Inédito Nuevo

2 - Las glorias de la persona de Cristo (Hebr. 1 y 2)

La Epístola a los Hebreos


Al no mencionarse el nombre del escritor, podemos concluir que no tiene importancia para nosotros saber quién escribió la Epístola. La referencia del apóstol Pedro a una Epístola escrita por Pablo a los judíos, que él clasifica entre «otras Escrituras», parece indicar que el apóstol Pablo es el escritor (2 Pe. 3:15-16). También podemos señalar que, al final de la Epístola, el escritor cita a Timoteo: «Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido puesto en libertad, con quien, si viene pronto, os veré» (Hebr. 13:23).

El carácter especial de la Epístola bien puede explicar la omisión del nombre del escritor, ya que, entre otros propósitos, la Epístola fue escrita para mostrar que Dios ya no habla a través de los hombres, sino que, en maravillosa gracia, se ha puesto en contacto directo con los hombres en la Persona del Hijo. Además, en la Epístola, Cristo mismo es presentado como el Apóstol por medio del cual Dios ha hablado al hombre, y por tanto eclipsa a todos los demás que puedan, en un sentido subordinado, ser apóstoles.

El gran propósito de la Epístola es establecer a los creyentes en el carácter celestial del cristianismo y liberarlos de una religión terrenal de formas externas. Todo en el cristianismo –la gloria que trae a Dios y la bendición que asegura a los creyentes– depende de la Persona y la obra de Cristo. Por tanto, la Epístola se abre muy oportunamente presentando las glorias de su Persona. La gloria divina de Cristo como Hijo se despliega en Hebreos 1; la autoridad de su Palabra en Hebreos 2:1-4; y la gloria de su humanidad en Hebreos 2:5-18.

2.1 - La gloria del Hijo (Hebr. 1)

(V. 1-3). En tiempos pasados Dios habló a los padres de Israel en diversas ocasiones y de diversas maneras. Dios había hablado por medio de Moisés, afirmando en la Ley sus pretensiones sobre el hombre. En otras ocasiones, Dios había hablado por medio de ángeles en sus providenciales caminos con su pueblo. Más tarde, Dios había hablado por medio de los profetas para llamar a sí a un pueblo rebelde. Se menciona especialmente a los profetas como precedentes de la venida del Hijo.

El Hijo vino «al final de estos días», al final de los días de los profetas. El testimonio de Dios al hombre dado en los días pasados se continuó en la Persona del Hijo. Los profetas hablaron como instrumentos utilizados por el Espíritu de Dios. Cuando vino el Hijo, era Dios mismo quien hablaba. En la Persona del Hijo, Dios se acercó a los hombres, y el hombre pudo acercarse a Dios sin la intervención del profeta o del sacerdote.

La importancia de todo lo que se dice depende en gran medida de la grandeza y la gloria de la persona que habla. Dios nos ha hablado en la Persona más gloriosa: el Hijo eterno. Para que aprendamos la grandeza del Orador, y por lo tanto la importancia de lo que se dice, el Espíritu de Dios nos presenta una visión séptuple de la gloria del Hijo.

En primer lugar, el Hijo es el Heredero designado de todas las cosas. La filiación y la herencia están siempre relacionadas en las Escrituras. Los hombres intentan poseer la tierra, dominar el mar y conquistar el aire. Se esfuerzan por heredar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición. Cristo, como Hijo, lo heredará todo, porque él es el Heredero designado de todo, y solo él es digno de todo. La larga historia del mundo solo prueba que el hombre es totalmente indigno de heredar estas cosas. En la medida en que el hombre las tiene a su alcance, abusa de ellas para exaltarse a sí mismo y excluir a Dios. Utiliza el poder para afirmar su propia voluntad; las riquezas para intentar ser feliz sin Dios; la sabiduría para excluir a Dios de su propia creación; la fuerza para actuar independientemente de Dios; el honor para exaltarse a sí mismo; la gloria para exhibirse a sí mismo; y la bendición para servirse a sí mismo. Aquel que es el Heredero designado de todas las cosas, el hombre lo había rechazado enteramente y clavado en una cruz. Sin embargo, el cielo se deleita en decir: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y el honor, la gloria y la bendición!» (Apoc. 5:12). Cuando Cristo entre en la herencia de todas las cosas, usará todo para la gloria de Dios y la bendición del hombre. En el cristianismo nos identificamos con el Heredero de todas las cosas. Qué consuelo para aquellos que, como estos creyentes hebreos, sufren el despojo de sus bienes.

En segundo lugar, el Hijo es Aquel por quien todo el universo ha sido creado: «Él hizo el universo». No simplemente este mundo, sino también todos esos vastos sistemas que siguen su camino a través de las profundidades sin medida del espacio. Miramos hacia adelante y vemos que él es el Heredero designado de todas las cosas: miramos hacia atrás y vemos que él es el Hacedor de todas las cosas, grandes y pequeñas. La huella del Hijo está en toda la creación.

En tercer lugar, el Hijo es «el resplandor de su gloria», el resplandor de la gloria de Dios. El Hijo hecho carne presenta plenamente la gloria de Dios. Esta gloria de Dios es la combinación de todos los atributos de Dios puestos de manifiesto. El Hijo se ha acercado a nosotros de tal manera que podemos ver a Dios en todos sus atributos.

En cuarto lugar, el Hijo es «la fiel imagen de su ser». Esto es más que el resplandor de los atributos; es la manifestación de Dios mismo, la expresión de su Ser. El Hijo hecho Hombre era el representante visible de Aquel que es invisible. Es posible llevar los atributos de una persona sin ser el representante de la persona. Los atributos de Dios no solo resplandecían en el Hijo, sino que él era el representante de Dios en la creación. Todos sus actos mostraban que Dios estaba presente entre nosotros.

En quinto lugar, el Hijo es el Sustentador de todas las cosas por la palabra de su poder. Aunque los hombres admitan que debe haber una causa primera, tratarían de excluir a Dios de toda actividad presente en la creación. Conciben una creación, como alguien ha dicho “suficiente por sí misma, una máquina perfecta hecha para funcionar eternamente sin la mano que la hizo”. La verdad es que el universo no solo fue creado por el Hijo, sino que también es mantenido por el Hijo. Ni una estrella puede seguir su camino, ni un gorrión caer al suelo, sin él.

En sexto lugar, el Hijo ha hecho la purificación por los pecados. No solo es el Creador del mundo, sino también el Redentor de un mundo caído. Él ha hecho «la purificación de los pecados», una obra por la cual los pecados del creyente pueden ser perdonados y quitados de delante de Dios.

En séptimo lugar, la gloria de la persona del Hijo se atestigua además por el lugar exaltado que él ocupa ahora a la diestra de la majestad en las alturas. En el curso de la Epístola se afirma 4 veces que se ha sentado a la diestra de Dios. Aquí es por razón de la gloria de su Persona; en Hebreos 8 es en conexión con su obra presente como nuestro gran Sumo Sacerdote; en Hebreos 10, su posición a la diestra de Dios es el resultado de su obra terminada en la cruz; en Hebreos 12, es como habiendo alcanzado el final del camino de la fe.

Habiendo afirmado las glorias del Hijo en su paso a través del tiempo y en su posición actual a la diestra de Dios, el Espíritu de Dios procede a exponer ante nosotros las excelencias del Nombre que Cristo hereda cuando se manifiesta en carne. En las Escrituras, el nombre indica el renombre o la fama que distingue a una persona de las demás. Se citan 7 pasajes del Antiguo Testamento para mostrar que Cristo tiene un Nombre más excelente que cualquier ser o cosa creada.

(V. 4-5). En primer lugar, Cristo tiene un lugar y un Nombre muy por encima de los ángeles. Se cita el Salmo 2 para probar que, al venir al mundo, Cristo ocupa un lugar mucho mejor que el de los seres creados más excelsos. Por bendita que sea su posición, los ángeles no son más que siervos; Cristo es el Hijo. Nunca se dijo a un ser angélico: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Cristo, en efecto, es presentado en la Escritura como el Hijo desde la eternidad; aquí es aclamado como el Hijo cuando nace en el tiempo. En verdad se ha dicho: “Siempre fue el Hijo y siempre será el Hijo. Era el Hijo aquí como Hombre, y no dejará de ser el Hijo durante la eternidad… No podría haber diferencia entre el Hijo eterno y el Hijo nacido en el tiempo, excepto en cuanto a la condición”.

Para mostrar además que la fama de Cristo excede la de los ángeles, se cita una segunda Escritura, 2 Samuel 7:14, que nos dice que Cristo no solo estaba en la relación de Hijo de Dios, sino que, en su camino por este mundo, gozó siempre de los privilegios característicos de la relación, como está escrito: «Yo le seré por Padre, y él me será por Hijo».

(V. 6). Se cita otra Escritura para mostrar que el lugar que ocupa el Hijo está muy por encima del de los ángeles, pues, al venir al mundo se dice de él: «Que todos los ángeles de Dios lo adoren» (véase Sal. 97:7). No solo fue objeto de adoración en las escenas celestiales, sino que, al venir al mundo, ya sea en la humillación pasada o en la gloria milenaria futura, es objeto de adoración por las huestes angélicas. Este homenaje revela su gloria, pues si no fuera una Persona divina, tal adoración estaría totalmente fuera de lugar.

(V. 7-8). En segundo lugar, el trono que él ocupa, como venido al mundo, está por encima de todo trono. Los ángeles son hechos espíritus; el Hijo no es hecho nada, sino que se dirige a él como Dios, y, en contraste con los tronos de los reyes terrenales, su trono es por los siglos de los siglos. La cita es del Salmo 45, que, como sabemos, «se dirige al Rey». De la Epístola aprendemos que este Rey, que va a reinar sobre Israel, es nada menos que el Hijo, una Persona divina. Los tronos de los hombres llegan a su fin, porque no tienen un fundamento justo; pero el trono del Hijo es un trono duradero, porque su gobierno será en justicia.

(V. 9). En tercer lugar, en la gracia él ha asociado a otros consigo mismo como sus compañeros; aun así, la cita del Salmo 45 nos recuerda que él tiene un lugar por encima de sus compañeros. Aunque, como Persona divina, se dirige a él como Dios, no obstante, se le considera como el Hombre perfecto en la tierra, de quien se puede decir: «Te ungió Dios». A causa de su perfección moral –su amor a la justicia y su odio a la iniquidad– es exaltado por encima de todos los que, en gracia, se asocian a él.

(V. 10-11). En cuarto lugar, toda la creación se rinde ante esta Persona gloriosa a la que se dirige como Creador. Se cita el Salmo 102 para demostrar que Aquel que sí mismo se humilló para hacerse Varón de dolores y lágrimas, no es otro que el Señor de la creación, por quien fueron hechos la tierra y los cielos, y que, mientras la creación envejecerá y perecerá, él permanecerá.

(V. 12). En quinto lugar, el tiempo trae sus cambios y llegará a su fin; sin embargo, del Salmo 102 aprendemos que con esta gloriosa Persona no hay cambio, y sus años nunca cesarán.

(V. 13). En sexto lugar, ningún enemigo puede estar delante de él. Se cita el Salmo 110 para recordarnos que todo enemigo será puesto bajo sus pies. En los días de su carne, sus enemigos le clavaron en una cruz; en el día de su gloria serán puestos por estrado de sus pies.

(V. 14). En séptimo lugar, Cristo, aunque ocupa su lugar como Hombre, es mayor que todos los ángeles, en el sentido de que, según el Salmo 110, él está colocado en un trono para gobernar, mientras que ellos son enviados para servir, como espíritus ministradores, a los herederos de la salvación.

Así, si el Hijo se hace carne, su gloria se mantiene cuidadosamente. La excelencia de su Nombre se ve en esta galaxia de glorias. Su fama excede a la de los ángeles; su trono está por encima de todo trono. La creación puede perecer, pero él permanece. El tiempo puede cesar, pero sus años no cesarán. Sus enemigos son puestos por estrado de sus pies; y él se sienta a la diestra de Dios para dirigir mientras otros sirven. Si él viene al mundo, todas las criaturas del universo le ceden su lugar.

2.2 - La autoridad de la palabra del Hijo (Hebr. 2:1-4)

(V. 1). El primer capítulo ha afirmado la fama del Hijo cuando vino al mundo. Reconociendo la gran gloria del Orador, corresponde a los oyentes prestar seria atención a lo que él dice. Hacer profesión de oír, y después descuidar la gran salvación anunciada por el Señor, volviendo al judaísmo, era fatal. La trampa no era simplemente dejar escapar las cosas que habían oído, sino el peligro mucho mayor de que los mismos profesos se apartaran del terreno cristiano volviendo al judaísmo. Esto sería apostasía.

A lo largo de la Epístola, el autor se dirige a judíos que habían hecho profesión de cristianismo, y entre ellos se incluye a sí mismo. En el primer capítulo dice: «Dios nos ha hablado»; aquí dice: «Es necesario dar mucha atención». Otros han señalado que en esta Epístola no se habla de la Iglesia como tal, sino de los creyentes individualmente. Se considera que han hecho una profesión que se presume real, a menos que, al apartarse de Cristo, se demuestre que es meramente exterior.

(V. 2). Dios mantuvo la autoridad de la Palabra comunicada por los ángeles, imponiendo un castigo justo a toda transgresión y desobediencia a esa Palabra. Cuánto más mantendrá Dios la autoridad de la Palabra del Hijo. Si no hubo escapatoria a las consecuencias de la desobediencia a la Ley dada por disposición de los ángeles, menos aún la habrá para quien, habiendo hecho nominalmente profesión de cristianismo, trata con indiferencia la Palabra de Cristo y la abandona para volver al judaísmo.

(V. 3-4). En su interpretación estricta, la salvación de la que habla el escritor no es el Evangelio de la gracia de Dios tal como se presenta hoy; tampoco contempla exactamente la indiferencia de un pecador hacia el Evangelio. Sin embargo, se puede hacer una aplicación en este sentido, ya que siempre debe ser cierto que no puede haber escape para el que finalmente descuida el Evangelio. Aquí se trata de la salvación que fue predicada por el Señor a los judíos, por la cual se abrió una vía de escape al remanente creyente del juicio que estaba a punto de caer sobre la nación. Esta salvación fue predicada después por Pedro y los otros apóstoles en los primeros capítulos de los Hechos, cuando dijeron: «Salvaos de esta generación perversa» (2:40). Este testimonio fue atestiguado por Dios con «prodigios y señales». Este Evangelio del reino será predicado de nuevo después de que la Iglesia haya sido completada.

Haber quebrantado la Ley era solemne; apartarse de la predicación de la gracia es peor; pero lo más solemne de todo es profesar creer en la Palabra, y después tratarla con desprecio, abandonándola y volviendo al judaísmo o a alguna otra religión. Esto es apostasía; y para el apóstata la Escritura no ofrece esperanza.

2.3 - La gloria del Hijo del hombre (Hebr. 2:5-18)

Después de haber afirmado la autoridad de la Palabra del Hijo y de habernos advertido que no descuidemos su Palabra, el escritor continúa revelándonos las glorias de Cristo. Ya nos ha presentado sus glorias como Hijo de Dios en la eternidad, y como manifestado en carne: ahora vamos a aprender sus glorias como Hijo del Hombre.

(V. 5). Su gloria como Hijo del Hombre se manifestará en el mundo venidero, aunque, incluso ahora, la fe puede ver a Jesús coronado de gloria y honor.

Parece que «el mundo habitado por venir» difícilmente puede ser el cielo. No podemos hablar del cielo como «por venir». Todavía no hemos llegado al cielo, pero existe y siempre ha existido. La Escritura habla de 3 mundos: el mundo anterior al diluvio, del que Pedro escribe «el mundo de entonces pereció»; el mundo actual, «los cielos y la tierra de ahora» (2 Pe. 3:6-7); y, en este pasaje, «el mundo por venir».

«El mundo por venir» se refiere a la tierra milenaria, introduciendo un orden de bendición que aún no existe. Este nuevo mundo de bendición estará sometido al Hijo del hombre y, por lo tanto, será el escenario del despliegue de su gloria. En cierto sentido, el mundo actual está sometido a los ángeles, que son utilizados como instrumentos en la mano de Dios para llevar a cabo su gobierno providencial para la protección de los herederos de la salvación en su camino hacia la gloria. En el mundo venidero, los ángeles darán paso al gobierno del Hijo del hombre.

(V. 6-9). Para resaltar esta gran gloria de Cristo, el autor cita el Salmo 8, donde David se pregunta: «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?». La pregunta pone de manifiesto la pequeñez del hombre; la respuesta, la grandeza de Cristo, el Hijo del hombre. David, al contemplar la luna y las estrellas, siente su propia insignificancia en comparación con su inmensidad, y exclama: «¿Qué es el hombre?». Mirando al hombre caído, es ciertamente muy pequeño; mirando al hombre según los designios de Dios expuestos en Cristo, el Hijo del hombre, es muy grande. Guiado por el Espíritu de Dios, el escritor de Hebreos ve a Cristo en el Hijo del hombre del Salmo 8, y puede decir: «Vemos… a Jesús».

David dice: «Has sometido todo bajo sus pies». El Espíritu de Dios nos dice que este es Jesús reinando en el mundo venidero, y que las «todo» incluye, no solo las cosas en la tierra, sino todo el universo creado, y todo ser creado, porque: «Nada dejó que no le esté sometido».

David dice: «Lo hiciste por poco tiempo inferior a los ángeles». El Espíritu de Dios dice que Jesús fue hecho «por poco tiempo fue hecho inferior a los ángeles… por causa del sufrimiento de la muerte». En un mundo donde Dios ha sido deshonrado, el Hijo del hombre glorificó perfectamente a Dios y vindicó su carácter santo sufriendo la muerte. El hombre experimenta la muerte como resultado del pecado: el Hijo del hombre experimenta la muerte por la gracia y la gloria de Dios. Gustó la muerte por todos, para que la gracia fluyera a todos.

David dice: «Le coronaste de gloria y honra». El Espíritu de Dios lleva a la fe a decir: Ese es Jesús, y «Le vemos… coronado de gloria y honra». Dios ha aconsejado así que, en la persona de Cristo, el Hombre sea Señor de todo. El Hacedor y Sustentador de todo, habiéndose hecho hombre, será el Centro y Cabeza del vasto universo. Esta es una gloria que eclipsa la gloria de los ángeles. Ningún ángel tiene, ni tendrá jamás, el lugar del dominio universal.

Así pasan ante nosotros las glorias pasadas, presentes y futuras del Hijo del hombre. En el pasado él probó la muerte por todas las cosas; en el presente él es coronado con gloria y honor; en el futuro el universo entero será sometido a él.

(V. 10). Los versículos 5-9 han revelado las glorias de Cristo en relación con el mundo venidero. Desde el versículo 10 hasta el final del capítulo aprendemos la gloria y bendición adicionales de Cristo en conexión con los muchos hijos que están siendo llevados a la gloria.

La cita del Salmo 45 en el primer capítulo ya nos ha dicho que es el propósito de Dios que Cristo tenga compañeros para compartir su gloria venidera. En la parte restante de este capítulo se hace referencia a estos compañeros como los «hijos» de Dios, y los «hermanos» de Cristo. Además, nos enteramos de todo lo que Cristo ha pasado para liberar a sus hermanos de la muerte, del diablo y de los pecados, así como de su servicio actual para socorrerlos y sostenerlos mientras los conduce a la gloria.

Sin embargo, si muchos hijos han de ser llevados a la gloria, debe ser de una manera que se ajuste al carácter santo de Dios. Por eso leemos: «Le convenía a aquel» – a Dios– «por cuya causa son todas las cosas, y por quien ellas subsisten» que Cristo no solo gustara la muerte, sino que, para ser el Líder de su pueblo, entrara en sus circunstancias y sufrimientos, y por medio de estos sufrimientos perfeccionara al Autor de la salvación. Siempre perfecto en su Persona, estaba perfectamente capacitado para ocupar la posición de Líder de su pueblo a través del desierto con todos sus sufrimientos. Así se convierte en el «Autor de la salvación». Él es capaz de salvarlos de todo peligro en su camino hacia la gloria.

(V. 11). Del versículo 11 en adelante aprendemos los benditos resultados que fluyen hacia los creyentes a través de Cristo habiendo entrado en su posición, llevado las consecuencias de esa posición, y en ella mantenido la gloria de Dios.

En primer lugar, el Santificador, Cristo, y los santificados, los creyentes, son vistos como uno solo. Esta maravillosa expresión parecería indicar que Cristo, habiendo venido a nuestra posición y soportado las consecuencias, nos ha llevado tan verdaderamente a su posición ante Dios, como Hombre, que él y los suyos –el Santificador y los santificados– son vistos como formando una sola compañía ante Dios. Es bueno observar, sin embargo, que la Palabra de Dios nunca dice de Jesús y de los hombres que todos son uno, sino que «el que santifica como los que son santificados, son todos de uno». Por esta causa, por la posición a la que los ha llevado mediante su obra santificadora, no se avergüenza de llamarlos «hermanos».

Los creyentes son santificados; siendo santificados, son llevados a la misma posición ante Dios que Cristo –todos uno; y, siendo todos uno, él no se avergüenza de llamarlos hermanos. Sabemos por los Evangelios que no fue hasta que Cristo resucitó que llamó a sus discípulos «hermanos». El Señor mismo siempre caminó en relación con Dios como su Padre. Ni una sola vez en su camino le oímos dirigirse a Dios como «Dios mío»; siempre es «Padre». Solo en la cruz, hecho pecado, dice «Dios mío». Nosotros, sin embargo, entramos en esta relación, no por la encarnación, sino por la redención. Por eso, hasta que no resucita, el Señor no puede decir: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17), e inmediatamente habla de sus discípulos como «sus hermanos».

(V. 12-13). Tres citas del Antiguo Testamento son dadas para probar cuán benditamente el Santificador es identificado como uno con los santificados –sus hermanos. En primer lugar, en el Salmo 22:22, el Señor declara en resurrección: «Anunciaré tu Nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te cantaré alabanzas». Aquí el Señor se identifica con sus hermanos: del lado de Dios para declarar el nombre del Padre, del lado nuestro para conducir la alabanza de su pueblo al Padre. Lo que se predijo en el Salmo 22 se expresa en Juan 20 y se expone en Hebreos 2.

En segundo lugar, en Isaías 8:17, leemos: «En él confiaré». Tomando una posición como Hombre, el Señor se identificó con los suyos en la única vida apropiada para que un hombre viva –la vida de dependencia de Dios.

En tercer lugar, en Isaías 8:18 leemos: «He aquí, yo y los hijos que me dio Jehová». Aquí vemos de nuevo la identificación de Cristo con los excelentes de la tierra –no con los hijos de los hombres– sino con los hijos que Dios le había dado.

(V. 14-15). Los versículos 12 y 13 han mostrado cuán benditamente Cristo se ha identificado con nosotros en su posición ante Dios. Ahora vamos a aprender la verdad adicional de que él se ha identificado con nosotros en nuestra posición de debilidad y muerte ante Dios. Si los hijos participan de carne y sangre, él también participa de lo mismo. Si están bajo el dominio de la muerte y del diablo, él, habiendo revestido carne y sangre, es capaz de entrar en la muerte para vencer al diablo, que tenía el poder de la muerte, y liberar a los que por temor a la muerte estuvieron toda su vida sujetos a esclavitud. El diablo sabe que la paga del pecado es la muerte, y no tarda en utilizar esta solemne verdad para mantener al pecador en el temor de la muerte y de sus consecuencias durante toda su vida. El Señor, a quien la muerte nada puede reclamar, entra en la muerte y lleva la pena de muerte que estaba sobre nosotros, y así le quita al diablo su poder de aterrorizar al creyente con la muerte. En efecto, podemos pasar por la muerte, no como la pena del pecado que conduce al juicio, sino solo como la puerta de salida de todo sufrimiento hacia la plenitud de la bendición.

(V. 16-18). El Señor no vino en ayuda de los ángeles, sino para defender la causa de la descendencia de Abraham. Para ello le correspondía ser en todo semejante a sus hermanos. Así entra plenamente en la posición de ellos, aunque no en su estado. Aquí, por primera vez en la Epístola, nos enteramos de su obra de gracia para nosotros como Sumo Sacerdote misericordioso y fiel. Para ejercer este servicio necesario, él debe, a través de su vida de humillación y prueba, entrar en todas nuestras dificultades y tentaciones. Luego, una vez terminada esa vida perfecta, entra en la muerte para hacer propiciación por nuestros pecados, a fin de que sean perdonados. Cumplida esta gran obra, desde su lugar de gloria puede ejercer su gracia sacerdotal y socorrer con misericordia y fidelidad a los que están tentados, porque él mismo padeció la tentación.

El sufrimiento consiste en no ceder a la tentación. Si cedemos, la carne no sufre; al contrario, se complace en la tentación, encontrando su placer en aquello por lo que es tentada. Disfruta del placer del pecado en el momento, aunque por el pecado finalmente tendrá que sufrir. El Señor fue tentado, solo para poner de manifiesto su perfección, que ni por un momento cedió a la tentación. Esto conllevó sufrimiento. Soportó el hambre antes que ceder a la tentación del diablo. Habiendo sufrido así en presencia de la tentación, él es capaz de socorrer a su pueblo y capacitarlo para mantenerse firme en presencia de la tentación. Con un corazón perfectamente afable, él simpatiza en nuestras tentaciones y nos socorre con misericordia y fidelidad. Con demasiada frecuencia podemos mostrar misericordia a expensas de la fidelidad, o actuar con fidelidad a expensas de la misericordia. Él, en la perfección de su camino, puede mostrar misericordia sin comprometer la fidelidad.