Índice general
9 - Capítulo 9
Sinopsis — Marcos
9.1 - La transfiguración: la venida del Reino en poder y gloria en la tierra
En Mateo vimos la transfiguración anunciada en condiciones que se relacionaban con el tema de ese Evangelio –el Cristo rechazado tomando su gloriosa posición como Hijo del hombre. En cada uno de los Evangelios está en relación con el momento cuando esta transición está expuesta claramente; pero en cada caso con un carácter particular. En Marcos hemos visto el humilde y dedicado servicio de Cristo al anunciar el reino, por mucho que brillara la gloria divina a través de su humillación. Conforme a esto, la manifestación de la transición a la gloria se anuncia aquí como la venida del reino en poder. No hay nada que distinga muy particularmente el relato aquí de aquel en Mateo, excepto que el aislamiento de Jesús y de los 3 discípulos en este momento está señalado con más fuerza en el versículo 2, y que los hechos son relatados sin añadidos. Después, el Señor les manda que no dijesen a nadie lo que habían visto, hasta después de su resurrección de entre los muertos.
Podemos observar aquí que es, efectivamente, el reino en poder el que es manifestado. No se trata del poder del Espíritu Santo vinculando al pecador a Cristo la Cabeza, como miembro santo del Cuerpo, y revelando en esto la gloria celestial de Cristo tal como él está a la diestra del Padre. Cristo está en la tierra. Él está en relación con los grandes testigos de la economía judía (la Ley y la Profecía), pero unos testigos que le ceden a él todo el lugar, al tiempo que participan con él en la gloria del reino. Pero Cristo es manifestado en gloria en la tierra –el hombre en gloria es reconocido como Hijo de Dios, tal como él es conocido en la nube. Era la gloria tal como se manifestará en la tierra, la gloria del reino, estando Dios aún en la nube, aunque revelando su gloria en ella. Esta no es todavía nuestra posición como sin un velo; solo que el velo, en cuanto a nuestra relación con Dios, es rasgado de arriba abajo, y tenemos confianza para entrar en el lugar santísimo por la sangre de Cristo. Pero este es un privilegio espiritual, no una manifestación pública –nuestro velo, en cuanto a eso, nuestro cuerpo, no está rasgado; pero el de Cristo, como título para la entrada, sí lo está [9].
[9] La entrada en la nube no forma parte de la revelación aquí. La hallamos en Lucas. La nube para Israel era el lugar donde Dios moraba; era una nube de luz (Mat. 17).
9.2 - Un nuevo orden de cosas establecido en resurrección
Pero esta posición de gloria no podía ser tomada por el Señor, ni el glorioso reinado podía establecerse, excepto en un orden nuevo de cosas. Cristo debe resucitar de los muertos para establecerlo. No armonizaba con su presentación como Mesías, como él lo era entonces. Por tanto, él manda a sus discípulos que no lo dieran a conocer hasta después de su resurrección. Entonces sería una poderosa confirmación de la doctrina del reino en gloria. Esta manifestación de la gloria confirmó la fe de los discípulos en ese momento (tal como Getsemaní les enseñó la realidad de sus sufrimientos y de sus conflictos con el príncipe de las tinieblas); y esto formaría, a la postre, un tema para el testimonio de ellos, y su confirmación, cuando Cristo hubiera tomado su nueva posición.
Podemos ver el carácter de esta manifestación, y su relación con el reino terrenal de gloria del que hablaron los profetas, en 2 Pedro 1:19. Léase allí: «Tenemos más firme la palabra profética».
9.3 - El Hijo del hombre como la resurrección y la vida
Los discípulos se detuvieron en el umbral. De hecho, aunque sus ojos estaban abiertos, veían «a hombres como árboles… caminar» (Marcos 8:24). Se preguntaban, ¿qué podía significar esta «resurrección de los muertos»? (Marcos 9:9-10). La resurrección era conocida para ellos; toda la secta de los fariseos creía en ella. Pero este poder que liberaba de la condición en que el hombre e incluso los santos se hallaban, implicando también que otros serían dejados en ella cuando este poder se ejercitara, esto ellos lo desconocían totalmente. Que había una resurrección en la cual Dios levantaría a todos los muertos en los últimos días, no lo dudaban. Pero, que el Hijo del hombre era la resurrección y la vida –el triunfo absoluto sobre la muerte del postrer Adán, el Hijo de Dios teniendo vida en sí mismo, vida manifestada por su resurrección de entre los muertos (una liberación que se cumplirá también en los santos a su debido tiempo), de esto ellos no entendían nada. Sin duda recibieron las palabras del Señor como verdaderas, como poseyendo autoridad; pero su significado era incomprensible para ellos.
9.4 - Las dificultades de la incredulidad
Ahora bien, la incredulidad tarda en hallar dificultades que la justifiquen a sus propios ojos, los cuales rehúsan percibir las pruebas divinas de la verdad –dificultades bastante grandes en apariencia, y que pueden atribular las mentes de aquellos que, a través de la gracia, se inclinan a creer, o los que ya han creído, pero son aún débiles en la fe.
Los profetas habían dicho que Elías debía venir primero. Los escribas insistían en esto. Impactados por la gloria que confirmaba innegablemente los derechos de Cristo, los discípulos le hablan acerca de esta dificultad. La convicción que la perspectiva de la gloria produjo en sus mentes, les hizo confesar la dificultad con respecto a lo cual ellos antes habían callado, no atreviéndose a presentarla. Pero ahora la prueba es suficientemente fuerte como para animarlos a enfrentar la dificultad.
9.5 - Los sufrimientos antes de la gloria
De hecho, la Palabra hablaba de ello, y Jesús la acepta como la verdad; Elías tenía que venir y restaurar todas las cosas. Y él vendrá, efectivamente, antes de la manifestación de la gloria del Hijo del hombre; pero, antes de nada, el Hijo del hombre debía sufrir y ser rechazado. Esto también estaba escrito, así como la misión de Elías. Además, antes de esta manifestación de Cristo, que probó a los judíos en cuanto a su responsabilidad, Dios no había dejado de proporcionarles un testimonio de acuerdo al espíritu y poder de Elías; y ellos lo habían maltratado como quisieron. Estaba escrito que el Hijo del hombre debía sufrir antes de su gloria, tan verdadero como que Elías había de venir. Sin embargo, como hemos dicho, como prueba del testimonio a los judíos, aquel que tomó moralmente el lugar de Elías había venido. Ellos le habían tratado de la misma manera como iban a tratar al Señor. Así también Juan había dicho que él no era Elías, y cita Isaías 40, que habla del testimonio; pero él nunca cita Malaquías 4, que se refiere personalmente a Elías. El Señor (en Mat. 11:10) aplica Malaquías 3:1; pero Juan aplica Isaías.
9.6 - La gran necesidad; la fe débil y vacilante; el poder omnipotente para sanar
Descendido de la montaña, el pueblo se apresura hacia él, sorprendido, aparentemente, ante esta misteriosa ausencia lejos de sus discípulos, y le saludan con la reverencia con la que toda su vida les había inspirado. Pero lo que había sucedido en su ausencia solo confirmaba la verdad solemne de que él debía partir, hecho que acababa de ser demostrado por un testimonio aún más glorioso. Incluso el remanente, aquellos que creían, no sabían cómo beneficiarse del poder que estaba ahora en la tierra. Incluso la fe de aquellos que creían no comprendía la presencia del Mesías –el poder de Jehová, el Sanador de Israel: ¿por qué quedarse, entonces, entre el pueblo y los discípulos? El pobre padre expresa su aflicción de una manera conmovedora, en palabras que muestran un corazón traído por el sentimiento de su necesidad a una condición correcta, pero muy débil en fe. Se relata el miserable estado de este hijo, y su corazón presenta un retrato real de la condición del remanente –fe que necesitaba apoyo por causa de la incredulidad en la que estaba enterrada. Israel no estaba en una condición mejor que la del pobre muchacho. Pero el poder estaba presente, capaz de todas las cosas. Esa no era la dificultad. La pregunta era: ¿Hay allí fe para beneficiarse de ello? «Si puedes hacer algo» (Marcos 9:22), dijo el afligido padre a Jesús. «¡Lo de si puedes!» (contestó el Señor) se aplica a tu fe; «todo es posible el que cree» (Marcos 9:23). El pobre padre, de corazón sincero, confiesa su propio estado con pesar, y busca, en la bondad de Cristo, ayuda para su fracaso. Así la posición de Israel fue claramente mostrada. El poder todopoderoso estaba presente para sanarlos, para liberarlos del poder de Satanás. Se tenía que hacer a través de la fe, pues el alma debía volver a Dios. Y había fe en aquellos que, tocados por el testimonio de su poder, conmovidos por la gracia de Dios, buscaban en Jesús el remedio para sus males y el fundamento para sus esperanzas. Su fe era débil y vacilante; pero allí donde existía, Jesús actuaba con el poder soberano de su propia gracia, y de la bondad de Dios que encuentra su medida en sí misma. Por muy lejos que hubiera ido la incredulidad en aquellos que debieron ser beneficiados por la gracia de una dispensación, dondequiera que había una necesidad que satisfacer, Jesús responde a ella cuando se le mira a él. Y esta es una gran misericordia y un gran estímulo para nosotros.
No obstante, para que este poder pudiera ser ejercido por el hombre (a lo cual Dios le llamaba), era necesario que él se acercase lo más posible a Dios –que aquel a quien era encomendado se habituara a la comunión con Dios, retirándose de todo lo que le conectaba con el mundo y con la carne.
9.7 - La incredulidad traída a Jesús; el enemigo echado fuera
Recapitulemos aquí los principios de esta narración con respecto a la aplicación general de ellos. El Señor, que se iba a marchar para no ser más visto por el mundo hasta venir en gloria, encuentra, al descender del monte de la transfiguración, un caso del poder de Satanás sobre el hombre, sobre el pueblo judío. Esto había continuado desde casi el comienzo de la existencia del muchacho. La fe que reconoce la intervención de Dios en Cristo, y que se refugia en ella del mal actual, es débil y vacilante, preocupada con el mal, cuya vista oculta en gran medida el poder que lo domina y lo elimina. Con todo, el sentido de necesidad es lo suficientemente profundo como hacerlo recurrir a este poder.
Es la incredulidad que no sabe contar con el poder que está presente, lo que pone fin a las relaciones de Cristo con el hombre. No es la miseria del hombre lo que lo produce –esto fue lo que le hizo descender a la tierra. Pero el poder todopoderoso está presente –solo es necesaria la fe para beneficiarse de él. Pero si el corazón, a causa del poder del enemigo, se vuelve a Jesús, puede (gracias a Dios) traer su incredulidad a Él, así como todo el resto. Hay amor y poder en él para toda clase de debilidad. El pueblo se agolpa, atraídos a la vista del poder del enemigo. ¿Puede el Señor sanarle? Pero, ¿permitirá él que el testimonio del poder de Satanás invada sus corazones? Esta es la curiosidad de los hombres, cuya imaginación está llena del efecto de la presencia del enemigo. Pero, cualquiera que pudiera ser la incredulidad del hombre, Cristo estaba presente, el testimonio de un poder que, en amor hacia los hombres, destruía los efectos del poder del enemigo. La multitud se agolpa –Jesús ve esto, y con una palabra echa fuera al enemigo. Él actúa según la necesidad de su poder, y de los propósitos del amor de Dios. Así, el esfuerzo del enemigo ocasionó la intervención de Jesús, que la debilidad de la fe del padre tendió a detener. No obstante, si dejamos todas nuestras debilidades, así como nuestras miserias, delante de Cristo, él responde conforme a la plenitud de su poder.
9.8 - La inteligencia en los caminos de Dios obstaculizada por la carne
Por otra parte, si la carne se entromete con los pensamientos de la fe, esto obstaculiza la comprensión de los caminos de Dios. Mientras viajaba, Cristo explicó su muerte y su nueva condición en resurrección. ¿Por qué culpar a la falta de inteligencia que escondía todo esto de ellos, y llenaba sus mentes con ideas de la gloria terrenal y mesiánica? El secreto de la falta de inteligencia en ellos radicaba aquí. Él lo había dicho claramente; pero en el camino, disputaban entre ellos sobre quién tendría el primer lugar en el reino. Los pensamientos de la carne llenaban sus corazones, con respecto a Jesús, con exactamente lo opuesto a lo que llenaba la mente de Dios respecto a él. La debilidad, presentada a Jesús, encuentra una respuesta en poder y en gracia soberana; la carne y sus deseos ocultan de nosotros, incluso cuando pensamos en él, toda la importancia de los pensamientos de Dios. Era su propia gloria la que estaban buscando en el reino; la cruz –el verdadero camino a la gloria– era incomprensible para ellos.
9.9 - Los discípulos enseñados en cuanto al rechazo de su Señor
Después de esto, el Señor reanuda con sus discípulos el gran asunto delante de él en este momento; y que era, en todo sentido, aquello que debía ser decidido ahora. Él iba a ser rechazado, y se separa de la multitud, con sus discípulos, para instruirles sobre este punto. Preocupados por su gloria, por sus derechos como Mesías, ellos no comprenden esto. Hasta su fe, tal como era, les enceguece para todo lo que está más allá de eso; porque, mientras esta se une correctamente a la Persona de Cristo, vinculaba –o más bien, sus propios corazones, en los que existía fe, vinculaban– con Cristo, el cumplimiento de aquello que su propia carne deseaba y buscaba en él para ellos mismos. ¡Qué sutil es el corazón! Este se delata a sí mismo en su disputa por el primer lugar. La fe de ellos es demasiado débil para soportar explicaciones que contradecían sus ideas (v. 32). Estas ideas se manifiestan entre ellos tal como son. Jesús los reprueba y les presenta un niño como ejemplo, tal como antes lo había hecho a menudo. Aquel que siguiese a Cristo, debería tener un espíritu totalmente opuesto al del mundo –un espíritu que perteneciese a aquello que era débil y despreciado por el orgullo del mundo. Al recibir a un tal, ellos recibirían a Cristo; al recibir a Cristo, recibirían al Padre. Eran las cosas eternas las que estaban en cuestión, y el espíritu de un hombre debía ser, entonces, el espíritu de un niño.
9.10 - La enseñanza para la vida cristiana como separados para Dios y participando del rechazo del Señor
El mundo era tan contrario a Cristo, que el que no estaba con él, estaba contra él [10]. El Hijo del hombre tenía que ser rechazado. La fe en su Persona era el asunto, y no el servicio individual hacia él. ¡Lamentable! los discípulos todavía pensaban en ellos mismos: él «no nos sigue» (9:38). Ellos debían participar de su rechazo, y si alguien les daba un vaso de agua fresca, Dios lo recordaría. Cualquier cosa que los hiciese tropezar en el camino, aunque fuese su propio ojo derecho o su mano, harían bien en cortarlos y echarlos fuera, pues no eran las cosas de un Mesías terrenal las que estaban en cuestión, sino las cosas de la eternidad. Y todo debía ser sometido a prueba por la santidad perfecta de Dios, y eso a través del juicio, por un medio u otro. Todos debían ser salados con fuego –los buenos y los malos. Donde hubiese vida, el fuego consumiría solamente la carne; pues cuando somos juzgados, somos castigados por el Señor, para no ser condenados con el mundo. Si el juicio alcanza a los impíos (y los alcanzará fuera de toda duda) se trata de la condenación –un fuego que no se apaga. Pero para los buenos, había también algo más: debían ser salados con sal. Los que estaban consagrados a Dios, cuya vida era una ofrenda para él, no carecerían del poder de la gracia santa, que vincula el alma con Dios e interiormente la preserva del mal. La sal no es la gentileza que complace (que la gracia produce, sin duda), sino esa energía de Dios dentro de nosotros que vincula todo lo que está en nosotros con Dios y dedica el corazón a él, ligándolo a él con el sentimiento del deber y del deseo, rechazando todo lo que en uno mismo es contrario a él (deber que fluye de la gracia, pero que actúa con tanto más poder por ese motivo). Así, en forma práctica, era la gracia distintiva, la energía de la santidad, que separa de todo mal; pero separándose para Dios. La sal era buena: el efecto producido en el alma, la condición del alma, es llamada así, al igual que la gracia que produce esta condición. De este modo, aquellos que se ofrecían a Dios, eran apartados para él; ellos eran la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué puede ser salada? Es utilizada para sazonar otras cosas, pero si la sal precisa de sí misma, no queda nada que la pueda salar. Así sería con los cristianos; si aquellos que eran de Cristo no rendían este testimonio, ¿dónde se podría encontrar algo, aparte de los cristianos, que les rindiera testimonio y que lo produjese en ellos?
[10] Algunos tienen dificultad en reconciliar esto con: «No se lo prohibáis», «el que no está contra nosotros, a favor de nosotros está» (9:38-39; véase Mat. 12:30). Pero estas expresiones concuerdan cuando el punto principal es visto: Cristo constituía un criterio divino del estado del hombre, y planteaba seriamente las cosas. El mundo estaba total y absolutamente en su contra. Si un hombre no lo estaba, no cabían medias tintas, este estaba con él. Pero habiendo sido planteadas las cosas, si un hombre no estaba con él, era del mundo, y por lo tanto en contra de él.
Ahora bien, este sentimiento del deber hacia Dios que separa del mal, este juicio de todo mal en el corazón, debe ser en uno mismo. No es un asunto de juzgar a otros, sino de colocarse uno mismo ante Dios, llegando a ser, de este modo, la sal, teniéndola en uno mismo. Con respecto a los demás, uno debe buscar la paz, y la separación práctica de todo mal es lo que nos capacita para caminar juntos en paz.
En una palabra, los cristianos tenían que mantenerse separados del mal y cerca de Dios ellos mismos; y caminar con Dios en paz los unos con los otros.
Ninguna enseñanza podía ser más clara, más importante y de más valor. En pocas palabras, ella juzga y dirige toda la vida cristiana.
9.11 - Las relaciones de Dios con el hombre; la obediencia del Señor como Hombre
Pero el final del servicio del Señor se acercaba. Habiendo descrito en estos principios las exigencias de la eternidad y el carácter de la vida cristiana, él vuelve a todas las relaciones de Dios con el hombre, a sus elementos originales, poniendo aparte al mundo y su gloria, y la gloria judía también, en cuanto a su cumplimiento inmediato, y destacando la senda de la vida eterna en la cruz, y en el poder salvador de Dios. Sin embargo, él mismo toma el lugar de obediencia, y de servicio –el verdadero lugar del hombre– en medio de todo esto: Dios mismo es presentado, por otra parte, en su carácter propio como Dios, en su naturaleza y en sus derechos divinos; siendo omitidas la gloria que pertenece a las dispensaciones y las relaciones apropiadas a ellas.