3 - El Sumo Sacerdote de nuestra profesión (Hebr. 3:1 al 4:16)

La Epístola a los Hebreos


Los 2 primeros capítulos nos revelan las glorias de la persona de Cristo, y nos preparan así para entrar en la bendición de su servicio como nuestro gran Sumo Sacerdote. En esta nueva división de la Epístola aprendemos, en primer lugar, la esfera en la que se ejerce el servicio sacerdotal de Cristo: la Casa de Dios (Hebr. 3:1-6); en segundo lugar, las circunstancias del desierto que exigen este servicio sacerdotal (Hebr. 3:7-19); en tercer lugar, se nos habla del descanso al que conduce el desierto (Hebr. 4:1-11); finalmente, aprendemos los medios misericordiosos que Dios ha provisto para preservarnos en el desierto (Hebr. 4:12-16).

3.1 - El ámbito del servicio sacerdotal de Cristo (Hebr. 3:1-6)

La última parte de Hebreos 2 ha mostrado el camino de gracia que el Señor ha tomado para poder ejercer su simpatía sacerdotal con su pueblo sufriente. En los versículos iniciales de este capítulo se presenta la Casa de Dios para mostrar la esfera en la que se ejerce su sacerdocio.

(V. 1). En el versículo introductorio, los creyentes judíos son llamados «hermanos santos» y «participantes del llamamiento celestial». Como judíos estaban acostumbrados a ser llamados «hermanos» y participaban de la vocación terrenal. Como cristianos son «hermanos santos» y, junto con todos los demás cristianos, son sujetos al «premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14).

Habiendo sido expuestas ante nosotros las glorias de Cristo en Hebreos 1 y 2, se nos exhorta ahora a «considerar al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra confesión, Jesús». El título de Apóstol está especialmente relacionado con la verdad del Hijo de Dios presentada en el primer capítulo, en el que se ve al Hijo venir a la tierra y hablar a los hombres en nombre de Dios. El título de Sumo Sacerdote está relacionado con el segundo capítulo, en el que se presenta al Hijo del hombre yendo de la tierra al cielo para servir ante Dios en nombre de los hombres. El verdadero fin de todo ministerio no es simplemente ocupar a los oyentes con la verdad ministrada, sino ponerlos en contacto con el fin de todo ministerio: dejarlos «considerando» a Jesús.

Obsérvese que aquí se trata de Jesús, no de “Cristo Jesús”, como en la versión autorizada. Todo judío poseería al Mesías, pero solo el cristiano reconocería que el Cristo había venido en la persona de Jesús.

(V. 2-6). El Espíritu de Dios alude a Moisés y al tabernáculo en el desierto para mostrar que Moisés es superado por Cristo, y que el tabernáculo era solo un testimonio de las cosas que se revelarían más tarde. Moisés nunca fue sacerdote; su servicio era más bien de carácter apostólico. Acudía al pueblo en nombre de Dios: Aarón, el sacerdote, acudía a Dios en nombre del pueblo. Moisés, bajo la dirección de Dios, construyó el tabernáculo en el desierto. Jesús, el verdadero Apóstol, es el Constructor de todo el universo, del que el tabernáculo era un testimonio. Además, si Dios habita en el cielo de los cielos, también es cierto que habita en medio de su pueblo que hoy forma su Casa. La Casa en su forma espiritual actual es una de las cosas de las que el tabernáculo material era una figura.

Moisés fue fiel en la Casa de Dios en el desierto como siervo. Cristo está sobre la Casa de Dios –compuesta por el pueblo de Dios– como Hijo. Así, la introducción del pueblo de Dios como formando la Casa de Dios muestra la esfera en la que Cristo ejerce su sacerdocio; y por eso un poco más adelante leemos que tenemos un gran Sumo Sacerdote sobre la Casa de Dios (Hebr. 10:21).

3.2 - El desierto que reclama el servicio sacerdotal de Cristo (Hebr. 3:7-19)

La alusión a Moisés y al tabernáculo conduce naturalmente a la travesía del pueblo de Dios por el desierto. Si el tabernáculo es un tipo del pueblo de Dios, el viaje por el desierto de Israel es típico del viaje del pueblo de Dios por este mundo presente con todos sus peligros. Esta travesía por el desierto se convierte en la ocasión que reclama esta gracia sacerdotal.

Además, en el desierto la realidad de nuestra profesión está puesta a prueba por los peligros que tenemos que afrontar. Estos hebreos habían hecho una profesión pública del cristianismo. En la profesión siempre existe la posibilidad de que no sea real, y de ahí los «si». Así que el autor dice que somos la Casa de Dios «si retenemos firme hasta el final la confianza y la gloria de la esperanza». Esto no es una advertencia en contra de tener demasiada confianza en Cristo y en la seguridad eterna que obtiene el creyente, porque, se ha dicho en verdad: “No hay ‘si’ ni en cuanto a la obra de Cristo ni en cuanto a las buenas nuevas de la gracia de Dios. Todo lo que hay es gracia incondicional a la fe”. La advertencia supone que los destinatarios tienen esta seguridad, y se les advierte que no la abandonen. Que el verdadero creyente se mantendrá firme, o más bien que Dios lo mantendrá firme por la gracia sacerdotal de Cristo hasta el fin, a pesar de muchos fracasos, es cierto. La realidad del creyente está probada por su perseverancia hasta el fin. El desierto que pone a prueba al verdadero creyente expone la irrealidad del comportamiento del mero profeso.

(V. 7-11). Para animarnos a mantenernos firmes, se nos recuerdan, mediante una cita del Salmo 95:7-11, las advertencias dadas por el Espíritu de Dios a Israel con vistas a la venida de Cristo al mundo en gloria y poder para llevar a la nación al descanso. Hoy es un día de gracia y salvación con vistas a compartir la gloria de Cristo en el mundo venidero. En tal día de bendición se les advierte que no actúen como sus padres en el desierto. Los hijos de Israel hicieron la profesión de salir de Egipto y seguir a Jehová a través de un desierto lleno de peligros, en el cual solo la confianza en Dios podía sostenerlos hasta el fin. Durante 40 años vieron cómo el poder y la misericordia de Dios satisfacían sus necesidades y los preservaban de todo peligro. Sin embargo, a pesar de todas las señales de su presencia, tentaron y pusieron a prueba a Dios diciendo: «¿No está Jehová entre nosotros?» (Miq. 3:11). Demostraron así la dureza de sus corazones, que no habían sido tocados por la bondad de Dios. Buscando solo sus propias lujurias e ignorantes de los caminos de Dios, mostraron claramente que cualquier profesión que habían hecho, no tenían verdadera confianza en Dios. De los tales dijo Dios: «No entrarán en mi descanso».

(V. 12-13). En estos versículos se aplican las advertencias del Salmo 95 a los cristianos profesos. Debemos “tener cuidado”, no sea que, por un corazón malvado de incredulidad, nos apartemos del Dios vivo para poner de nuevo nuestra confianza en formas muertas, mostrando así que, cualquiera que sea la profesión que se haya hecho, el alma no tiene confianza en Cristo y en la gracia que, por medio de su obra consumada, asegura al creyente la salvación y el perdón. Sin embargo, lo que se contempla no es la adición de formas judías a la vida cristiana, por malo que esto sea, sino el abandono total de Cristo y la vuelta al judaísmo, que es apostasía.

Además, no solo se nos exhorta a cuidarnos a nosotros mismos, sino a exhortarnos «los unos a los otros» cada día, mientras sea todavía un día de gracia y salvación, para que nadie se endurezca por el engaño de hacer la propia voluntad. Aquí no se trata del engaño de cometer pecados, por solemne que esto sea, pues un pecado lleva a otro; es el principio del pecado del que habla el escritor, que es la iniquidad. Poco pensamos en cómo endurecemos nuestros corazones haciendo nuestra propia voluntad. Debemos, pues, cuidarnos y cuidar los unos de los otros. El amor no debe ser indiferente al hermano que se escabulle haciendo su propia voluntad.

(V. 14-19). Los creyentes no solo son la Casa de Dios; también son los compañeros de Cristo. Aquí de nuevo no es el Cuerpo de Cristo, y los miembros de su Cuerpo como unidos a la Cabeza por el Espíritu Santo, en el que nada irreal puede venir. La profesión está todavía a la vista, asumida como real, pero dejando espacio para lo irreal. Por eso se dice de nuevo: «… Si retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra confianza». No se trata de una seguridad basada en algo de nosotros mismos, que solo sería justicia propia. La seguridad en la que insistimos se basa en el Señor Jesús, en su sacrificio propiciatorio y en la eficacia aceptada de su obra. No se nos culpa por tener tal seguridad; por el contrario, se nos exhorta a mantenerla firme.

Luego, refiriéndose de nuevo a Israel en el desierto, el escritor formula 3 preguntas inquisitivas para resaltar la dureza, el pecado y la incredulidad de Israel. En primer lugar, ¿quiénes fueron los que, al oír la Palabra de Dios que hablaba de un descanso venidero, provocaron? ¿Fueron solo algunos del pueblo? Fue la gran masa, «todos los que salieron de Egipto». En segundo lugar, ¿con quién se afligió Dios durante 40 años? Con aquellos que, por la dureza de su corazón, eligieron sus propios pecados. En tercer lugar, ¿a quiénes juró Dios que no entrarían en su reposo? Fue a los que no creyeron. Así aprendemos que la raíz del pecado fue la incredulidad. La incredulidad los dejó expuestos a sus pecados, y los pecados endurecieron sus corazones.

3.3 - El descanso al que conduce el desierto (Hebr. 4:1-11)

La travesía de los hijos de Israel por el desierto, de la que el escritor ha estado hablando en Hebreos 3:7-19, fue con vistas al reposo de Canaán. En este reposo no pudieron entrar los que salieron de Egipto a causa de la dureza de sus corazones, su pecado y su incredulidad (Hebr. 3:15, 17, 19).

Como el Israel de antaño, los creyentes de hoy se encaminan a través de un mundo desierto hacia el descanso de la gloria venidera. Este descanso es el gran tema de los 11 primeros versículos de Hebreos 4: notemos que es el descanso de Dios del que habla el escritor. Se le llama: «Su reposo» y, en las citas del Antiguo Testamento: «Mi reposo» (Hebr. 3:18; 4:1, 3, 5).

Este reposo –el reposo de Dios– es totalmente futuro. No es el reposo presente de conciencia que la fe en la Persona y obra de Cristo da al creyente, según las palabras del Señor: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descanso!». Tampoco es el descanso del corazón la porción diaria del que camina en obediencia a Cristo, sometiéndose a su voluntad, de nuevo según su Palabra, «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat. 11:28-29). Tampoco es el descanso temporal de un trabajador cansado, del que leemos en los Evangelios, cuando el Señor dijo: «Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco», palabras que implican que debemos volver a trabajar (Marcos 6:31).

Dios solo puede descansar en aquello que satisface su amor y santidad. El descanso de Dios se alcanzará cuando el amor de Dios haya cumplido todo su propósito por aquellos a quienes ama. Cuando se establezca la justicia, y huyan la tristeza y los suspiros, Dios «callará de amor» (Sof. 3:17). “La santidad no puede descansar donde está el pecado; el amor no puede descansar donde está la tristeza” (J.N. Darby).

El cristiano está llamado a salir de este mundo de desasosiego para participar en el descanso del cielo. Por el momento está en el desierto, ni en el mundo que ha dejado, ni en el cielo al que va. La fe no pierde de vista el descanso celestial al que vamos, que Cristo nos ha asegurado, y donde Cristo está, como leemos un poco más adelante, ha entrado «en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros» (Hebr. 9:24).

(V. 1-2). Teniendo esta bendita promesa, se nos advierte que no parezcamos faltar al descanso de Dios. El simple profeso, que abandona su profesión cristiana y vuelve al judaísmo, no solo parecería faltar; en realidad faltaría, y perecería en el desierto. Pero el verdadero creyente puede parecer que se queda corto al volver al mundo y establecerse en la tierra. Antiguamente, Israel oyó las buenas nuevas de una tierra que mana leche y miel, pero, ¡ay! (Comp. Hebr. 3:18 con Deut. 1:22-26).

El cristiano tiene aún más gloriosas nuevas de mayores bendiciones en el descanso eterno del cielo. Para la fe, estas glorias venideras son reales. Si la Palabra no se mezcla con la fe, no puede beneficiar más al oyente ahora que en el pasado.

(V. 3-4). Sin embargo, aunque algunos en los días antiguos no creyeron en las buenas nuevas del reposo de Canaán, y aunque la vasta profesión de hoy puede no creer en las buenas nuevas del reposo celestial, el hecho bendito permanece de que Dios tiene un reposo futuro, y los creyentes deben entrar en ese reposo. Cada paso que dan los acerca más al reposo de Dios. El mero profeso, sin fe personal en Cristo, caerá irremediablemente en el desierto. El juramento de Dios: «Juré en mi furor que no entrarían en mi reposo» (véase Sal. 95:11) en realidad significa: «No entrarán en mi reposo».

El escritor se refiere a la creación para mostrar que desde el principio Dios ha tenido ante sí el «reposo», y para manifestar el carácter del reposo de Dios. Una vez formado el mundo y creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, las obras de la creación de Dios quedaron terminadas. Esto condujo al descanso de la creación con sus 2 marcas distintivas: en primer lugar, la satisfacción de Dios por todo lo que había hecho, como leemos: «Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera»; en segundo lugar, el cese completo de toda su obra de creación, como está escrito: «Y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo» (Gén. 1:31; 2:2). Así aprendemos las 2 grandes verdades que marcan el descanso de Dios: la absoluta complacencia en el resultado del trabajo; y la satisfacción alcanzada, el fin absoluto de todo trabajo.

(V. 5). El descanso de la creación es una prefiguración del descanso eterno. El descanso de la creación fue interrumpido por el pecado. Sin embargo, Dios no abandona el firme propósito de su corazón de tener un reposo –un reposo eterno– que ningún pecado estropeará jamás. Así, de nuevo, en los días de Josué, el reposo de Dios se mantiene ante nosotros, pues una vez más se da la buena nueva del reposo, aunque la incredulidad de Israel impidió el disfrute del reposo de Canaán, de modo que Dios tiene que decir: «No entrarían en mi reposo» (Sal. 95:11).

(V. 6). A pesar del hecho de que el pecado había roto el reposo de la creación y la incredulidad estropeó el reposo de Canaán, Dios nos asegura que todavía tiene un reposo ante él, al que llama: «Mi reposo», y que hay algunos que entrarán en el reposo de Dios, aunque aquellos a quienes primero se les predicó se perdieron el reposo por su incredulidad. El propósito de Dios de asegurar un reposo según su propio corazón no debe ser frustrado por el pecado y la incredulidad del hombre.

(V. 7-8). Si el reposo de la creación se estropea y el reposo de Canaán se pierde, ¿cuál es el reposo de Dios en el que han de entrar los que creen? Josué no había conseguido que el pueblo entrara en el reposo de Canaán, por lo que David, muchos años después, habla de otro reposo en «otro día». Para exponer este descanso, el escritor cita el Salmo 95:7-8. Este Salmo es un llamamiento a Israel para que se dirija a Jehová con acción de gracias en vista de la futura venida de Cristo a la tierra para llevar a la nación al descanso. Ante las buenas nuevas de este nuevo día de gracia, se advierte a Israel que no endurezca su corazón como en tiempos de Josué. Rechazar este nuevo llamamiento sería perderse el descanso terrenal bajo el reinado de Cristo.

(V. 9-10). El escritor concluye su argumento diciendo: «Queda, pues, un reposo sabático para el pueblo de Dios», y la gran característica de este reposo será la cesación del trabajo, «porque el que ha entrado en su reposo, ha cesado él mismo también de sus obras». Así queda establecida la gran verdad de que ya sea el reposo celestial de Dios para un pueblo celestial, o el reposo terrenal de Dios para un pueblo terrenal, el reposo sigue siendo futuro. Es un descanso hacia el cual la fe está avanzando. Además, no es descanso del pecado, sino descanso del trabajo, y no descanso del trabajo porque el trabajador esté cansado, sino descanso porque su trabajo está terminado. Como alguien ha dicho: “Ningún descanso presente es el descanso de Dios; y el fruto de ese descanso es una gran salvaguardia contra la trampa para cualquier cristiano, sobre todo para un judío, de buscarlo ahora aquí abajo. Como Dios no puede descansar en el pecado o la miseria, tampoco debemos permitirlo ni siquiera en nuestros deseos, y menos aún hacer de ello nuestra vida. Ahora es el momento para la obra del amor si conocemos su amor, ahora para buscar verdaderos adoradores del Padre como él los busca para sí mismo” (W. Kelly).

(V. 11). Como el descanso es futuro, y la bendición del descanso, se nos exhorta a trabajar, o a emplear diligencia para entrar en el descanso que nos espera. Más adelante en la Epístola se nos exhorta de nuevo a «obrar y a esforzarnos», a la «misma solicitud», a no hacernos «perezosos, sino imitadores de los que heredan las promesas por medio de la fe y la paciencia» (Hebr. 6:10-12).

Existe el peligro de que despreciemos el descanso de Dios que se encuentra al final del viaje, o de que nos cansemos del trabajo de amor en el camino. Israel hizo ambas cosas. Cuidémonos, pues, de que ninguno de nosotros caiga en el mismo ejemplo de incredulidad. Las 2 grandes exhortaciones son: «Temamos» para no despreciar la promesa del descanso (v. 1) y «Esforcémonos» en el camino hacia el descanso (v. 11).

3.4 - La provisión de Dios para sustentarnos en nuestra travesía por el desierto (Hebr. 4:12-16)

Los versículos finales del capítulo nos presentan los 2 grandes medios por los que los creyentes son preservados en su viaje por el desierto hacia el descanso de Dios: en primer lugar, la Palabra de Dios (v. 12-13); en segundo lugar, el servicio sacerdotal de Cristo (v. 14-16).

(V. 12-13). Se nos recuerda que la Palabra de Dios no es letra muerta; vive y actúa penetrando en el corazón del hombre. El resultado para aquel cuya conciencia y corazón caen bajo su influencia es doble: en primer lugar, revela los pensamientos y las intenciones del corazón; en segundo lugar, lleva el alma a la presencia de Dios, con quien tenemos que ver.

La Palabra nos expone las concupiscencias ocultas del «alma» y los razonamientos e incredulidad del «espíritu», revelándonos así el verdadero carácter de la carne al escudriñar los pensamientos e intenciones secretos del corazón. No se trata aquí de pecados exteriores, sino de los motivos ocultos y del resorte del mal. La Palabra nos descubre las profundidades ocultas del corazón, poniendo de manifiesto hasta qué punto el «yo» es el motivo secreto de la vida. Además, siendo Palabra de Dios, nos lleva a la presencia de Dios. Es Dios hablándome, desnudando mi corazón en su presencia, allí para confesar todo lo que la Palabra detecta. ¿Cómo fue que Israel cayó en el desierto? ¿No fue porque «a ellos no les sirvió el oír la palabra»? Si por fe hubieran dejado que esa Palabra ocupara su lugar en sus corazones, los habría llevado a descubrir y juzgar las raíces secretas de la incredulidad que les impedía entrar en el reposo.

Así, todo lo que nos impide avanzar hacia el descanso de Dios, todo lo que nos tienta a instalarnos en este mundo, es detectado y juzgado por la Palabra, en presencia de Dios, para que el alma pueda ser liberada para seguir el camino peregrino y el trabajo del amor, teniendo en vista el descanso de Dios.

(V. 14). Además, la Palabra de Dios, al llevarnos a juzgar el funcionamiento secreto de nuestras voluntades, nos prepara para aprovechar la ayuda sacerdotal y la simpatía de Cristo. No solo tenemos que luchar contra las raíces ocultas del mal en nuestro corazón, sino que estamos rodeados de debilidades y enfrentados a tentaciones. Para tratar con el mal secreto de nuestros corazones necesitamos la Palabra; para sostenernos en presencia de las debilidades y tentaciones necesitamos una Persona viva, alguien que nos represente, alguien que en todo momento conozca y se interese por todas nuestras dificultades y debilidades, y alguien que pueda compadecerse de nosotros, en cuanto que ha experimentado las tentaciones y dificultades que tenemos que afrontar.

Tal Sumo Sacerdote tenemos, «Jesús, el Hijo de Dios», que ha estado delante de nosotros en el camino que conduce al descanso de Dios. Él ha recorrido cada paso del camino; él ha atravesado los cielos; él ha alcanzado el descanso de Dios. En toda nuestra debilidad, él puede sostenernos mientras recorremos el camino del desierto hasta que descansemos donde él descansa, por encima y más allá de toda prueba y tentación, donde el trabajo ha cesado para siempre.

Teniendo tal Sumo Sacerdote, se nos exhorta a mantener firme nuestra confesión. No se trata simplemente de aferrarnos a la confesión de que Jesús es nuestro Señor y Salvador, por bendito e importante que esto sea, sino más bien a la confesión de que somos partícipes del llamamiento celestial. Nuestra confesión es que, como partícipes del llamamiento celestial, debemos entrar en el descanso de Dios. El peligro es que, en presencia de la tentación, podemos, a causa de nuestras debilidades, renunciar a nuestra confesión de la vocación celestial y activarnos en una ronda de servicio, sino en el mismo mundo.

(V. 15). Necesitamos el socorro y la simpatía de nuestro gran Sumo Sacerdote, en primer lugar, a causa de nuestras debilidades, y en segundo lugar a causa de las tentaciones que tenemos que afrontar. Las enfermedades son debilidades que nos pertenecen por estar en el cuerpo, con sus diversas necesidades y vulnerabilidad a la enfermedad y al accidente. La debilidad no es pecado, aunque puede conducir al pecado. El hambre es una debilidad; refunfuñar a causa del hambre sería pecado. Pablo, aprendiendo la suficiencia de la gracia de Cristo en presencia de sus debilidades, puede incluso decir: «Muy gustosamente me gloriaré en mis debilidades», y de nuevo: «Me complazco en las debilidades» (2 Cor. 12:9-10). No se habría gloriado en los pecados, ni se habría complacido en pecar.

En cuanto a las tentaciones, tenemos que recordar que el creyente tiene que enfrentarse a 2 formas de tentación, las tentaciones de las pruebas externas y las tentaciones del pecado interno. Ambas formas de tentación nos son presentadas por el apóstol Santiago. En primer lugar, dice: «Hermanos míos, tened por sumo gozo al estar enfrentados diversas pruebas». Hay diversas pruebas externas con las que el enemigo trata de desviarnos de la vocación celestial e impedir que avancemos hacia el descanso de Dios. Luego el apóstol habla de un tipo de tentación muy diferente cuando dice: «Cada uno es tentado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia». Es la tentación del pecado interior (Sant. 1:2, 14).

Es la primera forma de tentación que está presentada en este pasaje de Hebreos: la tentación de desviarnos del camino de la obediencia a la Palabra de Dios que conduce al descanso de Dios. Además, el diablo trataría de usar las debilidades del cuerpo para desviarnos con sus tentaciones, así como trató de usar el hambre para tentar al Señor del camino de la obediencia a Dios. En esta forma de tentación tenemos la simpatía del Señor, pues él mismo ha sido «tentado en todo según nuestra semejanza». De la segunda forma de tentación no supo nada, pues, aunque se dice que fue «tentado en todo según nuestra semejanza», se añade: «excepto en el pecado».

(V. 16). En presencia de estas debilidades y tentaciones tenemos un recurso. Cualesquiera que sean las dificultades que tengamos que afrontar, por más que seamos probados, por más emergencias que surjan, hay gracia disponible para permitirnos superar la prueba –el trono de la gracia está abierto para nosotros. Por eso se nos exhorta a que nos acerquemos al trono de la gracia, es decir, a Dios mismo. No se nos dice que nos acerquemos al Sumo Sacerdote, sino a Dios, y podemos hacerlo con valentía porque el Sumo Sacerdote nos representa ante el trono de la gracia. Acercándonos obtenemos misericordia, no porque hayamos fallado, sino para que en la prueba no fallemos. El tiempo de necesidad no es aquí el tiempo del fracaso, sino el tiempo en que nos enfrentamos a pruebas y tentaciones que pueden llevarnos al fracaso.