las reliquias de Israel escogidas por gracia franqueaba así la puerta de la salvación… aferrándonos «a la esperanza puesta ante nosotros» (Rom. 11:5; Hebr. 6:18).

A medida que seguimos la historia de los Hechos de los Apóstoles, notamos un cambio en las expresiones de la gracia en la predicación de los discípulos: ya no invocan más la ignorancia a favor de los culpables, aunque las amenazas, los azotes, la cárcel, no pueden hacer callar su voz. Siguen acusando al pueblo homicida: Esteban, después de una larga requisitoria ante el concilio de Jerusalén, muere bajo una lluvia de piedras, sin embargo, allí mismo donde derraman la sangre inocente, se hallaba todavía uno que lo hacía con ignorancia, Saulo: «me fue otorgada misericordia –escribe más tarde– porque lo hice por ignorancia, en incredulidad» (1 Tim. 1:13). Sin embargo, la responsabilidad se agravó y en vez de huir de la ira de Dios acudiendo a la gracia y al arrepentimiento, el pueblo prefiere asumir la espantosa responsabilidad del crimen cometido contra Esteban y hacen suyas estas palabras: «no queremos que este reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). «¿Quién ha creído a nuestro anuncio?», pregunta el profeta; ¿no ha conocido esto Israel?… «Extendí mis manos todo el día a pueblo rebelde, el cual anda por camino no bueno» –dice el Señor (Is. 53:1; 65:2), el apóstol repite las mismas palabras una vez agotados los recursos de la gracia (Rom. 10:16-21). Moisés había anunciado este endurecimiento, el salmista también en sus poesías, Isaías lo recordó, mas el Señor lo sintió más que nadie; «Cuando estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si tú supieras, al menos en este día tuyo, lo que te conduciría a la paz! ¡Pero ahora se oculta de tus ojos!… ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados!» (Lucas 19:41-42; 13:34).

Si hasta la cruz y después de la resurrección del Salvador, su homicidio no les es tomado en cuenta, cuando todos los recursos de la gracia a favor del culpable pueblo han sido agotados, entonces, no solo la sangre de Jesús (cuya eficacia han rechazado) les es demandada, sino también toda la sangre justa que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel (Mat. 23:35). Israel es homicida voluntario: «entonces el rey se indignó, envió a sus tropas, destruyó aquellos homicidas e incendió su ciudad» (Mat. 22:7): Jerusalén fue destruida por los ejércitos romanos, aniquilando a la vez al empedernido resto judío bajo el mando de Vespasiano y Tito. «La ira sobre ellos ha llegado a su extremo» (1 Tes. 2:16).

Ahora bien ¿cuál es la responsabilidad de los gentiles ante la muerte del Señor: «Inocente soy de la sangre de este» –dijo Pilato lavándose las manos– «vosotros veréis» (Mat. 27:24). Si no acudió a la «ciudad de refugio», la gracia que hubiera podido aprovechar para lavar su pecado en la sangre que lo podía limpiar, en vano Pilato se lavó las manos con agua… Pero dejemos a los demás su propia responsabilidad con la cual aparecerán ante el Tribunal de Dios, tú, lector ¿cuál es la tuya? ¿Acaso serías culpable de una muerte acaecida hace casi dos mil años? Y haciendo tuyo el caso mencionado en Deuteronomio capítulo 21:1-9, donde leemos: «… y medirán la distancia hasta las ciudades que están alrededor del muerto», si se midiera la distancia desde el Calvario hasta el lugar donde estás se sumarian varios miles de kilómetros; pese a la distancia y a los años, tu responsabilidad frente a la muerte del Hijo de Dios, ce presenta ante ti con toda su gravedad. Eres un homicida involuntario, hasta hoy ignorabas la muerte de Jesús tal vez; pero tu incredulidad, el menosprecio que sientes por la Palabra de Dios que estuvo en tus manos, tu desinterés por Aquel a quien tus pecados obligaron a estar en la cruz, establece claramente tu responsabilidad.

Llegará el día cuando Dios te preguntará: ¿que hiciste con mi Hijo que yo te había dado como Salvador? Haz pues como aquellos gentiles tesalonicenses a quienes llegó el mensaje de la gracia: «cómo os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1:9-10). ¿Soy idólatra acaso?, preguntas; no, por cierto, eres cristiano, y esta posición agrava tu responsabilidad; la distancia que se puede medir entre ti y el que murió en la cruz se resume apenas en un paso: «no digas en tu corazón: ¿quién subirá al cielo… o, quién descenderá al abismo?» Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón (no puede estar más cerca), es decir el testimonio de Dios que predicamos: «que si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom. 10:6-9). Hagamos resaltar aquí las bendiciones como la seguridad que tenemos en nuestra «ciudad de refugio»: pecados perdonados, conciencia purificada, un fortísimo consuelo, una esperanza segura de la herencia celestial, un ancla firme por la que no hay temor de ir al garete de falsa doctrina, un Precursor en el cielo, Jesús, hecho pontífice según el orden de Melquisedec, rey de paz y rey de justicia a cuyo trono de gracia se puede acudir siempre para el oportuno socorro.

Ahora bien, se supone un tercer caso, el de un homicida voluntario que hubiera aprovechado el amparo de la ciudad: «Pero si hubiere alguno que aborreciere a su prójimo y lo acechare, y se levantare contra él y lo hiriere de muerte, y muriere; si huyere a alguna de estas ciudades, entonces los ancianos de su ciudad enviarán y lo sacarán de allí, y lo entregarán en mano del vengador de la sangre para que muera» (Deut. 19:11-12). Este es el caso, ¡ah! de muchas almas, indebidamente han penetrado en la ciudad de refugio por así decirlo, llevan el nombre de cristiano, sin tener nada de Cristo; son como el que quiso gozar de las bodas sin tener el vestido adecuado: «han entrado con disimulo» (Judas 4). ¿Cuál será la suerte del culpable? «El rey dijo a los sirvientes: atadlo de pies y manos, y echadlo a la oscuridad de afuera» (Mat. 22:13). La responsabilidad de los ancianos, de los levitas y del Consejo de la ciudad de acogimiento es la de examinar cada caso, y recibir solamente al que está vestido con la justicia de Dios que justifica al culpable, que es de la fe de Jesús (Rom. 3:26); allí tampoco se ha velado debidamente a las puertas de entrada.

Aparte de estas aplicaciones prácticas y actuales que ofrecen las ciudades de refugio, podemos encontrar en ellas un alcance futuro. Llegará el día cuando ida la Iglesia al cielo con su Señor, habrá, en el actual pueblo de Israel, como entre las naciones, un remanente que la gracia de Dios considerará como homicida involuntario por su Espíritu y, por la predicación del Evangelio del reino, le será ofrecido un medio de salvación, «una ciudad de refugio». Oíd más bien las oraciones de este remanente cuando consciente de su responsabilidad frente a la muerte del Mesías, el Mesías que la nación ha crucificado: «líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salvación… has sido mi amparo y refugio en el día de mi angustia» (Sal. 51:4; 59:16). El profeta además anuncia: «Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá ya más a sus muertos» (Is. 26:20-21). Podríamos multiplicar los textos donde oímos al remanente judío cantar y celebrar lo que significa para él, estar en «la ciudad de refugio» durante la gran tribulación, pero ¿Cuál será la suerte del pueblo, del homicida caído bajo el poder del Anticristo en quien han puesto su fe? «Mía es la venganza; yo daré el pago. Y de nuevo: Juzgará el Señor a su pueblo. ¡Terrible cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hebr. 10:29-31), texto que también se aplica y, en primer lugar, a la cristiandad apóstata que caerá bajo el juicio del Señor (2 Tes. 2:11-12). Una vez pasada la gran tribulación y al sacerdocio de Cristo, según la analogía de Aarón, dado lugar al sacerdocio según el orden de Melquisedec para Israel en el reinado del Milenio, entonces el “homicida involuntario” el remanente judío acogido a la gracia que el Evangelio del reino le ha ofrecido, podrá volver a gozar de su heredad terrenal.

Al terminar notemos cuán maravillosos eran los recursos que la gracia actual ofrecía al judío que se acogía a ella: huía de delante del juicio listo para caer sobre su pueblo apóstata, poseía una absoluta certeza de entrar en la «ciudad de refugio», llegaba a salvo del «vengador de la sangre», recibía el perdón de sus pecados mediante la sangre de un sacrificio que ignoraba hasta aquí; en esta «ciudad» entraba a gozar de las prendas de una patria celestial que también desconocía y que le hacía olvidar la terrenal que se hallaba en aquel entonces bajo el dominio gentil. Además, se le revelaba un santuario en el cual podía entrar con plena libertad por un camino nuevo y vivo, a través de un velo roto para llegar hasta la presencia misma de Dios. ¡Cuán distinto era todo aquello de las cosas terrenales a las que estaba acostumbrado y apegado a la vez! Quizás, lo que le podía llenar de asombro era saber que sus pecados eran lavados, y que el mismo Dios los había olvidado para siempre, lo que nunca, ningún sacrificio ofrecido bajo la ley había logrado hasta aquí. Además, al penetrar en ese santuario, allí donde tenía plena libertad para adorar (ya que este no hacia distinción de castas entre los judíos), veía al sumo Pontífice y Rey también: al Señor Jesús, sentado a la diestra de Dios, habiendo sido él mismo el sacrificio por sus pecados; y, desde allí podía entrever ya la Jerusalén celestial, la que sus antepasados habían esperado, todas estas y más excelentes a las antiguas eran las bendiciones que la gracia en la Epístola a los Hebreos ofrecía al feliz morador de la ciudad de refugio: «mejores sacrificios», «cosas mejores», «mejor esperanza», «mejor pacto», «Cristo tiene un sacerdocio que no se transfiere», «mejores promesas», «mejor patria», una «mejor y permanente posesión» «mejor resurrección». Y lo que asombró todavía al judío cristiano es que debía compartir todas estas bendiciones con paganos gentiles a quienes la gracia había dado lugar en la misma «ciudad de refugio».

16 - Capítulo 22: El altar de Ed

Volvemos a hallar a los ejércitos de Rubén, Gad y Manasés que habíamos dejado en el capítulo 1 de nuestro libro. Habían pasado armados delante de sus hermanos, mientras sus familias permanecían del otro lado del río para combatir los enemigos de Jehová y establecer a Israel en el país de la promesa. Seis años han transcurrido; y ahora estos ejércitos reciben de Josué, el permiso de volver a sus heredades. Hicieron prueba de fidelidad a las órdenes de Moisés y de Josué; guardaron el mandamiento de Jehová, no abandonaron a sus hermanos. De este testimonio se deduce que la obediencia a Dios y el amor fraternal los había caracterizado durante el largo tiempo en que habían luchado, separados de los suyos. No hay nada que censurar en su conducta; pero, como lo sabemos por el capítulo primero de nuestro libro y el treinta y dos de Números, el corazón de ellos no estaba en el país de la promesa sino en sus posesiones, sus bienes y sus ciudades del otro lado del Jordán.

En el comienzo de su historia (Núm. 32) un peligro había nacido de su posición equívoca, Moisés se lo señaló: la negativa de establecerse allende el Jordán y proseguir su marcha hacia el país de la promesa, podía influenciar sobre el resto del pueblo y hacerle perder de vista la meta que debía ser la de todos: «¿Irán vuestros hermanos a la guerra, –les pregunta Moisés– y vosotros os quedaréis aquí? ¿Y por qué desanimáis a los hijos de Israel, para que no pasen a la tierra que les ha dado Jehová? Así hicieron vuestros padres… desalentaron a los hijos de Israel para que no viniesen a la tierra que Jehová les había dado… y la ira de Jehová se encendió entonces» (v. 7-15). Esta había sido la estratagema de Satanás en la que había caído Israel cuarenta años atrás, desalentado por los espías y sus informes. Sin embargo, la actuación de las dos tribus y media no tuvo las mismas consecuencias como entonces, y el pueblo prosiguió su marcha. Mas el peligro permaneció: la derrota frente a Hai lo comprueba: Josué había lamentado no haber quedado del otro lado del Jordán.

Otro peligro más real aún se presentó: la influencia que no pudo detener la marcha del pueblo, manifestó sin embargo en sus familias directas un principio mundano: Jair, uno de ellos, y Noba, llamaron las aldeas y ciudades que construyeron, de sus nombres. No tememos afirmar que esto es un principio mundano, Caín lo muestra el primero: «edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo, Enoc» (Gén. 4:17). ¡Cuán distinto es el principio divino enunciado por el Señor Jesús mismo: «alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10:20). Con el peligro de hacer tropezar a los hombres de fe en su andar hacia Canaán, manifestaron una influencia mundana positiva sobre sus familias la que caracterizó su posición. Otra consecuencia de esta situación surgió: las dos tribus y media prefirieron una vida complicada pues se ven obligadas a edificar majadas para sus ganados, establecer sus familias en ciudades amuralladas y abandonarlas durante seis largos años. Los que dejaron allí no pudieron dar testimonio ni experimentar las maravillas que hiciera Jehová en Canaán, no supieron lo que era Gilgal, no vieron el milagro frente a Jericó, las luchas de Hai, de Hasor… así sucede para un cristiano que prefiere la vida complicada y mundana a la de la fe y del poder de Cristo… Abraham, Lot, Isaac, Jacob y muchos otros nos ofrecen ejemplos de complicaciones inextricables, existencias atormentadas, fracasos en su testimonio, etc.

En fin, he aquí que estas tropas vuelven a sus hogares: Josué las despide bendiciéndolas, exhortándoles a que guarden los mandamientos de Moisés amen y sirvan a Jehová su Dios: y sobre todo que con diligencia cuiden de cumplir el mandamiento y la ley que Moisés siervo de Jehová les ordenó (v. 5). Pero, bien sabemos que el andar en el sendero de Dios, el obedecer a su voluntad y el amor fraternal, deben provenir del amor divino; y sin la acción directa de este en nuestro corazón, seremos como aros que el primer golpe de vara de un niño hace rodar, pero, pronto se tambalean y caen si el impulso no se renueva; es lo que pasó aquí.

Estos hombres vuelven a los suyos del otro lado del Jordán; pero, cosa notable: advierten una nueva complicación; el río los va a separar del resto de las tribus; deben desandar el camino que hicieron con Dios, sienten inquietud, y en esta falsa posición temen que el vínculo que los une a sus hermanos no sea lo suficientemente estrecho como para que el río lo pueda cortar. Su posición los expone a una división; ven con inquietud llegar el momento en que sus hermanos los tratarán de extraños; y este peligro los obliga a establecer un testimonio por el cual proclaman que son Israelitas, que Jehová es su Dios y que lo sirven. Esta posición dudosa les decide a construir un altar: «y llegando a los términos del Jordán que está en la tierra de Canaán, los hijos de Rubén y los hijos de Gad y la media tribu de Manasés edificaron allí un altar junto al Jordán, un altar de grande apariencia… pusieron por nombre al altar Ed, porque testimonio es entre nosotros que Jehová es Dios» (v. 10, 34). Establecen este testimonio según su propia sabiduría; no preguntaron a Jehová para esta empresa. En términos cristianos, osaríamos llamar a este altar: una confesión de fe; cosa en sí misma perfectamente correcta, a lo que no se puede reprochar nada, sino como este altar, la apariencia de establecer otro centro de reunión.

Amado lector, la cristiandad, poco después de su principio no actuó de otra manera; ha ido mucho más lejos todavía que las dos tribus y media. Los cristianos se han reunido alrededor de un gran número de confesiones de fe, mas o menos correctas en su comienzo; luego viendo que la unidad les escapó, hicieron confesiones mucho más elásticas para abarcar mayor número, y así en lugar de realizar la unidad, no lograron sino introducir la incredulidad abierta en medio de la Iglesia.

¿Dónde se hallaba el Tabernáculo de Jehová, y el altar de los sacrificios, centro del culto? En Silo: «toda la congregación de los hijos de Israel se reunió en Silo, y erigieron allí el Tabernáculo», leemos en el capítulo 18:1; y fue desde este lugar que las dos tribus y media se habían despedido de sus hermanos (v. 9); el centro de reunión había ya desaparecido de delante de sus ojos; ni recuerdan el monumento de Gilgal construido con doce piedras, expresión de su unidad y, llegados frente al Jordán que hay que atravesar, advierten la división. Tal será siempre la experiencia de un cristiano cuando da las espaldas al verdadero centro de reunión. Además, el altar que las dos tribus y media han construido destinado a unir las dos partes separadas de Israel, corría el peligro de ser mal interpretado por los hermanos; no había sido erigido para ofrecer sacrificio; sin embargo, podría prestarse a este fin en el pensamiento de los que no lo hubiesen visto; y estar en oposición al altar del Tabernáculo en Silo.

Su confesión de fe podía tornarse en un nuevo centro, reemplazando el único, el verdadero, el de la unidad que era Jehová; desastrosa interpretación que precisamente los demás dieron a este altar. Además, impuesto por los primeros errores, podría aparentar ser el resultado de un supuesto mal, más oculto aún; podría esconder los principios de independencia, pues, lo que se temía, sucedió; las diez tribus y media oyeron decir como los hijos de Rubén, Gad y Manasés habían edificado un altar junto al río, se juntó toda la congregación en Silo para subir a pelear contra los supuestos rebeldes; decididamente cosechan frutos amargos de sus errores. La unidad parece peligrar, y Finees, ejemplo de celo para Cristo, es elegido con los principales del pueblo, para tomar conocimiento de lo que acontece en las riberas del Jordán.

¡Qué peligro corre la unidad y la comunión de Israel! La paz entre hermanos, la verdad y el testimonio se ven comprometidos, la guerra civil está a punto de estallar. Llegados a esos lugares, Finees les presenta tres casos unidos entre sí que establecen la responsabilidad de todo Israel: el primero es la maldad cometida por el pueblo en Baal-peor (Núm. 25:1-3), la que en su conjunto significa la alianza adúltera con el mundo religioso e idólatra de aquel entonces; alianza que concluyó también la Iglesia en el curso de su historia con el mundo idólatra (Apoc. 2:14), alianza que, en materia espiritual los cristianos comprenden y odian muy poco, haciendo caso omiso a los derechos divinos. El segundo, el pecado de Acán; es decir, la codicia que introduce el anatema en la asamblea de Dios. Y el tercero, ese altar de Ed, símbolo de la independencia religiosa. ¡Ah! lector cristiano, ¿no reconocemos en todos estos detalles la historia de la Iglesia responsable?

La alianza con el mundo religioso, las riquezas mundanas y la independencia son los principios de la situación actual de la Iglesia. Pero, la astucia satánica que introduce la alianza con el mundo religioso idólatra por medio de Balaam, era más de temer que el anatema de Acán; los detalles que nos da la Palabra lo comprueban. Notemos que cuando Balaam trató de separar a Jehová de su pueblo mediante una maldición, le resultó un fracaso; pero, intentando el inverso, es decir separar al pueblo de Jehová su Dios mediante una alianza con las hijas de Moab y la participación a los sacrificios idólatras, Balaam triunfó, y el furor de Jehová se encendió contra Israel. Tratándose de los afectos de Dios para su pueblo, el adversario tuvo que proclamar que no había percibido iniquidad en él; tratándose, por lo contrario, de los afectos de Israel para su Dios, Satanás logró demasiado bien su propósito; el corazón del pueblo se apegó a un objeto idólatra que lo hizo caer bajo el juicio de Dios. Así sucedía entre los corintios a quienes el apóstol escribe: «no podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios»; el mismo mal se advierte en la iglesia en Pérgamo donde era tolerada la doctrina de Balaam que enseña a comer de cosas sacrificadas a los ídolos; y es por esta razón que el Señor se presenta a esta iglesia como Aquel que tiene la espada aguda de dos filos para juzgar el mal (Apoc. 2:14; 1 Cor. 10:21).

El peligro en el cual caen a menudo los creyentes es el de pensar que el culto de Dios puede unirse con la religión del mundo; y fue en esta ocasión que el celo de Finees se manifestó; tomando a pecho la deshonra contra Dios, purificó la asamblea de Jehová de su mancilla (Núm. 25:7-8). En el asunto del altar de Ed, su celo le impulsa a ponerse nuevamente a la brecha: los «sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14) le capacitan para descubrir el peligro; discierne allí ese tercer principio: la independencia que hemos ya señalado y que significa la ruina del testimonio colectivo. Descubre que el establecimiento de un nuevo altar, otro centro de culto, no es otra cosa que la rebelión contra Jehová y el testimonio: «¿Qué transgresión es ésta… edificándoos altar para ser rebeldes contra Jehová?… no os rebeléis contra Jehová… edificándoos altar además del altar de Jehová nuestro Dios» (v. 16). El santo empeño de Finees previno el peligro; pero, siendo rectas las intenciones del corazón de las dos tribus y media, no hubo consecuencias: «Los hijos de Israel… no hablaron más de subir contra ellos en guerra, para destruir la tierra en que habitaban los hijos de Rubén y los hijos de Gad» (v. 33); sin embargo, los principios revelados en esta circunstancia permanecen.

¿En qué situación estamos nosotros los cristianos, frente a una lección tan solemne como la que estos hermanos israelitas nos enseñan aquí? La alianza religiosa con el mundo (doctrina de Balaam), la mundanalidad (la codicia de Acán), la independencia, es decir otro centro de culto que no es la mesa del Señor (el altar de Ed). ¿No son estos males que azotan a la Iglesia? La independencia religiosa, principio mismo del pecado, la que tan altamente se pregona como una cualidad y un deber, la que, entre los hermanos, no queriendo reconocer que no hay sino un altar, una mesa, las establece nuevas cada día. Es ella la que se rebela «contra el Señor» y en su ceguera, menosprecia no solamente la unidad del pueblo de Dios, sino el solo centro de su unidad, el Señor (Mat. 18:20). Dios nos guarde, amado lector, de estos tres principios que atraen el juicio de Dios sobre su casa: la alianza con el mundo religioso, la mundanalidad y la independencia: esta última, la más sutil es también la más peligrosa porque siendo el principio mismo del pecado se halla a la base de todos los otros males.

Recordemos que los caracteres de Cristo expresados en lo que el Espíritu escribe a Filadelfia, son los siguientes: la santidad y la verdad expresados en sus dos nombres: «esto dice el Santo, el Verdadero» (Apoc. 3:7). Esta iglesia es aprobada por ensalzar estos dos nombres mediante su dependencia hacia la Palabra de Dios. No guardemos nada, en nuestros corazones, en nuestros pensamientos, en nuestra conducta, en nuestra conducta individual o colectiva, que no sea según estos caracteres de Cristo. Vivamos en la santidad y en la dependencia de la verdad sin las cuales no hay comunión con Dios.

17 - Capítulo 23: Últimas instrucciones de Josué

Israel se halla ahora en posesión de su heredad; por su lado el conductor, Josué, siendo ya viejo y avanzado en años… su carrera toca a su fin. Ahora bien, cuando el sostén exterior del orden divino en la congregación llega a faltar y que los que estaban al frente en el combate no están más, todo falta, en apariencia. Pero, si los ojos de los que siguen están realmente fijos en el Señor, si hay fe, nada falta en realidad. Él está siempre presente: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos… Jehová vuestro Dios –dice Josué– es quien ha peleado por vosotros» (Hebr. 13:8; Josué 23:3). Los conductores pueden desaparecer, pero el éxito de su conducta es importante de considerar y los hemos de imitar en su fe (Hebr. 13:7). Además, el versículo 8 que afirma que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos, es el mismo para salvar, para conquistar, y para alcanzar la meta de la carrera. Él no cambia, no se va, permanece con nosotros todos los días, además, tenemos su Palabra y es a ella, como lo hiciera Pablo a los ancianos de Éfeso (Hec. 10:32) que Josué encomienda al pueblo: «Esforzaos, pues, mucho en guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés, sin apartaros de ello ni a diestra ni a siniestra» (v. 6). Nada falta si hay fe en el Señor y obediencia a su Palabra; mientras que allí donde no existen, todo se desploma.

Para que en lo sucesivo Israel se mantuviera a la altura de sus privilegios, era imprescindible que el poder del Espíritu de Jehová, quien, en la persona de Josué los había conducido a la victoria, obrara eficazmente en sus almas y en toda su conducta. «Esfuérzate y sé valiente» le había dicho Dios antes de comenzar la lucha, «porque tú repartirás a este pueblo por heredad la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos» (cap. 1:6). He aquí pues el poder para obtener la victoria; a su vez, después de haber probado cuan acertada fue la orden divina, Josué ordena al pueblo: «Esforzaos, pues, mucho», esta fuerza debía realizarse en ellos, ¿en qué forma podía evidenciarse ese poder espiritual en el pueblo? En la misma forma que lo había sido para el conductor: en la obediencia a la Palabra escrita, «en guardar y hacer todo lo que está escrito en el libro de la ley de Moisés» (23:6).

Para obedecer así el pueblo poseía el poder del Espíritu de Jehová, pero había tenido también un modelo, un hombre: Josué en quien la Palabra de Dios había obrado, siguiendo fielmente, hasta el término el camino de la obediencia. Más privilegiados somos, tenemos al verdadero Josué, al Modelo perfecto, al Autor y Consumador de la fe. Pero notad, además, que Josué como el apóstol Pablo tiene pleno conocimiento de los cambios que se producirán en el pueblo de Dios; algunos síntomas se advierten; después de las primeras victorias, Israel había demostrado poco entusiasmo para terminar la conquista del país; una vez pasado lo que podríamos llamar «el primer amor», Josué debe decirles: «¿Hasta cuándo seréis negligentes para venir a poseer la tierra que os ha dado Jehová?» (cap. 18:3). Así también, ya en los tiempos de Pablo, los cristianos precisaban amonestaciones para que retuviesen hasta el fin el principio de su esperanza; al mismo Timoteo el apóstol escribe: «Por esto te aconsejo que avives el don de Dios que hay en ti… Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim. 1:6-7). Pero el mismo Señor Jesús reveló claramente todo lo que iba a suceder en la Iglesia como siendo el reino de Dios manifestado en la tierra: «el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran insensatas, y cinco prudentes… Como tardaba el esposo, todas cabecearon y se durmieron… mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue» (Mat. 25:1-5; 13:25).

Estos dos hombres: Josué y Pablo, con una lucha distinta, pero parecida en su aplicación espiritual, discernían ya ciertos síntomas de la decadencia de su obra, sin embargo, tanto para Israel como para la Iglesia, el poder preservador y el guía infalible es el mismo: la Palabra de Dios. Josué exhortó a los ejércitos israelitas a permanecer adictos a esa Palabra; Pablo encomienda a los ancianos de Éfeso «a Dios y a la palabra de su gracia, la cual es poderosa para edificaros y daros herencia entre todos los santificados» (Hec. 20:32). Edificar y dar una herencia a los santificados, como guardarlos de la influencia mundana, era lo que la Palabra de Dios podía hacer tanto para los cristianos como para Israel: gozar de su heredad en Canaán, pero, y sobre todo, ser guardados de la influencia idólatra de sus poderosos vecinos; oíd la advertencia: «que no os mezcléis con estas naciones que han quedado con vosotros, ni hagáis mención ni juréis por el nombre de sus dioses» (v. 7). Es por haber olvidado esta exhortación que Israel fue cayendo gradualmente al nivel de las naciones idólatras, ved cómo la pendiente es a la vez insensible y resbaladiza; se toma lugar con los inconversos, luego se olvida la separación con el mundo, se hace mención de sus dioses, los principios que rigen al mundo se nos hacen familiares, luego nos dirigen, les servimos, y al fin nos prosternamos ante ellos. Llegamos a ser pobres esclavos del mundo y de su príncipe: «hijitos, guardaos de los ídolos», último versículo de la Primera Epístola de Juan.

La energía que debían demostrar para conquistar Canaán y marchar adelante no estaba fundada solamente en exhortaciones y advertencias; ¿qué hubiera habido entonces para el corazón? Oíd más bien: «Mas a Jehová vuestro Dios seguiréis, como habéis hecho hasta hoy… Guardad, pues, con diligencia vuestras almas, para que améis a Jehová vuestro Dios» (v. 8, 11). Si el primer medio para guardar el corazón es la obediencia, el segundo es el apego a Jehová; es necesario que el corazón y los afectos estén unidos a la persona de Cristo; después de la obediencia viene la comunión. ¿Pensáis a menudo; amados lectores, en este texto del Salmo 63, el que debería estar subrayado en nuestras Biblias: «está mi alma apegada a ti; tu diestra me ha sostenido»? (v. 8). Se siente allí un corazón enteramente entregado al Señor, conversando con él, alma arrobada, llena de la hermosura de su objeto… en este momento ella descubre en Cristo una fuerza que la eleva por encima de toda dificultad y la preserva, a la vez, de todo peligro: «tu diestra me ha sostenido… Atráeme; en pos de ti» (Cant. 1:4), puede exclamar. En tal comunión, con semejante poder, el del primer amor, ¿qué son las imágenes, los falsos dioses de los que Israel ha de huir? Elementos para el fuego. ¿Qué son todos estos errores, falsas doctrinas y codicias mundanas cuando se goza de la persona de Cristo? ¡Oh, que podamos en nuestros días turbados, hallar este apego íntimo que siente el alma con su Señor! Estado de un corazón que no hace alarde ante el mundo de sus sentimientos o de su consagración a Dios, un corazón que no dice: «¡Soy rico… me he enriquecido!» (Apoc. 3:17); sino que, en el silencio, cuando solamente su oído puede oír el susurro, dice al Señor: “te amo, porque tú me has amado el primero… pero también, te amo por tu incomparable belleza. ¡Oh, Modelo inimitable del cual quisiera reproducir algunos rasgos… mi alma está apegada a ti para seguirte!

Si la obediencia y el apego a Jehová son los dos primeros medios para seguir hacia adelante, el tercero es la vigilancia: «Cuidad por vosotros mismos» (Hec. 20:28). La entrada a nuestro corazón es de fácil acceso: codicias de toda clase están sembradas en el camino, siempre sutiles, las que todas debilitan nuestros afectos para el Señor; nos alejan de su Palabra, nos hacen perder un tiempo precioso, y crean un algo que estorba el corazón en su presencia: Entonces la disciplina es necesaria: «Porque si os apartareis, y os uniereis a lo que resta de estas naciones que han quedado con vosotros… os serán por lazo, por tropiezo, por azote para vuestros costados y por espinas para vuestros ojos» (v. 12-16). Cristiano, ¿cuál es el estorbo que priva tu corazón de gozar del Señor?

18 - Capítulo 24: La gracia opuesta a la ley

Por la boca de su siervo Josué, Dios recapitula todas sus vías de gracia para con Israel: desde el llamamiento de Abraham hasta la plena posesión de Canaán. «Reunió Josué a todas las tribus de Israel en Siquem, –una ciudad de refugio– y llamó a los ancianos de Israel, sus príncipes, sus jueces y sus oficiales; y se presentaron delante de Dios» La circunstancia es solemne, Jehová, en cuya presencia están, les va a dar como lo hiciera muchas veces, la historia de su gracia para con su pueblo; empieza con los patriarcas: «Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río (el Eufrates), esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños. Y yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del río, y lo traje por toda la tierra de Canaán, y aumenté su descendencia, y le di Isaac. A Isaac di Jacob y Esaú. Y a Esaú di el monte de Seir, para que lo poseyese; pero Jacob y sus hijos descendieron a Egipto. Y yo envié a Moisés y a Aarón, y herí a Egipto, conforme a lo que hice en medio de él, y después os saqué. Saqué a vuestros padres de Egipto… Después estuvisteis muchos días en el desierto. Yo os introduje en la tierra de los amorreos, que habitaban al otro lado del Jordán, los cuales pelearon contra vosotros; mas yo los entregué en vuestras manos… Después se levantó Balac hijo de Zipor… y envió a llamar a Balaam hijo de Beor, para que os maldijese… y os libré de sus manos. Pasasteis el Jordán, y vinisteis a Jericó, y los moradores de Jericó pelearon contra vosotros… y yo los entregué en vuestras manos. Y os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis, en las cuales moráis; y de las viñas y olivares que no plantasteis, coméis» (v. 2-13).

La recapitulación comienza con el llamamiento de Abraham; y el detalle que subraya Dios es que el patriarca, como sus antepasados, eran idólatras; nada de glorioso pues para el pueblo oír de quién eran los descendientes: «mirad a Abraham vuestro padre… mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados» (Is. 51:2, 1). Para poder apreciar la gracia de que hemos sido los objetos es menester recordar el lugar de donde hemos sido sacados; «estando muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo… sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir que vuestros padres os enseñaron, no con cosas corruptibles, como plata u oro, sino con la preciosa sangre de Cristo» (Efe. 2:1-5; 1 Pe. 1:18-19). Judíos y gentiles debían recordar que es la obra de la gracia que nos sacó de nuestros pecados y del mundo en el cual estábamos para llevarnos al cielo, introducidos en las bendiciones de Dios para gozarlas, es de su gracia que Él nos quiere hablar y por ella afianzar nuestros corazones; pero para comprenderla bien, es menester que nuestro estado esté plenamente revelado. Así sucedió para Israel en los caminos de Dios y es por esa gracia que ha llegado a Canaán; y allí, se entera, quizás por primera vez, de la idolatría de sus padres y de la ruina total del tronco de donde habían salido.

El cristiano hace idéntica experiencia: la ruina total del viejo hombre que abrigamos no se nos manifiesta en su plena realidad sino después de la conversión y de numerosas experiencias. ¿Cuándo fue que supo Pablo que era el primero de los pecadores, y que en él no moraba el bien? Solamente cuando la plena luz de Dios alumbró su estado moral; así la ruina del hombre en Adán no nos aparece en su entera realidad que cuando estamos plenamente liberados de él. Demasiados pocos cristianos comprenden esta verdad; ¡ah!, porque demasiado pocos gozan de las bendiciones en Cristo. El pródigo sabía y sentía muchas cosas en cuanto a su estado miserable mientras iba camino de vuelta a casa: su hambre, sus harapos, más aún su pecado, su culpabilidad, pero, cuando fue introducido en la casa del padre, oyó por primera vez estas palabras: «porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir» (Lucas 15:24). ¡Muerto! sí, tal era su estado según la apreciación de su padre; así también es la nuestra después de haber sido introducidos en nuestras bendiciones celestiales. ¡Cuán lejos estaba de comprender esta condición para sí mismo el hijo mayor!

Los trece primeros versículos de nuestro capítulo marcan indelebles huellas de la gracia divina desplegada a favor de su pueblo: Dios los ha notado, después de haber recordado la servidumbre idólatra de Abraham en Ur de los Caldeos, señalan en el patriarca, la elección de Dios, el llamamiento, la fe, y las promesas que se concentran sobre el hijo. Luego es nombrado Isaac, en él, la gracia recuerda el don del propio Hijo de Dios; luego son mencionados Jacob y Esaú, por quienes la gracia mantiene sus derechos en la elección, eligiendo a quien quiere, y casi siempre al peor. Seguidamente es mencionado Egipto, nombre que hubiera debido recordar a Israel la redención de pobres esclavos como lo habían sido; la gracia menciona a Moisés y a Aarón que los sacaron de allí. El mar Rojo es un lugar recordado aquí donde la gracia se glorificó aniquilando al enemigo; el desierto está mencionado para recordar la gracia siempre en actividad a favor de un pueblo rebelde y contradictor.

La presencia de los enemigos no hace sino resaltar la poderosa gracia de Dios: el egipcio que lo retenía bajo el yugo, está destruido; el amorreo que se opone a su marcha, está desbaratado; Balaam, el enemigo sutil es avergonzado, en fin todas las naciones cananeas, huyen delante de Israel como perseguidas por tábanos, «los cuales los arrojan de delante de vosotros», y la gracia se complace en repetir al pueblo, que «no con tu espada, ni con tu arco» (v. 12) «y os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis» (v. 13). Una gracia tan maravillosa ¿no hubiera debido empeñar a la nación a seguir a Jehová?

Si Israel hubiera sido conmovido por tan inagotable misericordia, si sus experiencias pasadas hubieran abierto sus ojos sobre el valor de la gracia de Dios, y a la vez sobre su propia indignidad, habría contestado a Dios más o menos en estos términos: “que tu gracia, tu gracia sola, siga guardándonos y conduciéndonos siempre”. Pero su desatino le hizo hablar en esta ocasión como lo hiciera ya estando al pie del monte Sinaí.

Allí, Dios recordó también a su pueblo toda la obra misericordiosa realizada a su favor: «vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí… ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro» (Éx. 19:4-5). Pero Israel no ha comprendido la gracia que lo ha llevado hasta aquí, confiándose en sí mismo, se coloca sobre el terreno de su responsabilidad legal, contesta: «todo lo que Jehová ha dicho haremos» (Éx. 19:8), reiterándolo dos veces más (véase cap. 24:3, 7). ¿Estaba mal contestar así? No tal; pero el error consistía en confiarse en “el hombre en la carne” y en sus capacidades, para cumplir con Dios.

Después de esta primera ocasión en que Israel se confía en sí mismo, una segunda le es presentada, cuarenta años después de su salida de Egipto cuando han terminado las experiencias del desierto; Dios hace recordar a su pueblo, por Moisés, su tierna misericordia que le ha seguido a través del yermo: «Le halló en tierra de desierto, y en yermo de horrible soledad; lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo. Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas, Jehová solo le guio, y con él no hubo dios extraño. Lo hizo subir sobre las alturas de la tierra, y comió los frutos del campo, e hizo que chupase miel de la peña, y aceite del duro pedernal» (Deut. 32:10-13). ¿En qué forma ha contestado Israel a tan tierna bondad manifestada a su favor en el desierto? Los mismos versículos lo dicen a continuación; y además el Espíritu de Dios lo recuerda por el profeta: «¿Me ofrecisteis sacrificios y ofrendas en el desierto en cuarenta años, oh casa de Israel? Antes bien, llevabais el tabernáculo de vuestro Moloc y Quiún, ídolos vuestros, la estrella de vuestros dioses que os hicisteis» (Amós 5:25-26).

En estas tres circunstancias: al pie del monte Sinaí después de las experiencias del desierto antes de cruzar el Jordán; y en la misma tierra de la promesa que poseen ya, Israel se confió en sus propias fuerzas en lugar de confiarse solamente en Dios; ignora todavía que la carne no se sujeta a la ley de Dios, y tampoco puede: «serviremos a Jehová» contestan, sin embargo, acababan de oír su historia sin prestar la atención debida: «Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová… porque Jehová nuestro Dios es el que nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la tierra de Egipto… que ha hecho estas grandes señales, y nos ha guardado… nosotros, pues, también serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios» (v. 16-18). ¡Hermosas palabras, expresiones perfectas de hombres de buena voluntad, pero de “hombres carnales”!

¿Cuál es la respuesta de Josué? ¿Se demuestra satisfecho? En manera alguna: él sabe que hay un mal escondido en el pueblo, una raíz que no ha sido extirpada: «No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y Dios celoso; no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados» (v. 19), Josué sabe que las palabras de Israel no provienen de un corazón verdadero, la idolatría tiene raíces demasiado profundas en el pueblo; ¡declarar servir a Jehová, proclamar que solo Él es nuestro Dios y tener con nosotros ídolos escondidos! Israel desconoce la verdadera santificación que no puede mezclar a Dios con los ídolos: «quitad de entre vosotros los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres al otro lado del río, y en Egipto; y servid a Jehová» (v. 14). Pues ¿estaban estos dioses entre ellos todavía? Jamás los quitaron; la idolatría ha llenado toda su historia. «Ningún siervo puede servir a dos señores» (Lucas 16:13). «Escogeos hoy a quién sirváis… Entonces el pueblo respondió y dijo: Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová para servir a otros dioses» (v. 15-16). Nunca se limpiaron de su idolatría: Dios los tuvo que dejar seguir el camino de su instinto y su ruina ha sido completa.

Sin embargo, los oímos decir por tercera vez estas palabras: «serviremos a Jehová nuestro Dios –como lo dijeron otrora en Sinaí– y a su voz obedeceremos» (v. 18, 21, 24). En lugar de la gracia que desecharon, una alianza está concluida aquí; se escriben estas palabras en un libro, las que el pueblo acaba de pronunciar, como también las de Dios, en otra columna por así decirlo, en el mismo libro. Afuera, junto al santuario de Jehová, debajo de una encina, una piedra está alzada, y agrega Josué: «He aquí esta piedra nos servirá de testigo, porque ella ha oído todas las palabras que Jehová nos ha hablado; será, pues, testigo contra vosotros, para que no mintáis contra vuestro Dios» (v. 26-27).

Esta gran piedra, imagen de la ley, queda moralmente levantada como testimonio y juicio hasta ahora contra Israel, quien es objeto de un castigo inexorable; pero no es aquí que termina Dios sus propósitos: la Ley que vino cuatrocientos treinta años después, no abroga las promesas de la gracia: «porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). ¿Por qué pues ha sido dada la ley? preguntará alguien; fue puesta por causa de las rebeliones, para que el hombre en la carne, sea demostrado enteramente pecador, y el pecado sobremanera pecante. ¿Qué queda pues a favor de seres en tales condiciones? La gracia, pero la gracia por la cruz.

El hecho de que Dios hiciera recordar a Israel sus propios caminos de gracia a su favor, como por otra parte el camino opuesto, seguido por el mismo pueblo, nos comprueba que la última palabra divina no es la ley ni el castigo, sino la gracia. Este hecho es de singular importancia, no solamente para este pueblo sino para nosotros los cristianos también. Introducidos en lugares celestiales, nuestra verdadera Canaán, gozando la plena salvación por el Señor Jesucristo, nuestra historia, la de la Iglesia responsable, ¿acaso sería mejor que la de Israel que acabamos de considerar? Para contestar y haciendo justicia a la verdad, sería indispensable recordar lo que ha sucedido en la cristiandad a través de los tiempos transcurridos después de los apóstoles hasta hoy. Los capítulos dos y tres del Apocalipsis y numerosos pasajes del Nuevo Testamento, revelan la historia pasada y actual de la Iglesia; pues, a la luz de la Palabra de Dios y con el testimonio de la Historia, sin temor a equivocarnos, debemos confesar que somos infinitamente más culpables que Israel. ¿Qué nos queda? Como a Israel, solamente la gracia.

En efecto, no concluye Dios sus caminos con el fracaso humano: sus juicios retributivos ejerciendo el castigo, tendrán lugar tanto para Israel como para la cristiandad; pero pasarán con la historia de la tierra. Una cosa quedará eternamente: el decreto de Dios a favor de los redimidos del Antiguo como del Nuevo Testamento: «A los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó» (Rom. 8:30). Lo que su boca pronunció, su mano lo cumplirá también; a raíz de la obra redentora hecha una sola vez para siempre en la cruz, y sobre el pie de un nuevo pacto hecho a favor de Israel (Jer. 31:31-34), cuya bendita sangre ha sido derramada ya, todas las promesas de Dios, son en Cristo: «el sí, y también en él el amén a Dios, para gloria suya por medio de nosotros» (2 Cor. 1:20). Y si tal era la seguridad del apóstol en cuanto a los propósitos divinos a favor de pobres paganos convertidos, tal era también su seguridad en los mismos a favor de su amado pueblo en la carne por lo que reveló un misterio a los cristianos romanos «Hermanos, para que no seáis sabios a vuestro juicio propio, no quiero que ignoréis este misterio: que endurecimiento parcial ha acontecido a Israel hasta que entre la plenitud de los gentiles; y así todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador; y apartará de Jacob la impiedad… Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:25-36). Esto hace prorrumpir al apóstol, enajenado: «¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, y será recompensado? Porque de él, y por medio de él, y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén».