Conocer a Dios como Padre


person Autor: Sylvain FAYARD 3

flag Temas: Dios, el Padre La familia de Dios: hijos de Dios La adopción, la elección, la predestinación


0 - Introducción

El tema que tratamos es extremadamente rico. Está relacionado con muchos temas fundamentales, como la persona de Cristo, la salvación por medio de él, las dispensaciones, la posición cristiana, la vida práctica.

La venida del Hijo de Dios a la tierra es el fundamento de la revelación de Dios como Padre. Todas las bendiciones espirituales que poseemos como cristianos fluyen de quién es Cristo, y de la obra que él ha hecho por nosotros.

 

El texto aquí presentado se subdivide de la siguiente manera:

El primer capítulo presenta la persona del Hijo, el enviado del Padre, que nos ha revelado al Padre y nos ha dado acceso a Él: «El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18).

El segundo capítulo muestra cómo, mediante la fe en Cristo, podemos entrar en la feliz relación de hijos de Dios incluso ahora. El nuevo nacimiento y la adopción son dos aspectos complementarios de esta bendición. «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).

El tercer capítulo destaca el carácter progresivo de la revelación del Padre por parte de Jesús. Lo que reveló cuando se presentó a Israel como rey iba a ser completado más tarde por todo lo que siguió a su obra redentora. «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer» (Juan 17:26).

El cuarto capítulo está dedicado al cuidado amoroso del Padre por sus hijos, para satisfacer todas sus necesidades y formarlos. «Dios os trata como a hijos» (Hebr. 12:7).

El quinto capítulo se centra en la relación entre los hijos de Dios y su Padre, especialmente en la oración, la alabanza y la adoración. «Los unos y los otros tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18).

Por último, el sexto capítulo hace hincapié en nuestra responsabilidad de conducirnos de manera digna de nuestro Padre. Nuestra vida práctica debe manifestar los frutos de la naturaleza que hemos recibido de él. «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados» (Efe. 5:1).

1 - Jesús, el Hijo de Dios

1.1 - El nacimiento de Jesús

El Antiguo Testamento revela al único Dios, en contraste con los muchos dioses falsos de los paganos. Esto era una parte esencial del testimonio de Israel a las naciones. Sin embargo, algunos pasajes del Antiguo Testamento insinúan una misteriosa pluralidad dentro de esta unidad. Por ejemplo, al principio del libro, Dios dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen» (Gén. 1:26). En el libro de los Proverbios, a propósito del Creador, se dice: «¿Cuál es su nombre, y el nombre de su hijo, si sabes?» (30:4). Más claramente aún, el Salmo 2 dice: «Jehová me he dicho: Mi Hijo eres tú; Yo te engendré hoy» (v. 7). El Mesías anunciado como hombre, puesto que iba a ser descendiente de David, debía ser también Dios, puesto que es llamado el «Señor» de David (comp. Sal. 110:1; Marcos 12:35-37).

Sin embargo, fue solo a través de la venida de Jesucristo a la tierra que Dios se reveló en la plenitud de su ser: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Desde el principio de los evangelios, el testimonio de la divinidad de Jesús queda perfectamente claro. Un niño es concebido milagrosamente por el poder del Espíritu Santo en el vientre de una virgen, y por ello se le llama «Hijo de Dios» (Lucas 1:35).

1.2 - La eternidad del Hijo

Sin embargo, la Escritura tiene mucho cuidado en decirnos que su nacimiento en este mundo no es el comienzo de su existencia. Los primeros versículos del Evangelio según Juan lo presentan como «el Verbo» que, «en el principio», es decir, antes de la creación, estaba «con Dios», «era Dios», luego creó «todas las cosas» y, a su debido tiempo, «se hizo carne» (1:1-3, 14).

Jesús no solo es Hijo de Dios porque fue «engendrado» por Dios en el momento de su venida a la tierra; también lo era antes. Es el Hijo eterno. Varios pasajes lo dejan claro. Jesús ya era el Hijo cuando Dios lo envió a la tierra: «Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él» (1 Juan 4:9; comp. v. 10, 14); «Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito» (Juan 3:16); «no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom. 8:32). Jesús es, más allá y fuera del tiempo, «el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre» (Juan 1:18).

1.3 - El que el Padre ha enviado

Desde su infancia, Jesús tiene una perfecta conciencia de ser el Hijo de Dios. «¿No sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?», pregunta a sus padres cuando tiene doce años (Lucas 2:49).

A lo largo de su ministerio, da testimonio de su origen celestial. Cuando habla de Dios, dice constantemente «mi Padre». Desde el cielo, el Padre da testimonio de la gloria de este hombre absolutamente único, refiriéndose a él como su Hijo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17); «Este es mi amado Hijo; escuchadle» (Marcos 9:7).

Uno de los propósitos especiales del evangelio según Juan es presentar a Jesús como el Hijo de Dios. El evangelista relata muchas palabras del Salvador que atestiguan su gloria como Hijo, lo que, por cierto, atrae sobre él el odio mortal de los judíos incrédulos. No lejos de cien veces habla Jesús de Dios como su Padre; y unas cuarenta veces se presenta como Aquel a quien Dios ha enviado al mundo.

Fue enviado, no para ejercer el juicio sobre un mundo culpable –eso lo hará más tarde–, sino para traer la salvación a los pecadores perdidos: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (3:17). La salvación se ofrece gratuitamente a todos los que reciben a Jesús por la fe: «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (5:24).

Jesús vino «en el nombre de su Padre» (5:43). El que lo ve, ve al que lo envió (12:45), el que lo recibe, recibe al que lo envió (13:20) y el que cree en él, cree en el que lo envió (12:44). En la oración de Juan 17, el Señor dice: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo que tú enviaste» (v. 3).

1.4 - Unidad y dependencia

El Señor se presenta como siendo absolutamente uno con el Padre, y al mismo tiempo como totalmente dependiente de él – ¡una maravillosa combinación de gloria y humildad!

«Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:30). Se trata de una unidad de naturaleza, pero también de una unidad en la acción y en la revelación. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo» (2 Cor. 5:19). Jesús dijo a Felipe: «El que me ha visto, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí?» (Juan 14:9-10). En más de una ocasión, el Señor afirma que todas las palabras que habla proceden del Padre y todas las obras que hace proceden del Padre. «Aquel a quien Dios ha enviado, habla las palabras de Dios» (3:34). «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo» (5:17). «En verdad, en verdad os digo: No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo cuanto él hace, lo hace también el Hijo de igual manera. Porque el Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que él hace» (5:19-20). «Mi enseñanza no es mía, sino de aquel que me envió» (7:16). «El Padre que me envió, él me ha dado mandamiento de lo que debo decir y lo que debo hablar» (12:49). «Las palabras que os hablo, no las hablo por mi propia cuenta; pero el Padre que mora en mí, él hace sus obras» (14:10). «Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer» (15:15).

En su completa sumisión a Dios, el Señor dejó de lado su propia y perfecta voluntad para cumplir la de Dios. «No procuro mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió» (5:30). «Descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (6:38). Y esto no fue doloroso para él, ¡al contrario! Dijo: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió, y acabar su obra» (4:34).

Debido a la posición humilde que adoptó, el Señor puede decir: «El Padre mayor es que yo» (14:28). Como también dirá Pablo: «La cabeza de Cristo es Dios» (1 Cor. 11:3). Pero guardémonos de concluir algo que menosprecie al Hijo de Dios, «porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9).

1.5 - El Hijo revela al Padre

Dios se había revelado una vez a los patriarcas, y luego se dio a conocer al pueblo de Israel a través de Moisés y los profetas. Pero estas revelaciones eran solo parciales. Luego, «al final de estos días», «nos ha hablado por el Hijo» (o: en Hijo) (Hebr. 1:2). El Hijo de Dios vino a la tierra para revelarnos a Dios en su plenitud. Toda la vida de Jesús, todas sus palabras, todas sus obras, dieron a conocer a Dios. Y su muerte en la cruz fue la suprema revelación. El amor y la santidad de Dios brillaron allí de manera incomparable.

Pero el propósito de Dios no era solo revelarse a los hombres. Quería darse a conocer como Padre, no solo como Padre de nuestro Señor Jesucristo, sino como Padre de todos aquellos a los que quiso, en su gracia, hacer entrar a su propia casa. Su propósito era llevarnos a una relación filial con él, para gloria de su Hijo. Solo el Hijo de Dios podía llevar a cabo tal misión.

«Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mat. 11:27). Jesús dio testimonio de lo que conocía en la perfección. «Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18; comp. 3:11). Así, él es el único camino que conduce a Dios, y a Dios conocido como Padre: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6).

Aunque el Señor vivió durante tres años con sus discípulos, estos no captaron mucho de esta revelación. Cuando uno de ellos le pidió: «Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta», Jesús tuvo que responder, no sin tristeza: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:8-9). Era necesario que su ministerio a Israel se terminara, y sobre todo, que la obra de la redención fuera totalmente cumplida y el Espíritu Santo les sea dado, para que entraran plenamente en la revelación que se les había dado. El Señor lo dice en su oración al Padre en Juan 17: «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer» (v. 26).

En cuanto al testimonio dado ante el mundo, la revelación fue suficiente para establecer la plena culpabilidad de todos los que lo rechazaron: «Si no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y me han odiado tanto a mí como a mi Padre» (15:24).

2 - Los creyentes, hijos de Dios

2.1 - Las menciones del Padre en el Antiguo Testamento

Dios no se reveló como Padre hasta que su Hijo viniera a la tierra para darlo a conocer. En los pocos pasajes del Antiguo Testamento en los que se llama a Dios «padre», la palabra significa simplemente que es el originador de la existencia. No implica una verdadera relación filial. Como Creador, es el origen de todos los hombres, y en este sentido puede ser llamado su padre. «Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros» (Is. 64:8). «¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?» (Mal. 2:10) [1]. Como el que llamó a la existencia al pueblo de Israel y lo rescató de la esclavitud de Egipto, a veces se le llama «padre»: «¿No es él tu padre que te creó? Él te hizo y te estableció» (Deut. 32:6). «Tú eres nuestro padre… nuestro Redentor perpetuo es tu nombre» (Is. 63:16).

[1] El mismo significado de la palabra «padre» se encuentra también en el Nuevo Testamento: Hay… «un solo Dios y Padre de todos, que es sobre todos, y a través de todos, y en todos» (Efe. 4:6).

En algunos pasajes, el cuidado de Dios por los suyos o por su pueblo se compara con el cuidado de un padre por sus hijos: «Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado» (Deut. 1:31); «Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen» (Sal. 103:13). Estos pasajes son muy valiosos para nuestros corazones, porque también son verdaderos para nosotros, pero no expresan la relación característica del cristianismo. Los israelitas no eran «hijos de Dios» en el pleno sentido de la palabra. No podían conocer esta relación filial.

2.2 - La relación de hijo

El Hijo de Dios se presentó a Israel, el pueblo terrenal de Dios, y no fue recibido. «Vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron. Sin embargo, a todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:11-12). Esta declaración, al comienzo mismo del cuarto evangelio, establece de la manera más fuerte el contraste entre creyentes e incrédulos, entre los que reciben a Jesús y los que lo rechazan. Los primeros reciben la vida eterna y se convierten en «hijos de Dios». Los demás permanecen ajenos a él y la ira de Dios permanece sobre ellos: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Juan 3:36).

La relación de hijos a la que son llevados los creyentes fluye de una obra de Dios en el corazón, produciendo allí una nueva vida. Hay, pues, un nuevo nacimiento, de naturaleza espiritual, del que Dios es autor. Los que han creído en Jesús son «nacidos de Dios». Este nacimiento no es de naturaleza humana: los que pasan por él «no fueron engendrados de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Juan 1:13).

El punto de partida de la vida divina en un alma, de la «vida eterna», tiene por tanto dos aspectos. Está el lado del hombre y el lado de Dios. Por la fe, el hombre recibe la palabra de Dios y el Salvador que le revela. Al mismo tiempo, Dios realiza una obra de vivificación: a través de su Palabra, genera vida nueva. Así, el creyente llega a ser «partícipe de la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4).

2.3 - El nuevo nacimiento

Si, por tanto, somos «hijos de Dios», es porque hemos «nacido de Dios», es porque hemos sido «engendrados por él». Estas expresiones son características de los escritos de Juan [2]. La misma verdad se encuentra también en la Epístola de Santiago: «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas» (1:18) y en la Primera Epístola de Pedro: «No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1:23).

[2] Véase 1 Juan 2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18.

Todo esto es claramente revelado en la conversación de Jesús con Nicodemo, en Juan 3. El Señor confronta a este maestro de la ley con la necesidad: «Os es necesario nacer de arriba» (v. 7). Sin este nuevo nacimiento, es imposible «ver el reino de Dios» o incluso «entrar» (v. 3, 5). Al igual que un niño recibe de sus padres una naturaleza similar a la suya, el creyente recibe de Dios, por el nuevo nacimiento, una nueva naturaleza que lleva el carácter de quien lo engendró: «Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (v. 6). Esta operación divina es misteriosa, como la del «viento», que «sopla de donde quiere», cuyo «sonido» oímos, pero no sabemos «de dónde viene ni a dónde va». «Así es –dice el Señor– todo aquel que es nacido del Espíritu» (v. 8).

Destaquemos las diferentes expresiones utilizadas por el Señor en esta conversación:

  • nacer de nuevo (v. 3, 7),
  • nacer del agua [3] y del Espíritu (v. 5),
  • nacer del Espíritu (v. 6, 8).

[3] El agua es una figura de la Palabra; es esta palabra que es la simiente, comp. 1 Pedro 1:23.

Hablando de este nuevo ser, resultado de la maravillosa operación de Dios en el hombre, el apóstol Juan dirá: «Su simiente [de Dios] permanece en él» (1 Juan 3:9).

Todos los creyentes del Antiguo Testamento fueron, sin duda, vivificados de manera similar; pero estas grandes cosas no fueron reveladas. La relación de hijo de Dios no se conocía. No se podía conocer antes de la venida del Hijo de Dios.

2.4 - La adopción

«Antes de la fundación del mundo», Dios «habiéndonos predestinado para ser adoptados para él por medio de Jesucristo» (Efe. 1:4-5). La palabra adoptar (o adopción) expresa el pensamiento de que personas que no eran hijos son llevadas a la posición de hijos, con todos los privilegios que ello conlleva. Tal favor, concedido por Dios a pecadores que eran totalmente indignos, es «para alabanza de la gloria de su gracia» (v. 6). Ahora nuestra miseria moral e indignidad son cosa del pasado: en su gracia «nos colmó de favores en el Amado» (v. 6).

La Epístola a los Gálatas, dirigida a los cristianos que corren el riesgo someterse a la ley, recuerda cómo Dios liberó de su situación de esclavitud, tanto a los judíos sometidos a la ley como a los pueblos sin ley, para hacerlos hijos: «Pero cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos» (Gál. 4:4-5). En el caso del Hijo de Dios, no se trata de adopción. Era Hijo desde toda la eternidad. Pero él vino en la condición de aquellos a quienes iba a redimir («nacido de mujer, nacido bajo la ley»), y los llevó a la posición de hijos que era la suya. ¡A qué altura se presenta aquí la salvación!

El apóstol continúa: «Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero mediante Dios» (v. 6-7). Nótese la función del Espíritu Santo. En aquellos que han sido santificados por la obra de Cristo y así se convierten en hijos, Dios puede hacer habitar el Espíritu Santo. La presencia de esta persona divina les hace conscientes de la relación filial en la que se encuentran, de modo que sus corazones pueden derramarse libremente hacia Dios, diciendo: Padre.

Todo esto se confirma en un pasaje similar de la Epístola a los Romanos: «Porque no habéis recibido espíritu de servidumbre para estar otra vez con temor; pero habéis recibido Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (8:15-17). Nótese el doble testimonio mencionado en el versículo 16, testimonio dado por el espíritu del creyente y por el Espíritu de Dios que mora en él. Por la fe, el creyente recibe las afirmaciones de la Palabra y se apoya en ellas. Y el Espíritu de Dios da fuerza divina a estas declaraciones para que el creyente tenga plena certeza.

En las relaciones humanas, ser adoptado y ser engendrado se excluyen mutuamente. Quien ha sido engendrado por un hombre no necesita ser adoptado por él. Y el hijo adoptado no ha sido engendrado por su padre adoptivo, sino que necesariamente posee la heredad de otro. Por el contrario, en la salvación que Dios nos da, la adopción y el hecho de ser engendrado van de la mano y se complementan.

• Cuando somos considerados como habiendo sido sacados de un estado de alejamiento de Dios y llevados a él como hijos, se dice que hemos sido adoptados. Esta es la enseñanza de Pablo.

• Cuando se hace hincapié en la nueva vida que hemos recibido de Dios y en el origen divino de la nueva naturaleza que hemos recibido, se dice que hemos nacido de Dios, engendrado por él. Esta es la enseñanza de Juan.

Además de los tres pasajes que acabamos de considerar (Rom. 8:15; Gál. 4:5; Efe. 1:5), la Escritura menciona la adopción dos veces más. En Romanos 8:23: «Gemimos interiormente, aguardando la adopción, la redención de nuestro cuerpo». Nuestra salvación completa, los resultados completos de nuestra adopción, solo se lograrán cuando estemos vestidos con nuestros cuerpos gloriosos en la venida del Señor.

Y en Romanos 9:4, al enumerar los privilegios de los israelitas, el apóstol nos recuerda que tenían la adopción. Este pensamiento se relaciona con lo que vimos al principio de este capítulo. Si en cierto sentido Dios podía ser llamado Padre de Israel, era porque los había adoptado. Moisés tiene instrucciones de decir a Faraón: «Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito… que dejes ir a mi hijo, para que me sirva» (Éx. 4:22-23). Y al confrontar a los israelitas con su responsabilidad de caminar de manera diferente a las naciones gentiles, Moisés puede decirles: «Hijos sois de Jehová vuestro Dios» (Deut. 14:1). Pero, como ya se ha dicho, esta relación –de carácter colectivo– está fuera de toda proporción con aquella en la que el Hijo de Dios ha introducido a sus redimidos.

2.5 - El primogénito y sus hermanos

El Salmo 22 pone proféticamente ante nosotros los sufrimientos de Cristo en la cruz, especialmente los del abandono. Tras el grito de angustia a su Dios: «Sálvame de la boca del león», escuchamos el cántico de liberación: «Líbrame de los cuernos de los búfalos» (v. 21). Luego viene la mención de aquellos que encontrarán su liberación en la suya: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré» (v. 22). La Epístola a los Hebreos cita este pasaje con una observación particularmente conmovedora: «No se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te cantaré alabanzas» (2:12).

Así, el día de su resurrección, el Señor dijo a María Magdalena: «vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).

En un notable pasaje de la Epístola a los Romanos, el apóstol revela el propósito eterno de Dios: «Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó» (Rom. 8:29-30). Los propósitos de Dios para sus redimidos están íntimamente relacionados con sus propósitos para con su Hijo. Dios quiere tener una familia en la que sus redimidos sean introducidos por la gracia y en la que su Hijo sea el «primogénito». En esta familia, es necesario que todos los hijos estén en un estado de perfección, y por lo tanto es necesario que hombres que una vez estuvieron alejados, perdidos, culpables y contaminados sean «llamados», «justificados» y «glorificados». Dios quiere que sean «conformes a la imagen de su Hijo». Este es el resultado perfecto de la obra de Cristo.

Este resultado se alcanzará por completo cuando nuestros cuerpos mortales sean transformados y conformados al de Cristo (Fil. 3:21). «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2). Pero, ¿tenemos que esperar hasta ese día para ser como él? ¡No! Dios espera que sus hijos reproduzcan incluso ahora los rasgos de la nueva naturaleza que han recibido, y que se vean en ellos los caracteres morales que brillaron en Cristo, el hombre perfecto (comp. 1 Juan 2:6; 2 Cor. 3:18).

3 - Etapas de la revelación del Padre por el Hijo

Desde el principio de su ministerio, el Señor Jesús reveló al Padre. No solo se presentó como el Hijo de Dios, enviado por él para darlo a conocer, sino que puso a los que lo recibieron en relación con Dios como su propio Padre. Sin embargo, la introducción de los creyentes en esta relación filial se basa en la obra de la redención, y esta solo se llevó a cabo al final del ministerio del Señor, mediante su muerte y resurrección. De ello se deduce que la revelación del Padre a través del Hijo tuvo un carácter progresivo.

3.1 - Al principio del ministerio de Jesús

El evangelio según Mateo nos ofrece un relato detallado del mensaje del Señor a los judíos cuando se presentó ante ellos como su Mesías. «Recorrió Jesús toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la buena nueva del reino, sanando toda dolencia y toda enfermedad entre el pueblo» (4:23). A continuación, el evangelio nos ofrece, en los capítulos 5, 6 y 7, la sustancia de su enseñanza, lo que llamamos el Sermón del monte. En estos discursos, Dios es presentado inmediatamente como el «Padre» de los que son discípulos de Jesús.

Lo que llama la atención son las expresiones que se utilizan con frecuencia allí, y de nuevo en los capítulos siguientes: «vuestro Padre que está en los cielos» y «vuestro Padre celestial» (5:16, 45, 48; 6:1, 9, 14, 26, 32; 7:11), que no se encuentran nunca en los Hechos ni en las epístolas. Estas evocan una cierta distancia, y no corresponden del todo a la posición cristiana, como se revelará más adelante [4].

[4] Los años durante los cuales el Señor ejerció su ministerio en la tierra constituyen un período de transición entre la dispensación de la ley y la de la Iglesia. La revelación completa del cristianismo se basa en la muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la gloria y la presencia del Espíritu Santo en la tierra. El propio Señor advirtió a sus discípulos que aún tenía muchas cosas que decirles, pero que entonces no podían soportarlas (comp. Juan 16:12).

Sin embargo, hay que tener en cuenta que en aquel entonces que Jesús también decía de Dios: «mi Padre que está en los cielos» y «mi Padre celestial» (7:21; 10:32-33; 12:50; 15:13; 16:17). Y así, los discípulos ya fueron introducidos en cierta medida a su posición como hombre en la tierra.

3.2 - Al final de su ministerio

En las conversaciones con sus discípulos justo antes de su muerte, recogidas en los capítulos 13-16 del evangelio según Juan, el Señor prevé su inminente partida y la nueva situación que se derivará para ellos de su ausencia de la tierra y su presencia en el cielo. En particular, les anuncia la venida del Consolador, el Espíritu de la verdad, que estará con ellos eternamente (14:16), y las incomparables bendiciones que resultarán.

En el capítulo 16, el Señor les habla de lo que ocurrirá después de su resurrección. «En aquel día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (v. 23-24). Estas palabras nos hacen comprender que el Señor era hasta ahora el intermediario entre los discípulos y el Padre, pero que, a partir de ahora, estarán en contacto directo con él. No tendrán que presentar sus peticiones al Señor para que las transmita al Padre, sino que se dirigirán directamente al Padre con total libertad. ¿Por qué razón? «El Padre mismo os ama» (v. 27). Aquí Jesús enseña a sus discípulos una nueva forma de orar, desconocida hasta entonces: orar al Padre en el nombre del Señor Jesús. Tal vez estemos demasiado acostumbrados a decir estas palabras al final de nuestras oraciones sin darnos cuenta de su significado. Cuando hacemos una petición a Dios en el nombre del Señor Jesús, lo asociamos a nuestra petición. Hacemos nuestras peticiones sabiendo que están de acuerdo con la mente del Señor. Y le pedimos a Dios que los reciba como si fueran expresadas por su Hijo.

El Señor hace estas revelaciones a los suyos antes de su muerte, pero ellas se refieren al tiempo posterior a su resurrección.

Una vez terminado lo que tenía que decir a sus discípulos, el Señor se vuelve hacia su Padre y se dirige a él. Más tarde, tendrán el privilegio de conocer el contenido de esta conversación única que se recoge en el capítulo 17.

El Señor habla al considerar su obra como terminada (v. 4), y considera los resultados. Él mismo quita este mundo y deja a sus discípulos. En perfecta gracia, recuerda que lo han recibido verdaderamente como el enviado del Padre, y que han recibido y creído la palabra que les ha transmitido de él (v. 8). De este modo, han entrado en relación con el Padre.

Y ahora, cuando Jesús deja este mundo hostil en el que había guardado fielmente a sus discípulos, los confía al cuidado de su Padre (v. 11). Le pide: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad» (v. 17). Y añade: «Por ellos me santifico a mí mismo» (v. 19). Santificarse, es ponerse aparte para Dios. El Señor se refiere a su partida de este mundo. La posición que tomará en el cielo, fuera de la tierra, los unirá al cielo y determinará su carácter celestial. A través de su unión vital con Cristo por el Espíritu Santo y la posición celestial de su Salvador y Señor, serán moralmente sacados de este mundo para ser gente del cielo. Y el Señor los envía «a este mundo» –al que no pertenecen– para ser sus testigos, como él mismo fue enviado allí por el Padre (v. 18). Pero pronto, estarán con él en la gloria.

El Señor concluye diciendo a su Padre: «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer; para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos» (v. 26). Él les había revelado al Padre. Hasta donde era posible entonces, habían recibido sus palabras. Pero a partir de ahora, sobre la base de su obra plenamente realizada y mediante la acción del Espíritu Santo en ellos, que pronto recibirían, seguiría dándoles a conocer el nombre del Padre. En cuanto al amor del Padre, del que acababa de hacer la maravillosa afirmación: «Los has amado, como a mí» (v. 23), lo disfrutarían más profundamente. Su obra en ellos los establecería en ese amor de tal manera que sus corazones desbordarían.

3.3 - Después de su resurrección

En general, cuando el Señor Jesús habla de Dios, se refiere a él como «su Padre» o «el Padre». Este lenguaje es muy natural ya que Jesús es el Hijo de Dios. Y es con el nombre de «Padre» como se dirige a él en todas las oraciones que se relatan en los evangelios, con una excepción [5]. Esa excepción es su grito durante las tres horas de tinieblas en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Allí, se encuentra ante Dios como nuestro sustituto, el hombre perfecto que se cargó de nuestros pecados para expiarlos, y por los que soporta la ira de Dios.

Antes de que Jesús viniera a la tierra, los creyentes israelitas podían dirigirse a «Dios» bajo diversos caracteres (Jehová, Todopoderoso, Altísimo, Dios Fuerte…), pero nunca como su «Padre». Como acabamos de ver, desde la venida de Jesús, este Dios se les ha revelado como «Padre» y han podido llamarle: «Padre nuestro, que estás en los cielos» (Mat. 6:9) o simplemente: «Padre» (Lucas 11:2).

Pero a partir de la resurrección de Jesús, su relación con su Dios y Padre se enriquece aún más. En la mañana de ese día victorioso, el Salvador hace que María de Magdala transmita este mensaje a los suyos: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17). Dice en esencia: El que es mi Padre es vuestro Padre, y el que es mi Dios es vuestro Dios. Los discípulos, y todos los redimidos con ellos, son introducidos en la relación que Jesús se encuentra con su Dios y Padre. Este es el glorioso resultado de la obra de la redención. Los creyentes están absolutamente purificados de sus pecados, «perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14). Al estar unidos a Cristo –es decir, hechos uno con él– son «nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 1:6). Dios los ve en su Hijo, y por eso gozan del pleno favor de Dios (Rom. 5:2).

Estamos ligados a Cristo de una manera tan real y profunda que Dios es para nosotros como lo es para Cristo mismo. Es lo que sugiere la expresión que encontramos algunas veces en las epístolas: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor. 1:3; Efe. 1:3; 1 Pe. 1:3).

«Vete a mis hermanos», dijo el Señor a María. «No se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebr. 2:11). ¡Qué testimonio de la eficacia de la obra de salvación que hizo por ellos y por nosotros!

Obsérvese que el Señor no le dice a María: “Di a mis hermanos: Subo a nuestro Padre y a nuestro Dios”. Él tiene un lugar especial. Si hay una gloria que él da a los suyos (Juan 17:22), también hay una gloria personal que solo le pertenece a él y que los suyos contemplarán (v. 24). La Escritura mantiene cuidadosamente su preeminencia. Aunque Dios nos «predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo», él sigue siendo «primogénito entre muchos hermanos» (Rom. 8:29).

Hemos encontrado así, sucesivamente, en el capítulo anterior y en este, tres razones fundamentales de la relación de los creyentes con Dios como Padre:

  • fueron engendrados por él,
  • han sido adoptados por él,
  • han sido unidos a Cristo, el Hijo de Dios.

4 - El cuidado del Padre por sus hijos

4.1 - El amor del Padre

El amor de Dios se manifiesta gloriosamente en el plan de salvación que diseñó para el hombre, para redimirlo de su miseria y atraerlo hacia Él. Dios nos amó cuando aún éramos pecadores y «odiosos» (Rom. 5:8; Efe. 2:4-5; Tito 3:3-4). Nos dio su único Hijo: «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:10; comp. Juan 3:16).

Pero el plan de Dios no era solo ofrecer su gracia a los pecadores y justificarlos; quería una familia, hijos a los que amar. Y por eso, dio la condición de hijos a los pecadores a los que agració: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). A los que ha redimido, los ha unido a Cristo, su único y amado Hijo, el hombre resucitado. Y ahora los ve en Cristo, en su perfección.

Hablando de ellos, el Señor Jesús puede hacer esta extraordinaria declaración al Padre: «Los has amado, como a mí» (Juan 17:23). Él es el «Hijo amado» de Dios, y nosotros somos «hijos amados» de Dios (Mat. 3:17; Efe. 5:1). Nada, jamás, «podrá separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rom. 8:39). «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 5:5). El Espíritu nos da la certeza y el disfrute de este amor.

Nuestro Señor gozaba constantemente del amor de su Padre –permanecía en su amor, que era para él la fuente de una alegría inalterable. Para que podamos seguir sus pasos, nos da su secreto: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Estas cosas os he dicho para que mi gozo permanezca en vosotros, y vuestro gozo sea completo» (Juan 15:10-11). Solo podemos disfrutar verdaderamente del amor del Señor Jesús que si guardamos sus mandamientos. De lo contrario, nuestra conciencia no está tranquila ante él; se levanta una barrera entre él y nosotros, y el gozo de la comunión desaparece. Lo mismo ocurre con nuestra relación con el Padre. Solo es una fuente de profundo gozo que si nada hay sin resolver entre nosotros y él. «Si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios» (1 Juan 3:21).

El Señor también habla de un amor especial del Padre –y de Él mismo– por el que guarda sus mandamientos, o su palabra. «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Y también: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (v. 23). Estos versículos nos enseñan, en primer lugar, que la verdadera manera de amar al Señor es guardar su palabra. Después nos dicen que hay, para el que ama al Señor así, no solo un amor especial, sino una manifestación especial del Hijo y del Padre, que harán «su morada en él». El Hijo ha dado una revelación perfecta y completa del Padre para que todos la vean; pero el modo en que entramos personalmente y la disfrutamos depende de nuestro estado práctico.

4.2 - El cuidado del Padre

«El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32). Dios nos ha hecho el don supremo de su amado Hijo; ¿no nos dará todo lo que necesitamos? Nuestro Padre conoce todas nuestras necesidades, y las satisfará con amor, poder y sabiduría.

Estos cuidados del Padre ya los describe el Señor en los Evangelios. «No os preocupéis», dice Jesús a sus discípulos, –y esto en relación con su comida, su ropa o cualquier otra de sus necesidades (Mat. 6:25, 31, 34). Nuestro Padre celestial alimenta a las aves del cielo y viste las flores del campo con un espléndido adorno. ¡Cuánto más nos alimentará y vestirá! (v. 26-30).

Nada es demasiado pequeño para Dios. «¿No se venden dos gorriones por un centavo?, –pregunta el Señor– Y ni uno de ellos caerá a tierra sin que vuestro Padre lo permita. Pero aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto no temáis; vosotros valéis más que muchos gorriones» (Mat. 10:29-31).

El Señor no nos exhorta a la ociosidad ni a la despreocupación, sino a una vida de fe. Es confiar en un Padre que sabe lo que necesitan sus hijos y que los cuida con amor. Tenemos que trabajar para no ser una carga para nadie (1 Tes. 4:11-12), pero los esfuerzos de nuestra vida no deben dirigirse principalmente a la búsqueda de ganancias. Hablando de las cosas terrenales, el Señor dice: «Los gentiles buscan todas estas cosas» y «vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas. Buscad primero el reino y la justicia de Dios; y todas estas cosas os serán añadidas» (Mat. 6:32-33). Libres de preocupaciones por las cosas terrenales porque confiamos en Dios (no porque tengamos buenas reservas o seguridades), podemos dedicar nuestras fuerzas a los intereses de Dios.

Los apóstoles, a su vez, se hacen eco de las palabras del Señor a sus discípulos. «No os preocupéis por nada», «Mi Dios colmará toda necesidad vuestra, conforme a sus riquezas en gloria» (Fil. 4:6, 19). «Todo lo que nos es dado de bueno y todo don perfecto descienden de arriba, del Padre de las luces, en quien no hay variación ni sombra de cambio» (Sant. 1:17). «Depositando sobre él toda vuestra ansiedad, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pe. 5:7).

4.3 - La disciplina del Padre

Un padre que ama a sus hijos no los deja crecer solos. Los enseña y educa; los reprende y castiga cuando es necesario. «El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige» (Prov. 13:24). Así es como Dios trata a los que le pertenecen. «Porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere» (Prov. 3:12). En la época en que se escribió el libro de los Proverbios, Dios aún no se había revelado como Padre, por lo que allí se nos dice que actúa como un padre que ama a sus hijos. Este pasaje se cita en la Epístola a los Hebreos, y ahí se reconoce plenamente la relación de hijo: «Porque el Señor disciplina al que ama, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿cuál es el hijo a quien su padre no disciplina? Pero si estáis sin disciplina, de la que todos han participado, entonces sois bastardos y no hijos» (12:6-8).

Aunque, por el momento, la disciplina de nuestro Padre no sea motivo de alegría –sino de dolor–, sepamos discernir su mano de amor en todo lo que nos sucede. Actúa «para nuestro provecho, para que participemos de su santidad». «Más tarde», esta disciplina «da fruto apacible de justicia a los que son ejercitados por ella» (v. 10-11). Así, no despreciemos esta disciplina y no nos desanimemos cuando nos llegue (v. 5). No seamos estoicos –como si el sufrimiento fuera una fatalidad– ni nos desanimemos –como si el sufrimiento no estuviera cuidadosamente medido por Dios. Recordemos que «todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios» (Rom. 8:28).

La disciplina del Padre para sus hijos puede adoptar diversas formas. Puede ser correctiva y tener el carácter de un castigo; también es siempre preventiva y formativa. La Escritura está llena de ejemplos del resultado moral de las pruebas. Es a esta disciplina preventiva y formativa que se refieren especialmente las palabras del Señor al principio de Juan 15, cuando habla del trabajo del viñador sobre los sarmientos. «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos». «Mi padre es el viñador». «Todo aquel que lleva fruto, lo poda para que lleve más fruto». «En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto» (v. 1-8). Y, ¿qué es el fruto?, sino la expresión de la vida de Jesús en el creyente. Es esto, incluso más que las buenas obras, lo que glorifica a nuestro Padre. Así que dejémosle trabajar en nosotros.

5 - Las relaciones de los hijos con su Padre

5.1 - Confianza y libertad, temor y santidad, obediencia

Nuestra debilidad, nuestras dolencias e incluso nuestras faltas no deben impedirnos acercarnos a nuestro Padre. Al contrario, son un motivo para acudir a él.

Tenemos un «sumo sacerdote», Jesús, el Hijo de Dios, que se compadece de nuestras dolencias e incansablemente se «compadece de nuestras debilidades» (Hebr. 4:15; Rom. 8:34). «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:16). Por Cristo, «tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18). «En quien tenemos seguridad y acceso con confianza mediante la fe en él» (3:12).

Además, el Espíritu Santo que habita en nosotros, el «Espíritu de adopción» que nos da la certeza de nuestra relación de hijos, desarrolla en nuestros corazones la libertad y la confianza para ir a Dios. Por el Espíritu, «clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15) –esta es la expresión de intimidad que el propio Señor utiliza cuando se dirige a su Padre en Getsemaní (Marcos 14:36). El nombre de Padre, que pronunciamos en confianza, es en realidad el grito del Espíritu en nosotros: «Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:6).

Pero la relación de amor establecida entre nuestro Padre y nosotros no debe ser una excusa para carecer de reverencia y temor hacia él. Sigue siendo Dios en toda su majestad y santidad. «Si invocáis como Padre al que sin acepción de personas juzga según la obra de cada cual, conducíos con temor en el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pe. 1:17).

Este temor necesario se subraya en un pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios. El apóstol advierte a los creyentes contra un yugo inadecuado con los incrédulos –contra las asociaciones con las personas del mundo. Los cristianos están en el mundo, pero no son del mundo; deben estar moralmente separados de él. «Por lo cual, ¡salid de en medio de ellos y separaos, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso! Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 6:17-18; 7:1). Nuestra vida práctica debe estar en consonancia con lo que Dios ha hecho de nosotros. Hemos sido hechos santos por la obra de Cristo, y Dios espera de nosotros que seamos santos en toda nuestra conducta. De la misma manera, somos hijos de Dios por su operación en nosotros, pero debemos caminar en la santidad práctica para que él pueda reconocernos como sus hijos, y que podamos disfrutar de la relación en la que nos ha puesto.

Lo que se espera de un niño es que sea obediente a sus padres (Efe. 6:1). La obediencia a nuestro Dios y Padre debe ser uno de nuestros rasgos distintivos, para que seamos verdaderamente «hijos de obedientes» (1 Pe. 1:14). La fe y la obediencia están estrechamente relacionadas; se trata de una completa sumisión del corazón y del espíritu a lo que Dios ha dicho (comp. Rom. 1:5; 6:17; 16:26). En su estado natural, los hombres son «hijos de la desobediencia» (Efe. 2:2; 5:6) y los que no creen en Cristo le están desobedeciendo (Juan 3:36).

5.2 - La oración

Al principio de su ministerio, el Señor puso a sus discípulos en contacto con su «Padre en el cielo». Les enseñó a acudir a él en la soledad de su habitación y a orar a su «Padre que está en lo secreto», sin utilizar vanas repeticiones «porque –dijo– vuestro Padre sabe de lo que tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mat. 6:6-8).

La oración que el Señor enseñó a sus discípulos (Mat. 6:9-13; Lucas 11:2-4), que comúnmente se llama el “Padre nuestro”, era característica de la época en que vivían. Jesús se presentaba ante su pueblo para el establecimiento del reino prometido, y aún no había sido rechazado. Bien se podía pedir la venida de ese reino y, en vista de ello, desear que la voluntad de Dios se hiciera en la tierra como en el cielo. No se conocía la muerte del Señor y la obra de la redención, ni la venida del Espíritu Santo para habitar en los creyentes. Sin embargo, esta oración nos proporciona principios morales que son válidos en todos los tiempos, especialmente el de anteponer los intereses de Dios a nuestras propias necesidades.

En más de una ocasión, durante su ministerio, el Señor volvió a hablar a sus discípulos sobre la oración; y les dio ejemplo orando él mismo constantemente. Los animó a orar a su Padre con audacia, brevedad y precisión (Lucas 11:5-10), con perseverancia (Lucas 18:1-8) y con fe (Mat. 21:22). Es obvio que nuestro Padre espera de sus hijos más que la recitación mecánica de una oración aprendida.

La oración nos pone en la luz, ante nuestro Padre. Cuando estamos verdaderamente en esa luz, nuestra conciencia nos revela lo que debe ser juzgado en nosotros. A este respecto, el Señor enseña esto: «Cuando estéis en pie orando, perdonad, si tenéis algo contra alguien; para que vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestras ofensas. Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas» (Marcos 11:25-26). Si, al presentarnos ante Dios, recordamos una disputa con un hermano, perdonémosle. De lo contrario, nos exponemos al castigo de Dios, a su gobierno [6]. Si tenemos malos sentimientos hacia nuestro hermano, no estamos en condiciones de orar libremente a nuestro Padre. Esto es especialmente cierto en la vida matrimonial; los desacuerdos interrumpen las oraciones (1 Pe. 3:7).

[6] La relación de hijo no es puesta en duda por un fracaso o una desobediencia. Cuando el Señor dice: «Tampoco vuestro Padre… os perdonará vuestras ofensas», no está hablando de nuestra salvación eterna, sino de la disciplina del Padre sobre sus hijos.

En sus últimas conversaciones con sus discípulos, el Señor los puso en una relación más profunda y directa con el Padre, enseñándoles a orarle en su nombre (Juan 16:23, 26). Ya hemos hablado de este tema.

Cuando éramos niños, probablemente aprendimos a dirigir nuestras oraciones al Señor Jesús. Esto es comprensible. Pero, si somos hijos de Dios, ¿utilizamos la libertad que tenemos para dirigirnos a nuestro Padre? El propio Jesús nos anima a hacerlo. A veces oímos a los cristianos formular sus oraciones utilizando solo el nombre «Señor», sin saber quizá a quién se dirigen. Estas oraciones son ciertamente escuchadas, pero el Nuevo Testamento, que nos revela al Padre y al Hijo, nos da otro ejemplo. En los Hechos y en las epístolas, vemos que los creyentes se dirigen al Señor Jesús o a Dios Padre [7]. Tenemos plena libertad para dirigirnos al uno o al otro. No formulemos reglas sobre a quién debemos dirigirnos. Lo esencial es que tengamos plena libertad tanto hacia el Padre como hacia el Hijo y que nos dejemos conducir por el Espíritu.

[7] Véase especialmente Hechos 4:24; 7:59, 60; 12:5; Romanos 10:1; 15:30; 2 Corintios 12:8; Efesios 1:16-17; 3:14; Filipenses 4:6; Colosenses 4:2-3; 1 Tesalonicenses 1:2; Santiago 1:5; 1 Juan 3:21-22. Las menciones de oraciones dirigidas al Señor Jesús son menos frecuentes que otras.

A este respecto, recordemos el papel primordial del Espíritu Santo en la oración. Debemos orar por el Espíritu (Efe. 6:18; Judas 20), es decir, dejarnos conducir por él. Puede que no sepamos «orar como se debe», pero «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad» (Rom. 8:26). Y aunque solo fueran «gemidos inexpresables» salidos de nuestro corazón, nuestro Padre los oiría y los entendería, porque «el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu» (v. 27).

5.3 - La alabanza y la adoración

Dirijamos nuestras peticiones a Dios sin restricciones, pero no olvidemos que Él espera de sus hijos el reconocimiento y la alabanza «con oración y ruego, con acciones de gracias» (Fil. 4:6). «Orad sin cesar. Dad gracias en todo» (1 Tes. 5:17-18). Podemos cantar y entonar de corazón al Señor, «dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Efe. 5:20). Sigamos el ejemplo del salmista de Israel: «Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios» (Sal. 103:2).

Pero no solo debemos bendecir a nuestro Padre por sus cuidados diarios. Es sobre todo por el Salvador que nos ha dado y por la salvación que nos ha concedido por medio de él. Podemos dar gracias «al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; quien nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col. 1:12-13). Junto con nuestros hermanos y hermanas en la fe, teniendo «un solo sentir… según Cristo Jesús», para que «unánimes, a una voz», glorifiquemos «al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 15:5-6). Entonces unimos nuestras voces a la del Señor. Está presente en medio de los suyos y los conduce, por el poder del Espíritu Santo, a alabar al Padre en comunión con él mismo. «No se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te cantaré alabanzas» (Hebr. 2:12).

De este modo, anticipamos la alabanza eterna. Pensemos en el honor que Dios es digno de recibir de sus criaturas privilegiadas, y en lo que nuestro Padre desea recibir de sus hijos. El Señor lo reveló a la mujer samaritana en el pozo de Sicar: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él» (Juan 4:23). También le dijo: «Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (v. 24). Adoramos al Padre y adoramos a Dios. Las dos cosas son inseparables.

6 - Conducirnos como hijos amados

6.1 - Sed imitadores de Dios

Dios espera de sus hijos en la tierra que reproduzcan sus caracteres morales en toda su conducta. Así, el apóstol Pablo escribe a los efesios: «Sed benignos unos para con otros, compasivos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os ha perdonado en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados» (4:32; 5:1).

Varios pasajes presentan a Cristo como modelo a imitar (Efe. 5:2; 1 Cor. 11:1; Fil. 2:5; 1 Pe. 2:21; 1 Juan 2:6). Cada una de sus acciones, palabras y pensamientos, era para la plena satisfacción de su Dios y Padre. Como hombre, fue capaz de mostrarnos cómo los caracteres divinos pueden manifestarse en nuestras vidas en la tierra. Y en la medida en que sigamos sus pasos, que nuestra vida será agradable a Dios.

Pero, en el pasaje citado anteriormente, nuestra atención es atraída sobre el ejemplo que Dios mismo da a los que tienen el gran privilegio de ser sus hijos.

6.2 - Como vuestro Padre celestial

Tan pronto como Dios fue revelado como Padre, se presentó la responsabilidad de seguir su ejemplo. De hecho, desde el principio de su ministerio, el Señor Jesús insiste en esta necesidad: «Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso» (Lucas 6:36). «Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:48).

La finalidad de tal conducta no es que seamos admirados, sino que Dios sea glorificado: «Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres; de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:16).

En la parábola del siervo despiadado, el Señor nos recuerda primero la inmensidad del perdón que Dios nos ha dado (Mat. 18:23-35). Después, subraya el deber que resulta de perdonar nosotros mismos a los que nos han ofendido. Finalmente, después de señalar el castigo infligido por el amo al siervo que no fue capaz de recordar la gracia que se le había concedido, el Señor concluye: «Así también hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano» (v. 35).

En la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, podría sorprendernos la petición: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mat. 6:12). De hecho, el modelo de perdón, es Dios que lo ha dado, y debemos imitarlo. ¿No necesitamos que nos perdone más allá de la débil medida de la que nosotros podamos manifestar? Al invitar a sus discípulos a expresarse de esta manera, el Señor los lleva a presentarse ante su Padre celestial con una conciencia pura y con rectitud, sin pedir a Dios una gracia que negarían a los demás.

En el sermón del monte, el Señor dice también: «Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen; para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mat. 5:44-45). La expresión para que seáis los hijos no significa para que os convirtáis en los hijos. Sigue siendo cierto que el derecho a ser hijos de Dios solo se concede a los que han recibido a Jesús por la fe, y que han nacido de Dios (comp. Juan 1:12-13). En aj. las palabras del Señor, se trata de ser hijos en sentido práctico, de comportarse de manera que se manifiesten los caracteres de nuestro Padre [8].

[8] Este uso de la palabra hijo se encuentra en las expresiones «hijo de Abraham» (Gál. 3:7), «hijo del diablo» (Hec. 13:10), o en expresiones equivalentes (Juan 8:39, 44; 1 Juan 3:10). No implican una verdadera filiación, aunque esta pueda superponerse.

6.3 - Las características de los hijos de Dios

Este tema es presentado de forma especialmente incisiva en la Primera Epístola de Juan. Al que cree se le designa repetidamente como «nacido de Dios» (2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18). Ha pasado por el nuevo nacimiento, como el Señor enseñó a Nicodemo. Al haber nacido de Dios, ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina. Ahora bien, esta naturaleza se manifiesta en frutos que se pueden ver y reconocer. Los dos frutos esenciales son el amor y la justicia práctica.

a) El amor. El punto de partida, es el amor de Dios. «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios», clama el apóstol (3:1). Y dos veces declara: «Dios es amor» (4:8, 16). Es su naturaleza. En cuanto a nosotros, si conocemos el amor, es porque hemos sido objeto de él por parte del Padre y del Hijo. «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (4:10). «En esto conocemos el amor, en que él puso su vida por nosotros» (3:16).

Ahora hemos sido hechos partícipes de esa naturaleza divina, que es amor [9]. El amor puesto en práctica en nuestra vida cotidiana es, pues, el fruto espontáneo de la nueva naturaleza que poseemos. Los dos últimos versos citados continúan así: «Amados, si Dios nos amó así, nosotros también debemos amarnos unos a otros» (4:11) y «debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (3:16). Así, los «nacidos de Dios» aman. Así es como podemos reconocerlos. «Amados, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios» (4:7). «Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él» (5:1). En esta epístola, se trata de amar a nuestros «hermanos» por la única razón de que son, como nosotros, hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Esto es de una dimensión diferente a lo que se nos pide en otro lugar: «Amad a vuestros enemigos» (Mat. 5:44).

[9] Se observará que no se dice que del creyente que “es amor”, aunque participe de la naturaleza divina.

Dos veces, en los escritos del apóstol Juan, encontramos la afirmación: «Nadie ha visto jamás a Dios». La primera vez, en el Evangelio, el apóstol añade: «El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (1:18). En su persona, Jesús hizo visible al Dios invisible. La segunda vez, en la Primera Epístola, el apóstol añade: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor es perfeccionado en nosotros» (4:12). Dios es hecho visible, en cierta medida, en sus hijos, si estos se aman unos a otros. Con esto podemos ver que él habita en ellos.

b) La justicia práctica. Pero Dios no es solo amor: es luz (1 Juan 1:5). Es justo y santo. Aborrece el mal. Los que ha engendrado tienen una naturaleza que ama la justicia, que desea y persigue el bien, y que odia y rehúye el mal. Así, la vida práctica de los creyentes debe ser en justicia y santidad. Se les puede reconocer por esto. «Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que obra la justicia ha nacido de él» (2:29). «Todo el que ha nacido de Dios no practica el pecado, porque su simiente permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios» (3:9; comp. 5:18). Una conducta en el pecado es inconcebible para un cristiano.

Por supuesto, solo en Cristo se ha manifestado la naturaleza divina perfectamente y en plenitud. En nosotros, siempre habrá fallos. El apóstol lo menciona expresamente y nos dice cuáles son nuestros recursos al respecto (comp. 1:9 al 2:1). Sin embargo, la solemne enseñanza de esta epístola debe ejercitar profundamente nuestros corazones.

El apóstol dirige a los «jóvenes» la particular exhortación: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (2:15). La conciencia de que hemos sido y somos objeto del amor del Padre debería despertar una respuesta de amor en nuestros corazones. Esto no puede suceder si están llenos del mundo y de las cosas del mundo. Pero tenemos todo lo que necesitamos para enfrentarnos a las dificultades que encontramos. «Porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (5:4). La naturaleza que Dios nos ha dado no está interesada por el mundo, y nuestra fe pone los ojos en las cosas que no se ven.

Una conducta en justicia y santidad es, por supuesto, una conducta en obediencia a los mandamientos de Dios: «En esto sabemos que le conocemos: si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él» (2:3-4).

Podemos encontrarnos en situaciones en las que parece que amar a nuestros hermanos y cumplir los mandamientos de Dios son incompatibles. Pero esto nunca es así. El verdadero amor, que tiene en cuenta el bien espiritual de nuestros hermanos y hermanas, está necesariamente de acuerdo con la obediencia a los mandamientos divinos. «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (5:2).

7 - Conclusión

Al recorrer la enseñanza del Nuevo Testamento sobre este maravilloso tema, hemos podido comprobar que Aquel que conocemos como nuestro Padre sigue siendo Dios, con todos sus atributos y caracteres divinos. Así, todo lo que es verdad de nuestro Dios es verdad de nuestro Padre, y debemos evitar separar lo que se nos enseña en los pasajes en los que se le llama Padre de lo que se nos dice en los que se le llama Dios. Por ejemplo, adoramos al Padre, pero al mismo tiempo adoramos a Dios (Juan 4:23-24). Debemos ser imitadores de nuestro Padre (Mat. 5:48; Lucas 6:36) y también imitadores de Dios (Efe. 5:1). Nuestros corazones son calentados por el amor del Padre (1 Juan 3:1), que es el amor de Dios (1 Juan 2:5; 3:17).

Todo lo que ya era parte de los creyentes del Antiguo Testamento, en su relación con Dios, es también parte de los cristianos. No estamos hablando de lo que era característico de la dispensación de la ley, sino de la bondad de Dios, de sus cuidados, de su disciplina, de sus promesas –en una palabra, todo aquello a lo que la fe se ataba. Todo esto sigue siendo válido para nosotros, y en un grado aún mayor, porque este Dios es nuestro Padre –y «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 15:6), al que estamos indisolublemente unidos.

Creyentes del Antiguo Testamento, como Job y Jeremías, habían aprendido a recibir todo del Altísimo –tanto lo bueno como lo malo (Job 2:10; Lam. 3:38). Y nosotros tenemos aún más razones para hacerlo que ellos, ya que Aquel que nos proporciona todo lo que considera necesario es al mismo tiempo un Padre lleno de compasión hacia sus hijos. ¡Qué privilegio es saber que «el Dios de eternidad», «el Dios Todopoderoso», «el Dios que es el único sabio», el Dios que conoce el fin de una cosa antes de que comience (Is. 46:10) es nuestro Padre!

Confiemos en él, aferrémonos a él, deseemos honrarle, esperando ser llevados para siempre a su casa –la casa del Padre, donde Jesús nos ha preparado un lugar (Juan 14:2-3).

No perdamos de vista que el objetivo de Dios es de hacernos conformes a la imagen de su Hijo. Para ello, él trabaja en nosotros por su Espíritu, a menudo por medio de pruebas. Pronto se verá el resultado en gloria: la belleza del Hijo unigénito resplandecerá en cada uno de sus redimidos, en los que él llama sus hermanos, los hijos de su Padre.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2003, página 33