7 - El nuevo pacto (Hebr. 8)
La Epístola a los Hebreos
En el capítulo séptimo se ha presentado el nuevo orden del sacerdocio, al que Cristo ha sido llamado, y su superioridad sobre el sacerdocio aarónico, que implica la anulación de la Ley del sacerdocio levítico.
Ahora hemos de aprender que el nuevo sacerdocio no solo deja de lado la Ley mosaica en cuanto al nombramiento del sacerdote, sino que abre el camino al nuevo pacto, basado en un nuevo sacrificio y ejercido en el nuevo santuario para nuevos adoradores. Los dos grandes temas de este capítulo son: en primer lugar, el gran hecho de que el servicio sacerdotal de Cristo se ejerce ahora en relación con el cielo (v. 1-5); en segundo lugar, que implica el nuevo pacto (v. 6-13).
(V. 1-2). El capítulo se abre con un breve resumen de la verdad ya presentada. El redactor afirma, no solo que existe tal Sumo Sacerdote, sino que «tenemos un tal sumo sacerdote». Esta persona grande y gloriosa, llamada a ser Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, está a nuestro servicio. Es aquel a quien podemos acudir en busca de compasión en nuestro dolor y de socorro en nuestras debilidades. El redactor nos recuerda la incomparable dignidad de nuestro Sumo Sacerdote presentándonos su lugar de poder «a la diestra del trono», su cercanía a Dios, «el trono de la majestad», y su posición exaltada, «en los cielos».
Además, es ministro del santuario, o «lugares santos». Este no es el santuario terrenal, sino «el verdadero tabernáculo, que erigió el Señor, no el hombre». Más adelante en la Epístola se nos dice que este es «el cielo mismo» (Hebr. 9:24). La mención del santuario introduce otra parte del servicio sacerdotal de Cristo. Ya no se trata del servicio de socorrernos en nuestras penas, o de apoyarnos en nuestra debilidad, sino de ese servicio superior por el que somos conducidos como adoradores a la presencia de Dios. Su servicio por nosotros en nuestras circunstancias del desierto ha sido presentado en Hebreos 2 al 7; su servicio sacerdotal al conducirnos al santuario como adoradores es presentado más definitivamente en Hebreos 8 al 10.
(V. 3). Así como una parte importante del trabajo de los sacerdotes levitas era ofrecer dones y sacrificios, Cristo, como nuestro Sumo Sacerdote, tiene algo que ofrecer, como leemos más adelante en la Epístola: «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios» (Hebr. 13:15).
(V. 4-5). Esta obra sacerdotal de Cristo se ejerce en el cielo y en favor de un pueblo celestial. Si estuviera en la tierra no sería sacerdote, ya que en la tierra los únicos sacerdotes humanos sancionados por Dios como una clase distinta dentro del pueblo de Dios fueron nombrados según la Ley. Servían como «la imagen y la prefiguración de las cosas celestiales». Esto está implícito en las instrucciones explícitas dadas a Moisés, a quien se le dijo que hiciera el tabernáculo según el modelo que se le había mostrado en el monte (Éx. 25:40). Habiendo venido Cristo, «la imagen y la prefiguración de las cosas celestiales» ha cumplido su propósito. El sacerdocio humano ejercido en la tierra en favor de un pueblo terrenal da paso al sacerdocio celestial de Cristo, ejercido en el cielo en favor de un pueblo celestial.
¡Ay! El cristianismo habiendo perdido el llamamiento celestial del cristiano, ha establecido un sistema terrenal según el modelo del judaísmo, con un sacerdocio ordenado humanamente como una clase distinta dentro del pueblo de Dios. Al hacer esto no solo hay un retorno a las sombras y la pérdida de la sustancia, sino que hay la negación práctica del sacerdocio de Cristo y la usurpación de su oficio y servicio.
(V. 6-9). Cristo no solo ejerce un ministerio más excelente en el cielo, sino que es el Mediador de un pacto mejor, establecido sobre mejores promesas. De este nuevo pacto habla el redactor en los versículos 6-13.
Un pacto establece los términos en los que 2 personas pueden relacionarse. La Escritura habla de dos grandes pactos entre Dios y los hombres, el antiguo pacto y el nuevo, el pacto de la Ley y el pacto de la gracia. Tanto el antiguo como el nuevo pacto establecen las condiciones en las que Dios puede bendecir a su pueblo terrenal. La gran diferencia entre los pactos es que bajo los términos del primer pacto la bendición dependía de que el hombre hiciera su parte, mientras que bajo el segundo pacto la bendición está asegurada por la promesa incondicional de Dios. La obra mediadora de Cristo establece una base justa para que Dios bendiga al creyente en gracia soberana según los términos del nuevo pacto.
En el libro del Éxodo tenemos el relato histórico de Israel formalizando un pacto con Dios. Jehová se compromete a bendecir al pueblo si obedece su voz y cumple su pacto. El pueblo, por su parte, se compromete a cumplir su parte, como leemos: «Todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Éx. 19:5-8). Más tarde, este pacto es renovado por el pueblo y sellado con sangre (Éx. 24:6-8).
Es evidente que, bajo el antiguo pacto, el pueblo de Israel se relacionaba con Dios sobre la base de la Ley. Si guardaban la Ley, se les prometía vida y bendición en la tierra; si la quebrantaban, eran maldecidos. Toda la bendición dependía de que el hombre cumpliera su parte. Esta era la debilidad del primer pacto, pues es evidente que un hombre caído no puede guardar la santa Ley de Dios. Por eso se busca un lugar para un segundo pacto, del que Cristo es el Mediador.
En realidad, Jehová no culpa al primer pacto en sí, sino a los que no pudieron cumplir sus condiciones. “Jehová habla de un nuevo pacto”. El redactor, en los versículos 8-12, cita la versión de “los setenta” (llamada Septuaginta) de Jeremías 31:31-34 para presentarnos los términos de este nuevo pacto.
De esta cita aprendemos que el nuevo pacto tiene en vista el día venidero, y estrictamente se hace con Israel y se aplica a un pueblo terrenal. Sin embargo, si la letra del nuevo pacto se limita a Israel, su espíritu puede aplicarse a los cristianos. Por eso, en otra Epístola, el apóstol Pablo habla de sí mismo como de un ministro capaz del nuevo pacto, «no de la letra, sino del espíritu» (2 Cor. 3:6).
Por esta razón, no debemos esperar encontrar en el nuevo pacto ninguna de las verdades que establecen exclusivamente los privilegios cristianos, sino más bien bendiciones que son esenciales para todo el pueblo de Dios y comunes a todos los redimidos. Estas bendiciones en las que entrará el Israel restaurado y redimido en un día venidero son disfrutadas anticipadamente por los creyentes en el presente día de gracia.
El nuevo pacto está en contraste con el antiguo pacto hecho con Israel en el día en que fueron sacados de Egipto. En aquel día Dios separó a la nación del mundo, de Egipto, para que pudiera estar en relación con Él mismo. Pero, como hemos visto, según los términos del pacto, la bendición dependía de que el pueblo cumpliera su parte del pacto. Esto no lo hicieron, como dice el Señor: «No permanecieron en mi pacto». En consecuencia, perdieron la bendición, y Jehová «se desentendió de ellos». Considerar a un pueblo que, por desobediencia e idolatría, no cumplió con sus obligaciones, sería sancionar su maldad. Por lo tanto, Dios se negó a tenerlos en relación consigo mismo sobre la base del antiguo pacto. Sobre esta base la nación está rechazada.
(V. 10-12). Sin embargo, Dios puede recurrir y recurre a su gracia soberana y habla de un nuevo pacto para los días venideros. Este nuevo pacto depende enteramente de la gracia soberana de Dios y establece los términos en los que él puede estar con el hombre de acuerdo con su propia naturaleza santa y su propia voluntad. Al exponer la bendición del nuevo pacto, una y otra vez el Señor dice: «Haré» –«Este es el pacto que haré»; «Pondré mis leyes en su mente»; «Yo seré su Dios»; «Seré clemente»; «de sus pecados no me acordaré más». Está claro que las bendiciones del nuevo pacto dependen, no de las acciones del hombre o de la voluntad del hombre, sino de la voluntad soberana de Dios. La esencia del nuevo pacto es que el Señor se encarga de su cumplimiento.
Jeremías nos dice que las bendiciones del nuevo pacto son, en primer lugar, una obra de Dios en los corazones de su pueblo, por la cual sus mentes serán renovadas y sus afectos comprometidos, de modo que la Ley de Dios estará escrita en el corazón, en contraste con estar escrita en tablas de piedra. En segundo lugar, los así obrados serán un pueblo en relación con Dios. En el espíritu de esto entran los creyentes en este día, como leemos en el Evangelio según Juan: «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de la voluntad de carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Juan 1:12-13). En tercer lugar, habrá el conocimiento consciente del Señor, de modo que no habrá cuestión de enseñar a un vecino o a un hermano a conocer al Señor. ¡Cuán cierto es esto entre el verdadero pueblo de Dios hoy, que conoce personalmente al Señor, por mucho que tenga que aprender acerca del Señor, y en este sentido necesita enseñanza! En cuarto lugar, habrá la misericordia del Señor por la cual sus pecados serán tan justamente tratados que Dios podrá decir: «En cuanto a sus injusticias, y de sus pecados no me acordaré más». En esta gran bendición cada creyente es traído hoy.
(V. 13). Tales son los términos y las bendiciones del nuevo pacto. Si hay un nuevo sacerdocio por el cual nos acercamos a Dios, tiene que haber necesariamente un nuevo pacto; de lo contrario, el nuevo sacerdocio, por perfecto que fuera, no serviría de nada. Bajo el primer pacto, nuestro acercamiento a Dios dependería de que cumpliéramos los términos del pacto. Siendo esto imposible, nos encontraríamos constantemente alejados de Dios por nuestros propios fallos. Bajo el nuevo pacto estamos en relación con Dios enteramente sobre la base de lo que Dios ha hecho en gracia soberana.
El pacto es nuevo en el sentido de que es completamente diferente al antiguo pacto: no es un nuevo pacto del mismo modelo. Al ser nuevo, el antiguo resulta obsoleto; y al decaer y envejecer, está a punto de desaparecer. Por lo tanto, es en vano que los judíos o la cristiandad vuelvan a lo que el hombre ha roto y que Dios ha dejado de lado por la cruz y la destrucción de Jerusalén y del templo.