5 - «El pecado» y «los pecados»


person Autor: Frank Binford HOLE 114

library_books Serie: Un mejor conocimiento de la fe cristiana

flag Tema: El pecado y los pecados


Aunque estas cosas están estrechamente relacionadas, hay una importante diferencia entre el pecado y los pecados.

Ambas cosas se mencionan en el versículo 12 de Romanos 5: «Por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron».

El pecado es lo que, por la caída de Adán, entró en el mundo. Así como el veneno de una serpiente, una vez inyectado en el cuerpo de un hombre, se extiende para hacer su trabajo mortal, así el pecado –el veneno de la antigua serpiente, el diablo– ha penetrado en el ser moral del hombre para su ruina. Como resultado, «todos pecaron». Los pecados en pensamiento, palabra o acción, son la responsabilidad de cada uno.

El pecado es, por lo tanto, el principio básico, los pecados, los frutos vergonzosos que provienen de él.

Siendo así, preguntémonos: ¿Qué es exactamente el pecado que ha entrado en el mundo?

1 Juan 3:4 responde a este punto: «Todo el que practica el pecado también practica la iniquidad; porque el pecado es la iniquidad».

Iniquidad significa «sin ley». «Transgredir la ley» es muy diferente; es romper un mandamiento claro. No puede haber transgresión de la ley si no hay una ley que transgredir. No hubo ley en el mundo desde Adán hasta los días de Moisés, así que no hubo transgresión y el pecado no fue imputado; sin embargo, el pecado estaba allí y la pena de muerte estaba allí. Este es el argumento de Romanos 5:13-14.

La iniquidad es simplemente el rechazo de toda regla, el rechazo de toda coacción divina, la afirmación de la voluntad del hombre en desafío a Dios. El pecado, es solo eso. Eso es lo que hizo Adán cuando comió el fruto prohibido. ¡Qué amargos son los resultados!

En lugar de ser como un planeta, brillando con luz constante y moviéndose silenciosamente en su órbita, controlado por el sol o por otra estrella, el hombre se ha convertido en una «estrella errante», sin saber a dónde va, aunque las Escrituras dicen claramente: «a las que han sido reservadas la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 13).

En lugar de ser dueño de sí mismo, es esclavo del mal al que se ha entregado. El pecado gobierna en él y continuamente produce pecados. Y, es triste decirlo, esto ejerce una influencia tan anestésica en la conciencia que los pecadores parecen no ser conscientes de su destino, si no fuera por la gracia de Dios.

Cuando la gracia de Dios actúa, a través del Espíritu, para vivificar un alma, el primer grito es de dolor; expresa sus necesidades. Los años que han pasado están delante de ella y cargan la conciencia. Los pecados se convierten en el tema del momento y el problema no cesa hasta que se conoce el valor de la preciosa sangre de Cristo y el alma puede decir: “Mis pecados me son perdonados por su nombre”.

Entonces, (esta es probablemente la experiencia de la mayoría de los creyentes), se plantea la cuestión del pecado. Descubrimos que, aunque nuestros pecados son perdonados, el principio fundamental en el que descansa el mal sigue en nosotros. ¿Qué hacer? Esa es la cuestión.

Se da un paso si discernimos que el pecado es la raíz de nuestros problemas. Algunos cristianos parecen estar demasiado ocupados con el fruto como para considerar la raíz.

Un joven se dirigió una vez a un cristiano mayor, diciéndole que, a pesar de todas sus oraciones y esfuerzos, los pecados seguían volviendo a su vida. Los pecados, los pecados, ¡era su estribillo!

"¿En qué árbol crecen las manzanas?” le preguntó este amigo.

– “Un manzano, ¿por qué?”, dijo el joven asombrado. La pregunta le pareció ridícula y fuera de lugar.

– “¿Y en qué árbol crecen los pecados?” Después de reflexionar, finalmente dijo, “en el árbol del pecado”.

– “Tienes razón, ahí es donde crecen”, respondió.

Tomemos nota de eso. Los pecados que los cristianos debemos lamentar y confesar no son pequeños elementos aislados de mal que nos son ajenos, introducidos de una forma u otra en nuestras vidas por el diablo. Su causa es mucho más profunda. Surgen como los frutos de lo que hay en nosotros: el pecado. Que nadie diga lo contrario cuando las Escrituras dicen: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Juan 1:8).

¿Cuál es, entonces, el remedio contra el pecado? La respuesta es una palabra: la muerte.

La muerte, o mejor aún, el cambio de nuestros cuerpos en la resurrección, que será nuestra parte, si estamos vivos cuando venga Jesús. Esto pondrá fin al pecado, en lo que a nosotros respecta, absolutamente y para siempre. El último rastro de su presencia en nosotros habrá desaparecido. Todo cristiano anticipa este momento con alegría. ¿Miramos todos atrás con la misma alegría, al gran remedio que nos ha llegado: la muerte –la muerte de Jesús? «Porque en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios» (Rom. 6:10).

La cuestión se resume así: Murió por nuestros pecados, expiándolos, y murió al pecado; por lo tanto, enseñados por el Espíritu, reconocemos que estamos identificados con nuestro gran representante y la fe se apropia de su muerte como nuestra. Por lo tanto, también nosotros los «que morimos al pecado», no podemos seguir viviendo así si somos consecuentes (comp. Rom. 6:2). Por lo tanto, estamos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).

Solo hay esta diferencia: el pecado al que murió él era algo puramente externo; «en él no hay pecado» (1 Juan 3:5). Para nosotros, no solo es externo, sino también interno. El pecado, que es el principio dominante del mundo que nos rodea, es también, ¡ay! el principio dominante de la carne dentro de nosotros.

Pero hay más que eso. La muerte de Cristo no solo fue nuestra muerte al pecado, sino que era la total condenación del pecado al que morimos. Romanos 8:3 dice: «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne pecaminosa, y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne». En la cruz, el pecado fue revelado en todo su horror, pues la iniquidad alcanzó entonces su clímax. En este santo sacrificio, Cristo soportó el juicio y la condenación.

Tomemos nota de estas distinciones. Los pecados fueron llevados y juzgados; el pecado fue puesto al descubierto, fue condenado, y nosotros somos muertos al pecado, en la muerte de Cristo. La cruz era todo esto y más. ¡Cuántas maravillas celestiales la rodean! ¡Qué única e inabordable es!

5.1 - Leemos en Juan 1:29 «el pecado del mundo» y en Romanos 8:3 el «pecado en la carne». ¿Hay alguna diferencia entre los dos? ¿Cómo podemos distinguirlos de los pecados de un individuo?

La expresión «pecado del mundo», en Juan 1, tiene el significado más amplio. El pecado, su raíz, cada retoño, hasta sus más pequeñas ramificaciones en el mundo, son quitados por el Cordero de Dios. Su cruz es el fundamento y lo hará él mismo, como se anuncia en Apocalipsis 19 al 21.

«El pecado en la carne» es un poco diferente. En su esencia, el pecado es, por supuesto, el mismo en todas partes del universo de Dios, ya sea en los demonios o en los hombres, pero en lo que respecta a este mundo, la carne –la vieja naturaleza caída de Adán– es el gran medio en el que reside y opera, produciendo pecados en todos los individuos sin excepción.

Imagine una enorme central eléctrica, con toda una red de cables bajo tensión, no aislados, que se extienden a lo largo de una gran ciudad. ¡Los electrochoques, la consternación, la muerte estarían en todas partes!

El pecado es como un sutil e indefinible flujo eléctrico que hace sentir su influencia en todas partes.

La carne es como el cable, el asiento de la electricidad y el canal a través del cual actúa.

Los pecados son como los choques eléctricos que se producen en todas partes, causando la muerte.

El pecado del mundo es como todo el sistema: la central eléctrica, los cables, la electricidad, todo.

Se hará borrón y cuenta nueva con esta cosa odiosa. Tal es el valor de la cruz. Juan bien podía decir: «¡He aquí el Cordero de Dios!»

5.2 - Comúnmente hablamos del perdón de los pecados. ¿No sería correcto hablar también del perdón del pecado?

No, las Escrituras no hablan de esa manera. El perdón de los pecados o de un pecado se encuentra continuamente en la Biblia, pero el perdón del pecado, el principio fundamental, ¡nunca!

Una simple ilustración ayudará. Tomemos el caso de un niño descontento que entra en una gran ira y viene a romper algo. Sus padres lo castigan severamente. Una vez calmado, el niño, reconociendo lo que ha hecho mal, viene a confesarlo a sus padres. Viendo su sincero arrepentimiento, sus padres le perdonan por haber roto el objeto. Dicho esto, no perdonan el temperamento iracundo del niño, siempre lo condenan enérgicamente, de lo contrario sería tolerarlo. Le mostrarán con amor, pero con firmeza, la naturaleza y las consecuencias de tal temperamento, para que lo aborrezca y lo condene como lo hacen ellos mismos.

«Dios… condenó al pecado en la carne». No lo toleró, ni lo perdonó. La obra del Espíritu Santo en nosotros nos lleva a condenarlo, como Dios lo condenó, para que seamos liberados de su poder.

5.3 - ¿Cómo concilia usted la condenación del pecado en la carne con el hecho de que los creyentes todavía pecan?

Estas dos cosas no deben ser conciliadas. Condenación no es erradicación. La Palabra de Dios que habla de la condenación del pecado (Rom. 8:3) también habla del hecho de que el pecado todavía está en nosotros (1 Juan 1:8). Asume que el creyente puede pecar e indica la disposición de Dios en tal caso (1 Juan 2:1). Incluso nos dice claramente que, de hecho, todos pecamos (Sant. 3:2).

El pensamiento de Dios es dejar la carne y el pecado en el creyente, para que pueda aprender su verdadera naturaleza de forma experimental, para que pueda tener el mismo pensamiento que él tuvo sobre su condenación en la cruz, y encontrar su vida y su liberación en otro, para que pueda decir, en respuesta al clamor: «¿Quién me librará?», «Doy gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor» (Rom. 7:24-25).

5.4 - ¿Nunca se le quita totalmente el pecado al creyente? Se dice en 1 Juan 3:9: «El que ha nacido de Dios no practica el pecado».

En la muerte, cuando un creyente está ausente del cuerpo y presente con el Señor, termina con el pecado para siempre. En la venida del Señor, todos los creyentes tendrán sus cuerpos glorificados sin que quede ningún rastro de pecado. Hasta entonces, tenemos la presencia del pecado en nosotros, aunque tenemos el privilegio de ser liberados de su poder.

El versículo citado no contradice de ninguna manera los otros pasajes que hemos examinado. Simplemente indica la naturaleza de quien nace de Dios. No practica el pecado. No es su naturaleza pecar. Al decir esto, el apóstol considera a los creyentes en su naturaleza como nacidos de Dios, sin referirse a nada de su vida práctica.

Tomemos un ejemplo: dos hombres observan los barcos de pesca que tiran redes equipadas con boyas de corcho. Uno, mirando los flotadores de corcho, dirá: “Con todo ese corcho, las redes no pueden hundirse”. El otro, habiendo asistido ya a una pesca, dirá: “Sí, pueden, porque los pescadores ponen lastres lo suficientemente pesados como para llevarlos hasta el fondo”.

El primero solo piensa en las cualidades abstractas del corcho, el segundo ve la “anomalía” que arrastra el corcho al fondo.

El apóstol Juan escribe desde un punto de vista abstracto, y el pecado en un cristiano no es algo normal, sino al contrario, ¡bastante anormal!

5.5 - Los cristianos aún pecan demasiado a menudo. Estos pecados, ¿Suprimen la solución del pecado y de los pecados, con la que comienza el cristiano?

No, la cruz de Cristo es la base de todo. Allí, el pecado ha sido condenado. Allí se hizo la expiación para que se nos conceda el perdón cuando creemos. Todo esto es un don de la gracia divina, «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29), es decir, no están sujetos a un cambio de opinión por parte de Dios. Son para siempre.

Los pecados después de la conversión, sin embargo, perturban enormemente la felicidad del cristiano y alteran el gozo del perdón y la relación con Dios, hasta el momento en que estos pecados son confesados y, a través del servicio de Cristo como abogado, obtenemos el perdón del Padre (comp. 1 Juan 1:9; 2:1). Todos debemos aprender estas dolorosas lecciones, pero hay beneficios que se pueden obtener de ellas. Descubrimos la verdadera naturaleza de la carne en nosotros y que la única manera de evitar satisfacer su deseo es andar «en el Espíritu» (Gál. 5:16).

5.6 - ¿El Señor Jesucristo, al morir, ha cargado con los pecados de todas las personas? ¿No se desprende esto del hecho de que él quita el pecado del mundo, según Juan 1:29?

Las Escrituras lo establecen de esta manera: «Murió por todos» (2 Cor. 5:15). «Se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Tim. 2:6). «Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:2).

Estos versículos indican lo que podemos llamar el aspecto divino de su obra. Todo el mundo está incluido en su benévola intención; la propiciación fue hecha, no solo para los creyentes, sino para el mundo entero.

Es diferente considerar no la intención o el alcance de su obra, sino sus resultados reales.

Mirando las cosas de la manera más amplia posible, Juan 1:29 se aplica efectivamente, pero de acuerdo con el hecho de que el pecado, y todos aquellos que se identifican eternamente con él, encuentran su parte en el lago de fuego.

Entrando en detalles, no podemos decir que él llevó los pecados de todas las personas, porque las Escrituras dicen: «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados (los de los creyentes) sobre el madero» (1 Pe. 2:24). Por eso leemos: «Cristo fue ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos» (Hebr. 9:28). ¡Gracias a Dios que somos parte de ellos!