9 - Calvinismo y arminianismo
Autor: Serie: Tema:
(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - El error de una teología torcida que contiene un solo lado de la verdad [1]
[1] N. del T.: No es el objetivo del autor aquí hacer un estudio bíblico detallado del tema de la elección ni desarrollar los dos sistemas teológicos (calvinismo y arminianismo) que tratan de explicar la doctrina desde su lógica, sino que él simplemente contesta por medio de las Escrituras una carta de alguien que defendía la postura calvinista como si se tratase de toda la verdad bíblica. Para quienes no estén familiarizados con este tema, les recomendamos la lectura de otro artículo de Mackintosh que encontrará bajo el título de Responsabilidad e incapacidad, el cual arroja más luz sobre este tema que no siempre es fácil de entender. Aquí solamente diremos unas palabras acerca de los dos sistemas teológicos que constituye el título del presente artículo. En la cristiandad hay dos sistemas teológicos opuestos entre sí que pretenden explicar la doctrina de la elección, partiendo cada uno de cierto número selecto de pasajes bíblicos, pero sacando conclusiones que chocan con la verdad en su conjunto: la escuela calvinista y la escuela arminiana. Se entiende por calvinismo (que toma su nombre de Juan Calvino, reformador francés, que fue el primero en formularlo), el sistema teológico que basa su tesis en la soberanía absoluta de Dios en la elección y predestinación de un grupo de personas que, en el tiempo, habrán de ser salvas independientemente de, o en contra de, su voluntad. Hace depender la salvación absolutamente de la elección soberana de Dios en la eternidad y no de la decisión del albedrío humano, que estaría alterado por la naturaleza pecaminosa del hombre desde la caída, y que solo se inclina a tomar decisiones en contra de Dios. Por arminianismo (de Jacobo Arminio, teólogo protestante holandés) se entiende el sistema teológico que sostiene que la salvación depende de la decisión del libre albedrío del hombre, una vez que este ha tomado conocimiento del Evangelio; o sea que, para este sistema, Dios jugaría un rol complementario en la salvación (o viceversa), ya que el hombre es quien decide ser salvo y tiene la capacidad de tomar esa decisión. El arminianismo entiende la soberanía de Dios solo como un paso inicial de la salvación, pero no como una elección soberana de Dios que tuvo lugar en la eternidad, independiente de la voluntad del hombre. Sostiene que Dios elige según su presciencia, o sea, elige a los que él sabe de antemano que habrán de creer en Cristo por su propia elección. El denominado libre albedrío, para el arminianismo, es la capacidad o facultad que tiene el hombre, a pesar de su estado perdido y de pecado, de poder arrepentirse y creer en Cristo. Para el calvinismo el hombre es libre de tomar sus propias decisiones, excepto con respecto a Dios, ya que considera que con la caída, el libre albedrío se vio afectado, y desde entonces el hombre cayó en una completa ruina moral, se corrompió en su naturaleza, incluso en su voluntad, y perdió la capacidad de elegir el bien, incluso la salvación: no es más capaz de querer acercarse a Dios ni de obedecerle en nada, a menos que Dios haga la obra completa de la gracia a favor de él, a pesar de la voluntad hostil del hombre hacia Él. Todos los pasajes citados por el arminianismo en defensa de su tesis, solo demuestran que el hombre es responsable a Dios de sus actos, pero ningún pasaje prueba que sea capaz de creer. Una de las consecuencias funestas del sistema arminiano es que, al hacer depender la salvación de la elección humana, ella se puede perder por ese mismo libre albedrío con que se obtuvo. Por eso el arminianismo niega la doctrina de la seguridad eterna del creyente. Con más o menos variantes en lo que respecta al grupo de personas que no fueron elegidas por Dios desde la eternidad para salvación (los que quedan en un estado de condenación), el propio Calvino y las escuelas más extremas del calvinismo (a estas se refiere más precisamente el autor del presente artículo) deducen erróneamente que el hombre no es responsable de creer, y esta es justamente la tesis que defiende el que le escribe la carta al autor, a quien él refuta en su artículo. Extendiendo sus deducciones lógicas, el calvinismo extremo elabora una teoría de «reprobación de los incrédulos por el decreto eterno de Dios», es decir que, para esta escuela teológica, los que se pierden, no se pierden por su propia culpa o responsabilidad –como enseña la Escritura– sino porque, arguyen, Dios ya los tenía predestinados y elegidos para la perdición eterna. Este error empezó con el mismo Calvino, quien se basó en un principio esencial que inspiró toda su doctrina, a saber, la soberanía absoluta de Dios; pero se dejó llevar por la lógica, sacando deducciones opuestas a la revelación divina, y desarrollando una larga y lamentable teoría de doble predestinación absoluta. De la gran verdad de la elección absoluta de Dios, él dedujo que Dios había fijado desde la eternidad la suerte de cada criatura. La gracia de Dios, para Calvino, no sería ofrecida a todos los hombres, sino únicamente a los elegidos, lo cual le colocó en oposición formal con la Escritura: Tito 2:11, la que afirma que la salvación se ofrece a todos los hombres sin excepción. El autor se ocupa de refutar el error de la doble predestinación, sin dejar de sostener la verdad de la elección por gracia, pero exponiendo bíblicamente que la reprobación es solamente por culpa del hombre, a quien siempre considera un ser responsable de sus actos delante de Dios, y por eso insiste en la necesidad de anunciar el Evangelio a toda criatura sin excepción. No intenta conciliar la responsabilidad del hombre perdido con la soberanía de Dios en la elección de los suyos, sino que simplemente presenta ambas verdades a partir de las Escrituras, sin poner una verdad en oposición a la otra, como hacen los sistemas teológicos.
Hace poco hemos recibido una larga carta que proporciona una muy sorprendente prueba de los desconcertantes efectos de una teología torcida que contiene un solo lado de la verdad, y que pretende ser la verdad completa. Nuestro corresponsal se halla evidentemente bajo la influencia de lo que se denomina «la alta escuela de doctrina» (calvinismo extremo). En consecuencia, no puede ver lo correcto de llamar a los inconversos a que «vengan», a que «oigan», a que «se arrepientan» o a que «crean». Para él es una pretensión tan imposible como pedir peras al olmo.
Ahora bien, creemos plenamente que la fe es don de Dios (véase Efesios 2:8; 2 Pedro 1:1), y que ella no es conforme a la voluntad del hombre ni por su poder (Juan 1:13; Santiago 1:18; Romanos 8:7). Creemos, además, que ninguna alma vendrá jamás a Cristo si no es atraída –forzada– por la gracia divina a hacerlo (véase Juan 6:37, 44, 65); por lo tanto, todos los que son salvos tienen que dar gracias a Dios por su gracia libre y soberana al respecto. Su cántico es, y siempre será: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, y por amor a tu fidelidad» (Salmo 115:1, LBLA).
Y nosotros creemos esto, no como parte de un determinado sistema de doctrina, sino como la verdad revelada de Dios. Pero, por otro lado, también creemos, y de igual manera, en la solemne verdad de la responsabilidad moral del hombre, puesto que la Escritura lo enseña claramente (véase, por ejemplo, Hechos 17:30; 2 Tesalonicenses 1:9), aunque no lo encontremos entre los denominados «cinco puntos de la fe de los escogidos de Dios».
Creemos en estos cinco puntos, hasta donde están escritos; pero distan muchísimo de abarcar toda la fe de los escogidos de Dios. Hay extensas áreas de la revelación divina que este sistema teológico defectuoso y mal desarrollado ni remotamente contempla, ni a las que hace siquiera la más leve alusión. ¿Dónde hallamos el llamamiento celestial? ¿Dónde está la gloriosa verdad de la Iglesia como cuerpo y esposa de Cristo? ¿Dónde está la preciosa esperanza santificadora de la venida de Cristo para recibir a los suyos en el aire? ¿Dónde vemos que el vasto campo de la profecía se abra a la visión de nuestras almas en lo que tan pomposamente ha venido a llamarse «la fe de los escogidos de Dios»? En vano buscaremos la menor traza de ello en todo el sistema con el cual nuestro amigo está vinculado.
Ahora bien, ¿podríamos suponer por un momento que el bendito apóstol Pablo aceptaría como «la fe de los escogidos de Dios» un sistema que excluye el glorioso misterio de la Iglesia de la cual él fue hecho ministro de una manera especial? Supongamos que alguien le hubiera mostrado a Pablo «los cinco puntos» del calvinismo como una declaración de la verdad de Dios, ¿qué habría dicho? ¿Qué? ¡«Toda la verdad de Dios»; «la fe de los escogidos de Dios»; «todo aquello que es esencial para la fe»! ¡Pero ni una sílaba acerca de la verdadera posición de la Iglesia, de su llamamiento, de su esperanza y de sus privilegios!
¡Tampoco se hace ninguna mención del futuro de Israel! Vemos una completa ignorancia o, en el mejor de los casos, un despojamiento de las promesas hechas a Abraham, Isaac, Jacob y David. Las enseñanzas proféticas en su conjunto son relegadas a un vago sistema de interpretación falsamente llamado «espiritualizador» o «alegorizante», mediante el cual a Israel se lo priva de su propia porción, y los cristianos son rebajados a un nivel terrenal; ¡y esto nos es presentado con la elevada pretensión de ser «la fe de los escogidos de Dios»!
¡Gracias a Dios que ello no es así! Él –bendito sea su Nombre– no se ha confinado dentro de los estrechos límites de ninguna escuela teológica, alta, baja o moderada. Se ha revelado a sí mismo. Ha declarado los profundos y preciosos secretos de su corazón. Ha hecho manifiestos sus eternos consejos con respecto a la Iglesia, a Israel, a los gentiles y a toda la creación. Los hombres si quieren pueden tratar de confinar el vasto océano dentro de un balde que ellos mismos han formado, de la misma manera que pretenden confinar el vasto rango de la revelación divina dentro de los débiles cercos de los sistemas de teología humanos. No es posible hacer esto, ni se debiera intentar hacerlo. Es muchísimo mejor hacer a un lado los sistemas teológicos y las escuelas de teología, y venir, cual un niño, a la eterna fuente de la Santa Escritura, para beber de ella las vivas enseñanzas del Espíritu de Dios.
Nada es más nocivo para la verdad de Dios, más desecante para el alma ni subversivo para el crecimiento y el progreso espiritual que la mera teología, ya alta o calvinista, ya baja o arminiana. Es imposible que el alma progrese más allá de los límites del sistema con el que está relacionada. Si se me enseña a considerar «los cinco puntos» como «la fe de los escogidos de Dios», no me interesará mirar más allá de ellos; y entonces un glorioso conjunto de verdades celestiales quedará vedado a mi vista. Resultaré atrofiado y estrecho de miras, con una visión meramente parcial de la verdad. Correré peligro de caer en ese estado de alma frío y entumecido que resulta de estar ocupado con meros puntos de doctrina en vez de estarlo con Cristo.
Un discípulo de la alta escuela de teología –o calvinista– no quiere oír acerca de un Evangelio para el mundo entero; del amor de Dios hacia el mundo; de las buenas nuevas para toda criatura debajo del cielo. Él solo ha conseguido un Evangelio para los escogidos. Por otra parte, un discípulo de la baja escuela –o arminiana– no quiere oír acerca de la eterna seguridad de los que creen. Su salvación –alegan– depende en parte de Cristo y en parte de ellos mismos. Conforme a este sistema, el cántico de los redimidos debería sufrir una modificación: En lugar de cantar simplemente: «Digno es el Cordero», deberíamos agregar: «Y dignos somos también nosotros». Podemos ser salvos hoy, y perdernos mañana. Todo esto deshonra a Dios, y priva al cristiano de toda paz verdadera.
Al escribir así no es nuestra intención ofender al lector. Nada estaría más lejos de nuestros pensamientos. No estamos tratando con personas, sino con escuelas de doctrina y sistemas de teología, de los que suplicamos con la mayor vehemencia a nuestros amados lectores que se aparten de una vez para siempre. Ningún sistema teológico contiene la verdad entera, completa, de Dios. Todos, es verdad, contienen ciertos elementos de verdad; pero la verdad siempre resulta anulada por el error; y aun cuando pudiésemos hallar un sistema que, en lo que va de él, no contenga más que la verdad, con todo, si no comprendiera toda la verdad, su efecto sobre el alma es pernicioso, porque conduce a una persona a vanagloriarse de tener toda la verdad de Dios, cuando, en realidad, solo se ha aferrado a un sistema humano que contiene un solo lado de la verdad.
Además, es raro encontrar un solo discípulo de cualquier escuela de doctrina que pueda enfrentar a la Escritura en su conjunto. Siempre se citarán un determinado número de textos preferidos que se repetirán continuamente; pero no se apropiará de una vasta porción de la Escritura. Tómense, por ejemplo, pasajes tales como los siguientes: «Pero Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hechos 17:30). «El cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2:4). «El Señor… es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9). Y, en la última página del inspirado Volumen, leemos: «Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Apocalipsis 21:17).
¿Hemos de tomar estos pasajes tal como están, o hemos de introducir palabras que modifiquen su sentido de manera de adaptarlos a nuestro particular sistema teológico? El hecho es que estos pasajes ponen de manifiesto la grandeza del corazón de Dios, las acciones de su naturaleza de gracia y el vasto aspecto de su amor. No es conforme al amante corazón de Dios que ninguna de sus criaturas perezca. No hay tal cosa en la Escritura como ciertos decretos de Dios que relegan a un determinado número de hombres a la eterna condenación [2]. Algunos pueden ser judicialmente entregados a la ceguera por su deliberado rechazo de la luz (véase Romanos 9:17; Hebreos 6:4-6; 10:26-27; 2 Tesalonicenses 2:11-12; 1 Pedro 2:8). Pero todos los que perecen, solo se echarán la culpa a sí mismos; mientras que los que alcancen el cielo, darán gracias a Dios.
[2] N. del A.: Es muy interesante notar la manera en que la Escritura nos previene contra la repulsiva doctrina de la reprobación. Veamos, por ejemplo, Mateo 25:34. Aquí, el Rey, al dirigirse a los de su derecha, les dice: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo». En contraste con esto, al dirigirse a los de la izquierda, les dice: «Apartaos de mí, malditos [notemos que no dice “de mi Padre”], al fuego eterno preparado [no para vosotros, sino] para el diablo y sus ángeles». Lo mismo podemos apreciar en el capítulo 9 de la Epístola a los Romanos. Al hablar de los «vasos de ira» (v. 22), dice: «preparados para destrucción», no preparados por Dios seguramente, sino por sí mismos. Pero cuando menciona los «vasos de misericordia», dice: «que él preparó de antemano para gloria» (v. 23). La gran verdad de la elección es plenamente establecida; pero el repulsivo error de la reprobación es cuidadosamente evitado.
Si hemos de ser enseñados por la Escritura, debemos creer que todo hombre es responsable conforme a su luz. El gentil es responsable de oír la voz de la creación. El judío es responsable sobre la base de la ley. La cristiandad es responsable sobre la base de una revelación completa que se halla contenida en toda la Palabra de Dios. Si Dios manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan, ¿quiere decir lo que afirma, o se refiere solamente a todos los escogidos? ¿Qué derecho tenemos de agregar, alterar, recortar o acomodar la Palabra de Dios? ¡Ninguno!
Tomemos la Escritura tal como está, y rechacemos todo lo que no pueda resistir la prueba. Bien podemos poner en duda la solidez de un sistema que no es capaz de soportar toda la fuerza de la Palabra de Dios en su conjunto. Si los pasajes de la Escritura parecen contradecirse, solo lo es a causa de nuestra ignorancia. Reconozcamos humildemente esto, y esperemos en Dios para una mayor luz. Este –bien podemos estar seguros de ello– es el firme terreno moral que debemos ocupar. En vez de tratar de reconciliar aparentes discrepancias, inclinémonos a los pies del Maestro y justifiquémosle en todos sus dichos. Así cosecharemos abundantes frutos de bendición, y creceremos en el conocimiento de Dios y de su Palabra en conjunto.
Unos pocos días atrás, un amigo puso en nuestras manos un sermón que había sido predicado recientemente por un eminente clérigo perteneciente a la alta escuela de doctrina. Hemos hallado en este sermón, al igual que en la carta de nuestro corresponsal, los efectos de una teología torcida que muestra un solo lado de la verdad. Por ejemplo, al referirse a esa magnífica declaración de Juan el Bautista, en Juan 1:29, el predicador la cita de la siguiente manera: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado de todo el mundo del elegido pueblo de Dios».
Pero en el pasaje no se dice ni una sola palabra acerca del «elegido pueblo de Dios». Se refiere a la gran obra propiciatoria de Cristo, en virtud de la cual toda traza de pecado será borrada de toda la creación de Dios. Nosotros veremos la plena aplicación de ese bendito texto de la Escritura solamente en los cielos nuevos y la tierra nueva, en los cuales mora la justicia. Limitar el pasaje al pecado de los escogidos de Dios, solo puede ser considerado como fruto del prejuicio teológico, que tuerce la verdad.