El postmodernismo y la defensa de la fe
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La Palabra de Dios es «la Verdad» (Juan 17:17). Es verdadera, independientemente de la recepción subjetiva de un individuo. Es verdadera, absolutamente para todos, en el mismo grado.
Esta afirmación es contraria a la filosofía postmoderna. Para esta última, la Verdad es solo una visión de la mente humana. Cada uno decide por sí mismo de lo que es verdad, nadie poseyendo realmente la Verdad.
Para esta escuela de pensamiento, ninguna religión puede pretender ser superior a otra; por lo tanto, las religiones pueden aceptarse mutuamente, aunque sus pretensiones sean contradictorias. Antes bien, la «Verdad» sería algo infinitamente flexible (que se puede torcer a gusto de cada uno) e imposible de conocer de forma objetiva. Esta es una corriente que aborrece los absolutos.
Muchas personas se dejan seducir por este nuevo discurso; esto, desgraciadamente, tiende a debilitar el alcance de las claras y contundentes afirmaciones de Jesucristo, y a ensanchar el estrecho camino que conduce a la vida.
La Iglesia responsable es puesta ante a la necesidad de redescubrir el carácter exclusivo del Evangelio y de la Palabra de Dios, y de poner su plena confianza en la Verdad. ¿No es ella «la columna y el cimiento de la verdad»? (1 Tim 3:15).
El posmodernismo, en cambio, proclama que nadie tiene la Verdad y que nadie puede tenerla toda.
En nuestra sociedad moderna, existe un escepticismo generalizado, mientras que la fe se ve descartada y se convierte en sinónimo de intolerancia, e incluso se equipara con el fanatismo. Para esta corriente religiosa, la única evidencia es que nada se puede conocer con certeza. Es tal filosofía la que ha dado lugar a la religión e ideología de la Nueva Era. ¿Qué podemos decir de una corriente que exige tolerancia al mal y a todo tipo de doctrinas, y que es a su vez intolerante con la Verdad bíblica y el Evangelio?
Una sociedad que declara inalcanzable la Verdad absoluta está dispuesta a aceptar cualquier cosa como verdad.
Incluso en las iglesias evangélicas, la certeza de que la Biblia es la Verdad absoluta, inmutable y objetiva ha disminuido. Se trata de un cambio dramático y aparentemente inexorable.
Hay una preferencia por no ser dogmático, privilegiando tener la mente abierta a una multitud de puntos de vista. De hecho, se prefiere la “unidad” a la “fidelidad” a las Sagradas Escrituras.
El peligro es grande y real de dejarse llevar por los sentimientos y de forjar nuestras convicciones en armonía con los diferentes pensamientos personales de los demás.
El verdadero cristianismo se basa en la Biblia, la única Verdad. Lo que ella nos da es absoluto, permanente e imperturbable. Ella es la única piedra de toque (Prov. 22:21). Todo lo que contradice a la Biblia es falso o erróneo.
«Dios… no miente» (Tito 1:2), Dios «no puede negarse a sí mismo» (2 Tim. 2:13). Por lo tanto, no puede contradecirse. Y él no es «Dios de desorden» (1 Cor. 14:33).
Todo lo que dice la Palabra de Dios es estricta y completamente cierto
El Señor Jesús dijo: «Es más fácil que el cielo y la tierra pasen, que deje de cumplirse una tilde de la ley» (Lucas 16:17). Si la Biblia es verdadera, todo lo que la contradice es falso, incluso las ideologías más populares.
La Verdad divina ofrece todo lo necesario para «la vida y la piedad» (2 Pe. 1:3).
Dios nos ha dado un solo libro, la Biblia. No necesitamos ninguna otra fuente para dirigir nuestra vida moral y espiritual.
La Biblia no solo es verdadera, sino que también es la piedra de toque para poner a prueba todas las demás afirmaciones sobre la Verdad. El verdadero cristianismo es «la fe que una vez fue enseñada a los santos» (Judas 3).
La Verdad no está sometida a cambios o variaciones, no es fluctuante. No tiene que adaptarse a cada nueva generación. La Verdad bíblica es un tesoro que debemos tratar y guardar, con temor y cuidado (1 Tim. 6:20).
Hay que denunciar abiertamente a los propagadores de mentiras y pensamientos contrarios a la Biblia, como lo hizo el apóstol Pablo en la Segunda Epístola a Timoteo, y combatirlos con la Palabra de Dios, que es la Verdad y «la espada del Espíritu» (Efe. 6:17).
Necesitamos redescubrir el amor de la Verdad (2 Tes. 2:10). ¡Qué privilegio tenerla en un mundo de ignorancia y desesperanza! Pero, pecaríamos si guardáramos esta Verdad para nosotros mismos; ¿no es nuestro deber proclamarla con convicción y sin concesiones, fielmente?
La autoridad de la Palabra de Dios emana del hecho de que viene de Dios mismo
Bajo la presión vinculante de la tolerancia posmoderna, el gran peligro es, por un lado, afirmar nuestra fidelidad a la Biblia y, por otro, dejar de proclamarla como teniendo autoridad. En la práctica se puede eludir esta autoridad tratando las Escrituras como una opinión más en el amplio campo de las opiniones y puntos de vista posmodernos.
Pero la Biblia no permite esa actitud. Si la Biblia es verdadera, entonces también debe tener autoridad. Como Palabra revelada de Dios, tiene el peso de su Autor. Esto significa que es “la norma segura” con la que se debe comprobar toda opinión.
Está de moda describir un conflicto entre la Verdad y el error como un “diálogo”. En realidad, lo que está en juego es siempre una batalla espiritual. ¿No hay que destruir las fortalezas del pensamiento no bíblico (2 Cor 10:4-5)?
Para el creyente, la integridad personal es solo el fruto de vivir según la Palabra de Dios. Es un reto constante para todo hijo de Dios. Y la integridad siempre va acompañada del amor a la Verdad.
Nuestra responsabilidad es guardar «el buen depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim. 1:14), vigilarlo y protegerlo continuamente, según la instrucción de Pablo a su amado hijo Timoteo.