8 - Capítulo 8 – Mardoqueo administra el reino
Estudios sobre el libro de Ester
Se acerca la liberación; pero antes, Ester declara lo que Mardoqueo es para ella (no solo su origen y el pueblo al que pertenece): es la confesión más elevada de la esposa judía. Proclama abiertamente los lazos que la unen a aquel que la educó como huérfana, que la aconsejó y la acogió en todas sus angustias. Mardoqueo ya había sido revestido de dignidad real a los ojos de todos los habitantes de Susa, pues había “hablado por el bien del rey”, pero esta dignidad hasta entonces solo había sido moral, por así decirlo, e inmediatamente después reasumió su puesto de siervo a la puerta del rey (v. 1, 15). A partir de ahora, ya no está a la puerta; entra ante el rey. Su dignidad se hace efectiva y oficial. Está «vestido real de azul y blanco»; lleva una «gran corona de oro», y recibe el anillo real que le da autoridad administrativa sobre el pueblo. Sin duda, todo esto no es más que una imagen oculta, como todas las imágenes de este libro, pero la fe descubre en ella al Hombre Cristo Jesús, revestido de los atributos, prerrogativas y responsabilidades del poder supremo por el Soberano que posee ese poder [11]. En efecto, Cristo, como hombre, depende de Dios; recibirá de él las riendas del gobierno, y las pondrá en manos de su Padre, después de haber administrado el reino para Su gloria.
[11] Nunca repetiremos bastante que, por su carácter natural, Asuero es uno de los más tristes gobernantes de Persia. Violento, pero sin voluntad; intemperante; sujeto tanto al mal como al bien, según las influencias; inconsciente de su versatilidad cuando cambia de decisión; sin atribuirse nunca a sí mismo, sino a otros, el mal que, si no ha realizado, al menos ha tolerado y fomentado (comp. 8:7). Pero, absolutamente al margen de sus méritos y de su carácter, el poder está en sus manos, de modo que en ciertas ocasiones no se nos representa como lo que es moralmente, sino como el portador del poder supremo. Así se dice: «Vosotros sois dioses» y: «No hay autoridad sino de Dios» (Sal. 82:6; Rom. 13:1).
Es él quien, de ahora en adelante, dará, en favor del pueblo de Dios, las sentencias que Amán, el hombre satánico, había dado hasta entonces para destruirlo. Ester reconoce su derecho a todo lo que había pertenecido a Amán; como Libertador, ocupa el lugar usurpado por el opresor de los judíos. Pero Ester aún tenía un deber para con aquel que tenía la autoridad suprema. Habló con Asuero, se arrojó a sus pies, lloró y suplicó. Antes había ayunado y no había comido ni bebido durante 3 días; ahora se humilla ante el soberano y le suplica clemencia. Solo él, su legítimo esposo, puede evitar la calamidad. Le tiende a Ester el cetro de oro; entonces ella hace su petición, sintiendo que para verla cumplida depende enteramente de la gracia: «Si place al rey, y si he hallado gracia delante de él, y si le parece acertado al rey, y yo soy agradable a sus ojos, que se dé orden escrita para revocar las cartas que autorizan la trama de Amán» (v. 5). Esta será también la actitud de la esposa judía, en el día futuro, cuando el mal urdido por los hombres contra el pueblo esté a punto de alcanzarlo. Solo la gracia podrá detener el juicio. Pero, ¿cómo puede hacerse esto? ¿No está el soberano obligado por sus propios decretos? No es hijo de hombre para arrepentirse; lo que ha dicho se cumplirá. El juicio debe llevarse a cabo, pero en lugar de caer sobre el pueblo de Ester, caerá sobre sus enemigos. Sigue siendo juicio, pero apartado, por gracia, de las cabezas de aquellos que, habiendo recibido de la mano Jehová el doble por todos sus pecados, necesitaban ahora ser consolados. ¡Qué noticia para el corazón de Ester! La gracia habla a su corazón y le dice que su tiempo de angustia ha terminado.
Toda esta escena parece corresponder, hasta cierto punto, a lo que se nos dice de Israel en Apocalipsis 12, cuando la serpiente arroja por su boca agua como un río, el río de las naciones bajo su influencia, para engullir y aniquilar al pueblo del Mesías. Pero la tierra, escenario del orden divino en el mundo, abre su boca y se traga el río. ¿No es eso lo que ocurre aquí? Son las naciones las que son engullidas, no el pueblo de Dios, en cuanto el gobierno se pone en manos del único digno de ejercerlo, como nos muestra este misterioso libro de Ester.
Así, el día determinado para la ruina de Israel se convierte en el día de su liberación, pero mediante el juicio y la venganza sobre sus enemigos. El rey está implicado en todo lo que sucede. El que, tendiendo el cetro de oro a Ester, acogió en gracia todas sus peticiones, activa su palabra para el rápido cumplimiento de lo que había prometido (v. 14).
¡Qué cambio de escenario! Para las almas sumidas en la noche de la desesperación, había salido el sol; hay luz para los judíos “en el tiempo de la tarde”. Donde había aprensión y terror, ahora solo hay alegría y gozo. Es un día de fiesta, un día de celebración. Un hombre, Mardoqueo, fue el instrumento y el organizador de esta inmensa liberación. La alegría se extendió a la capital de las naciones: «La ciudad de Susa entonces se alegró y regocijó» al ver aparecer, investido de poder, con una vestidura real azul y blanca, una gran corona de oro y un manto de biso y púrpura, al que ya había recorrido sus calles como salvador. Pero el temor de los judíos cayó también sobre muchos, que se hicieron judíos para escapar al juicio.
Lo mismo sucederá al final de los tiempos: «En aquellos días», dice Zacarías, «acontecerá que diez hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros» (Zac. 8:23). Incluso antes de que se lleve a cabo la venganza, los judíos se regocijan. El descanso y la perfecta confianza nacieron en sus corazones con la aparición de Aquel que es el único que puede apartar la ira de las cabezas del pueblo. Así es como la aparición de Cristo pondrá fin a la gran tribulación, incluso antes de que se haya asestado el golpe final. La confianza llenará los corazones, porque Aquel que amó a la virgen de Israel, que llevó en su corazón al pueblo cautivo, que en toda su angustia estuvo angustiado, tiene ahora el poder Todopoderoso para cumplir los gloriosos propósitos de su amor.