Estudios sobre la Epístola a Tito


person Autor: Henri ROSSIER 48

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(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


1 - Introducción

Se ha hecho notar con justicia que cada una de las epístolas dirigidas a Timoteo y a Tito extraen su propio carácter de la misión que el apóstol había encargado a sus dos delegados y compañeros de obra. Timoteo debía velar por la sana doctrina (1 Timoteo 1:3-4) y Tito por el orden en la casa de Dios (Tito 1:5).

Como tenemos la intención de comentar exclusivamente la epístola a Tito, no insistiremos sobre los contrastes entre estas dos epístolas y sobre aquello en lo cual difieren entre sí. Otros lo hicieron mejor que nosotros. Nos ceñiremos más bien, a lo largo de este estudio, a presentar sus puntos de contacto, para ayudar, según nuestra débil medida, a la explicación de este importante tema.

La epístola a Tito, si bien insiste mucho, como la primera epístola a Timoteo, sobre la doctrina o enseñanza entre los santos (el término griego es idéntico para las dos palabras), oponiéndola a la enseñanza de los falsos maestros. Se centra sobre todo en las verdades fundamentales del cristianismo. Hace resaltar los frutos de estas verdades en la vida práctica de los creyentes, de manera que un orden lleno de belleza pueda caracterizar a la casa de Dios y una feliz armonía reine entre todos sus miembros.

1.1 - La sana doctrina

La sana doctrina comprende todos los principios divinos que nos son expuestos en los tres pasajes capitales de esta epístola. Hallamos, en efecto:

–en el primero de estos pasajes (cap. 1:1-4) la doctrina del cristianismo, resumida en las grandes verdades que la caracterizan;

–en el segundo (cap. 2:11-14) la suma del cristianismo, no tanto en sus verdades características como en su realización práctica en cuanto a nuestra marcha y a nuestra conducta;

–y el tercero (cap. 3:4-7) nos informa sobre la obra de Dios en nosotros y sobre los medios de que se ha servido para conducirnos a él y darnos la salvación.

Tendremos ocasión de volver sobre el tema y explicar detalladamente estos pasajes, pero, antes de abordarlos, es preciso hacer notar que es importante, en los días que atravesamos, insistir sobre esta verdad capital: la práctica de la vida cristiana es inseparable de la sana doctrina. En efecto, actualmente se encuentra cada vez más la pretensión de conducir a los creyentes a producir frutos según Dios, a pesar de las doctrinas malsanas que alteran o arruinan las verdades que a menudo son las más esenciales del cristianismo. Se desacredita a las Sagradas Escrituras, único e infalible compendio de estas verdades. Al quitar a la vida cristiana su base absoluta, que es la Palabra inspirada, se olvida que los frutos no pueden ser producidos sin el árbol que los lleve. Si se estima que el hombre caído es capaz, sin la Revelación, de producir por sí mismo frutos para Dios, se olvida que un mal árbol jamás producirá buenos frutos. Si se hace de la Palabra de Dios una guía dotada de una moralidad superior, pero escrita bajo la influencia de errores y prejuicios de sus diversos autores, se olvida que un buen árbol, privado de la savia que lo alimenta, por la mutilación de su corteza, es incapaz de producir una cosecha suficiente, o incluso ni siquiera una cosecha cualquiera.

1.2 - Doctrina y vida práctica

La unión íntima entre la doctrina y la vida práctica se halla a cada paso en las Escrituras. El Salmo 119 nos muestra que solo por la Palabra es trazada e iluminada la senda del justo. Sin la enseñanza de la Escritura, el creyente confiesa haber sido «errante como oveja extraviada». Las dos epístolas a Timoteo están llenas de esta verdad. En 2 Timoteo 3:16 vemos que las Escrituras divinamente inspiradas nos enseñan y nos instruyen en cuanto a la justicia práctica para toda nuestra conducta. El capítulo 2 de nuestra epístola bastaría por sí solo para convencernos de esta importante verdad y dispensarnos de multiplicar ejemplos de ella hasta el infinito. Sin embargo, recordemos aún que hasta el cristiano que tiene una plena confianza en la autoridad absoluta de la Palabra escrita verá siempre que el sabor de su vida práctica depende de la medida en que se nutra de las Escrituras y se someta a su enseñanza.

2 - Capitulo 1

Versículos 1-4: «Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y el conocimiento de la verdad que es según la piedad, en la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos, y a su debido tiempo manifestó su palabra por medio de la predicación que me fue encomendada por mandato de Dios nuestro Salvador, a Tito, verdadero hijo en la común fe: Gracia, misericordia y paz, de Dios Padre y del Señor Jesucristo nuestro Salvador».

Tal es el primer pasaje capital de nuestra epístola. Como lo hemos dicho, estos cuatro versículos resumen y condensan en pocas palabras el tema inagotable de las grandes verdades del cristianismo.

En primer lugar, aprendemos que la fuente de estas bendiciones se halla en Dios mismo. Él nos es presentado en primer lugar en su carácter absoluto, como Dios; después como el Dios verdadero que no puede mentir; luego como el Dios Salvador que se revela como tal a seres perdidos; y, finalmente, como Dios Padre, el Dios de amor. Pero en Jesucristo, nuestro Salvador, tenemos la revelación de todo lo que Dios es para nosotros

2.1 - Pablo, siervo y apóstol

El apóstol Pablo es el instrumento de esta revelación. Se llama a sí mismo siervo de Dios. Este título solo lo hallamos dos veces en las epístolas (aquí y en Santiago 1:1) y algunas veces en el Apocalipsis, mientras que el de siervo de Cristo es más frecuente. Ser siervo de Dios supone una dependencia absoluta, el temor y el temblor en el ejercicio de sus funciones, el respeto por cada palabra salida de la boca de Dios, el profundo sentimiento de nuestra responsabilidad. Al mismo tiempo, el gran apóstol de los gentiles está situado, por su calidad de siervo, en la más baja y humilde de las posiciones. Esta actitud debía ser un ejemplo para Tito, el cual acababa de ser llamado a ocupar un lugar de honor. Y, si el apóstol tenía una posición tan humilde y dependiente, ¡cuánto más debía serlo la del discípulo! Como siervo de Dios, Pablo no se pertenecía a sí mismo. Lo que Dios espera de su siervo es una obediencia sin reserva, una fidelidad escrupulosa para cumplimentar el mensaje que le ha confiado el Señor (Amo) a quien pertenece. Pero este solemne mensaje no tiene nada de amenazador ni espantoso, pues aquel que lo administra a los demás es siervo de «Dios nuestro Salvador».

Por ello, Pablo también se intitula «apóstol de Jesucristo». Si Dios ha puesto la verdad entre sus manos, Cristo lo envía para darla a conocer y difundirla. Esta misión sitúa a Pablo en una relación particular con Cristo, como su apóstol, enviado por él para ofrecer al mundo las verdades que Dios tenía en vista desde la eternidad, verdades que eran ofrecidas a los hombres para que fueran su parte en virtud de la obra de Cristo. Por eso Pablo puede decir: «El Señor Jesucristo nuestro Salvador», el autor de la salvación que formaba parte, en todo tiempo, de los planes del Dios de amor. Pablo habla de esta salvación como de algo propio. Puede decir: Cristo no es solamente el Salvador, sino que es mi Salvador y el de todos los que creen en él: nuestro Salvador. La salvación nos fue adquirida por Jesucristo. Él mismo se hizo siervo de Dios para adquirírnosla y nuestro servidor para aplicárnosla después de haberla realizado (Filipenses 2:6-8). Consideremos ahora en qué consiste el ministerio del apóstol.

2.2 - La fe de los escogidos

Su apostolado nada tiene en común con los principios del judaísmo. Es enteramente independiente de la ley. Es según la fe de los escogidos de Dios.

No se dirige a la carne, ni a la voluntad del hombre, sino a la fe, en contraste con la ley. Además, excluye por completo el principio judío de un pueblo establecido sobre la base de una descendencia carnal. Sin duda, esta descendencia estaba establecida en su origen sobre la fe de Abraham solo, dejando subsistir las relaciones según la carne con el pueblo salido de él. Pero este pueblo en la carne, llamado a someterse a la ley, perdió por su desobediencia todo derecho a ser reconocido como el pueblo de Dios, y más tarde solo hallará este título sobre la base –como nosotros– de la fe de los escogidos.

El apostolado de Pablo se dirigía a la fe individual y no a un pueblo privilegiado, producto de una descendencia terrenal. Los que recibían esta fe eran los escogidos por Dios, a quienes él tenía en vista desde la eternidad como su pertenencia, quienes, salvados por la fe, constituían desde entonces, mediante su reunión, un pueblo celestial.

Estas dos cosas –la fe y la elección– caracterizan al cristianismo de una manera absoluta, en contraste con el judaísmo. Tanto la una como la otra dependen exclusivamente de la gracia y no de la ley.

2.3 - La verdad ¿qué es?

El segundo tema del apostolado de Pablo era «el conocimiento de la verdad que es según la piedad».

Era la verdad, nada menos que la verdad íntegra la que daba a conocer. ¿Qué es, pues, la verdad? Es, como lo hemos hecho notar en otro lugar, la plena revelación de lo que Dios es (de su naturaleza), de lo que dice (de su palabra) y de lo que piensa (de su Espíritu); en otros términos, la revelación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Lo que Dios es nos es revelado en Cristo, en quien toda la plenitud de la Deidad habita corporalmente (Colosenses 2:9). En Cristo conocemos a Dios como Aquel que es luz y amor.

A continuación, la verdad es lo que Dios dice, es decir, su Palabra. Jesús dice: «Tu palabra» – «es verdad» (Juan 17:17).

Esta Palabra nos fue traída por Cristo. Es, pues, a la vez, lo que Dios es y lo que Dios dice. En el evangelio de Juan, el cual lo presenta como Hijo de Dios, dice continuamente: «Yo soy». Cuando los judíos le preguntan: «¿Tú quién eres?», les responde: «Es precisamente lo que os estoy diciendo» (Juan 8:25, versión Nacar-Colunga). La identificación absoluta en Cristo de estos dos lados de la verdad: lo que Dios es y lo que dice –Su naturaleza y Su Palabra– nos son presentados en este pasaje. En Cristo (por el Hijo) Dios nos ha hablado, en contraste con la manera fragmentaria en que había hablado en otro tiempo por los profetas (Hebreos 1:1), presentando a través de ellos una parte de la verdad, mientras que en Cristo, que es la Palabra, Dios la presenta ahora en su totalidad. El cristianismo es la suprema y única expresión de la verdad, porque la verdad nos es dicha «por el Hijo». Vino por él, no por Moisés, porque vino por una persona que es en sí misma la verdad, tal como la Palabra nos la revela.

La verdad es, en fin, el pensamiento de Dios sobre todas las cosas. Este pensamiento está en Cristo, y el Espíritu le da testimonio, pues «el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6). Da testimonio de que la vida eterna está en Cristo y que nos ha sido adquirida por su sacrificio.

La verdad halla, pues, su perfecta expresión en Cristo, pues él mismo es la Verdad: «Yo soy… la verdad», dice (Juan 14:6). Bajo el régimen de la ley, Dios no revelaba todos sus pensamientos. No se daba a conocer como el Dios de amor; a lo sumo, la revelación que Jehová dio respecto de sí, bajo la ley, fue acompañada de la proclamación de su misericordia (Éxodo 34:6). Bajo la ley, tampoco reveló al hombre su estado de perdición, pues la ley suponía la posibilidad de que el hombre obtuviera la vida obedeciendo a los mandamientos de Dios. Jehová tampoco revelaba sus pensamientos en cuanto al mundo, pues, bajo la ley, el mundo no estaba presentado todavía como definitivamente sometido a Satanás y condenado –ni tampoco los revelaba en relación con el cielo, pues, como el hombre era pecador, el cielo le estaba cerrado y la ley solo podía prometerle una bendición terrenal. Ni el mismo Dios estaba manifestado bajo la ley, pues quedaba oculto en una profunda oscuridad detrás del velo. Tampoco se trataba, bajo la ley, de un sacrificio que pudiera quitar los pecados y, de una vez para siempre, reconciliar al pecador con Dios.

En resumen, el conocimiento de la verdad era desconocido bajo la ley, salvo de una manera parcial. En su plenitud, este conocimiento pertenece exclusivamente al cristianismo.

Pero notemos aquí un segundo punto: este conocimiento de la verdad es según la piedad.

2.4 - Definición de la piedad

La piedad es el mantenimiento de relaciones habituales entre nuestra alma y Dios, mantenimiento extraído del conocimiento de la verdad. «El misterio de la piedad» en 1 Timoteo 3:16 no es otra cosa; es el secreto por el cual la piedad es producida, por el cual el alma es conducida a gozar de sus relaciones con Dios y mantenida en ese estado. La verdad, como lo hemos visto, se resume íntegramente en una sola persona: Jesús, Dios manifestado en carne. Solo él nos ha hecho conocer a Dios y nos pone en relación con él. Por lo cual el gran misterio de la piedad se resume en el conocimiento de Cristo solo: «Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Timoteo 3:16). El conocimiento de la verdad, si no tuviera la piedad por resultado, conduciría al hombre a su condenación eterna, pues ella no le pondría jamás en relación con Dios. En lugar de poseer la verdad que es según la piedad, puede poseérsela viviendo en la iniquidad (Romanos 1:18, versión Darby), y el hombre que la posee así será el objeto de la cólera de Dios en lugar de ser el objeto de Su favor.

2.5 - La vida eterna

El apostolado confiado a Pablo tenía por base la esperanza de la vida eterna. Esta esperanza es una certidumbre que nada tiene de vago ni de incierto como la esperanza humana, pues pertenece a la fe. La vida eterna había sido prometida por Dios mismo antes del comienzo de los tiempos de los siglos. Entonces, ¿cómo podía Dios mentir a su propia promesa eterna? ¿No ha dicho, acaso: «Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá?» (Isaías 46:9-10).

Los «escogidos de Dios» poseen ya esta vida por la fe en un Cristo muerto (Juan 6:54). «Este es el verdadero Dios y la vida eterna». Quien cree en Él tiene esta vida, no la vida humana perecedera, sino una vida espiritual sin fin, la vida de Dios, una vida capaz de conocerle, de gozar de él, de tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Tal es «la vida eterna». Sin duda, todo el tiempo que el creyente esté en esta tierra, el gozo de esta vida será imperfecto, pero muy pronto comprobaremos todo su valor en la gloria, cuando le veamos a él, nuestra vida, y seamos semejantes a él; cuando conozcamos como somos conocidos; cuando gocemos de las inefables delicias de una comunión perfecta e ininterrumpida con él, el objeto de nuestra esperanza.

Tal es la doctrina cristiana, la esencia misma del cristianismo. Ciertamente podemos exclamar con el apóstol: «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!». Sí, ¡cuán infinitas son estas riquezas! ¡Qué objeto nos da el cristianismo! ¡Qué seguridad! ¡Qué gozo actual! ¡Qué felicidad y qué paz en nuestras relaciones con Dios! ¡Qué gozo cabal en su comunión! ¡Qué certidumbre sobre el porvenir! ¿Existe algún conocimiento que pueda ser comparado con el que nos proporciona el Evangelio?

2.6 - El tiempo de revelar

«Y a su debido tiempo manifestó su palabra»: En contraste con «antes del principio de los siglos» existe un «tiempo apropiado». Este tiempo es el actual; es el día de hoy, en el cual Dios ha manifestado plenamente todo el consejo de su gracia, del cual acabamos de hablar. Este «tiempo apropiado», Dios lo había determinado de antemano y actualmente ha aparecido. Ha sido inaugurado por un hecho único en la Historia, el valor del cual no tendrá otro límite que la misma eternidad: hablamos de la cruz de Cristo y de la resurrección del Hijo de Dios de entre los muertos. Allí todo el consejo de Dios en relación con nosotros ha sido plenamente manifestado. El velo que nos separaba de Dios está rasgado, el acceso ante él está abierto a la plena luz, la relación con él, como nuestro Padre, está establecida para siempre, la herencia ha sido proclamada como nuestra parte con Cristo en la gloria… y todo esto por él y en él.

Nada parecido fue anunciado ni conocido antes. La Palabra de Dios, la cual no puede mentir, ha sido manifestada ahora. Los pensamientos eternos de Dios existían hasta aquí en el misterio de sus consejos, y son ahora conocidos, y la predicación de esta Palabra fue confiada a Pablo. ¡Qué inmensa importancia tenía, pues, su apostolado! Desde entonces la Palabra de verdad está completa (Colosenses 1:25). Su predicación era un mandamiento, y nosotros sabemos cómo lo obedeció el apóstol. Pero este mandamiento no tenía ningún parecido con la ley, pues era, no Jehová el Dios del Sinaí, sino el Dios Salvador que se revelaba en tiempo conveniente por la Palabra cuya predicación era confiada al apóstol.

Pablo dirige su epístola a Tito (v. 4). Este era el verdadero hijo del apóstol. Había sido engendrado según la verdad y había recibido esta sobre el mismo pie que su padre espiritual, es decir, sobre la base de la fe. Esta fe era, pues, común a Pablo y a Tito (al judío y al gentil), pero Pablo había sido el instrumento para comunicarla a este último.

Dios el Padre y el Señor Jesucristo, Salvador nuestro, el amor divino y la gracia divina, se unen para hacer llegar a Tito un gozoso mensaje de favor y de paz como bendiciones actuales, las cuales eran su parte, así como la del apóstol, quien tenía el mismo Salvador que su discípulo.

2.7 - La misión de Tito

Versículos 5-9: «Por esta causa te dejé en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te mandé; el que fuere irreprensible, marido de una sola mujer, y tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía. Porque es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios; no soberbio, no iracundo, no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen».

Acabamos de ver cuáles son las bases del cristianismo: la fe de los escogidos, la verdad según la piedad, la vida eterna, la Palabra de Dios y, finalmente, la predicación que extrae estas cosas de la Palabra. Todos estos temas están comprendidos en lo que es llamada «la sana doctrina». Los versículos 5 a 9 que hemos citado tratan del buen orden en la Asamblea, pero el buen orden no puede tener lugar sin la sana doctrina y la enseñanza que la presenta. Es lo que hemos hecho resaltar desde el principio de este escrito.

Esta enseñanza es confiada a todos aquellos a los cuales Dios confió una responsabilidad especial en la asamblea: en primer lugar a Tito (cap. 2:1); a los ancianos (cap. 1:9); a las mujeres ancianas, en una medida ciertamente muy limitada (cap. 2:3); a los jóvenes (cap. 2:7). En fin, la enseñanza tiene su modelo perfecto en la gracia que se manifestó en Jesús (cap. 2:11-12).

La administración confiada a Tito consistía en establecer, ajustar y mantener el buen orden en las asambleas de Dios en Creta, mientras que la que había sido confiada a Timoteo en la asamblea de Éfeso consistía en velar de una manera especial sobre la doctrina, a fin de que no fuera falseada. La administración confiada al apóstol Pablo era infinitamente más amplia que la de sus delegados: le estaba ordenada la administración del misterio de Cristo en este mundo (Efesios 3:2, 9; 1:10; 1 Corintios 9:17), del misterio escondido desde los siglos, mas revelado ahora por el Espíritu. Este misterio consistía en la unión, en un solo cuerpo, de la Iglesia con Cristo. Pablo debía hacer conocer a la Asamblea su posición y vocación, y la gerencia de este misterio era inseparable de un trabajo incesante y una vigilancia continua, pues el apóstol deseaba presentar a Cristo su Esposa como «una virgen casta».

En cuanto a Tito, se trataba más bien, aunque no exclusivamente, de mantener las relaciones individuales de los cristianos entre sí. En este aspecto, quedaban muchas cosas por resolver, entre las cuales estaba la de establecer ancianos.

2.8 - El papel de los ancianos

El asunto de los ancianos, esgrimido tantas veces por los que defienden el clero en las iglesias protestantes y puesto en claro a la luz de la Palabra, parece que en lo sucesivo es cosa resuelta para cualquiera que sea sumiso a la autoridad de las Escrituras, de manera que parece inútil tratarlo nuevamente, por lo que nos limitaremos a resumirlo.

Los ancianos –nombre idéntico al de obispos y presbíteros– quedan cuidadosamente diferenciados de los dones del Espíritu o de los dones concedidos por Cristo glorificado a su Iglesia. La identificación de estos dones con los cargos de obispo (o vigilante) y de diáconos (o servidores) es un signo de la ruina de la Iglesia y muy pronto caracterizó a la misma después del abandono del primer amor. Los ancianos, así como los diáconos, son cargos locales (es decir, no van más allá de las circunstancias de una asamblea local). Estos cargos existían, no de manera oficial, pero sí en la realidad práctica, en las asambleas salidas del judaísmo, mientras que en el caso de las asambleas de los gentiles eran constituidos por el apóstol o sus delegados. Puede ser que haya habido otros, pero solamente dos de estos delegados –Timoteo y Tito– son mencionados en las epístolas como enviados por el apóstol Pablo. En todo caso, solo estamos autorizados a reconocer a los que la Palabra menciona. Tito es el delegado al que se refiere nuestra epístola.

Los dones existirán hasta el fin (Efesios 4:11-14). Sin embargo, nunca se dice tal cosa de los cargos. Su actual ausencia (pues de ninguna manera reconocemos ancianos instituidos en flagrante contradicción con la Palabra de Dios), es una prueba tan palpable de la ruina de la Iglesia como de su institución sin la aprobación de las Escrituras. En efecto: ¿Dónde hallamos ahora la autoridad para establecerlos? Sin duda alguna, el Señor pone en el corazón de los suyos, allí donde estos se reúnen según su Palabra, el deseo de responder a la vigilancia que se precisa en las asambleas, pero todo establecimiento o consagración de ancianos de manera distinta a la que enseña la Palabra está en contradicción con el pensamiento del Espíritu de Dios. Los cristianos sumisos a la Palabra se atendrán estrictamente, en lo tocante a este punto como a otro cualquiera, a la enseñanza que ella nos da.

El don y el cargo local pueden existir en el mismo individuo, pero jamás son confundidos en la Escritura. De una forma u otra, todos los ancianos eran considerados pastores del rebaño, pero había ancianos que no servían en la administración de la Palabra. Además de las funciones, que consistían en velar sobre la grey y cuidar de ella, los ancianos debían ser capaces de enseñar, de retener firmemente la Palabra según la doctrina, de exhortar según la misma y de refutar a los contradictores, pero trabajar en la Palabra y en la enseñanza no era indispensable a su cargo; de hecho no era su cargo. Considerad 1 Timoteo 5:17, donde está escrito: «Mayormente los que trabajan en predicar y enseñar».

Hallamos, pues, en los versículos 6-9 las cualidades requeridas para que Tito los pudiera establecer. Se trata en primer lugar (v. 6) de cualidades que llamaremos exteriores, porque ellas pueden ser controladas por todos. Se manifiestan, en el anciano, en la conducta de su casa y en la vida de su familia. Era preciso que, en este aspecto, el anciano fuera irreprensible. ¿Cómo podía reprender a los demás si él a su vez merecía reproches? Debía estar casado, pero no podía tener dos esposas, ya que el tenerlas, si bien no concordaba con el orden divino establecido en la Creación, en aquel tiempo era cosa habitual entre los gentiles y común entre los judíos, quienes despedían a la mujer que no les placía y tomaban otra en su lugar. El anciano debía gobernar según Dios su propia familia (para ser anciano era necesario que tuviera hijos). Si no, ¿cómo podía confiársele el gobierno de la asamblea? Sus hijos debían ser fieles. La fidelidad supone la conversión, la fe, la piedad. Era preciso que no fueran acusados de disolución –es decir, del abandono de sí mismos– y de mala conducta. Tal había sido en otro tiempo el caso de los hijos de Elí. Habían sido causa de tropiezo para su padre, el cual no había sido severo con ellos y «los había honrado más que al Señor». Por eso sus desbordes de conducta habían traído un juicio terrible sobre ellos y sobre su padre. Los hijos del anciano no debían ser contumaces, es decir, no debían desacatar la autoridad de su padre. Con estos rasgos, el mundo podía apreciar que un orden según Dios era vivido en la familia del anciano.

El versículo 7 nos presenta al anciano en cuanto a sus cualidades interiores y personales. Si debía ser irreprensible en su vida familiar, debía serlo también como administrador de Dios. No era responsable ni ante el apóstol –quien había ordenado su institución– ni ante Tito –quien lo había establecido– sino ante Dios, quien le confiaba la administración de su Casa.

Hallamos aquí, pues, tres grados en la administración: en primer lugar el apóstol, después Tito –su delegado– y finalmente el anciano, pero todos eran responsables ante Dios únicamente. ¡Cuán importante es retener esta verdad! Sea cual fuere la tarea que Dios nos confíe, solo ante Él debemos responder por su cumplimiento. Las administraciones, como lo hemos visto, son diversas; un anciano no podía usurpar la de Tito, ni Tito inmiscuirse en la del apóstol. Al obrar de tal modo, el uno y el otro habrían dado prueba de una suficiencia y de una independencia de lo más culpables, lo cual habría conducido a un desorden completo en esas diversas administraciones, pero no por ello era menos cierto que la responsabilidad de cada cual (en este caso, la del anciano) era completa y sin atenuante alguno ante Dios, pues se hallaba en una posición subordinada. Esta posición aquí era exterior, sin duda, pero nada hay indiferente cuando se trata de la casa de Dios.

2.9 - Virtudes de los ancianos

En cuanto a las cualidades personales del anciano, el apóstol señala en primer lugar cinco caracteres negativos.

1. «No soberbio»: La ausencia de esta cualidad negativa es, por desgracia, demasiado frecuente en los hijos de Dios. No es fácil hacer que ciertos espíritus se retracten de su propia opinión. Este defecto encubre mucha satisfacción de sí mismo, de obstinación y, en el fondo, mucho egoísmo y orgullo con una voluntad propia que no quiere someterse a las ideas de los demás, olvidando que está escrito: «Someteos unos a otros en el temor de Dios» (Efesios 5:21).

Por sí solo este defecto incapacita a un creyente para ser anciano, es decir, para administrar con sabiduría la casa de Dios; por eso le vemos en primer lugar en la lista de lo que descalifica al anciano. Una buena administración no es posible sin la abnegación del que administra.

2. «No iracundo»: Un hombre iracundo que no tuviera el sabio y tranquilo dominio de sí, ¿cómo gobernaría a los demás?

3. «No dado al vino»: Aquí no se trata de borrachos, de quienes está escrito que «no heredarán el reino de Dios», sino de un hábito de intemperancia que se alía a la cólera y a menudo es la causa de ella, como

4. «Pendenciero», que es una de sus consecuencias.

5. «No codicioso de ganancias deshonestas»: Aquí la vergüenza no reside propiamente en el amor al dinero, concupiscencia reprobada en el anciano en 1 Timoteo 3:3, sino en el amor a la ganancia a la cual conduce el amor al dinero. Esta ganancia es señalada con justicia como vergonzosa, porque funciones santas, que solo deberían tener por móvil una consagración desinteresada por la casa de Dios, son empleadas y aprovechadas para satisfacer bajas concupiscencias. La misma expresión es empleada en 1 Pedro 5:2 en relación con los ancianos: «Cuidando… no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto». Era vergonzoso ejercer el cargo de obispo con el propósito de sacar un provecho pecuniario. Amar el dinero por el dinero mismo es ya un lazo terrible, el cual predispone para recibirlo de cualquier mano y de cualquier origen.

En el versículo 8 hallamos siete cualidades positivas del anciano. Antes de enumerarlas haré notar que en 1 Timoteo 3:2-4 son exigidas catorce cualidades a los ancianos, mezcladas, es cierto, con las negativas. La lista, pues, es más completa que aquí (dos veces completa, por así decirlo), ya que el número siete desempeña un papel inmenso en la Palabra de Dios desde el punto de vista moral e incluso, como algunos lo han señalado, en la estructura puramente exterior de las Santas Escrituras. Siete es el número completo, el número de la plenitud en relación con la administración divina. Además, en la epístola a Timoteo la dignidad del cargo de anciano es realzada por el número catorce, en contraste con las funciones de los diáconos y las diaconisas, las que solo son siete.

Volvamos ahora a las cualidades positivas del anciano que están enumeradas en nuestro capítulo.

1. «Hospedador»: La hospitalidad no puede concordar jamás con la avidez de lucro y la avaricia. En Hebreos 13:2, esta hospitalidad es recomendada a todos los santos por haber tenido a veces como consecuencia el privilegio de albergar mensajeros divinos portadores de bendiciones especiales. En esto, el anciano no debe ni buscar su comodidad, ni temer el desarreglo de sus hábitos ordinarios. Su casa debe estar abierta a todos; debe ser acogedor en el pequeño círculo que es el modelo del gran dominio de la casa de Dios que el anciano administra localmente.

2. «Amante de lo bueno»: Esto es más que «aborrecer lo malo». En el último caso, el mal ocupa los pensamientos con el propósito de separarse de él, mientras que en el primero es el bien quien los ocupa, a fin de gozar de él. La consecuencia inmediata es que uno se vincula con gente de bien y tiene comunión con ella.

3. y 4. «Sobrio, justo»: Un hombre sobrio y justo es reflexivo, ponderado, no se deja guiar por la primera impresión ni por el primer impulso y sabe pesar equitativamente las circunstancias en las cuales se encuentran los demás.

5. «Santo»: Se trata de la santidad de conducta que agrada a Dios; llevar una vida de la cual Dios es el centro, una vida ordenada y nutrida por él.

6. «Dueño de sí mismo»: De esta manera, las pasiones de la carne no tienen ocasión de manifestarse y las concupiscencias naturales son reprimidas

7. «Retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada»: El deber del anciano consistía en estar firmemente apegado a la Palabra y mantenerla. Era la fiel palabra, según la enseñanza de los apóstoles, palabra cierta, que no engaña jamás, pues es la Palabra del Dios fiel. Pero el anciano no podía ser en principio aquel que enseña, pues él mismo era enseñado por la doctrina confiada a los apóstoles, por las sanas palabras que estaban encargados de comunicar y estas palabras no eran otra cosa que las Escrituras por adelantado, puestas en boca de los apóstoles y que, por eso, debían mantenerlas firmemente. La doctrina, pues, no era otra cosa que la certidumbre de la Palabra, porque ella le estaba asimilada. Se trataba de mantener firmemente la Palabra, la enseñanza que la presentaba y no la doctrina que provenía de ella.

Este apego a la Palabra hace al anciano capaz, tanto de exhortar (a los fieles) mediante una sana doctrina como de refutar a los contradictores (los que se oponen a la doctrina cristiana). La capacidad adquirida por la afección a la Palabra de Dios era una de las cosas necesarias en el anciano. Cuando se trata de mantener el orden en la casa de Dios, las cualidades morales y la conducta personal no son suficientes. Sin duda que, si estas no existían, no había autoridad moral alguna para la administración, pero, de hecho, ninguna administración es posible si no tiene por base y por regla la Palabra. Estas cosas no eran requeridas a los diáconos en 1 Timoteo 3:8-10, salvo que debían guardar «el misterio de la fe con limpia conciencia». En este mismo capítulo hallamos dos misterios: el de la fe y el de la piedad. El misterio de la fe es el conjunto de verdades ahora reveladas, que pertenecen a la fe. Se precisaba, pues, para el simple servicio de un diácono, una familiaridad con las grandes líneas de la Palabra, líneas que debían haber alcanzado la conciencia para ser guardadas. Esto daba un sabor particular al más humilde servicio, como servir a las mesas, pero esto preparaba al diácono para estar «lleno de gracia y de poder», como Esteban, cuando fue llamado a dar un testimonio público ante el mundo.

La responsabilidad del anciano es mucho más amplia que la de los diáconos o servidores, los que, por otra parte, no son mencionados en la epístola a Tito, circunstancia muy explicable, pues era la asamblea la que escogía a los diáconos, los cuales solo después eran designados por los apóstoles para un servicio particular (Hechos 6:3-5). Para vigilar o mantener el orden se precisa a menudo poder exhortar o refutar a los contradictores. Ahora bien, la base de la exhortación en sí misma es la sana doctrina y aquí tenemos la ocasión de comprobar lo que dijimos al principio: la santidad práctica y una marcha recta y piadosa son inseparables de la sana doctrina y, aunque los hombres piensen lo que sea, aquéllas no pueden existir sin esta. También por la sana doctrina los recalcitrantes pueden ser reducidos al silencio e impedidos de contaminar a la asamblea oponiéndose a la verdad.

Vemos, pues, qué importancia es concedida a la función del anciano, aunque la esfera de su ejercicio esté limitada a la asamblea local. Este cargo debe ser, en consecuencia, adaptado a las circunstancias locales de la asamblea en la cual se ejerza. Como lo vamos a ver, así era el caso de las asambleas de Creta. Por eso también las cualidades requeridas a los ancianos no eran absolutamente las mismas cuando se trataba de la asamblea de Éfeso en la primera epístola a Timoteo.

Los ancianos no eran, pues, dones del Espíritu Santo caracterizados por la universalidad de su acción, sino que su actividad ordinaria era el resultado práctico de una vida santa, piadosa, consagrada, firmemente adherida a la Palabra. Sin embargo, el cargo de anciano no excluía la posibilidad de que poseyera a la vez un don, así como el diácono. Esto lo vemos en la maravillosa predicación de Esteban en Hechos 7. Es lo que también hallamos en 1 Timoteo 5:17. Vemos en este pasaje que no todos los ancianos trabajaban «en predicar y en enseñar». Su trabajo en este terreno está señalado como una excepción excelente y digna de un doble honor en cuanto a la ayuda –de la naturaleza que fuera– que debía serles otorgada.

2.10 - Los contradictores

Versículos 10-16: «Porque hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades y engañadores, mayormente los de la circuncisión, a los cuales es preciso tapar la boca; que trastornan casas enteras, enseñando por ganancia deshonesta lo que no conviene. Uno de ellos, su propio profeta, dijo: Los cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos. Este testimonio es verdadero; por tanto, repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe, no atendiendo a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad. Todas las cosas son puras para los puros, mas para los corrompidos e incrédulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas. Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena obra».

Los versículos 10 y 11 describen a los contradictores del versículo 9, verdadera plaga de las asambleas de Creta. Tienen tres caracteres:

1. «Contumaces» (insubordinados): Como no sufren ninguna autoridad establecida sobre ellos, se oponen y se levantan contra toda vigilancia instituida por Dios para mantener el orden en su casa.

2. «Habladores de vanidades»: A menudo es suficiente una cierta facilidad de palabra que recubra y esconda la nulidad espiritual de estos hombres para atraer creyentes ignorantes, ligeros o mundanos, incapaces, por este hecho, de discernir la finalidad de estos habladores.

3. «Engañadores»: Son en realidad instrumentos de Satanás, el engañador por excelencia, y órganos del Enemigo para arruinar y destruir la obra de Dios. Estos agentes se reclutaban especialmente entre los que eran de la circuncisión. No hay nada que seduzca tanto al mundo religioso como un sistema legal basado sobre la pretendida capacidad del hombre para hacer el bien. La doctrina de la incapacidad absoluta del hombre pecador no les va bien a estos contradictores. Es preciso cerrarles la boca, no permitirles que ataquen y destruyan la doctrina de la gracia y de la fe en la asamblea. Su acción trastorna casas enteras. Sabemos cuán peligrosa es la autoridad del jefe de familia cuando él mismo cede y se deja llevar, en lugar de resistir a los falsos doctores y a los sediciosos. Hemos podido ver familias enteras que abandonaron en bloque la sana doctrina de la Asamblea de Dios para volver a la enseñanza legalista y convertirse así en nuevos agentes de ruina en lugar de contribuir a la edificación del cuerpo de Cristo.

Estas personas enseñaban lo que no convenía, en oposición a «la sana doctrina» de los ancianos y a la del mismo Tito, quien es exhortado (cap. 2:1) a hablar lo que conviene a la sana doctrina. Lo que no convenía era aquello que resultaba nocivo para la salud moral de los cristianos y que los apartaba de Cristo y de la verdad. Pero había que discernir sus motivos: enseñaban por ganancia deshonesta o torpe ganancia. He aquí, pues, por qué era necesario oponerles ancianos escogidos según Dios y que no tuviesen avidez de ganancia deshonesta (v. 7). Estos hombres sabían que su falsa mercancía sería del gusto de algunos; y así sacaban provecho para sí, fuese cual fuese el lado del cual les viniera el dinero que deseaban con avidez. Abraham habría hecho una torpe ganancia si hubiese aceptado los dones del rey de Sodoma, y también Pedro si hubiese aceptado el dinero de Simón el mago.

2.11 - Actitud frente a los cretenses

Versículos 12-13: Esos habladores, y entre ellos los miembros del pueblo judío, eran cretenses de origen. Los cretenses tenían también –así como otras naciones– su propio profeta, poeta y moralista, quien en sus obras mostraba un profundo menosprecio hacia sus conciudadanos. Es lo que les sucede habitualmente en el mundo a los moralistas clarividentes que se han consagrado al trabajo de conocer a los hombres. Al final de cuentas, concluyen por tenerlos en muy poca estima, pero no van hasta el menosprecio de sí mismos. No han llegado ante Dios a la conclusión que llegó Job: «Me aborrezco». Epimenides, filósofo y hombre de Estado, propio profeta de ellos, en el único fragmento que, salvo error, nos ha quedado de él, juzgaba así a sus conciudadanos, 600 años antes de Jesucristo: «Los cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos». La mentira, la maldad bestial y la glotonería de los apetitos que buscan satisfacerse sin trabajo y sin fatiga, tal era el retrato de los cretenses; puede que aún sea así. Ese testimonio es verdadero, dice el apóstol. En cuanto al juicio de sus conciudadanos, este hombre había hablado según Dios; poseía la verdad (Romanos 1:18); era un testigo, reconocido por Dios, de la corrupción de los cretenses. ¿Qué conducta debía seguirse en relación con estos hombres? «Repréndelos duramente», escribe el apóstol a su fiel delegado. Hallamos esta misma palabra griega en 2 Corintios 13:10, donde Pablo habla de usar de «severidad», conforme a la potestad que el Señor le había dado para edificación y no para destrucción. Se trataba, pues, de usar, en relación con estos «seductores», de dureza, con autoridad, función que no había sido confiada a los ancianos, sino a Tito, designado por el apóstol, el cual a su vez había recibido directamente esta autoridad de parte del Señor. Era también lo que ya había hecho Pablo más de una vez, incluso con Pedro, apóstol como él, cuando la fe estaba en peligro y la sana doctrina corría riesgo. Pero la reprensión dirigida a esos habladores de vanidades y engañadores tenía también el amor por móvil. Su finalidad no consistía en rechazar a esos hombres molestos y peligrosos, sino de conducirlos al terreno de la sana doctrina para que fueran sanos en la fe. Se precisaba este despliegue de autoridad espiritual para hacerles reconocer las verdades recibidas por la fe. (Tal es aquí, como en otros muchos pasajes, el sentido preciso de la palabra fe, mientras que es más frecuentemente empleada, como en el capítulo 1:1, para designar el estado del corazón.) Por supuesto que esta autoridad se ejercía mediante el uso de la Palabra, con el poder del Espíritu.

2.12 - Lo desechable

Versículo 14: «No atendiendo a fábulas judaicas». Las fábulas son mencionadas en la primera epístola a Timoteo (cap. 1:4), donde son distintas de las «genealogías interminables», aun estando asociadas en este pasaje. Estas «genealogías» no tienen, como podría suponerse, ninguna relación con las genealogías del Antiguo Testamento, y son la mezcla, con el cristianismo, de especulaciones judías espiritistas y filosóficas, adoptadas a continuación por el paganismo en su decadencia. Las fábulas judaicas, calificadas en 1 Timoteo 4:7 de «fábulas profanas» que no son sino historias de viejas, son el producto de la imaginación oriental que se ejerce sobre las Escrituras y que, bajo pretexto de adornar la verdad, la desfigura y también la aniquila. El apóstol Pedro las denomina «fábulas artificiosas» (2 Pedro 1:16). (Las genealogías interminables son concepciones fabulosas sobre el origen y la emanación de los seres espirituales. Son el producto de la superstición judía asociada a la filosofía pagana. La Cábala o tradición judía sobre la interpretación del Antiguo Testamento contiene muchas afirmaciones fabulosas en cuanto a esas «emanaciones». Según la Cábala hay diez «Sephiroth» o emanaciones que provienen de Dios. Estas parecen haber sugerido los Eons de los gnósticos. Sobre esta teoría se injerta un sistema de Magia que consiste principalmente en el uso de palabras de la Escritura para producir efectos sobrenaturales).

Las fábulas judaicas son distintas, en nuestro pasaje, a los mandamientos de hombres, aunque las unas y los otros provienen de «los de la circuncisión». Los mandamientos de que se trata aquí no son, pues, los de la ley, dados por Dios, sino prescripciones legales inventadas por los hombres y pasadas al estado de tradición, las cuales abundan en el judaísmo. Las hallamos a cada instante en los evangelios, como por ejemplo el lavado de los vasos y platos y «otras muchas cosas semejantes» (Marcos 7:8). De tal manera estos hombres se apartaban de la verdad. Estaban en completa oposición al apostolado de Pablo, basado sobre «el conocimiento de la verdad» (cap. 1:1).

Versículo 15: «Todas las cosas son puras a los puros». El cristianismo es puro; no en sí mismo, pero lo es ante Dios en virtud de la obra de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo (1 Corintios 6:11). Como tal, no puede contaminarse con lo impuro, y esto es precisamente lo que negaban estos judaizantes por medio de sus «mandamientos de hombres», mientras que la Palabra de Dios conduce al nuevo hombre a andar en los pasos de Jesús. Jamás el Señor puede contaminarse con la lepra, ni con cualquier otra inmundicia. Una pecadora, o una adúltera, podían ser purificadas por él, pero nunca podía ser manchado por ellas. Contrariamente, «los corrompidos e incrédulos» no son influenciados por nada puro, pues su interior, es decir, «su mente y su conciencia están corrompidas».

En el versículo 16 queda descripto el carácter de estos hombres contaminados: «Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan». Sus obras nos revelan si verdaderamente conocen a Dios como lo pretenden; y, si estas son malas, sabemos a qué atenernos sobre esta cuestión. No puede esperarse de ellos ninguna obra buena. Son «reprobados», completamente rechazados por Dios; son «abominables y rebeldes».

2.13 - El carácter de las obras

Esto nos lleva a considerar el carácter de las buenas obras. Se las menciona seis veces en esta corta epístola (cap. 1:16; 2:7, 14; 3:1, 8, 14). Una doctrina que no conduce a buenas obras no es la «sana doctrina», y este punto es de la mayor importancia. No existe actividad práctica agradable a Dios si no tiene por base la sana doctrina. La primera epístola a Timoteo, la que nos habla de mantener la «sana doctrina» en la casa de Dios, nos habla también a menudo de las buenas obras (cap. 2:10; 3:1; 5:10, 25; 6:18). En un pasaje capital, la segunda epístola a Timoteo nos enseña que retirarse del mal en la casa de Dios consiste en estar «dispuesto para toda buena obra» (cap. 2:21). Ahora bien, esta verdad es poco comprendida por los amados hijos de Dios. Ellos hablan mucho de buenas obras sin haber hecho jamás lo único que puede prepararlos para tal menester: purificarse de los vasos de deshonra. Las buenas obras tienen un carácter: son el producto de la santidad y del amor. Jesús, el santo siervo de Dios, que había sido ungido «con el Espíritu Santo y con poder», iba de lugar en lugar haciendo el bien (Hechos 10:38). No había ni una sola obra de las que hacía ante los hombres de parte de Dios que no fuera una obra de amor. Lo mismo ocurría con sus discípulos. Dorcas «abundaba en buenas obras». El amor era el móvil interior de toda su actividad. En Hebreos 10:24 las buenas obras tienen su manantial en el amor y son inseparables. Asimismo, las de las santas viudas en 1 Timoteo 5:10.

En Efesios 2:10, el cristiano es creado en Cristo Jesús para buenas obras, pero no para escogerlas a su conveniencia, pues Dios mismo las preparó de antemano, y no tenemos más que andar en ellas. En Hebreos 13:21 ellas tienen por objetivo hacer su voluntad y serle agradables.

Estas buenas obras preparadas por Dios y no por nosotros –lo cual les quitaría todo el valor– están caracterizadas por la circunstancia de ser hechas en el nombre de Cristo (Hechos 4:9-10). Tienen por objeto ser hechas hacia Cristo (Marcos 14:6), en favor de los santos (Hechos 9:36) y en favor de todos los hombres (Gálatas 6:10), pero siempre ser hechas para Cristo.

El mundo nada puede comprender de las buenas obras hechas para Cristo, pues no solamente no conoce al Señor, sino que es su enemigo. El perfume de María es locura a sus ojos; el amor divino que lleva al corazón del creyente hacia los santos por un lado y hacia el mundo por el otro, es letra muerta para el hombre natural.

En oposición a las buenas obras, las malas tienen el mal por origen y por finalidad. Un cristiano, aun el más eminente, corre peligro por este lado y tiene necesidad de ser librado de toda obra mala (2 Timoteo 4:18). Las malas obras caracterizan en general a los enemigos de Dios (Colosenses 1:21).

Las obras muertas son lo opuesto a las obras vivas, pues no tienen por origen la vida divina. No son llamadas «malas obras», pero no tienen ningún valor para Dios y, como tienen naturaleza pecadora por punto de partida, es preciso purificarse de ellas (Hebreos 6:1; 9:14). Lo mismo que las malas obras, serán también objeto del juicio pronunciado sobre los hombres ante el gran trono blanco.

Cuando se trata del buen orden en la casa de Dios, se le reconoce por las buenas obras de los que forman parte de esa casa y no por lo que profesan creer. La profesión no impedía a los individuos mencionados en el versículo 16 de nuestro capítulo ser «abominables y reprobados». No solamente Dios no tenía en cuenta su profesión, sino que los rechazaba lejos de Él.

3 - Capitulo 2

Versículos 1-10: «Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia. Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte; no calumniadoras, no esclavas del vino, maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada. Exhorta asimismo a los jóvenes a que sean prudentes; presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable, de modo que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros. Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador».

«Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina». Como ya lo hemos hecho notar, todo el orden de la casa de Dios, todas las relaciones cristianas de los miembros de esta casa entre sí, están basadas en la «sana doctrina», enseñada y mantenida en la Iglesia y sin la cual solamente reinaría la confusión y el desorden. ¿No es acaso esto lo que explica, en gran parte, las aberraciones de la cristiandad en las cosas que son especialmente expuestas en la epístola a Tito en cuanto a los dones y los cargos, en cuanto al papel de los ancianos y el lugar de las mujeres –ancianas o jóvenes– y en cuanto a las relaciones de los servidores con sus patronos?

Hay cosas que no convienen a la sana doctrina y en vano las buscaríamos en la Palabra de Dios. Una doctrina, por elevada que sea según el hombre, no sería sana si no impulsara a los cristianos a una vida de santidad y de justicia práctica que honre al Señor. Esta enseñanza alcanza a todas las clases de la familia de Dios, pero, ante todo, debemos aplicarla a nosotros mismos en nuestra vida, nuestra conducta y nuestra esperanza.

La salud del cuerpo siempre va unida al equilibrio de las diversas partes que lo componen; por eso las cosas que Tito debía anunciar concernían a todas las clases de aquellos que pertenecían al cuerpo de Cristo y a la casa de Dios.

3.1 - Virtudes de los ancianos

Como es justo, el apóstol empieza por los ancianos, por los que ocupan una posición venerable y, en consecuencia, particularmente responsable de dar ejemplo en la familia de Dios: «Que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia» (v. 2).

Templados o sobrios generalmente tiene relación con las bebidas o los alimentos. Así, en su vejez, Isaac carecía de sobriedad, lo que, añadido a la debilidad física propia de su edad, turbaba su visión espiritual; pero aquí, como en la primera epístola a Timoteo, se trata más bien de sobriedad en sentido figurado, de un espíritu que no se deja embriagar por la pasión, porque tiene el sentimiento de la presencia de Dios.

«Sanos en la fe»: Su salud moral debía mostrarse en la inteligencia de los objetos de la fe que una sana doctrina les había presentado, pues la fe, aquí, no es la recepción del testimonio divino en el alma, sino las verdades que la Palabra de Dios presenta a la fe. La salud supone, como lo hemos dicho, un gozoso equilibrio en todas las cosas. El cristiano experimentado debe tener cuidado de no dar en la enseñanza un lugar desproporcionado a ciertas cosas de las que constituyen la fe. Por no mencionar más que cosas capitales, podríamos poner por ejemplo el acento sobre la posición celestial del cristiano, sin insistir sobre su marcha y su conducta, o viceversa.

«Sanos… en el amor»: Ese mismo equilibrio moral debe mostrarse en el amor fraternal. Hacer distinciones o conceder preferencias a tal o cual miembro de la casa de Dios en perjuicio de los demás (pues aquí no se trata del amor hacia Cristo, porque este no puede medirse), es no estar sano en el amor.

«Sanos… en la paciencia»: Aquí la falta de salud podría revelarse por una cierta indiferencia en la prueba –cosa común en los ancianos– o por tener los sentidos embotados en cuanto a la próxima venida del Señor.

Todo esto, unido a la gravedad y a la prudencia da la impresión de una gran ponderación por la vida práctica de los ancianos y no podría ser realizada sin la sobriedad que debe ser la base de toda su conducta. Vienen a resultar así hombres de experiencia a los cuales se consulta y que contribuyen a la salud y buen orden de toda la familia de Dios.

3.2 - Virtudes de las ancianas

«Las ancianas asimismo sean reverentes en su porte»: Deben tener en todas las cosas, sea en la impresión que causen, en su manera de acoger a los demás, en su exterior, un adorno moral conveniente, lo cual debe caracterizar a toda mujer, pero se precisa que este aspecto sea el reflejo de su carácter interior de santidad. Esta recomendación corresponde a lo que nos es dicho de la mujer cristiana en 1 Timoteo 2:9-10 y 1 Pedro 3:2-5. La ausencia de toda influencia mundana debe caracterizarles en primer lugar.

«No calumniadoras»: Deben tener la lengua sujeta, evitar hablar mal del prójimo, lazo particularmente peligroso en las mujeres.

«No esclavas del vino»: Es un peligro positivo para las mujeres de edad que recurren a este medio a causa de su salud declinante y que, por no velar bastante sobre sí, caen en esa servidumbre de la cual el Enemigo usará para su ruina moral y para impedirles ejercer a su alrededor una influencia saludable. Este caso es tanto más peligroso para la mujer, por cuanto, cuando su conciencia le muestre lo impropio de tales hábitos, los realizará en secreto, con lo cual caerá en la hipocresía.

Hay una ligera diferencia entre estar dominado por el vino o darse a la bebida. Dado denota, tal vez, una inclinación que uno no se preocupa en ocultar, muy diferente de embriagarse (Efesios 5:18), lo que es una degradación. En 1 Timoteo 3:8 la palabra «mucho», omitida para los ancianos en el versículo 3, es añadida a la exhortación dirigida a los diáconos. Esta pequeña palabra nos enseña que, cuanto más importantes son las funciones en la casa de Dios, tanto más grande es la responsabilidad de evitar todo obstáculo a una sana apreciación de todo lo que concierne al gobierno de la misma.

«Maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes»: Ahora son las mujeres de edad las que han de enseñar. Enseñarán en el único terreno en el cual la mujer puede hacerlo: el de la casa. Deben enseñar buenas cosas, cosas honorables, pero no a los hombres. Su círculo de acción en la casa es mucho más variado que la enseñanza, pues puede dirigirse a todos: hombres, ancianos, mujeres, niños, enfermos, pobres, desheredados, etc., pero, cuando se trata de la enseñanza, esta se encuentra restringida para las mujeres. «No permito a la mujer enseñar» –dice el apóstol– «ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio» (1 Timoteo 2:12). La enseñanza de las mujeres de edad tiene por objeto conducir a las jóvenes a dar en sus vidas un testimonio completo de la enseñanza de la Palabra. Con la palabra «completo» aludimos a las siete cosas que son recomendadas a las mujeres jóvenes. El número siete es repetido continuamente en esta epístola y ya hemos explicado su sentido. En la Palabra siempre significa algo completo en el dominio de lo espiritual, tanto si es bueno como si es malo.

3.3 - Siete recomendaciones a las mujeres jóvenes

Las mujeres jóvenes deben ser, pues, enseñadas a «amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada». La enseñanza a las mujeres jóvenes recomienda en primer lugar el amor, amor que se ejerce con prioridad en el restringido círculo familiar. El marido ocupa el primer lugar en la legítima afección de la mujer. Puede suceder, en el hogar cristiano, que el afecto de la mujer por sus hijos prepondere sobre el que debe a su marido y a veces hasta lo suprima. La sana enseñanza sitúa cada cosa en su lugar.

«Que sean prudentes»: Esta palabra significa moderación, retención, discreción, dominio de sí mismas. En efecto, podría existir falta de moderación en los más íntimos afectos, lo que podría comprometer el carácter según Dios de los afectos familiares.

«Castas»: La pureza es el acompañamiento necesario o, más bien, la consecuencia de la moderación, pues aquí se trata de las relaciones de la mujer joven en su círculo íntimo. La pasión carnal no tiene lugar en relación con el marido; y, en cuanto a los hijos, una estricta vigilancia debe ejercerse sobre ellos para que ninguna tendencia impura sea tolerada.

«Cuidadosas de su casa»: La casa –como lo hemos dicho– es el lugar asignado a la mujer. Este dominio es infinitamente variado, pero prohíbe absolutamente a la mujer cristiana invadir el dominio público. Perdería así (y cuán frecuente es hoy en día) su carácter propio, según los principios del gobierno de Dios. Por doquier, pues, cuando se trata de la casa, en la más vasta acepción del término, la mujer tiene su lugar: cuidados temporales y espirituales, oración, lectura, exhortación, evangelización y hasta enseñanza incluso –si no sale de sus límites–, orden material y moral, beneficencia, cuidado de los ancianos, de los niños, de los enfermos, y muchas cosas más pertenecen a la esfera propia de la mujer. En nuestro pasaje se trata, ante todo, para la mujer joven, de los cuidados de su propia casa. El círculo se irá agrandando con la edad, así como el círculo del hombre joven. Tenemos un ejemplo en las santas mujeres que seguían al Señor y lo asistían con sus bienes (Lucas 8:1-3). Los «cuidados de la casa» son aquí los materiales y acabamos de ver que no tienen prelación sobre los demás; pero, desde el punto de vista cristiano, están muy lejos de ser indiferentes. El orden en la casa de Dios no implica el desorden en la de sus hijos. Hay una regla según Dios a la cual, bajo la dirección de la mujer, hijos y sirvientes deben someterse: se trata de mantener, distribuir y reparar las ropas, proveer de alimentos a todos según las diversas necesidades de este diminutivo de la casa de Dios. En todas estas cosas, la mujer virtuosa de Proverbios nos es ofrecida como ejemplo (Proverbios 31:10-31).

«Buenas»: La bondad, hecha de compasión, de consagración en favor de los demás, de pensamientos caritativos, es citada aquí como correctivo del egoísmo que podría engendrar el cuidado de su propia casa. La bondad, en efecto, se dirige indistintamente a todos y se las ingenia para socorrerlos.

«Sujetas a sus maridos»: La sumisión viene en último lugar como coronamiento de las cualidades de la mujer joven. Este bello equilibrio en todas las cosas no puede subsistir sin el renunciamiento de sí misma y la dependencia de la autoridad a la cual la mujer se debe, y esto de parte de Dios. Si podemos decirlo así, por intermedio del marido –cabeza de la mujer– esta se sujeta a Dios, a quien aquél está sujeto a su vez. Todas estas cosas reunidas impiden que la mujer dé preponderancia a una de ellas en detrimento de la vida cristiana, como fue el caso de Marta, quien «se preocupaba con muchos quehaceres» y descuidaba la comunión con el Señor y su Palabra. Es, pues, en pocas palabras, lo que da a la mujer la fuerza para mantener el equilibrio en todas las partes de su testimonio.

«Para que la palabra de Dios no sea blasfemada»: Todo este orden, aun siendo material, forma parte, como se ve, del testimonio cristiano. El mundo, que es el espectador de él, no halla en el desorden del hogar cristiano una ocasión de blasfemar la Palabra de Dios, haciéndola responsable de este mal. La autoridad de esta Palabra no puede ser puesta en duda cuando se comprueban los frutos. Por eso vemos reaparecer constantemente en este capítulo la gran verdad de que la sana doctrina es la base de toda la práctica de la vida cristiana.

3.4 - Un ejemplo para los jóvenes

«Exhorta asimismo a los jóvenes a que sean prudentes»: La exhortación a los hombres jóvenes no es trabajo de las mujeres de edad, sino que es confiada a Tito. La única cosa recomendada a los jóvenes (en contraste con la séptupla recomendación hecha a las mujeres jóvenes) es la sobriedad, es decir, la moderación y el dominio de sí mismos, porque, como vamos a verlo, tenían para todo un modelo en Tito y en su conducta en medio de ellos. Por eso se dice de él: Mostrándote en todo como ejemplo de buenas obras. Se precisaba que nada faltara –lo que era mucho decir– en la vida práctica del delegado de Pablo. Nos hemos ya extendido sobre lo que significan «las buenas obras». Son la manifestación exterior de la fe y del amor, como lo vemos en 1 Tesalonicenses 1:3. La exhortación de Tito –joven él también– a los otros jóvenes, debía estar acompañada por el ejemplo dado por él, sin el cual la exhortación hubiese sido nula. Pero, además del ejemplo, era llamado a enseñar.

3.5 - La enseñanza de Tito

«Presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable; de modo que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros».

La enseñanza de Tito debía tener tres caracteres:

1. La pureza de la doctrina. Es importante que la doctrina no esté mezclada con elementos dudosos o extraños, cuya mala calidad podría conducir a los que oyen a rechazar las partes sanas o bien a recibirlo todo sin discernimiento y llegar a ser propagadores del error. Este último peligro es mucho más grave cuando la autoridad del que enseña es menos contradicha.

2. La enseñanza debe ser grave. Esta cualidad es la que a menudo falta actualmente en la predicación, en la cual, para llamar la atención, se busca producir el efecto, hablar a la imaginación, despertar la curiosidad. Tales prácticas, palabras ligeras o fuera de lugar, destruyen el efecto saludable de la verdad, le quitan su carácter divino, descalificando, en fin, al que se sirve de estos elementos, y así pierde el derecho a ser considerado «oráculo de Dios» por quienes le oyen.

3. «Palabra sana e irreprochable». Quien enseña hallará siempre, y frecuentemente entre las filas de los hermanos expectables, adversarios que espían sus palabras para acusarlas de contrarias a la sana doctrina. El «maestro» no debe dar ocasión a la oposición. Tal palabra, mal ponderada e insuficientemente apoyada con citas, proviene a menudo del deseo de presentar novedades que ponen de relieve a la persona que habla. Y, al contrario, entre las manos de los malintencionados viene a ser un arma para combatir y comprometer al que enseña. Pero, si la palabra es «sana», lleva la virtud en sí misma; nadie condena un remedio que sana a los que lo toman. Quien ataca nuestros discursos entonces se ve obligado a retirarse con vergüenza, sin haber hallado un pretexto plausible a su oposición.

3.6 - La actitud de los siervos

Versículos 9-10: «Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador».

Además de los jóvenes, Tito debía exhortar a los siervos. No se le ordenaba que exhortara a los ancianos, fueran hombres o mujeres. Notemos bien con cuánto cuidado la Palabra observa las conveniencias en sus más mínimos detalles. La conducta de los siervos tenía por objeto adornar en todo, la doctrina de nuestro Dios Salvador. Quien tiene conciencia de haber sido salvado (¡y a qué precio!) por Dios mismo, quien conoce a semejante Dios, solo tiene un deseo: ser enseñado por él y llevar frutos que estén en relación con la doctrina recibida. Era necesario que, al ver la conducta de los siervos, pudiera decirse de ellos: Sirven de ilustración a lo que han aprendido de su excelente Maestro; se ve en su conducta la escuela que han frecuentado; en todo honran esa enseñanza. La doctrina «de Dios nuestro Salvador», recibida en el corazón, tiene para los siervos cuatro resultados:

1. La sumisión a sus propios amos: Existe alguna diferencia entre sumisión y obediencia, y es importante no olvidarlo cuando se trata de autoridades. La obediencia está en relación con las órdenes dadas; es atribuida lo mismo a los niños que a los siervos. La sumisión es más bien la aceptación de una autoridad superior, bajo la cual uno está obligado a inclinarse. Es, de una manera exclusiva, la actitud recomendada a la mujer, mientras que el siervo debe unir la obediencia a la sumisión.

2. «Que agraden en todo»: En la escuela del Dios Salvador se aprende a no complacerse a sí mismo. ¿No siguió el Señor personalmente el mismo camino ante su Dios? El siervo debe velar siempre para descubrir las cosas con las cuales puede complacer a su patrón.

3. «Que no sean respondones»: Sería dejar su posición subordinada si buscara hacer prevalecer su opinión y oponerla al pensamiento o a las órdenes de un amo que tiene autoridad sobre su siervo.

4. «No defraudando»: Este peligro está ligado a la condición servil –la que es acompañada por ciertas restricciones, a menudo injustificadas– de la cual la condición de hijo está exenta. Vemos en el caso de Onésimo (Filemón 18) esta infidelidad en un siervo inconverso que abusa de la confianza de su amo. En cambio, el siervo cristiano debía mostrar toda lealtad, una lealtad escrupulosa en lo que le era confiado.

3.7 - Jesucristo, nuestro Salvador

Notemos aquí cuántas veces Dios nos es mostrado en esta epístola como el Dios Salvador. El capítulo 1:3 nos ha presentado ya el mandamiento de nuestro Dios Salvador, y a continuación leemos: el Señor Jesucristo, Salvador nuestro. En el versículo que acabamos de considerar (cap. 2:10), es «la doctrina de Dios nuestro Salvador». El versículo 13 de este mismo capítulo nos habla de «la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo». En el capítulo 3:4, «se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres» para salvarnos. En fin, en el versículo 6 del mismo capítulo, «el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador».

Es así cómo, en la obra de salvación, Jesucristo jamás está separado de Dios y siempre permanece en unión divina y perfecta con él. Dios ordena, enseña y aparecerá como gran Dios en la persona de Cristo. En esta misma persona su amor se ha manifestado y nos ha salvado. Esperamos aún ver aparecer su gloria en esta misma persona. Mientras esperamos, poseemos el Espíritu Santo, derramado sobre nosotros por el mismo Jesucristo, nuestro Salvador. En pocas palabras, la adquisición de la salvación, el don del Espíritu Santo, la gloria futura, todo ello depende de Cristo Salvador, imagen del Dios invisible, Salvador nuestro. Y esperando esta gloria, la gracia nos enseña (v. 11).

La diferencia entre la epístola a Tito y las dos dirigidas a Timoteo es muy notable bajo muchos aspectos, de los cuales solo quiero revelar el siguiente. La primera epístola a Timoteo nos habla más bien del Dios creador y conservador; la segunda –que nos presenta la ruina de la casa de Dios y el camino del fiel en medio de estos escombros– insiste muy particularmente sobre el señorío de Cristo. El Señor: tal es el título dominante que Jesucristo toma en esta segunda epístola (cap. 1:2, 8, 16, 18; 2:7, 14, 19, 22, 24; 3:11; 4:8, 14, 17-18, 22). El desconocimiento de los derechos absolutos del Señor sobre nosotros es, en efecto, lo que caracteriza a los hombres en los últimos días. Al hablar de este mismo período, el apóstol Pedro dice: «Negarán al Señor que los rescató» (2 Pedro 2:1). Ahora bien, nosotros, creyentes que atravesamos los tiempos del fin, somos convocados a proclamar la sumisión a esta autoridad. Ella no puede ser probada más que por la sumisión a su Palabra. Es notable que en la epístola a Tito –en la cual se muestra al cristiano como situado a cada paso bajo la enseñanza de esta Palabra y experimentando la autoridad de ella sobre sí– el nombre de Señor no se mencione ni una sola vez.

Llegamos ahora al segundo gran tema de la epístola. Lo hemos señalado en nuestra Introducción, definiéndolo así: «La enseñanza de la gracia en cuanto a nuestra marcha y a nuestra conducta en este mundo».

3.8 - La gracia

Versículos 11-14: «Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras».

En este maravilloso pasaje hallamos:

  1. Lo que es la gracia.
  2. Lo que ella aporta.
  3. A quién se dirige.
  4. Lo que enseña.

En relación con todo el contenido de esta epístola, este pasaje insiste en forma particular sobre este último punto: la enseñanza de la gracia. Él tiene, por lo demás, tal riqueza que nos sería difícil, no de agotarlo, pues la Palabra es inagotable, sino aun de presentar sus grandes rasgos sin exponernos a importantes omisiones. Limitémonos, pues, a expresar humildemente lo que el Espíritu de Dios da a nuestros corazones en cuanto a las palabras que acabamos de citar.

La mención del Dios Salvador (v. 10) que tanto resalta en esta epístola, lleva necesariamente con ella la mención de la gracia y le da el primer lugar.

La gracia no es la bondad de Dios, ni aun su amor; es, eso sí, este amor que desciende hasta los pecadores perdidos para salvarlos. La gracia es aquí una persona (como en Juan, capítulo 1, la Palabra hecha carne), una persona llena de gracia. No es ni un principio, ni una abstracción; es el Dios Salvador en la persona de un hombre, apareciendo de tal manera que todo hombre ha podido verla y recibirla. No ha aparecido para exigir algo del hombre, sino para traerle una cosa inestimable: ¡la salvación! Lo que da a la gracia este valor es que ella es la gracia de Dios. Es, pues, soberana y perfecta; una gracia inferior a la de Dios sería imperfecta y temporal. La gracia de Dios es eterna como él lo es. La gracia de Dios trae la salvación. No pide ni exige nada al hombre para salvarle, como lo hacía la ley, sino que todo lo da sin pedir nada en cambio. ¿Qué le trae?: la salvación.

Antes de considerar lo que es la salvación, esta «salvación tan grande», notemos que este pasaje nos habla de dos apariciones: en primer lugar, la aparición de la gracia, descendida a la tierra para traer la salvación; a continuación, la aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. La primera aparición nos trae la salvación en gracia; la segunda, la salvación en gloria. La salvación en gracia ha sido perfectamente cumplida en el pasado; la salvación en gloria lo será en un porvenir tan próximo que, para la fe, es como presente (Filipenses 3:20-21).

3.9 - Una salvación universal

El carácter de la gracia es absoluto. No se nos dice que traerá o que ha traído, sino que trae. Esto hace de la salvación, perfectamente cumplida, una cosa actual, inmutable, que no puede cambiarse ni revocarse. Pero, además, aparece a todos los hombres. Su alcance es universal y nadie queda excluido de ella.

Esta gratuidad de la salvación contradice todos los pensamientos del hombre desde su caída. Su orgullo nunca podrá aceptar que el don de Dios no le cueste nada. Aceptaría fácilmente un Dios Salvador que le diera la tarea de conquistar la salvación, o bien que le ofreciera su ayuda para lograrla, o también que le enseñara los medios para adquirirla. Comprenderá una salvación que sea el resultado de su celo por las buenas obras, pero jamás una salvación completamente gratuita. El hombre querría ofrecer algo, aunque fuera poca cosa, a fin de obtenerla y poder jactarse a continuación. En efecto, ¿dónde está el hombre que, habiendo comprado a bajo precio algo muy precioso, no se jacte de ello?

Pero volvamos a la salvación misma. Hemos dicho que es algo inmenso, cuya medida no podemos tomar aquí abajo, ya que precisaremos la bienaventurada eternidad para recorrer su extensión.

Para el creyente, la salvación no es solamente el perdón de los pecados que ha cometido. En su inmensa mayoría, los cristianos se detienen en esta primera verdad y pasan su vida sin haber conocido la verdadera liberación. Esta consiste no precisamente en el perdón de los pecados, sino en la absoluta liberación del pecado, de la raíz que hay en nosotros, a la que también se llama la carne y el viejo hombre y que lleva todos esos malos frutos que son los pecados. Esta liberación es operada porque Cristo, habiendo sido hecho pecado en lugar de nosotros, nuestra vieja naturaleza –«el pecado en la carne»– ha sido condenada y crucificada en su persona. En lo sucesivo, por lo tanto, podemos tenernos por muertos al pecado y «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1).

Y por este hecho, todas las consecuencias del pecado –la esclavitud de Satanás, la muerte y el juicio– han sido reducidas a la nada para siempre.

Pero, por grande que sea esta liberación, la salvación es aun más grande que todo esto. No solamente es la liberación del pecado y de todas las consecuencias pasadas, presentes y futuras: es la introducción actual del creyente en la presencia de Dios, su recepción –según la entera aceptación de Cristo por parte de Dios– en virtud de su obra, aceptación públicamente declarada por el hecho de que Dios resucitó de entre los muertos a Jesús y le hizo sentar a su diestra. Los resultados de esta introducción del creyente ante Dios nos son descriptos en pasajes tales como Juan 20:17, Romanos 5:1-2, Efesios 1:2-6, etc.

Finalmente, la salvación es la introducción, aún futura, en el perfecto e ininterrumpido gozo de todo lo que nosotros solo poseemos todavía en esperanza y que será manifestado en la gloria (Filipenses 3:20-21).

Tal es la salvación que la gracia nos da. ¿No tenemos razón cuando decimos que esta no tiene límites?

Enseñándonos: La gracia ha comenzado por traer salvación a todos los hombres; a continuación nos enseña. El creyente en lo sucesivo se encuentra, no como Israel bajo la enseñanza de la ley, sino bajo la de la gracia. La gracia aparecida en Cristo reemplazó al primer conductor o ayo, el cual es puesto de lado (Gálatas 3:24). Este nuevo ayo no es dado al mundo. Es preciso, en primer lugar, que los hombres sean salvados por la fe; solamente entonces pueden ser enseñados. Los que han sido salvados, en lo sucesivo forman parte de una nueva familia que tiene necesidad de educación. La gracia se encarga de este cometido; por eso hallamos aquí esta pequeña palabra: nos enseña, la cual es de la mayor importancia. Dios no enseña al mundo, sino a los justos. Sin duda que él «enseñará a los pecadores el camino» (Salmo 25:8), es decir, a los que reconozcan sus transgresiones y apelen a su gracia y a su perdón. Cuando en esta condición se acercan a Dios y ponen su confianza en él, entonces son contados con los «humildes» (v. 9 del mismo salmo).

Jamás podrá existir una base de entendimiento entre el pecado y la gracia, pues son completamente opuestos el uno a la otra. La gracia no mejora al pecador, sino que le salva. El pecado separa al hombre de Dios; la gracia, en cambio, le conduce a él. El pecado hace al hombre esclavo de Satanás; la gracia lo libera de esta esclavitud. El pecado produce la muerte; la gracia da la vida eterna. El pecado conduce al hombre al juicio; la gracia le otorga la justicia. El pecado tiene por consecuencia la condenación; la gracia quita esta última para siempre.

3.10 - Enseñanzas de la gracia

Veamos ahora en qué consiste la enseñanza de la gracia. Nos enseña en cuanto al pasado, en cuanto al presente y en cuanto al porvenir. En cuanto al pasado, nos enseña a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos; en cuanto al presente, nos enseña a vivir –en este siglo malo– pía, justa y santamente; en cuanto al porvenir, nos enseña a aguardar la esperanza bienaventurada.

Esta enseñanza de la gracia es, como se ve, enteramente práctica, lo cual, por lo demás, caracteriza a toda la «doctrina o enseñanza» de esta epístola. Hay enseñanzas que sitúan ante nosotros nuestra posición celestial y las riquezas insondables de Cristo, temas a menudo llamados «la fe», pero aquí vemos que la gracia nos enseña en cuanto a nuestra conducta aquí en la tierra. Consideremos algo más de cerca los tres objetos de esta enseñanza.

1. «Renunciando (o renegando) a la impiedad y a los deseos mundanos»: Renunciar (o negar) equivale a declarar que uno no conoce más a una persona o a un objeto que antes conocía. Pedro, al negar al Señor, es un ejemplo de ello. Prácticamente, el cristiano instruido por la gracia ha terminado con estas cosas del pasado, con el menosprecio que mostraba hacia Cristo y la indiferencia acerca de sus relaciones con Dios. La impiedad es vivir sin Dios en este mundo; las concupiscencias –la de los ojos, la de la carne y la soberbia de la vida– pertenecen al mundo y no a la nueva naturaleza. La cruz de Cristo, así como la gloria de Cristo, son incompatibles con estas cosas. Ahora bien, toda la marcha cristiana, enseñada por la gracia, se halla comprendida entre el punto de partida del creyente –la cruz– y su punto de llegada –la gloria. Esta marcha, en lo sucesivo, es distinta a todo lo que había caracterizado nuestra conducta lejos de Dios.

2. «Vivamos en este siglo, sobria, justa y piadosamente»: En este siglo. Hemos sido retirados «del presente siglo malo» por el hecho de que Cristo «se dio a sí mismo por nuestros pecados» (Gálatas 1:4). No pertenecemos, pues, a este mundo, ya que somos del cielo, una nueva creación. Las cosas viejas pasaron, pero, como cristianos, estamos siempre en peligro de conformarnos al presente siglo (Romanos 12:2) y aun, lamentablemente, de amarlo y abandonar, así como Demas, el testimonio de Cristo (2 Timoteo 4:10). Esto no quiere decir que no tengamos que vivir «en este siglo», pero, al estar roto todo vínculo moral con el mundo, somos dejados en él para mostrar, por nuestra conducta como redimidos, que en lo sucesivo tenemos otros principios y otra marcha moral distintos de los de él.

«… sobria, justa y piadosamente»: Templados o sobrios en cuanto a nosotros, justamente en cuanto a nuestro prójimo, piadosamente en cuanto a Dios. Es lo que debe caracterizar toda nuestra vida entre tanto esta se desenvuelve en el presente siglo, hasta que tenga su pleno desarrollo en el siglo venidero.

Las tres cosas que la gracia nos enseña aquí, caracterizan en el fondo la vida práctica de todas las clases de creyentes que nos presenta esta epístola. Sobriamente: la sobriedad, la moderación en todo, la contención y el control de sí mismo caracterizan, nada más que en nuestro capítulo, a los ancianos, las ancianas, las mujeres jóvenes y los mancebos (v. 2, 5 y 6); en una palabra, a todos los que forman el conjunto de la casa de Dios. Justamente: Si la justicia práctica consiste en primer lugar en no dejar que el pecado se introduzca en nuestros corazones y en nuestro camino; en una palabra, si nos hace no tener piedad para con nosotros mismos, debemos también pagar por ella a cada cual lo que le es debido. La justicia debe reglamentar nuestras relaciones, sea con nuestros hermanos, sea con el mundo, y esta es, pienso, la significación esencial de la palabra «justamente». En todo sentido es igual a lo largo de esta epístola. El cuidado de los demás, la carencia de todo egoísmo, el otorgamiento de la honra debida a cada uno es lo que garantiza el orden en todas las relaciones de los miembros de la casa de Dios entre sí. Piadosamente: Ya hemos visto en el primer versículo de esta epístola lo que es la piedad y cómo es inseparable del conocimiento de la verdad. Aquí la piedad es el más elevado de los tres puntos. Vivir piadosamente es mantener las relaciones habituales de nuestra alma con Dios, en el amor, la deferencia, la obediencia, el temor a desagradarle. Estas cosas han caracterizado en todo tiempo a los fieles. ¡Cuántas veces la piedad es recomendada en las epístolas a Timoteo! ¡Cuántas veces las ventajas y las bendiciones que se desprenden de ella son puestas a la luz! (véase 1 Timoteo 2:2; 3:16; 4:7-8; 5:4; 6:3, 5-6, 11; 2 Timoteo 3:5, 12).

3. «Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo»: Esto también forma parte de la enseñanza de la gracia. Nos enseña a esperar la venida del Señor para reunirnos con él. ¿Cómo, pues, no llamar bienaventurada a esta esperanza?

No está mezclada con temor ni aprehensión; ninguna nube se interpone, pues es para el rescatado el triunfo y la coronación de la gracia. Pero esta esperanza no se separa de la aparición de la gloria para aquel que es enseñado por la gracia. Las dos cosas, aunque separadas como dos actos en cuanto a la época, pertenecen a un mismo acontecimiento –la Venida– pero una es la venida del Señor en gracia y la otra su venida en gloria; la una cuando venga por sus santos, la otra cuando venga con sus santos; la una su venida visible solo a ojos de los redimidos, la otra su venida a ojos del mundo; la una su venida para la bendición inefable de los suyos, la otra su venida para juzgar sin misericordia al mundo; la una su venida para introducirnos en las mansiones celestiales, la otra su venida para establecer en la tierra su reino de justicia y de paz; la una su venida para tomarnos consigo, la otra para manifestarnos en la misma gloria que él.

La aparición es la de la gloria «de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo». ¡Nuestro gran Dios! ¡De qué suprema dignidad, de qué majestad será revestido Jesús cuando se manifieste! El mundo se lamentará y se golpeará el pecho cuando le vea venir en las nubes, pero nuestros corazones serán llenos de gozo inefable, pues diremos: ¡Este gran Dios es nuestro Dios, este gran Dios es nuestro Salvador Jesucristo!

3.11 - El supremo sacrificio de Cristo

Desde que pronuncia este nombre de Salvador, el apóstol se siente transportado a la presencia de los sufrimientos de Cristo y considera el fin práctico de la obra que ha cumplido: se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.

¡«Se dio a sí mismo por nosotros»! ¡He aquí quién es nuestro Salvador y adónde le condujo su amor! No solamente es verdad que Dios dio a su Hijo unigénito y lo entregó por nosotros, sino que Jesús se dio íntegramente. Se dio él mismo por todos nosotros. Su muerte y sufrimientos tienen aun otros objetivos, como vamos a verlo; pero aquí el objetivo somos nosotros. ¡Maravilloso amor para quien sondeó ante Dios la profundidad de su degradación! Es la historia del tesoro y de la perla de gran precio (Mateo 13). Jesús estimó que nuestra adquisición valía su propia vida; por eso nos ha visto, no según lo que éramos, sino según las perfecciones de las que su amor nos quería revestir.

Enumeremos algunos otros pasajes en relación con el objetivo de su sacrificio:

Gálatas 2:20: «El Hijo de Dios el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». Este pasaje, juntamente con el de Tito 2:14, puede que sea uno de los más preciosos para nuestro corazón: Se entregó ¿para adquirir a quién? A mí, un individuo. Así hubiese estado yo solo en el mundo, él se habría consagrado hasta sufrir la muerte por mí solo. En el capítulo 2 de Tito se trata de nosotros, el conjunto de los rescatados. Quiere tener aquí en la tierra un pueblo que le pertenezca. Romanos 5:8 muestra que murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. ¡Cuánto exalta su amor este maravilloso hecho! Cuando no éramos otra cosa que pecadores, veía en nosotros el resultado de la obra que iba a cumplir. Nos consideraba a la luz de la redención, pero su amor halló, en el mismo pecado, un motivo para manifestar toda su medida.

1 Corintios 15:3: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Esta frase resume todo el Evangelio. Tal es el primer gran objetivo de la muerte de Cristo. Para poseernos, le fue preciso solucionar la cuestión de nuestros pecados.

Gálatas 3:13: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición». ¿Podemos concebir al Santo y Justo identificándose a tal punto, en su amor, con seres malditos?

Gálatas 1:4: «Se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo». Me pregunto: ¿Tienen los cristianos suficiente conciencia de que la finalidad de Cristo al morir para expiar nuestros pecados fue la de separarnos del mundo? ¿Concretan ese propósito en toda su conducta?

Juan 11:51-52: «Jesús había de morir… no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». He aquí otro objetivo de su muerte. Quería reunir a los suyos en la unidad de la familia de Dios en esta tierra. Decimos «la familia» porque Juan no habla de la Iglesia, a la cual, sin embargo, este pasaje puede aplicarse muy bien. Aquí, lo señalamos aún: los cristianos no aprecian la finalidad de Cristo al morir más de lo que aprecian su finalidad en el primer capítulo de Gálatas.

1 Pedro 3:18: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados… para llevarnos a Dios». ¡Inmenso resultado de su sacrificio! «Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí». Y también: «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Éxodo 19:4 y Juan 14:6).

• Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (2 Corintios 5:15). La apreciación de la muerte de Cristo destruye en nosotros el egoísmo que hace del hombre su propio centro, el objeto por el cual obra y al cual lo relaciona todo. Todas las cosas de las que nos hablan los apartados 3 a 7 no podrán ser realizadas a menos que tengamos continuamente ante los ojos la muerte y los sufrimientos de Aquel que se dio a sí mismo por nosotros.

Efesios 5:25-27: «Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella». Cumplió este sacrificio de amor a fin de adquirir a su Esposa, el objeto más querido por su corazón, y después de haberla adquirido, la purifica durante el viaje por el desierto, a fin de que sea digna de él cuando entre en la gloria. Los cristianos ¿piensan en amar, no a sus miserables sectas, sino a la Iglesia, la Asamblea, porque Cristo la ama?

Volvamos ahora a nuestro pasaje. Al darse a sí mismo por nosotros, el Salvador tenía tres fines:

El primero, redimirnos de toda iniquidad; resultado que nos ha sido adquirido para siempre, por la Redención, mientras que la obra de la purificación diaria, destinada a restablecer con Dios la comunión perdida, se repite a todo lo largo de nuestra marcha aquí en la tierra: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad».

El segundo fin es limpiar para sí mismo un pueblo adquirido. La adquisición de este pueblo tuvo lugar por Su sacrificio. La purificación tratada aquí tuvo lugar de una sola vez mediante su Palabra, pero ese pueblo adquirido, por el cual se dio a sí mismo, lo quiere para sí, tal como su obra lo ha hecho y su santidad lo desea. Toda esta obra tuvo lugar para formar aquí, como este pasaje nos lo muestra, una familia, un pueblo para Dios, una Esposa para Cristo.

Su tercera finalidad es que ese pueblo adquirido sea celoso de buenas obras. Ya hemos tratado el asunto de las buenas obras y tendremos aún ocasión de volver sobre ello, pero lo que resalta en este pasaje es que la intención del Señor en la Redención es la de ver celo y actividad en la vida práctica de sus muy amados. ¿Ha respondido nuestro celo al deseo de su corazón o bien el Señor se verá obligado a decirnos, como a Laodicea: «Sé, pues, celoso, y arrepiéntete»?

3.12 - Resumen del ministerio de Tito

Hallamos en este último versículo de nuestro capítulo el resumen del ministerio de Tito. Debía anunciar estas cosas (cap. 2:1), exhortar (cap. 2:6) y reprender (cap. 1:13). La autoridad de ordenar debía caracterizar a su ministerio en medio de esta raza de «cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos». Hay casos en los cuales un acto de autoridad según Dios, realizado por aquellos a quienes el Señor designó para mantener el orden en su Casa, es lo único que puede contener el torrente del mal. Esto no quiere decir que ordenar sea lo principal. La dulzura, la gracia, la paciencia y el amor ganan los corazones; el acto de autoridad reprime el mal. El propio Señor hablaba con autoridad a los espíritus inmundos, pero este no era el carácter esencial de su actividad y tampoco el del ministerio de Tito, delegado del apóstol.

«Soy manso y humilde de corazón», dice el Señor. Su carácter de verdadero siervo no solamente es hacer secar el mar con su reprensión, sino «hablar palabras al cansado» (Isaías 50:2, 4). En cuanto al caso de Tito, no solamente era especial a causa del medio en que se desenvolvían sus actividades, sino también a causa de su edad. Al igual que Timoteo, probablemente era joven todavía y, como tal, era importante que se condujera de manera que no estuviese expuesto al menosprecio, el cual se habría reflejado sobre la Palabra de Dios que le había sido confiada. De ahí por qué el apóstol añade: «Nadie te menosprecie» (comp. 1 Timoteo 4:12).

4 - Capitulo 3

Versículos 1-2: «Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres».

4.1 - Una conducta sumisa y amable

«Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades»: Los «gobernantes y autoridades» son a menudo nombrados en las epístolas. En Efesios 1:21 vemos al Señor resucitado, sentado a la diestra de Dios «sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero».

Estos principados y autoridades se dividen en tres clases, como parte de los seres celestiales, terrenales e infernales de Filipenses 2:10.

Efesios 3:10 nos habla de los principados y autoridades celestiales. Efesios 6:12 de los principados y potestades satánicos.

Colosenses 1:16 de los principados y autoridades celestiales y terrenales instituidos por Dios. Colosenses 2:10 de principados y autoridades celestiales. Colosenses 2:15 de principados y potestades satánicos.

Nuestro pasaje, finalmente, de principados y potestades terrenales. Día llegará en que todos estos poderes doblarán la rodilla ante él, como parte de todos los seres que pertenecen ya sea a la esfera celestial, ya sea a la terrenal, ya sea a la infernal.

Resumamos en algunas palabras todos los pasajes que acabamos de citar. Hay principados y potestades o jerarquías celestiales y terrenales por medio de los cuales Dios ejerce su gobierno. Ellos han sido creados por Cristo. Él está y estará eternamente por encima de todos. Una parte de los principados y potestades celestiales cayó bajo el poder de Satanás cuando este se rebeló contra Dios. Están, pues, bajo la dirección del Diablo. Además, como príncipe de este mundo, él se vale de los principados terrenales para hacer la guerra a Cristo. Las autoridades celestiales o angélicas que no cayeron y que Dios ha mantenido en su pureza primitiva, están al abrigo de las empresas diabólicas, no obstante, el Señor se sirve incluso de las autoridades satánicas y del mismo Satanás para cumplir Sus propios designios. Tal es el caso de Job. De la misma manera el Señor tiene su mano levantada sobre toda decisión de los principados y autoridades terrenales que instituyó y se sirve de ellos, como lo hace con Satanás, para el cumplimiento de Su voluntad. Satanás y los poderes satánicos en lugares celestiales ya han sido vencidos y despojados en la cruz, y el cristiano puede considerar al Diablo como un enemigo que no tiene poder alguno sobre él y al cual basta con resistirle para que huya. El tiempo en que Satanás será lanzado del cielo y precipitado a la tierra está aún por venir (Apocalipsis 12:9). Y al final, el Dios de paz lo aplastará bajo nuestros pies.

En nuestro pasaje (cap. 3:1) los principados y potestades son los poderes a los cuales el Señor ha confiado el gobierno de la tierra. Han venido a caer bajo el poder de Satanás, el cual se sirve de ellos para hacer la guerra a Cristo, pero el cristiano es exhortado a reconocerlos como establecidos por Dios en su carácter primitivo, pues por medio de ellos el Señor, en su gobierno, contiene aún el pleno desarrollo del mal (2 Tesalonicenses 2:6). Por malo que sea el carácter de ellos, por muy serviles que sean a Satanás, el creyente ve a Dios en la autoridad y se somete a los principados y potestades terrenales como provenientes de Dios, aun cuando el ejercicio de esta autoridad estuviera en las manos más abyectas y hostiles a los creyentes.

4.2 - Siete puntos importantes

En estos versículos 1 y 2, Tito tenía que recordar diversas cosas a los cristianos de Creta. Estas eran siete; de igual modo, también en el versículo 3 las cosas que les caracterizaban antes de su conversión eran de igual número. El número siete, como lo hemos señalado ya, indica la plenitud espiritual, sea de lo bueno, sea de lo malo.

1. Lo primero que Tito debía recordarles era la sumisión a las autoridades instituidas por Dios en este mundo. La sumisión es mencionada varias veces en esta epístola, y muy a menudo en otras partes de la Escritura. La sumisión a la autoridad consiste en no sustraernos a su yugo y a reconocer sus derechos sobre nosotros como dados por Dios. De ahí que el Señor dice a Pilato: «Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba» (Juan 19:11). Acepta ser entregado al magistrado y al poder del gobernador. En los capítulos 4 y 5 de los Hechos, sus discípulos siguen el mismo camino. Rinden testimonio, ante los principales, de su fe en el Señor Jesús, pero no protestan contra la autoridad que los ha detenido injustamente. Así la autoridad sea justa o injusta, debemos guardar siempre, en relación con ella, el mismo carácter. Ante todo, debemos ser sumisos a Aquel que está ensalzado a la diestra de Dios y al cual ángeles, autoridades y potestades le están sujetos (1 Pedro 3:22). En cuanto a nosotros, «por causa del Señor» debemos someternos a «toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien» (1 Pedro 2:13-14). En esta epístola de Pedro, como en la nuestra, se recomienda a los criados que sean sumisos (cap. 2:18), al igual que a las mujeres (cap. 3:15) y a los jóvenes en relación con los ancianos (cap. 5:5). Finalmente, a los cristianos dice: «Someteos unos a otros en el temor de Dios» (Efesios 5:21).

2. Ser obedientes: La obediencia difiere de la sumisión. Esta última es pasiva y la primera es activa. Tiene que ver con mandamientos y órdenes positivas. Esta exhortación tiene en vista toda autoridad que, teniendo el derecho de mandar, a fin de establecer el orden entre los hombres, debe ser escuchada y obedecida. Aquí, la frase «que obedezcan» no alude a los magistrados más que a otra autoridad; es más bien un carácter que toda nuestra conducta debe observar, sin que se relacione con alguna autoridad determinada o con alguno de sus actos particulares. Así se dice de los hijos que son obedientes sin tener a la vista una prueba especial. Es preciso que sea manifiesto a todos que estamos prestos a responder al orden de Dios por cualquier intermediario a través del cual le plazca hacérnoslo llegar.

A menudo se ha confundido la sumisión con la obediencia, para gran detrimento de las almas durante el terrible conflicto que ensangrentó al mundo (la guerra mundial de 1914-1918). Tales pasajes no implican de ninguna manera la obediencia del cristiano a las autoridades militares para usar armas mortíferas en la guerra. En esto, el creyente es responsable directo ante Dios. «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29). La idea de que el soldado que mata solo es responsable ante su jefe y que este último lo es ante Dios, es un miserable subterfugio por el cual se procura soslayar un mandamiento positivo del Señor. «Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios» (Hechos 4:19).

3. «Que estén dispuestos a toda buena obra»: Es Dios (y no nosotros) quien prepara de antemano las buenas obras para que andemos en ellas; pero la parte del creyente es la de estar pronto a hacerlas, sean cuales fueren, cuando Dios se las presenta. No debe ser hallado desprevenido, ocupado con cosas que le impidan hacer aquéllas inmediatamente.

4. «Que a nadie difamen»: Esta recomendación es de gran importancia. La injuria puede ser proferida tanto en presencia como en ausencia de la persona injuriada. En la epístola de Judas se habla de los soñadores de los últimos tiempos que «blasfeman de las potestades superiores». Es el carácter de la anarquía moderna que blasfema a las dignidades reconocidas por Dios. El apóstol va más lejos aun y dice: «A nadie». En los días que estamos atravesando, en los cuales personas culpables se entregan a toda suerte de actos de falsedad y violencia, la indignación podría fácilmente manifestarse entre los cristianos mediante la injuria. Jamás el odio contra el mal, ni una indignación legítima, debe degenerar así. Una cólera según Dios no tenía otro efecto, en nuestro amado Salvador, que abrir las esclusas de su gracia (Mateo 17:17-18).

5. «Que no sean pendencieros»: Esta cualidad es negativa como la precedente. Los Proverbios están llenos de recomendaciones al respecto. Vemos allí que la maldad, el odio, el orgullo, la cólera, la burla, producen querellas. No solamente en el mundo, sino también en la familia de Dios, los espíritus agitados, desprovistos de comunión con el Señor, buscan pendencias. ¡Cuán importante para nosotros, pues, es evitar todo conflicto que pudiera despertar esta tendencia natural de los corazones!

6. «Sino amables» (moderados o apacibles): Es el carácter de un hombre dulce y humilde que no reivindica sus derechos. El Señor Jesús ¿no manifestó esta virtud con perfección cuando «como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca» ante aquellos que le despojaban de todos sus derechos y dignidades, de suerte que fue «suprimido y no tendrá nada»? (Daniel 9:26 – versión Darby). Este carácter era también el de Abraham respecto de Lot, después que el patriarca hubo hecho en Egipto una amarga experiencia consigo mismo. Entonces abandonó todos sus derechos antes que hacer una elección que fuera en detrimento de su hermano. Esta misma amabilidad es recomendada a los ancianos en 1 Timoteo 3:3, unida, como aquí, a la ausencia de un espíritu de querella. En efecto, nada engendra más pendencias que la insistencia de los hombres sobre sus derechos. Esta misma moderación corresponde, en Santiago 3:17, a la «sabiduría que es de lo alto», la cual presenta siete rasgos característicos, tal como el pasaje que estamos estudiando. En 1 Pedro 2:18, esta cualidad es atribuida (y cuán necesaria es) a los amos en relación con sus criados.

7. «Mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres»: Esta mansedumbre es uno de los atributos de la gracia que, en la persona de Cristo, «se ha manifestado… a todos los hombres» para atraerlos a sí. ¿No dijo él mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mateo 11:29).

4.3 - Lo que éramos antes

Versículo 3: «Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros».

Hallamos aquí la contrapartida de lo que Tito debía recordar a los creyentes de Creta. No tenemos la descripción de los rasgos morales del paganismo, como en Romanos 1:29-31, ni tampoco los de la cristiandad en los últimos días (2 Timoteo 3:1-5), sino la descripción de lo que nosotros éramos en otro tiempo. Nosotros –dice el apóstol, sin distinguir entre judíos y naciones– no éramos diferentes de los demás hombres. Este hecho hace a los cristianos capaces de mostrar toda mansedumbre hacia todos. Podemos decirles: Lo que sois, nosotros lo éramos en otro tiempo. La gracia que nos ha llamado y nos ha salvado, os llama también hoy para que seáis salvos de la misma manera. Ella es accesible a todos. Es la filantropía de Dios; podéis ser salvos de la misma manera que nosotros.

Este versículo 3 es un cuadro completo del estado de todos los hombres y, por consiguiente, del nuestro en el pasado. Por eso es resumido en estos siete caracteres, lo mismo que anteriormente lo ha sido el estado producido por la enseñanza de la gracia.

1. «Insensatos»: Esta palabra describe, en primer lugar, el estado del hombre ante Dios. Dice en su corazón: «No hay Dios». Este carácter del hombre pecador es tan manifiesto que dos salmos (14 y 53) lo describen. No es la boca del hombre, sino su corazón el que habla de tal manera. Todas sus acciones prueban que Dios está excluido de su vida, pues, si no fuera así, ¿cómo no tendría miedo de cometerlas? Esto hace a los hombres:

2. «Rebeldes»: Cuando no se tiene en cuenta a Dios, sus órdenes y sus mandamientos no tienen ninguna influencia sobre el corazón, y la conciencia queda indiferente ante la expresión positiva del pensamiento de Dios contenido en la Palabra.

3. «Extraviados» (Hebreos 3:10): Es salir de los caminos de Dios o ignorarlos, y la desobediencia conduce a ello. La oveja perdida no puede hallar su camino; para ella no existe otra posibilidad que ser encontrada por Aquel mismo a quien ella abandonó.

4. «Esclavos de concupiscencias y deleites diversos»: Librada a sí misma, el alma perdida que había creído gozar de su libertad lejos de Dios, al perder a Dios y todo vínculo moral con él, viene a convertirse en esclava de lo que Satanás le sugiere, concupiscencias que a veces revisten formas más o menos groseras y deleites diversos cuyo principal carácter es la satisfacción de los deseos de la carne (2 Timoteo 3:4).

5. «Viviendo en malicia y en envidia»: El corazón del pecador halla una satisfacción en seguir sus malos instintos. Vive; es una de sus razones de ser. La envidia que siente por los demás cuando alcanzan mejores resultados que él y le impiden aventajarlos, le inclinan a ejercer su maldad contra ellos.

6. «Aborrecibles»: De una manera general, dignos de ser odiados (y según Romanos 1:30, también «aborrecedores de Dios»). Es una raza imposible de ser amada y, sin embargo, a ella debemos mostrarle toda mansedumbre, pues en otro tiempo pertenecíamos a ella.

7. «Aborreciéndonos unos a otros»: Aquí el odio es mutuo. El hombre natural no odia por sentimiento de honestidad y de justicia; no conoce el «perfecto odio» del creyente en relación con los que se levantan contra Cristo (Salmo 139:21-22), pues para ellos el Señor es un extraño. Ve el mal en los demás y, en cambio, permanece ciego para ver el mal que hay en su propio corazón. También su prójimo le odia con la misma intensidad.

4.4 - La obra regeneradora y renovadora

Versículos 4-7: «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres (su filantropía), nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna».

La conclusión del versículo 3 es que estábamos perdidos. ¿Cómo, pues, hemos llegado a un estado en el que no tenemos necesidad, como en los versículos 1-2, de ser exhortados a reproducir en nosotros el carácter de Cristo? Es en virtud de la salvación, como lo hemos visto en el capítulo 2:11-14 y como nos lo repite este pasaje: «Nos salvó» (v. 5). El capítulo 2 nos ha hecho considerar la gracia incondicional que trae salvación y que se manifestó en la persona de Cristo; aquí es la bondad y la filantropía de Dios las que se manifiestan. El Dios de bondad y de amor ha tenido piedad de seres aborrecibles y perdidos, tales como nosotros; y estos dos caracteres de Dios se han manifestado en una persona: el Dios Salvador. Este Dios Salvador es Jesucristo, llamado «nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (cap. 2:13), para señalar bien que este hombre –en quien la gracia se manifestó para salvación– es nada menos que Dios, el gran Dios. Notad que el apóstol le llama siempre «nuestro Dios Salvador». Solo los que se hallan bajo el beneficio de su obra pueden llamarlo «nuestro». Es el Dios Salvador para todos; quiere que «todos los hombres sean salvos», pero nadie, excepto los que lo son, pueden llamarle nuestro Dios Salvador. ¡Asunto serio, por cierto, y que se dirige a todos los lectores de estas líneas! ¿Podéis decir: Mi Dios? Si no lo podéis, le sois aún extraños. La aparición es el hecho de que un objeto, invisible hasta entonces, es hecho visible. Así la bondad y el amor de Dios hacia los hombres no aparecieron hasta que el hombre Cristo Jesús vino aquí abajo.

4.5 - Un filántropo, ¡de verdad!

Los hombres hablan mucho de filantropía. Un filántropo estima siempre que los hombres son susceptibles a la bondad, desgraciados sin duda, a menudo culpables, pero susceptibles de ser elevados moralmente y mejorados, como pueden serlo materialmente. Sin embargo, aquello de lo que el filántropo no dudará un instante es de su propia bondad, y la estima que tiene de sí mismo le sostiene en la obra que emprendió. A menudo, no obstante, viendo que sus ensayos son infructuosos, termina por sentir hastío de la humanidad, pero sin modificar en nada, obviamente, la opinión que tiene de sí. Pero si él leyera nuestro versículo 3, vería que Dios no admite excepciones y que nos presenta, pintado por él mismo, el cuadro de todos los hombres, odiándose y no amándose el uno al otro, y en este cuadro están también incluidos los filántropos. Para no ser aborrecible ni aborrecer, es preciso, como vamos a verlo, ser salvo y haber recibido, por el nuevo nacimiento, la naturaleza de Dios. Entonces se puede amar, pero, aun poseyendo la naturaleza divina, el creyente tiene necesidad de las exhortaciones de la gracia, tales como son formuladas en los versículos 1 y 2. Finalmente, es capaz de mostrar «toda mansedumbre para con todos los hombres». Si los filántropos se sometieran a la Palabra de Dios, ¿hallarían en ella el cuadro de lo que pretenden practicar? Dios dice: «No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Romanos 3:12). La conclusión es que no existe hombre inconverso que sea filántropo a los ojos de Dios. (Al hablar así, no excluimos de ninguna manera los sentimientos naturales de piedad y de compasión por los sufrimientos ajenos que hallamos aun allí donde el cristianismo no ha ejercido nunca su benéfica influencia. Es así que en los Hechos 28:2 se nos habla de la humanidad (filantropía) fuera de lo común que los bárbaros usaron en favor de Pablo y sus compañeros.)

Y, sin embargo, existe un filántropo: ¡Dios mismo! «Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres (su filantropía), nos salvó».

Dios ha sido desde la eternidad el Dios de amor, pero, en un momento dado, este amor apareció, fue manifestado. Así como la gracia apareció en la persona de Cristo (cap. 2:11), el amor de Dios hacia los hombres apareció en el don de Cristo. ¿Qué eran, pues, los hombres de los cuales se habla aquí? Volvamos a leer nuevamente el versículo 3: «Esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros». En favor de tales hombres Dios usó de «bondad» y en su escuela los nacidos de él han aprendido a mostrar ese mismo amor hacia los hombres. No pueden ya odiarles, porque han reconocido, desde su conversión, que eran aun más odiosos que los demás. Job dijo: «Me aborrezco y me arrepiento en polvo y en ceniza». El más grande de los filántropos de este mundo nunca podrá tener de sí un concepto semejante, pues –razón concluyente– no tiene necesidad de ser salvo para ser filántropo. Contrariamente, la filantropía de Dios se reveló por la salvación que ha operado en nuestro favor.

En el versículo 5 hallamos el medio que Dios empleó para salvarnos, pero lo hace preceder por la indicación del medio que, a despecho de todos los pensamientos del hombre, Dios no empleará jamás para la salvación del mismo: «No por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho». Las «obras de justicia» son las que el hombre realiza para obtener la salvación, mientras que las «buenas obras» son la consecuencia de la salvación obtenida. Las primeras jamás han procurado a los hombres lo que solo la gracia puede darles; ellos pretenden poder hacerlas, mientras que la obra de Dios es la que Él ha hecho.

Al quedar excluidas nuestras obras –tema importantísimo en las epístolas a los Romanos y a los Gálatas– solo nos queda como recurso la obra de Dios. Ahora bien, en este pasaje hallamos no el aspecto de esta obra operada fuera de nosotros, sino la que Dios opera en nosotros para salvarnos. En cierta medida es la diferencia que hay entre la parábola del hijo pródigo y las otras dos que le preceden en Lucas 15.

«Sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo». La salvación se basa, pues, sobre el principio de una sola cosa: Su propia misericordia; pero Dios emplea dos cosas indispensables para procurárnosla: el lavacro de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo.

4.6 - El lavamiento de la regeneración

El lavamiento (griego: loutrón) es el agua del baño en la cual uno es inmerso. Este lavamiento, tal como diversos tipos de la Escritura nos lo presentan, significa la muerte por la cual uno es purificado del pecado y librado del viejo hombre: tal el Jordán, en el cual Naamán es purificado de su lepra; tal el bautismo, en el cual «hemos sido bautizados en Cristo Jesús… en su muerte». En efecto, en su muerte el viejo hombre tiene su fin y nosotros somos «muertos al pecado». Aquello en lo cual el pecador existía, lo que le calificaba (sus hábitos, sus pensamientos), todo eso ha finalizado a los ojos de Dios en la muerte de Cristo. Dios nos ha salvado purificándonos de estas cosas. No se puede entrar en relación con él sin esta purificación y es lo que Dios ha hecho con nosotros al sumergirnos, por así decirlo, en la muerte de Cristo. Esta misma palabra es empleada en Efesios 5:25-26 para la purificación de la Asamblea, pues «Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra».

El baño de la purificación tuvo lugar una vez para siempre y no se renovará jamás: «El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies» –la purificación diaria– «pues está todo limpio». El lavacro del cual hablamos tiene su antitipo en el agua o el baño de la fuente de bronce. Hay una diferencia entre la fuente de bronce y el agua que contiene. El bronce representa la capacidad de Cristo para encargarse del pecado; sea para expiarlo por el sacrificio de sí mismo, como en el altar de bronce, o bien para abolirlo en la muerte, como en el baño de la fuente de bronce. En este último caso, el hombre es situado ante Dios, por la muerte de Cristo, en un estado de pureza que corresponde a la santidad de Su naturaleza.

La fuente de bronce estaba construida con los espejos de bronce de las mujeres que velaban a las puertas del Tabernáculo del testimonio (Éxodo 38:8). Por este hecho, esas mujeres reconocían, en figura, su pecado y la capacidad de Cristo, el único para llevar la responsabilidad por el pecado. Ellas se despojaban de lo que había servido a su vanidad. Sus zarcillos habían sido empleados para fundir el becerro de oro (Éxodo 32:2-3). Ahora estaban humilladas y en lo sucesivo no podrían complacerse a sí mismas considerando sus rostros naturales. Tenían ante sus ojos un objeto compuesto de todos esos espejos fundidos en uno, objeto único capaz de aglutinarlos. Es así cómo todos los creyentes reconocen su vida de vanidad y de concupiscencias soportada por Cristo, el único capaz de cargar con la responsabilidad derivada de esa conducta. Pero, al mismo tiempo, hallan en él el agua de la purificación que brotó del costado de un Cristo muerto.

4.7 - Purificación inicial y diaria

Este lavacro, como lo hemos dicho, ha tenido lugar una vez para siempre por la Palabra, la cual nos presenta la muerte de Cristo poniendo fin a nuestro estado de hombres pecadores y manchados. Pero, para la marcha y para todo acto de servicio sacerdotal, hay necesidad, además de la purificación inicial, de una purificación diaria. Es el lavado de los pies, del cual nuestro pasaje no nos habla, porque solo trata de la salvación.

Consideremos ahora lo que significa este término: el lavado de la regeneración. La regeneración es el pasaje de nuestro antiguo estado a otro nuevo; de nuestra vida en la carne a una vida de resurrección; del estado de Cristo muerto al estado de Cristo resucitado; de la vieja creación a una nueva. La regeneración no es una nueva naturaleza (lo que veremos en la «renovación en el Espíritu») como tuvo lugar en el nuevo nacimiento en que uno es nacido «del agua y del Espíritu». La regeneración es una posición de bendición en la cual somos conducidos ahora por el poder divino en Cristo y en la cual seremos establecidos públicamente cuando venga en gloria. Esta posición nos la apropiamos ahora por la fe. Somos librados del poder de las tinieblas y trasladados al reino de su amado Hijo (Colosenses 1:13). En esto consiste la regeneración, pero no tendrá su plena manifestación sino en la gloria. Por eso el Señor dijo a sus discípulos: «En la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mateo 19:28). Por el lavacro de la regeneración somos salvos (1 Pedro 3:20). Uno puede estar convertido o vivificado, como Cornelio, antes de ser salvo, es decir, conducido al estado cristiano, tal como nos es revelado en el Nuevo Testamento.

El lavacro es, pues, el de la regeneración. Tiene que ver con mi antigua vida, la que finalizó en la muerte de Cristo.

«La renovación en el Espíritu Santo» tiene que ver con mi nueva vida. El creyente es renovado, adquiere esta vida nueva por el Espíritu Santo. Este poder divino produce en él pensamientos, hábitos y nuevos deseos, en contraste con todo lo que pertenecía a su viejo hombre, al hombre en la carne, al hombre pecador y perdido.

Versículo 6: «El cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador».

Esta frase forma un pequeño paréntesis. Las palabras que siguen: «Para que justificados por su gracia», se relacionan no con «Jesucristo nuestro Salvador», sino con «Dios nuestro Salvador» del versículo 4.

El Espíritu Santo no se ha limitado a comunicarnos una vida nueva, pues Dios lo ha derramado ricamente (o abundantemente) sobre nosotros, y Jesucristo, nuestro Salvador, es Aquel de quien lo obtenemos directamente. Es él quien, «habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís» (Hechos 2:33). Lo ha derramado abundantemente, sin medida, «pues Dios no da el Espíritu por medida» (Juan 3:34), y ahora tenemos la vida en abundancia (Juan 10:10).

4.8 - Resultado: la herencia

Versículo 7: «Para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna».

La palabra «para» se relaciona a la vez con «lavamiento» y «renovación», y es la consecuencia de ello. Por estas dos cosas –la purificación y el don del Espíritu Santo– venimos a ser herederos según la esperanza de la vida eterna. Habiendo sido justificados por la gracia del Dios Salvador (no por obras de justicia) y poseyendo la vida eterna en virtud de la salvación que obtuvo para nosotros por el lavacro y la renovación, somos herederos según la esperanza de esta vida eterna de la cual el apóstol habló en el capítulo 1:2. (Hay que morir en Cristo para tener parte en el reino del Dios Salvador, y esto es lo que corresponde al lavacro de la regeneración; pero se precisa haber recibido el poder de una nueva vida para ser heredero según la esperanza de la misma, y es lo que corresponde a la renovación del Espíritu Santo. El lavacro de la muerte en Cristo nos separa enteramente de nuestra antigua posición; la resurrección con Cristo y la nueva vida que poseemos en él, nos introducen en una nueva posición como herederos de Dios y coherederos con Cristo.)

En los versículos 5 a 7 hemos pasado revista a los siete caracteres que pertenecen a la salvación, mientras que en los versículos 1 y 2 lo hemos hecho con los siete que son característicos de los hijos de Dios, y en el versículo 3 con los siete por los cuales el mundo se distingue. Los siete caracteres de la salvación son, pues, los siguientes:

  1. Las obras de justicia están excluidas de ella.
  2. Depende de la misericordia del Dios Salvador.
  3. Tiene lugar por el lavacro de la regeneración y
  4. «por la renovación del Espíritu Santo».
  5. Este Espíritu ha sido derramado abundantemente sobre nosotros.
  6. Somos justificados por la gracia del Dios Salvador.
  7. Hemos sido hechos herederos de la vida eterna.

Esto es tan cierto que, en esta epístola, por no hablar sino de ella, el número siete es la cifra de las cosas completas, a las cuales es imposible añadir algo más.

Versículo 8: «Palabra fiel es esta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres».

Palabra fiel: es decir, la palabra de la misericordia de Dios que salva y justifica, y que da, a los que han creído, la vida eterna como herencia: el goce de sus plenos resultados en la gloria.

La palabra de la ley ha sido firme: ha tenido por resultado una «justa retribución» (Hebreos 2:2). La palabra de la gracia es fiel, o cierta. Cuando este término es empleado, siempre se trata de gracia, y las «palabras fieles» son muy frecuentes en las epístolas a Timoteo y Tito.

En 1 Timoteo 1:15 la «palabra fiel y digna de ser recibida por todos» es que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores.

En el capítulo 3:1 de esta misma epístola, es «palabra fiel» que «si alguno anhela obispado, buena obra desea». Aspirar a este cargo es desear ser irreprochable (v. 2) para conducir a los demás en el mismo camino, para gloria de Dios, función que, ciertamente, no es indiferente sino que tiene gran valor, pues se trata de todo el testimonio práctico de la casa de Dios aquí en la tierra. Por eso esta función es llamada «una buena obra».

En 1 Timoteo 4:8 el apóstol dice que «la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera», y añade: «Palabra fiel es esta, y digna de ser recibida por todos». El apóstol acentúa así, como en el capítulo 1:15, la certidumbre de la palabra que estimula a la piedad según la enseñanza divina. El apóstol añade que él trabajaba y soportaba el oprobio en vista de ello. Para enseñar la piedad a los demás, es preciso que uno sea un modelo de piedad, esperando en el Dios vivo que es el conservador de todos los hombres, y especialmente de los fieles.

En 2 Timoteo 2:10-12 hallamos una «palabra fiel» que abarca toda la obra de la redención: «La salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna»; la muerte y la vida con él; los sufrimientos y el reino con él. ¿No es acaso un programa de plena certidumbre?

Aquí, en Tito 3:8, la «palabra fiel» tiene mucha relación con la de 2 Timoteo 2:11, pues se trata de la salvación, de la obra por la cual ella nos ha sido adquirida, del don del Espíritu Santo, de la vida y de la herencia eternas. Este también es un programa completo.

4.9 - Tito, modelo de piedad

«Y en estas cosas quiero que insistas con firmeza»: La enseñanza de Tito debía insistir particularmente, sin cesar, sobre las cosas que son el fundamento de la salvación. En el capítulo 2:15 debía anunciar las cosas enseñadas por la gracia que trae salvación a los hombres. Estas cosas tenían relación con toda la vida práctica del cristiano. Tito debía reproducir esta enseñanza. Aproximadamente tal es el caso aquí: Tito debía insistir sobre el mismo fundamento de la salvación, el que tiene por origen el amor de Dios y su misericordia en Cristo, así como sobre la obra que él cumple en el corazón de los creyentes.

El resultado de esta enseñanza era que los que creían en Dios debían aplicarse a ser los primeros en hacer buenas obras, resultado práctico en muy alto grado, sobre el cual nunca insistiremos lo suficiente al considerar en esta corta epístola los frutos prácticos de la buena doctrina y de la sana enseñanza en la casa de Dios. Por lo demás, así es cómo debería ser siempre el cristianismo. No somos creados de nuevo, justificados por gracia, herederos según la esperanza de la vida eterna para gozar simplemente de estos privilegios, sino para que estos ejerzan una bendita influencia sobre nuestro andar y también en los menores detalles de nuestra conducta en el mundo. El conocimiento de estas cosas debe hacernos marchar a la cabeza en cuanto a buenas obras, sea en presencia de nuestros hermanos, sea ante el mundo. Cuanto más grande es el conocimiento de la obra de la gracia, más brillante debe ser el testimonio y más intensa la actividad cristiana. ¡Ojalá todos los hijos de Dios que están en la escuela de la gracia respondan a esta obligación!

No volveremos a tratar la cuestión de las buenas obras, consideradas ya en detalle. La cantidad de pasajes que las mencionan en el Nuevo Testamento nos muestran su importancia. Destaquemos solamente que una vida cristiana sin buenas obras es una vida inútil para Cristo. ¡Qué despertar para los creyentes que no han comprendido que quien vive la vida de Cristo no puede ya vivir para sí (2 Corintios 5:15) cuando descubran el insignificante papel desempeñado a favor de su Señor y Salvador durante su existencia!

«Estas cosas son buenas y útiles a los hombres»: Son buenas a los ojos de Cristo y a los de los fieles, pero, además, son útiles a los hombres. La obra de Cristo es útil a los hombres, pues su gracia apareció a todos, lo mismo que el amor de Dios hacia ellos (cap. 2:11; 3:4), pero ahora debemos continuar esta obra de gracia por medio de nuestra conducta entre los hombres, a fin de demostrarles el valor de ella. La obra de evangelización en este mundo, el anuncio del amor de Dios hacia los pecadores tiene una importancia ilimitada, pero la conducta de los cristianos es a menudo una evangelización mucho más poderosa que las palabras que podrían pronunciar (véase 1 Tesalonicenses 1:8). He aquí lo que Tito debía buscar; pero también tenía algo que evitar:

4.10 - Cuestiones inútiles

Versículo 9: «Pero evita las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin provecho».

Si las primeras cosas eran útiles, estas eran inútiles: Las genealogías se refieren a doctrinas judeo-platónicas que muy temprano habían invadido el cristianismo (1 Timoteo 1:4). En esta misma categoría quedan insertas las cuestiones necias suscitadas por gentes de voluntad propia, que no sufrían ser contrariadas por los demás (2 Timoteo 2:23). Las contiendas eran la consecuencia de ello. Las disputas sobre la ley son minucias, juego de la inteligencia rabínica, la que trataba a la ley como materia de discusión en lugar de aplicarla a la conciencia. Esas disputas son sin provecho y vanas; el resultado para las almas es nulo, pues toda verdad que no conduce a los hombres al conocimiento de Dios y a una vida de santidad carece de valor. No es otra cosa que «vana palabrería» (1 Timoteo 1:6).

4.11 - Vigilar y actuar

Versículos 10-11: «Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y peca y está condenado por su propio juicio».

Tito debía evitar todas las cosas que preceden, sin ver en ellas –por reprobables que fuesen, o inútiles, o vanas– casos de exclusión. Era suficiente que evitara las cuestiones insensatas y que se mantuviera al margen para ver cómo se agotaría la corriente malsana que pretendía infiltrarse entre los santos. Había, sin embargo, casos en los que Tito, a quien el apóstol había conferido la autoridad para poner en «buen orden» el funcionamiento de la asamblea, debía usar de esta autoridad para impedir las sectas.

Las divisiones podían ser ocasionadas en el seno de la Asamblea por las cosas mencionadas en el versículo 9: «Contenciones, y discusiones acerca de la ley», etc., sin que la unidad del cuerpo de Cristo fuera atacada (1 Corintios 1:10; 11:18). Las sectas separaban a los hermanos de la misma asamblea, y el hombre que las producía debía ser tratado sin contemplaciones. Este buscaba agrupar a su alrededor un cierto número de fieles, constituyéndose a sí mismo como centro de reunión. Al obrar así negaba prácticamente la unidad del cuerpo de Cristo y el único centro de esta unidad que es el mismo Jesús. Las doctrinas de tal hombre podían muy bien no ser antibíblicas, a las cuales habitualmente se les da el nombre de herejías. Era suficiente sacar una verdad de su lugar, dándole una importancia exagerada en el conjunto de las doctrinas bíblicas y reunir a los cristianos alrededor de ese principio –fuera verdadero o falso– y alrededor del hombre que lo encarnaba, para crear una secta que se separaría de la Asamblea de Cristo. Quien toma este lugar y viene a constituirse en cabeza de un partido, o de una «iglesia» a su manera, debe ser rechazado sin miramientos, pues ha roto la unidad y ultraja a Cristo, Cabeza del cuerpo; pero no debe ser rechazado sin una amonestación previa que tenga por objeto apartarlo de su erróneo camino y prevenir una ruptura en la Asamblea. Es preciso que la amonestación no se haga precipitadamente. La primera debe ser seguida de una segunda. Debe ser distinta una de la otra, y ambas solemnes. Tito sabía (v. 11), al obrar con autoridad pero con tacto, que el tal hombre estaba pervertido; su alma se había desviado del bien hacia el mal y, si no se arrepentía a la primera reprensión, era que él pecaba a sabiendas; y el pecado, la voluntad propia, es la condenación del hombre por sí mismo.

Versículos 12-15: «Cuando envíe a ti a Artemas o a Tíquico, apresúrate a venir a mí en Nicópolis, porque allí he determinado pasar el invierno. A Zenas intérprete de la ley, y a Apolos, encamínales con solicitud, de modo que nada les falte. Y aprendan también los nuestros a ocuparse en buenas obras para los casos de necesidad, para que no sean sin fruto. Todos los que están conmigo te saludan. Saluda a los que nos aman en la fe. La gracia sea con todos vosotros. Amén».

Cada palabra de las Santas Escrituras tiene importancia. Después de haber dado tantas pruebas de ello en este Estudio, tenemos un último ejemplo en los versículos que terminan esta epístola. En primer lugar vemos que las funciones de Tito en Creta, contrariamente a las aserciones de los teólogos, no tenían ningún carácter permanente. Una vez acabada su misión, en cuanto Artemas o Tíquico hubiesen llegado a él, Tito debía darse prisa para reunirse con el apóstol en Nicópolis, donde este último había resuelto pasar el invierno. Puede ser que se haga alusión a este viaje de Tito en 2 Timoteo 4:10, pero en este caso en ausencia del apóstol, quien, de nuevo prisionero en Roma, sabía que el tiempo de su partida había llegado.

En cuanto a Tíquico, siempre es presentado como enviado de Pablo para enterarse de las circunstancias de las asambleas y traer al apóstol noticias de tal estado. Zenas (el jurisconsulto o abogado, antes que doctor de la ley mosaica) y Apolos son mencionados como estando a punto de visitar a Creta. Ahora bien, Tito no debía limitarse a su misión especial, sino que también debía cuidar de ellos, de suerte que nada les faltase. Pablo muestra aquí una solicitud particular por aquellos que no estaban especialmente asociados con él en la obra. Pero si Tito debía mostrar este celo por los hermanos extranjeros que no formaban parte del entorno del apóstol, «los nuestros» también, dice él –es decir, todos los santos de Creta– debían aprender (y cómo no habrían aprendido teniendo tal ejemplo ante sus ojos) (véase cap. 2:6-7) a ser los primeros en buenas obras para los casos de necesidad. Estos «casos de necesidad» no eran solamente proveer a las necesidades de los pobres, sino a las necesidades de los fieles servidores de Cristo, de los cuales está dicho en otro lugar que eran «extranjeros» y que «salieron por amor del nombre de él» (3 Juan 7). Estas buenas obras eran una función que incumbía a todos los fieles y sin la cual ellos habrían carecido de frutos.

Vemos en el versículo 15 que el apóstol estaba aún rodeado, en este momento, de los hermanos que formaban su cortejo habitual, mientras que, en la segunda epístola a Timoteo, todos le habían abandonado, salvo Lucas, su fiel compañero y servidor (2 Timoteo 1:15; 4:10). El mismo apóstol saluda a los que le aman, en la común fe que une a los cristianos entre sí, así como con Dios y con Cristo. Su último deseo –que debería ser continuamente el nuestro– es que la gracia fuera con todos los santos.