Índice general
Cristo glorificado en su Iglesia
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1 - Introducción
Esta sección consta de 2 partes. La primera se titula “Las bodas del Cordero”, la segunda “La gloria de la Esposa».
En la primera, la revelación divina nos transporta al futuro para mostrarnos primero la destrucción total de la falsa «iglesia» (Babilonia) y luego las bodas del Cordero. Entonces le será presentada la verdadera Iglesia, la Esposa de Cristo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante. La Esposa estará vestida de lino fino, brillante y puro, representando lo que hacemos hoy por amor de Cristo. Todo lo que hacemos ahora por su causa aparecerá entonces en aquel glorioso día. ¡Qué pensamiento tan maravilloso, que debería tener efecto en nuestras conciencias!
En la segunda parte vemos a la santa Jerusalén, imagen de la Iglesia en el tiempo del reino de los 1.000 años, cuando aparezca ante el mundo para gloria de Cristo. En esta aparición, la Iglesia tendrá una gloria y una perfección deslumbrantes que superarán nuestras expectativas más ambiciosas. A continuación, se describe magníficamente esta ciudad, versículo por versículo, y se la contrasta con la falsa iglesia, a la que también se compara con una ciudad babilónica. Se nos dice lo que no encontramos allí, y luego se nos permite regocijarnos en las bendiciones que hay allí; estas bendiciones serán la porción de todos los que conocen al Señor Jesús como Salvador y Señor.
2 - Primera Parte: Las bodas del Cordero (Apoc. 19:1-9)
En Apocalipsis 18 vemos la destrucción final del sistema corrupto de la cristiandad profesa. Durante muchos siglos, la Iglesia romana pretendió ser la única Iglesia de Cristo y representar a Dios en la tierra. En realidad, a lo largo de los siglos, ha engañado a las naciones, corrompido al mundo y embriagado la tierra con la sangre de los santos.
Las principales características de este sistema corrupto se resumen en los versículos 23 y 24 de este capítulo.
Allí leemos: «Tus comerciantes eran los magnates de la tierra». Mientras profesa ser la Iglesia, la Esposa de Cristo, este sistema falsifica enteramente la verdad de la Iglesia, caracterizándose por el «comercio» y la «tierra» y no por la fe y el cielo. Profesa conferir toda bendición espiritual por dinero pagado a la iglesia; en lugar de predicar la fe en el Cristo vivo, enseña que la salvación, el perdón y el cielo mismo pueden comprarse con oro. Trafica con almas (v. 13).
Luego leemos: «Porque con tus hechizos fueron engañadas todas las naciones» (v. 23). En lugar de ser columna y sostén de la verdad y proclamar la gracia de Dios a los pecadores, este sistema ha extraviado al mundo y lo ha hechizado con música, arte y todo invento posible para despertar los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida.
Finalmente, leemos: «En ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos y de todos los que han sido degollados en la tierra» (v. 24). En lugar de ayudar a los santos, este sistema los ha perseguido. En lugar de presentar la Palabra de vida a los pecadores moribundos, ha sembrado la muerte entre los santos vivos.
Así pues, tenemos un sistema que profesa ser la Iglesia de Dios, pero que se caracteriza más por el dinero que por la fe; que es terrenal y no celestial; que engaña en lugar de iluminar; que persigue en lugar de ayudar; y que trae muerte a los hombres en lugar de vida.
Durante muchos siglos, Dios ha soportado a esta iglesia corrupta, pero finalmente llega el día de su juicio, la hora de su desolación, en la que será llevada a una destrucción rápida y total. «Porque fuerte es el Señor Dios que la juzga» (v. 8).
Como resultado de su juicio, hay llantos y lamentos en la tierra; pero el cielo, con todos los santos, apóstoles y profetas, está llamado a alegrarse (v. 20). La respuesta a este llamado se da en los primeros versículos del capítulo 19. Juan oye «una gran voz de una gran multitud, que decía: ¡Aleluya! ¡La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios!». La salvación, la gloria y el poder que Babilonia se había arrogado son atribuidos por el cielo al Señor nuestro Dios.
El juicio de este falso sistema es además la vindicación de Dios. Sus juicios se muestran como «verdaderos y justos» (v. 2). El juicio de Babilonia es la demostración pública de que a lo largo de los siglos Dios no ha sido indiferente ni a las corrupciones de este sistema ni a la persecución de sus santos. Todas las corrupciones y persecuciones, vistas por el ojo escrutador de Dios, del cual nada escapa, serán juzgadas según la verdad; y siendo el juicio según la verdad, será en perfecta justicia. El cielo se goza de que así sea. Añade su «¡Aleluya!» a los juicios de Dios. Y Dios se encargará de que haya un testimonio duradero del juicio total de esta falsa iglesia, pues leemos: «El humo de ella sube por los siglos de los siglos» (v. 3). La Iglesia romana parece hoy grandiosa a los ojos de los hombres, pero en los años venideros la única huella que quedará de su existencia será el humo de sus tormentos, que dará testimonio a través de los siglos de su condena irrevocable y del santo odio de Dios a sus corrupciones.
Todo el cielo responde al llamado a alegrarse por la caída de Babilonia. Luego sigue la alabanza, en un círculo más pequeño de los 24 ancianos y los 4 seres vivientes; no dicen nada sobre el juicio de la gran ramera. Es cierto que añaden su «Amén» a todo lo que Dios ha hecho, pero están preocupados por Dios mismo. Así que se postran sobre sus rostros y rinden homenaje a Dios que está sentado en el trono, diciendo: «¡Amén! ¡Aleluya!».
Y finalmente, una voz sale del trono diciendo: «¡Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos, los que le teméis, pequeños y grandes!». El primer llamado a la alabanza había sido para que «los santos, los apóstoles y los profetas» (18:20) se alegraran por el juicio de la gran ramera; este segundo llamado sonó para invitar a todo el cielo a alabar a «nuestro Dios». Hubo una respuesta gozosa al primer llamado, pero está superada con creces por la magnitud sin límites de la alabanza suscitada por la voz que sale del trono, pues, dice Juan: «Y oí como la voz de una gran multitud, y como el sonido de muchas aguas, y como el sonido de fuertes truenos, diciendo: ¡Aleluya!, porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, reina. ¡Alegrémonos y regocijémonos, y démosle gloria! Porque han llegado las bodas del Cordero, y su mujer se ha preparado» (Apoc. 19:6-7).
En esta efusión universal de alabanzas, tenemos la celebración de 2 acontecimientos sin precedentes, esperados durante siglos:
- La instauración del reino de Cristo.
- Las bodas del Cordero.
Estos grandes acontecimientos esperaban la destitución de la falsa iglesia que durante tanto tiempo había deshonrado a Cristo mientras profesaba actuar en Su nombre; que había dejado de lado Su obra mientras exhibía el símbolo de Su cruz; que había engañado a las naciones mientras afirmaba conferir la salvación; que había descarriado a la cristiandad mientras profesaba defender la verdad; que había perseguido a los santos hasta la muerte mientras afirmaba mostrar el camino de la vida. Una gran ciudad, que había dominado a los reyes de la tierra. Una gran ramera, se había hecho pasar por la Esposa de Cristo. Ahora que su reinado ha llegado a su fin, y sus falsas pretensiones han sido puestas a un lado, se ha abierto el camino para el reinado de Cristo y las bodas del Cordero.
Pronto se abrirán los cielos y Cristo saldrá para reinar en la tierra como Rey de reyes; pero antes del reinado en la tierra, están las bodas en el cielo. Las bodas del Cordero deben preceder al reinado del Rey.
Detengámonos aquí un momento y consideremos la maravillosa historia del Cordero. Los patriarcas, los profetas y los apóstoles habían dado testimonio, en diferentes momentos y de diferentes maneras, de los sufrimientos del Cordero. Abraham, el día del sacrificio de Isaac, vio con antelación la venida del Cordero que Dios proveería para que sufriera como holocausto. Isaías en su día, con una visión más cercana y clara, habló de la sumisión perfecta del Cordero en el día de sus sufrimientos. Y cuando por fin el Cordero aparece en la tierra, Juan, el precursor, mirando a Jesús mientras caminaba, puede decir: «He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:29), y predecir los inmensos resultados de sus sufrimientos. Luego, cuando esos sufrimientos se cumplieron, el apóstol Pedro pudo asegurar a los elegidos que habían sido redimidos «con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:19). Más tarde, después de que Pedro hubiera levantado su tienda, Juan, desde su prisión en Patmos, nos transporta al futuro y nos muestra las cosas que han de suceder. Con él, atravesamos la puerta abierta del cielo, para ver allí el ejército innumerable de los redimidos, las miríadas de miríadas y los millares de millares de ángeles, y «en medio del trono, un Cordero en pie como sacrificado» (Apoc. 5:6). Un poco más adelante, Juan, después de mostrarnos la gloria del Cordero, nos conduce a las bodas del Cordero.
Además, si los patriarcas, los profetas y los apóstoles habían predicho y considerado largamente los sufrimientos del Cordero, más de una escena nupcial había prefigurado también las bodas del Cordero. Las bodas de Isaac hablan de la satisfacción que su amor encuentra en su esposa (Gén. 24:67). José encontró en Asnat la recompensa a todos sus esfuerzos y penalidades (Gén. 41:50-52). El matrimonio de Booz habla de la fama que él obtuvo gracias a su unión con Rut (Rut 4:11).
Así, tanto en la profecía como en las figuras, Dios ha tenido siempre ante nuestros ojos al Cordero y las bodas del Cordero, los sufrimientos y las glorias que seguirían; pues todas estas escenas nupciales tendrán su antitipo glorioso en el gran día de las bodas del Cordero. Cristo, el verdadero Isaac, espera ese día en la gloria; y nosotros, como Rebeca en compañía del siervo (el Espíritu Santo), avanzamos hacia ese día a través del desierto de este mundo, bajo la guía del Espíritu Santo. Cuando por fin se celebren las bodas, el Cordero que sufrió encontrará en la Iglesia, su Esposa, un objeto que colmará su amor, le recompensará por sus sufrimientos y sus trabajos, y al mismo tiempo le dará aún más gloria. Pues el día de las bodas, la inmensa multitud, como voz de grandes aguas y como voz de poderoso trueno, proclamará su grandeza y lo celebrará.
También se nos permite ver aquí, más allá del tiempo presente durante el cual la Iglesia está santificada, purificada, alimentada y cuidada, aquel día en que la Esposa será presentada al Esposo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e irreprensible.
Se nos dice entonces que «su mujer se ha preparado», una indicación de que la sesión del tribunal de Cristo ha pasado. Todo lo que era contrario a Cristo en su peregrinación por el desierto no solo ha sido borrado por los sufrimientos expiatorios de Cristo en la cruz, sino que ha sido revisado en presencia de Cristo en su tribunal. Allí se han resuelto todas las cuestiones, se han eliminado todas las dificultades, y la Esposa aprende a conocer plenamente lo que él piensa sobre cada detalle del camino; aprende, en consecuencia, a pensar con él sobre todo ello. Así, todo lo que no era de Cristo ha sido resuelto y solo queda lo que es de él, para su aprobación y satisfacción. Nada que pertenezca al pasado se levantará para ensombrecer la belleza de esta escena o para perturbar la plenitud de la alegría en el día de la boda.
A continuación, se nos habla del atuendo de la Esposa: «Le fue dado ser vestida de lino fino, resplandeciente y puro; porque el lino fino son las acciones justas de los santos» (v. 8). La falsa esposa también estaba vestida de lino fino (18:16), pero qué diferencia con la Esposa de Cristo. La prostituta había adquirido su lino fino por su comercio (18:12); a la Esposa, el lino fino le fue «dado». Las galas de la Esposa hablan de sus propias acciones, pero todas eran, sin embargo, fruto de la gracia. Por fuera, muchos actos justos pueden parecer iguales, sean hechos por creyentes o por incrédulos, pero los motivos pueden ser muy diferentes. Las acciones justas de la falsa esposa tenían un motivo legal y egoísta. Las justicias de los santos son actos hechos por amor a Cristo.
Cristo se regocijará al ver a su Esposa adornada con un vestido que habla de su amor por él. Qué alegría es para nosotros darnos cuenta de que cada acto que realizamos por amor a Cristo es una puntada añadida al vestido con el que apareceremos en la gloria para gozo de su corazón. Qué alegría es saber que, aunque no tengamos ningún valor para el mundo, aunque seamos ignorados, despreciados e incomprendidos, cada acto que realizamos por amor a Cristo será manifestado finalmente en el día de gloria. Ni un vaso de agua fría, dado a uno de los pequeños que le pertenecen, será olvidado por Cristo. Todo lo que se haya hecho por él, todo lo que se haya puesto a su servicio, será recordado en aquel día. El acto solícito de un corazón amoroso que le proporcionó una almohada para su consuelo el día de su humilde servicio; la comida preparada en Betania para restaurarlo y el perfume rociado en sus pies el día de su rechazo; la confesión del malhechor moribundo el día de su abandono y muerte, y el amor que lo obligó a entrar en la casa de Emaús el día de su resurrección, serán entonces recordados. Las lágrimas que el amor derramó por él, las oraciones que se expresaron por amor a él, los sufrimientos que se soportaron por su nombre, así como toda respuesta verdadera a su última petición: «Haced esto en memoria de mí» (1 Cor. 11:24-25), serán recordados en el día de su gloria, «porque el lino fino son las acciones justas de los santos». Pero, una vez más, recordemos que todo será fruto de su propia gracia, pues «le fue dado (a la Esposa) ser vestida de lino fino».
El vestido que llevaremos entonces se teje ahora. El manto con el que seremos gustosamente revestidos en presencia de Cristo en el día de la gloria se teje en medio de los dolores terrenales durante el día de su rechazo. Los dolores de la tierra, las pruebas de la vida, los caminos ásperos, los días oscuros, las fatigas y las debilidades sirven para probar nuestra fe y manifestar las gracias de Cristo. La mansedumbre y la humildad, la paciencia y la bondad, la gracia y el amor de Cristo, que el ejercicio de la fe produce, se entretejen en la urdimbre y la trama del vestido que se llevará el día de las bodas del Cordero.
Así estamos llevados al día de las bodas del Cordero. Como alguien ha dicho, la escena, de hecho, solo se insinúa, no se describe, pues no corresponde al Apocalipsis revelar escenas íntimas de gloria. En el paraíso de Dios hay cosas inexpresables e incomprensibles para los que aún están en cuerpos mortales. Se ha dicho lo suficiente para que el corazón anhele el día de las bodas del Cordero; el día largamente previsto en los consejos de Dios, prefigurado en más de una escena nupcial y predicho por los profetas y los apóstoles; el día que la esposa tiene ante sí en su peregrinación terrena y que Cristo espera en el cielo; el día del gozo de su corazón.
Cuando finalmente amanezca ese día, será celebrado con júbilo; no solo habrá la boda, sino también el banquete de bodas del Cordero. Será verdaderamente el día de la felicidad de su corazón, pero otros serán llamados a compartir el gozo y la alegría del banquete. No estarán allí como la Esposa del Cordero, sino como invitados al banquete. No son las huestes angélicas, porque son «invitados». Los ángeles que han guardado su origen no son descritos como «invitados». La invitación está dirigida por el Dios de gloria a los hombres caídos para introducirlos en la gloria de Dios. Hay un ejército innumerable de estos, llamados por la gracia de Dios en los siglos anteriores a la cruz. No formarán la Esposa de Cristo, pero, como los compañeros que siguen a la hija del Rey, serán llevados al Rey: «Serán traídas con alegría y gozo; entrarán en el palacio del rey» (Sal. 45:13-15).
Pero ya sean las huestes angélicas, o de la Esposa, o de los invitados al banquete, todos se unirán para rendir homenaje al Cordero. Como la voz de muchas aguas y como la voz de poderosos truenos, dicen: «¡Alegrémonos y regocijémonos, y démosle gloria!».
3 - Segunda parte: La gloria de la esposa (Apoc. 21:9 al 22:5)
El Apocalipsis termina con una visión de la ciudad santa, la Nueva Jerusalén. Evidentemente, no se trata de una descripción literal de la morada eterna de los creyentes. En un libro en el que todas las demás visiones son simbólicas, es improbable que aquí los símbolos den paso a una descripción literal. La ciudad se la llama expresamente «la novia, la esposa del Cordero», por lo que está claro que la ciudad es un símbolo de la Iglesia en la gloria.
Por otra parte, aunque todo lo que caracteriza a la ciudad ha de perdurar eternamente, no deja de ser una visión de la Iglesia en relación con la tierra durante los días milenarios. La mención de las naciones, los reyes de la tierra y la necesidad de curación, deja claro que la ciudad es la imagen de la Iglesia como centro celestial de gobierno del mundo venidero.
Antes de intentar interpretar la visión, recordemos la distinción entre la verdad de la Iglesia presentada por el apóstol Pablo, por una parte, y por el apóstol Juan, por otra. Pablo, en su doctrina, nos lleva siempre al cielo, mientras que Juan trae las cosas celestiales a la tierra. Así, el ministerio de Pablo sitúa a la Iglesia ante Dios en el cielo; y aunque habla de la Esposa, no va más allá de su gloriosa presentación a Cristo. Juan da un paso más y nos habla no solo de las bodas del Cordero, cuando la Iglesia será presentada a Cristo para su suprema satisfacción y gozo, sino de la gloria de la Esposa, cuando será manifestada ante el mundo para gloria de Cristo. Solo lo que satisface a Cristo puede glorificar a Cristo.
Así, la ciudad celestial presenta a la Iglesia, no en su relación íntima con Cristo como Esposa, sino en las glorias de su manifestación ante el mundo como centro de bendición y gobierno para gloria de Cristo. Podemos añadir, además, que Juan no ve a la Iglesia descendiendo a la tierra, aunque la presenta como «descendiendo del cielo». Se manifestará en relación con la tierra como testimonio de Dios, para gloria de Cristo y bendición de las naciones que caminarán a su luz, pero no dice que la Iglesia estará en la tierra durante los días del Milenio.
Además, al leer esta descripción de la Iglesia en la gloria, no podemos dejar de ver el solemne contraste que presenta la Iglesia en su paso por este mundo, como se nos muestra en Apocalipsis 2 y 3. En las Epístolas a las 7 asambleas al comienzo del Apocalipsis vemos la ruina de la Iglesia bajo la responsabilidad del hombre; en la ciudad santa al final del Apocalipsis tenemos la gloria de la Iglesia según el consejo de Dios.
Es significativo que la ruina de la Iglesia responsable comenzara en Éfeso, donde la obra del apóstol Pablo culminó en el desarrollo de las doctrinas más elevadas del cristianismo. El apóstol tenía ante sí 2 grandes objetivos: en primer lugar, unir los corazones de los santos con Cristo en la gloria; puede decir: «Os he prometido a un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo» (2 Cor. 11:2). En segundo lugar, que los santos en la tierra sean un testimonio fiel de Cristo: «irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación depravada y perversa, entre los cuales resplandecéis como lumbreras en el mundo, manteniendo en alto la palabra de vida» (Fil. 2:15-16). Así pues, el apóstol se esforzaba por que los santos se caracterizaran por el «amor» y la «luz»: amor a Cristo y luz ante el mundo. Las palabras «amor» y «luz», son muy características de su carta a los Efesios. Quiere que estemos arraigados y cimentados en el amor y que conozcamos el amor de Cristo, que supera todo conocimiento; luego dice que somos «luz en el Señor» (Efe. 5:8) y nos exhorta a caminar como «hijos de luz» (Juan 12:36).
La Primera Epístola a las 7 asambleas en Apocalipsis 2, nos muestra que la asamblea de Éfeso falló en mantener tanto el amor a Cristo como la luz ante el mundo. El Señor tiene que decir a Éfeso: «Habéis dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4) y advierte a la asamblea que, a menos que se arrepientan, les quitará la lámpara. Si su primer amor por Cristo se pierde, su luz ante el mundo se apagará. He aquí, pues, el principio de la ruina en que ha caído la Iglesia: ha abandonado su afecto de esposa por Cristo y, en consecuencia, ha dejado de ser luz ante el mundo.
Habiendo reconocido la ruina, vemos inmediatamente la gracia que ha dado la visión de la ciudad, para que nos animemos a mirar más allá de la ruina. Entonces veremos a la Iglesia presentada a Cristo en las bodas del Cordero como respondiendo plenamente a su amor, y, un poco más adelante, podremos verla como la ciudad santa, iluminada por la luz del Cordero resplandeciendo con sus glorias, las naciones caminando a su luz. Entonces, por fin, el «amor» y la «luz» se verificarán a la perfección en la Iglesia manifestada en gloria según el consejo de Dios.
Recordemos de nuevo que estas visiones no nos están reveladas simplemente para animarnos, ni solo para ocupar nuestra mente con lo que es bienaventurado por encima de todo, sino también para que la luz de lo que ha de venir brille en nuestro camino, en este tiempo presente. En la ciudad vemos presentado de hecho en perfección lo que Dios quisiera ver presentado moralmente en la Iglesia durante su paso por este mundo.
3.1 - El ángel y el monte grande y alto (v. 9)
No sin razón el Espíritu de Dios especificó que era uno de los 7 ángeles que habían tenido las 7 copas llenas de las 7 últimas plagas, el delegado para mostrar a Juan, bajo el símbolo de una ciudad, la gloria de la Esposa, la mujer del Cordero. Si volvemos al Apocalipsis 17:1, aprenderemos que también fue uno de estos 7 ángeles el que había mostrado a Juan el juicio de la gran ramera, bajo el símbolo de Babilonia. Dios llama así nuestra atención sobre el contraste entre Babilonia la grande y Jerusalén la santa. En una ciudad todo es del hombre y nada de Cristo; en la otra, todo habla de Cristo. Es solemne pensar que todos en la cristiandad trabajan o para Babilonia la grande, la ciudad que será juzgada por Cristo, o para la santa Jerusalén, la ciudad que manifestará la gloria de Cristo. No es difícil discernir para qué ciudad estamos obrando. ¿Nuestro objetivo es Cristo o el hombre? Si el hombre es nuestro objeto, sea el «yo» u otros, si buscamos mejorar, elevar, satisfacer o exaltar al hombre estamos ayudando a construir Babilonia la grande. Si Cristo es nuestro objeto, estamos obrando en interés de la Nueva Jerusalén. ¡Ay! La gran masa de la cristiandad está trabajando decidida y abiertamente para el mejoramiento y la elevación del hombre solamente, para hacer, según sus palabras, “un mundo mejor y más hermoso”. Están estableciendo así un vasto sistema sin Dios y sin Cristo, que Dios llama Babilonia. Recordemos, sin embargo, cuán sutil es la carne: aunque por gracia somos ciudadanos de la nueva Jerusalén, prácticamente podemos estar arrastrados a trabajar para los intereses de Babilonia adoptando los métodos y objetivos del mundo religioso.
Además, es instructivo que las 2 ciudades sean vistas desde lugares diferentes. El hecho de que Babilonia sea vista desde un desierto, en contraste con la gran y elevada montaña desde la que se contempla la ciudad santa, indicaría que no es necesaria una gran elevación moral para detectar el mal. El hombre de mundo, aun permaneciendo lejos de la estimación divina del mal, puede recorrer un largo camino, como ha demostrado la historia al reconocer y condenar las corrupciones de la cristiandad. Pero entrar en la bienaventuranza de la ciudad santa está absolutamente más allá de la capacidad de la mente natural. Incluso para un hijo de Dios, requiere la elevación moral del alma y la separación de este mundo, simbolizada por la montaña grande y elevada. Podemos progresar lentamente en las cosas profundas de Dios, porque no somos aptos para escalar la grande y alta montaña. Alcanzar la cima, con su vista despejada y su atmósfera celestial, requiere más esfuerzo del que nuestro cristianismo acomodaticio está dispuesto a desplegar. Por eso, a veces nos resulta más fácil vivir en un nivel inferior, en el horizonte limitado del valle donde respiramos la atmósfera de la tierra. Pero si, como Juan, nuestros afectos están fijos en las cosas de arriba, el Espíritu Santo está dispuesto a transportarnos a la grande y alta montaña para desplegar ante nuestros ojos los vastos consejos de Dios para Cristo y la Iglesia.
3.2 - Las características de la ciudad (v. 10)
La primera visión de la ciudad revela al apóstol Juan las principales características de esta.
En primer lugar, aprendemos que es «la ciudad santa, Jerusalén». La palabra «grande» solo está utiliza una vez en relación con la ciudad, en la descripción de la muralla. Por el contrario, la ciudad de Babilonia está descrita 7 veces como «grande», pero nunca está llamada «santa». La grandeza retiene el interés del hombre y caracteriza su ciudad; la santidad caracteriza la ciudad de Dios. Así debe ser: la ciudad que manifiesta la gloria de Dios debe estar en armonía con la naturaleza de Dios.
En segundo lugar, la ciudad es vista «descendiendo del cielo», lo que prueba que el arrebato de la Iglesia no solo debe haber tenido lugar de antemano, sino que la Iglesia es celestial en su carácter. Cuánto el carácter celestial de la Iglesia ha estado oscurecido o perdido por completo durante su estancia en este mundo. Pero cuando la Iglesia sea manifestada en el Milenio, lo que ya es verdad para la fe se exhibirá para todos, a saber, que la Iglesia está compuesta por creyentes tomados de entre judíos y gentiles y bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo.
En tercer lugar, la ciudad viene «de Dios». La Iglesia es celestial en su carácter y divina en su origen. Por el contrario, los grandes sistemas religiosos de la cristiandad que encuentran su expresión final en Babilonia son condenados, no solo por su carácter terrenal, sino también por su origen manifiestamente humano.
En cuarto lugar, la ciudad desciende del cielo «teniendo la gloria de Dios». La gloria de Dios es la manifestación de Dios en todos sus atributos. Babilonia “se glorificó a sí misma”. En la gran ciudad de Babilonia, toda la sabiduría, la inteligencia, el poder y la habilidad del hombre se ven en plena exhibición. En la ciudad celestial se manifiestan todos los atributos de Dios. La ciudad resplandece con la gloria de Dios.
Estas son, pues, las principales características de la Iglesia en la gloria. Si comparamos esto con algunos de los sistemas religiosos de la cristiandad, nos sorprende inmediatamente el solemne contraste que ofrecen con las 4 características principales de la ciudad celestial. La ciudad es santa en su naturaleza, celestial en su carácter, divina en su origen, y es para la gloria de Dios. Estos grandes sistemas religiosos humanos son corruptos en su naturaleza, mundanos en su carácter, humanos en su origen y para la gloria del hombre. Si tuviéramos en el corazón el empeño de responder a la mente de Dios, de regular nuestro camino de acuerdo con su Palabra y caminar por la luz de la ciudad, el efecto práctico de la visión sería separarnos de cualquier sistema religioso que, por sus principios o práctica, hace imposible mantener la santidad, que es terrenal en su carácter, que deriva su origen del hombre y cuyo objeto es a menudo la gloria y el beneficio del hombre más que la gloria de Dios.
Puesto que, en un día venidero, el mundo caminará a la luz de la ciudad, ciertamente conviene que el creyente camine en ella ahora.
3.3 - La luz de la ciudad (v. 11)
El apóstol Juan habla a continuación de la «luz» de la ciudad: «Su luz era semejante a una piedra muy valiosa, como una piedra de jaspe, cristalina». La palabra «luz» solo se encuentra en otro pasaje del Nuevo Testamento, en Filipenses 2:15, donde leemos: «resplandecéis como lumbreras en el mundo». Ninguna otra imagen podría expresar mejor la verdad sobre la luz de la Iglesia que el brillo de una piedra preciosa. Por preciosa que sea, la piedra no tiene luz en sí misma; solo puede brillar reflejando la luz. Puesta en la oscuridad, deja de brillar. Así la Iglesia brillará reflejando la luz de Cristo. El Cordero es la lámpara de la ciudad, y la ciudad brilla reflejando la luz del Cordero. Recordemos que lo que será verdad en la gloria debería ser verdad en nuestro camino hacia la gloria. Estamos establecidos para brillar «como lumbreras en el mundo». Por eso, en la primera parte de Filipenses 2, Cristo está puesto ante nosotros en toda la perfección y la belleza de su gracia y humildad. En la medida en que caminemos a la luz de todo lo que él es, manifestaremos las gracias de Cristo. Solo brillaremos si estamos en la luz, y ese brillo será luz reflejada. No es el «yo» sino Cristo quien será visto. Babilonia manifiesta la gloria del hombre; la ciudad celestial reflejará la gloria divina, pues su luz es «como una piedra de jaspe», la piedra que, en Apocalipsis 4:3, se utiliza para presentar la gloria de Dios.El muro de la ciudad (v. 12)
La ciudad «tenía un muro grande y alto». La muralla habla de seguridad y de separación. La muralla es «grande», por lo que la ciudad está a salvo de cualquier asalto del enemigo. Es «alto», por lo que todo mal queda excluido. La gran muralla no puede ser derribada: la muralla alta no puede ser franqueada. Si la Iglesia en la tierra hubiera caminado a la luz de la Iglesia en la gloria, nunca habría llegado a estar comparada con una «casa grande» en la que hay vasos, «unos son para honor, y otros para deshonor». En la ciudad santa no habrá vasos para «deshonor», pues «jamás entrará en ella cosa inmunda». La muralla separa la ciudad de todo lo exterior. Si la Iglesia hubiera mantenido una santa separación del mundo, habría estado a salvo de los ataques de Satanás y de la intrusión del mal. La comprensión de la verdad simbolizada por la grande y alta muralla nos llevaría en la práctica a apartarnos de la iniquidad y a purificarnos de los vasos a deshonor. Toda desviación del principio de separación del mal conduce a la correspondiente desviación de la verdad.
3.4 - Las puertas de la ciudad (v. 12-13)
La ciudad tiene 12 puertas, 3 a cada lado; en las puertas hay 12 ángeles, con los nombres de las 12 tribus de Israel escritos en ellas. Las puertas permiten la entrada y la salida y, por tanto, hablan de lo que la ciudad recibe y de lo que expande. Si las murallas simbolizan la exclusión de la ciudad de todo lo que no es de Cristo, las puertas simbolizan la recepción de lo que es solo según Cristo. En la Escritura, la puerta de una ciudad es bien conocida como el lugar del juicio gubernamental, y los ángeles son los ejecutores celestiales del juicio. Los ángeles están allí para cerrar el paso a todo lo que sea contrario al juicio divino ejecutado sobre la carne, como antiguamente, cuando los querubines con la hoja de la espada guardaban «el camino del árbol de la vida» (Gén. 3:24). Los nombres de las 12 tribus indican el flujo de bendición que se extiende hacia fuera y la dirección que toma. En las ciudades terrenales, a menudo se da a las calles principales el nombre de los pueblos vecinos a los que conducen. Del mismo modo, en la ciudad celestial, las puertas llevan el nombre de las tribus hacia las que fluyen las bendiciones de la ciudad. Esta bendición fluirá en igual medida hacia los 4 puntos cardinales de la tierra, pues hay 3 puertas en cada uno de los 4 lados de la ciudad. Si la Iglesia hubiera caminado a la luz de la ciudad, habría recibido solo lo que es de Cristo y se habría convertido así en testigo de Cristo y fuente de bendición para el mundo circundante. La Iglesia profesa, habiéndose convertido en Laodicea, ha cerrado la puerta a Cristo y ha dejado entrar todo lo que es del hombre, las cosas que apelan a la naturaleza y satisfacen los deseos de la carne, convirtiéndose así en una fuente de corrupción para el mundo.
3.5 - Los cimientos de la ciudad (v. 14)
La muralla de la ciudad tenía 12 cimientos, y sobre ellos los nombres de los 12 apóstoles del Cordero. Los nombres de los 12 apóstoles vinculan la ciudad con los cimientos que ellos pusieron el día de Pentecostés. A través de su obra bajo la guía del Espíritu Santo, la Iglesia se estableció en la tierra como la Casa de Dios, donde Dios habita, gobierna y bendice. Se constituyó así en la tierra una esfera de bendición y gobierno celestiales. Esta obra, iniciada en la tierra por medio de los apóstoles, se ve completada en la ciudad gloriosa. En efecto, la ciudad no muestra a la Iglesia tal como la presenta el apóstol Pablo, en su íntima relación con Cristo como su Cuerpo, ni en su privilegio de acceso a la Casa del Padre. Este es el aspecto de la Iglesia presentado por los 12 apóstoles, el vaso para la manifestación de la gloria de Dios ante el mundo.
3.6 - Las medidas de la ciudad (v. 15-17)
Juan relata que el ángel que le hablaba «tenía por medida una caña de oro, para medir la ciudad». No solo se dan ciertas dimensiones, sino que se mide la ciudad; leemos: «Midió la ciudad» y de nuevo «midió su muro». Esto indica que la ciudad está puesta a prueba y que todo cumple los requisitos divinos. Nada falta a la perfección, nada está fuera de lugar, pues «su longitud, la anchura y la altura son iguales».
El oro es el conocido símbolo de la justicia divina. La ciudad medida con la caña de oro indica también que todo está probado por la justicia divina, con el resultado de que la ciudad, las puertas y las murallas responden perfectamente a las exigencias de esta justicia divina. La ciudad es, pues, la manifestación de la justicia de Dios en Cristo, la respuesta a la cruz de Cristo (2 Cor. 5:21).
3.7 - Los materiales de la ciudad (v. 18-21)
«Su muro era de jaspe». Apocalipsis 4:3 nos enseña que el jaspe es una figura de la gloria divina de Cristo. Es su gloria la que excluye todo mal de la ciudad. Si tuviéramos un sentido más profundo de la gloria de Aquel que habita en la Iglesia, nos daríamos cuenta de la absoluta imposibilidad de asociar el mal a su nombre. La gloria asegura la separación de todo lo que mancilla.
«La ciudad era oro puro, semejante a vidrio puro». El oro presenta la justicia y la santidad absolutas que caracterizan a la ciudad. Sabemos que el nuevo hombre ha sido creado en justicia y santidad de la verdad; pero ahora hay a menudo muchas cosas entre los creyentes que hablan del «viejo hombre» y sus caminos. En todo hijo de Dios hay oro verdadero, pero con alguna aleación de un metal menos noble. En la ciudad no habrá más escoria. Allí el oro es puro, no adulterado. Allí también todo será transparente, como el cristal puro. No habrá oscuridad, ni motivos ocultos.
Los cimientos estaban «adornados con toda clase de piedras preciosas». Hay variedad de piedras, pero todas son preciosas. Las piedras no son fuente de luz, pero reflejan y refractan la luz, lo que les da colores maravillosos. Cristo es la luz; en él todas las excelencias se unen en perfección para formar la luz. En él, cada excelencia se presenta en detalle para mostrar, por así decirlo, la variedad de colores que componen la luz.
No deja de ser significativo que la descripción de las puertas siga a la de los cimientos. Si el comienzo de una ciudad está marcado por la colocación de los cimientos, la culminación de la ciudad se ve en el establecimiento de las puertas (Josué 6:26). En esta ciudad, la perfección no decae: las puertas son tan perfectas como los cimientos. No solo los cimientos están adornados con piedras preciosas, sino que cada una de las puertas es una piedra preciosa. La única perla de la que está formada cada una de las puertas puede hablar del precio de la Iglesia para Cristo. Podemos deducirlo de Mateo 13:46, donde se hace referencia a la Iglesia como «una perla de gran valor». Se mire como se mire, la ciudad muestra el precio de la Iglesia para Cristo. Es cierto que todo en la ciudad habla del precio de Cristo. Hoy es precioso para los que creen (1 Pe. 2:7). En un día venidero, el mundo entero verá en la Iglesia el valor que Cristo tiene para Dios, pero también verá el precio que la Iglesia tiene para Cristo. Entonces se cumplirán las propias palabras del Señor a Filadelfia: «Los haré venir y postrarse ante tus pies, para que sepan que yo te he amado» (Apoc. 3:9).
La calle de la ciudad era de oro puro. La calle de una ciudad terrenal es un lugar de encuentro donde las personas entran en contacto unas con otras, de ahí la importancia de estar en guardia, hablar con reserva y caminar con los lomos ceñidos, por temor a la contaminación. En la ciudad celestial, no será necesario tener los lomos ceñidos. No habrá nada que ensucie; la calle es de oro puro. No hay necesidad de ejercer la vigilancia, porque no habrá nada que ocultar a los demás. Todo será transparente.
3.8 - Lo que no habrá en la ciudad (v. 22-27)
No habrá templo. Juan dice: «Y no vi templo en ella». El templo escondía a Dios tras un velo que ocultaba su gloria de la vista e implicaba un sacerdocio especial a través del cual los hombres podían acercarse para adorar. Pero el acceso inmediato a la presencia de Dios era imposible. En la ciudad no hay templo, nada que oculte a Dios. El Señor, Dios, el Todopoderoso, y el Cordero son el templo. Llenan la ciudad: el acceso a Dios es directo. Podemos ver lo poco que ha caminado el cristianismo a la luz de la ciudad en el hecho de que se han vuelto a erigir “templos” según el modelo judío, con intermediarios entre el pueblo y Dios. De este modo, se perdió por completo la verdadera noción de la Asamblea (Iglesia) con Cristo en su seno.
No tiene necesidad del sol ni de la luna, para que la iluminen. El sol y la luna son luces naturales, símbolos del espíritu natural del hombre. No habrá tal luz allí, ni será necesaria donde todos tendrán el pensamiento de Cristo. «La gloria de Dios la iluminó, y su lámpara es el Cordero» (v. 23). Dios es la luz, y el Cordero es «su lámpara» por la que la luz llega a la ciudad. La ciudad refleja la luz de Cristo y las naciones caminan a la luz de la ciudad. Así, la oración de nuestro Señor en Juan 17:23 tendrá su respuesta perfecta: «Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado». Dios será revelado perfectamente en Cristo, reflejado por la Iglesia y visto por las naciones. Entonces «los reyes de la tierra le traerán a ella su gloria» (v. 24). Reconocerán que el cielo gobierna, no por la luz del sol, sino por la luz de la ciudad, y que toda su gloria está sometida al gobierno de la ciudad.
No habrá puertas cerradas. Las puertas de la ciudad «nunca serán cerradas de día». La bendición fluirá ininterrumpidamente. Hoy la iglesia profesa, con indiferencia laodicense, ha cerrado sus puertas a Cristo, y el resultado ha sido que Cristo ha cerrado la puerta de la Iglesia en dirección del mundo. Dejó de usarla como canal de bendición para el mundo. En la ciudad celestial el Cordero es la lámpara de la ciudad; y así la bendición fluirá al hombre sin interrupción, porque las puertas no estarán cerradas.
No habrá noche. «Allí no habrá noche». La luz de la ciudad no solo no se extinguirá nunca, sino que no se debilitará jamás. La oscuridad corresponde a la ignorancia de Dios, así como la luz corresponde al conocimiento de Dios. Hoy nuestra luz se ve a menudo oscurecida por nuestra ignorancia. Nuestra ignorancia es en gran parte el resultado de que tratamos de caminar a la luz de nuestra propia razón en lugar de hacerlo a la luz de Cristo, teniendo así su pensamiento. Si tuviéramos siempre un ojo para simple para Cristo y su gloria, todo nuestro cuerpo estaría lleno de luz, sin partes oscuras. En la ciudad no habrá sombra que oscurezca la luz que brillará sobre el mundo, porque allí no habrá noche.
No habrá mal. «Jamás entrará en ella cosa inmunda». No habrá intrusión de la carne para contaminar. No habrá nada que establezca un ídolo entre el alma y Dios, ninguna abominación. No habrá nada que engañe, ni mentiras. Además, no es solo que la carne con sus contaminaciones, sus abominaciones y sus mentiras no estará allí, sino que no entrará allí de ninguna manera. Esto nunca se dijo del jardín de las delicias en la tierra. Allí todo era ciertamente perfecto como creado por la mano de Dios, pero del Edén no se dijo que el mal no entraría. En la ciudad, no solo hay ausencia de contaminación, sino que está protegida de cualquier posibilidad de contaminación. Solo entrarán «los que han sido escritos en el libro de la vida del Cordero».
3.9 - Las bendiciones de la ciudad (22:1-3)
Hemos visto que las cosas relacionadas con la naturaleza y la caída no están allí, que no son necesarias y que nunca entrarán allí. Ahora se nos permite regocijarnos en las bendiciones positivas que están allí bendiciones que proveen para el bienestar de la ciudad.
En primer lugar, hay «un río de agua de vida» (v. 1), símbolo de la plenitud de vida en el Espíritu que fluye del trono. Al principio del Apocalipsis, cuando Juan fue llevado al cielo, informa de que «del trono salían relámpagos, voces y truenos» (Apoc. 4:5), símbolos apropiados de los juicios de Dios que procederían del trono. Aquí estamos más allá de los juicios y aprendemos que el trono que ejecutó el juicio sobre las naciones se convirtió en la fuente de una bendición ininterrumpida para la ciudad. Para la ciudad, los juicios del trono se agotaron en la cruz. La plenitud de la bendición en la ciudad, por medio del Espíritu, es el glorioso resultado de la cruz.
En segundo lugar, aprendemos que en medio de la calle de la ciudad y a ambos lados del río está el árbol de la vida. La ciudad será mantenida continuamente fresca bebiendo del río de la vida y comiendo del árbol de la vida. El río nunca se secará, el árbol nunca se marchitará y la ciudad nunca envejecerá. Al final del Milenio, Juan ve «la santa ciudad, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, desde Dios, preparada como una novia engalanada para su esposo» (Apoc. 21:2). Han pasado 1.000 años, pero el frescor nupcial de la ciudad permanece.
En tercer lugar, tenemos los frutos del árbol: leemos que el árbol de la vida produce «doce frutos, dando su fruto cada mes» (v. 2). Los frutos hablan de las diversas glorias de Cristo. No basta con conocer a Cristo y alimentarse de él en un solo aspecto. Necesitamos a Cristo en su plenitud, y por las sucesivas manifestaciones de sus gracias y perfecciones la ciudad se mantendrá en continuo frescor.
En cuarto lugar, las hojas del árbol son para la sanación de las naciones (v. 2). Así como la ciudad encontrará en Cristo una fuente de vigor continuo, las naciones encontrarán en él la fuente de la sanación. Los juicios de las naciones habrán terminado. No será el Señor Jesús revelado desde el cielo en llamas de fuego, trayendo la destrucción a los que no conocen a Dios, sino que será Cristo en medio de la ciudad como el árbol de vida trayendo la sanación a las heridas que las naciones habían sufrido. Las naciones, que durante largos siglos han estado desgarradas por la lucha y la violencia, encontrarán la sanación en la apreciación de las bellezas de Cristo, pues las hojas hablan de su belleza externa. Las luchas y, las contiendas, los celos y la desconfianza serán calmados con una hoja del árbol de vida. Cristo visto en la perfección de su caminar pondrá fin a las luchas entre las naciones; así como Cristo visto en sus gracias trae hoy liberación y paz entre los hijos de Dios.
En quinto lugar, el trono de Dios y del Cordero estará en ella (v. 3). La sede del justo juicio de Dios en la tierra milenaria se establecerá en la ciudad. No habrá más maldición, por lo que el trono dispensará bendición en lugar de juicio. Será el feliz privilegio de los santos estar empleados para administrar las bendiciones del trono.
En sexto lugar, su Nombre estará en sus frentes (v. 4). Ellos verán su rostro y él será visto en sus frentes. Incluso ahora, si fijáramos nuestros ojos más intensamente en su rostro, reflejaríamos más fielmente sus gracias. Contemplando la gloria del Señor, seríamos transformados en la misma imagen, de gloria en gloria. En la ciudad, ya no veremos a través de un cristal, oscuramente, sino cara a cara. Y cuando no vean «su rostro, y su nombre estará en sus frentes» (v. 4), entonces solo Cristo será visto en los santos. Los nombres que hemos llevado en la tierra habrán pasado para siempre. La frente del malhechor salvado ya no llevará la inscripción «malhechor»; la mujer de Lucas 7:36-39 ya no llevará el nombre de «pecadora»; y «fariseo» no se verá en el rostro de Saulo de Tarso. Estos nombres habrán terminado con las vidas que los merecían y solo el nombre de Cristo estará escrito en todas las frentes inmaculadas.
En séptimo lugar: «El Señor Dios los iluminará» (v. 5). La ciudad no solo estará llena de vida, porque allí estarán el río de vida y el árbol de vida; no solo será la morada del amor, porque «Jesús», el nombre del amor, estará escrito en cada frente, sino que estará llena de luz, «porque el Señor Dios los iluminará». La ciudad nunca conocerá el menor rastro de oscuridad, nube o sombra, porque «ya no habrá noche». La lámpara profética ya no será necesaria para guiarnos a través de la oscuridad circundante. La noche habrá terminado, la lámpara se habrá apagado, el brillo del sol se habrá eclipsado, y la ciudad bañará por la eternidad en la luz del Señor Dios.
Y estas bendiciones nunca faltarán, pues «reinarán por los siglos de los siglos». En el paraíso de Dios encontraremos un río cuyas aguas nunca se secan, un árbol cuyo fruto nunca falta, con hojas que nunca se marchitan. También habrá un trono que nunca será sacudido, un Nombre que nunca perderá su brillo y una luz que nunca se extinguirá.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1989, página 239