5 - Capítulo 5 – Ester recibida en gracia. Amán se revela
Estudios sobre el libro de Ester
Notemos una vez más, en vista de lo que va a seguir, que el libro de Ester, muy diferente de sus contemporáneos, los libros de Esdras y Nehemías, ofrece tipos, pero tipos más o menos ocultos, en relación con todo su carácter. Si este libro no existiera, habría un vacío en los escritos divinos. En la gran tribulación, de la que este relato nos da una imagen, ¿hay todavía un recurso para el remanente que está ausente de Jerusalén y disperso entre las naciones? Sí. Vemos a una esposa judía recibida en gracia por quien representa la autoridad suprema, después de que la esposa gentil había sido repudiada. Como resultado del favor que se le concede, esta esposa será reconocida públicamente en cuanto a su origen, elevada en dignidad y honor como reina judía de las naciones, objeto del afecto de su esposo, aquellas «hijas de reyes están entre tus ilustres» (Sal. 45:9). Ester representa el remanente judío según el corazón de Jehová, convirtiéndose en el centro del pueblo renovado. Pero, además, en este tiempo de tribulación, se nos revela en este libro un salvador del pueblo: Mardoqueo, sometido a todas las consecuencias de la infidelidad de Israel y al yugo de las naciones, emprende él solo la resistencia contra Amán el agagueo, adversario de los judíos.
Resiste arriesgando su propia vida, pero es liberado de la muerte, cuyos límites solo vislumbra; muy inferior en esto a Aquel que fue el único que pudo probar su terrible realidad y salir victorioso. Mardoqueo es liberado para que, como veremos, pueda ser elevado al honor supremo y traer finalmente la paz a su pueblo. Todo esto es más o menos oscuro, y debe serlo, en una época en que Dios ha apartado su rostro de su pueblo; pero este encuentra en la gracia suprema un recurso que solo puede ser asido por la fe. Así es como el remanente será salvado de la gran tribulación. Si solo la fe puede captar y reconocer este recurso, el cumplimiento de esta liberación depende también de la fidelidad de Ester. Lo mismo ocurre con los Salmos, que contienen tanto el clamor de la fe, contando con la gracia de Dios, como la integridad de los corazones fieles a la Palabra y a los mandamientos de Jehová. De la misma manera, Ester obedeció el mandato de Mardoqueo, a pesar de los riesgos que entrañaba. La liberación dependía, pues, de la gracia soberana, por un lado, y de la fe y fidelidad de la esposa judía, por otro.
Confiada en la palabra de Mardoqueo, Ester se presentó ante el rey. En cuanto la vio, le entregó el cetro de oro. ¡Ha sido gentilmente recibida! Su corazón rebosaba de alegría. La liberación aún no es completa, pero la gracia que la trae ha aparecido en los ojos de Ester. «¿Qué tienes, reina Ester –dijo el rey– y cuál es tu petición? Hasta la mitad del reino se te dará» (v. 3). Desde el primer momento, ella está segura de compartir la mitad de lo que el rey posee. Sus peticiones pueden extenderse más allá de todos los límites de lo que ella quería pedir. Pero mientras el Enemigo sea poderoso, ella debe combinar la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma. Ester pospone su petición, invita al rey y a Amán a su banquete, y así da al rey la oportunidad de confirmar su promesa (véase v. 3 y 6). Ahora bien, una promesa confirmada, en la que el soberano se compromete solo, no puede ser anulada.
Qué distinta es esta escena de la que vemos desarrollarse en el capítulo 6 del Evangelio según Marcos. También allí un rey, Herodes, dice las mismas palabras a la hija de Herodías: «Todo cuanto me pidas te lo daré, hasta la mitad de mi reino» (Marcos 6:23). Pero Herodes habla con el corazón inflamado por sus deseos culpables; quien le responde quiere el asesinato del Precursor, testigo y profeta del gran Rey. Satanás inspira todo esto, él, el asesino que reina por la lujuria. ¡Qué contraste! El afecto del rey está atraído por la gracia de su esposa. Ella se le presenta, y él la desea, él que tiene legítimos derechos sobre ella. Pero si la había descuidado durante un tiempo, cuando ella vuelve a él, después de 3 días de ayuno, llevando en el rostro las marcas de su angustia y sufrimiento, su interés se despierta, su corazón se vuelca en ella, le concede todo por adelantado, y ella no tiene más que pedir, segura, a la primera palabra, para obtener la respuesta. Descubrimos a Dios detrás de esta escena, y si Asuero, llamado a representarlo, es en el fondo solo un ser indigno, mimado por la omnipotencia, Dios, el Dios de Israel, utiliza este poder y su derecho de gracia para marcar su propio carácter y realizar sus designios.
Como hemos dicho, bajo la inspiración divina, Ester tiene la prudencia de una serpiente. Para que el juicio cayera sobre Amán, su orgullo y su odio tenían que alcanzar su punto culminante, y tenía que ponerse en presencia de la raza que quería exterminar y cuya defensa había tomado Dios. La primera comida de Ester no hace sino exaltar su orgullo, pero «Todo esto –dice– de nada me sirve cada vez que veo al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey» (v. 13). Así sucede siempre con las cosas que Satanás ofrece a los hombres para seducirlos. Cuando las poseen, como Amán, habiendo alcanzado la satisfacción de su orgullo, ya no les sirven para nada, hasta que una nueva codicia ha sido satisfecha. Así los pecadores son llevados de codicia en codicia, de ilusión en ilusión, hasta el día del juicio. Aquí, el odio de Amán, que solo puede satisfacerse con el asesinato de Mardoqueo, lo pondrá en contacto directo con el Dios vengador que protege a su siervo. ¿Cuál será entonces el destino del agagueo? Se prepara su perdición, como la de Sebna: «Morirás, y allá estarán los carros de tu gloria, oh vergüenza de la casa de tu señor. Y te arrojaré de tu lugar, y de tu puesto te empujaré» (Is. 22:18-19).
El odio satánico de Amán es aún más fuerte que su orgullo. Toda su gloria carece de valor hasta que se venga. Sus amigos y su esposa le animan: «Entra alegre con el rey al banquete» (v. 14). Tiene para él todos los parabienes que el mundo puede ofrecerle, aunque eso signifique, después de haber halagado sus lujurias, decirle: «Caerás por cierto delante de él» (6:13).
Todo esto es una imagen, no solo de la lucha entre Amán y Mardoqueo, sino entre Satanás y Cristo. El Adversario tiene que desenmascararse por completo antes de que Dios intervenga. En la cruz, Satanás dijo: Todo me es inútil hasta que me deshaga de Cristo. El miedo de verle tomar todo el poder y la soberanía, el miedo de verse sustituido en su propio dominio por el Santo y Justo, el miedo de ver al Señor cumplir sus propósitos de gracia en la salvación de su pueblo, obliga al Enemigo a revelarse completamente en la cruz, dando muerte a Jesús. Y, como en el libro de Ester, esta escena tiene lugar en el mismo momento en que Dios oculta su rostro a Cristo. Aquí, como allí, está en juego un solo hombre; en su carrera de humillación, Cristo había «salvado a otros», igual que Mardoqueo había salvado al propio rey. Y este hombre, Mardoqueo, ¿qué había pedido? ¿Qué había obtenido como recompensa? Nada, nada más que el Salvador, de quien es el débil tipo. En su amor, había cuidado y acogido tiernamente a la hija de su pueblo, como una gallina con sus polluelos bajo las alas. ¿Qué cosechó? Nada. La horca estaba preparada para él, de 50 codos de altura; podía verla elevarse sobre el palacio de la ciudad de Susa. ¿Qué hizo para evitarlo? No hizo nada. Este hombre camina en integridad, vive una vida oculta, observa la Ley, se esclaviza a otros, sufre y llora por su dolor, y al final de su carrera solo encuentra una horca. Sí, como en nuestra historia, Satanás es desenmascarado en la cruz, y Dios permanece oculto. Dios parece débil ante el triunfo del Malvado; su siervo es débil ante el formidable poder del Enemigo; pero la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres, que el propio Satanás, y Dios se glorifica al final por el juicio del Enemigo, por la exaltación de Cristo y por la salvación de sus amados.