Índice general
Los quebrantados de corazón
Salmo 147:2-4; Lucas 4:18
Autor:
Las pruebas y las enfermedades
Tema:(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)
No es posible contar cuán silenciosamente él sufrió, cómo con su silencio él favoreció este valle de lágrimas, o cuán quebrantado fue su corazón en la cruz… La corona dolorosa en sus treinta y tres años. Pero una cosa yo sé: Él sanó al corazón quebrantado, borró nuestros pecados y calmó nuestro secreto temor, y nos libera del pesado fardo de nuestra carga, porque todavía el Salvador, el Salvador del mundo, está aquí.
1 - Los quebrantados de corazón
En el capítulo 4 del evangelio de Lucas, tenemos un conmovedor relato de la entrada del Señor Jesús a su ministerio público en este mundo de pecado y dolor; y aprendemos de sus propios labios el carácter de su ministerio. Citando la profecía de Isaías concerniente a él mismo, dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón» (Lucas 4:18).
El mundo está lleno de corazones quebrantados, aunque estos se esfuerzan en esconder su dolor con alegrías y risas; mas la realidad es, como leemos en el libro de los Proverbios: «Aun en la risa tendrá dolor el corazón» (cap. 14:13). Debajo de todo su regocijo que exteriormente el mundo pueda manifestar, existen amarguras, angustias secretas, y corazones quebrantados.
Volviendo ahora sobre la palabra de Dios, descubrimos para nuestro consuelo que Dios no permanece indiferente para estos corazones quebrantados. El salmista nos dice que Dios es aquel quien «sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas». Además, el salmista inmediatamente añade: «Él cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres. Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder» (Sal. 147:25). El número de las estrellas es demasiado grande para que nosotros las podamos contar; el dolor de un corazón quebrantado es demasiado profundo para que lo podamos sondear; pero Dios puede contar las estrellas en el cielo y sanar los corazones quebrantados en la tierra. En la inmensidad de su amor, él dio a su unigénito Hijo, para que viniese a este mundo a sanar a los quebrantados de corazón.
Cuando miramos a Jesús, vemos, por lo menos, a un Hombre perfecto que vino a este mundo en busca de corazones quebrantados. El diablo, sin duda alguna, trató de desviarlo de su búsqueda, ofreciéndole a cambio todos los reinos de este mundo y su esplendor; pero rehusando al mundo, a sus honores y a sus riquezas, el Señor Jesús escogió ser un Hombre pobre, buscando a los hombres quebrantados de corazón, con el propósito de enjugar sus lágrimas y vendar sus heridas.
Al escudriñar la senda del Señor a través de este valle de lágrimas, en busca de corazones quebrantados, le vemos en el evangelio de Lucas sanando al corazón quebrantado de un pobre pecador, vendando las heridas de un corazón quebrantado de un santo, y enjugando las lágrimas del corazón quebrantado de una viuda. Además de todo esto, aprendemos que era tal la maldad y dureza del corazón del hombre que al final su corazón fue quebrantado. Todos nosotros quebrantamos el corazón de aquel que vino para sanar nuestros corazones quebrantados.
De esta manera descubrimos que los corazones son quebrantados por los pecados del pecador, por los fracasos de los santos, por la muerte de nuestros seres queridos, y por encima de todo, por un amor no correspondido.
2 - El pecador con corazón quebrantado (Lucas 7:36-38)
En la conmovedora escena que tuvo lugar en la casa de Simón el fariseo, se nos permite contemplar ese maravilloso cuadro –el encuentro entre el Salvador y el pecador. Una pobre mujer que era conocida en la ciudad como pecadora –por lo que debemos considerar que era una mujer de mala vida– que había oído de Jesús: había oído decir a la gente que Jesús era «amigo de publicanos y de pecadores» (Lucas 7:34). Tal vez, ella misma hubiera oído de sus propios labios aquella amorosa invitación: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mat. 11:28). Cansada de su horrible vida, con el peso en su conciencia de sus muchos pecados, y sin ningún amigo en el mundo, esta pobre mujer oyó de Jesús, el Hijo de Dios, y lo que la hace decidir venir a él es el haber oído que Jesús es amigo de los pecadores.
Acuciada por su necesidad y atraída por su gracia, esta mujer pecadora acude a Jesús; y por medio de esta hermosa escena nos es permitido ver el resultado de cuando un pecador acude al Salvador. Ella siente que a toda costa debe comparecer en la presencia de este maravilloso Salvador. Así que ella se presenta sin más, y entra en la casa del fariseo y va directamente a los pies de Jesús. Ninguna palabra es pronunciada al principio, pero ocurren, según leemos, dos cosas: «Estando detrás de él a sus pies, llorando» ella «besaba sus pies». Esas lágrimas manifiestan un corazón quebrantado, y sus besos un corazón que ha sido ganado.
¿Qué fue lo que quebrantó su corazón, y lo que lo ganó? Con toda certeza fue el considerar su vida con todos sus pecados, al estar en la presencia del Señor, cuyo corazón estaba tan lleno de amor y de gracia. Al contemplarlo, descubrió que su gracia era mucho más grande que sus pecados, y que, aunque él conocía hasta lo más peor de ella, a pesar de todo, él la amaba, y no la rechazó, ni le dijo ninguna palabra de reproche. Esta pobre mujer pecadora pudo mantenerse firme ante el desprecio de los hombres, y el juicio del fariseo; pues un amor tal como el del Salvador partió su corazón. No es la maldad del hombre, sino la bondad de Dios que conduce al arrepentimiento (Rom. 2:4). Habiendo sido quebrantado el corazón de ella por su gracia, él venda el corazón de esta mujer con sus palabras de amor, pues le dice: «Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado, ve en paz» (v. 48-50).
El comportamiento de esta mujer quebrantada de corazón es todavía hoy el cauce de bendición para cualquier pobre pecador.
En primer lugar, somos hechos conscientes de nuestros pecados y necesidad.
En segundo lugar, Dios en su gracia nos presenta las buenas nuevas de aquel único que puede suplir nuestra necesidad. Oímos del Salvador que vino a este mundo para salvar a los pecadores, quien se dio a sí mismo en rescate por todos, el cual se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, satisfaciéndole de esta manera por su obra eficaz en la cruz, por lo cual Dios puede anunciar el perdón de los pecados a un mundo de pecadores, invitándolos todos a que crean en Jesús.
Y en tercer lugar aprendemos que, creyendo en él, podemos saber con toda certeza, basados sobre la autoridad de la Palabra de Dios, que nuestros pecados nos han sido perdonados.
Cuán bendito ha sido el momento en que, habiendo sentido nuestra necesidad, y habiendo oído del Señor Jesús, creímos y vinimos a él, para encontrarnos a solas en su presencia, conscientes de nuestros pecados, pero dándonos cuenta que, a pesar de conocer todos nuestros pecados, él nos ha amado. Tal amor quebrantará nuestros corazones ganándolos para siempre.
3 - El santo con corazón quebrantado (Lucas 22:54-62)
Hemos considerado a una pecadora con corazón quebrantado en la casa del fariseo Simón; ahora nos permitiremos considerar a un desleal con corazón quebrantado en casa del Sumo Sacerdote. Podemos verdaderamente tener nuestros pecados perdonados, y amar al Señor con todo el ardor y sinceridad, como era el caso del apóstol Pedro, y con todo, a no ser que seamos guardados por la gracia del Señor, podemos, como el apóstol, caer y negar al Señor. A través de la tormenta y del buen tiempo, este devoto siervo había seguido tenazmente a su Maestro durante los años de su maravilloso ministerio; pero aquí llegó el día cuando Pedro siguió al Señor de lejos. Andando distante del Maestro, pronto se encontró en compañía de enemigos de su Maestro. Así leemos que cuando los enemigos del Señor hubieron «encendido fuego» y «se sentaron alrededor; y Pedro se sentó también entre ellos». Sentándose entre los enemigos del Señor, no tardó mucho en entrar en tentación. Desde luego, parece que sea una pequeña tentación, ya que provenía de «una criada». Pero ¡ay!, fuera del Señor y en mala asociación, cualquier pequeña cosa es suficiente para hacernos tropezar. La criada podía ser más pequeña y más débil que Pedro, pero ella tenía ventaja sobre el pobre Pedro, porque lo había visto «sentado al fuego». Todo cuanto ella dice es: «También este estaba con él». Pedro huele el peligro, de tal manera, que, sin vacilación, aquel hombre que afirmado en la confianza en sí mismo había dicho: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Luc. 22:33), ahora llanamente niega al Señor, diciendo: «Mujer, no lo conozco».
Por tres veces Pedro niega al Señor, y entonces, de acuerdo a las palabras del Señor: «El gallo cantó». Pedro negó al Señor; pero ¿cambió el corazón del Señor respecto a Pedro? Bendito sea su nombre, su amor es un amor invariable: «Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13:1). Ocurrió que en el mismo momento cuando Pedro se había apartado del Señor, el Señor se volvió hacia Pedro, pues leemos: «Vuelto el Señor, miró a Pedro». Podemos entristecer su corazón, pero no podemos cambiar su amor. Podemos estar seguros que esa mirada fue una mirada de su amor infinito que parecía decir a Pedro, “Tú me has negado a mí, Pedro; tú has dicho que no me conoces, pero a pesar de todas tus negaciones, yo te amo”.
¿Cuál fue el efecto de esa mirada? Esta partió el corazón del desleal Pedro, pues según leemos: «Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente». Como el pecador caído en Lucas 7, el desleal santo en Lucas 22 ve sus pecados en la luz del amor del Señor; y este amor, que levanta el corazón por encima de sus pecados, quebranta su corazón.
Sabemos también que, en el día de la resurrección, el canal de amor tocó a este corazón quebrantado, y enjugó sus lágrimas. De esta manera, en todas nuestras infidelidades, él restaura nuestras almas, quebrantando corazones y ganándolos con su invariable amor.
4 - La viuda con corazón quebrantado (Lucas 7:11-15)
La historia de la viuda con su corazón quebrantado por la muerte de su hijo nos recuerda que, por encima de las más prósperas y bellas escenas de la vida en este mundo, subyacen las obscuras sombras de la muerte. Naín significa «Placentero»; y la ubicación de esta ciudad era hermosa, pero la muerte estaba allí. Pero para nuestro consuelo sabemos que, en este mundo de muerte, el Señor de la vida nos ha visitado, y no solamente con el poder de resucitar a los muertos, mas con el amor y simpatía que puede sentir por nosotros en nuestras penas y dolores, para enjugar nuestras lágrimas, y sanar a los quebrantados de corazón. «Aconteció» que Jesús fue a la ciudad de Naín: «E iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud». Esta compañía, con el Señor de la vida en medio de ellos, se encontraron con otra compañía con un cuerpo sin vida entre ellos; así, mientras el Señor se acercaba a la ciudad, «he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad».
Cuán conmovedora es la manera que el Señor usa para sanar su quebrantado corazón. Movido a compasión, primeramente, enjuga sus lágrimas, y después elimina la causa de su dolor. Si nosotros tuviéramos el poder, probablemente hubiésemos resucitado al muerto, y después hubiéramos dicho a la mujer, «No llores». Pero Jesús lo hace de otra manera –de una manera mejor– que hace que esta historia esté llena de consuelo para todos nosotros. Primeramente, dice a la madre de corazón quebrantado, «No llores», y después resucita al muerto. De esta manera la mujer podía decir: “En mi gran dolor él vino tan cerca de mí, que enjugó mis lágrimas. No solamente me libró de mis dolorosas circunstancias, sino que él anduvo a mi lado en ellas”. Así él manifiesta por su compasión y simpatía que él puede secar nuestras lágrimas antes que nos resucite de nuestra muerte. Este caso nos conviene, pues Jesús se ha ido de este mundo, y todavía no resucita a nuestros seres amados cuando son quitados por la muerte; pero tiene palabras de consuelo para nuestros quebrantados corazones, nos enjuga las lágrimas, mientras esperamos el día cuando él resucitará a nuestros queridos seres que han dormido en Jesús. Sus compasiones van delante de su misericordia. Tenemos el consuelo de su amor mientras esperamos la manifestación del poder de su resurrección. Entonces se cumplirán las palabras: «Enjugará Dios toda lágrima… y ya no habrá muerte» (Apoc. 21:4).
Los años muy pronto habrán de pasar,
También su dolor, el sufrir y el llorar;
Las lágrimas Dios nos las enjugará,
Y el Hijo de Dios nos resucitará.
5 - El Salvador con el corazón quebrantado (Lucas 19:41-48)
Hemos podido considerar que nuestros pecados e infidelidades vistos a la luz de su amor pueden quebrantar nuestros corazones, y que la muerte puede arrojar sus sombras sobre las más brillantes circunstancias, y quebrantar nuestros corazones. Pero en esta emotiva escena del monte de los Olivos, vemos todavía un dolor más profundo –el dolor de un amor no correspondido. Puede que en alguna ocasión se nos parta el corazón a causa de un amor no correspondido; pero como el amor del Señor se levanta por encima de todos otros amores, así, cuando su amor es menospreciado en su cara, el Señor experimenta en una medida mucho mayor que cualquier otro el dolor de un amor no correspondido. La intensidad de su dolor puede únicamente ser medida por la grandiosidad de su amor.
Así pues, leemos: «Cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella». El Señor había prodigado su amor sobre esta pobre gente, pero ellos solo le devolvieron mal por bien, y odio por amor (Sal. 109:5). Cuando el Señor les dijo que él había venido para sanar a los quebrantados de corazón, todo ellos «en la sinagoga, se llenaron de ira; y levantándose, le echaron fuera de la ciudad» (cap. 4:28-29). Cuando él perdonó los pecados, le acusaron de blasfemo (cap. 5:20-21). Cuando él sanó a un pobre que tenía la mano seca, los judíos se llenaron de furor (cap. 6:6-11). Cuando él recibía a los pobres pecadores y comía con ellos, decían de él que era un comilón y un bebedor de vino (cap. 7:33-34). Cuando se disponía a resucitar a una muchacha, se reían de él, y se burlaban (cap. 8:49-53); y cuando arrojó fuera de un endemoniado al diablo, los judíos decían: «Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios» (cap. 11:14-15).
Los judíos abrieron su boca para decir mal de él; hablaron contra él con lengua mentirosa, y pelearon contra él sin causa, y a causa de su amor, ellos fueron sus enemigos (Sal. 109:25). Sin embargo, y a pesar del tratamiento cruel y desalmado que dieron al Señor, no hubo ni la más pequeña expresión de indignación por parte de Cristo, ninguna palabra áspera ni ninguna acción vengativa, ni maldición alguna salió de sus labios. Cuando él fue traicionado, no respondió con una traición, y cuando él sufría, no amenazaba. La dureza de nuestros corazones solamente le ocasionó un dolor que halló su expresión en sus lágrimas. Finalmente le quebrantamos el corazón, por lo que el Señor exclamó: «Porque yo estoy afligido y necesitado, y mi corazón está herido dentro de mí». Y habiendo quebrantado su corazón, procuramos darle muerte «al quebrantado de corazón» (Sal. 109:16, 22). En relación con esto, leemos: «Los principales sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo procuraban matarle» (v. 47). ¡Qué espectáculo! Fuera de la ciudad de Jerusalén, el Señor con su corazón quebrantado llorando por causa de los pecadores; dentro de la ciudad, los malvados pecadores procurando matar al Señor –tratando de derramar la sangre de aquel que estaba llorando por causa de ellos.
Pero dentro de poco tiempo habrá una respuesta gloriosa a esas lágrimas, ya que muy pronto el Señor será rodeado por una gran multitud de pecadores con corazones quebrantados, salvados por gracia, y de desleales santos restaurados por gracia, en esa escena en la cual «enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Apoc. 21:4). Entonces el Señor «verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11).
No es posible contar cuán silenciosamente Él sufrió,
Cómo con su silencio Él favoreció este valle de lágrimas,
O cuán quebrantado fue su corazón en la cruz…
La corona dolorosa en sus treinta y tres años.
Pero una cosa yo sé: Él sanó al corazón quebrantado,
Borró nuestros pecados y calma nuestro secreto temor,
Y nos libera del pesado fardo de nuestra carga,
Porque todavía el Salvador, el Salvador del mundo, está aquí.