El libro del profeta Hageo


person Autor: Frank Binford HOLE 119

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


1 - Introducción

Al considerar los capítulos 4 y 5 del libro de Esdras, vemos cómo los adversarios de Dios y del remanente que volvió a Jerusalén bajo la dirección de Zorobabel y de Jesúa, que habían comenzado a reconstruir el templo, consiguieron interrumpir la obra. También vemos cómo Dios levantó dos profetas, Hageo y Zacarías, gracias al ministerio de los cuales la obra fue reiniciada.

La profecía de Hageo está cuidadosamente datada. Se divide en cuatro partes, todas pronunciadas en el segundo año de Darío. La primera fue en el primer día del sexto mes (1:1), la segunda el día veintiuno del séptimo mes (2:1), la tercera el día veinticuatro del noveno mes (2:10) y la última, aunque distinta de la precedente, el mismo día (2:20). En primer lugar, notemos que Dios siempre reconoce la validez de sus propias acciones de gobierno. Había puesto a Israel de lado como nación, y había comenzado «los tiempos de los gentiles»; por tal motivo las fechas se dan en relación con la nación que en ese momento estaba en el poder, y no en relación con el pueblo judío.

Este detalle debe tener un significado para nosotros. Vivimos en los últimos tiempos de la triste historia de la Iglesia, como cuerpo profesante en la tierra, sujeto al santo gobierno de Dios. Podemos hacernos una idea de este gobierno si consideramos los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis, en los cuales el Señor, como Juez, examina sucesivamente las siete iglesias. Ahí, habla de quitar el candelero del testimonio, o de «pelear contra» los malos. Y si bien hay alguna que otra breve expresión de aprobación, solo habla de «poca fuerza» y de un mínimo de fidelidad.

Haríamos bien en recordar esto, con mucha humildad. Los vencedores, en las siete iglesias, no están exentos de los penosos resultados del gobierno de Dios; pero deben vencer en las circunstancias de ese momento. El apóstol Pedro escribe: «Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios» (1 Pe. 4:17). Desde entonces han transcurrido una veintena de siglos, un hecho que guarda relación con nuestra dolorosa debilidad de hoy en día.

Dios levantó al profeta Hageo a causa de la gran debilidad que caracterizaba al remanente que había vuelto a Jerusalén. Un nuevo rey de Persia, Artajerjes, había sellado un edicto contrario al de Ciro, y ellos dejaron de trabajar en la casa de Dios y, sin demasiada preocupación, y a la vista de todos, se pusieron a construir sus propias casas muy bien decoradas y cómodas. Por esto, el profeta comienza dirigiéndoles una palabra de reproche.

1 - Capítulo 1

El pueblo había adoptado una actitud fatalista, diciendo: «No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada»; y se habían puesto a construir para sí mismos. Hace un tiempo atrás, escuchamos a cristianos decir, a pesar de las palabras del Señor en Hechos 1:8, que el tiempo de evangelizar «hasta lo último de la tierra» no había llegado, y se pusieron a desarrollar lo que consideraban como sus propios asuntos espirituales. No había nada de malo en que estos judíos construyesen sus propias casas, pero lo que estaba mal, era el hecho de concentrarse en ello, dejando de lado la devastada casa de Dios. Por esa razón Dios mandó la sequía y empobreció sus cosechas.

No hay nada de malo en que nosotros hoy nos preocupemos por nuestro propio estado espiritual. Al contrario, somos exhortados a «edificarnos sobre nuestra santísima fe» (Judas 20), pero, como lo muestran los versículos siguientes, debe ser el fruto del amor de Dios, que se expresa en compasión hacia «algunos» y salvando a «otros» con temor (v. 22-23). No nos concentremos en nosotros mismos, descuidando la obra y los intereses de Dios hoy. Esta palabra de nuestro Señor aún es válida: «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mat. 6:33).

¿Qué es de nosotros hoy en día? ¿Merecemos los reproches de descuidar los intereses de Dios a favor de los nuestros? ¡Tememos que a menudo pase esto! Aceptemos, pues, este reproche, en la humildad de espíritu que conviene.

Es lo que hicieron Zorobabel, Jesúa y el pueblo, antes de poner manos a la obra obedeciendo la palabra de Dios. Hageo, para ellos, era el enviado de Dios, quien llevaba el mensaje de Dios asegurándoles que Él mismo estaba con ellos en la continuación del trabajo. Tanto agradó esto a Dios, que el mismo día que se pusieron a trabajar fue registrado en el último versículo del capítulo: ¡exactamente veintitrés días después que se les había dirigido la palabra de reprensión!

El apóstol escribe: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom. 8:31), y esto, aunque fue anunciado en tiempos del Nuevo Testamento, era igual de cierto en tiempos pasados. El pueblo no tardó en descubrir que las dificultades desaparecían cuando Dios estaba con ellos, como nos lo muestra el libro de Esdras. Sus adversarios reaccionaron enérgicamente cuando el trabajo recomenzó, y llevaron el hecho ante el rey. Pero sobre el trono de Persia estaba otro rey, quien invalidó el decreto de Artajerjes y puso en vigor el decreto original de Ciro, por orden del cual el remanente volvió a Jerusalén. De modo que, una vez más, la palabra de Dios era obedecida, y la obediencia es siempre el camino para la bendición.

2 - Capítulo 2

2.1 - Versículos 1-9

Alrededor de cuatro semanas más tarde vino otro mensaje de Dios, por boca del profeta Hageo. Esta vez, era una palabra de aliento. Se dirigía especialmente a las personas mayores que podían recordar el esplendor del templo de Salomón, y, en consecuencia, pensar cuán inferior sería cualquier otro templo que pudieran construir. El ánimo que se les infundió tenía un alcance doble: por una parte, para el tiempo presente, y por otra para el futuro. Pero notemos en primer lugar en qué este pasaje nos concierne a nosotros mismos hoy en día. En la historia de la iglesia profesante, hubo cierto redescubrimiento de la verdad y, de alguna manera, una vuelta a la simplicidad de las cosas, tal como Dios las había ordenado inicialmente por su Espíritu, lo que es análogo al retorno del remanente de Israel al lugar donde Dios había puesto su Nombre, y donde había tenido su casa desde mucho tiempo antes.

Los cristianos piadosos que participaron en este restablecimiento de la verdad seguramente vieron que todo esto era muy inferior en gloria a lo que pudo verse el día de Pentecostés, cuando tres mil personas se convirtieron y «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42). ¡Cuán deseable sería que hoy fuésemos conscientes de la pequeñez y debilidad de todo lo que está entre nuestras manos, en comparación con la grandeza de lo que fue instituido por Dios en el principio!

Y si este hecho nos impresiona y nos lleva a desanimarnos un poco por este contraste, podemos confortarnos descubriendo cuán admirablemente se aplica la palabra pronunciada por Hageo a nuestra condición actual.

El aliento para el tiempo presente se encuentra en los versículos 4 y 5. Dios no solo prometió su presencia: «Yo estoy con vosotros», sino que también añadió: «Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis» (Hag. 2:5). Él les recordaba su promesa inmutable de dirigirlos en su camino. Había dado esta promesa al principio de su relación con ellos, y la ayuda y el poder de su Espíritu permanecían siempre en medio de ellos. Si nos preguntan cuáles son los recursos que aún están a disposición de los creyentes hoy en día, podemos responder que siempre tenemos la auténtica Palabra de Dios, que permanece «desde el principio», como tan a menudo nos lo recuerda el apóstol Juan en sus epístolas. Por otro lado, tenemos al Espíritu Santo que fue enviado el día de Pentecostés, y que permanece siempre en los creyentes. Si no está contristado, su poder siempre está a nuestra disposición. Así, tampoco hemos de temer, aunque nuestros enemigos sean numerosos y las dificultades siempre estén presentes.

En lo que concierne al futuro, también había una palabra de aliento, aunque haya sido anunciado un tiempo de juicio. La tierra sobre la cual vive el hombre, así como los cielos que la envuelven, temblarán, como también las naciones que pueblan la tierra. Su propia inestabilidad, y la de todo lo que los rodeaba, era motivo de temor para los judíos de ese tiempo. Y esto nos concierne directamente pues, al final del capítulo 12 de la Epístola a los Hebreos, estas palabras de Hageo: «Aún una vez», son citadas haciendo referencia al final de los tiempos y a una destrucción definitiva de todas las cosas «movibles».

Y cuando esta gran tribulación tenga lugar, «vendrá el Deseado de todas las naciones» (Hag. 2:7), y la casa de Dios será llena de gloria. No se puede decir que Cristo personalmente sea «el Deseado de todas las naciones», puesto que, cuando aparezca en gloria y «todo ojo le verá... todos los linajes de la tierra harán lamentación por él» (Apoc. 1:7). Sin embargo, las naciones siempre han suspirado por una paz, una abundancia, una prosperidad, una tranquilidad y una estabilidad perdurables, como se predice en Isaías 32:15-18. Estas cosas tan deseables se realizarán, por el bien de los hombres, solo cuando el Señor Jesús vuelva. Por eso pensamos que esta palabra profética se aplica bien a la aparición de Cristo. Cuando él venga, traerá estas bendiciones a los hombres y la gloria a la casa de Dios.

Leemos en el versículo 9: «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera». La casa de Dios en Jerusalén es considerada como si siempre fuese la misma, aunque haya sido destruida y reconstruida varias veces. Por tanto, la gloria de esta casa en su última forma será más radiante que la de la casa que Salomón había construido, cuando una gloria visible la llenaba, de tal manera que los sacerdotes no podían entrar. Ezequiel contempló esta gloria final en una visión (cap. 43). Podemos agradecer a Dios de que será lo mismo respecto a la Iglesia. Su estado final, cuando se haya revestido de la gloria de Cristo, sobrepasará todo lo que la caracterizó al principio.

Hageo presenta otro motivo de ánimo: «Daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos» (v. 9). Podemos decir que ninguna ciudad ha tenido una historia tan tempestuosa ni ha conocido tantos asedios como Jerusalén. Aún hoy, Jerusalén sigue siendo la causa de enfrentamientos entre las naciones, y es justamente lo que habrá de ser en el futuro, como lo declara Zacarías 14:2. Sin embargo, ella será el lugar donde, a fin de cuentas, morará la paz.

No obstante, notemos cuidadosamente que esta bendición, gloria y paz que deben seguir a la gran tribulación aquí predicha, no serán el resultado de un esfuerzo humano, ni el fruto de la fidelidad humana. Dios mismo declara que será el fruto de su soberana bondad. El remanente que regresó a Jerusalén había prestado atención al reproche y a la exhortación, y se había dirigido en la dirección correcta. ¿Qué mayor aliento podían recibir, mientras eran aún conscientes de su debilidad, que escuchar a Dios decirles lo que pensaba hacer al final?

Es lo mismo para nosotros hoy. Estamos en debilidad, y bienaventurados somos si la sentimos realmente. Pero, si nuestros corazones están dispuestos, contribuyendo a la obra de la gracia de Dios hoy, hallaremos mucho ánimo y gozo al considerar los pasajes del Nuevo Testamento que nos hablan de la gloria futura de la Iglesia asociada con Cristo, según los propósitos soberanos de Dios. Esperamos, como nos lo dice Judas en su epístola, «la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna» (v. 21). Alcanzaremos la gloria, no como fruto de nuestro mérito, sino como fruto de su misericordia.

2.2 - Versículos 10-19

Un poco más de dos meses transcurrieron, y Dios vio que el pueblo, ahora enteramente dedicado a la obra de Dios, necesitaba otro mensaje, pero esta vez, una palabra de advertencia. Esta se dirigía más particularmente a los sacerdotes, aunque concernía al trabajo del pueblo entero. Dos cuestiones se suscitan: la primera en el versículo 12, y la contraria en el 13. Los sacerdotes debían admitir que la impureza y las manchas son contagiosas y se transmiten, mientras que la santidad y la pureza no se comunican. He aquí una cosa muy importante desde el punto de vista espiritual.

Este principio encuentra su ilustración en la misma naturaleza. Todo el mundo sabe que, si se pone una manzana podrida en un cajón de manzanas sanas, la contaminación no tardará en extenderse a todo el resto; pero ¡nadie se imaginaría que las manzanas podridas se sanarán por la acción de algunas buenas manzanas puestas entre ellas! En el servicio del templo, este principio debía ser respetado, y, como en todas las prácticas exteriores prescritas por la ley, aquí hay una enseñanza moral y espiritual para nosotros. Centremos bien nuestra atención en ella, pues siempre estamos expuestos a todo tipo de contaminación, ya sea del interior o del exterior: de la carne dentro de nosotros o del mundo de fuera.

La aplicación que Hageo debía hacer de estos principios tenía por objeto escudriñar y humillar el corazón del pueblo. Al haber participado activamente en el trabajo de reconstrucción de la casa de Dios, podría haber habido una tendencia a satisfacerse de sí mismos, como si todo se hubiese cumplido a la perfección. El profeta les dice claramente que no era así, sino que su mejor obra estaba manchada de imperfección e impureza. ¡Lección humillante para ellos, y para nosotros también! Si hoy se concediese por gracia a los creyentes algún pequeño despertar, ¡qué pronta estaría la carne, con sus impurezas, a introducirse con habilidad! Corremos el riesgo de parecernos rápidamente a los primeros cristianos de Galacia quienes, ¡tras haber comenzado «por el Espíritu», continuaron «por la carne» (Gál. 3:3)!

Pero, habiéndoles advertido en cuanto a la imperfección que manchaba su obra, el profeta luego les asegura que, a pesar de todo, la bendición de Dios reposa sobre ellos. En contraste con los tiempos de escasez, de incendios y desidia que habían experimentado mientras descuidaban la casa de Dios y se aplicaban a embellecer sus propias casas, veían ahora la mano de Dios que actuaba a su favor y los colmaba del fruto de la tierra. Ocurre lo mismo hoy en día. Hay debilidad e impureza en todo nuestro servicio, pero, a pesar de esto, si el corazón está en buen estado, podemos contar con la bendición espiritual de Dios.

La frecuencia de la palabra «meditad», en esta corta profecía, es digna de atención. Dos veces, en la primera parte, el profeta dice al pueblo: «Meditad bien sobre vuestros caminos» (1:5, 7). Y ahora, en esta nueva parte, esta palabra se encuentra tres veces (2:15 y 18), pero se trata de considerar los caminos de Dios. Se place en encontrar, aunque sea una pequeña medida de energía y de fidelidad a su servicio –por más que con ello haya un poco de debilidad o impureza– y en responder con bendición. En el seno de nuestra debilidad actual, conscientes de nuestras faltas –frutos de la carne de dentro o del mundo de fuera– podemos encontrar aquí mucho aliento.

2.3 - Versículos 20-23

Hemos encontrado una palabra de reproche, luego una de aliento, y en fin una de advertencia. Ahora encontramos lo que podemos llamar una palabra de exaltación. Se dirige personalmente a Zorobabel, que era un príncipe del linaje de David (compárese con Mat. 1:12). El último versículo del capítulo se aplica sin ninguna duda en cierta forma a Zorobabel mismo. Reinos serían derribados, como se predice en el capítulo 11 de Daniel, pero él sería como un sello por el cual Dios establecería sus decretos. Cómo se cumplió esto por medio de Zorobabel, no lo sabemos; pero creemos que el Espíritu de Dios tenía previsto, no tanto una exaltación temporal de este hombre como la exaltación permanente de Aquel de quien era una figura, es decir, de nuestro Señor Jesucristo.

Así pues, parece que tenemos aquí, en el Antiguo Testamento, una primera expresión de lo que se declara más formalmente respecto a nuestro Señor en el Nuevo: «Todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios» (2 Cor. 1:20). Cristo es aquel que no solo revelará y establecerá, como bajo la marca de un sello, todos los designios de Dios expresados en sus promesas, sino que también los cumplirá plena y perfectamente, a fin de que el gran Amén final pueda ser pronunciado. El apóstol Pablo añade las palabras «por medio de nosotros» porque tenía en vista lo que Dios había prometido a los creyentes de la dispensación actual.

El mensaje de Hageo termina, pues, con una predicción de la exaltación futura de Aquel a quien adoramos como nuestro Salvador y nuestro Señor. Lo hace de una manera típica y simbólica, muchos siglos antes de la primera venida del Señor en su humillación. Esperamos su cumplimiento, de una forma mucho más gloriosa que la que Hageo podía conocer, cuando, en su segunda venida, aparezca en toda su gloria.