Inédito Nuevo

Conocer a Dios como Padre


person Autor: F. A. HUGHES 2

flag Temas: La defensa de la fe La familia de Dios: hijos de Dios


Existe hoy [1] un movimiento en rápido crecimiento en los círculos religiosos que tiene por objeto el establecimiento de un terreno común para el culto, en el que puedan reunirse cristianos profesos, judíos, musulmanes y otros. Esto lleva implícito el reconocimiento de la paternidad universal de Dios y, en consecuencia, la fraternidad universal de los hombres. Se trata de doctrinas atractivas para la mente natural, y pasajes como Malaquías 2:10 y 1 Corintios 8:6 son arrancados de su contexto para apoyar lo que se afirma. Proponemos examinar la cuestión a la luz de las Escrituras, en las cuales, y solo en ellas, se revela la verdadera base del acercamiento del hombre a Dios en la adoración.

[1] Escrito hacia 1950

En primer lugar, consideremos brevemente los terribles errores a los que, de seguirse, conduciría tal camino. Si todos los hombres (usamos la palabra como expresiva de hombres y mujeres –la humanidad) son hijos de Dios y él es su Padre, entonces obviamente la doctrina del castigo eterno debe ser descartada, porque no hay ninguna sugerencia en la Escritura de que uno de los hijos de Dios perezca eternamente. Esto a su vez hace innecesaria la expiación, y por lo tanto la Cruz –el glorioso centro y tema sobresaliente del cristianismo– ya no es necesaria. La obra expiatoria de Cristo se menosprecia, si es que se acepta, y se le despoja de glorias que son exclusivas de él mismo. Nos referiremos a este punto más adelante.

Ahora, admitimos que todos los hombres son descendientes de Dios. Esto queda perfectamente claro en el discurso de Pablo a los atenienses (Hec. 17). También queda muy claro en ese capítulo que Pablo se refiere a los hombres como parte de la creación de Dios, y como criaturas en relación con Dios como Creador. También está claro que los atenienses no conocían a Dios como su Padre; él les era «desconocido»; “ignoraban” el camino para acercarse a él, pero en infinita misericordia él había hecho posible que «busquen a Dios» y «por si pudieran tal vez hallarlo». El contexto muestra que el hombre se había alejado de su Creador y todo el tenor de la Escritura lo deja claro sin lugar a dudas. Es a esta relación de creación a la que se refiere Malaquías, en un libro en el que se dice que los hombres han perdido la reverencia a Dios.

La referencia en 1 Corintios 8 refuta completamente la sugerencia de la “paternidad universal” –de ninguna manera apoya tal herejía. El apóstol dice: «Para nosotros… hay un solo Dios, el Padre» (v. 6). ¿Quiénes son «nosotros»? No nos queda ninguna duda. En el capítulo 1 de la misma Epístola, Pablo nos dice a quién está escribiendo. «Con todos los que… invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo». Aquellos que están «esperando la revelación de nuestro Señor Jesucristo», y han sido «llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo nuestro Señor». Estos son los que están en relación con Dios como Padre. Por lo tanto, la piedra de toque de la relación es Aquel que es completamente omitido por aquellos que proponen estos errores, Jesucristo nuestro Señor.

En 2 Corintios 6:14, el apóstol escribe: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos», y luego pasa a describir las características sobresalientes de los creyentes y los incrédulos –instando a los creyentes a separarse de la compañía de los incrédulos con el fin de que puedan conocer la bendición de la promesa de Dios– «Seré vuestro Padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas». Una vez más, por lo tanto, vemos que el pensamiento de la paternidad universal de Dios no está de acuerdo con la Escritura.

Si la paternidad de Dios se aplica a todos los hombres, ¿por qué dijo el Señor a los líderes religiosos de su tiempo «Si Dios fuera vuestro Padre», añadiendo esas palabras terriblemente solemnes: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo» (Juan 8:42-44). Nótese cuidadosamente que estas son las palabras de un «Hombre que os ha dicho la verdad» (v. 40).

Sin duda, la característica más grave de esta enseñanza es la forma en que se deja de lado al Señor Jesucristo, y esto frente a la Escritura: «Para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió» (Juan 5:23).

Indaguemos, pues, en la Palabra de Dios sobre el modo en que podemos conocer a Dios como Padre, y regocijarnos en la conciencia de nuestra relación con él como hijos. Las Escrituras son muy claras al respecto.

En Juan capítulo 1 leemos, «A todos cuantos lo recibieron [al Señor Jesús], es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos [niños] de Dios». En el versículo anterior (11) él se había presentado a «lo suyo y los suyos [el pueblo judío] no lo recibieron». Gálatas 3:26 dice: «Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». Así vemos que nuestra relación con Dios como Padre depende de que el Señor Jesucristo tenga su lugar, a través de la fe, en nuestros corazones.

Consideremos ahora las palabras reales de Cristo mismo en referencia a esta cuestión vital. Mateo 11:27 dice: «Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». Además, en Juan 14:6 encontramos estas palabras concluyentes: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí». Así pues, para el conocimiento del Padre, y para el camino hacia él, dependemos absolutamente de la Persona del Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y no hay otro camino hacia Dios como Padre.

Debemos recordar siempre que Aquel que ha de ser conocido en la bendita relación de Padre es Dios, y la morada de la Deidad está «en la luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver» (1 Tim. 6:16). Dios es justo y santo –siempre lo fue y siempre lo será; él es «muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puede ver el agravio» (Hab. 1:13); las estrellas en su centelleante belleza, no «son limpias delante de sus ojos» (Job 25:5). Muchas Escrituras muestran la distancia moral entre el hombre y Dios a causa del pecado. Quizás el capítulo 1 de Romanos lo retrata en su forma más clara, el hombre prefiere adorar a la creación más baja y entregarse al pecado más repugnante, antes que retener y apreciar el conocimiento de Dios. De su pueblo terrenal –el judío– Dios tiene que decir: «Se han apartado de mí todos ellos por sus ídolos» (Ez. 14:5); y, de los gentiles, Pablo escribe: «Teniendo el entendimiento obscurecido, ajenos a la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos» (Efe. 4:18). Extranjeros y no participantes –esta es la condición de la humanidad en pecado– idólatras e ignorantes de Dios. Hacemos bien en enfrentar la verdad de las Escrituras, por solemne y escudriñadora que sea.

En esta oscura escena de alejamiento moral e ignorancia de Dios, vino Uno: el bendito Hijo de Dios, Aquel que al hablar a Dios como Padre pudo decir: «Me amaste antes de la fundación del mundo» (Juan 17:24). Cuando Dios lo contempló aquí, en su humanidad, abrió los cielos y dijo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Él, y solo él, podía eliminar la distancia existente entre el hombre y Dios. «Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús; que sí mismo se dio en rescate por todos» (1 Tim. 2:5-6). Por medio de él y de su obra consumada en la cruz del Calvario, el hombre puede reconciliarse con Dios. «Siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (Rom. 5:10 comp. también 2 Cor. 5:18; Col. 1:21; Efe. 2:16). Esta gloriosa Persona está presentada en el Evangelio a los hombres como Salvador y Señor, y ya hemos notado que es «por la fe en Cristo Jesús» que somos hechos «hijos de Dios» (Juan 1:12).

Habiendo completado la obra del Calvario, el Señor Jesús «resucitó de entre los muertos» y ascendió de esta tierra al Padre. Antes de abandonar la escena en la que había sufrido, pronunció aquellas memorables palabras a María Magdalena: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios. María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: ¡He visto al Señor! Y les manifestó que él le había dicho estas cosas» (Juan 20:17-18). El vínculo entre estos amantes de Cristo se había forjado en su preciosa muerte y victoriosa resurrección –y ahora iban a ser presentados a través de él, y como en asociación con él, a su Padre como Padre de ellos, a su Dios como Dios de ellos. Así vemos la verdad del versículo ya citado: «Nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6).

«Porque por él, los unos y los otros [judíos y gentiles] tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18). Llegar al Padre y conocerlo es uno de los privilegios más preciados de los que «aman a nuestro Señor Jesucristo con amor inalterable» (Efe. 6:24). Es un privilegio abierto a todos los cristianos –es la posesión de los «hijitos [niños pequeños]» en la familia de Dios, aquellos de quienes se dice: «Os ha sido perdonados vuestros pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). «Os escribí, hijitos, porque conocéis al Padre». Bendito conocimiento que debe compartir todo corazón redimido. Pero completamente desconocido por los no regenerados, cualquiera que sea su pretensión eclesiástica.

Las bendiciones relacionadas con el conocimiento del Padre son ilimitadas. En el capítulo 12 de Lucas, el Señor Jesús nos dice que el Padre conoce todo lo que necesitamos en nuestro camino por este mundo; ¡pero hay mucho más que esto! «Todo lo que nos es dado de bueno y todo don perfecto descienden de arriba, del Padre de las luces, en el cual no hay variación». Inmutable en su amor constante, el Padre se complace en inundar nuestros corazones con la generosidad de su propio afecto, de los recursos ilimitados que son suyos en esa escena de luz sin nubes (Sant. 1:17). Él es «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor. 1:3). Ningún dolor, ningún cuidado, ninguna ansiedad, ninguna presión sobre el espíritu o el cuerpo escapa a su mirada, y de él mismo como Padre viene el sentido necesario de misericordia y consuelo. Él es el «Padre de gloria» (Efe. 1:17), y como en afectuosa comunión consigo mismo inundaría nuestros corazones con la sabiduría y la inteligencia de su glorioso propósito en Cristo, y de la «excelente grandeza de su poder» (Efe. 1:19), que nos dan a conocer nuestro lugar como parte integrante de esa vasta herencia de gloria (Efe. 1). Él es el «Padre de los espíritus» y como tal está comprometido con el refinamiento interior de nuestros afectos, teniendo en vista el bendito hecho de «que participemos de su santidad» (Hebr. 12:9-10).

¿Cómo en el goce de esta preciosa relación con Dios, como nuestro Padre, pueden manifestarse en nuestro andar los rasgos de los hijos de Dios? «En esto son manifiestos los hijos de Dios… que nos amemos unos a otros» (1 Juan 3:10-11). «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados; y andad en amor, como también Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:1-2).


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