11 - Los medios de Dios para mantenernos en el camino de la fe (Hebr. 12)

La Epístola a los Hebreos


Es de la mayor importancia que el cristiano tenga una verdadera estimación del mundo por el que está pasando, manteniendo siempre ante él la felicidad del mundo al que se dirige.

Sin embargo, si estamos demasiado ocupados con la creciente maldad de un mundo que está madurando para el juicio, con el solemne estado de la cristiandad, que pronto será escupida de la boca de Cristo, y con la confusión y división entre el pueblo de Dios, difícilmente escaparemos de estar deprimidos y descorazonados.

En el capítulo 12 de la Epístola a los Hebreos se reconoce el hecho de que es posible que el cristiano esté abatido a causa de las pruebas del camino. Además, se presenta la verdad que hará frente a esta trampa. Es evidente que el redactor vio que aquellos a quienes escribía corrían el peligro de hundirse bajo la presión de las pruebas y ceder en el conflicto con el enemigo. Habla de «peso» que arrastran, del pecado que nos asedia y de las dificultades que pueden surgir en el círculo cristiano.

En presencia de estas pruebas, ve que hay un grave peligro de que los creyentes se vean obstaculizados en la carrera que tienen por delante; que se cansen y desfallezcan en el conflicto con el enemigo; que desfallezcan ante los tratos del Señor; que sus rodillas se debiliten; y que sus manos desganadas y sus rodillas débiles lleven a sus pies errantes a desviarse por algún camino torcido.

Para preservarnos de ser vencidos por el mal, el redactor nos presenta ciertas grandes verdades que, si las mantenemos en el poder, nos sostendrán y animarán a correr la carrera de la tierra al cielo, a pesar de toda prueba y oposición.

(V. 1). Nuestros pies están en el camino que media entre el mundo presente, al que hemos dado la espalda, y el mundo futuro, hacia el que dirigimos nuestros rostros. Este camino se considera una «carrera». No es “una carrera la que tenemos por delante, sino «la carrera que tenemos por delante». Muchos parecen pensar que, si bien solo hay una manera de ser salvos, hay muchas maneras de viajar por este mundo, y que cada cristiano es libre de elegir el camino que prefiera. Las Escrituras muestran que Dios tiene su manera de salvar a las personas fuera del mundo, y su manera de llevarlas a través del mundo. Nuestra gran preocupación debe ser discernir el camino que Dios ha trazado para los suyos, y luego correr «la carrera que tenemos por delante».

Es evidente, al leer esta Epístola, que el camino de Dios para los suyos está totalmente fuera del campamento judío. Es igualmente evidente que la cristiandad ha regresado a un orden de cosas de campamento y, por lo tanto, la dirección del último capítulo, salir del campamento, todavía tiene su aplicación. Pero como entonces, también ahora, salir del mundo religioso de la época conlleva reproche, y puede ser sufrimiento, y naturalmente rehuimos el reproche y el sufrimiento.

Además, existen obstáculos para seguir este camino. Dice la Escritura: «Despojándonos de todo peso y del pecado que nos asedia». Aquí hay 2 cosas que a menudo nos impiden tomar de todo corazón el camino que Dios ha marcado –«peso» y «pecado». Los pesos no son cosas moralmente malas. Cualquier cosa que impida al alma aceptar el camino de Dios, o correr con paciencia cuando está en el camino, es un peso. Quizá la forma más rápida de que cada uno descubra qué es un obstáculo para nuestro progreso espiritual sea empezar a correr. Un corredor en los juegos se despojará de todo lo que es innecesario. Cosas que no serían un peso en la vida ordinaria se convertirían en un peso en la carrera. Además, estamos exhortados a despojarnos de «todo peso». ¿Estaríamos preparados para despojarnos de “algunos pesos” y, sin embargo, conservar otros?

El otro gran obstáculo es el pecado. No se trata de lo que a veces llamamos un pecado acosador, como podría hacernos pensar nuestra traducción un tanto defectuosa. No debería ser «el pecado», sino simplemente «el pecado», cuyo principio es la anarquía, o hacer nuestra propia voluntad. Nada obstaculizará tanto el tomar el camino exterior del reproche como la voluntad propia no juzgada. El camino de Dios debe ser uno en el que no haya lugar para la voluntad del hombre.

La existencia de estos obstáculos exigirá energía y resistencia, si han de ser superados. Por eso dice el redactor: «Corramos… con paciencia». Correr supone energía espiritual, y combinada con esta necesitamos resistencia. Es fácil arrancar con energía; es difícil resistir día a día ante las dificultades y el desánimo. A fin de que podamos superar estos obstáculos y poner la energía necesaria para correr con resistencia la carrera que tenemos por delante, el Espíritu de Dios nos presenta en este capítulo los diferentes medios que Dios utiliza para este fin.

En primer lugar, tenemos como estímulo una nube de testigos del camino de la fe. Si tenemos enemigos que se oponen, pruebas que afrontar y dificultades que superar, recordemos que otros nos han precedido en este camino de la fe; otros han caminado a la luz de las glorias venideras; otros han tenido que afrontar pruebas aún mayores –burlas crueles, retenciones, encarcelamientos, persecución y muerte– y por la fe han vencido. Así pues, estamos rodeados de una nube de testigos de la fe que puede superar cualquier tipo de prueba en este mundo presente y correr con paciencia la carrera que conduce al otro mundo.

(V. 2). En segundo lugar, muy por encima y más allá de todos los testigos terrenales, está Jesús en la gloria; y para animarnos en el camino de la fe, nuestros ojos se vuelven hacia él, «autor y consumador de nuestra fe». El redactor no imagina que, habiendo emprendido el camino fuera del campamento, seremos capaces de mantenerlo con nuestras propias fuerzas. Por el contrario, su exhortación implica claramente que, una vez superados los obstáculos y comenzada la carrera, solo podremos continuar mirando fijamente a Jesús. Aquel que nos atrae hacia él fuera del campamento es el único que puede sostenernos cuando hemos salido para estar con él. Otros han recorrido el camino de la fe, pero no han llegado a la meta final; aún no están «hechos perfectos» (Hebr. 11:40). «Fijos los ojos en Jesús» vemos al que ha recorrido cada paso del camino y ha alcanzado la meta. Los dignatarios del Antiguo Testamento son ejemplos brillantes, pero no son ni «autores» ni «consumadores»; Jesús es ambas cosas. En su camino de sufrimiento y vergüenza fue sostenido por el gozo de lo que tenía por delante. Mientras recorría el camino podía decir: «En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Sal. 16:11).

Los testigos de Hebreos 11 nos animan con su ejemplo, pero ninguno de estos testigos puede ser objeto de fe, ni ministrar gracia para ayudar en tiempos de necesidad. Jesús no solo es el ejemplo perfecto de aquel que ha recorrido el camino de la fe y ha llegado a la meta, sino que también es el que, desde el lugar de poder «a la diestra… de Dios», puede ministrar gracia sustentadora a los que están en el camino. La nube de los testigos ha desaparecido de la escena: viven para Dios, pero para este mundo están muertos. Jesús siempre vive. Tenemos ejemplos maravillosos detrás de nosotros; tenemos una Persona viva delante de nosotros.

Es de notar cuántas veces en esta Epístola se presenta al Señor por su nombre personal como Jesús. (Véase Hebr. 2:9; 4:14; 6:20; 10:19; 12:2; 13:12). La razón, aparentemente, es impresionarnos con el gran hecho de que Aquel que está coronado con gloria y honor –que es nuestro Apóstol y Sumo Sacerdote– es el mismo que ha estado aquí como un Hombre humilde entre los hombres. Por muy cambiada que sea su posición y sus circunstancias, es a “este mismo Jesús” a quien estamos llamados a mirar con firmeza. Él nos mira a nosotros, pero ¿lo miramos a él con firmeza?

(V. 3-4). En tercer lugar, tenemos el estímulo del camino perfecto de Jesús. No solo se nos exhorta a mirar a Jesús donde él está, sino también a considerar a Jesús donde él estuvo. “Considerar bien” es la mejor traducción. Considerando su camino veremos que desde el principio hasta el final le fue opuesta la «contradicción de los pecadores contra sí mismo». Nosotros también, si tomamos el camino de la fe fuera del campamento para correr la carrera que tenemos por delante, seguramente encontraremos que tenemos que enfrentarnos a la perversidad de los hombres por todas partes, a la contradicción de los pecadores contra Cristo, e incluso a la oposición de la cristiandad a compartir el reproche del Señor. La oposición continua es muy agotadora; y cuando se está cansado, la tendencia es desfallecer y ceder. Considerémoslo, pues, para no desmayar. No hay nada que tengamos que enfrentar, ya sea de pecadores que se oponen o de santos que fracasan, que él no haya enfrentado ya en toda su medida. Él pudo decir: «Cada día me afrentan mis enemigos; los que contra mí se enfurecen, se han conjurado contra mí» (Sal. 102:8). Todavía no hemos resistido a la lucha de sangre contra el pecado. La sangre del Señor fue derramada antes que ceder a la contradicción de los pecadores y faltar a la obediencia a la voluntad de Dios. Los pecadores que rodeaban la cruz decían: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lucas 23:39). Si lo hubiera hecho, habría fracasado en hacer la voluntad del Padre, y no habría terminado la obra que se le había encomendado.

En cuarto lugar, para mantener nuestros pies en el camino, tenemos, en los versículos 5-11, los castigos en los caminos de amor del Padre. Si, al luchar contra el pecado, somos llamados a sufrir la muerte de mártires, seremos liberados para siempre de la carne. Pero si no estamos llamados a sufrir hasta la sangre, el Padre toma otro camino para liberarnos del poder de la carne y hacernos partícipes de su santidad. Puede enviarnos pruebas para castigarnos y, si es necesario, corregirnos.

(V. 5). En presencia de estos tratos del Padre hay 2 peligros contra los que estamos advertidos. Por una parte, corremos el peligro de despreciar la prueba; por otra, podemos desfallecer bajo la prueba. No debemos, en un espíritu de orgullo, tomar la prueba de una manera estoica como algo común a la humanidad; tampoco debemos hundirnos bajo la prueba en un espíritu de desesperación, sin esperanza.

(V. 6-8). Una vez advertidos de estos 2 peligros, se nos recuerdan a continuación 2 verdades que nos impedirán despreciar o desmayar en la adversidad. En primer lugar, se nos dice que el amor está detrás de toda prueba; pues, está escrito: «El Señor disciplina al que ama». La mano que castiga es movida por un corazón que ama. ¿Cómo, pues, puedo despreciar lo que el amor perfecto considera oportuno hacer? ¿Por qué he de desmayar, pues no puede el amor sostener en la prueba que el amor envía? En segundo lugar, se nos dice que en nuestras pruebas Dios nos trata como a hijos. Vemos en nuestros hijos el funcionamiento de sus voluntades y ciertas tendencias malignas que necesitan ser controladas. Del mismo modo, Dios ve en sus hijos todo lo que es contrario a su santidad: las malas tendencias y hábitos que apenas sospechamos, la impaciencia y la irritabilidad, la mezquina vanidad y el orgullo, la jactancia y la confianza en sí mismos, la dureza y el egoísmo, la lujuria y la codicia. La preocupación que el Padre se toma con nosotros al entrenar y formar nuestro carácter en conformidad con Su naturaleza santa es el resultado de su gran amor por sus hijos. Su amor no es simplemente un amor pasivo; es activo en nuestro favor. Con demasiada frecuencia pensamos y hablamos de su amor cuando se nos perdona alguna prueba o se nos libera de alguna dificultad. Esto puede ser verdaderamente su tierna misericordia, pero aquí aprendemos que es igualmente su amor el que envía la prueba.

El texto habla de castigar y azotar. La flagelación puede ser más el trato gubernamental de Dios al reprender y corregir por faltas positivas. El castigo no es necesariamente por cualquier pecado, sino más bien para desarrollar en nosotros lo que está de acuerdo con la naturaleza de Dios, para que podamos participar de su santidad.

(V. 9-11). Luego estamos instruidos en 2 verdades mediante las cuales podemos obtener el beneficio del trato de Dios en el castigo. En primer lugar, se nos dice: «¿No nos someteremos mucho más al Padre de los espíritus, y viviremos»? Nuestros padres terrenales trataron con la carne; el Padre de los espíritus trata con nosotros en el castigo para formar en nosotros un espíritu recto para que vivamos para él. Para obtener la bendición completa de estos tratos debemos someternos enteramente a lo que Dios permite. Al someternos a Dios en la prueba, mantenemos a Dios entre nosotros y la prueba; si nos rebelamos y cuestionamos el camino de Dios, la prueba se interpondrá entre nosotros y Dios, y en lugar de que nuestras almas sean sostenidas en la vida, caeremos en la oscuridad.

En segundo lugar, habiéndonos sometido a lo que Dios permite, debemos ser «ejercitados por ella». En el día venidero veremos todo el camino por el que él nos ha guiado, y comprenderemos plenamente las pruebas y las penas por medio de las cuales él nos ha llevado y bendecido.

Entonces sí que podremos cantar:

Con misericordia y con juicio
Mi red de tiempo Él tejió,
Y aye los rocíos del dolor
Fueron lujuriados con Su amor.
Bendeciré la mano que guió,
Bendeciré el corazón que lo planeó,
Cuando tronaré donde mora la gloria
En la tierra de Emanuel”.

Sin embargo, aunque esto es cierto, Dios desea que tengamos bendiciones presentes de sus tratos con nosotros, y para esto necesitamos el ejercicio presente. Las bendiciones consisten en que seamos partícipes de su santidad y disfrutemos de los frutos apacibles de la justicia. La santidad de la que se habla en el versículo 10 es la cualidad de santidad que nos lleva, no solo a abstenernos de la impiedad, sino también a odiar toda impiedad, así como Dios la odia. El odio al mal llevará a la justicia práctica, que a su vez produce el fruto de la paz, en contraste con la inquietud de un mundo injusto por el que estamos pasando.

En quinto lugar, en los versículos 12-17, tenemos para nuestro estímulo algunas exhortaciones muy prácticas que nos capacitan para enfrentar peligros y dificultades especiales que pueden surgir entre los que toman el camino de la fe. Aunque tratemos de caminar en obediencia a la Palabra, y nos neguemos a rebajar la norma de la Palabra, no debemos suponer que encontraremos una compañía libre de toda debilidad o fracaso. Aspirar a conseguir una compañía de la que queden eliminados todos los que no sean los más espirituales solo acabaría formando una compañía pretenciosa de santos egocéntricos y satisfechos de sí mismos.

Así, esta Escritura indica que podemos encontrar en el camino cristiano:

  1. Algunos que carecen de energía cristiana –sus manos cuelgan hacia abajo, sus rodillas son débiles;
  2. algunos que caminan por sendas torcidas;
  3. algunos que suscitan discordia;
  4. algunos que fracasan en la santidad práctica;
  5. algunos que fracasan en la gracia de Dios;
  6. algunos que forman alianzas impías con el mundo;
  7. algunos que tratan las cosas divinas como comunes.

¿Cómo hemos de actuar, pues, ante estos diferentes males en los que cualquiera de nosotros puede caer de no ser por la gracia de Dios?

(V. 12). En primer lugar, el texto dice: «Enderezad» las manos desganadas y las rodillas débiles. Si la energía espiritual flaquea, anima a los demás levantando tus propias manos. ¿No podemos aplicar esta exhortación a la oración? Escribiendo a Timoteo, el apóstol le dice: «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando manos santas» (1 Tim. 2:8). Manos que cuelgan, y rodillas que son débiles, bien pueden hablar de manos rara vez levantadas en oración, y rodillas rara vez dobladas en oración. Antiguamente el profeta había dicho: «Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas» (Is. 40:30-31). ¿No somos, con demasiada frecuencia, impotentes en público porque no oramos en privado?

(V. 13). En segundo lugar, la práctica debe seguir a la oración, por lo que la palabra continúa: «Haced sendas derechas para vuestros pies». En un día en que muchos tienden a extraviarse por sendas torcidas, procuremos hacer sendas rectas para nuestros pies, para que ninguno se desvíe del camino. Hay muchos que pueden cojear y ser vacilantes en su caminar; no están seguros del camino que están pisando, y no tienen una percepción clara del lugar en el que se encuentran. Se desvían fácilmente por una pequeña provocación. Qué importante es, pues, que no haya ocasión de tropezar por seguir un camino dudoso. Es fácil, para un santo de mayor edad, por un acto imprudente, abrir una puerta por la que los santos más jóvenes puedan pasar, y así ser desviado del camino.

(V. 14). En tercer lugar, si hay quienes siguen un camino que crea discordia, procuremos estar en paz con todos. El cristiano debe procurar pasar tranquilamente por este mundo, sin inmiscuirse en la política de este mundo, ni expresar opiniones firmes sobre cosas que, como extranjero en el mundo, no le conciernen. Hay en la naturaleza humana caída un amor innato a la contienda. El cristiano no solo debe abstenerse de todo lo que pueda suscitar contiendas, sino también buscar la paz adoptando una actitud que la promueva.

En cuarto lugar, procuremos seguir la santidad práctica, sin la cual nadie verá al Señor. «Vemos… a Jesús, coronado de gloria y honra», dice Hebreos 2:7 y 9; pero esto supone un andar normal en santidad. Cualquier indicio de falta de santidad oscurecerá la visión. Sin santidad, no veremos al Señor. La paz y la santidad deben ir unidas, como en este pasaje, de lo contrario podemos seguir la paz a expensas de la santidad, o la santidad sin paz.

(V. 15). En quinto lugar, estamos exhortados a “tener cuidado” contra quien falte a la gracia de Dios. Faltar a la gracia de Dios es perder la confianza en la gracia de Dios y el disfrute práctico de lo que Dios es para nosotros. Como resultado, puede brotar alguna raíz de amargura que perturbe a los santos, y muchos pueden contaminarse al tener pensamientos amargos los unos contra los otros.

(V. 16-17). En sexto lugar, debemos guardarnos de cualquier alianza impía con el mundo, prefigurada por la fornicación. Por último, se nos advierte que no tratemos las cosas divinas como si fueran comunes. Esto es blasfemia, de la cual Esaú es un solemne ejemplo, quien, por algún presente, ventaja pasajera, trató la primogenitura a la ligera –como si fuera de poca importancia. Esta fue sin duda una solemne advertencia para estos hebreos, como lo es para todos los que han hecho una profesión, de desechar a la ligera las bendiciones del cristianismo. ¡Ay! La cristiandad está cayendo rápidamente en la profanación de Esaú, para descubrir que, como Esaú, serán rechazados. No fue el arrepentimiento lo que Esaú buscó fervientemente con lágrimas, sino la bendición cuando ya era demasiado tarde. La cristiandad descubrirá que no hay lugar de arrepentimiento para la apostasía.

Sin embargo, recordemos que, sin llegar al extremo de la apostasía, podemos caer en la blasfemia al tratar los privilegios divinos como de poca importancia. ¿No hay quienes han puesto a un lado la Cena del Señor como de poca importancia porque no somos salvos por ella? ¿No es esto un ejemplo de profanación moderna?

(V. 18-21). Por último, para elevar nuestras almas por encima de todas las pruebas, las penas y los ejercicios de este mundo presente, la Epístola despliega ante nosotros la felicidad del mundo venidero.

Actualmente todo, en ese mundo de felicidad, el mundo venidero, se encuentra fuera de la región de la vista y de los sentidos. Por eso, cuando el redactor dice que hemos llegado a esas grandes realidades, quiere decir sin duda que hemos llegado a ellas en la aprehensión de la fe. En Hebreos 2:5, habla definitivamente del «mundo habitado por venir», expresión que significa la vasta herencia de Cristo en los días milenarios. Abarca todo aquello sobre lo que Cristo, como Hombre, tendrá dominio, ya sea en el cielo o en la tierra, pues existe tanto el lado celestial como el terrenal del mundo venidero.

Sin embargo, antes de hablar de estas realidades, el redactor habla, en los versículos 18 al 21, a modo de contraste, de las cosas a las que Israel llegó, cosas a las que el cristiano no ha llegado. En el Sinaí, Dios estaba declarando al pueblo de Israel la alianza y exponiendo lo que le mandaba cumplir, es decir, los 10 mandamientos (Deut. 4:10-13). Por esta razón, la presencia de Dios en la tierra iba acompañada de símbolos de su majestad y de su santo juicio destructor contra la desobediencia y el pecado. Estos símbolos –el fuego, la oscuridad, las tinieblas y la tempestad– infundían terror en el corazón de los hombres. Todo en el Sinaí era contra nosotros. Además, todo en el primer Monte apelaba a la vista y a los sentidos. Los cristianos no hemos venido al monte «palpable» (v. 18); ni a las cosas que se podían oír, como «el sonido de una trompeta y voz que hablaba» (v. 19); tampoco hemos venido a las cosas que se podían ver (v. 21). El hombre natural no puede soportar la presencia de Dios. Cualquier atisbo de la gloria de Dios es abrumador cuando va acompañado de una exigencia del hombre. Israel no pudo soportarlo, e incluso Moisés encontró la visión terrible y dijo: «¡Estoy aterrado y tembloroso!».

Las grandes realidades a las que hemos llegado en el cristianismo no pueden ser tocadas, ni oídas, ni vistas por el hombre natural; solo pueden ser conocidas por la fe. Este hecho debe haber sido una prueba especial para estos creyentes hebreos, acostumbrados como estaban a un sistema religioso en el que todo estaba diseñado para atraer al hombre en la carne. Ahora se encontraban ante algo completamente nuevo, que dejaba de lado todas las cosas que apelaban a la vista. Tuvieron que aprender que las cosas del judaísmo no eran más que las sombras, y que las cosas invisibles del cristianismo son la sustancia. Todo para la vista ha desaparecido, y ellos, con nosotros, son introducidos en un maravilloso círculo de bendición que solo la fe puede aprehender.

(V. 22-24). En este panorama de bendición que se nos abre, se mencionan 8 temas a los que se dice que hemos llegado:

  1. Al monte de Sion;
  2. a la Ciudad del Dios vivo, Jerusalén celestial;
  3. a miríadas de ángeles;
  4. a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo;
  5. a Dios, Juez de todos;
  6. a los espíritus de los justos hechos perfectos;
  7. a Jesús, Mediador del nuevo pacto;
  8. a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel.

11.1 - Al monte de Sion

Cuando miramos hacia el mundo venidero, en la fe de nuestras almas, el Espíritu de Dios nos lleva primero al monte Sion, la Jerusalén terrenal, que representa a los santos terrenales. Además, el monte Sion establece como símbolo el suelo sobre el que todos los santos, terrenales y celestiales, llegarán a la bendición. Dos salmos, el 78 y el 132, nos dan luz sobre el significado espiritual del monte de Sion. En el Salmo 78 tenemos el relato del fracaso total de Israel en el terreno de la responsabilidad. Todo está perdido en el terreno de sus propias obras. El tabernáculo está abandonado (v. 60); el arca es llevada cautiva (v. 61); la tierra es juzgada y el pueblo es consumido (v. 62-64). Entonces, como se registra en el versículo 65, se produce un gran cambio en las circunstancias del pueblo, totalmente provocado por Jehová: «Despertó entonces el Señor, como quien despierta de un sueño», y comenzó a actuar «como un guerrero» (NVI).

Hasta entonces, Dios había actuado con respecto a Israel sobre la base de sus obras, pero cuando se vieron envueltos en la ruina más absoluta, recurrió a su soberanía y actuó desde sí mismo para bendecirlos. Así leemos: «Sino que escogió la tribu de Judá, el monte de Sion, al cual amó», y de nuevo: «Eligió a David» (véase Sal. 78:68, 70). Esta es la soberanía de la misericordia divina, ejerciendo una elección soberana para la bendición del hombre. Un monte es símbolo de poder; el monte Sion es símbolo de fuerza poderosa ejercida en gracia soberana.

El Salmo 132 presenta otra gran verdad en relación con el monte de Sion. Este Salmo celebra la ocasión en que David lleva el arca a Sion. El arca no solo es recuperada de las manos del enemigo, sino que es colocada en el lugar que le corresponde en el monte de Sion. El salmista dice: «Porque Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido» (v. 13-14). Inmediatamente después de que el arca fue puesta sobre Sion, tenemos la bendición fluyendo hacia el pueblo. «Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan. Asimismo, vestiré de salvación a sus sacerdotes, y sus santos darán voces de júbilo» (v. 15-16). Aquí tenemos de nuevo el pensamiento de la elección soberana conectada con Sion, pero con el pensamiento adicional de que está conectada con el arca. El arca, con su propiciatorio, habla de Cristo, y así aprendemos que el pleno significado simbólico del monte de Sion es el poder de la gracia soberana de Dios ejercida para bendición del hombre por medio de Cristo. Cuando todo se ha perdido para el hombre por el fracaso del hombre, entonces toda bendición está asegurada a través de la gracia soberana de Dios fluyendo justamente hacia nosotros sobre la base de todo lo que Cristo es y ha hecho. Tal es el terreno sólido de bendición para el mundo venidero, y a esto hemos llegado en la fe de nuestras almas.

11.2 - A la ciudad del Dios vivo, Jerusalén celestial

Habiendo comenzado con la gracia soberana que sale al encuentro del hombre en su ruina total, pasamos ahora por la fe a las escenas celestiales, y nos encontramos en la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial. Esta ciudad simboliza tanto a los santos celestiales como su morada en el mundo venidero. La bendición terrenal de los días milenarios será administrada a través de esta ciudad: las naciones caminarán a la luz de ella. En contraste con las ciudades terrenales, es llamada la ciudad del Dios vivo. Las ciudades terrenales están compuestas por hombres moribundos y, por lo tanto, como ellas mismas, sus ciudades están sujetas a la muerte y a la decadencia. Esta ciudad deriva su vida del Dios vivo, y por lo tanto está más allá del poder de la muerte y la decadencia. En la fe, esta ciudad gloriosa se levanta ante nuestras almas; vemos lo que viene. Por la vista miramos a nuestro alrededor y vemos la miseria, la violencia y la corrupción de las ciudades de los hombres; por la fe miramos y vemos esta ciudad gloriosa donde nunca han pisado los pies manchados por el pecado. Conforta nuestros corazones saber que, cuando las naciones caminen a la luz de esta ciudad, la miseria desaparecerá y se establecerá la bendición del mundo venidero.

11.3 - A miríadas de ángeles

Al llegar al cielo nos encontramos en presencia de una innumerable compañía de ángeles. Esta será la reunión universal de estos seres espirituales. Cada clase y orden de estos gloriosos seres estará allí. Esta innumerable compañía de ángeles ya existe, y en la fe de nuestras almas hemos llegado al conocimiento consciente de su existencia.

Los ángeles son los guardianes divinos del pueblo de Dios y tendrán este servicio especial en el mundo venidero. El Salmo 34:7, presenta este cuidado. Allí leemos: «El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende». La historia de Eliseo ilustra este cuidado. Cuando fue rodeado por sus enemigos en Dotán, su siervo tuvo mucho miedo, pero, dice Eliseo: «Él le dijo: No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos» (v. 16). El Señor, en respuesta a la oración, abrió los ojos del joven para que viera que toda la montaña estaba llena de caballos y carros de fuego alrededor de Eliseo (2 Reyes 6:17). Eliseo ya había llegado a ellos por la fe; el joven llegó a ellos por la vista. Daniel, en sus días, conoció el cuidado guardián de los ángeles, pues uno fue enviado a cerrar la boca de los leones para que no le hicieran daño (Dan. 7).

El Señor como Hombre estuvo bajo el cuidado de los ángeles, como leemos: «A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos» (Sal. 91:9-12). Los ángeles lo esperaron a su nacimiento; los ángeles le asistieron en el jardín de Getsemaní; los ángeles guardaron su tumba; y los ángeles estaban presentes en su ascensión.

En la actualidad, los creyentes están bajo la custodia de los ángeles, como leemos: «¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para ayudar a los que van a heredar salvación?» (Hebr. 1:14). En el mundo venidero seguirán ejerciendo su custodia, pues están a las puertas de la ciudad celestial y pasarán del cielo a la tierra, descendiendo y ascendiendo sobre el Hijo del hombre.

11.4 - A la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo

Viajando aún más lejos en las profundidades de la gloria llegamos por la fe a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. En este vasto sistema de gloria celestial hay quienes ocupan un lugar especial y distinto. Se habla de ellos como los primogénitos, dando el pensamiento de preeminencia. En la Escritura se habla 7 veces de Cristo como el Primogénito, porque él siempre debe ser preeminente. Aquí, la palabra está en plural, y se refiere a los santos que componen la Iglesia. Ellos tendrán un lugar preeminente entre los santos celestiales, así como Israel es llamado el primogénito de Jehová por tener un lugar preeminente entre las naciones (Éx. 4:22). Los nombres de estos primogénitos están registrados en el cielo, hablando de su hogar celestial; porque pertenecemos a donde nuestros nombres están escritos. Así como la Jerusalén celestial, la Iglesia, es vista administrando bendiciones en conexión con la tierra, así la asamblea de los primogénitos, la Iglesia, es vista adorando en conexión con el cielo.

11.5 - A Dios, Juez de todos

Subiendo aún más alto, llegamos en la fe de nuestras almas «a Dios, Juez de todos». Se ve a Dios, como alguien ha dicho, “mirando desde lo alto para juzgar todo lo que está abajo”. Esto seguramente no se refiere a Dios ejerciendo un juicio de sesión, como en el gran trono blanco, sino como Aquel que gobernará la tierra en justicia. Así Abraham habla de Dios como Juez, cuando dice: «El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?». (Gén. 18:25). Así en el mundo venidero los hombres dirán: «Ciertamente hay galardón para el justo; ciertamente hay Dios que juzga en la tierra». También se dirá: «Engrandécete, oh Juez de la tierra; da el pago a los soberbios» (Sal. 58:11; 94:2). Bajo el gobierno del hombre, la justicia está demasiado a menudo divorciada del juicio: bajo Dios, el Juez de todos, la justicia volverá al juicio, porque «juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra» (Is. 11:3-5).

11.6 - A los espíritus de los justos hechos perfectos

El mundo venidero no estaría completo sin los santos del Antiguo Testamento. Estarán los santos terrenales, que encontrarán su centro en el monte de Sion; estará la Asamblea, preeminente entre los santos celestiales, y estarán los santos de todas las edades antes de la cruz. Se habla de ellos como de los espíritus de los justos hechos perfectos, dando así a entender que todos han pasado por la muerte y han recibido ahora sus cuerpos de gloria después de haber estado desvestidos.

11.7 - A Jesús Mediador del nuevo pacto

En la fe de nuestras almas hemos llegado a Jesús, aquel a través del cual se asegura toda la bendición del mundo venidero, ya sea terrenal o celestial. ¿Qué sería del mundo venidero sin Jesús? Él es el centro de esa vasta escena de bendición, el Objeto que llenará y satisfará el corazón de cada santo, y administrará su reino para la gloria de Dios.

11.8 - A la sangre rociada que habla mejor que la de Abel

Finalmente, hemos llegado a la sangre rociada que habla cosas mejores que la sangre de Abel. Esta es la base justa y eterna de toda bendición para el mundo venidero. La sangre de Abel fue rociada sobre la tierra, y clamó en voz alta a Dios por venganza sobre el que la derramó. La sangre de Cristo ha sido rociada sobre el propiciatorio bajo el ojo de Dios, y en lugar de clamar por venganza, clama por perdón para aquellos que la derramaron. “La misma lanza que atravesó tu costado hizo salir la sangre para salvar”. Todos los que creen en la aceptación de la sangre por parte de Dios caerán bajo la bendición que la sangre asegura y tendrán su parte en el mundo venidero.

Así se abre ante nuestras almas un maravilloso panorama de la plenitud de los tiempos, cuando se cumplirán los designios de Dios para gloria de Cristo y bendición de todos sus santos. Y en la fe y el afecto de nuestras almas se nos permite ver a los santos terrenales, a los santos celestiales, a los santos del Antiguo Testamento, a la gran hueste de seres angélicos, a Dios sobre todos, a Jesús el Mediador de toda bendición, así como su preciosa sangre es la base de todo.

(V. 25-29). Habiéndonos presentado la gloriosa perspectiva a la que el creyente ya ha llegado por la fe, el autor lanza una solemne advertencia para que no nos apartemos de aquel que habla de estas cosas desde el cielo. Si no hubo escape del juicio para el que desobedeció la voz de Dios cuando él habló en la tierra, exigiendo justicia del hombre, mucho menos habrá escape del juicio para los que rechazan la voz de Dios, ahora que él está hablando desde el cielo en gracia que trae bendición al hombre. Como dijo Samuel Rutherford [1]: “La venganza del Evangelio es más pesada que la venganza de la ley”.

[1] Un teólogo escocés (1600-1661).

Además, se nos advierte de lo que implica este juicio venidero. La santidad del juicio de Dios fue simbolizada por el temblor de la tierra en el Sinaí. El juicio futuro sacudirá no solo la tierra, sino también el cielo. Entonces se nos dice definitivamente que esta sacudida significa la remoción de lo que es sacudido. Todo lo que no sea el resultado de la gracia soberana de Dios será eliminado en el juicio. La vieja creación contaminada por el pecado será finalmente removida para dejar solo la nueva creación de Dios, el resultado de su propia gracia. El reino que es recibido por los creyentes es establecido en justicia, a través de la gracia, y por lo tanto no puede ser movido. Sirvamos, pues, a Dios con reverencia y temor piadoso, no tratando, como Esaú, las cosas divinas como si fueran comunes, sino comprendiendo la santidad de las cosas de Dios, y andando en verdadera piedad. No olvidemos que, aunque conozcamos a Dios en gracia, sin embargo, «nuestro Dios es fuego que consume». Quemará todo lo que no sea de él mismo, ya sea carne en su pueblo o una creación contaminada por el pecado.