4 - Los sufrimientos de Cristo y su llamado al sacerdocio (Hebr. 5:1-10)
La Epístola a los Hebreos
El autor nos ha mostrado el ámbito en el que se ejerce el sacerdocio de Cristo –la Casa de Dios– y las circunstancias de su pueblo que requieren su servicio sacerdotal –la travesía del desierto. Ahora nos presenta los sufrimientos por los que pasó Cristo en vista de su servicio sacerdotal y el llamado al oficio sacerdotal.
(V. 1-4). Para desarrollar la bienaventuranza del sacerdocio de Cristo, el autor se refiere en estos versículos al sacerdocio aarónico como exponiendo principios generales en cuanto al servicio sacerdotal. Al mismo tiempo muestra por contraste la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de Aarón.
Debemos reconocer que estos 4 versículos no se refieren a Cristo y a su sacerdocio celestial, sino a Aarón y al sacerdocio terrenal. El escritor llama la atención sobre la persona del sacerdote terrenal, el trabajo del sacerdote, las experiencias del sacerdote y el nombramiento del sacerdote.
En cuanto a su persona, el sumo sacerdote es tomado «de entre los hombres». Esto contrasta notablemente con el sacerdocio de Cristo. Verdaderamente Cristo es hombre, pero es mucho más. El escritor ha atestiguado, y lo seguirá haciendo, que el Cristo que es nuestro Sumo Sacerdote es nada menos que el Hijo eterno.
En cuanto a su obra, el sacerdote terrenal está establecido para el hombre en las cosas que pertenecen a Dios, para que ofrezca tanto dones como sacrificios por los pecados, y ejerza indulgencia hacia los ignorantes y los descarriados. Aquí está la sombra del servicio sacerdotal de Cristo. Como Sumo Sacerdote, actúa en favor de los hombres –los muchos hijos que está llevando a la gloria– para evitar que fallen y mantenerlos en un camino práctico con Dios. Cristo ha ofrecido dones y sacrificios por los pecados para llevar a su pueblo a una relación con Dios, y habiendo realizado la gran obra que borró sus pecados, ahora ejerce su obra sacerdotal en intercesión, simpatía y socorro en favor de su pueblo ignorante y descarriado.
En cuanto a las experiencias personales del sacerdote terrenal, leemos: «Él también está rodeado de debilidad; y a causa de ella debe ofrecer sacrificio por los pecados, no solo por el pueblo, sino también por sí mismo». Aquí hay una analogía parcial y un contraste definitivo con el sacerdocio de Cristo. Es cierto que, en los días de su carne, Cristo se encontró en circunstancias de debilidad y dolencia; pero, en contraste con Aarón, la suya era una debilidad sin pecado, por lo que no podía decirse que ofreciera por los pecados de sí mismo.
En cuanto al nombramiento del sacerdote terrenal: «Nadie se atribuye este honor, sino cuando es llamado por Dios, así como lo fue Aarón». Aquí también hay una analogía, como se nos recuerda de inmediato, con el sacerdocio de Cristo. Nadie puede ocupar verdaderamente el lugar de sacerdote, en ningún sentido de la palabra, que no sea llamado por Dios. La intensa solemnidad de descuidar esta gran verdad se ve en el juicio que alcanzó a Coré y a los asociados con él, que trataron de establecerse en el sacerdocio sin ser llamados por Dios. Judas nos advierte que en la cristiandad habrá muchos que de la misma manera se nombrarán sacerdotes sin el llamamiento de Dios, y perecerán en el lucro de Coré (Núm. 16:3, 7, 10; Judas 11).
Aquí, entonces, tenemos el carácter del sacerdocio terrenal según el pensamiento de Dios, y no como se ilustra en la historia del fallido Israel, que termina con 2 hombres malvados ocupando el lugar de Sumo Sacerdote al mismo tiempo, y conspirando juntos para crucificar a su Mesías.
(V. 5-6). Con el versículo 5 el escritor pasa a hablar de Cristo como Sumo Sacerdote. Nos presenta la grandeza de su Persona como llamado a ser Sacerdote, las experiencias por las que pasó para tomar la posición de Sacerdote, y el nombramiento de Dios para este lugar de servicio.
4.1 - La gloria de su Persona
Cristo, llamado a ser nuestro gran Sumo Sacerdote, es verdaderamente tomado de entre los hombres para ejercer su sacerdocio en favor de los hombres. Sin embargo, en su humanidad es reconocido como Hijo: «Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy». Es esta gloriosa Persona –la que es verdaderamente Dios y verdaderamente Hombre, y en quien la Divinidad y la Humanidad se expresan perfectamente– la que es nombrada Sacerdote de acuerdo con la palabra: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec». En cuanto al carácter de este orden de sacerdocio, el autor tendrá más que decir. Aquí se cita el Salmo 110:4 para mostrar no solo la grandeza del Sacerdote, sino la dignidad del sacerdocio.
(V. 7-8). En los versículos que siguen, aprendemos las experiencias por las que Cristo pasó para poder ejercer su servicio sacerdotal. Cuán necesario era que él fuese la gloriosa Persona que es –el Hijo– para ejercer el Sumo Sacerdocio en el cielo. Pero se necesitaba más. Si había de socorrer a su pueblo en su peregrinación por el desierto, él mismo debía entrar en las penas y dificultades del camino. Así pues, el escritor recuerda de inmediato «los días de su carne», cuando participó de nuestras debilidades, recorrió el camino que nosotros pisamos, se enfrentó a las mismas tentaciones que nosotros y se vio rodeado de enfermedades semejantes. El escritor se refiere especialmente a los últimos sufrimientos del Señor, cuando el enemigo, que, como alguien ha dicho, “al principio había tratado de seducir a Jesús ofreciéndole las cosas que son agradables al hombre (Lucas 4), se presentaba contra él con cosas terribles” (J.N. Darby). En Getsemaní, el enemigo trató de apartar al Señor del camino de la obediencia, infundiéndole el terror de la muerte (del abandono). En presencia de este asalto el Señor actúa como el Hombre perfecto. No ejerció su poder divino y ahuyentó al demonio o se salvó de la muerte, sino que, como Hombre perfectamente dependiente, encontró su recurso en la oración, y así superó la prueba y venció al demonio. Sin embargo, su misma perfección como Hombre le llevó a sentir el terror de todo lo que tenía delante y a expresar sus sentimientos con fuertes gritos y lágrimas. Afrontó la prueba en perfecta dependencia de Dios, que podía salvarle de la muerte.
En toda esta dura prueba fue escuchado a causa de su piedad, que llevó a Dios a cada circunstancia por dependencia y confianza en él. Fue escuchado en la medida en que fue fortalecido en la debilidad corporal, y capacitado en espíritu para someterse a tomar la copa de la mano del Padre. Así venció el poder de Satanás, y aunque era Hijo, aprendió la obediencia por las cosas que padeció. Nosotros tenemos que aprender obediencia porque tenemos una voluntad perversa: él, porque era Dios sobre todo, que desde la eternidad siempre había mandado. A menudo aprendemos la obediencia por el sufrimiento que nos causamos a nosotros mismos con la desobediencia; él aprendió la obediencia por el sufrimiento que representó su obediencia a la voluntad de Dios. Aprendió por experiencia lo que costaba obedecer. Ningún sufrimiento, por intenso que fuera, podía apartarle del camino de la obediencia perfecta. J.N. Darby ha dicho: “Se sometió a todo, obedeció en todo y dependió de Dios para todo”.
Los sufrimientos a los que se refiere el autor fueron en «los días de su carne», no el día de su muerte. En la cruz sufrió bajo la ira de Dios, y allí debe estar solo. Nadie puede compartir o entrar en sus sufrimientos expiatorios. En el huerto sufrió por el poder del enemigo, y allí otros están asociados con Él. Nosotros podemos en nuestra pequeña medida compartir estos sufrimientos cuando estamos tentados por el diablo, y al hacerlo tenemos toda la simpatía y el apoyo de aquel que ha sufrido antes que nosotros.
(V. 9-10). Además, no solo fue escuchado en el huerto, sino que, habiendo padecido, también es escuchado en la resurrección y es perfeccionado en la gloria. Toma su lugar como el Hombre glorificado, según sus propias palabras: «Expulso demonios y hago curaciones hoy y mañana, y el tercer día acabo mi obra» (Lucas 13:32). Nada podía añadirse a la perfección de su Persona, pero habiendo pasado por los sufrimientos de los días de su carne, habiendo cumplido la obra de la cruz, y habiendo sido resucitado y glorificado, está perfectamente capacitado para ejercer su servicio en favor de los muchos hijos en camino hacia la gloria. Una vez perfeccionado, Dios se dirige a él como Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec. En la encarnación está llamado a asumir el sacerdocio de Melquisedec (v. 5); resucitado y perfeccionado en la gloria, se dice de él que ha (v. 10).