9 - La elección y la libre gracia


person Autor: Frank Binford HOLE 114

library_books Serie: Un mejor conocimiento de la fe cristiana

flag Temas: Conocidos de antemano, elegidos y predestinados La adopción, la elección, la predestinación


Desde el comienzo de las Escrituras, aparecen dos grandes hechos que constituyen la base de todas las relaciones de Dios con el hombre: primero, que Dios es absolutamente soberano; segundo, el hombre es una criatura inteligente dotada de facultades morales y responsable ante su Creador.

Estos dos hechos, la soberanía de Dios, por una parte, y la responsabilidad del hombre, por otra, siempre han presentado una dificultad para algunos, especialmente cuando se trata de la predicación del Evangelio y de su recepción por el pecador. Entre la soberanía de Dios expresada en la elección de algunos para la bendición y la libre gracia ofrecida a todos, parece existir una contradicción o discrepancia difícil de evitar y explicar.

Por supuesto, si dejamos de lado uno de estos hechos en favor del otro, cayendo, según el caso, en el duro hiper calvinismo o en el arminianismo, la dificultad desaparecerá. Pero esto significaría el sacrificio de la verdad. Puesto que no podemos hacerlo, sino que debemos aceptar estos dos hechos, ambos encontrados en la Escritura, debemos buscar humildemente la solución divina, sabiendo que la única dificultad real es la pequeñez de nuestras mentes y su capacidad para captar los pensamientos de Dios.

Encontramos estas dos verdades al principio mismo de la Biblia. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gén 1:1): esta es una de las verdades. «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y enseñoree…» (Gén. 1:26) –esta es la otra verdad. El hombre fue creado a imagen de Dios, es decir, como representante de Dios en la creación. Era a imagen de Dios, en el sentido de que, originalmente, era un ser libre, inteligente y moral. Aunque haya caído y ya no esté sin pecado, su responsabilidad permanece.

Es difícil encontrar una confesión más hermosa de la soberanía de Dios que la que hizo Nabucodonosor, el gran monarca pagano en quien la soberanía humana alcanzó su punto culminante. Dijo: «Él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?» (Dan. 4:35).

Tampoco podemos encontrar una presentación más sorprendente de la responsabilidad del hombre caído que la dada por Pablo en su argumento de la ruina completa de la raza (Rom. 1:18 al 3:19). Si el pecado y la decadencia destruyeran la responsabilidad del hombre, habría cualquier excusa para su condición, pero está mostrado que el pagano más degradado está «sin excusa», como lo está el idólatra civilizado y el judío religioso.

Hasta aquí todo es sencillo. La dificultad surge cuando comenzamos a aplicar estas verdades. Los creyentes son considerados escogidos «en él antes de la fundación del mundo» (Efe. 1:4), «escogidos según el previo conocimiento de Dios Padre» (1 Pe. 1:2). El Señor Jesús dijo claramente a sus discípulos: «Vosotros no me elegisteis, sino que yo os elegí» (Juan 15:16); y de nuevo: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no le trae» (Juan 6:44). Puesto que la elección pertenece a Dios y nadie viene a Cristo si no es atraído por el Padre, ¿debemos deducir de estos pasajes que todo esfuerzo de evangelización es inútil, y que predicar a personas distintas de las elegidas por Dios es una pérdida de tiempo?

Por otra parte, a sus oyentes, cuyos corazones estaban conmovidos por la compunción (tristeza), Pedro les dijo: «¡Salvaos de esta generación perversa!» (Hec. 2:40); a los pecadores descuidados y rebeldes les dijo: «Arrepentíos y convertíos» (Hec. 3:19). Pablo dice que exhortó tanto a judíos como a griegos al «arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hec. 20:21).

¿Podemos ignorar estas exhortaciones de los apóstoles? ¿Deberían haber dicho en su lugar?: “Hermanos, no podéis hacer absolutamente nada. Estáis muertos espiritualmente; solo tenéis que esperar el beneplácito de Dios. Si él os ha elegido, os salvaréis. Si no, os perderéis”. ¿O debemos adoptar el punto de vista opuesto y tratar de explicar la aplicación de los versículos sobre la soberanía de Dios a la conversión, diciendo que simplemente significan que Dios, siendo omnisciente, conoce el fin de una cosa antes de que comience, pero no tiene una voluntad particular para nadie [1], y que el hombre es totalmente libre y capaz de elegir lo que es correcto siempre que se le presente de una manera suficientemente atractiva, y que por lo tanto debemos hacer todo lo posible para que el Evangelio sea agradable y gane a los hombres?

[1] No obstante, 1 Timoteo 2:3-4 nos dice: «Dios nuestro Salvador… quiere que todos los hombres sean salvos…».

Inclinar por una verdad en detrimento de la otra sería exponernos al filo cortante de estas palabras: «¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!» (Lucas 24:25).

Las dificultades que podamos tener desaparecerán en gran parte si comprendemos mejor el verdadero carácter de la ruina del hombre y de la gracia de Dios.

¿En qué consiste la ruina del hombre? Al pecar, se hizo culpable y se ha expuesto al juicio. Además, ha adquirido una naturaleza totalmente caída e incorregible, con un corazón: «Engañoso… y perverso; ¿quién lo conocerá?» (Jer. 17:9). Y eso no es todo. El pecado actúa como un veneno sutil que intoxica y pervierte de tal modo su razón, su voluntad y su juicio, que «no hay quien entienda; no hay quien busque a Dios» (Rom. 3:11). Incluso en presencia de la gracia y de las suaves llamadas del Evangelio, los hombres rechazan al Salvador y prefieren unánimemente las locuras del mundo. Como la «piara de cerdos», se precipitan a la perdición (Lucas 8:32-33). La única esperanza, por tanto, es una intervención soberana de Dios.

La parábola de la «gran cena» (Lucas 14) ilustra esto. La mesa bien provista representa las bendiciones espirituales resultantes de la muerte de Cristo. Todo ha sido preparado a un gran coste y, sin embargo, todo parece haber sido preparado en vano. Hace falta otra cosa: la misión del Espíritu Santo, ilustrada por la misión del «siervo». Entonces las cosas se llevan a cabo y la casa se llena, solo porque él ha «obligado» (v. 23) a la gente.

Si nos damos cuenta de la amplitud de la ruina en la que nos ha sumido el pecado, nos liberaremos del “arminianismo” [2] y reconoceremos que la acción soberana de Dios al escogernos y sacarnos por el poder de su Espíritu era nuestra única esperanza. En lugar de disputar este lado de la verdad, nuestros corazones se inclinarán con gratitud ante Dios.

[2] “El arminianismo… Los puntos de vista arminianos más centrales son que la gracia divina que prepara para la regeneración es universal y que la gracia justificadora que permite la regeneración es resistible. Varias denominaciones protestantes se han visto influidas por los puntos de vista arminianos.”

El pobre hombre caído sigue siendo una criatura responsable. La razón, la voluntad y el juicio pueden estar pervertidos, pero no destruidos; de ahí la amplitud de la gracia de Dios.

¿Qué es la gracia? ¿Es la bondad especial que visita y salva las almas de los elegidos? No, eso es misericordia. En Romanos 9 y 11, donde la elección es el gran tema, la misericordia se menciona una y otra vez. La gracia es el poder que sale del corazón de Dios hacia aquellos que pecan y no merecen nada. No hace distinción entre nadie y no conoce restricciones. Es un océano ancho y profundo. «Todos los hombres» (1 Tim. 2:3-6) son sus únicos límites y «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20) es la única medida de su profundidad.

Oímos los acentos de la gracia en la última gran orden de Cristo resucitado a sus discípulos, «que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (Lucas 24:47). Estas instrucciones eran muy parecidas a las dadas por el rey en aquella otra parábola de la fiesta, recogida en Mateo 22: «Id a los cruces de los caminos; y a cuantos halléis, invitadlos al banquete bodas». En esta parábola no tenemos «el siervo» como en Lucas 14, sino «los siervos». No se trata del Espíritu de Dios en sus actividades soberanas y secretas, sino de los redimidos que, sin saber nada de estas cosas secretas, se limitan a hacer lo que el rey les ha mandado. ¿Encuentran a alguien en las carreteras del mundo? Entonces, sin preguntarse si es elegido o no, le dan la invitación. Se reúnen todos los que escuchan, sean malos o buenos, y la boda se «llena de invitados».

¿Hay alguna gran dificultad en esto? Seguro que no. Sabiendo que a Dios le agrada «salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21), el evangelista difunde la buena nueva. Cuando los hombres creen en su mensaje, atribuye esta obra al Espíritu de Dios y se regocija, sabiendo que han sido elegidos por Dios (1 Tes. 1:4).

Tampoco hay nada que haga tropezar al pecador que busca. El mismo hecho de que busque indica que es atraído por el Padre. Decir que un pecador puede buscar sinceramente al Salvador, en este día de gracia, y no ser escuchado porque no es escogido es una horrible distorsión de la verdad. Las palabras del Señor Jesús siguen siendo ciertas: «Buscad, y hallaréis» (Mat. 7:7).

El hecho es que la elección nada tiene que ver con el pecador como tal. Nunca se menciona en la predicación registrada de los apóstoles, aunque se menciona con frecuencia para fortalecer la fe de los creyentes. En general, solo cuando los predicadores extremistas la sacan de su contexto en las Escrituras y la presentan a sus oyentes inconversos, que ella causa dificultad en sus mentes.

9.1 - ¿Se puede demostrar que la elección realmente significa otra cosa que el hecho que Dios lo sabe todo, y por lo tanto sabe desde el principio quién creerá o no?

Ciertamente. En 1 Pedro 1:2 leemos: «Escogidos según el previo conocimiento de Dios Padre». Por tanto, la elección es distinta de la presciencia, aunque se basa en ella. La elección de Dios no es un sorteo ciego y fatalista. Esta concepción es puramente pagana. Su mismo deseo es fruto de la obra del Espíritu. Y la elección de Dios, como en el caso de Esaú y Jacob, siempre se justifica por los resultados (comp. Rom. 9:12-13 con Mal. 1:2-3).

9.2 - Si Dios realmente elige, ¿por qué no eligió a todos los hombres?

¿Cómo podemos saberlo? ¿Es probable que Dios diga a las criaturas que somos, las razones detrás de sus decretos? Si lo explicara, ¿podrían nuestras mentes finitas entender la explicación? Podemos estar seguros de que todos sus decretos están en perfecta armonía con el hecho de que «Dios es luz» y «Dios es amor». Por lo demás, si alguien lo discute, simplemente citamos las palabras inspiradas: «He aquí… yo te responderé que mayor es Dios que el hombre. ¿Por qué contiendes contra él? Porque él no da cuenta de ninguna de sus razones» (Job 33:12-13). Siendo Dios, ¿por qué habría de hacerlo?

9.3 - Si el hombre es moralmente incapaz de caminar o elegir rectamente, ¿cómo puede ser verdaderamente responsable?

Respondamos con una analogía. Si un pobre hombre compareciera por enésima vez ante los magistrados por estar “borracho y alterar el orden público”, ¿podría aceptarse en su defensa el alegato de que está tan degradado, que era moralmente incapaz de resistir al alcohol o de elegir una vida mejor, y que por tanto no era responsable ni podía ser castigado? Por supuesto que no. Ninguna persona sensata imagina que basta con hundirse lo suficiente en el delito para eximirse de toda responsabilidad.

Ay, ¿quién puede medir las profundidades de perversidad y la impotencia en las que el hombre se ha sumergido por el pecado? No obstante, su responsabilidad sigue existiendo.

9.4 - ¿Significa la “libre gracia” que tenemos la salvación simplemente por una elección hecha por nuestro libre albedrío?

No. Esto significa que el Evangelio de Dios es para todos. Cristo murió por todos (1 Tim. 2:4-6). El Evangelio está enviado a todos, como si fuera cierto que todos fueran a recibirlo naturalmente… pero, por desgracia, lo rechazan naturalmente. Multitudes, sin embargo, lo reciben; entonces la justicia de Dios, que es «hacia todos» en su intención, es realmente «para todos los que creen» (Rom. 3:22-24). Estos son salvados por gracia mediante la fe y esto no es de ellos mismos, es el don de Dios (Efe. 2:8). Su bendición proviene de Dios, de principio a fin, y tienen derecho a considerarse elegidos por él.

9.5 - ¿Debe el pecador escoger a Cristo?

Para ser bíblicamente exactos, la respuesta es no. Él debe recibir a Cristo; pero ese es otro asunto. Escoger es un verbo activo. Implica la habilidad de hacer distinciones y selecciones. Hablar de un pecador que escoge a Cristo supone que tiene facultades que no posee.

Recibir es un verbo pasivo y no activo. Implica que, en lugar de ejercer sus facultades, el pecador simplemente se conforma a la oferta de Dios. Este es el término que utiliza la Escritura.

Dice que los hijos de Dios son «todos cuantos lo recibieron (a Cristo)» (Juan 1:12). Esta recepción no fue el resultado de su libre albedrío, sino de la operación de Dios en gracia; ellos fueron «engendrados… de Dios» (v. 13).

9.6 - ¿Hacemos bien en exhortar a los pecadores a que se arrepientan y crean?

Ciertamente, el Señor mismo lo hizo (Marcos 1:15). También lo hicieron Pedro (Hec. 3:19) y Pablo (Hec. 16:31; 20:21; 26:20). No solo debemos proclamar que la fe es el principio sobre el cual Dios justifica al pecador, sino que debemos exhortar a los hombres a creer. El hecho de que la fe sea el resultado de la obra de Dios en el alma, y que todo crecimiento espiritual en el creyente sea por la obra del Espíritu de Dios, no contradice el hecho de que el siervo de Dios sea sincero y persuada a los hombres.

Pablo predicó en Tesalónica «entre mucha lucha» (1 Tes. 2:2), persuadió «a los hombres» (2 Cor. 5:11) y, con Bernabé, persuadió a los convertidos a «perseverar en la gracia de Dios» (Hec. 13:43).

Estos ejemplos bastarán para rebatir cualquier razonamiento contrario.

9.7 - ¿Cómo responder a alguien que dice: “No puedo creer hasta que Dios me dé la fuerza”?

Tengamos en cuenta que el arrepentimiento y la fe requieren menos fuerza que la debilidad. Arrepentirse, es reconocer la verdad sobre uno mismo; creer, es descansar en Cristo.

Obsérvese también que el mandamiento de Dios capacita al hombre para actuar. El hombre de la mano seca es un ejemplo típico (Lucas 6:6-10). El poder estaba allí tan pronto como la palabra fue pronunciada.

Si un pecador dice que querría creer, pero que Dios no se lo permitirá si así lo ha decretado, hay que decirle claramente que eso no es cierto. Abandona lo que es sensato por la imaginación de la razón caída. Nunca surge en el corazón de un pecador el menor deseo de Cristo, pero la gracia puede producir una fe firme. Si este razonador comienza a discutir, hay que dejarlo. En vez de ocupar un alma perpleja y ansiosa con cuestiones relacionadas con la soberanía de Dios, que están más allá de la inteligencia del hombre finito, yo le instaría a poner su confianza en el Salvador, y a prestar atención a esas grandes verdades que están tan claramente declaradas que «el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará» (Is. 35:8).

“Nunca permita que lo que usted no sabe, perturbe lo que sabe”, dijo un hombre sabio.

Nunca olvidemos que el que dijo: «Todo lo que me da el Padre, a mí vendrá», añadió inmediatamente: «Y el que viene, de ninguna manera lo echaré fuera» (Juan 6:37).