El libro del profeta Hageo


person Autor: Edward DENNETT 41

library_books Serie: Estudios


1 - Introducción

Son necesarias algunas palabras introductorias para que el lector pueda entrar inteligentemente en el estudio de este interesantísimo profeta. Hageo, Zacarías y Malaquías profetizaron después del regreso del remanente de su cautiverio en Babilonia; y este hecho da a sus escritos un interés especial para aquellos que han sido liberados, en alguna medida, de las corrupciones de la cristiandad en estos últimos días. Debe recordarse que ellos, al igual que nosotros, se encuentran en los tiempos de los gentiles, pues Dios ha retirado la sede de su soberanía de Jerusalén y ha otorgado el trono de la tierra a los gentiles. Así lo indica la forma en que comienza este libro. Los profetas anteriores al cautiverio están fechados según el período de los reyes de Judá o Israel en el que ejercieron su cargo. Hageo se cuenta a partir del segundo año del rey Darío, así como Zacarías (comp. con Lucas 3:1). De hecho, no podía ser de otra manera; pues Dios nunca ignora sus propios arreglos. Reconoció la soberanía de los gentiles, como derivando su derecho y autoridad de Él mismo, y también tendrá a su pueblo en sujeción a los poderes que él ha ordenado (véase Rom. 13).

Por lo tanto, mientras él mismo despertó el espíritu de Ciro para que se interesara en la construcción de su Casa en Jerusalén, y para que emitiera su proclamación dando permiso al pueblo para regresar, hizo manifiesto a todos que su pueblo dependía de esta proclamación para su libertad. Es en parte por este motivo que la posición del remanente, a la que se refieren los tres últimos profetas, se corresponde tan íntimamente con la nuestra. Poseyendo a Dios como supremo en autoridad y poder, confesando que su voluntad es nuestra única ley, estamos, sin embargo, sometidos a los reyes y a todos los que están en autoridad; y cuando somos oprimidos por el ejercicio injusto del poder, por la tiranía o la persecución, no buscamos alivio en la agitación, la desobediencia o la rebelión, sino que miramos al Señor, que hace girar los corazones de los reyes hacia donde él quiere (como se ilustra en el caso de Ciro) para interceder en nuestro favor, para influir en los gobiernos, que tienen su fuente en Él mismo, hacia la moderación y la tolerancia. El cristiano, por esta misma razón, si entiende su lugar y posición, no puede ser un político, por no hablar del carácter celestial de su vocación. Sujeto a las autoridades humanas, solo depende de Dios; y por eso, sean cuales sean sus necesidades, dificultades, pruebas o peligros, solo a Dios mira. Tal es el camino de la fe, y el camino de la fe es uno de paz y libertad.

2 - Hageo 1:1-11

El libro de Esdras debe leerse junto al de Hageo. Volviendo al primero, se verá que el primer versículo de Hageo se relaciona con Esdras 4:24: «Entonces cesó la obra de la casa de Dios que estaba en Jerusalén, y quedó suspendida hasta el año segundo del reinado de Darío rey de Persia». Esta conexión debe ser desarrollada brevemente. El objeto del regreso del pueblo era la construcción de la casa de Jehová. Este fue el tema de la proclamación de Ciro, quien en verdad había sido levantado para este mismo propósito (véase Is. 43:28; 44); y fue para este fin que Dios había obrado en los corazones de aquellos que estaban dispuestos a regresar a la tierra de sus padres –todos, como leemos: «Cuyo espíritu despertó Dios para subir a edificar la casa de Jehová, la cual está en Jerusalén» (Esdras 1:5). Cuando llegaron, su primera preocupación fue verificar sus afirmaciones de ser de Israel, rechazándose a todos los que no podían presentar el registro de su genealogía (Esdras 2); porque cuando el Espíritu de Dios estaba obrando en medio de ellos, y cuando, de hecho, ya habían entrado en el disfrute de la liberación del cautiverio, se sentía profundamente la necesidad imperiosa de una santa separación. Solo en tiempos de frialdad, de indiferencia letárgica o de abierta reincidencia, el pueblo de Dios se vuelve insensible a los reclamos de la santidad de Dios.

Por lo tanto, este débil remanente, en el primer momento de su restauración, se purificó de todas las asociaciones dudosas. Algunos de los que fueron apartados del sacerdocio por estar contaminados podrían ver reconocidas sus pretensiones en un día futuro, cuando un sacerdote se levantara con el Urim y el Tumim (véase Éx. 28:30); pero para el presente lugar de servicio y testimonio era esencial que la realidad de su sacerdocio estuviera fuera de toda sospecha, atestiguada por los santos registros. Así que ahora muchos verdaderos hijos de Dios pueden estar ausentes de la mesa del Señor porque no son capaces de señalar sus calificaciones como están escritas en las Escrituras.

Cumplida la obra de separación, se manifestó la liberalidad de corazón al ofrendar «ofrendas voluntarias para la casa de Dios, para reedificarla en su sitio» (Esdras 2:68-70). Luego, en el séptimo mes, que era el mes del toque de trompetas, figura de la restauración de Israel en los últimos días, los hijos de Israel, como los discípulos en el día de Pentecostés, se reunieron como un solo hombre en Jerusalén (Esdras 3:1). Estaban todos animados por un solo deseo y un solo objetivo: una bendita concordia, que solo puede ser producida por la acción del Espíritu Santo. Allí reunidos, construyeron el altar del Dios de Israel para ofrecer en él holocaustos, como está escrito en la ley de Moisés, el hombre de Dios. La inteligencia divina los marcó de esta manera, pues declararon que su único motivo de aceptación ante Dios, y su única esperanza de obtener su favor y bendición en la obra que tenían en mente, residía en el dulce sabor del sacrificio; y en su sujeción a la Palabra (véanse los v. 2-4) confesaron que solo la sabiduría divina podía guiar sus pies y preservarlos de los peligros y las trampas. Ahora se encontraban formalmente bajo la protección del Dios de sus padres.

Sin embargo, no fue hasta «el segundo año de su venida a la casa de Dios en Jerusalén» que realmente pusieron los cimientos del templo (Esdras 3:8). A partir del sexto versículo casi parecería que al principio –como ha sido el caso en cada nuevo movimiento del Espíritu de Dios– hubo cierta disminución de la energía espiritual. Al menos, la afirmación es muy significativa: «Pero los cimientos del templo de Jehová no se habían echado todavía». Sea como fuere, la obra finalmente se inició, y los cimientos fueron puestos. Para muchos fue un tiempo de gran alegría, y su alegría encontró expresión en el antiguo y divino cántico: «Aclamad a Jehová, porque él es bueno; Porque su misericordia es eterna» (1 Crón. 16:34; comp. 2 Crón. 5:13). Con otros su alegría se mezcló con el dolor; porque «muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría», etc. (Esdras 3:12-13). Hablando del dolor de los antiguos, otro ha dicho bellamente: “¡Ay! entendemos esto. Quien piense ahora en lo que era la Asamblea de Dios al principio, comprenderá las lágrimas de estos ancianos. Esto convenía a la cercanía a Dios. Más allá, era justo que se oyera la alegría, o al menos el grito confuso, que solo proclamaba el acontecimiento público; porque, en verdad, Dios había intervenido en favor de su pueblo».

La obra iniciada tan auspiciosamente iba a ser pronto interrumpida. Nada despierta más la ira de Satanás que cualquier intento de testificar a favor de Dios y de reconocer sus derechos en la tierra. Por lo tanto, inmediatamente después de que se pusieron los cimientos del templo, leemos que los adversarios de Judá y Benjamín trataron de impedir el progreso de la construcción. En primer lugar, ellos, como los gabaonitas en los días de Josué, «vinieron a Zorobabel y a los jefes de casas paternas, y les dijeron: Edificaremos con vosotros» (Esdras 4:2); y luego, al ser rechazados, se despojaron de la máscara de su hipocresía, y «el pueblo de la tierra intimidó al pueblo de Judá, y lo atemorizó para que no edificara. Sobornaron además contra ellos a los consejeros para frustrar sus propósitos, todo el tiempo de Ciro rey de Persia y hasta el reinado de Darío rey de Persia» (v. 4-5). Es a este punto al que hay que dirigir una atención especial para entender el comienzo de Hageo. Recordemos, pues, que el remanente que había regresado estaba bajo la protección y el favor de Ciro y que, al construir la casa de Jehová, estaban actuando de acuerdo con el decreto del rey. Por lo tanto, con la confianza en Dios, no tenían nada que temer de sus adversarios. Si el rey les hubiera ordenado que desistieran, debían haber obedecido, ya que estaban sometidos al poder gentil; pero el hecho fue, como puede deducirse de una comparación de Esdras con Hageo, que el pueblo fue disuadido de continuar su trabajo por sus adversarios antes de obtener la carta de Artajerjes. La obra de la «casa de Jehová que está en Jerusalén» cesó por temor al hombre –temor al hombre por haber perdido la fe en Dios; y una vez abandonada toda atención a los intereses y reclamos de Dios, comenzaron, con mayor energía, a ocuparse de sus propias cosas, a construir sus propias casas, en lugar de construir la casa de Dios. Tal era el estado de cosas entre el remanente cuando Hageo comenzó a profetizar; y teniendo esto en cuenta, podremos comprender mejor sus palabras.

Obsérvese, en primer lugar, que la palabra de Jehová le llegó en el segundo año del rey Darío, en el sexto mes (véase Esdras 4:24), y que estaba dirigida a Zorobabel, hijo de Salatiel, gobernador de Judá, y a Josué, hijo de Josadac, el sumo sacerdote. Luego, en un versículo, se muestra la condición del pueblo.

«Así ha hablado Jehová de los ejércitos, diciendo: Este pueblo dice: No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada» (v. 2).

Tal fue la ocasión del mensaje y la protesta de Jehová por medio de Hageo. Él había obrado en el corazón de Ciro, había despertado el espíritu de su pueblo, para llevar a cabo su propósito de reconstruir su casa; y ahora, olvidando el objeto de su restauración, profesaban discernir que no era una oportunidad para su obra. ¿Y qué los llevó a esta conclusión? El hecho de que había adversarios, que los tiempos no eran pacíficos. Como si los enemigos de la obra del Señor fueran a cesar alguna vez. ¡Como si alguna vez llegara el momento en que el ojo natural percibiera la oportunidad de trabajar para el Señor! Ah, todos tenemos que aprender la lección de que la Palabra –la mente del Señor– es la garantía para el servicio, y que cuando él habla no es sino para que sigamos adelante, cualesquiera que sean las circunstancias y por numerosos que sean los adversarios. Como le dijo a Josué: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas» (Josué 1:9). Su espíritu contrasta totalmente con el del apóstol que dijo: «Se me ha abierto una puerta grande y eficaz, aunque haya muchos adversarios» (1 Cor. 16:9).

Para hacer frente a esta situación, vino la palabra de Jehová mediante el profeta Hageo, diciendo: «¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de habitar en vuestras casas artesonadas, y esta casa está desierta?» (v. 4-11). Cada palabra de este mensaje está cargada de instrucción, y contiene principios del mayor valor, aplicables al pueblo de Dios en todo momento. Habían dicho: No ha llegado el tiempo, el tiempo en que la casa del Señor debe ser edificada. «¿Es para vosotros tiempo», dijo el profeta, «de habitar en vuestras casas artesonadas, y esta casa está desierta?». Esto era en verdad un desafío para sus corazones, y que planteaba una cuestión que no podía ser evadida por ninguna ingenuidad. Porque, ¿con qué fundamento podían pretender que era el momento oportuno para dar la preferencia a sus propios intereses, en detrimento de las solicitaciones de Jehová? El secreto residía en el hecho de que construir y decorar sus propias casas no suscitaba ninguna oposición. Hacer el bien a sí mismos más bien suscitaba el elogio de sus adversarios. Solo el testimonio para Jehová –el testimonio en la palabra, el trabajo y la vida– provoca la hostilidad del mundo. Por lo tanto, habían elegido el camino de la facilidad egoísta y el interés propio, preocupándose por sus propias cosas, y no por las cosas de Jehová. No conocían el espíritu del salmista que «Cómo juró a Jehová, y prometió al Fuerte de Jacob: No entraré en la morada de mi casa, ni subiré sobre el lecho de mi estrado; no daré sueño a mis ojos, ni a mis párpados adormecimiento, hasta que halle lugar para Jehová, morada para el Fuerte de Jacob» (Sal. 132:2-5). Eran más bien como aquellos de los que habla Amós, que se acostaron en lechos de marfil, y se tendieron en sus lechos… pero no se afligieron por la aflicción de José (Amós 6). Porque no solo se preocupaban por su propia comodidad, sino que también les era indiferente el hecho de que la casa de Jehová estuviera en ruinas. El ojo y el corazón de Dios estaban en su casa (véase 2 Crón. 6:28); sus pensamientos estaban en sus propias moradas, y así demostraron que estaban totalmente fuera de la comunión con el pensamiento y el corazón de Dios.

Y que nuestros propios corazones hablen, y hablen honestamente como ante Dios, en presencia de tal acusación contra este remanente indiferente, si la Casa de Dios ocupa el primer lugar en nuestras mentes, si su condición desolada toca nuestros corazones en su presencia, si estamos entre los que suspiran y lloran por su condición arruinada, si, en una palabra, en medio de la comodidad de nuestras propias moradas somos indiferentes al estado de la Casa de Dios. Aclaremos lo que se quiere decir. No se pregunta si estamos interesados en la obra del Señor, si simpatizamos con la predicación del Evangelio, si somos diligentes en visitar y cuidar a los pobres del Señor. Todas estas cosas son importantes, y tienen su lugar legítimo en el corazón de cada cristiano; pero nuestra pregunta actual se refiere a «la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo)» (1 Tim. 3:15). ¿Cuál es entonces nuestra actitud hacia ella? Porque si es la cosa más querida para el corazón de Cristo, si su ojo está sobre ella perpetuamente, si él está siempre ocupado en limpiarla con el lavado de agua por la Palabra, no podemos estar en comunión con su corazón a menos que sus pensamientos y deseos concernientes a ella sean también los nuestros. ¿Acaso la palabra del profeta no podría dirigirse también con razón a muchos de nosotros: «¿Es para vosotros tiempo, para vosotros, de habitar en vuestras casas artesonadas, y esta casa está desierta?». Reflexionemos, pues, sobre la palabra del Señor a su pueblo por medio del profeta.

«Pues así ha dicho Jehová de los ejércitos: Meditad bien sobre vuestros caminos. Sembráis mucho, y recogéis poco; coméis, y no os saciáis; bebéis, y no quedáis satisfechos; os vestís, y no os calentáis; y el que trabaja a jornal recibe su jornal en saco roto» (v. 5-6).

Como nuestro bendito Señor enseñó: «El que quiera salvar su vida, la perderá» (Mat. 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24; 17:33), así sucedió con el remanente. Poniendo sus corazones en el descanso, la facilidad y la prosperidad en este mundo, deseando encontrar su «vida» en sus comodidades, la perdieron; porque habían dejado a Dios fuera de la cuenta. Haciendo de sí mismos, y no de Dios, su objeto, poniendo sus propias cosas en primer lugar, y volviéndose indiferentes a su honor, requerimientos e intereses, perdieron las mismas bendiciones por las que trabajaban. Cuán común es este error, incluso entre los cristianos, pues, aunque el carácter de la bendición sea diferente, el principio sigue siendo el mismo. Así, podéis ver a un hijo de Dios que, a causa de sus exigencias domésticos o de negocios, como os dirá, está constantemente ausente de las asambleas de los santos, y apenas tiene corazón para los objetos del Señor, pero que está marchitado en su propia alma, y tiene poca paz en su familia, y no mucha prosperidad en sus asuntos. ¿Y por qué es esto? No por su falta de atención a sus propios asuntos; pues, como hemos visto, estos ocupan el primer lugar en su mente. No; sino porque tal persona se ocupa de sus propias cosas; todo indiferente a la desolación de la casa de Dios; porque, en otras palabras, exalta sus propios intereses por encima de los del Señor.

No olvidemos nunca que existe algo así como un juicio presente de Dios; que él se fija en la conducta de su pueblo y, en su gobierno y cuidado paternal, trata con ellos según su estado de corazón y su forma de caminar (véase, por ejemplo, 1 Pe. 1:17). Así fue en el caso que nos ocupa. Fueron diligentes en la siembra de su semilla, pero Dios no les dio más que una escasa cosecha; comieron y bebieron, pero no quedaron satisfechos, porque Dios retuvo su bendición; se vistieron, pero no encontraron calor, y sus ahorros se derritieron. De esta manera Dios trató con ellos, para ejercitar sus almas, para separarlos de sus objetivos egoístas, y para recordarles el objeto de su restauración en su propia tierra, para que, perdiendo de vista a sí mismos, pudieran encontrar su bendición en la comunión con la mente y el corazón de Dios: Es esta verdad la que se expone ante ellos en los siguientes versículos: «Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Meditad sobre vuestros caminos. Subid al monte, y traed madera, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado, ha dicho Jehová» (v. 7-8).

Una vez más, Jehová llama a su pueblo a considerar sus caminos. Bendita ocupación para sus santos en todo momento, porque siempre prevalece la tendencia, especialmente en épocas de declive, a engañarnos a nosotros mismos creyendo que todo está bien, incluso cuando podemos estar realmente bajo la mano castigadora de Dios por nuestra infidelidad. Muchos males, muchos quebrantamientos, muchas manifestaciones sorprendentes de iniquidad en medio de la asamblea se nos ahorrarían si atendiéramos a este llamado de advertencia. Debería ser, de hecho, nuestro empleo constante y habitual considerar nuestros caminos en la presencia de Dios. Allí desaparecen todos los engaños; allí, a la luz pura de su santa presencia, se revelan los secretos más íntimos del corazón; y solo allí, discerniendo nuestra verdadera condición y nuestros fracasos, podemos recibir la gracia de juzgarnos a nosotros mismos por el estándar infalible de la gloria de Dios; y así, confesando nuestros pecados, entrar de nuevo en el disfrute del perdón y la restauración. Por lo tanto, Jehová quiso llamar a su pueblo, al que había traído de vuelta de Babilonia, para que se presentara ante él, para que descubriera de dónde había caído, y para que se arrepintiera y realizara sus primeras obras.

Allí les ordena, o más bien les recuerda, lo que desea. Ellos, como hemos visto, habían puesto su corazón en sus propias casas, y Jehová, por así decirlo, les dice: Mi corazón está en mi casa. «Subid al monte, y traed madera, y reedificad la casa». Este era el objeto de su restauración, y el Señor quería que siguieran compartiendo el privilegio de la comunión con sus propios propósitos. Además, condesciende a decir: «Pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado». Al construir la Casa, evocarían la satisfacción de su corazón y exaltarían su nombre. Así aprendemos que la verdadera manera de glorificar a Dios es estar en comunión con su propia mente, no en las actividades que podamos elegir, por buenas que sean en sí mismas; no en las obras de beneficencia y filantropía, por más que las necesidades y penas de los demás puedan ser aliviadas de ese modo, sino en trabajar por el objeto que Dios tiene ante sí en un momento dado, en trabajar en comunión con su mente y su corazón para el logro de sus fines, y no los nuestros. Así, en el tiempo de Hageo, ningún trabajador habría sido aceptable para Dios mientras se descuidaba la construcción de su Casa. Por lo tanto, la única actitud apropiada para cualquier siervo de Dios es: “Señor, ¿qué quieres que haga?” y su único objetivo apropiado es trabajar o esforzarse diligentemente para ser aceptable al Señor.

En los tres versículos siguientes (9-11) se le recuerda al pueblo que está siendo castigado por su indiferencia hacia la Casa de Jehová. Dios estaba secando la fuente de toda bendición terrenal. Él «sopló» sobre sus cosechas, retuvo el rocío, llamó a una sequía sobre la tierra, y sobre las montañas, y sobre el maíz, sobre todo lo que la tierra produjo, y sobre los hombres, y sobre el ganado, y sobre todo el trabajo de las manos. ¿Y por qué envió esta plaga universal sobre todo el trabajo de sus manos y sobre todas sus expectativas? Que la respuesta se escriba indeleblemente en nuestros corazones: “A causa de mi casa que está desierta, y cada uno corre a su casa”.

¿No hay voz en estas palabras para los santos de este día? Dios sigue siendo Dios, y tiene sus objetivos ahora como los tenía entonces. Si sus objetivos no son los nuestros, ¿es de extrañar que padezcamos de escasez y esterilidad espirituales? ¿Que cuando hemos sembrado mucho, al predicar la Palabra, traigamos poco? ¿Que alimentándonos continuamente de las instrucciones de los maestros, no tengamos suficiente? ¿Que no estemos «calientes» ni satisfechos, y que parezca haber una sequía en toda la asamblea de sus santos? Dejemos que nuestros corazones, volvemos a decir, respondan a la pregunta de si esto es cierto, en alguna medida, de nosotros mismos, que preferimos nuestras propias casas a la Casa del Señor. Aprendemos de Apocalipsis 1 al 3 cuán celoso es el Señor por el estado de su Iglesia, y que su clamor se eleva siempre en medio de sus santos: «El que tiene oído, escuche». Por lo tanto, bien podríamos escuchar la enseñanza de la Escritura que tenemos ante nosotros; y si nuestros corazones se inclinan ante sus solemnes lecciones, una bendición indecible no puede ser sino el resultado. Que el Señor mismo haga que su Palabra con nosotros, como lo hizo con su pueblo en este capítulo, sea viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos, que penetre hasta partir el alma y el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos, y que discierna los pensamientos y las intenciones del corazón, para gloria de su santísimo nombre.

3 - Hageo 1:12-15

En esta sección tenemos el efecto del mensaje enviado por Jehová a través del profeta, que consideramos en nuestro último artículo. Desde Zorobabel, hijo de Selatiel, y Josué, hijo de Josadac, el sumo sacerdote, hasta el más bajo del pueblo, se rindió obediencia a la voz de Jehová con un solo consentimiento. La palabra del profeta había sido con poder, y todos los corazones reconocieron la verdad de su mensaje, y los pedidos de su Dios. Y es importante notar, como un principio afirmado en todas partes en la Escritura, que la voz de Jehová está vinculada con las palabras del profeta (v. 12). Cuando Dios envía un mensajero, se complace en identificarse con su siervo. Nuestro bendito Señor dijo así a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: El que recibe a quien yo envío, a mí me recibe; y el que me recibe, recibe al que me envió» (Juan 13:20; véase también Mat. 10:40-42). Así en nuestro pasaje está: «Y las palabras del profeta Hageo, como lo había enviado Jehová su Dios». Esta es una consideración solemne para el pueblo de Dios; porque lo contrario es cierto que, si se rechaza a uno que es realmente enviado del Señor, es el Señor quien es rechazado en la persona de su siervo (Mat. 25:41-45).

No es que todos los que dicen ser enviados de Dios deban ser recibidos como tales; porque la prueba es: ¿hablan los tales las palabras de Dios? (Juan 3:34). Y como se nos enseña en otra parte, muchos falsos profetas han salido al mundo; pero es precisamente por esto que se impone a los santos la responsabilidad de «probar los espíritus si son de Dios» (1 Juan 4:1). Los apóstoles podían decir: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1 Juan 4:6). Podían tomar este terreno porque eran hombres inspirados, y por lo tanto tenían la palabra infalible de la verdad en sus labios. Ningún siervo, por muy devoto que sea, podría adoptar ahora este lenguaje; pero podría aplicar el principio al mensaje que entregara, si ese mensaje fuera realmente la pura Palabra de Dios. Aunque estas limitaciones se hacen necesariamente en nuestras circunstancias actuales, no olvidemos que en estos últimos días el Señor envía a sus siervos con mensajes a su pueblo, y que dondequiera que el alma esté en la presencia de Dios serán fácilmente discernidos y, por lo tanto, no es menos grave ahora que en cualquier tiempo anterior hacer oídos sordos a las palabras de amonestación y advertencia que puedan pronunciar. Mira el caso que tenemos ante nosotros. ¿No eran Zorobabel y Josué los líderes del pueblo? ¿Y quién era Hageo? ¿Por qué iba a ponerse en contra de todos ellos? ¿Por qué habría de encontrar tantas faltas y profetizar cosas tan amargas? ¿Y qué tenía que recomendar a la atención del pueblo? Evidentemente, no era de nacimiento ni de posición, pues no se registra su parentesco ni su genealogía. Solo tenía una cualificación. No era su posición, su cargo o su don; era simplemente que había sido enviado por Jehová su Dios. Así que ahora las únicas preguntas para cualquiera de nosotros, cuando un siervo profeso de Dios se presenta ante nosotros, es: ¿Ha sido enviado divinamente? y ¿habla la Palabra del Señor?

Además, la obediencia de la que aquí se habla no era un mero cumplimiento externo de las exhortaciones que habían recibido, sino que era del tipo que procede de la acción de la Palabra de Dios en la conciencia, pues se añade: «Y temió el pueblo delante de Jehová». Esta es la señal segura de una obra real en los corazones de este débil remanente. Ya sea en los pecadores o en los santos, si la conciencia no es alcanzada, cualesquiera que sean los efectos externos y aparentes producidos por el ministerio de la verdad, nada se gana. En todos esos casos será como Efraín y Judá, de quienes habla Oseas; su «piedad» será «como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que se desvanece» (Oseas 6:4). Por otra parte, el temor al Señor siempre se producirá en un alma cuando la conciencia esté en ejercicio ante Dios; porque es entonces cuando se aprecia la santa presencia de Dios y se reconocen sus exigencias, mientras que al mismo tiempo no se olvidará el sentido del fracaso y del pecado. Por lo tanto, la obediencia es el resultado, como en este caso, siendo Dios mismo el objeto ante sus almas. Fue, en otras palabras, un verdadero giro del corazón hacia Jehová; y recuperados de preocuparse por sus propias cosas, ahora deseaban dar a Jehová y a sus cosas el primer lugar.

De lo que sigue aprendemos que, si Jehová castiga, o si habla con palabras de advertencia y amonestación, es solo porque busca quitar del camino toda barrera para la bendición de su pueblo. Advertía el efecto de las palabras del profeta, e inmediatamente aparecían las señales de arrepentimiento y auto juicio, les enviaba un mensaje de consuelo: «Entonces Hageo, enviado de Jehová, habló por mandato de Jehová al pueblo, diciendo: Yo estoy con vosotros, dice Jehová» (v. 13). El Espíritu de Dios, al parecer, amplía la descripción del profeta –el mensajero de Jehová, en el mensaje de Jehová– para identificarlo con su Señor, y para asegurar al pueblo la certeza de la verdad de su mensaje. Además, hay un gran significado en el propio mensaje. Como hemos visto, fue el miedo a sus adversarios lo que disuadió al pueblo de la obra de construir la Casa de Jehová, y ahora se administra el antídoto. Cuántas veces leemos, por ejemplo, en Isaías: «No temáis; yo estoy con vosotros». Y el salmista exclama: «Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?» (Sal. 27:1). Nada disipa tanto el temor como la seguridad de la presencia del Señor. Pero si es un consuelo es también un estímulo, recordando al pueblo que, si el Señor los llamaba a avanzar en un camino de peligro, él mismo estaba en medio de ellos, e iría delante de ellos, como había hecho en el desierto, para mostrarles el camino.

¡Qué gracia, qué condescendencia, podemos añadir, hay en tal mensaje! Este pobre y débil pueblo no había respondido sino mal a la fidelidad de Jehová al restaurarlo de su cautiverio, y sin embargo, a pesar de su infidelidad y reincidencia, en el momento en que sus corazones se inclinan ante el mensaje del profeta, el Señor declara con amor incansable: «Yo estoy con vosotros». Sí, su corazón está siempre sobre su pueblo, y si castiga, es para que en su aflicción lo busquen pronto, para que pueda volver a ellos con la seguridad de Su amor. Si su pueblo es indiferente a él, él nunca es indiferente a ellos, y nunca está satisfecho hasta que en medio de su pueblo pueda descansar en su amor, y se alegre por ellos con cánticos (véase Sof. 3:17).

En el siguiente lugar tenemos el poder para el trabajo. Así leemos: «Y despertó Jehová el espíritu de Zorobabel hijo de Salatiel, gobernador de Judá, y el espíritu de Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote, y el espíritu de todo el resto del pueblo; y vinieron y trabajaron en la casa de Jehová de los ejércitos, su Dios, en el día 24 del mes sexto, en el segundo año del rey Darío» (v. 14-15). Esta declaración presenta dos o tres puntos de especial interés e instrucción. En primer lugar, debe notarse que mientras el pueblo había dejado de construir, como se describe en Esdras, por temor a sus enemigos, antes de que se obtuviera el decreto que prohibía su trabajo, ahora reanudaron sus labores sin esperar el permiso del rey. Con respecto a esto, citamos las observaciones de otro: “No fue porque el decreto del rey les fuera traído que comenzaron de nuevo a construir, sino porque temieron a Jehová, y no temieron el mandato del rey, como si vieran a Aquel que es invisible. No había que temer más a Dios en el reinado de Darío que en el de Ciro o en el de Artajerjes; pero la fuente de su debilidad era haberse olvidado de Dios… Todo esto nos muestra que, al dejar de construir el templo, Israel estaba en falta… No tenían excusa para ello, ya que incluso el mandamiento del rey estaba de su parte. Lo que les faltaba era la fe en Dios. Cuando hubo fe se atrevieron a construir, aunque había un decreto en contra. El efecto de esta fe es dar lugar a un decreto a su favor, y eso incluso a través de la intervención de sus adversarios. Es bueno confiar en Dios. Aprendemos así la supremacía de la autoridad de Dios, y que todo lo que debe preocupar a su pueblo en su camino y servicio es la dirección indudable de su infalible Palabra. Si Dios manda, es nuestro deber obedecer; y podemos dejar que él elimine, como lo hizo con el remanente, cualquier obstáculo que parezca haber en el camino de la obediencia”.

También hay que observar la fuente de la fuerza de trabajo. No estaba en el pueblo, sino en Jehová. Fue él quien despertó el espíritu de su pueblo y lo obligó a seguir adelante en su servicio, de la misma manera que en el primer caso había «levantado» su espíritu para subir de Babilonia a Jerusalén con el objetivo de reconstruir el templo. Nos lleva mucho tiempo aprender que no hay poder sino en el Señor, que en la obra del Señor la energía, la voluntad o la perseverancia humanas no solo no sirven para nada, sino que son realmente barreras en el camino de la fuerza divina. Como en efecto se le dijo a este mismo remanente: «Esta es palabra de Jehová a Zorobabel, que dice: No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Así es que cuando somos débiles somos fuertes, porque en el sentido de nuestra perfecta debilidad somos llevados a depender del Señor, y él puede entonces desplegar sin obstáculos en y a través de nosotros su propio poder. La percepción de esta verdad pone nuestras almas también en la actitud correcta para la bendición; conduce nuestros ojos hacia arriba, y nos mantiene esperando en el Señor en la expectativa.

Y el lugar en el que viene el poder es muy instructivo. No es antes, sino después de la obediencia, y está conectado además con la seguridad de la presencia de Jehová en medio de su pueblo. La comprensión de esto disiparía la falacia que a menudo se sostiene, y a veces se expresa, de que debemos esperar el poder para poder obedecer. No es así; pero sobre la obediencia el Señor da poder; primero debe haber la obediencia de la fe, y luego se otorgará el poder para caminar en los caminos divinos. Por ejemplo, cuando el Señor le dijo al hombre con el brazo marchito: «Extiende tu mano» (Mat. 12:13), podría haber contestado: “No tengo poder”; pero con el espíritu de obediencia se apresuró a cumplir la orden que había recibido, y recibió fuerza, y quedó sano. Es el mismo orden en el relato del remanente en esta escritura, y es siempre el mismo en la historia de los creyentes. Que el alma esté en una condición correcta, es la única cosa que se debe desear. Esto elimina todas las dificultades, y hace posible que el Señor nos tome y nos use como vasos de su voluntad. Por lo tanto, tan pronto como el pueblo obedeció la voz de Jehová su Dios, y temió ante Jehová, todo estuvo listo; pues Jehová intervino de inmediato y dijo: «Yo estoy con vosotros», y estimuló su espíritu para cumplir su propósito de construir el templo.

Además, se indica la fecha en que reanudaron su labor. Fue en el día 24 del sexto mes, en el segundo año del rey Darío; es decir, 23 días después de que Hageo comenzara a profetizar (v. 15 comp. con el v. 1). Tres cortas semanas bastaron para que el pueblo se recuperara de su letargia. Cuando Dios actúa con poder, su obra se realiza pronto, y su pueblo se regocija en su gracia restauradora y su misericordia perdonadora. Su deleite en la obediencia de su pueblo se ve claramente en el registro de la fecha. Con qué anhelo vigila a sus santos, y con qué minuciosidad nota los primeros movimientos de respuesta a su Palabra.

4 - Hageo 2:1-5

Hemos visto, al final del capítulo 1, cómo Jehová obró poderosamente con su palabra en las mentes del pueblo, y cómo, así conmovido, respondió al mensaje que había recibido a través del profeta que había enviado. Antes de que transcurriera un mes, «en el mes séptimo, a los veintiún días del mes», volvió a dirigirse a los corazones de sus siervos para darles sustento y aliento. El tema de este mensaje, como los anteriores, sigue siendo la Casa de Jehová en Jerusalén.

Y, antes de entrar en materia, ¿cuál fue la ocasión de esta nueva profecía? Sin duda fueron los pensamientos de algunos de su pueblo mientras estaban ocupados con su trabajo. Esto puede deducirse de las palabras iniciales: «Habla ahora a Zorobabel hijo de Salatiel, gobernador de Judá, y a Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote, y al resto del pueblo, diciendo: ¿Quién ha quedado entre vosotros que haya visto esta casa en su gloria primera, y cómo la veis ahora? ¿No es ella como nada delante de vuestros ojos?» (v. 2-3). Había entonces entre el remanente algunos que habían visto el templo de Salomón en toda su magnificencia y esplendor, y que, al contrastarlo con la construcción en la que ahora estaban empeñados, estaban tristemente abatidos, si no desanimados. Leemos sobre ellos en el libro de Esdras. Después de describir la alegría del pueblo, cuando se pusieron los cimientos del templo, dice: «Y muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo, y se oía el ruido hasta de lejos» (Esdras 3:12-13).

Y este dolor de los hombres antiguos era perfectamente natural; porque a los ojos de la gente, el contraste presente en sus mentes era extremadamente humillante. El primer templo se construyó en medio de las glorias del reinado de Salomón, el rey que era el tipo del Príncipe de paz, y que utilizó todos los recursos de su poderoso imperio y de sus pueblos tributarios para erigir una casa que fuera la morada de Jehová en medio de su pueblo; porque, como dijo David: «La casa que se ha de edificar a Jehová ha de ser magnífica por excelencia, para renombre y honra en todas las tierras» (1 Crón. 22:5). Pero la Casa estaba siendo levantada por unos pocos cautivos débiles, que dependían de un rey gentil para obtener los mismos materiales que estaban utilizando, rodeados de tribus hostiles y, además de todo esto, sin ninguno de los signos visibles de la presencia de Jehová: sin Sekiná, y sin fuego que bajara del cielo para consumir los sacrificios que ponían sobre el altar (véase 2 Crón. 7:1-4). Más aún, porque las mismas cosas que forzaban su triste condición en sus mentes no hacían sino recordar que la pérdida del primer templo, y su actual estado abyecto, no eran sino las consecuencias de sus propios pecados y transgresiones. Por lo tanto, aunque no eran insensibles a la misericordia y la bondad actuales de Jehová, no era sorprendente que la tristeza llenara sus corazones cuando se les recordaba la gloria pasada de su nación, también en un momento en que caminaban bajo la luz del sol y la alegría del rostro de Jehová. Como otro ha dicho: “¡Ay! entendemos esto. Quien piense ahora en lo que fue la Asamblea de Dios al principio, entenderá las lágrimas de estos ancianos”.

Sin embargo, el punto sobre el que deseamos llamar la atención es que Jehová leyó estos pensamientos de su pueblo, y envió un mensaje de consuelo y de consolación. Es bueno que entendamos esto; que incluso los sentimientos de los santos –sentimientos engendrados en relación con los caminos o el servicio del Señor– son considerados por él con tierna preocupación. Cuántos ejemplos de esto se pueden extraer de las Escrituras. David dice: «Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están ellas en tu libro?» (Sal. 56:8). De nuevo: «En la multitud de mis pensamientos dentro de mí, tus consolaciones alegraban mi alma» (Sal. 94:19). También: «Has entendido desde lejos mis pensamientos» (Sal. 139:2). Y fue porque el Señor Jesús entró en los sentimientos de sus discípulos que dijo: «No se turbe vuestro corazón» (Juan 14:1). ¡Cuán diferente sería nuestra vida diaria, si estuviéramos en la realización y el poder de esta simple verdad!

Pero veamos ahora cómo Jehová consuela los corazones de su pueblo ante nosotros. Dice: «Pues ahora, Zorobabel, esfuérzate, dice Jehová; esfuérzate también, Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote; y cobrad ánimo, pueblo todo de la tierra, dice Jehová, y trabajad; porque yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos. Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis» (v. 4-5.) Se percibirá que Jehová se dirige a todo el pueblo, tanto al pueblo como a sus dirigentes. Todos están en su mente. Con demasiada frecuencia tratamos en generalidades. No es el caso de Jehová; el más humilde de sus siervos no escapa a su atención y, por lo tanto, si quiere animar a su pueblo, se preocupa tanto por los pequeños como por los grandes. Reconoce la distinción que él mismo ha hecho, y por eso especifica al gobernador y al sacerdote; pero se preocupa igualmente por el pueblo que está bajo su cargo y dirección. Si, por un lado, su corazón es tan grande como para abarcar a la multitud de sus santos, por otro lado, individualiza a cada uno, para que todos por igual sientan que son objeto de su mente y corazón.

¿Y cuál es la exhortación que envía? Es: “Sed fuertes”; y la fuente de su fuerza es el conocimiento del hecho de que él está con ellos. Así ocurre en todas las Escrituras. Tomemos dos ejemplos: «No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande» (Gén. 15:1). De nuevo: «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas» (Josué 1:9). Por eso, cuando el Señor encargó a los doce que fueran a enseñar a todas las naciones, etc., añadió: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (Mat. 28:20). Es imposible que la seguridad de la presencia del Señor no inspire a su pueblo fortaleza y valor. Si él está con nosotros, descansando confiadamente en lo que él es para nosotros, medimos nuestros enemigos y dificultades, no por lo que somos, o por nuestros propios recursos, sino por lo que él es en toda su propia omnipotencia. Entonces podemos decir audazmente con uno de los antiguos: «No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos» (2 Reyes 6:16); o con el apóstol: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (Rom. 8:31). De este modo, Jehová fortalecería a su pobre y débil pueblo en toda la pobreza de sus circunstancias; atraería sus ojos hacia él, para que pudieran trabajar con fe, sin temer a ningún enemigo, porque su Dios, que estaba con ellos, había arrojado a su alrededor su escudo impenetrable. Les recuerda, además, su fidelidad a la alianza que hizo con ellos, cuando los redimió de Egipto, según la cual su Espíritu permaneció entre ellos (véase Is. 18:11-14.) Por eso añade: «No temáis». Con Jehová mismo en medio de ellos, y su Espíritu permaneciendo entre ellos, bien podrían retomar el lenguaje del salmista: «Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?» (Sal. 27:1).

Suponemos que son pocos los que no ven en esta doble seguridad una notable prefiguración de las bendiciones del pueblo de Dios en esta dispensación. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio» (Mat. 18:20). «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» Juan 14:16). Hay en verdad una sorprendente correspondencia entre la posición de este pobre remanente, y la de los creyentes que ahora están reunidos en el (o al) nombre de Cristo. Todo estaba en ruinas entonces, pues el poder gubernamental había sido transferido a los gentiles, a causa del pecado de Israel y Judá; y los que regresaron de Babilonia, en la misericordia de su Dios, no eran más que unos pocos débiles, y estaban, como hemos visto, sin una sola señal externa de la presencia de su Dios. El hecho de que él estaba con ellos, la aceptación de sus sacrificios, las influencias de su Espíritu, solo eran conocidas por la fe. Así que ahora la Iglesia ha perdido su primer estado, y el pueblo de Dios está disperso en desunión y desorden por todo el mundo. Pero en estos últimos días un remanente ha sido recogido de la Babilonia espiritual, y así como la Casa de su Dios era para estos cautivos judíos, el nombre del Señor Jesús es para ellos su único centro.

Reunidos a ese nombre inefable –que expresa toda la verdad de su persona, obra y autoridad– en el terreno de la Iglesia, tal como la definen las Escrituras, tienen asimismo la seguridad de estas dos cosas: la presencia del Señor y la permanencia del Espíritu Santo. Eso es todo; pero podemos añadir con reverencia: ¡Qué “todo”! Porque todo está comprendido en el término: la fuente de toda bendición, y la fuente de todo poder. Por lo tanto, si Jehová envió este mensaje en ese momento a su pueblo: “Sed fuertes; no temáis”, no menos ciertamente nos dirigiría a nosotros las mismas palabras. Es cierto que “un poco de fuerza” puede caracterizar ahora a los más fieles del remanente, que pueden tener en sí mismos el sentido más abrumador de su propia debilidad (y es correcto que así sea); pero si entran, incluso en la medida más pequeña, en el poder de estas benditas verdades –que el Señor está con ellos, y que su Espíritu permanece– serán fuertes y no tendrán temor frente a los esfuerzos más decididos del enemigo, porque habrán aprendido que la fuerza del Señor se perfecciona en la debilidad, y que es mayor el que está en ellos que el que está en el mundo.

Pero es nuestro fracaso que estemos más ocupados con nuestra debilidad, con nuestras circunstancias y con las actividades del adversario, que con la presencia del Señor y el poder de su Espíritu. Que el Señor mismo nos aleje, tanto de nosotros mismos como de nuestro entorno, y ocupe nuestros pensamientos con estas benditas seguridades de su propia palabra; para que así pueda usarnos más en testimonio para su gloria, su gracia, su poder y sus demandas.

5 - Hageo 2:6-9

Jehová dirige sus pensamientos, en la siguiente sección, a la gloria futura de su Casa. Después de haber atendido sus necesidades espirituales presentes alentando sus almas, procede: «Porque así dice Jehová de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca; y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos. La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos; y daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos» (v. 6-9).

Esta importante profecía requiere un examen cuidadoso; y como preliminar, es necesario entender dos de los temas que se encuentran en ella. El primero es: «La gloria postrera de esta casa». Ahora, comparando las palabras con el versículo 3, queda claro que debe leerse como lo hemos dado anteriormente: la última gloria de esta Casa. Es indudable que el templo durante los días de nuestro Señor en la tierra no fue el que construyó el remanente; y también es cierto que el que visitará el Señor, en el tiempo de su reino, será otro; pero aun así deducimos de la Palabra que Dios no los considera como tantas casas diferentes. Es la misma Casa para sus ojos, y por eso pregunta en el versículo 3 de este capítulo: «¿Quién ha quedado entre vosotros que haya visto esta casa en su gloria primera?». Por lo tanto, el templo es uno, cualesquiera que sean los cambios que haya sufrido, y a pesar de que haya sido, y deba ser, destruido y reconstruido. El segundo tema al que se refiere es: «El Deseado de todas las naciones*». Esta frase ha dado lugar a grandes divergencias, tanto en la traducción como en la interpretación. Sin embargo, apenas puede dudarse, por cualquiera que entre en el alcance y el espíritu del pasaje en el que ocurre, que se ha aplicado correctamente al Mesías. Con respecto a la palabra misma, damos las observaciones de otro. “La expresión que he traducido por «el objeto del deseo vendrá» es muy difícil de traducir. Me parece que, mirando el contexto, he dado el sentido, y que el Espíritu de Dios se expresó apropiadamente en términos vagos, que, cuando la mente aprehendiera la verdadera gloria de la casa, abarcaría al Mesías”.

*Agregamos una nota del mismo escritor. «La versión italiana de Diodati, que se considera muy exacta, coincide con la inglesa. De Wette lo traduce como «Las cosas preciosas»; pero no es lo que se usa muy generalmente para las meras cosas costosas, aunque es la misma raíz. Esto es Chemdath, que Chamudoth. La dificultad es que [el término “vendrá” está en plural… El italiano tiene la scelta verrà, el objeto elegido (el elegido) de las naciones vendrá». Apoyamos plenamente estas observaciones y, por lo tanto, no dudamos en considerar que se trata de una profecía mesiánica distinta. Esto se verá más claramente en nuestra interpretación.

Lo primero que se anunció entonces es que dentro de poco el Señor sacudiría todas las cosas, como preparación para la venida del Deseo de todas las naciones. Los cielos, la tierra, el mar y la tierra seca, así como todas las naciones, serían sacudidos. Compárense los versículos 21-23. Lo mismo se encuentra en casi todos los escritos proféticos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Se puede citar un pasaje de Mateo: «Pero inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y los poderes de los cielos serán sacudidos. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo; y entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria» (Mat. 24:29-30; véase también Is. 2; 24; Joel 2; 3; Sof. 3; Zac. 14; Apoc. 6; etc.). El tiempo al que se refiere no es el del primer advenimiento de nuestro bendito Señor, pues el apóstol, al escribir a los hebreos, da al pasaje una aplicación futura (Hebr. 12:26-27), y este período futuro será el que preceda inmediatamente a la aparición de Cristo, cuando venga con sus santos a establecer su reino en la tierra. ¡Qué perspectiva! ¡Y qué contraste con los pensamientos del hombre!

Se esfuerza por asegurar la permanencia y la estabilidad, y sueña con un tiempo de paz y prosperidad, pero sin Dios. La inquietud de los hombres malvados, los pensamientos y planes revolucionarios, la caída de los tronos, todo esto se considera una interferencia con el orden humano y las leyes sociales. Y lo son; pero ningún esfuerzo del hombre logrará producir la tranquilidad; ninguna ley, por muy benéfico que sea su objeto; ninguna reforma, por muy deseable que sea, asegurará la felicidad de las naciones; porque Dios ha dicho: «A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho» (Ez. 21:32).

Por lo tanto, el desorden y la confusión aumentarán; la iniquidad se manifestará en formas cada vez más sorprendentes; la autoridad gubernamental será desafiada cada vez más; hasta que finalmente la encarnación de la oposición a Dios y a su Cristo aparecerá en el hombre de pecado, y entonces Dios mismo intervendrá en el juicio, según estas palabras del profeta, y por el trueno de su poder se levantará y «haré temblar la tierra». Dichosos los que tienen una porción presente con Cristo, y que serán guardados de la hora de la tentación que vendrá sobre todo el mundo, para probar a los que habitan en la tierra (Apoc. 3).

Así es el futuro que le espera al pobre mundo impío. Juzgado en la cruz de Cristo, condenado ya por el Espíritu Santo de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16), su sentencia, retrasada ahora por la gracia longánima de Dios, que no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan, será finalmente ejecutada; y ¿quién podrá permanecer ante sus ojos cuando se enoje? La naturaleza de los golpes con los que sacudirá todas las cosas puede deducirse de los profetas, y especialmente del libro del Apocalipsis (Apoc. 4 al 20). En vista de lo que está por venir, ojalá los hombres de todo el mundo escucharan las ofertas de gracia y misericordia que se están dando a conocer en todas partes a través del Evangelio; porque ahora es el tiempo aceptable, y ahora es el día de la salvación.

Todos estos juicios son preparatorios de la venida de Cristo. «Y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones». Adoptando la interpretación dada anteriormente, se puede que algunos pregunten: ¿En qué sentido puede ser nombrado Cristo de esta manera? No debe suponerse ni por un momento que él sea el objeto de sus deseos conscientes. Esto no podría ser, porque la mente carnal está siempre enemistada con Dios, y las naciones aceptarán finalmente el liderazgo del Anticristo, que negará tanto al Padre como al Hijo. Esto es muy cierto; y, sin embargo, por otro lado, Cristo, el verdadero Rey, es lo que las naciones necesitan. En todos sus apasionados anhelos y gritos por la paz, la rectitud en el gobierno, la justicia entre el hombre y el hombre, en sus gemidos bajo la pobreza, la tiranía y la opresión, ¿quién, preguntamos, podría satisfacer sus deseos sino Aquel que juzgará a su pueblo con justicia, y a sus pobres con juicio? Sí, que las naciones lean este Salmo, especialmente el Salmo 72:12-14, y entonces que digan si no tienen aquí la respuesta a todas sus necesidades. Y si miramos más profundamente las necesidades del corazón humano, los deseos inexpresables que a menudo encuentran una salida en lágrimas y gemidos, los anhelos indecibles engendrados por un sentido de inquietud, infelicidad e intranquilidad, podemos ver de inmediato la idoneidad del término que el Espíritu Santo emplea. A pesar de lo que las naciones son y serán, Cristo, Cristo como Rey venidero, aunque no lo posean ni lo conozcan, es su deseo, porque solo él puede gobernar el mundo sobre el fundamento de la justicia y el juicio, y hacer que toda la tierra se llene del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar.

El efecto de su venida aquí se da en las palabras: «Y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos». Esto nos certifica, como de hecho se puede aprender de otras Escrituras, que el templo será reconstruido en Jerusalén; y Ezequiel incluso da su plan y medidas divinas. Es esta Casa que todavía se reconstruirá, identificada en los pensamientos de Dios con la construida por el remanente de Babilonia, la que se llenará de gloria. Dios siempre ha llenado de gloria su Casa. Lo hizo con el tabernáculo erigido en el desierto (Éx. 40), con el templo en el reino (2 Crón. 5:14), con la Iglesia en Pentecostés (Hec. 2); y la última Casa que se levantará en la tierra no será una excepción. Pero, ¿qué constituye la «gloria»? Es la propia presencia de Jehová, cuya señal era la nube, tanto en el tabernáculo como en el templo de Salomón; pero en el templo de los cautivos retornados, como en la asamblea de los santos reunidos en el nombre de Cristo, esta presencia, esta gloria, solo puede ser aprehendida por la fe. Porque la gloria del Señor es la exhibición, ya sea exteriormente o para la visión de la fe, de lo que él es, de la suma y excelencia de todos sus atributos; y así llena su Casa con la manifestación de todas las perfecciones de su propio ser espiritual. Ezequiel realmente contempló en visión profética el regreso de Jehová a la Casa de la que habla Hageo, y que él mismo describe. Dice: «Y he aquí la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente; y su sonido era como el sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria… Y la gloria de Jehová entró en la casa por la vía de la puerta que daba al oriente… Y he aquí que la gloria de Jehová llenó la casa» (Ez. 43:2-5). Así, el Señor tomará posesión de la Casa, y habitará en ella, de una manera más sobrecogedora que en el tabernáculo o en el templo. Por lo tanto, tomando el edificio comparativamente mezquino en el que su pobre pueblo estaba empeñado en ese momento, reconforta sus corazones al revelar ante sus ojos la gloria y la bendición trascendentes que aún se asociarían con él mediante la venida repentina de Jehová a su templo.

Se añaden dos cosas. La afirmación de que Jehová de los ejércitos es el dueño de la plata y el oro, todo lo cual le pertenece por derecho; y luego –después de recordar a su pueblo que la última gloria de la Casa debe exceder a la primera, porque, como hemos visto, el Señor mismo tomará posesión de ella– la promesa: «Y daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos». La explicación de la primera afirmación puede encontrarse tal vez en el lenguaje de Isaías: «Las riquezas de las naciones hayan venido a ti». De nuevo, «Todos los de Sabá; traerán oro e incienso», y una vez más: «Ciertamente a mí esperarán los de la costa, y las naves de Tarsis desde el principio, para traer tus hijos de lejos, su plata y su oro con ellos, al nombre de Jehová tu Dios, y al Santo de Israel, que te ha glorificado» (Is. 60:5-9; véase también Apoc. 21:26). Sí, así como cuando Cristo nació en el mundo, los sabios del oriente vinieron y pusieron sus costosos regalos a sus pies, así los gentiles en un día futuro vendrán y ofrecerán sus tesoros al Señor en su templo de Jerusalén. Cristo, el deseo de todas las naciones, será el objeto de su homenaje, y se deleitarán en presentar sus cosas deseables para el adorno y el servicio de su casa, así como para la gloria de su nombre; y así confesarán que la plata y el oro son suyos.

También está la bendita promesa de paz. Porque, en efecto, será en virtud de la expiación cumplida, de su muerte por la nación (Juan 11), que el Señor volverá a su pueblo; y en la medida en que, por su gracia, de acuerdo con su designación, habrán afligido sus almas (véase Lev. 16; Zac. 12), les hará gozar justamente de toda la eficacia de su muerte, y hará que su paz fluya como un río. Él hablará de paz a toda su descendencia; porque «Así ha hablado Jehová de los ejércitos, diciendo: He aquí el varón cuyo nombre es el Renuevo, el cual brotará de sus raíces, y edificará el templo de Jehová. Él edificará el templo de Jehová, y él llevará gloria, y se sentará y dominará en su trono, y habrá sacerdote a su lado; y consejo de paz habrá entre ambos» (Zac. 6:12-13).

Esta profecía, podemos decir, en conclusión, es una hermosa ilustración de los tiernos caminos de Jehová. Viendo los pensamientos desalentadores de su pueblo, cuando está ocupado en su obra, interviene y despliega ante sus ojos la certeza de la gloria venidera, y de su plena bendición milenaria. Vivir en los pensamientos de Dios, y en la seguridad del cumplimiento de todos sus propósitos en la venida de Cristo, es un antídoto seguro contra toda debilidad o temor.

6 - Hageo 2:10-19

El mensaje contenido en esta sección está dirigido a los sacerdotes, y se relaciona históricamente, como puede verse en el versículo 18, con Esdras 3:8-13. Su objeto era enseñar la naturaleza de la verdadera separación con Dios, y que su bendición estaba relacionada con su mantenimiento, un principio que se aplica a lo largo de todas las dispensaciones, porque se basa en la santidad de Dios mismo (véase Lev. 11:44-45; 1 Pe. 1:16). En Malaquías leemos que «los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos» (Mal. 2:7); y es por este motivo que Hageo fue enviado «a los 24 días del noveno mes», dos meses después de su último mensaje, para hacer a los sacerdotes estas preguntas sobre la ley.

«Si alguno» dijo el profeta, «llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida, ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: No. Y dijo Hageo: Si un inmundo a causa de cuerpo muerto tocare alguna cosa de estas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: inmunda será» (v. 12-13).

Antes de entrar en la aplicación de estas verdades, que el Señor mismo hizo, a través de su siervo el profeta, será bueno que consideremos su importancia. Ningún sacerdote, instruido en la ley, podría haber respondido de otra manera. Leed, por ejemplo, las instrucciones para el nazareo (Núm. 6); y las instrucciones ceremoniales, que se encuentran en todas partes en el Levítico, relativas a la limpieza y a la impureza, todas las cuales contienen principios de la más profunda importancia para los creyentes de todas las épocas, para nosotros mismos ahora, aunque nos regocijemos en la verdad de que Cristo, mediante una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los santificados.

El significado de las respuestas dadas por los sacerdotes a Hageo (respuestas que, debe observarse, se basan en la Palabra segura de Dios), es, primero, que una cosa santa no tiene poder para santificar; y, segundo, que la inmundicia debe contaminar todo lo que entra en contacto con ella. Veamos un poco estas dos cosas. Es necesario, en primer lugar, tener claro qué se entiende por cosa santa. Es lo que se aparta para el servicio de Dios; y así la «carne santificada» puede ser, por ejemplo, una parte de un animal que se ha dedicado a Dios en sacrificio (véase Lev. 7:28-36, etc.). No era, por tanto, lo que es intrínseca y absolutamente santo por su propia naturaleza. Dios es, pues, santo, y tal santidad es necesariamente exclusiva del mal, como la luz es exclusiva de las tinieblas; pero una cosa santa en la Escritura es lo que está consagrado, apartado para Dios. Israel como nación era santa en este sentido, porque había sido apartada de todos los demás pueblos de la tierra, y separada para Dios; y de la misma manera todo lo que ellos mismos, bajo la dirección divina, dedicaban al servicio de Dios era santo.

Pero todo lo que era santo de esta manera no tenía poder, como aprendemos de nuestro pasaje, para santificar otras cosas. Bien hubiera sido para la Iglesia, como también para los creyentes individuales, si esta lección se hubiera puesto en práctica, pues en todas las épocas se ha intentado lograr lo que los sacerdotes judíos declararon imposible. Por ejemplo, el profeta Isaías dice que deben ser limpios los que llevan los vasos del Señor; pero ¿cómo ha llevado a cabo la cristiandad el espíritu de este requisito? Por medio de la ordenación y la consagración, como si la recitación de palabras solemnes y un toque humano, aunque fuera de una mano santa, pudiera santificar al servicio del Señor, o un oficio «santo» hiciera santos a sus titulares. La misma observación se aplica a las cosas y lugares «sagrados» que abundan por todas partes, todos los cuales son hechos «sagrados» por alguien que lleva, por así decirlo, «carne santa en la falda de su ropa», y por «tocar» pretendiendo impartirles santidad. Todo esto no es más que una parodia de lo que está real y divinamente santificado; y siempre que la Iglesia trata de apropiarse de las cosas del mundo por su contacto «santo» para su propio uso y ventaja, no hace más que traicionar su ignorancia de su verdadero lugar y carácter, y se contamina con las mismas cosas que ha tratado de santificar. Precisamente por eso, sus «santas» órdenes de los hombres, las cosas y los lugares no son más que las pruebas de su propia corrupción.

El segundo principio no hace más que afirmar la conclusión anterior. La impureza debe contaminar, pero ¿de qué impureza se habla? Se trata de alguien que había estado limpio, pero que se ha vuelto impuro por un cadáver. Ahora bien, la muerte es el fruto del pecado y, por lo tanto, esta es la fuente de la impureza (véase Núm. 6:19). No se trata entonces, aplicando la verdad a nosotros mismos, de la impureza de un pecador ante Dios, sino de la de un creyente que se ha contaminado por malas asociaciones; y la lección solemne respecto a tal persona es que, como la brea, contamina todo lo que toca. ¡Qué responsabilidad recae entonces sobre nosotros individualmente en nuestra comunión con los santos de Dios! ¿Nos hemos contaminado por falta de vigilancia, por el contacto con un «cuerpo muerto», y nos mezclamos con los santos, como si todo estuviera bien con nuestras almas? Ah, qué poco recordamos el efecto de nuestro estado en los demás. Además, ¿alguno aboga por que los creyentes, sean cuales sean sus asociaciones, sean recibidos en la santa comunión de los santos, en su partimiento del pan y en sus oraciones? Que lean y reflexionen sobre la verdad de esta escritura, y entonces que confiesen que nada que contamine, si se conoce, puede asociarse con el santo nombre de Cristo. Como con los creyentes individuales, así con las asambleas, la responsabilidad es ser santos porque Dios es santo.

El profeta, habiendo recibido sus respuestas de los sacerdotes, aplica la verdad a su propia condición. Respondió y dijo: «Así es este pueblo y esta gente delante de mí, dice Jehová; y asimismo toda obra de sus manos; y todo lo que aquí ofrecen es inmundo». El significado de esta solemne declaración es evidente. Israel –pues el remanente restaurado ocupaba el lugar de la nación ante Dios– era un pueblo santo, separado para Dios. Pero esto implicaba para ellos la responsabilidad de caminar de acuerdo con el lugar en el que se encontraban por la gracia soberana de Dios; ser para Aquel, para quien estaban separados. Sin embargo, ¿qué encontramos? En este momento la mente de Dios estaba en la construcción de su casa; la de ellos estaba en sus propias casas (Hageo 1). Por lo tanto, fuera de la comunión con Aquel que los había llamado, obraban para sí mismos, y no para Jehová; ocupados con sus propias cosas, y no con las de él. De este modo, se habían contaminado prácticamente; habían perdido, por así decirlo, su condición de nazareos, al quedar impuros por el contacto con el cuerpo muerto de sus propios pensamientos y deseos egoístas. ¿Y cuál fue la consecuencia? La obra de sus manos fue contaminada, así como los sacrificios que pusieron sobre el altar de Jehová.

Al ser impuros, contaminaban todo lo que tocaban; y nada de lo que hacían, ya sea en sus ocupaciones diarias o en su culto profesado, era aceptable para Dios. Y ¡qué lección para nosotros en este día se enseña con ello! Puede que nunca seamos tan diligentes en la actividad, o en la reunión con los santos; pero si no estamos bien con Dios, si no mantenemos nuestra separación, si hemos dejado de juzgarnos a nosotros mismos, y de confesar nuestros pecados, tanto nuestro trabajo como nuestro culto están contaminados. Tenemos esta misma lección enseñada en la Epístola a los Hebreos. Después de haber señalado que es privilegio del creyente tener audacia para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, el apóstol procede: «Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, con corazones purificados de una mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (Hebr. 10:19-22). Teniendo el camino abierto hacia el Lugar Santísimo, y todos los requisitos para entrar en él, puede que no seamos capaces de aprovechar este privilegio indecible debido a nuestra condición práctica. La falta de un corazón verdadero, un corazón que no tenga reservas ante Dios, que haya sido expuesto plenamente a la luz de su presencia en el auto juicio, puede resultar, y resultará, una barrera eficaz ante el camino nuevo y vivo que Cristo ha iniciado para nosotros a través del velo. Y si, olvidando nuestro estado práctico, tratamos de presentarnos ante Dios, como Israel, solo contaminaremos de la misma manera que ellos nuestra ofrenda (véase también 1 Cor. 9:27-29; 1 Juan 3:19-22).

Pero a través de la gracia, la Palabra de Dios, tal como la había pronunciado el profeta, ya había llegado a sus conciencias, los había despertado de su indiferencia y negligencia y, produciendo en ellos un sentido de su fracaso, los había hecho volver a Jehová. A partir de ese momento, sus cosas, sus casas, dejaron de ocupar sus mentes, y, animados por el estímulo que les había sido administrado por la ternura del Señor, procedieron a poner los cimientos de su templo. Y el objeto del Señor en este nuevo mensaje a su pueblo era llamar su atención sobre el cambio de su actitud hacia ellos desde que se habían hecho obedientes a su palabra. Así, del versículo 15 al 17 tenemos una descripción de su trato con ellos mientras descuidaban su Casa. Dios no podía, en consonancia con su santidad y con su amor a su pueblo, bendecirlos cuando sus corazones se apartaban de él, cuando utilizaban su gracia, en su restauración del cautiverio, como medio para su propia comodidad y confort.

Por lo tanto, trató con ellos en juicio, castigándolos, para despertarlos de su torpeza espiritual, y para enseñarles la lección que el pueblo de Dios siempre necesita, que su verdadera bendición y prosperidad solo se puede encontrar en los caminos de Jehová, y no en los suyos propios. Esto explica las palabras del profeta: «Ahora, pues, meditad en vuestro corazón desde este día en adelante», (es decir mirando hacia el pasado, la palabra se usa en el sentido de tomar una retrospectiva), «antes que pongan piedra sobre piedra en el templo de Jehová» (cuando la gente decía: «No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada».) «Antes que sucediesen estas cosas, venían al montón de veinte efas, y había diez; venían al lagar para sacar cincuenta cántaros, y había veinte. Os herí con viento solano, con tizoncillo y con granizo en toda obra de vuestras manos; mas no os convertisteis a mí, dice Jehová» (v. 15-17).

Tal era la condición pasada del pueblo, y tan endurecido estaba, que era insensible a los castigos de Jehová –no se volvió a él. Pero al final, como hemos visto, el objetivo del Señor (como debe ser siempre el caso) fue alcanzado, y él despertó el espíritu de todos, desde el más alto hasta el más bajo, «y vinieron y trabajaron en la casa de Jehová de los ejércitos, su Dios» (Hageo 1:14). Es en referencia a esto, su restauración espiritual, de hecho, que el profeta procede con su mensaje: «Meditad, pues, en vuestro corazón, desde este día en adelante» (la palabra «en adelante» se usa aquí en el sentido de hacia adelante), «desde el día veinticuatro del noveno mes, desde el día que se echó el cimiento del templo de Jehová; meditad, pues, en vuestro corazón. ¿No está aún la simiente en el granero? Ni la vid, ni la higuera, ni el granado, ni el árbol de olivo ha florecido todavía; mas desde este día os bendeciré» (v. 18-19).

Al comparar Hageo 1:13-15 con esta escritura, se percibe que fueron exactamente tres meses desde el momento en que el pueblo comenzó a trabajar en la casa de Jehová, cuando se pusieron los cimientos. Este tiempo se emplearía en la preparación necesaria; y es sorprendente observar que Jehová no comenzó a bendecirlos hasta que se pusieron los cimientos. Esperó durante esos tres meses para probar los corazones de su pueblo, la realidad de su restauración, para obrar en ellos un sentimiento de su condición pasada, y así prepararlos para recibir la bendición que iba a otorgar. Siempre es así en sus caminos con su pueblo. Su corazón hacia ellos nunca cambia, pero la manifestación de su corazón debía depender de su condición. Su corazón es siempre bendecir, y si retiene la bendición, es solo debido al estado espiritual de ellos.

Entonces, cuando por su gracia hay un verdadero auto juicio y confesión, a menudo hay todavía mucho trabajo que hacer –como en el caso de Pedro, por ejemplo– mucho escrutinio del corazón que debe ser experimentado, antes de que él pueda hacerles disfrutar de nuevo el sentido de su gracia y amor restauradores. Así en nuestro pasaje. El pueblo había trabajado durante tres meses en obediencia a la Palabra de Jehová, y ahora, cuando, al final de este período (un período sin duda de mucha reflexión y autoexamen), habían llegado a lo que estaba más cerca del corazón de Jehová, los cimientos de su templo, él proclama que desde ese momento los bendeciría; porque ahora estaban caminando de acuerdo con la posición en la que habían sido puestos. Separados como estaban de Dios, un pueblo santo, ahora eran para él –para Aquel que los había llamado. Por lo tanto, habían perdido su impureza, su nazareato había sido restaurado, y así el trabajo de sus manos y su ofrenda ya no eran impuros (v. 14); y el corazón de Dios estaba libre para ir hacia ellos con abundante bendición.

Siempre es así en todas las dispensaciones. Las bendiciones aquí prometidas a Israel eran temporales, de acuerdo con la economía bajo la cual se encontraban; pero el principio de la bendición, como hemos mostrado a menudo, es el mismo para los creyentes ahora. Siempre que el pueblo de Dios camina en sujeción de corazón a su Palabra, en comunión con su propio pensamiento, está en el camino seguro de la bendición y la prosperidad del alma. Y nada menos que esto satisface los deseos de Dios para los suyos. En su gracia nos ha llevado a la comunión consigo mismo y con su Hijo Jesucristo, y es nuestro bendito privilegio entrar en el disfrute y la realización de esta bendición indecible. Pero hacerlo implicará, como ocurrió en su medida con el remanente, perder de vista a nosotros mismos y nuestras cosas, para poder ser absorbidos por los pensamientos, objetivos, propósitos y deseos de Dios.

Pero si nos examinamos a nosotros mismos, o si probamos las diversas actividades y los múltiples ministerios de la verdad de este día, tendremos que confesar lo poco que cualquiera de nosotros sabe lo que es elevarse a la plena altura de nuestro llamado. Pero en ello radica el secreto tanto de la fuerza como de la bendición: vivir en el poder del Espíritu incluso ahora en una región donde el hombre desaparece, y Dios es todo en todos, donde es nuestro gozo estar ocupados con sus cosas, y donde no nos falta nada porque estamos satisfechos al máximo en el círculo de gracia ilimitada en el que hemos sido introducidos, y en el que Dios ha condescendido a asociarnos con sus propios propósitos, así como a vincularnos con la gloria de su amado Hijo.

Y podemos añadir, en conclusión, que siempre que el corazón de un creyente responda por gracia a la llamada de Dios a caminar así con él, esta palabra: «Desde este día te bendeciré», se encontrará tan verdadera como cuando fue hablada a Israel por el profeta.

7 - Hageo 2:20-23

Esta profecía final, o el mensaje de Jehová por medio de Hageo a Zorobabel, gobernador de Judá, se recibió el mismo día –el día 24 del mes– que la inmediatamente anterior. Y hay una íntima conexión entre ambas, una conexión tan evidente como hermosa. Las últimas palabras del primero fueron: «Desde este día te bendeciré». Ahora bien, la bendición del remanente en la tierra se convirtió a la vez en profecía de la restauración y la bendición de Israel en el reino; pero esto implica dos cosas, como se revela en todas partes en las escrituras proféticas, a saber, la manifestación del Mesías, y el juicio de las naciones; y son estas dos cosas las que se encuentran en esta breve profecía.

Sin embargo, lo primero en orden, como se menciona aquí, es el juicio de las naciones. El período al que se refiere está exactamente definido en una profecía anterior (v. 6-9); pero aquí tenemos, además de la sacudida de los cielos y la tierra, el derrocamiento del trono de los reinos, etc. Con respecto a esto, a veces se plantea la cuestión de si se trata de la destrucción de la bestia y del falso profeta (véase Apoc. 19:19-21), o solo de las naciones que se reúnen contra Jerusalén. Sobre esto otro ha dicho: “El juicio mencionado en el versículo 22 me parece que no es el juicio de la cabeza de la bestia… Todo lo que se levanta contra los derechos de Jehová, establecidos según sus consejos en Jerusalén (derechos que se identificaban con la Casa que estaban construyendo), debe ser completamente derrocado. Sin duda esto es cierto, en general, del reino de la bestia; pero las condiciones de su existencia son muy diferentes. Dios había puesto a Jerusalén bajo el poder del jefe de este imperio. Los crímenes que atraen el juicio sobre él son aún más audaces e intolerables que aquellos de los que son culpables las naciones”. Coincidimos con esta opinión (comp. con Zac. 12 y 14; véase también Is. 24; 25; 29; etc.).

Por el momento, el trono de la tierra está en manos de los gentiles, un trono que han corrompido y utilizado para sus propios propósitos malvados, un trono que seguramente se ha convertido en uno de tiranía y opresión impías, uno que exalta al hombre y excluye a Dios. Su verdadera naturaleza ya ha sido declarada en la crucifixión de Cristo; porque los reyes de la tierra se levantaron, y los gobernantes se reunieron contra el Señor y contra su Cristo. «Porque en verdad», como dijeron los apóstoles ante Dios, «se juntaron en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel» (Hec. 4:27).

Y de nuevo los paganos se enfurecerán y el pueblo imaginará una cosa vana, y en su furia contra el pueblo de Dios se reunirá contra Jerusalén. Pero cuando se reúnan así con todo el poder de sus fuerzas, será solo para enfrentar el derramamiento de la indignación iracunda de Dios, que finalmente ejecuta el juicio sobre la tierra, preparatorio para el establecimiento del trono de Aquel que dominará también de mar a mar, y desde los ríos hasta los confines de la tierra. Los príncipes de este mundo no se dan cuenta de la tormenta que se avecina con tanta seguridad y rapidez; y, mientras tanto, se engañan con sus “ideas progresistas” y sueñan con un milenio sin Dios y sin su Cristo. Pero esta palabra ha salido de la boca de Dios, y no puede ser recordada: «De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca… Y trastornaré el trono de los reinos, y destruiré la fuerza de los reinos de las naciones; trastornaré los carros y los que en ellos suben, y vendrán abajo los caballos y sus jinetes, cada cual por la espada de su hermano» (v. 6, 22).

Pero hay una estrella de esperanza que surge de esta noche de juicio en la promesa a Zorobabel. «En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, te tomaré, oh Zorobabel hijo de Salatiel, siervo mío, dice Jehová, y te pondré como anillo de sellar; porque yo te escogí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 23). Hemos visto que esta profecía se refiere al juicio de las naciones en la víspera, o más bien en la mañana, de los 1.000 años. ¿En qué sentido habla entonces el profeta de Zorobabel en ese día? Se observará que solo a él se dirige este mensaje, y que se le habla en su capacidad oficial como gobernador de Judá. Ahora bien, es en este aspecto que se convierte en un tipo del Mesías; porque, como profetizó Jacob: «No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies, hasta que venga Silo; y a él se congregarán los pueblos» (Gén. 49:10); y como dijo Miqueas: «Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel» (Miq. 5:2). Es el Cristo de Dios de quien se habla en Hageo –el que es a la vez raíz y descendencia de David, y que, en relación con Israel, se sentará entonces en el trono de su padre David; «y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin» (Lucas 1:32-33). Él es quien en ese día será exhibido por Dios como un sello, y como su recipiente elegido para la bendición de su pueblo. Así clama Isaías, en nombre del Señor: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones» (Is. 42:1). Estas tres cosas, como ya se ha dicho, están siempre conectadas en las Escrituras: la aparición del Mesías en gloria, el juicio de las naciones y el establecimiento del reino en poder y bendición.

Y la certeza de la palabra divina está asegurada por una triple afirmación. Tres veces en un breve versículo encontramos «dice Jehová» o «dice Jehová de los ejércitos» (2:4, 23). En condescendencia con la debilidad de su pueblo, Jehová establece así un fundamento inamovible para su fe. A Abraham le fueron dadas «dos cosas inmutables» (el juramento y la promesa) «en las que es imposible que Dios mienta, tengamos un poderoso consuelo los que hemos huido en busca de refugio, para aferrarnos a la esperanza puesta ante nosotros» (Hebr. 6:18); pero a Zorobabel, y al remanente a través de él, Jehová le dio esta triple afirmación de la inmutable veracidad de su palabra. Por lo tanto, aunque la promesa todavía espera, no está lejos el momento en que Aquel que la ha hecho la cumplirá para alegría y bendición de su anhelante remanente elegido de Israel.

Antes de concluir nuestras observaciones sobre este libro de la Escritura, cabe hacer dos observaciones. La primera es que de él aprendemos la verdadera función del profeta (véase Hageo 1:12-15 y Esdras 5:1-2). El profeta no era él mismo un constructor, pero sus palabras se utilizaban para incitar y animar al pueblo a construir. Este es, según entendemos, el significado de la afirmación de Esdras: «Y con ellos los profetas de Dios que les ayudaban». El Señor llama así a uno de sus siervos a una clase de trabajo, y a otro a otra; y es su sabiduría hacer y mantenerse en el trabajo que él les da. ¡Cuánta confusión se habría ahorrado en la Iglesia de Dios si se hubiera recordado esta verdad! Porque, ¿qué ha sucedido? Los profetas se han convertido en constructores, y los constructores en profetas; los maestros han tratado de convertirse en evangelistas, y más generalmente los evangelistas se han dedicado a la enseñanza; mientras que los pastores han abandonado el cuidado de las ovejas para realizar otro tipo de trabajo al que nunca fueron llamados; y como consecuencia se ha despreciado la gracia soberana de la Cabeza de la Iglesia en el otorgamiento de los dones, y se ha pasado por alto la distinción del don.

Y sigue siendo un mal de magnitud no ordinaria –un mal, puede ser, el resultado en medida del estado arruinado de las cosas en que nos encontramos; pero uno para el cual no hay justificación con aquellos que son instruidos en la Palabra, y que se reúnen en el nombre del Señor Jesucristo. La exhortación de Pedro necesita ser presionada de nuevo en nuestros corazones y conciencias. «Cada cual ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe. 4:10); y también la de Pablo: «Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es de profecía, úsese según la proporción de la fe; si de servicio, en servir; el que enseña, en enseñar; el que exhorta, en exhortación; el que comparte, con sencillez; el que preside, con diligencia; el que usa de misericordia, con alegría» (Rom. 12:6-8).

La segunda observación es que todo el servicio registrado de Hageo está comprendido en el corto período de tres meses y 24 días. Pudo haber sido un siervo devoto durante años –de esto no sabemos nada; pero su trabajo que se destaca para ser recordado especialmente es el que se encuentra en este libro. Y qué sencillo era; y a los ojos de Hageo podría haber parecido muy insignificante. Consistía en unos pocos mensajes breves, que podían ser pronunciados en unos pocos minutos. Pero es este sencillo servicio el que Dios seleccionó para destacarse en la luz para la instrucción de su pueblo en todas las épocas futuras. Seguramente no es la cantidad, sino la calidad del trabajo; y no el éxito, sino la fidelidad, lo que encomienda al siervo al Señor. Que sea, por lo tanto, nuestro único deseo, en esta ocupada época, ser aceptables al Señor.