Estudios sobre la Epístola a los Efesios


person Autor: Henri ROSSIER 47

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(Fuente autorizada: biblecentre.org)


1 - Prefacio

Las verdades fundamentales presentadas en la Epístola a los Efesios ejercen, cuando son comprendidas, una influencia preponderante sobre nuestra marcha como Asamblea, como individuos y también sobre nuestras relaciones familiares. Estas verdades, cada vez son más dejadas de lado por los cristianos que en otro tiempo las habían reconocido y mantenido. Nos ha parecido útil recordarlas y resaltar las consecuencias prácticas, pues su abandono es una de las causas principales del estado de ruina en que nos hallamos.

¡Ojalá estas pocas páginas puedan despertar las almas y conducirlas a la práctica de las cosas que les fueron una vez enseñadas!

2 - La ruina y el testimonio

Las tendencias que se manifiestan actualmente, fruto de la acción del Enemigo para hacernos abandonar lo que Dios nos ha dado, son soberanamente peligrosas para el testimonio que nos ha sido confiado. Sabemos que el estado actual en que se halla la Iglesia responsable es un estado de ruina, pero debemos reconocer que aquel en que nos hallamos como cuerpo de testigos es un estado de ruina tan completo como el de la Iglesia.

Muchas almas serias y graves pierden ánimos ante estas constataciones porque preocupadas de si se habían dicho: nosotras somos el testimonio, quienes habiendo visto la ruina nos hemos separado del mal. ¡Y he aquí que les ha sido preciso comprobar que la ruina se ha extendido hasta ellos! Yo les respondo: Vosotros estáis arruinados como portadores del testimonio, pero vosotros no sois el testimonio de Dios, pues este no puede ser arruinado. Por un momento ha sido dejado entre vuestras manos; si habéis sido infieles, Dios no os ha quitado todavía la administración de las verdades que os confió. Primeramente, las ha revelado a Pablo que fue un fiel administrador y que, a pesar de todo, estas se encuentran entre vuestras manos culpables. Su testimonio permanece: vosotros sois portadores indignos y nosotros nos unimos a vosotros para aceptar con humillación el juicio de Dios sobre nuestra infidelidad.

3 - Argumentos contra el valor del testimonio

Las almas decepcionadas de quienes hablamos, juzgan inútil ocuparse de este testimonio porque no han realizado lo que estaban llamadas a hacer, como si por la ruina, estas verdades hubieran probado su falta de valor. Es preciso ampliar en lo sucesivo nuestra visión y nociones, dicen: Hay grupos de creyentes que se reúnen casi sobre los mismos principios que nosotros; Démosles la mano, ampliemos nuestros límites. En ellos se encuentra mucha actividad cristiana. Las falsas doctrinas que pueden haberlos caracterizado en otro tiempo, no tiene ahora a sus ojos más que un valor bien restringido.

Si aceptamos este principio, solo serán pocos pasos para el total abandono del testimonio. Satán que busca siempre hacernos perder nuestra posición de separación como testigos, procura lograrlo con tales argumentos, y esto debe hacernos comprender la inmensa importancia para nosotros de retener las verdades fundamentales del testimonio, de permanecer en las cosas que hemos aprendido y conocido desde el principio, combatir por la fe que ha sido una vez dada a los santos (2 Tim. 3:14; 1 Juan 2:24; Judas 3).

Otro argumento de la misma naturaleza se presenta a menudo así: ¡Qué locura pretender que aquellos que como creyentes están en un estado de ruina semejante a los demás, sean los solos poseedores de la Mesa del Señor! ¿No se encuentran acaso por doquier en dónde los creyentes se reúnen? No se va tan lejos en opinar que esta se encuentra allá donde los creyentes se justan con el mundo, pero se afirma que docenas de denominaciones poseen la Mesa del Señor.

Un tal argumento es la consecuencia del abandono de la verdad fundamental que Dios nos ha confiado para los días en que vivimos, (pues no olvidemos que el testimonio de Dios ha revestido, a través de los tiempos, diversos caracteres). Esta verdad es la unidad del Cuerpo de Cristo: la Asamblea. Es preciso distinguir la Mesa del Señor de la Cena. La Cena, memorial de la muerte de Cristo, se halla en todas las congregaciones protestantes, pero la Mesa del Señor no existe de hecho sino allí donde la unidad del Cuerpo de Cristo es reconocida y proclamada, pues el solo pan al cual participamos todos, es el signo visible, el único, de la unidad del Cuerpo de Cristo (1 Cor. 10). Si este principio fuese reconocido por todos los creyentes, se reunirían todos juntos, y los que mantienen la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, no tendrían que separarse de los demás.

Es, pues, necesario para nosotros, mantener las verdades que Dios nos ha confiado al principio, verdades puestas en luz en nuestros días, como testimonio, y no dejar de nuevo al enemigo arrebatarnos estos principios que fueron olvidados durante siglos.

El resultado de la ruina es que la Iglesia no es manifiesta, es como invisible en este mundo y Satán nos dice por lo mismo: ¿Por qué ocuparnos de ella? Reconocemos que por nuestra culpa e infidelidad ha venido a parar así, pero no por eso existe menos a los ojos de Dios y a los de la fe.

Voy más lejos todavía: Afirmo que esta verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, es el punto de partida práctico de todas las mutuas relaciones cristianas y que, sin ella, estas relaciones no pueden existir en su integridad. Es lo que procuraré probar considerando algunas partes de la Epístola a los Efesios que sitúa de una manera particular ante nosotros, los consejos de Dios desde toda eternidad, consejos que no son alcanzados por la ruina de la Iglesia. El Señor se ocupa de su Asamblea, sus ojos reposan sobre ella. La purifica por el lavado del agua por la Palabra, a fin de que los consejos de Dios sean una realidad en ella; no quedará mancha ni arruga, cuando el Señor vendrá para introducirla en la gloria y se la presentará en su eterna juventud e imperecedera hermosura. Dios tenía, desde toda eternidad, en su mente, «que las naciones serían coherederas y de un mismo cuerpo participantes de su promesa en Cristo Jesús por el Evangelio». Tenia el pensamiento de adquirir una Esposa para el Hijo. Este misterio escondido en el corazón de Dios nos ha sido revelado. De todos modos, es importante notar, que sus consejos, no son aún plenamente realizados ni en relación con Cristo, ni en relación con nosotros.

4 - Consejos de Dios desde el punto de vista individual y medida de su cumplimiento

El primer capítulo de la Epístola nos revela en primer lugar los consejos de Dios, en cuanto a nuestra posición individual.

1. Nos ha querido ante Él en Cristo. Nos ha bendecido de toda bendición espiritual en Cristo: En Él, no aún con Él. Cristo es objeto de todas las bendiciones, y este gran hecho nos pertenece, pues Dios nos ha dado una posición en Cristo (v. 3).

2. En el versículo 4, Dios nos da un carácter: «Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor». ¿Santo, sin mancha delante de él en amor? Cristo lo es y yo lo soy en Él. Un día lo seré personalmente, pero desde ahora este consejo de Dios es realizado por mí en Cristo. Cristo está ante Dios con toda la perfección de su carácter y quiere tenernos así.

3. Nos da una relación, establecida actualmente y plenamente realizada. «Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a sí mismo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria, con la cual nos hizo aceptos en el Amado» (v. 5-6). La adopción es un hecho que ha tenido cumplimiento; soy un hijo de Dios, Dios me ha engendrado y me ha puesto en relación con Él en esta posición de Hijo. Esta adopción no tiene el carácter de una adopción humana. Cuando adopto a un niño, puedo darle todos mis bienes, pero nunca podré impedir que sea hijo de otro. Dios nos adopta comunicándonos su naturaleza, pues somos adoptados en Cristo y hechos participantes de la naturaleza divina. Hallamos la misma idea en 1 Juan: «Mirad cual amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios» (3:1). Nos ha hecho don de su naturaleza que es amor.

«Aceptos en el Amado», no en nosotros mismos. En esto los consejos de Dios no ha tenido aún integro cumplimiento en relación con nosotros.

En lo que concierne a Cristo es lo mismo. «Descubriéndonos el misterio de su voluntad… de reunir todas las cosas en Cristo… las que están en los cielos, como las que están en la tierra». Dios quiere establecer a Cristo como centro de todas las cosas, pero no le está todo sujeto aún. Es cierto, si, el centro de los lugares celestiales, pero lo que concierne a la tierra, está aún por venir.

5 - Tres partes de los consejos de Dios

Además de todo, quiere hacernos coherederos de Cristo; es la tercera parte de sus consejos. La primera trata de lo que nos concierne (v. 3-8), la segunda tiene relación con Cristo (v. 9-10), la tercera con la herencia (v. 11-12). Nosotros somos herederos, pero no hemos entrado en posesión de la herencia aún. No tenemos todavía todo lo que comportan para nosotros los consejos de Dios, y es por lo que el apóstol demanda que tengamos espíritu de sabiduría y de revelación para que sepamos cual sea la esperanza de su vocación. La esperanza de su vocación, es de estar un día con Cristo, en la gloria tales, como Dios nos ve ahora en Él.

6 - Una cuarta parte de estos consejos: La unidad del Cuerpo

Al final del capítulo primero, vemos una cuarta parte de los consejos de Dios. Dios ha querido formar aquí un cuerpo para Cristo, Cabeza resucitada en el cielo. Esta parte de sus consejos está realizada; Cristo está sentado a la diestra de Dios y la Iglesia es su Cuerpo sobre la tierra, la plenitud de aquél que llena todo en todos (v. 23). El hombre místico está formado; no está por venir. Nosotros somos el Cuerpo de esta Cabeza, unidos a ella por el Espíritu Santo, y este conjunto es también llamado «el Cristo» (1 Cor. 12:12). Dios nos deja ahora sobre la tierra; en esto su consejo no está aún cumplido plenamente, pues él quiere tenerlos en los lugares celestiales con Cristo, mientras que en el capítulo 2 versículo 6, nos levantó justamente con él y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales en Cristo Jesús (V.M.) Podemos, pues considerarnos como sentados en Cristo en los lugares celestiales, sin que lo seamos sin embargo aún con Él.

Al final del segundo capítulo (v. 13-17), el Señor ha reunido por su cruz en un solo Cuerpo, no solamente los judíos y gentiles, en otro tiempo completamente separados y enemigos entre los cuales se elevaba un muro de separación que su cruz ha derribado: «El es nuestra paz» (v. 14); sino que además «ha hecho la paz» (v. 15). La ha hecho por la obra de la cruz, lo mismo entre judíos y gentiles que para con Dios. Poseyendo la paz bajo este doble carácter, podemos todos juntos allegarnos; pues «por él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre», como una sola familia. Es la grande verdad de la unidad de familia, desarrollada en los escritos de Juan, y que aquí solo es citada de paso.

7 - La unidad del edificio

A continuación, viene la unidad del edificio. Es un templo que va creciendo. Es muy importante hacer nuestro, el pensamiento del Templo de Dios: «Todo el edificio, va creciendo para ser un Templo santo al Señor» (v. 21). Es la obra de Dios y nada tiene que ver con la responsabilidad del hombre. A su Templo, solamente añade piedras vivas. Es lo mismo en la obra de Cristo: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Este edificio de piedras vivas, del cual Jesucristo es la piedra del ángulo, no se ha terminado todavía; la obra continua, el templo se edifica. Nosotros no lo vemos, pero Dios sí. Aquí, los consejos de Dios no tienen aún su pleno cumplimiento. Quiere tener este edificio completamente en la gloria y por la eternidad. A causa de la ruina de la Iglesia responsable, no contemplamos con nuestros ojos la edificación de este templo, pero cuando estará terminado, cuando el último elemento del edificio del cual Cristo es la piedra angular (comp. Zac. 3:9 y 4:7) será colocado, el consejo de Dios tendrá cumplimiento.

Como hemos visto, de una parte, el Cuerpo de Cristo existe; está establecido sobre la tierra; por otra parte, Cristo edifica su templo que será terminado en la gloria. Pero tenemos aún otra noción del edificio: está considerado como una unidad, formado actualmente aquí, casa en la que Dios mora por su Espíritu. También somos edificados conjuntamente en el Señor, para ser actualmente esta habitación aquí en la tierra. Es el edificio confiado a nuestra responsabilidad el cual hemos arruinado. Pero a pesar de todo, somos llamados a mostrar lo que es esta habitación de Dios por el Espíritu, en esta tierra, y a obrar en relación con las almas de tal manera que estas ocupen su lugar.

8 - El gran tema de la unidad del Cuerpo

En los capítulos 3 y 4, volvemos a hallar lo que solo había sido apenas tratado al final del capítulo 1: la unidad del Cuerpo de Cristo. En el primero y segundo capítulos, tenemos los consejos de Dios y la medida en que los ha realizado y los realizará. Hallamos en el tercer capítulo la administración o gerencia del misterio confiado a Pablo, es decir, el consejo de Dios en cuanto a la Iglesia.

Por nuestra parte somos llamados a insistir sobre las cosas que Pablo presentaba. Este misterio maravilloso que «en los otros siglos no se dio a conocer a los hijos de los hombres» (v. 3-5), nosotros somos los depositarios. Dios nos ha confiado su más intimo secreto, sin reserva alguna. Cuando se trataba de su gobierno en juicio sobre la tierra nada ocultó a Abraham. Nosotros que estamos bien lejos de parecernos a Abraham, bien al contrario, que somos en gran manera miserables, Dios dice: ¿Es qué acaso les ocultaré lo que no he dado a conocer desde la fundación del mundo? Estas cosas las ha revelado por el Espíritu, no solamente lo que concierne a Cristo, sino también lo relativo a nuestra posición en Él. Ha abierto un horizonte sin límites ante nuestros ojos para que conozcamos su consejo y lo gocemos y conformemos nuestra marcha a él.

9 - ¿Cómo se realiza la unidad?

Tal es la segunda parte de la epístola; debemos realizar lo que la Iglesia es, en la mente de Dios.

Si he comprendido la unidad del Cuerpo de Cristo, el carácter de mi marcha debe depender del conocimiento que tengo de esta verdad. Pero no olvidemos que no puede depender sin la comunión del amor de Cristo. Es por lo que las exhortaciones del capítulo 4 son precedidas, en primer lugar, de la oración angustiosa del apóstol, para que tengamos el conocimiento y el gozo, en común, de este amor (3:14-21).

«Yo, pues preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que sois llamados; con toda humildad y mansedumbre, con paciencia soportando los unos a los otros en amor» (4:1-2). Los miembros de nuestro cuerpo ofrecen un ejemplo sorprendente de esta verdad. Cada cual en su lugar concurre al bien común; así el ojo, el órgano más noble, deja a la mano sus funciones y aún más, esta le es de ayuda. ¿sería posible que se negara a ver lo que la mano debe tomar, que el pie se negara a seguir por el camino que el ojo entrevé y la mano a llevar los alimentos a la boca o el oído a advertir de un peligro que amenaza? No, los miembros naturales se advierten y se ayudan y se soportan unos a otros porque el cuerpo es uno. Todas las exhortaciones contenidas en el capítulo 4 se aplican al funcionamiento del cuerpo. Ningún miembro se eleva por encima de los demás. Si el pie da un paso en falso, la cabeza no usa de severidad, sino de dulzura. Si la mano es inhábil, el cerebro la soporta hasta que ella logra la soltura precisa para desempeñar su labor (4:1; 1 Cor. 12; Rom. 12).

Si realizamos la unidad del Cuerpo de Cristo, y nada puede ser tan odioso de proclamarla como verdad sin sentir la necesidad de realizarla prácticamente, la mostraremos en nuestras relaciones mutuas. Es lo que el apóstol desarrolla en Romanos 12 y en Efesios 4.

Cuando se trata del Cristo del cual formamos parte, debemos confesar con humillación que realizamos bien pobremente este principio: «Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que sois llamados, con humildad y mansedumbre, con toda paciencia soportando los unos a los otros en amor». ¡Cuán poca humildad y mansedumbre, cuán poco amor se ve entre nosotros! ¿No viene esto acaso de que hemos venido a ser más o menos indiferentes a esta verdad de la cual deben depender todas nuestras relaciones fraternales? Desde el momento en que comprendemos realmente cuál es nuestro respectivo lugar en el Cuerpo de Cristo, todos los caracteres de nuestras relaciones mutuas serán, necesariamente, conformados a este conocimiento. Estas cosas son abstractas y difíciles de apropiar, diréis. No lo son en manera alguna, pero es de toda importancia comprender que no puede haber una vida de relaciones conforme al pensamiento de Dios, allí donde se ignora la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, este conjunto que Dios ha formado aquí en la tierra.

«Solícito a guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (4:3). La unidad del Espíritu es la realización práctica de la unidad del Cuerpo. No hemos de aplicarnos a guardar la unidad del cuerpo, pues ella existe, pero si a realizarla prácticamente por la unidad del Espíritu, pues, así como hay un solo cuerpo, hay un solo Espíritu (3:4). Notad que, como miembro del Cuerpo de Cristo, no debo de ninguna manera separarme de corazón de aquél que no tiene ninguna idea de esta unidad. Es suficiente que yo la conozca para poder realizar por el Espíritu, aún con el creyente más ignorante, que los dos pertenecemos al mismo Cuerpo. Cultivaré la comunión con él en el Señor y me aplicaré en hallar en qué podemos realizarla; buscaré por el vínculo de la paz, el guardar la unidad del Espíritu que nos une y en la cual podemos edificarnos y regocijarnos juntos. Guardando la unidad del Espíritu seré guardado de todo espíritu sectario. Porque conociendo la unidad del cuerpo, realizaré aún con los que la ignoran, las relaciones que se desprenden de esta.

10 - La evangelización en relación con la unidad del Cuerpo

En este mundo hay un cuerpo de Cristo. Los dones son los medios para conducirlo a la perfección, al estado de hombre hecho (varón perfecto), a la medida de la plenitud de Cristo y de hacernos llegar, o conducirnos, a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios (4:13).

Surge aquí un nuevo peligro. Examinando lo que sucede en la cristiandad, hallamos al lado del indomable esfuerzo desplegado por el enemigo para destruir, esfuerzo conducente a la apostasía, que inclinará a la cristiandad a negar al Padre y al Hijo, hallamos, decimos de nuevo, una poderosa acción del Espíritu de Dios para conducir las almas al conocimiento de Cristo por el Evangelio. Atravesamos un tiempo de actividad espiritual más desarrollado que en cualquier otra época.

En todos los países, el Espíritu de Dios obra poderosamente por el Evangelio; su acción no es confiada especialmente a los que conocen las verdades que hemos expuesto. Bien lejos de ello. Si hubiésemos sido fieles, habríamos sido agentes mucho más activos; el Señor nos habría abierto ampliamente las puertas para anunciar la salvación, pero llevamos las consecuencias de nuestra infidelidad, y Dios opera poderosamente por toda suerte de agentes.

De todas maneras, el testimonio que Dios nos ha confiado, ha tenido este resultado que no existía anteriormente, y es que muchos creyentes que no andan con nosotros, dejando de lado todo carácter eclesiástico, bajo la libre dirección del Espíritu anuncian el Evangelio al mundo. Sin embargo, estos creyentes ignoran, después de todo, la verdadera separación del mundo, y el enemigo se sirve como de toda otra cosa, para quebrantar nuestro testimonio y conducirnos a imitarles.

En su deseo sincero de ganar almas, usan de medios utilizados por el mundo, organizaciones humanas, anuncios en los periódicos, rótulos etc. Si abandonando el terreno de separación sobre el cual Dios nos ha situado, damos la mano a estos cristianos en vista de una acción común, ¿que resultará? Renegaremos de lo que debe distinguirnos en la predicación del Evangelio. La finalidad de ellos es conducir las almas a Cristo y yo doy gracias a Dios y oro con instancia para que este servicio y las almas a quienes se dirige sean bendecidas. Pero lo que Dios nos ha confiado va más lejos; hemos de realizar lo que es la Asamblea, y por consiguiente no limitaremos el Evangelio al perdón de los pecados y a la justificación por la fe; precisamos de algo más. Lo hallamos en los versículos 10 y siguientes del capítulo 4. «El que descendió, es el mismo que también subió sobre todos los cielos para cumplir todas las cosas; y el mismo dio unos, ciertamente apóstoles; y otros profetas; y otros evangelistas; y otros, pastores y doctores; para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo». Así, pues, el evangelista no está separado del profeta, del pastor ni del doctor, en la obra que les es confiada en vista de la perfección de los santos: la edificación del Cuerpo de Cristo. El evangelista ocupa aquí un lugar de mucha preeminencia, pues sin él la asamblea no podría formarse, ni aumentarse, pero lo que los hermanos de los cuales hablo no comprenden es que, si Dios nos ha llamado a ser instrumentos de salvación para los demás, es para la edificación del Cuerpo de Cristo. Entre tanto, el Evangelista que no ha conducido un alma convertida a comprender que toma su lugar en el Cuerpo de Cristo, no ha cumplido plenamente su misión. Es esto precisamente lo que debe distinguirse en la evangelización. Para nosotros tiene un alcance más vasto y no deberíamos olvidarlo jamás. Desde el momento en que la evangelización se halla entre las manos de obreros libres, pertenecientes a las diversas sectas de la cristiandad, donde los pastores que se asocian a ellos, renegando momentáneamente su carácter eclesiástico, estos obreros, en los cuales reconocemos grandemente su celo y consagración, dicen a las almas que aceptan la salvación: Quedaros en donde os halláis, en vuestras iglesias; no pensamos en manera alguna haceros salir; ya conocéis a Cristo y esto es todo lo que se precisa. Nosotros en cambio podemos decir: Gracias a Dios un testimonio es dado al mundo: la grande verdad escondida hasta aquí en los consejos de Dios y cuya administración fue confiada a Pablo, es que, en virtud del don del Espíritu Santo, hay en este mundo un solo Cuerpo de Cristo, una habitación de Dios por el Espíritu, y este es (no otra parte cualquiera), el lugar de todos los redimidos. Tal verdad, recibida en el alma, le hace salir de todos los sistemas religiosos humanos, fruto de la ruina en la que toda alma fiel gime.

11 - El Cuerpo edificándose a sí mismo

En el capítulo 4, a partir del versículo 15 hallamos, después de los dones destinados a la edificación del Cuerpo de Cristo (v. 9-13), que este se edifica a sí mismo, infundiendo la Cabeza la energía espiritual que produce su desarrollo. «… La cabeza, a saber, Cristo; del cual todo el cuerpo compuesto y bien ligado entre sí por todas las junturas de su alimento, que recibe según la operación, cada miembro conforme a su medida toma aumento de cuerpo edificándose en amor»; ¿no es acaso así en nuestro cuerpo natural? La cabeza constituye el centro nervioso que acciona todos los miembros por medio de órganos diversos, nervios, músculos etc. que los ligan.

Grande verdad y de la más alta importancia práctica para nosotros. Cada miembro tiene una función en el cuerpo para edificación en amor (v. 16). ¿Ha comprendido cada uno de nosotros, que su lugar en el Cuerpo y su relación con la Cabeza, le obligan a trabajar de manera a que este Cuerpo funcione y crezca de una manera normal? Si formamos parte del Cuerpo de Cristo, de la Asamblea de Dios ¿podremos permanecer inactivos y limitarnos a dejar el bien y la edificación a los demás? Miles de cristianos no tienen idea de que todos sin excepción, somos miembros activos del Cuerpo de Cristo, y que esta energía espiritual que la Cabeza dispensa a cada parte del cuerpo llamada «juntura de su alimento» tiene por finalidad el funcionamiento normal del conjunto. No hay en todo el Cuerpo ni un miembro inútil, aunque sea el más insignificante, y si este no actúa, todo el cuerpo se resiente. Toda alma, sea hermano o hermana, que no se da cuenta del trabajo que Dios le asignó, para realizarlo, obstaculiza la acción del conjunto. La verdad de la unidad del Cuerpo, tiene pues, bajo todos los aspectos, consecuencias prácticas inmensas. Cada uno de nosotros debe darse cuenta del lugar que le ha sido asignado en el Cuerpo, y debemos permanecer, sin fingida humildad, con oración y completa dependencia hacia Él. Y además debemos procurar con interés los dones espirituales. Si esto fuese así, ¡qué actividad veríamos desplegarse! ¿Hallaríamos en las asambleas de los santos y en la vida diaria, esta pereza espiritual que es un hecho general? Podemos darnos cuenta de lo que es la solidaridad cuando se trata del Cuerpo de Cristo. La ignorancia de la unidad del Cuerpo ha hecho perder a la mayoría de los cristianos todo sentimiento de esta solidaridad. Precisamos volver a estas verdades primeras y capitales que Dios nos ha confiado, pues ellas han perdido para nuestra alma el interés que deberían tener. ¡Cuán doloroso de constatar es esto; esta negligencia resiente todo el curso de nuestra vida práctica!

12 - La vocación de Dios y sus dos caracteres

(Cap. 4:17 al 5:21) Consideremos ahora que cosa es, la vocación de Dios. En el capítulo 1, hallamos en primer lugar el lado individual de la vocación, por lo cual el apóstol pide a Dios para que los Efesios tengan «alumbrados los ojos del entendimiento para que sepan cuál sea la esperanza de su vocación» (1:18). Aquí la vocación se refiere al carácter que Dios ha querido darnos en su presencia para siempre: «Santos sin mancha delante de él en amor» (1:4). Está escrito: «la esperanza de su vocación», porque como hemos visto, el consejo de Dios no ha tenido aún pleno cumplimiento. La esperanza de su vocación es de estar en persona, en la gloria, ante Dios, cosa que en Cristo es una realidad en el presente.

En el capítulo 4, versículo 1, somos exhortados a «andar como es digno de la vocación con que somos llamados». Es el lado colectivo de su vocación (o llamamiento). Somos llamados a ser un solo pueblo de Dios, un solo edificio, un solo Cuerpo, en una palabra, somos llamados a una posición colectiva en la cual estamos unidos íntimamente con la Cabeza glorificada. El cuerpo siempre está considerado como un todo, existiendo aquí en la tierra en un momento determinado, aunque el templo no esté acabado y no estemos todavía sentados en la gloria con Cristo.

Cristo en la gloria, son reunidos, pero no conjugados, a partir del capítulo 4:17 al 5:21.

En este pasaje, somos exhortados a andar de una manera digna de nuestra vocación. A estas verdades, el capítulo 5 añade que poseemos la vida, el Espíritu y la naturaleza de Dios. Somos hechos luz en el Señor porque él es luz, podemos andar en el amor porque Dios es amor; y él nos ha hecho don del mismo amor, de su propia naturaleza (v. 8 y v. 2).

Hallamos, de una manera más particular, las exhortaciones relativas a nuestra vocación colectiva en los versículos 25 al 32 del capítulo 4. La epístola a los Colosenses (Col. 3:15), nos presenta las mismas exhortaciones, basadas sobre este llamamiento: «Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la cual asimismo sois llamados en un cuerpo; y sed agradecidos». Somos llamados a cultivar en un solo cuerpo las relaciones habituales de la vida, así es que no debemos hacer como el mundo en el que la mayoría de las relaciones se basan en la mentira: «Por lo cual dejada la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros» (4:25). Nuestras relaciones, si tenemos la inteligencia de la vocación de Dios, serán según la verdad, porque se basan en Cristo y sobre la unión íntima de los miembros de su Cuerpo. No podemos hurtar, el Señor no hurta; ni tampoco pronunciar palabras deshonestas, pues el Señor no las pronuncia. Hallamos aún en el versículo 32: «Antes sed los unos con los otros benignos, misericordiosos, perdonándoos los unos a los otros, como también Dios os perdonó en Cristo». Siendo objeto del perdón de Dios, ¿es posible que un miembro del Cuerpo no perdone a otro? Tal miembro puede haber cometido una falta real contra otro, hablémosle francamente, pero sin resentimiento en nuestros corazones; no perdonemos a medias sino hagámoslo como Dios lo hizo en Cristo, de una manera absoluta y basada en el hecho de que estamos unidos por un solo Espíritu para ser miembros de un solo Cuerpo. Todos faltamos vergonzosamente en realizar nuestra vocación y es por lo que insistimos sobre este punto. Si no mantenemos esta verdad profunda, la unidad del Cuerpo de Cristo, pecaremos gravemente en nuestras relaciones mutuas y deshonraremos el testimonio de Dios a los ojos del mundo. En el capítulo 5:21, leemos aún: «Sujetaos los unos a los otros en el temor de Dios». Notad bien cuanta influencia tiene la unidad del Cuerpo, en esta epístola, sobre nuestras relaciones como formando un conjunto. Seríamos solamente dos a comprender la unidad del Cuerpo, y deberíamos someternos el uno al otro y exhortarnos el uno al otro, etc.

En la segunda parte del capítulo 4, versículos 17-32, vemos por lo demás lo que se desprende de nuestra vocación individual. Tenemos la naturaleza de Dios, hemos terminado con el viejo hombre, porque de hecho la verdad está en Jesús (v. 21). Hay quién a menudo se imagina que debemos desnudar el viejo hombre y revestirlo del nuevo, pero no es así. Lo que debemos desnudar son sus hechos (Col. 3:5-8), por la razón de que el viejo hombre ya es desnudado y el nuevo revestido (Efe. 4:22-23; Col. 3:9-10). Poseemos una nueva naturaleza que nos pone en estado de representar el carácter divino ante el mundo. Por otro parte «la renovación del espíritu en vuestra mente» (v. 23), no ha tenido cumplimiento de una vez para siempre, sino que es un hecho continuo. Como individuos, somos criaturas nuevas según el pensamiento de Dios revelado en Cristo. Y como tales, ¿cuál será nuestra conducta? No andaremos ya como los gentiles, según el viejo hombre (cap. 4:25, etc.).

En el capítulo 5, versículos 1-2, leemos: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados: y andad en amor, como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor suave». Debemos andar como Cristo y según la naturaleza que poseemos, es decir, en amor. El gran secreto de nuestras relaciones en la vida cotidiana, es el amor. Donde hay amor nada falta, y las entrañas de los santos son refrigeradas como escribía Pablo a Filemón (Fil. 7). Cuando andamos en el amor, aportamos el perfume de Cristo en nuestras mutuas relaciones. Cristo nos es dado como modelo y hemos de imitarlo en el sacrificio de nosotros mismos en favor a los demás. Hallamos aquí, como dijo un hermano, un amor que sube y otro que desciende; el primero, subiendo de nosotros a Cristo, tiene tanto más precio a causa del valor de la persona amada; el segundo descendiendo de Cristo a nosotros y tiene también tanto más valor a causa de aquellos que son los beneficiarios. El amor de Cristo tiene estos dos caracteres: Se ha librado por nosotros: es el amor descendiendo; se ha dado en ofrenda y sacrificio a Dios en olor de suavidad: es el amor ascendido que tiene a Dios por objeto. Nosotros podemos mostrar el amor hacia todos los miserables en este mundo, y podemos mostrarlo igualmente teniendo a Cristo por único objeto de nuestros corazones. Dios es amor; nunca fue dicho que nosotros seamos amor. Dios se reserva su carácter esencial, pero nosotros debemos andar en el amor. Dios es luz; nosotros somos luz en el Señor; debemos, pues, andar en este mundo como hijos de luz (v. 7-13). La luz está representada, en este versículo, como un arma contra el mal: «echemos, pues las tinieblas, y vistámonos las armas de luz» (Rom. 13:12). Ciertos almacenes de joyería, en las grandes ciudades, quedan iluminados toda la noche, como garantía contra los ladrones. Los comerciantes se sirven así de la luz como arma contra las obras de las tinieblas. Lo mismo es para nosotros. Si manifestamos la luz en este mundo, no sucumbiremos al poder de las tinieblas. «No participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas» (v. 11); es decir, mostrad el verdadero carácter de ellas. La luz manifiesta el carácter de las tinieblas, y todo lo que no es de ella es del enemigo. Dios ha hecho de nosotros luces celestes (luminares) en este mundo según Filipenses 2:15, como astros descendidos del cielo sobre la tierra, pues nuestro origen es de lo Alto. Enviados como portalámparas ¿consentiremos mezclar las cosas dando una mano a la luz y otra a las tinieblas? «Despiértate tu que duermes y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo» (v. 14). Comprenderíamos la aplicación de este pasaje de Isaías 60:1, a los corintios, o a los gálatas, pero uno puede preguntarse porque este «despiértate» se dirige precisamente a los efesios que realizaban su posición celeste. Es porque Dios conoce el corazón natural del hombre, este corazón que se duerme, porque el viejo hombre está en él. Las vírgenes han salido con un celo remarcable a recibir al Esposo, pero hallando la espera larga encuentran un lugar cualquiera para dormir. Tal es nuestra tendencia. Cuando Dios suscita un testimonio, ¡qué lozanía en un principio, qué vigor espiritual! Al comienzo, en su origen, todos los cristianos con los ojos atentos esperaban al Señor. Poco tiempo después esta espera es olvidada, dejada de lado; se durmieron. Además, la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo queda olvidada, se manifiestan disensiones; Dios nos castiga, entonces despertamos por un momento, una renovación de vida se manifiesta, después nos dormimos nuevamente. Tenemos necesidad de este continuo «despiértate» cuyo efecto, desgraciadamente, no dura mucho.

«Despierta tú que duermes» ¡Consecuencia bendita de ese despertar!, «el Cristo –no la luz– te alumbrará». Si despertamos, aprenderemos a conocer a esta persona bendita de una manera nueva. Vendrá a ser nuestro sol. ¡Cristo resplandecerá en nosotros!

13 - La Esposa de Cristo y las relaciones mutuas

Las relaciones de Cristo con la Esposa, en los versículos 22 y siguientes del capítulo 5 (forma de una nueva y más íntima unidad, como «miembros de su Cuerpo» (v. 30), porque estas relaciones están basadas sobre una relación de amor con Cristo), dan lugar a toda una serie de consecuencias prácticas en nuestra marcha, cuando se trata de nuestras relaciones naturales (5:22-23). No podemos realizar nuestras relaciones de familia, marido y mujer, padres e hijos, amos y criados, de una manera según Dios, sino cuando conocemos la relación en la cual estamos en Cristo. Es imposible de realizar el matrimonio cristiano, si no conocemos nuestra unión con Cristo, como siendo su Esposa.

Este término, la Esposa de Cristo, supone evidentemente una relación de conjunto. Desde el momento en que los hijos de Dios la desconocen, las relaciones naturales de familia establecidas por Dios pierden su valor y su poder y muestran su propio carácter en lugar del de Cristo. Esta relación de la Esposa con Cristo que tenemos en común todos los creyentes, debe tener una influencia preponderante en nuestra vida cristiana. Es por el corazón unido a Cristo que entramos en esta relación; estamos penetrados de su amor y lo extenderemos en el dominio de nuestras relaciones naturales.

14 - La esposa y la espera colectiva del Señor

Tal como en Efesios 5:22-23, hallamos en Apocalipsis 22:16-17, este último carácter de la unidad; no ya bajo la figura del Cuerpo, sino bajo la de la Esposa. En este pasaje, el Señor se presenta a la Iglesia, como su Esposa. Es la raíz de David, el verdadero Isaac; es la posteridad de David, el verdadero Salomón. Es hombre, pero se presenta también como Dios: Es la «Estrella del Alba», el astro que no alumbra nada sobre la tierra, pero que ilumina el cielo cuando aparece. Es a la vez el Hombre perfecto y la Estrella divina que va a levantarse para nosotros en el horizonte.

Notemos el valor de este pasaje: «El Espíritu y la esposa dicen: Ven». Es el conjunto de los que le pertenecen que habla así. Es una espera colectiva, y la esposa no puede expresar su manera si no por el Espíritu.

Miles de hijos de Dios no se ocupan en absoluto de esta reunión del conjunto, pero los que conocen esta verdad deben exprimir por el Espíritu ese grito de llamada. La esposa conoce al Esposo, pues ha ganado con su amor su corazón y sus afectos. Si nuestros corazones no están ante Él, es que no realizamos esta espera en el poder de nuestra relación. como Asamblea con el divino Esposo de la Iglesia.

Una gran parte de nuestra debilidad en la espera de la venida del Señor viene de la falta de gozo de nuestras relaciones con Él. La intensidad del deseo, unido al conocimiento del lazo que hace de nosotros un todo, produce una espera real.

15 - La espera individual del Señor

Pero el Espíritu añade: «El que oye diga: Ven». Es el individuo; cada creyente es pues llamado también a esperarlo individualmente. Esto supone un estado inferior de conocimiento, pero a los que no comprenden la relación de la Esposa con el Esposo, les es dicho: «El que oye diga: Ven». Teniendo en cuenta nuestra ignorancia, el Señor pulsa la cuerda de nuestra espera individual. Que cada uno de nosotros diga: ¡Ven! Confesemos con humillación la ignorancia de nuestras relaciones, pero no nos desanimemos de esperar individualmente al Señor.

16 - Otra vez la Esposa y las relaciones naturales

16.1 - El temor

En la Epístola a los Efesios (5:22), las relaciones de Cristo con la Esposa quedan establecidas en primer lugar y el Espíritu nos lleva por las mismas a considerar el carácter de nuestras relaciones naturales. Está escrito: «Las casadas estén sujetas a sus propios maridos como al Señor». Esto es de toda importancia. Hemos de reconocer al Esposo como nuestro Señor y este pensamiento implica el temor. «Y la mujer reverencie a su marido» (v. 33). El marido muestra el amor a su mujer, la mujer la sumisión y la reverencia al marido. Esto nos falta a menudo, nos damos muy poca cuenta de los derechos que Cristo ha adquirido sobre nosotros. Éramos esclavos de Satán, mas Cristo nos ha liberado, nos ha adquirido para Él y ahora somos sus siervos. En lo sucesivo pertenecemos a Aquél que todo lo pagó para adquirirnos; reconocemos sus derechos y le tenemos un temor reverente. El temor se halla asociado pues, al amor. Temer al Señor, no es el miedo, es reconocer los derechos absolutos que tiene sobre nosotros, así como la dignidad soberana de Aquél que nos ha adquirido. «Como los ojos de los siervos miran a la mano de los señores, y como los ojos de la sierva a la mano de su señora» (Sal. 123), así nuestros ojos miran al Señor en quien tenemos confianza y quién todo puede darnos. Miramos a Él, porque dependemos enteramente de Él, nosotros, que no tenemos derecho a nada. Pero el deseo de complacerle y servirle según su voluntad, no puede separarse del temor. Reconocer el señorío de Cristo es uno de los grandes secretos de nuestra vida cristiana. Es poner de lado nuestra propia voluntad para no obedecer otra que la del Señor.

Mas ¡ay!, ¿no vemos a menudo todo lo contrario? ¿No vemos a los cristianos escoger cada cual su propio camino, su iglesia, sus relaciones mundanas, según su propia apreciación del bien y del mal? Cada cual se deja conducir por su consciencia, se nos dice, cuando solamente Cristo tiene derechos adquiridos sobre nosotros y debiera ser nuestro único conductor. Si apreciamos nuestras relaciones con el Señor y su autoridad, evitaremos los peligros de nuestra marcha. «La Iglesia está sumisa a Cristo» (v. 24). En el momento que su voluntad se hace conocer, no hay que discutirla, sino cumplirla, aunque no la comprendamos siempre.

16.2 - El amor

¡Cuán precioso es conocer el amor en la relación de Cristo con la Asamblea! Será lo que caracterice la relación entre el marido y su mujer. Que Dios nos conceda sondear nuestras relaciones con Cristo. El Señor se ocupa de nosotros en amor, para purificarnos: es lo que hace ahora: «Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, limpiándola en el lavado del agua por la palabra» (v. 25). ¡Cuánto hemos de humillarnos al oponer por nuestra propia voluntad, un obstáculo a esta santificación y a esta purificación en nuestra marcha!

Pero el Señor se ocupa de cada uno de nosotros en particular, y en este pasaje por el conjunto. Cristo ejerce en amor una obra de purificación por su Iglesia, y esta obra no se terminará sino cuando «se la presentará gloriosa para sí, una Iglesia que no tenga mancha ni arruga ni cosa semejante» (v. 27).

¡Cuántos defectos, manchas y arrugas mostramos ¿verdad?! Pero el Señor se ocupa de nosotros, y todas nuestras miserias habrán desaparecido cuando nos introducirá, todos juntos, en la gloria. Sus consejos hacia su Esposa tendrán pleno cumplimiento, así como los consejos de Dios para la unidad de su familia, de su templo y del Cuerpo de Cristo.

Cristo nos ha confiado una responsabilidad. Todos hemos faltado; es un tema de profunda humillación; pero Él no dejará de cumplir sus propósitos en relación con nosotros.