Índice general
Estudios sobre el libro del Génesis
Autor: Serie:
(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - Acerca del autor
Charles Henry Mackintosh, cuyas iniciales C.H.M. conocen bien muchos cristianos de todo el mundo, nació en octubre de 1820 en el cuartel de Glenmalure en el condado de Wicklow, Irlanda. Su padre era capitán del regimiento de «Highlanders» y había servido durante la insurrección en Irlanda. Su madre era la hija de Lady Weldon y provenía de una antigua familia irlandesa. A la edad de dieciocho años el joven experimentó un despertar espiritual por medio de las cartas que su hermana le escribió después de su conversión. Recibió la paz mediante la lectura del escrito de J.N. Darby: «Poder del Espíritu Santo»; especialmente le fueron de ayuda las palabras según las cuales lo que da la paz es la obra de Cristo por nosotros y no en nosotros.
Cuando joven, ya creyente, aceptó un empleo en un comercio de Limerick. Leía mucho la Palabra de Dios y siguió con fervor varios estudios. En 1844 abrió una escuela en Westport y con gran celo se dedico a la educación. En esa época, su actitud espiritual se evidenciaba en su propósito de dar a Cristo el intangible primer lugar en su vida y considerar Su obra como lo primordial. Pero en 1853, cuando temió que el trabajo en la escuela llegara a absorberle, renunció a ese servicio.
Mientras tanto, ya había empezado a escribir sus pensamientos acerca de los cinco libros de Moisés. Luego, a intervalos aparecieron sendos comentarios sobre los cuatro primeros libros de Moisés y dos sobre el quinto. Estos libros, impregnados de un fuerte espíritu evangelizador, tuvieron como consecuencia varias importantes ediciones. El prefacio lo escribió Andrew Miller, quien siempre financió la impresión. Con razón dice de estas meditaciones: «La completa perversión del ser humano a causa del pecado y la perfecta salvación de Dios en Cristo son presentadas detallada, clara y a menudo muy acertadamente».
Como comentarista, C.H.M. tenía un estilo fácilmente comprensible. Sabía presentar vigorosamente sus opiniones. En un primer momento, algunas de sus interpretaciones pueden parecerles singulares a muchos creyentes, pero en cuanto a la fidelidad a la Palabra de Dios y a la confianza en Cristo, siempre vuelven a ser de gran ayuda.
Después que hubo renunciado a su trabajo docente, C.H.M. fue a Dublín, donde empezó a predicar públicamente. Durante muchos años evangelizó y defendió el Evangelio y la verdad cristiana, y Dios bendijo claramente su servicio. En 1859 y 1860, cuando el despertar se extendió por Irlanda, Mackintosh se mostró muy activo y los primeros tomos de la revista «Things New and Old» (Cosas nuevas y viejas) dan testimonio de su actividad. C.H.M. era un gran hombre de fe a quien siempre le agradaba testificar que, si bien a menudo Dios lo había sometido a pruebas, nunca le había dejado faltar nada mientras estuvo al servicio del Evangelio y carecía de ingresos provenientes de un trabajo material.
Pasó los últimos cuatro años de su vida en Cheltenham, donde prosiguió su servicio por escrito, cuando tuvo que renunciar a su trabajo de evangelización oral a causa de su avanzada edad.
No es difícil apreciar la influencia de sus escritos. Del mundo entero le llegaban cartas con expresiones de agradecimiento y reconocimiento por sus explicaciones de los cinco libros de Moisés. Sus «Miscellaneous Writings» (Escritos varios) aparecieron en seis tomos, como así también sus pensamientos sobre los cinco libros de Moisés. Su primer escrito que data del ano 1843, llevaba el título: «La paz de Dios». En 1896, pocos meses antes de fallecer, envió a su editor un manuscrito con el título: «El Dios de paz».
Durmió en su Señor el 2 de noviembre de 1896.
2 - Prefacio
Es para nosotros un privilegio ofrecer a nuestros hermanos en Cristo de habla española una revisión completa del primer volumen de la muy conocida obra en inglés de C. H. Mackintosh titulado Estudios sobre el Pentateuco. Esperamos asimismo publicar, Dios mediante, todos los tomos de esta valiosa obra, la que tanta ayuda ha proporcionado a miles de creyentes en Cristo en muchos países y en varios idiomas.
El libro del Génesis ha sido llamado la sementera de la Biblia, dado que en él se refieren los eternos designios del Dios viviente, soberano y todopoderoso. Se puede decir que es la base de toda la revelaci6n que tenemos en los otros 65 libros y la portada majestuosa de la magnifica estructura de la Biblia. Los hebreos le dieron por titulo la primera palabra hebrea que significa: «En el principio», denominación muy apropiada, puesto que en este libro se encuentra el principio u origen de todas las cosas, sean físicas o morales. No hay nada ni nadie que no haya tenido principio con excepción de Dios, el «que es y que era y que ha de venir» y por cuya voluntad «todas las cosas… fueron creadas» (Apoc. 1:4, 8; 11:17; 4:11). La gran verdad central de este libro es la concerniente a la «vida», y en él Dios se ve como Dador de ella. Después de la historia de la creación, descrita en los capítulos 1 y 2, hay una serie de siete biografías que presentan gráfica y detalladamente un perfecto cuadro de la vida divina en el alma, desde su principio –casi imperceptible– y a lo largo de todo su desarrollo. En Adán, caído y pecador, se ve el principio de esta vida espiritual. Luego, en los capítulos 4 y 5, tenemos la historia de las dos simientes que se oponen recíprocamente, una historia que tiene su contraparte en cada alma regenerada en la cual «el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre si» (Gál. 5:17).
Luego, en los capítulos 6 a 11, vemos el pasaje de Noé por el juicio del diluvio, en el cual «el mundo de entonces pereció anegado en agua» (2 Pe. 3:6), hasta su participación en una nueva escena, en la cual «ofreció holocausto en el altar, y percibió Jehová olor grato» (Gén. 8:20-21), figura de la posición en la que está el creyente en Cristo, a saber: «En Cristo, es nueva creación; las casas viejas pasaron, he aquí que han sido hechas nuevas» (2 Cor. 5:17; N.T. Interlineal Griego-Español).
En la vida de Abraham en Canaán –la de un peregrino y forastero pero adorador de Dios– tenemos, como consecuencia, un comportamiento conforme a tal carácter. «Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él» (Col. 2:6).
Luego, Isaac –figura de los creyentes en Cristo coma «hijos de la promesa» (Gál. 4:28)– nos habla de la obediencia y sujeción a la voluntad del Padre, lo que conduce a una vida de paz y gozo inefable.
En la vida de Jacob se nos presenta la disciplina de los hijos –por la cual el hombre engañador se convierte en «Israel», «un príncipe de Dios que ha vencido»–, una disciplina dictada por el amor, la que tiene por objeto la mortificación de «las obras de la carne».
En la séptima vida –la de José– se ve la más plena semejanza a Cristo. Él sufre, no por el pecado, sino a causa de la justicia, y llega a ejercer supremacía sobre el mundo y a gozar de una plena bendición dispensada por la mano del Todopoderoso.
En estos estudios sobre el Pentateuco, el autor presenta en términos claros e inequívocos la verdad tocante a la condición del hombre caído y arruinado por el pecado, y, a la vez, el remedio perfecto que hay en Cristo, como así también otros asuntos de importancia práctica tales como los privilegios y las responsabilidades del discípulo de Cristo, la unidad perfecta y distintiva de la Iglesia de Dios, etc.
Quiera Dios que los lectores de estos tomos hallen mucho alimento espiritual y que se afirmen en la fe.
El editor
3 - Capítulo 1: Potestad y majestad de Dios en la obra de la creación
Muy notable, de veras, es la manera en que el Espíritu Santo comienza este libro sublime. Se nos presenta a Dios en la plenitud de su poder infinito y en la grandeza solitaria de actos sublimes e inconmensurables. Empero toda materia extraña y todo preámbulo se excluyen de la historia. Nos hallamos desde luego en contacta directo con Dios. Parece que le oímos en esos momentos solemnes en que rompe el silencio universal y, alumbrando las tinieblas del caos terrestre con la presencia de su rostro, proclama su propósito de preparar una esfera en la que pueda desplegar con toda amplitud su poder y majestad eternos.
No hay nada en esta historia que aliente una vana curiosidad, nada que sirva de base para las pobres especulaciones humanas. Mas bien, se siente la realidad divina que ejerce su poder moral sobre la conciencia y el entendimiento. El Espíritu Santo no se conformaría nunca con presentar una serie de teorías para alimentar la curiosidad de algunos. Los geólogos son libres de penetrar hasta las entrañas de la tierra y sacar de ellas material con que modificar o contradecir la historia divina. A ellos les toca examinar cada fósil y hacer sus deducciones correspondientes, pero ninguna de sus declaraciones hace titubear la fe del sincero discípulo que halla todo su deleite en las palabras inspiradas. Lee, cree y adora a Dios. Con el mismo espíritu de humildad prosigamos nuestro estudio del libro que tenemos abierto delante de nosotros. Que Dios nos permita «inquirir en su templo» (Sal. 27:4). Quiera Dios que todas nuestras indagaciones, hechas con el fin de saber la verdad en cuanto a esta escritura, sean dirigidas por un espíritu de sinceridad y reverencia.
«En el principio creo Dios los cielos y la tierra». La primera frase del canon divino nos pone en la presencia de Aquel que es la fuente infinita de toda bendición verdadera. No se encuentra aquí ningún laborioso argumento para probar la existencia de Dios. El Espíritu Santo no podría haberse ocupado en semejante cosa. Dios se encarga de la revelación de sí mismo y se hace conocer por medio de sus obras. «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal. 19:1). «Te alaben, oh Jehová, todas tus obras» (Sal. 145:10). «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso» (Apoc. 15:3). Solo un escéptico o un ateo demandaría un argumento como prueba de la existencia de un Ser que, por la palabra de su boca, ha dado existencia y forma al universo y se proclama, al mismo tiempo, el Omnisapiente, el Todopoderoso y el Dios eterno. ¿Quién, si no Dios, podría crear las casas? «Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército, a todas llama par sus nombres, ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio» (Is. 40:26). «Los dioses de los pueblos son ídolos, pero Jehová hizo los cielos» (1 Crón. 16:26; Sal. 96:5). En el libro de Job (cap. 38-41) tenemos el argumento más convincente en esa descripción magnifica que Jehová mismo da acerca de su obra creadora coma la prueba innegable de su superioridad absoluta; y esta declaración, que presenta al entendimiento los hechos más irrefutables como evidencia de su poder infinito, apela también al corazón, manifestando así una condescendencia sin límites. Se nos presenta en el mismo cuadro la majestad y el amor de Dios, su poder y su ternura como rasgos característicos.
3.1 - Las tinieblas y la luz
«Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo».Esa era una situación en la que solo Dios podía obrar. El hombre, con su arrogancia de corazón, se ha mostrado capaz de interpelar a Dios con respecto a otros actos de incluso más alta significación que la de este, pero en la presente escena no tuvo parte, porque él, como todo lo demás, era uno de los objetos del poder creativo. Dios, mirando desde su eterna morada de luz hacia el inmenso caos informe, pudo ver en él la esfera en la que sus elevados planes y maravillosos designios habían de ser desarrollados y tener cumplimiento, el lugar donde su eterno Hijo había de vivir, trabajar y derramar su sangre hasta la muerte, a fin de desplegar ante la vista de un universo atónito las gloriosas perfecciones de su deidad. Todo era oscuridad y caos allí, pero Dios es el Dios de orden y de luz. «Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1:5). La oscuridad y la confusión no pueden permanecer en su presencia.
«El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (v. 2). Estuvo contemplando la escena de sus operaciones futuras, una escena negra, por cierto, en la que hubo amplio lugar para la operación de una potencia magna y vivificadora. Solo él podía iluminar esa noche, hacer brotar la vida, disponer que el orden sustituyera a la confusión, abrir un firmamento en medio de las aguas y establecer la tierra en la cual la vida pudiera desarrollarse sin temor a morir. Todos estos eran triunfos dignos de Dios.
«Dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz» (v. 3). ¡Qué sencillo! Y, al mismo tiempo, ¡qué divino! «Éldijo y fue hecho; él mandó, y existió» (Sal. 33:9). Los incrédulos preguntarán: ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? La contestación es: «Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía» (Hebr. 11:3). Con esto se satisface el espíritu dócil. Bien puede la Filosofía mofarse de nosotros y acusarnos de la más crasa ignorancia, de una credulidad ciega que conviene solo a los tiempos semi-bárbaros y que no puede ser digna de los hombres que viven en esta época de luces. El museo y el telescopiohan puesto a nuestra disposición una multitud de hechos de los cuales el escritor sagrado no sabia nada. ¡Ay! ¡Qué sabiduría! ¡Qué erudición! No; mas bien decimos: ¡Qué necedad! ¡Qué insensatez! Estos ignoran por completo el motivo y el designio de la narración sagrada. No es el propósito de Dios, en esta revelación, darnos lecciones de geología o convertimos en astrónomos. No es su intención enseñarnos los detalles que el microscopio o el telescopio tendrán que presentar; no; el objeto del Espíritu es conducirnos hasta la presencia de Dios, a fin de que le adoremos con el corazón muy enriquecido con las enseñanzas de la Palabra divina. Es cierto que estas no son razones que satisfagan al que pretende ser filósofo. Este, despreciando lo que llama prejuicios bajos y estrechos del discípulo reverente a la Palabra, toma su telescopio y procede a examinar los cielos, o bien cava hasta las entrañas de la tierra en busca de estratos, cristalizaciones y fósiles, a fin de modificar y mejorar (por no decir desmentir) esta narración de la creación.
Con todas estas oposiciones de la «falsamente llamada ciencia» no tenemos nada que ver (1 Tim. 6:20). Creemos que todos los descubrimientos verdaderos –ya sea en los cielos, en la tierra o en las aguas–, armonizarán con lo que esta escrito en la Palabra de Dios, y todas las teorías que no armonicen de esta manera tienen que ser rechazadas por todo amante de la Escritura. Esta posición es la única que puede dar descanso al creyente en estos días en los que el ambiente se llena de toda clase de teorías y especulaciones, las cuales saben mucho de racionalismo y positivismo ateísta. Es necesario que el corazón esté firme en cuanto a la inspiración plena, eficaz y autoritaria del tomo sagrado. Solo así puede uno defenderse contra el racionalismo de Alemania por un lado y la superstición de Roma por el otro. Un profundo conocimiento del texto sagrado y una gran reverencia hacia él, por su inspiración, es lo que mas se necesita en los tiempos presentes. Que Dios, en su gracia, aumente más y más el número de los que así piensan y obran.
«Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche» (v. 4- 5). Aquí tenemos referencia a dos elementos que se usan en toda la Escritura como símbolos de cosas espirituales. La presencia de la luz constituye el día y su ausencia la noche. Lo mismo pasa en la historia del alma. Algunos son «hijos de luz» mientras que otros son «tinieblas» (Efe. 5:8). Esta distinción es muy importante y muy solemne. Todos aquellos sobre los cuales ha brillado la luz de la vida, todos los que han recibido, como huésped, al Lucero de la mañana, todos los que han recibido la luz «del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6), todos estos, quienesquiera que sean y dondequiera que se hallen, pertenecen a esta clase de «hijos de luz e hijos del día» (1 Tes. 5:5).
Por otra parte, todos aquellos que han permanecido en el estado de oscurantismo, de ceguera e incredulidad, todos los que han rehusado recibir en sus corazones –por medio de la fe– los rayos benéficos del Sol de justicia, se envuelven todavía en las sombras de una noche espiritual, pertenecen a la otra clase y son hijos de la noche y de las tinieblas (1 Tes. 5:5).
Lector, deténgase usted aquí y hágase esta pregunta personal en la presencia de Aquel que escudriña el corazón: ¿A cuál de estas dos clases pertenece? Que sea a una u otra es un hecho innegable. No importa que sea pobre, analfabeto o despreciado; si por la gracia de Dios, está ligado al Hijo de Dios, quien fue y es «la luz del mundo», entonces es usted, en verdad, un hijo del día, destinado a resplandecer, tarde o temprano, en aquella esfera celestial, en aquella región de gloria en la cual el «Cordero como inmolado» (Apoc. 5:6) es el Sol eterno (Apoc. 22:1-5). No será obra suya. Sera el resultado del consejo y la operación de Dios mismo, quien ha dado luz y vida, gozo y paz en el Señor Jesús y en su sacrificio efectuado en la cruz. Por otra parte, si usted es extraño a la acción e influencia santificadora de la luz divina, si sus ojos no se han abierto para contemplar la hermosura que radia del Hijo de Dios, entonces, aunque tenga toda la ciencia de un Newton, aunque se halle enriquecido con todos los tesoros de la Filosofía, aunque baya bebido con avidez de todos los manantiales de Ja ciencia humana, aunque su nombre tenga como adorno justo todos los títulos académicos que las universidades de este mundo saben conferir, es, sin embargo, un hijo de la noche y de las tinieblas y, si muriese en esta condición actual, sería para hallarse apartado y envuelto en la negrura y el horror de una noche eterna. Le suplico, pues, que antes de leer otra pagina procure asegurarse sobre este punto y reconocer su relación con los del día y los de la noche.
3.2 - El sol, centro de luz, es ¡Cristo, nuestro Señor!
En seguida deseo considerar por un momento lo concerniente a la creación de las fuentes de luz. Y «dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas» (v. 14-15).
El sol es el gran centro de nuestro sistema planetario. Alrededor de él giran los astros menores. De él también proviene su luz. Por lo tanto, podemos considerarlo como un símbolo de Aquel que pronto se levantará «y en sus alas traerá salvación» (Mal. 4:2) para alegrar el corazón de los que temen a Jehová. Lo apropiado y hermoso de este símbolo se comprende mejor si después de una noche de vigilia sale uno a contemplar el rompimiento del alba. Poco a poco se dora el horizonte por el Oriente con los rayos de luz. Las tinieblas y las sombras de la noche desaparecen y toda la creación se levanta para aclamar rey del día al Sol naciente. Igual cosa sucederá –aunque con mayor majestad– cuando vuelva a la tierra el Sol de justicia. Las sombras de la noche huirán; toda la creación cantará de jubilo en aquel día en que nazca sin nubes la mañana del día glorioso y eterno.
3.3 - La luna
La luna, opaca en si misma, recibe toda su luz del Sol. Siempre refleja la luz del Sol, a menos que se interpongan influencias adversas de la tierra. Tan pronto como se esconde el astro rey debajo del horizonte, la Luna se presenta a fin de recibir sus rayos y enviarlos a su vez hacia la tierra oscura. En caso de que la Luna sea visible de día, su aspecto es el de un consorte inferior que reconoce la majestad de su fulgente compañero. En otras ocasiones, los tibios y argentados rayos de la Luna no llegan a la tierra porque otros elementos se interponen. Las nubes negras, las nieblas espesas y los vapores fríos cubren la superficie de nuestro planeta y se esconde de nuestra vista su fiel compañera de suave luz.
Ahora, así como el Sol se ha considerado propiamente como el símbolo de Cristo, a su vez la Luna puede ser figura de la Iglesia. Su fuente de luz se esconde de la vista. El mundo no lo ve a Él, pero ella sí, y es su deber reflejar sus rayos sobre un mundo entenebrecido. El mundo no tiene otro medio que el de la Iglesia para conocer la verdad en Cristo. «Nuestras cartas sois vosotros» –dice Pablo– «conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo» (2 Cor. 3:2-3).
¡Qué posición de responsabilidad! ¡Con qué celo debería vigilar para que no se oscureciera la luz celestial de Cristo! Pero se nos pregunta: ¿Cómo puede ella reflejar la luz? Simplemente permitiendo que Cristo brille sobre ella en todo su esplendor. Si la Iglesia logra andar en la luz de Cristo, sin duda alguna tendrá que reflejar esa luz. La luz de la Luna no le es propia. Tampoco lo es la de la Iglesia. Ella es simplemente receptora de la luz, para reflejarla. Es su deber conocer bien la senda por la que Él andaba aquí en la tierra y, por el Espíritu Santo que mora en ella, seguir esa senda hasta el fin. Es cierto que las nieblas se levantarán para impedir, si es posible, que alumbre esa luz y que sea leída aquella carta. El mundo no nos deja olvidar que los rasgos que caracterizaban a Jesús no se hallan siempre en los que le pertenecen. Y en verdad muchos manifiestan en su conducta un contraste que es muy humillante. Quiera Dios que todos reconozcamos nuestro deber de estudiar más el carácter de Cristo para imitarlo con más fidelidad.
3.4 - Las estrellas
Las estrellas son luces más lejanas. Brillan en otras órbitas y su hermoso centellear nos causa admiración constante. «Una estrella es diferente de otra en gloria» (1 Cori. 15:41). Así será también en el venidero reino del Hijo. Brillará Él con un lustre eterno. Su Cuerpo, la Iglesia, reflejará fielmente sus rayos sobre todos, y los santos, como individuos, estarán resplandecientes en los lugares en los que el justo Juez los coloque como recompensa segura de su servicio fiel durante la oscura noche de su ausencia. Este pensamiento nos debe animar para que con más ardor prosigamos hacia el destino que nuestro Señor nos ha señalado (Lucas 19:12, 19).
Se nos presentan en seguida los órdenes inferiores de la creación. Dios hace que el aire y el mar sean cunas en las que se mece la vida de seres incontables. Algunos interpretan las operaciones de estos días sucesivos como figuras de las grandes dispensaciones providenciales y de sus rasgos sobresalientes. Me parece mejor no dar rienda suelta a la imaginación, sino que nos conformemos con las analogías generales de la Escritura, si queremos evitar errores serios. Por lo menos, me propongo no apartarme del sentido claro del texto sagrado.
3.5 - Creación del hombre a imagen de Dios
Llegamos ahora al punto en que hemos de considerar el lugar del hombre. Al ser puestas en orden todas las cosas se veía la necesidad de un ser que fuera el administrador terrestre de todo esto. «Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (Gén. 1:26-28). El lector notará el cambio aquí, primero él y después ellos. No se nos dice nada de la formación de la mujer hasta el segundo capitulo, aunque aquí se nos dice que Dios los bendijo y les dio a los dos el señorío sobre la creación. Todos los órdenes inferiores fueron puestos bajo el dominio de los dos. Eva recibió todas sus bendiciones en Adán. De él también recibió ella su posición de dignidad. Aunque no existía en ese entonces, fue considerada, en los propósitos de Dios, como parte del hombre. «En tu libro estaban escritas todas aquellas casas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139:16).
3.6 - La posición de Eva respecto a Adán
Así también ha sucedido con la Iglesia, la esposa del Segundo Hombre. Ella fue contemplada desde la eternidad en Cristo, su Cabeza y Señor, como lo leemos en el primer capitulo de Efesios: «Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor» (v. 4). Antes de que un solo miembro de la Iglesia hubiese respirado su primer aliento de vida, todos ellos fueron predestinados, según el designio de Dios, para que fuesen conformados a la imagen de su Hijo. Los consejos de Dios han hecho que la Iglesia sea una necesidad para el complemento del Hombre místico. Así, la Iglesia es llamada «la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efe. 1:23). Este título es asombroso y se ve a qué altura de dignidad e importancia es elevada la Iglesia.
Con demasiada frecuencia la redención se considera como una obra que proporciona bienaventuranzas presentes y la seguridad para el futuro solo para beneficio de los individuos. Esta no es la verdadera interpretación del plan de salvación. Es cierto que todo aquello que, por Cristo, pertenece de alguna manera al individuo le es asegurado de la manera más amplia y satisfactoria. Pero esta es la parte menor de la redención. La gran verdad que no debemos perder de vista es que la gloria de Cristo se relaciona íntimamente con la existencia de la Iglesia. Si se me permite, bajo la autoridad de las Escrituras, considerarme como miembro esencial en el cuerpo –la Iglesia– y coma un elemento necesario en los planes de Cristo, ya no hay lugar para que yo ponga en duda la provisión hecha para sostenerme en todas mis necesidades. ¿Y no es cierto que la Iglesia es necesaria para Cristo? Sin duda alguna; recuérdese que esta escrito que «no es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él» (Gén. 2:18). «Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón» (1 Cor. 11:8-12). La cuestión ya no es si Dios puede salvar al pobre pecador impotente, no es si puede Él borrar sus pecados y recibirle bajo la nueva ley de una justificación divina. Dios ha dicho: «No es bueno que el hombre esté solo» (v. 18), y, si preparó para el primer hombre una ayuda idónea, mucho menos dejará al Segundo Hombre sin «ayuda». Así como en el primer caso habría habido un vacío en la nueva creación sin Eva, así también –y la idea nos asombra por su grandeza– en el caso del Segundo Hombre habría habido un vacío en la nueva creación si no existiera la Esposa, que es la Iglesia.
Estudiemos ahora la manera en que Eva llegó a existir, aunque al hacerlo nos anticipemos a una parte del contenido del segundo capítulo. En toda la creación no se hallaba una compañera idónea para Adán. Fue necesario que un sueño profundo cayera sobre él y que su compañera fuera sacada de su costado para compartir con él el dominio y la dicha de su mundo feliz. «Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne: esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada» (cap. 2:21-23).
3.7 - Adán y Eva, figuras de Cristo y la Iglesia
Ahora, contemplando a Adán y Eva como figuras de Cristo y la Iglesia, según nos lo autoriza la Escritura con toda amplitud, vemos que la muerte de Cristo tenía que ser un hecho acabado antes de poder constituirse la Iglesia. Es cierto que en los propósitos de Dios ella fue contemplada y escogida en Cristo antes de la fundación del mundo. Pero, no nos olvidemos de que hay una diferencia inmensa entre los propósitos secretos de Dios y su revelación y cumplimiento. Antes de que estos propósitos pudieran ser traducidos a la realidad con referencia a los creyentes que formaran la Iglesia, fue necesario que el Hijo fuera rechazado y crucificado; que él se sentara a la diestra de Dios y que enviara al Espíritu Santo a fin de bautizarlos en la unión de un solo Cuerpo. No queremos significar que no se salvaban las almas antes de la muerte de Cristo. Sin duda muchas fueron salvos. Adán fue salvo y miles de otros, de tiempo en tiempo, en virtud de ese sacrificio de Cristo que tenia que verificarse después. Pero hacemos aquí una distinción muy clara entre la salvación de individuos aislados y la formación de la Iglesia, como cosa distintiva, por medio de la obra del Espíritu Santo.
No se ha puesto bastante énfasis en esta distinción. Muchos que aceptan la interpretación como teoría no la llevan a sus resultados prácticos. El lugar particular de la Iglesia, es decir, su relación íntima con el Segundo Hombre –el Señor del cielo- con sus privilegios y prerrogativas distintivas, si son revestidos de poder por la presencia del Espíritu, tienen que producir los frutos mas raros y mas fragantes que se conocen en el mundo (Efe. 5:23-32).
En la figura que tenemos delante se nos presenta una galería de bendiciones que deben pertenecer a la Iglesia, si es en verdad la Esposa de Cristo como Eva lo era de Adán. ¡Qué cariño le debía tener, qué intimidad, qué comunión de espíritu! ¡Qué preciosa ha de haber sido para ella su participación en todos sus pensamientos! En toda su dignidad y en toda su gloria ella tenia parte igual. Él señoreaba, no sobre ella, sino con ella sobre toda la creación. Él y elle eran los señores de cuanto existía. Como hemos dicho, la bendición que recibió, se comunicó a ella. Es cierto que «el hombre» recibió la promesa, pero la mujer fue creada y le fue dada porque él necesitaba una ayuda idónea. Es imposible hallar un tipo más interesante que este. Primeramente, el hombre fue formado, luego le fue hecho saber su destino en unión con la mujer, y en seguida ella fue sacada de su costado. Todo esto forma una figura muy significativa e instructiva. No es suficiente tener una figura para luego formar una doctrina sobre ella, pero, cuando los hechos subsiguientes concuerdan con el arquetipo, y la Palabra lo revela claramente, volvemos con sumo agrado al tipo para estudiar, apreciar y admirar más la realidad que se nos presenta.
El Salmo 8, es una hermosa declaración de la posición exaltada del hombre con todas las cosas sujetas a él. «Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¡Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos de la mar. ¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra (v. 3-9).
3.8 - La Iglesia no está revelada en el Antiguo Testamento
Aquí no se nos dice nada de la mujer, pero es claro que todo se refiere a ella igualmente coma coparticipe en la dirección del señorío asignado al hombre. No hay ninguna revelación directa del misterio de la Iglesia en ninguna parte del Antiguo Testamento. El apóstol Pablo dice que «en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, coma ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Efe. 3:1-11). Por eso entendemos cómo es que en el Salmo 8 se refiere solo al hombre, aunque entendemos ahora que se refiere al hombre y a la mujer. Pero Pablo profetiza y nos da el cuadro como estará completo en las edades venideras. Entonces el verdadero Hombre, el Señor del cielo, tomará asiento en el trono y, en compañía de su esposa, se enseñoreará de la creación restaurada. La Iglesia es parte «de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30). Él es la cabeza y ella es el cuerpo, haciendo un solo varón, como lo leemos en el capítulo 4 de Efesios: «hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (v. 13). La Iglesia, siendo entonces parte de Cristo, tendrá una posición muy exaltada en la gloria. No hubo nadie tan cerca de Adán como Eva, porque ella era parte de él. Así se puede decir que la Iglesia, la que ocupará una posición muy cerca de Cristo en su gloria venidera.
Pero esto no es todo. Nos llama la atención no solamente lo que la Iglesia llegará a ser, sino también lo que ella ya es: el actual Cuerpo de Cristo en la tierra, siendo Él su cabeza viva. Es el templo en el que ahora Dios tiene su morada. ¿Cómo debemos ser nosotros? Si esta es la dicha actual y la dignidad futura de la Iglesia, de la cual, por la gracias de Dios, nosotros formamos parte, entonces nos conviene, llevar una vida santa, apartada y elevada en este lugar de nuestra peregrinación.
Nuestro ruego al Padre es que el Espíritu Santo nos revele estas cosas con más amplitud y poder, para que podamos comprender mejor la conducta y el carácter que son dignos de la alta posición a la cual hemos sido llamados, «alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual opera en Cristo, resucitándole de los muertos, y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efe. 1:18-23).
4 - Capítulo 2: El día séptimo y el río
4.1 - El día séptimo: reposo de Dios
Este capítulo presenta a nuestra consideración dos temas de esencial importancia, a saber, «el día séptimo» y «el río». Nos ocuparemos de ellos en el orden respectivo.
Hay pocos asuntos respecto a los cuales prevalezca tanta mala inteligencia y contrariedad de opinión como este de la doctrina del «sábado» [1]. Y esto a pesar de que carecen de todo fundamento, tanto la una como la otra, pues las explicaciones de la Palabra que tratan de este asunto son de lo más sencillas. El mandamiento formal de guardar como santo el día séptimo será el tema de nuestro estudio, Dios mediante, al llegar al capítulo veinte del libro del Éxodo. Aquí nuestra tarea es la de estudiar esta declaración histórica que dice que Dios «reposó el día séptimo» (v. 3). «Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos. Y acabo Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposo el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santifico, porque en él reposo de toda la obra que babia hecho en la creación» (Gén. 2:1-3). Aquí no se habla de un mandamiento para los hombres. Simplemente se nos dice que Dios gozó de un reposo después de haber acabado la obra de la creación. Como no tenía más que hacer, el que había trabajado seis días dejo de obrar y entró en su descanso. Todo estaba completo, todo era bueno. Todo había quedado como él lo había proyectado y Dios pudo sentir el gozo de la satisfacción. «Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios» (Job 38:7). La obra de la creación se había terminado y Dios celebraba su sábado.
[1] N. del E.: La palabra hebrea es «sabbat». En español, se traduce sencillamente por «sábado» trátese del día solemne de los judíos o simplemente del séptimo día de la semana. La versión Reina Valera 1960 dice: «día de reposo».
Es digno de notar que aquí obtenemos una revelación del verdadero carácter del sábado. Este es el único sábado que Dios ha podido celebrar, por lo menos si atendemos a las indicaciones de la Escritura. Después leemos que Dios mandó al hombre que guardase el sábado y que el hombre no le obedeció, pero en ninguna parte de la Biblia se dice que Dios descansó. AI contrario, la palabra que nos llega es: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Juan 5:17). El sábado que quiere decir «día de reposo» podría celebrarse solo en el caso de haber dejado terminada su obra. Esto lo podría hacer Dios solo en medio de una creación inmaculada, una creación en la cual no se pudiera hallar ninguna mancilla de pecado. Dios no puede descansar en presencia del pecado, y cualquiera que mire en derredor comprenderá en el acto cuán imposible sería que Dios descansara ahora y gozara de su obra de creación. El cardo y la espina, juntamente con miríadas de otras señas humillantes, testifican que todo el universo gime de dolor y pide a voz en cuello a Dios que trabaje y no que descanse. ¿Puede Dios deleitarse entre las espinas y la maleza? ¿Puede olvidarse de los suspiros y los llantos, los gemidos y las lágrimas, las dolencias y la muerte, la degradación y la ruina de este pobre mundo? ¿Sería posible que Dios descansara en medio de estas condiciones?
Cualquiera sea la respuesta que se dé a estas preguntas, la Palabra de Dios nos enseña que él no ha tenido un sábado desde aquel que se menciona en este capitulo, al terminar la obra de su creación. El día séptimo fue señalado como sábado, y ningún otro. Esta es prueba de que todo quedó terminado. Pero, algo sucedió, la obra de la creación se manchó y el descanso del séptimo día fue interrumpido. Con la caída del hombre, y hasta la hora de la encarnación de su Hijo en el mundo, Dios no dejaba de obrar. Desde la encarnación hasta la cruz, Dios el Hijo obraba. Desde el día de Pentecostés, Dios el Espíritu Santo viene obrando.
Recordamos que Cristo no gozó de ningún sábado durante su permanencia en la tierra. Es cierto que acabó su obra de expiación, dándole una terminación gloriosa en la cruz; pero eso no era todo lo que tenía que hacer. ¿Dónde, pues, paso el sábado siguiente? ¡En la tumba! Sí, lector, el Señor Cristo, Dios manifestado en carne, el «Señor del sábado», el Hacedor y Proveedor de todo el universo, pasó el día séptimo en la negra y silenciosa tumba. ¿Cuál es el significado de esto? ¿Qué es lo que nos quiere decir? ¿Que ese fue día de reposo para él? ¿Podría el Hijo de Dios haber permanecido en la tumba ese día si le hubiese correspondido el derecho de gozar de él en paz y quietud por sentir que no le quedaba más que hacer? ¡Imposible! No necesitamos mejor prueba que el ejemplo del Señor Jesús para indicar cuán imposible es celebrar un sábado. La muerte no es el lugar de descanso para él. Cuando nos paramos junto a esa tumba y encontrarnos allí el cuerpo inerte de Jesús, no hallamos ningún símbolo de sábado o de reposo. El hombre es una criatura caída, arruinada y culpable. Su larga carrera de pecado termina en la crucifixión de su Señor de gloria; y al fin le pone en un sepulcro debajo de la roca, con una inmensa piedra cubriendo la entrada para impedir, de ser posible, su salida.
¿Y qué hacen los hombres ese día en que el Hijo de Dios se halla sepultado? Están observando su sábado. ¡Qué contraste! Cristo en la tumba expiando la culpa de ese mandamiento quebrado, y sus verdugos pretendiendo guardar el día como si nunca hubieran quebrantado ninguno de los mandamientos de Dios. Ese sábado pertenecía al hombre, pero de ninguna manera a Dios. Era un sábado sin Cristo, un día vacío, inútil, impío. El sepulcro estaba blanqueado (Mat. 23:27).
4.2 - El día séptimo no se ha convertido en el primero (o domingo)
Ahora alguien dirá que el día se ha cambiado, llevando consigo todos sus principios y obligaciones. Yo creo que la Escritura no da ninguna base para tal idea. ¿Dónde se encuentra una autorización semejante? Si existiera en la Escritura, debería ser fácil citar el pasaje. Pero el hecho es que no lo hay; al contrario, el Nuevo Testamento sostiene una distinción muy marcada entre el día primero y el día séptimo. Baste referirnos a un solo pasaje. «A la víspera del sábado, que amanece para el primer día de la semana» (Mat. 28:1). No hay ninguna posibilidad de confundir aquí un día con el otro. El primer día de la semana no es un sábado cambiado, sino un día nuevo. Es el primer día de un periodo nuevo y no el último día de un periodo que fenece. El día séptimo se relaciona con la tierra y el descanso terrenal, mientras que el primer día nos relaciona con el cielo y con el descanso celestial.
Esta distinción se funda en un principio radical, y cuando la estudiamos en sus aplicaciones prácticas descubrimos elementos de mucha importancia. Si guardo el día séptimo, pongo de manifiesto que pertenezco a esta tierra y que busco el descanso material de este mundo, el descanso de la 1ª creación. Pero si recibo la iluminación de la Palabra y del Espíritu de Dios, a fin de comprender toda la significación de esta enseñanza, aceptaré esta verdad: la guarda del primer día tiene por objeto ponerme en relación con el nuevo orden celestial, en el cual la muerte y la resurrección de Cristo nos sirven de fundamento eterno. El día séptimo pertenece a Israel y a la vida terrenal, mientras que el primer día de la semana pertenece a la Iglesia y a la vida celestial. Además, a Israel se le mandó que guardase el día séptimo, en tanto que la Iglesia recibe el privilegio de gozar del primer día de la semana. Aquel fue dado para poner a prueba la actitud moral del pueblo de Israel; en cambio este es una evidencia palpable del estado de gracia en que la Iglesia se halla una vez para siempre. Aquel sirvió para indicar cuánto pudo hacer Israel por Dios; este es una declaración de lo que Dios ha hecho por nosotros.
De ninguna manera es exagerado el énfasis puesto al señalar el valor y la importancia del día del Señor, es decir, «el primer día de la semana» que tenemos en el primer capitulo del Apocalipsis. Al referirse al día en que Cristo se levantó de entre los muertos, el texto sagrado manifiesta que el día debe ser guardado no como el que marca la terminación de la obra de la creación, sino el que marca el triunfo final y glorioso de la redención. Por lo tanto, no debemos considerar la guarda del día como cosa de obligación servil, o como un yugo sobre el cuello del cristiano. Debe ser para él un deleite guardar el día como una fuente de felicidad. Y por eso vemos que la Iglesia primitiva lo celebró de tal manera. Era el día en que se reunían para partir el pan en memoria del Señor. En esa época se mantenía la distinción marcada entre ese día y el día séptimo. Los judíos guardaron este último reuniéndose en sus sinagogas para leer «la ley y los profetas». Los cristianos se juntaron el día siguiente para partir el pan. No hay ni un solo pasaje de la Escritura en el que se hable del día primero como «sábado» [2]. Al contrario, los dos, guardados de una manera distinta, eran símbolos de doctrinas muy diferentes.
[2] N. del E.: La palabra hebrea es «sabbat». En español, se traduce sencillamente por «sábado» trátese del día solemne de los judíos o simplemente del séptimo día de la semana. La versión Reina Valera 1960 dice: «día de reposo».
¿Por qué porfiar, pues, en defender aquello que no tiene fundamento en La Palabra? Amemos y honremos el día del Señor con toda reverencia, procuremos –como el apóstol Juan– «estar en el Espíritu» en ese día, hagamos uso de sus horas de descanso para el recogimiento y la meditación, apartándonos por completo de toda obra secular. Pero llamemos el día por su nombre verdadero y démosle su propio lugar, reconociendo cuáles son los principios que le dan su razón de ser y su molde particular. Cuidémonos de sujetar al cristiano bajo una rígida ley de servidumbre, como lo fue la de observar el día séptimo, so pena de quebrantar un mandamiento de Dios. Antes, convidémosle a gozar de un alto privilegio mediante la observancia del día primero. No le hagamos bajar del cielo, donde tiene un verdadero descanso en Cristo, para estar en este mundo maldito y manchado de sangre, donde nadie tiene descanso. No le demandemos que guarde el día en que su Señor estuvo en la tumba, en lugar de celebrar el día en que su Redentor salió de ella (comp. cuidadosamente Mat. 28:1-6; Marcos 16:1-2; Lucas 24:1; Juan 20:1, 19, 26; Hec. 20:7; 1 Cor. 16:2; Apoc. 1:10; Hec. 13:14; 17:2; Col. 2:16).
4.3 - Un reposo venidero
No se crea que hemos perdido de vista el muy importante hecho de que el sábado tendrá que ser celebrado otra vez en la tierra de Israel y en todo el mundo. Seguramente que sí. «Queda un reposo para el pueblo de Dios» (Hebr. 4:9). Llegará el día en que el Hijo de Abraham, el Hijo de David, el Hijo del Hombre asumirá su posición de gobernante de toda la tierra, y entonces amanecerá un sábado glorioso, un descanso no interrumpido por el pecado. Mientras tanto, él es el rechazado, y todos los que le aman tienen que tomar sus lugares con él en su rechazo. Son llamados para que salgan con él fuera del campamento, llevando su vituperio (Hebr. 13:13). Si la tierra pudiera guardar un sábado, no habría lugar para el vituperio. El hecho que algunos procuren convertir el primer día de la semana en sábado es evidencia de su falta de conocimiento bíblico, y pone en claro el error de su posición. Procuran establecer una ley moral que agrade a los deseos de la carne, porque sirve para ensalzar ciertas normas convencionales de conducta moral que el mundo demanda en lugar de una obediencia del espíritu.
Hay muchos que no lo entienden así. No cabe duda de que cristianos muy sinceros observan el sábado concienzudamente, y es nuestro deber respetar sus conciencias, pero esto no impide que les pidamos las pruebas bíblicas que corroboren sus opiniones. No queremos hacerles tropezar ni herir sus conciencias, sino instruirlos en la Palabra de Dios. No nos interesamos ahora por cuestiones de conciencia o convicciones personales, sino por los principios que sirven de base para todo este asunto de la guarda del sábado.
Como ya lo hemos dicho, volveremos a este tema cuando nos ocupemos del capítulo 20 del libro del Éxodo. Digamos aquí solamente, en relación con el día del sábado, que podemos causar mucho daño y pena a hermanos piadosos si, con el pretexto de ser celosos por lo que llamamos libertad cristiana, perdemos de vista el verdadero lugar que el primer día de la semana ocupa en el Nuevo Testamento, y algunos cristianos, únicamente para demostrar su libertad, se ocupan el domingo en trabajos de la semana, con tal actitud y sin ninguna necesidad, constituyen un obstáculo para algunos de sus hermanos. Tal manera de obrar no puede provenir del espíritu de Cristo. Aunque para mí no cometa ninguna equivocación y sienta plena libertad para actuar así, debo respetar la conciencia de mis hermanos, quienes no tienen las mismas convicciones. Además, no creo que los que se conducen así, realmente comprendan los verdaderos y maravillosos privilegios ligados al primer día de la semana. Deberíamos estar agradecidos de sentirnos liberados de toda ocupación y de toda distracción seculares, antes que volvemos a zambullir en ellas voluntariamente con el fin de demostrar que somos libres. En varios países, la ley del estado prohibe trabajar el domingo; pensamos que esto es un efecto de la providencia de Dios y, al mismo tiempo, una gracia para los cristianos; si fuese de otra manera, sabemos bastante bien que el avaro y codicioso corazón de los hombres privaría a los cristianos, tanto como le fuera posible, del precioso privilegio de poder adorar a Dios con sus hermanos el primer día de la semana. Y ¿quién puede decir cuál sería el efecto deletéreo de una ocupación ininterrumpida en los asuntos de este mundo? Los cristianos que, desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la tarde, respiran la pesada atmósfera de las oficinas, de los almacenes, de la fábrica o del taller, pueden hacerse una ligera idea.
Concluyo haciendo una sola pregunta más, dirigida al lector como cristiano sincero que no gusta de rodeos: ¿Cuál está más de acuerdo con todo el espíritu y propósito del Nuevo Testamento: la guarda del sábado como el día séptimo, o la celebración del día primero como el día del Señor?
4.4 - El río del Edén, imagen del río de la gracia
Pasamos ahora a considerar la relación entre el día del sábado y el río que salía de Edén. Esta es la primera referencia al «río de Dios», y es digno de notar que se nos presenta en conexión con el descanso de Dios. Mientras descansaba de su obra creadora, todo el mundo sentía el refrigerio de ese descanso. Habría sido imposible que Dios guardase un sábado sin que la tierra sintiera mil influencias benéficas. Mas ¡ay! La corriente que fluía tan suavemente desde Edén, sitio del descanso terrenal, fue interrumpida en su curso, porque todo el universo sintió el choque producido por el primer pecado, el que causa la pérdida de ese lugar sagrado.
Bendito sea Dios porque ese pecado no puso término a las actividades divinas, sino que las dirigió hacia otra esfera; porque donde quiera que fuese Dios después, en sus operaciones de gracia, el río le seguía. Por ejemplo, le hallamos salvando con mano fuerte y brazo extendido a su hueste redimida, y conduciéndola a través de las arenas del desierto; y allí están las aguas preciosas, no corriendo en Edén, sino brotando de la peña que fue herida (Éx. l7:6), símbolo hermoso de aquello que es la base de esa gracia soberana que satisface hasta las últimas necesidades de todos los pecadores. No es este el río de la creación, sino el de la redención. «La roca era Cristo (1 Cor. 10:4), Cristo herido para satisfacer las necesidades de su pueblo. En su simbolismo, esta peña herida acompaña la otra figura del Lugar Santísimo en el tabernáculo, y las dos son muy hermosas. En un cuadro, Dios es representado como morando detrás de cortinas, y en el otro tenemos a Israel bebiendo diariamente de una roca abierta. Quiera Dios que la lección espiritual de estas dos figuras se grabe más y más en la memoria de todo fiel cristiano.
Si seguimos adelante en el estudio de los caminos de Dios, hallaremos el río otra vez, pero fluyendo por otro canal. «En el ultimo y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:37-38). Aquí se ve que el río brota de otra fuente y pasa por otro lecho, aunque en un sentido es la misma fuente, ya que esta es Dios mismo; pero es Dios en una nueva relación y obrando bajo otro principio. Jesucristo se presenta, en espíritu –fuera del orden natural de las cosas– como la fuente de un río de agua viva, del cual el corazón del creyente tiene que ser el canal que le dé curso. El huerto de Edén se había constituido deudor de toda la tierra, pues se hallaba comprometido a diseminar sus aguas fertilizadoras por todas partes. Después, en el desierto, la roca herida llega a ser deudora de los israelitas sedientos. De la misma manera, ahora, el que cree en Jesús, se halla comprometido a servir de canal para que las aguas refrescantes del Evangelio fluyan por él en beneficio de otros muchos.
El cristiano debe considerarse el conducto por media del cual las múltiples gracias de Dios alcancen a un mundo necesitado. Mientras más abundante sea su ofrenda para sus semejantes, mas abundantemente recibirá para sí mismo, pues «hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza» (Prov. 11:24). De modo que el creyente ocupa un lugar de privilegio especial, y, al mismo tiempo, de gran responsabilidad. Está llamado a ser un testigo constante de la gracia que seexhibe en él y que viene de la fuente de toda gracia y verdad.
Pero la grandeza del privilegio es la medida de su responsabilidad. Si tiene la costumbre de alimentarse de Jesús, no puede menos que manifestarlo. Cuanto más se ocupa de Cristo por medio de la ayuda del Espíritu Santo, cuanto más contempla a su Persona adorable, más y más su vida y su carácter reflejaran las manifestaciones de su gracia. Su fe viene a ser un poder para ayudar a otros, un poder para hacer eficaz su testimonio personal y un poder que santifica todos sus actos de adoración. Por otra parte, si no estamos viviendo por la fe en el Hijo de Dios, que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros (Gál. 2:20), no seremos buenos siervos de Dios, ni fieles testigos, ni verdaderos adoradores. Puede ser que hagamos otras muchas cosas, pero no serán servicios que le sean aceptables a Cristo. Puede ser que hablemos mucho del Evangelio, pero no será un testimonio a favor del Salvador. Puede ser que manifestemos una apariencia de gran piedad y devoción, pero no será un culto aceptable como espiritual y sincero.
4.5 - El río de Dios
Ahora, para concluir, se nos presenta el río de Dios en el ultimo capítulo del Apocalipsis. (Comp. también Ez. 47:1-12; Zac. 14:8). «Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero» (Apoc. 22:1). «Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo» (Sal. 46:4). Aquí hallamos el río en su lecho final. Su fuente no puede ser cambiada, ni hay fuerza que pueda cambiar su cauce. «El trono del Dios» es el símbolo de la estabilidad eterna, mientras que la presencia del Cordera simboliza que la obra de la redención está enteramente consumada y es la base de todo. El trono aquí no simboliza el poder de Dios en la creación, ni en la providencia, sino en la redención. Cuando se dice: «y del Cordero», comprendo que se trata de una obra a favor del pecador. Si se dijera solamente «el trono de Dios», el temor me oprimiría, mas cuando Dios se revela en la persona del Cordero inmolado, el corazón es atraído y la conciencia tranquilizada.
La sangre del Cordero limpia la conciencia de toda mancha de pecado y la libera del temor que de otra manera se sentiría al entrar en la presencia de esa santidad absoluta que demanda la destrucción del pecado. En la obra de la cruz se satisficieron todas las demandas de esa santidad divina, de manera que entiendo mejor la grandeza de esa obra de salvación, toda vez que comprendo con más claridad las demandas de un Dios cuya esencia es una santidad que obra como un fuego consumidor. Mientras más contemplamos ese atributo divino y su manifestación en las leyes que afectan nuestras voluntades como seres morales, se nos revela más y más la importancia de la reconciliación efectuada sobre la cruz. «La gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo» (Rom. 5:21). El salmista dice: «Cantad a Jehová… celebrad la memoria de su santidad» (Sal. 30:4). No podemos hallar satisfacción en la santidad de Dios y darle gracias por su manifestación de ella en el mundo, si no hemos experimentado primero la eficacia de esa reconciliación que él nos manifiesta en la cruz y en la tumba abierta de su Hijo Jesucristo.
4.6 - Responsabilidad de Adán: obedecer
Ahora que hemos seguido la corriente del río de Dios desde el Génesis hasta el Apocalipsis, estudiemos brevemente el lugar de Adán y Eva en Edén. A Adán le hemos considerado ya como el tipo de Cristo –el Segundo Hombre– pero también debemos examinar su posición como hombre e individuo y reconocer cuál fue su responsabilidad personal.
En medio de la escena de Edén, hermoso colmo de la creación, el hombre fue colocado como testigo y para pasar por una prueba. Se le habla de la muerte en medio de la vida. «El día que de él comieres, ciertamente morirás» (v. 17). ¡Qué lúgubre nota! ¡Qué amonestación solemne! Era necesaria, porque la vida de Adán, como ser racional y libre, pendía de un hilo, y ese hilo era la obediencia absoluta. El lazo que le ligaba a Jehová Dios [3] tenía una sola hebra: el cumplimiento de la expresa voluntad de Dios, basado en una confianza completa en Aquel que le había colocado en su elevada posición de dignidad. Confianza, digo, en Su veracidad y en Su amor personal hacia él. No le sería posible obedecer si no podía confiar. Entenderemos mejor esa relación al estudiar los sucesos del tercer capitulo.
[3] N.del E.: Cabe hacer notar que en el capitula 2 del Génesis, la expresión «Dios» es reemplazada por la de «Jehová Dios». Este cambio es muy importante. Cuando Dios actúa respecto del hombre, toma el titulo de «Jehová Dios» (Jehovah Elohim); pero solo cuando el hombre aparece en escena toma el único nombre de «Jehová». A continuación, consignamos algunos de los numerosos pasajes en los cuales este hecho se presenta de manera llamativa.
«Y los que vinieron, macho y hembra de toda clase vinieron, como le había mandado Dios; y Jehová le cerró la puerta» (Gén. 7:16). Elohim iba a destruir el mundo que él había creado, pero Jehová cuidó del hombre con el cual mantenía relaciones.
«Y toda la tierra sabrá que hay Dios (Elohim) en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová (el Eterno) no salva con espada y con lanza; porque de Jehová (el Eterno) es la batalla» (1 Sam. 17:46-47). Toda la tierra debía reconocer la presencia de Elohim; pero Israel debía reconocer los hechos de Jehová, con el cual mantenla relaciones. Finalmente, «Josafat clamó, y Jehová lo ayudó; y los apartó Dios (Elohim) de él» (2 Crón. 18:31). Jehová cuida de su siervo extraviado, pero Elohim, aunque era desconocido por los sirios, actúa en sus corazones incircuncisos.
Quiero hacer al pasar una referencia al contraste entre el testimonio que fue establecido en Edén y el que el mundo ahora tiene. Entonces, cuando todo en derredor rebosaba de vida, Dios le habló al hombre de la muerte; ahora, por el contrario, en medio de la muerte y la ruina, Dios nos habla de la vida. Entonces la amonestación era: «Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (2:17). Ahora la palabra es: «El que cree… vivirá» (Juan 11:25). Así como en Edén el adversario procuró invalidar el testimonio de Dios y hacer que el hombre no creyese esa amenaza en cuanto al resultado de la desobediencia, así ahora el mismo enemigo procura hacer que no se acepte la invitación del Evangelio. Dios había dicho: «el día que de él comieres, ciertamente morirás»; mas la serpiente dijo: «No moriréis» (3:4). Ahora la Palabra de Dios anuncia con toda claridad que «el que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). La misma serpiente procura persuadir a las gentes de que es un absurdo pensar que uno pueda tener la vida eterna ahora, y que, para ser salvo, sea necesario primero hacer todo género de casas y pasar por una multitud de experiencias misteriosas.
Lector, si hasta ahora no ha creído de lleno en la palabra divina, le suplico que permita que la voz del Señor se oiga más fuerte que el silbido de la serpiente. «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Juan 5:24).
5 - Capítulo 3: La caída
Esta porción de nuestro libro nos presenta la disolución de toda la escena que hemos venido contemplando. Está lleno de principios importantes que han sido naturalmente el tema fructífero, en todas las edades, para los que han deseado exponer la verdad en cuanto a la ruina del hombre y el remedio que Dios ha dado para su salvación. La serpiente entra con una pregunta atrevida acerca de la revelación divina, y así ha sido el modelo y el precursor de toda la familia de escépticos que han querido poner en duda la verdad. Todos estos han servido fielmente a la serpiente y han promovido su causa en el mundo por medio de preguntas vanas, las que realmente no deben ser contestadas sino con una firme contra-declaración acerca de la majestuosa autoridad de la Santa Escritura.
5.1 - La serpiente introduce la duda sobre lo que Dios ha dicho
«¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?» (v. 1). La pregunta de Satanás es muy astuta, pero, si la palabra de Dios hubiera morado en abundancia en el corazón de Eva (Col. 3:16), su respuesta podría haber sido directa, sencilla y conclusiva. El mejor modo de hacer frente a las preguntas de Satanás es el de considerarlas maliciosas como él, y rechazarlas con una terminante negativa. Si las admitimos en el corazón, aunque sea por un momento, perdemos la única arma con que vencerlas. Notemos que el adversario no se presenta diciendo: “Yo soy el diablo, el enemigo de Dios, y he venido con el propósito de desvirtuar su autoridad y perderte”. Eso no habría sido compatible con su carácter de serpiente; sin embargo, Eva debió haber advertido ese propósito al oír cómo él procuraba despertar en su mente una duda acerca del mandato de Dios. Si lo que Dios ha dicho lo recibo como cosa que puede ser discutida, cuando sé que Dios ha revelado claramente su voluntad en su Palabra, soy culpable de un acto de incredulidad. El hecho de admitir tal duda en la mente es una prueba de que no estoy capacitado para resistir su influencia malévola. En el caso de Eva, la forma de su respuesta es una evidencia de que ella ya había admitido la posibilidad de dar otra interpretación al mensaje divino. En lugar de repetir, al pie de la letra, la advertencia del Señor, ella agrega algo que revela la existencia de sus propios razonamientos sobre el asunto.
Cuando uno agrega algo a la Palabra de Dios, lo mismo que cuando quita algo de ella, da a entender que la Palabra divina no mora soberanamente en el corazón ni domina por completo la conciencia. Si el cristiano se complace en obedecer plenamente, si su alimento principal es hacer la voluntad divina, si vive diariamente de «toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4), seguramente procurará conocer y estudiar con todo esmero esa Palabra en su forma escrita. No le sería posible descuidarla ni olvidarla. El Señor Jesús, en su conflicto con Satanás, se valió de la Palabra tal como la halló escrita, porque era su costumbre alimentarse de ella y apreciarla como de más valor que su pan diario. No la citó a medias, ni la torció en su aplicación. Eva obra de otra manera. Agrega algo a lo que Dios ha dicho. El mandato era bastante sencillo: de tal árbol «no comeréis». Eva agrega: «ni le tocaréis», para que no muráis. Estas son palabras de Eva y no de Dios. Él no había dicho nada respecto a tocar el árbol. No sabemos si ella torció el mandamiento porque ignoraba su importancia, porque le era indiferente, o porque le parecía injusto lo que Dios exigía, o si todos estos motivos obraban en ella. Pero es fácil ver que Eva se había apartado de una posición segura, basada en la confianza y la sumisión absoluta que merecía la Palabra divina. «Por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos» (Sal. 17:4).
5.2 - El valor de la Palabra de Dios
No hay otra cosa que nos llame más la atención que la Escritura nos señala que ella es digna de la más profunda reverencia y de la obediencia más exacta. Debemos obedecer la Palabra de Dios simplemente porque es su Palabra. Dudar de ella, pese a saber que es el medio por el cual Dios nos habla, es lo mismo que blasfemar su nombre. Nosotros somos criaturas de su mano y él es el Creador. ¿Quién, mejor que él, tiene derecho a demandar obediencia? El escéptico puede decir, si quiere, que prestamos una obediencia ciega cuando no dudamos ni preguntamos, pero nosotros llamamos a eso obediencia inteligente, por cuanto se funda en un conocimiento seguro de que es la Palabra de Dios. Si no tuviéramos esa Palabra, andaríamos en medio de la oscuridad más densa, porque no hay ningún rayo de luz en nuestro corazón ni en el mundo que nos rodea que no emane directamente de esa Palabra pura y eterna. Lo más importante es preguntarnos: ¿Ha hablado Dios? Entonces la obediencia sin reservas se convierte en el acto de la más elevada categoría de que sea capaz la inteligencia, pues cuando el alma percibe que está en contacto con Dios no puede reconocer autoridad más elevada. En la esfera de las relaciones entre Dios y el hombre, ningún hombre o ningún cuerpo de hombres podrá legítimamente arrogarse una autoridad para imponer obediencia a sus decretos alegando como razón la eminencia de su índole personal. Por esta razón tenemos que rechazar las pretensiones de la iglesia de Roma por arrogantes e impías. Al demandar ella una obediencia a su autoridad, usurpa la prerrogativa de Dios, y todos los que le rinden lealtad, se la quitan a Aquel a quien en realidad le pertenece. La iglesia de Roma pretende tomar el lugar de Dios en la conciencia, y eso es blasfemia imperdonable. Cuando Dios habla, no le resta al hombre más que obedecer. ¡Dichoso si lo hace!, pues la incredulidad se esconde detrás de la duda con respecto al carácter de la Biblia como Palabra divina. La superstición se vale de la ignorancia acerca de la autoridad que se atribuye el hombre para esclavizar la conciencia. Las dos procuran quitar de la Palabra divina su derecho a servir al hombre como antorcha segura para dirigirle en el sendero de la obediencia.
Como hemos visto, la bendición de Dios acompaña a todo acto de obediencia. Por otra parte, vemos cómo el alma que vacila en su lealtad a Dios le da ventaja a su enemigo, quien la usará seguramente para hacer que el alma se separe cada vez más de Dios. Por eso es que Satanás, después de sembrar la duda en la mente de Eva con la pregunta: «¿Conque Dios os ha dicho…?», declara abiertamente: «No moriréis» (v. 4). Su primer punto de ataque fue plantear una cuestión que podría discutirse en cuanto a lo que Dios había dicho, o acaso si en verdad había dicho algo o no. El segundo punto es la abierta negación que hace a Dios mentiroso. Esta historia de la astuta táctica de Satanás nos prueba cuán peligroso es admitir en el corazón una duda en cuanto al carácter de la revelación divina o acerca de la plenitud o integridad de su inspiración. El racionalismo [4] actual es un refinamiento de la indisculpable incredulidad del ateísmo, pero es igualmente peligroso, aunque parezca estar lejos de negar la existencia de Dios. Eva no habría admitido, sin protestar, semejante insulto hacia su Dios si no hubiera caído antes en cierta indiferencia y descuido en cuanto a su Palabra. Ella permitió que una criatura pusiese en tela de juicio la palabra de su Creador. La autoridad de esa palabra seguramente había visto menguado de alguna manera su poder sobre su conciencia y su entendimiento.
[4] N. d. E.: Racionalismo: doctrina humana que pretende aceptar de la revelación divina solo lo que puede aceptar la razón humana.
5.3 - La plena inspiración de las Escrituras
Este caso sirve de solemne advertencia a todos los que se exponen al peligro del racionalismo impío de nuestros tiempos. La única protección adecuada contra él es una fe inamovible en la inspiración plena y la autoridad suprema de toda la Escritura. El alma que se refugia detrás de este baluarte tiene una respuesta para toda clase de objeción, sea que provenga de Roma o del racionalismo de Alemania [5]. «Nada hay nuevo debajo del sol» (Ecl. 1:9). El mismo mal que ahora corrompe las fuentes de las ideas religiosas en Inglaterra y en otros países protestantes es el mismo que derribó la fe de Eva en el huerto de Edén. El primer paso en su curso vertiginoso hacia el pecado fue la admisión de la duda encerrada en la pregunta: «¿Conque Dios os ha dicho…?» (3:1). De aquí siguió adelante gradualmente hasta que llegó a postrarse ante la serpiente y a reconocerla como su dios y como la fuente de toda verdad. Sí, lector, la serpiente toma el lugar de Dios y la mentira de la serpiente el lugar de la verdad divina. Así sucedió con el primer hombre y así ha sucedido siempre con toda su posteridad. La Palabra de Dios no halla cabida en el corazón no regenerado porque la ha sustituido la mentira de Satanás. Si examinamos todos sus escondrijos descubriremos que muy bien caben allí las especies de Satanás, pero no cabe la verdad de Dios. He aquí el solemne significado de la advertencia de Jesús cuando dice a Nicodemo: «Os es necesario nacer de arriba» (Juan 3:7).
[5] N. d. E.: De Alemania, es decir del protestantismo sin vida.
Ahora debemos considerar la mentira de la serpiente y los medios que esta empleó para hacer vacilar la confianza de Eva en la verdad de Dios y para ponerla bajo el poder de la “razón” incrédula. Satanás procuró destruir la confianza de Eva en lo que Dios había dicho, haciéndole creer que Él no obraba con amor. Dijo: «Sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (v. 5). En otras palabras: “Hay una verdadera ventaja positiva para los que coman de este árbol, de la cual Dios os desea privar con sus amenazas. No debéis aceptar, pues, su testimonio, puesto que no es posible tener confianza en uno que no os ama, porque si os amara, ¿por qué prohíbe que gocéis de un privilegio positivo?”.
La defensa que habría resistido la influencia de todo este raciocinio falso habría sido un firme reposo en la infinita bondad de Dios. Eva debió haber dicho a la serpiente: “Tengo toda confianza en la bondad de Dios y, por lo tanto, creo imposible que él me haya privado de algún bien. Si el fruto del árbol me fuera de provecho, Dios me lo daría. El hecho de que nos haya vedado el uso de ese fruto es la mejor evidencia de que, en lugar de mejorar, empeoraríamos nuestra condición al comer de ese fruto. No puedo dudar del amor de Dios y estoy persuadida de que ese amor no se esconde detrás de mentiras. Antes, tengo que creer que tú eres el falso, puesto que piensas desviarme de la fuente de toda bondad y verdad. ¡Vete lejos de mí, adversario mentiroso!”. Esta habría sido una respuesta noble. Pero no fue dada. Cuando Eva perdió su confianza en la verdad y el amor, todo se había perdido. Así vemos que, como la mentira de Satanás usurpó el lugar de la verdad de Dios, ya no hay lugar para su amor. El corazón en su estado natural es extraño tanto al uno como a la otra, hasta que haya sido renovado por el poder del Espíritu Santo.
5.4 - Conocer a Dios
Será interesante pasar de este estudio de la mentira de Satanás en cuanto a la verdad y el amor de Dios a la misión de nuestro Señor Jesucristo, quien vino del seno del Padre a fin de revelarnos lo que él es en verdad. «La gracia y la verdad» –las mismas cosas que el hombre perdió en Edén al caer en el pecado– «vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17). La verdad revela a Dios tal como él es, pero esta verdad se revela en unión con la gracia perfecta, y así el pecador descubre, con gran gozo, que esta revelación, en lugar de amenazarle con destrucción, es la base para una «eterna salvación». «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste» (Juan 17:3). Es imposible conocer a Dios sin tener la vida. La pérdida del conocimiento de Dios determinaba la muerte, pero el conocimiento de él es vida. Según esta interpretación, la vida eterna nos es algo enteramente exterior y dependiente solo de Dios y de lo que él es. No importa que uno se conozca a sí mismo muy bien; eso no será la vida eterna. La Palabra no dice: “Esta es la vida eterna, que nos conozcamos a nosotros mismos”. Es cierto que el conocimiento de Dios ayuda mucho a conocernos a nosotros mismos, pero la vida eterna depende de lo primero y no de lo segundo. Conocer a Dios, tal como él es, es la vida, y «los que no conocen a Dios… sufrirán la pena eterna de una perdición, lejos de la presencia del Señor» (2 Tes. 1:8-9).
Es muy importante comprender que aquello que determina el carácter y la condición futura de cualquier hombre es el conocimiento que tenga de Dios o su ignorancia acerca de Él. Esto es lo que marca su carácter aquí y fija su destino en el mundo venidero. ¿Es el hombre malo en sus pensamientos, malo en sus palabras, malo en sus actos? Son los frutos de su ignorancia respecto de Dios. Por otra parte, si el hombre tiene pensamientos puros, practica una conversación piadosa y está lleno de gracia en sus actos, se sabe que todo esto es el resultado práctico del conocimiento que él tiene de Dios. Lo mismo pasa en cuanto a su futuro. El hecho de conocer a Dios es un fundamento sólido de una dicha sin fin en su presencia gloriosa; ignorarle es abrir la puerta para la perdición eterna. Todo depende del conocimiento que tengamos de Dios. Vivifica el alma, purifica el corazón, tranquiliza la conciencia, eleva los afectos y santifica enteramente el carácter y la conducta.
No es de extrañar, pues, que el propósito principal de Satanás fuera privar al hombre de su conocimiento del verdadero Dios. Procuró trocar su imagen representándole como carente de bondad. De aquí nació todo el mal. El pecado puede manifestarse de mil formas y, como quiera que llegue o cualquiera sea el nombre o el disfraz bajo el que se esconda, emana siempre de la misma fuente: la falta de conocimiento acerca de Dios y de su verdadero carácter. El hombre educado que se jacta de su elevada moralidad, el filántropo más benévolo y el ascético más devoto, si carecen de este conocimiento salvador de Dios, estarán tan lejos de la vida y de la santidad verdadera como la ramera y el publicano. El hijo extraviado había pecado tan abiertamente contra su padre y había perdido la comunión con él tanto en el momento en que cruzó el umbral de la puerta para partir del hogar como cuando se hallaba apacentando los cerdos en el país lejano (Lucas 15:13-15). Lo mismo sucedió con Eva: en el momento en que se desprendió de las manos de Dios y se separó de su posición de dependencia absoluta y de sumisión a su Palabra, se entregó al dominio de Satanás y se prestó a su manejo para perdición de la raza humana.
5.5 - Deseos de la carne, deseos de los ojos y vanagloria de la vida
El versículo 6 nos enumera tres tentaciones: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Ellas abarcan todo cuanto hay en el mundo. Estas cosas se presentan tan pronto como Dios se retira del corazón. Si no permanezco en la feliz seguridad del amor y de la verdad de Dios, conociendo su gracia y gozando de su amor y fidelidad, me entrego al gobierno de una o todas aquellas fuerzas destructoras de la vida. Y todas estas son diferentes aspectos del mismo dominio de Satanás. No existe en verdad el libre albedrío del hombre. Si este piensa ser su propio amo, rompe unos vínculos para ponerse bajo el poder de Satanás, a no ser que haya aprendido a entregarse por completo a Dios y a su dirección infinitamente sabia.
Estas, pues, son las tres grandes agencias por medio de las cuales trabaja Satanás: «los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida» (1 Juan 2:16). Por medio de estas cosas el diablo procuró la derrota del segundo Hombre, Jesús, en la tentación. Comenzó con la invitación a que se separara de la dependencia absoluta que debía a Dios diciéndole: «Di a esta piedra que se convierta en pan» (Lucas 4:3). Esto lo pidió, no para que se elevara por encima de lo que era (como el primer hombre quiso hacerlo) sino para que probara la realidad de su naturaleza divina. Luego siguió con el ofrecimiento de todos los reinos del mundo y su gloria. Finalmente le condujo al pináculo del templo, donde le insinuó que se echara abajo repentina y maravillosamente, para admiración de toda la multitud congregada en el templo (Lucas 4:1-13). El objeto de cada una de estas tentaciones era persuadir al Hijo del hombre a que se separara de su actitud de dependencia y de sumisión absoluta a la voluntad de Dios. Todo era en vano. Escrito está fue el arma con la cual este Hombre consagrado se defendió de cada ataque, demostrando que la esencia de su victoria consistía en que se había anonadado a sí mismo. Otros, menos sabios, han pensado en escoger y dirigir sus propios destinos. Cristo entregó su vida, con todos sus destinos, en manos de su Padre.
¡Cuán útil es este ejemplo para los fieles en cualquier circunstancia! Jesús no se apartó de las Escrituras, y en esto consistió el secreto de su triunfo. Sin otra arma que esta misma espada del Espíritu, se puso firme en la lucha y obtuvo la victoria. ¡Pobre Adán! ¡Qué contraste nos ofrece! Todo obraba a su favor, mientras que Cristo halló todo en su contra. Los deleites del huerto, que no dejaban nada que desear, ayudaban a Adán a resistir. Las privaciones del desierto deberían haber obligado al Señor Jesucristo a ceder. El primero fue derrotado, lo que trajo una larga cadena de tristes consecuencias; el Otro, «llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres» (Efe. 4:8). ¡Bendito sea el Dios de toda gracia porque puso nuestra causa en manos de Uno tan poderoso para vencer, tan poderoso para salvar!
5.6 - La conciencia
Preguntémonos a continuación cuáles eran las ventajas que Adán y Eva pensaban recibir de su desobediencia. Esta pregunta nos conduce a un estudio de un punto muy importante en conexión con su caída. Dios había dispuesto que, con su caída en la desobediencia, al hombre se le despertara la conciencia, es decir, que tuviera un conocimiento del bien y del mal. Evidentemente, el hombre no tenía ese conocimiento con anterioridad. No pudo saber nada del mal porque no existía. Vivía en un estado de inocencia porque ignoraba la naturaleza del mal. Al hacer el mal, las conciencias de Adán y Eva se despertaron y su primer fruto fue que el hombre se llenara de temor. La conciencia nos hace cobardes. Satanás había engañado por completo a la mujer. Le había dicho: «Serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (3:5). Pero había suprimido una parte esencial de la verdad: que conocerían el bien sin poderlo hacer y conocerían el mal sin poderlo evitar. Este esfuerzo para mejorar su condición en el sentido moral les hundió en un abismo. Se hicieron esclavos de Satanás, humillados, impotentes y espantados. Sus ojos fueron abiertos, sin duda, pero para contemplar una situación lastimosa: descubrieron que estaban desnudos. Supieron que en su nuevo estado eran desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos (Apoc. 3:17). ¡Qué triste fruto del árbol de la ciencia! ¡Si hubiera sido algún nuevo conocimiento de la excelencia de Dios, alguna nueva luz sobre la maravilla de su bondad para con ellos! ¡Ay, nada de esto! La primera revelación que tuvieron acerca de su nueva condición fue esta amarga verdad: estaban desnudos.
Es bueno comprender esto y ver también a través de este caso el modo de operar de la conciencia, la que primeramente nos convierte en cobardes porque nos revela nuestro estado actual. Muchos están en un error sobre este punto: creen que la conciencia sirve para traernos a Dios. Pero ¿obró así en el caso de Adán y Eva? Seguramente que no. Ni lo hará tampoco en ningún caso mientras el pecado exista en el corazón. No, no obra ni puede obrar así. El conocimiento de lo que yo soy ¿puede traerme a Dios si no va acompañado del consolador conocimiento de lo que Dios es? ¡Imposible! No causará sino vergüenza, descontento con uno mismo, remordimiento, angustia. Podría impulsarle a uno a procurar de alguna manera poner remedio a su condición vergonzosa, pero todos esos esfuerzos, en lugar de ser algo capaz de acercarle a Dios, más bien son hojarasca, usada para ocultarle de nuestra vista. Así pasó con Adán y Eva. El descubrimiento de su desnudez les impulsó, no a buscar a Dios, sino a cubrir su vergüenza. «Cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales» (v. 7). Adán fue el primero en entrar en el largo sendero de la justificación de sí mismo, y un estudio atento de su fracaso nos proporciona mucha instrucción en cuanto al carácter de muchas de las religiones que han estado de moda en diferentes épocas de la Historia. En primer lugar, vemos en este caso, como en todos los demás, que el motivo que impulsa al hombre a procurar un remedio para su condición es el reconocimiento de su desnudez. Pero esa desnudez es el fruto de una condición moral en la que todos los esfuerzos para justificarse son inútiles. Al final uno tiene que presentarse ante Dios con toda la vergüenza de su triste condición y confesarle su absoluta ineptitud para hacer el bien. Nada de lo que hace tiene valor. Es necesario saber y sentir que se está revestido antes de poder hacer aquello que agrada a Dios.
En esto estriba la diferencia entre el verdadero cristianismo y las religiones que los hombres inventan. En aquél, todo procede del cambio efectuado en su naturaleza moral, en tanto que en las otras se comienza con la desnudez del hombre. El primero comienza donde las otras procuran terminar. Todo cuanto hace el cristiano como tal emana del hecho de que ha sido revestido, perfectamente cubierto. Todo lo que los otros “partidarios religiosos” (ya sean integristas o no) hacen, tiene por fin principal cubrir o disfrazar su desnudez. La diferencia es radical. Mientras más investigamos las bases de cualquiera religión humana, más claramente sobresale este punto y se demuestra la insuficiencia de ellas para mejorar el estado moral del hombre y aun de tranquilizar su conciencia. Servirán por algún tiempo como sustituto de la verdad de Dios; servirán bien mientras puedan ser olvidados –o contemplados desde lejos– la muerte, el juicio y la ira de Dios; pero, cuando el hombre se encuentra cara a cara con estas terribles realidades, descubre, para su pesar, que la «cama será corta para poder estirarse, y la manta estrecha para envolverse» (Is. 28:20) y que está procurando cubrirse con algunos «trapo de inmundicia» (Is. 64:6).
5.7 - Desnudez del hombre ante Dios
En el momento en que Adán oyó la voz de Dios en Edén tuvo miedo porque, como él mismo lo confesó: «estaba desnudo» (3:10), y eso a pesar de haberse cubierto con el delantal de hojas. Es claro que ese abrigo no resultaba satisfactorio para su conciencia. Si se hubiera puesto un ropaje de hechura divina no habría tenido miedo. «Si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios» (1 Juan 3:20-21). Ahora bien, si la conciencia humana no queda satisfecha con los esfuerzos artificiales de las religiones falsas, ¡cuánto menos ellos han de agradar a un Dios santísimo! El delantal de Adán no lo ocultó del ojo escudriñador de Dios, y, como no pudo estar en pie delante de él en su estado vergonzoso, huyó y procuró esconderse en el huerto. Así obra siempre la conciencia una vez despierta. Hace que el hombre huya de Dios y crea hallar un escondrijo seguro entre las marañas de una religión falsa, donde piensa que la vista de Aquel no penetra. Así se provee de una defensa miserable por un corto tiempo, pero tarde o temprano tendrá que presentarse ante Dios y, si no tiene otra protección que el conocimiento de su propia insuficiencia, no será librado del temor. Sí, tendrá que sentirse miserable, y solo le faltará gustar de los terrores del juicio de Dios para llegar al colmo de su miseria.
Si Adán hubiera conocido el perfecto amor de Dios no habría tenido miedo. «En el amor no hay temor» (1 Juan 4:17-18). Pero Adán no entendió esto porque había creído la mentira de la serpiente. Se dejó persuadir de que Dios era cualquier otra cosa menos amor y, por lo tanto, pensó en todo menos en buscar la presencia divina. No lo pudo hacer porque había pecado y sentía en su conciencia que Dios y el pecado no pueden conciliarse. Mientras existía el pecado como opresor de la conciencia, era imposible salvar el abismo de separación que le apartaba de Dios (Hab. 1:13). La santidad y el pecado no tienen nada en común. El pecado, dondequiera que se halle, despierta la hostilidad y la ira de Dios.
Pero, ¡bendito sea Dios!, hay algo que considerar además de lo que yo soy, y es la revelación de lo que Dios es, tal como se reveló después de la caída del hombre. Dios no hizo una plena revelación de sí mismo en la creación. En ella manifestó su eterno poder y deidad (Rom. 1:20), pero entonces no declaró todos los profundos secretos de su naturaleza y carácter, y, por lo tanto, se ve aquí el gran error que cometió Satanás cuando quiso vengarse de Dios perturbando su creación. Llegó a ser un instrumento para labrar su propia derrota y para traer confusión y ruina sobre su propia cabeza. La mentira de Satanás abrió la puerta para que se desplegara toda la verdad de Dios. Las obras de la creación nunca podrían haber demostrado esa verdad en cuanto a Él, puesto que en él se halla infinitamente más que el poder y la sabiduría. Es el Dios de amor, de merced, de santidad, de justicia, de bondad, de ternura y de paciencia. ¿En qué esfera podrían desplegarse estos atributos sino en un mundo de míseros pecadores?
5.8 - Dios busca al hombre
En el principio, Dios se dio a conocer en su obra de creación, mas cuando se entremetió la serpiente para manchar esa creación, Dios se reveló como Salvador. Esto se declara con toda sencillez en las primeras palabras que Dios dirige a Adán después de su caída. Y llamó Jehová Dios a Adán y le dijo: «¿Dónde estás tú?» (3:9). La pregunta demuestra dos cosas: primeramente, que el hombre se había perdido, y luego, que Dios había decidido buscarle. Demostró el pecado del hombre y, al mismo tiempo, la gracia divina. «¿Dónde estás tú?». ¡Qué fidelidad y qué compasión! Fidelidad en el hecho de que Dios, por medio de esta pregunta, indica cuál era el estado del hombre; y compasión, porque al mismo tiempo revela, por medio de esta misma pregunta, la verdadera actitud y ánimo de Dios para con el hombre caído. El hombre se había perdido, pero Dios había bajado a buscarle para sacarle de ese escondite entre los árboles del jardín, a fin de que en la confianza gozosa de una nueva fe pudiera hallar otro refugio más seguro en Dios mismo. Esta es la gracia. Crear al hombre del polvo era una cuestión de poder; buscar al hombre en su estado de perdición y salvarlo era una obra de gracia. Aquí tenemos una maravilla: Dios buscando al pecador. ¿Qué puede haber visto el bienaventurado Dios en el hombre que le indujo a buscarlo? Lo mismo que vio el pastor en la oveja perdida, o lo que sintió la mujer cuando buscaba la dracma perdida, o lo que el padre vio en su hijo pródigo y extraviado (Lucas 15). El pecador tiene valor a los ojos de Dios, pero en qué consiste ese valor, solo la eternidad podrá revelarlo.
¿Cuál fue la respuesta del pecador a esta búsqueda fiel y compasiva del Dios bendito? ¡Ay! La respuesta solo sirve para revelar lo hondo del abismo en que el hombre había caído. «Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí» (3:10-12). Aquí le hallamos echando la culpa de su vergonzosa caída a las circunstancias en que Dios le había puesto, como si Dios mismo tuviera la culpa por haberle rodeado de ellas. Así ha hecho siempre el hombre no regenerado. Culpa a todo y a todos, menos a sí mismo. Mas el hombre verdaderamente arrepentido manifiesta un espíritu muy contrario a ese: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal. 51:4), es el lamento del alma contrita. Si Adán se hubiera conocido bien, ¡cuán diferente habría sido su modo de responder! Pero no conoció a Dios ni a sí mismo, y, por lo tanto, echa la culpa, no sobre sí mismo, sino sobre Dios.
Esta, pues, es la terrible situación en la que se halla el hombre. Había perdido todo: su dominio, su dignidad, su felicidad, su inocencia, su pureza y su paz. Todo se le había ido, y lo peor era que quiso hacer que Dios tuviese la culpa. ¡Allí está, un pecador perdido, arruinado y culpable, y, sin embargo, lleno de excusas e injusto en su fingida defensa!
En vista de todo esto, Dios comenzó a revelar sus propósitos de amor y gracia salvadores, y en la acabada obra de Dios el hombre halla al fin la base para la paz y la bienaventuranza. Mientras el hombre no llegue al último de sus propios esfuerzos no puede Dios obrar en la revelación de su plan para salvarle. Es necesario que se limpie el terreno de todos los estorbos que constituyen estas inútiles tentativas humanas, de todas las jactancias y presunciones de los hombres y de todos sus blasfemos razonamientos antes de que Dios se manifieste en la operación de su Espíritu. Así fue que, bajo estas condiciones adversas, mientras el hombre se escondía entre los árboles del huerto, Dios puso en operación todo ese plan maravilloso de la redención apelando a la Simiente herida de la mujer. Aprendamos, pues, esta verdad tan vital para la conciencia: ningún medio humano tiene valor para abrirnos la puerta por la que podamos pasar con confianza y paso firme a la presencia de Dios.
He dicho ya que la conciencia no tiene el poder necesario para traer al hombre a la presencia de Dios. La conciencia de Adán le hizo esconderse entre los árboles del huerto. La revelación del amor de Dios lo hizo salir y buscar su presencia. La conciencia íntima de su estado de desgracia le llenó de terror; el conocimiento de los propósitos de Dios le tranquilizó. Este es el único consuelo que puede traer paz a un corazón cargado de pecados. La comprensión desconcertante de lo que yo soy halla su respuesta de paz en la hermosa revelación de lo que Dios es, y esta es la salvación.
5.9 - Revelación de la gracia de Dios
Hay dos lugares en los que Dios y el hombre tienen que hallarse cara a cara. Uno de estos lugares se encuentra en el terreno de la gracia y el otro en el del juicio, y en ese encuentro se revela claramente el carácter moral de ambos. ¡Felices aquellos que lleguen a ese punto en el terreno de la gracia! ¡Ay de aquellos que tengan que venir a ese encuentro bajo las negras sombras del día de juicio! Dios nos juzga tal como somos, pero su modo de proceder obedece a la ley de su propio carácter inmutable. En la obra de la cruz veo a Dios descender, por su gracia, no solamente hasta el nivel de la humanidad sino hasta el abismo de su estado de perdición, y es esta visión de su gracia la que inspira paz. Si Dios viene a mi encuentro en el lugar de mi desgracia y necesidad, y allí provee, él mismo, un remedio adecuado para mi mal, seguramente no me queda más que hacer sino aceptar su obra de gracia hecha a mi favor. Pero para todos los que no ven en la cruz ninguna manifestación de Dios ni creen en los propósitos de su gracia, queda otra clase de encuentro con él que tendrá irremisiblemente que experimentar los fallos de su juicio justo, en el que él se revelará como Dios santo, y ellos serán revelados también a la luz de la verdad, la que no deja nada encubierto.
Después de que el hombre tiene conocimiento de su verdadero estado, es víctima de un desasosiego eterno que puede dar lugar al descanso solo cuando el alma halla a Dios por medio de su revelación de amor en la cruz y se echa en sus brazos para conseguir perdón. Dios es en verdad el refugio y el consuelo de toda alma creyente. Las obras humanas y todo esfuerzo hecho para obtener una justificación propia quedan así excluidos. Podemos afirmar, sin hacer reserva alguna, que todos aquellos que buscan su descanso espiritual en estos sustitutos ilegales ignoran todavía la verdad acerca de su condición actual. Es imposible que una conciencia, una vez despertada por las acusaciones del Espíritu, se conforme con algo menos que el sacrificio perfecto que el Hijo de Dios le ofrece. Cualquier esfuerzo que tenga por objeto establecer la justicia del hombre nace de una ignorancia completa acerca del carácter de la justicia divina. El testimonio divino con respecto a la simiente de la mujer tenía que probar a Adán lo inútil e inservible que era el delantal de hojas. La grandeza del plan de Dios es la mejor evidencia de que ningún esfuerzo humano valdría para efectuar una cosa semejante. Era necesario que el pecado fuese deshecho. ¿Lo pudo hacer el hombre? Ahora no, porque él acababa de abrirle la puerta. Era necesario que la cabeza de la serpiente fuese herida. ¿Lo pudo hacer el hombre? No, porque acababa de hacerse esclavo de la serpiente. Era necesario que las demandas de la justicia divina fueran satisfechas. ¿Lo pudo hacer el hombre? No, porque acababa de pisotearlas sin excusa. Era necesario que la muerte fuera abolida. ¿Lo pudo hacer el hombre? Su desobediencia acababa de entronizarla y darle un aguijón con que azotar al hombre continuamente.
Así vemos que, desde cualquier lado que estudiemos la situación, no hallamos nada a favor del hombre; solo comprobamos que está enteramente sin recursos e impotente y, al mismo tiempo, y como consecuencia natural de ello, vemos también la insensatez y presunción de todo esfuerzo humano que procure ayudar a Dios en su estupenda obra de la redención. Entendámoslo bien: el único camino de la salvación es la gracia y la fe en Dios, quien lo hace todo.
5.10 - Cristo, la simiente de la mujer
Sin embargo, aunque Adán comprendió por la gracia de Dios que nada de lo que él hiciera valdría para lograr la milésima parte de lo que se debía hacer, Dios quiso efectuar la salvación del hombre, en forma completa, por medio de la simiente de la mujer. Vemos en esta historia que Dios resuelve obrar independientemente del hombre. Entra en disputa directamente con la serpiente y, aunque no deja al hombre sin castigo, sino que le obliga a llevar la carga de su desobediencia y a segar como individuo el fruto amargo de su pecado, a la serpiente le pide cuenta, y le dice: «Por cuanto esto hiciste» (v. 14) serás castigada. La serpiente fue el origen de la ruina; la simiente de la mujer había de ser la fuente de la redención. Esto lo oyó Adán y lo creyó, y, conforme a la confianza de su nueva creencia, llamó a Eva «madre de todos los vivientes» (v. 20). Este fue el primer precioso fruto de la revelación divina. Si hubiera considerado la perspectiva que se abría en la tierra maldita a causa del pecado, bien podría haberla llamado “madre de los moribundos”, mas, teniendo fe en la Palabra de Dios, ella llegó a ser «madre de todos los vivientes». Otra mujer después llamó a su hijo «Benoni» (el hijo de mi dolor), pero su padre le llamó Benjamín (hijo de mi diestra) (Gén. 35:18).
Debemos entender que en la terrible lucha que Adán tuvo que librar, su fe en esta promesa le sostuvo constantemente. Dios le manifestó su misericordia permitiéndole que presenciara la condenación de la serpiente antes de oír el fallo contra él mismo. De otra manera no podría haber soportado su desesperación. Nos desesperamos cuando estamos obligados a contemplarnos a nosotros mismos sin que se nos permita a la vez mirar a Dios y conocerle tal como se ha revelado en la cruz para nuestra salvación. Ningún hijo de Adán podría comprender toda la realidad de su estado de perdición sin sentirse abrumado, a menos que quedara a su alcance el refugio de la cruz. De ahí que en aquel sitio al cual serán finalmente confinados todos los que rechazan a Cristo no habrá lugar para la esperanza. En esa región se les abrirán los ojos para contemplar la realidad de su estado pecaminoso y la fealdad de sus actos, pero entonces no les será posible hallar refugio y descanso en Dios. El carácter inmutable de Dios les envolverá en la perdición inevitable, así como ese mismo carácter ahora puede ser causa de la salvación eterna. La santidad de Dios se opondrá eternamente a ellos en aquel entonces, como se ofrece ahora cual segura base de regocijo para los que creen en él. Mientras más comprenda yo la santidad de Dios, más seguro debo estar de la eficacia de su remedio para mi pecado. Pero, en el caso de los perdidos, esa misma santidad será la razón inequívoca de su condenación. ¡Qué pensamiento tan solemne! ¡Ojalá todos lo meditemos!
5.11 - Túnicas de pieles
Consideraremos ahora brevemente la verdad presentada en el pasaje que dice: «Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (v. 21). Aquí tenemos tipificada la gran doctrina de la justicia divina. La ropa que Dios proveyó ofrecía un abrigo amplio, porque él mismo lo había hecho; el delantal de Adán no le servía, precisamente porque él mismo lo había confeccionado y se lo había puesto. Además, la ropa que Dios le dio resultó del derramamiento de sangre. No así el delantal de hojas. De igual manera, la justicia de Dios se manifiesta en la cruz, mientras que la pretendida justicia del hombre se manifiesta en las obras imperfectas y pecaminosas de sus propias manos. Al estar vestido con la ropa de piel, no le era posible decir: “Estoy desnudo”, ni había necesidad de esconderse. El pecador puede estar en paz si por la fe puede decir que Dios lo ha vestido. Contentarse de otro modo sin conocer por la experiencia personal esa obra divina, sería la presunción de la ignorancia. Después de que yo reconozca que el vestido con que he de presentarme delante de Dios es uno que él mismo preparó y me dio, puedo gozar de paz. Es inútil pensar en otro descanso, cualquiera sea su origen.
5.12 - El árbol de la vida inalcanzable
Los últimos versículos de este capítulo están muy llenos de enseñanzas preciosas. El hombre caído tiene que ser privado del fruto del árbol de la vida, porque si de él comiera, sufriría miserias interminables. La prolongación de la vida física en la tierra por comer del árbol de la vida, sin poder escapar de las condiciones actuales que el pecado ha producido en nosotros, sería una maldición y no una bendición. El árbol de la vida puede ser gustado solo en la vida de resurrección; vivir para siempre en el débil tabernáculo de la carne, preso en un cuerpo corrompido por la maldad, sería un castigo demasiado grande para ser soportado. «Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida» (v. 24). Le echó de Edén al mundo de cardos y espinas, donde se veían todos los lamentables resultados de la caída. Los querubines y la espada encendida se interpusieron para impedir que el hombre extendiese la mano y tomase del árbol de la vida. Pero, la promesa divina servía de rótulo para indicar el camino que llevaría a Cristo, la simiente de la mujer hacia la cruz y la resurrección, cuya obra abriría paso hasta aquel paraíso en el cual el hombre estará libre del poder del pecado y de la muerte.
Así sucedió, pues, que Adán fue un hombre más feliz y seguro fuera de los límites del paraíso de lo que lo había sido estando dentro de él. De modo que en la primera forma de vida –la inocencia– su felicidad dependía de su propio esfuerzo, mientras que, en esta otra vida, fuera del paraíso, su felicidad dependía de Otro, quien no era sino el mismo Cristo prometido. Al dirigir la vista a los querubines con su espada de fuego, le era posible bendecir la mano que los había puesto allí «para guardar el camino del árbol de la vida» (3:24), por cuanto esa misma mano le había abierto «camino nuevo y vivo» hasta el Lugar Santísimo. «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6, y Hebr. 10:20). Al conocer todo esto, el creyente ahora puede transitar confiado por este mundo que gime tristemente bajo la maldición y en el que se ven tantas huellas de pecado. Ya tiene abierto el camino hasta el seno del Padre, donde por la fe puede reposar íntimamente, consolado por la bendita seguridad de que Aquel que le ha conducido hasta este lugar prometido se ha adelantado para prepararle otro lugar entre las muchas moradas de la casa de su Padre, y que volverá para recibirle en la gloria del reino del Padre. Así, en el seno, en la casa y en el reino del Padre, el creyente halla ahora su descanso, su hogar futuro y su glorioso galardón.
6 - Capítulo 4: Caín y Abel: diferente actitud de dos pecadores ante Dios
6.1 - Un hombre mundano y un hombre de fe
Al abrir cada nueva porción de este libro del Génesis, se renueva en nosotros la idea de que estos capítulos son la sementera de todas las doctrinas bíblicas, y que ellos encierran a la vez los fundamentos de toda la historia de la humanidad.
Así, el capítulo 4 nos ofrece, con la historia de Caín y Abel, los primeros ejemplos del hombre mundano y del hombre de fe. Nacieron fuera de Edén y eran, por supuesto, los hijos de padres en su estado caído, y, por lo tanto, no hubo nada en sus condiciones naturales que distinguiera al uno del otro. Los dos eran pecadores y habían heredado una naturaleza pecaminosa. Es necesario admitir esto para ver con claridad la realidad de una operación de gracia en uno de los dos casos que no la hubo en el otro. De lo contrario, la historia no nos será inteligible. Si la diferencia entre las acciones del uno y del otro se explica por medio de alguna diversidad en sus temperamentos, entonces se debe entender que no eran participantes de la naturaleza caída de sus padres, ni participantes de las consecuentes circunstancias de esa caída, y, por lo tanto, no habría podido haber lugar para la manifestación de la gracia por parte de Dios ni para el ejercicio de la fe por parte de Abel.
Algunos enseñan que todo hombre nace con cualidades y facultades que, en caso de ser bien usadas, le capacitarán para volver a Dios. Esto lo dicen en contradicción directa con lo que se anuncia claramente en esta historia. Caín y Abel nacieron, no dentro, sino fuera del paraíso. Eran hijos, no de Adán en su inocencia, sino de Adán en su pecado. Habían entrado en el mundo hechos ya partícipes de la naturaleza de su padre, y poco importaba bajo qué faz de su naturaleza manifestaron sus caracteres particulares como individuos. No por eso dejaban de tener la naturaleza de Adán, la naturaleza humana corrompida que de por sí era incapaz de hacer el bien. «Lo que es nacido de la carne, carne es»; no una cosa carnal, sino carne en toda su esencia «y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es»; no simplemente espiritual, sino espíritu en su esencia (Juan 3:6).
Si ha habido alguna vez una buena oportunidad para que todas las cualidades, capacidades, alcances y tendencias de la naturaleza humana tuvieran amplio lugar para su manifestación, las vidas de Caín y Abel contaron con ella. Si hubiera existido en la naturaleza algo con lo cual el hombre pudiera haber recobrado su inocencia perdida y logrado ganar otra vez la entrada al Edén perdido, este era el momento en que ello debía haberse desplegado. Pero no hubo ninguna indicación de esta clase. Los dos eran hombres perdidos, hombres carnales que habían trocado su inocencia por actos de transgresión. Adán perdió su inocencia y no la pudo recobrar. Es necesario contemplarlo como la cabeza caída de una raza caída, la que, por la desobediencia de él, fue hecha pecadora (Rom. 5:19). Llegó a ser en su persona la fuente contaminada de la cual han brotado todas las inmundas corrientes de la humanidad arruinada y culpable, el tronco muerto del cual han salido todas las ramas de una humanidad muerta, es decir, muerta en cuanto a las cosas morales y espirituales.
Es cierto que Adán mismo, como lo hemos dicho, fue objeto de la gracia, el poseedor y el demostrador de una fe viva en el Salvador prometido, pero no hubo en eso nada natural, sino algo que era enteramente divino. Y, por cuanto no era cosa natural, no le era posible comunicarla a su familia por los medios naturales. La gracia no es hereditaria. Adán no pudo legar ni engendrar su fe en Caín y Abel. Su propia posesión de fe era el fruto del amor divino, plantada en su corazón por el poder divino, pero no estaba en poder de la naturaleza para comunicarla a otro. Todo aquello que era natural en Adán, él lo pudo engendrar en sus hijos, pero nada más que eso, y, dado que él como padre estaba en una condición de ruina, sus hijos tuvieron que nacer en el mismo estado. Tal como sea el que engendra, así han de ser los engendrados. Era preciso que participasen de la misma naturaleza. «Como el terrenal, así también los terrenales» (1 Cor. 15:48).
6.2 - Las dos naturalezas
Es de mucha importancia que se evite todo error al explicar esta doctrina de la responsabilidad de Adán. El lector debe leer con cuidado el pasaje de Romanos 5:12-21, en el cual verá que el apóstol dispone a toda la raza humana en dos categorías. No es mi propósito comentar el pasaje, sino simplemente referirme a él en conexión con lo expuesto. El capítulo 15 de la primera Epístola a los Corintios nos enseña la misma doctrina. Del primer hombre tenemos, como frutos de la desobediencia, el pecado y la muerte. Del segundo Hombre tenemos, como frutos de su obediencia, la justificación y la vida. Como se deriva la naturaleza del uno, también se deriva la del Otro. Sin duda cada naturaleza desplegará en los casos particulares sus propias energías, y manifestará en cada individuo que la posea sus poderes particulares. Sin embargo, no faltarán las evidencias positivas que determinen cuál de las dos naturalezas predomina.
Ahora bien; como el modo de derivar la naturaleza del primer hombre es el de la generación natural, de la misma manera se ha de derivar una nueva naturaleza del segundo Hombre por medio de un nuevo nacimiento. Toda vez que hemos nacido en la carne como hijos de Adán, participamos de su naturaleza carnal. Al nacer de nuevo participaremos de la naturaleza del nuevo Progenitor. Un recién nacido, aunque es incapaz de realizar un acto semejante al que causó la caída de Adán, participa, sin embargo, de la misma naturaleza de él. Así también el recién nacido en Jesús –el alma regenerada–, aunque no toma parte alguna en la obra divina por medio de la cual el Salvador guardó una obediencia perfecta, llega a ser partícipe de su naturaleza divina. Así como es cierto que esa naturaleza humana produce inevitablemente el pecado, igualmente cierto es que la otra naturaleza obra la justicia. El pecado es del hombre, la justicia es de Dios. Pero en todo caso ese pecado y esa justicia se manifestarán como elementos inherentes a la naturaleza de la que emanan. El hijo de Adán participa de la naturaleza de su jefe (o cabeza) en todas sus maneras de pensar, sentir y obrar, y el hijo de Dios, de igual manera, participa de la naturaleza divina en sus modos de obrar, sentir y pensar. La primera naturaleza es así porque ha sido engendrada de la voluntad de hombre, la segunda obra de conformidad con la voluntad de Dios (Juan 1:13). Santiago nos dice que «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad» (Sant. 1:18).
De todo esto se deduce que Abel no era diferente de Caín en su naturaleza moral. La distinción entre uno y otro no tuvo su origen en su naturaleza ni en las circunstancias que les rodeaban, pues en estas cosas no hubo diferencia (Rom. 3:22). ¿A qué se debió, pues, que hubiese tan gran contraste en sus obras? La respuesta es muy fácil, porque el Evangelio de la gracia de Dios lo explica todo. La diferencia no estriba en la distinta naturaleza de los dos hombres, ni en la educación u otras circunstancias, sino solo en la naturaleza de las ofrendas que presentaron. Aceptará esta interpretación sin murmuración toda persona que sienta que ella misma es pecadora y que reconozca que participa de una naturaleza contaminada. Para todo hombre arrepentido, la historia de Abel señala claramente el único modo de acercarse a Dios y de tener relaciones con él. Le enseña que le es imposible tener acceso a Dios basándose en elementos que existen en su propia naturaleza, y que, en cambio, le es necesario buscar el medio de acceso en algo que está fuera de sí mismo, es decir, en la persona y la obra de Otro, la cual tiene que ser el único punto de contacto posible con un Dios santo, justo y verdadero. En el capítulo 11 de Hebreos, hallamos este comentario que nos presenta el asunto con toda claridad: «Por la fe Abel ofreció a Dios un mejor sacrificio que Caín; mediante el cual se le dio testimonio de que era justo, atestiguando Dios respecto a sus dones; y mediante ella, incluso muerto, aún habla» (Hebr. 11:4). Aquí se nos dice claramente que la diferencia entre los dos hombres no consistió en el carácter de cada uno de ellos, sino en el de sus holocaustos; no era una diferencia entre los adoradores, sino entre su modo de adorar. No necesitamos de sutilezas para comprender esta diferencia, y, si aceptamos el sencillo testimonio del texto sagrado, descubriremos una verdad cuya importancia es imposible exagerar.
6.3 - La ofrenda de Caín: el fruto de la tierra
Vamos, pues, a examinar las cualidades de estas dos ofrendas. El texto dice así: «Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya» (Gén. 4:3-5). La diferencia entre la una y la otra es muy clara. Caín ofreció a Jehová el fruto de la tierra maldita, y eso sin ninguna sangre con que expiar esa maldición. Presentó un sacrificio incruento, simplemente porque no tuvo fe en otra clase de sacrificio. Si se hubiera posesionado de la doctrina divina habría sabido que desde el principio «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Esta doctrina es fundamental. «La paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). Caín era pecador, y entre él y Dios se interponía la muerte. Sin embargo, en su ofrenda no confesó esa verdad. No presentó, en lugar de su vida, otra sacrificada en reconocimiento de las demandas de la santidad y en reconocimiento, también, de su propia falta en ese particular. Trató a Dios como si hubiese sido otro igual a él, que podría aceptar la ofrenda del campo maldito y pasar por alto el pecado no confesado de Caín.
Todo esto, y más aun, encierra el acto no autorizado de Caín al ofrecer su sacrificio incruento. Desplegó la más imperdonable ignorancia con referencia a tres cosas:
- las demandas divinas,
- su propio carácter y condición como pecador perdido y condenado,
- el verdadero estado de la tierra cuyo fruto trajo en ofrenda.
El razonamiento humano se puede resumir con esta pregunta: “¿Qué ofrenda mejor y más aceptable hay que el producto de la labor de las manos y del sudor de la frente?” Así, de veras, piensa el corazón humano y aun el ánimo religioso, pero Dios no razona así, y la fe procura ponerse de acuerdo con los pensamientos de Dios. Dios ha enseñado (lo que la fe acepta) que se necesita el sacrificio de una vida para abrir el paso hasta la presencia inmaculada. Así es que, cuando contemplamos el ministerio de nuestro Señor Jesús, vemos que, si no hubiera muerto en la cruz, todos sus servicios habrían sido inútiles para establecer en favor de la humanidad una base de comunión con Dios. Es cierto que hacía «el bien» (Hec. 10:38) durante toda su vida, pero solo por su muerte rasgó el velo (Mat. 27:51). Ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Si hubiera seguido hasta el día de hoy yendo por todas partes «haciendo el bien», el velo habría permanecido entero y habría seguido siendo una barrera infranqueable para el adorador que buscara el Lugar Santísimo.
Así nos consta que Caín edificó sobre fundamento de arena cuando procuró acercarse a Dios por medio de sus ofrendas. Un pecador no perdonado que entra en la presencia de Dios trayendo su sacrificio vegetal se hace culpable de la más gran presunción. Es cierto que había trabajado para producir su ofrenda, mas ¿de qué le valió eso? ¿Podría la labor remover la maldad del pecado? ¿Podría el trabajo satisfacer las demandas de la santidad divina? ¿Podría ser la base para que Dios la aceptara? ¿Podría anular o expiar la pena que el pecado había merecido? ¿Podría quitarle a la muerte su aguijón y a la tumba su victoria? ¿Podría hacer una sola de todas estas cosas? ¡Imposible! «Sin derramamiento de sangre no hay perdón». La ofrenda vegetal de Caín, como todo otro sacrificio incruento, no solamente no tenía valor, sino que en realidad era una abominación a los ojos de Dios. Su acto demostró su ignorancia, no solamente en cuanto a su propia condición, sino al carácter divino. Dios «ni es servido por manos de hombres, como si necesitase algo» (Hec. 17:25). Pero Caín obró como si hubiera podido abrirse camino hacia Dios por medio del producto de la tierra. Hay muchos que piensan lo mismo todavía. Caín ha tenido sus millones de imitadores en todo tiempo. El culto de Caín es el culto universal. Es el culto de todos aquellos que no se arrepienten, de los inconversos que tienen la necedad de inventar otro sistema de religión fuera de aquel que Dios reveló.
El hombre natural piensa que Dios debe recibir algo de sus manos, olvidándose que para Dios también «más dichoso es dar que recibir» (Hec. 20:35) y que sin duda Dios merece la posición de mayor bendición. «Sin controversia, el menor es bendecido por el superior» (Hebr. 7:7). ¿Quién ha dado a Dios primero (Rom. 11:35) para que Él tenga? Dios está dispuesto a recibir una ofrenda muy insignificante del corazón que ha aprendido antes el significado profundo de la verdad encerrada en la petición de 1 Crónicas 29:14: «de lo recibido de tu mano te damos». Pero, si el hombre pretende ocupar otra posición y dar a Dios de lo que llama suyo, se le responde: «Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti» (Sal. 50:12). Dios «no es servido por manos humanas, como si necesitase algo; puesto que es él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hec. 17:25). El gran Dador de todas las cosas no puede tener necesidad. La alabanza es la única ofrenda nuestra que le podemos traer, y esto solo después de un conocimiento bien fundado de que nuestros pecados han sido perdonados, y este conocimiento depende, a su vez, de una fe cierta en la eficacia de la expiación hecha a nuestro favor.
Convendría que el lector se detuviese aquí para leer y meditar los pasajes siguientes: Salmo 1; Isaías 1:11-18, Hechos 17:22-34. En todas estas citas se nos presenta la verdad en cuanto a la verdadera posición del hombre delante de Dios y la única base para el culto.
6.4 - El sacrificio de Abel: los primogénitos de sus ovejas
Vamos ahora a considerar el sacrificio de Abel. «Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas» (v. 4). En otras palabras, comprendió la verdad gloriosa de que se había abierto un camino hasta Dios por medio de un holocausto; que Dios había convenido en que, por medio de la muerte de otro, se cubriese el pecado y sus consecuencias; y que las demandas de la naturaleza y el carácter del Dios santo fuesen satisfechas mediante la sustitución hecha por una víctima inmaculada, la que debía recibir en su persona la pena que el pecador merecía. Esta es la doctrina de la cruz, la única que Dios ha autorizado, en la cual la conciencia del pecador puede hallar reposo, y la única con la que Dios es glorificado.
Todo pecador cuyo corazón Dios ha tocado siente que tiene frente a sí la muerte y el juicio, justa recompensa de sus obras. Siente, al mismo tiempo, que no le queda ningún remedio que sea eficaz para cambiar la situación y su destino. Puede trabajar y afanarse hasta el extremo; puede producir con el sudor de su frente una ofrenda que le parezca digna; puede hacer votos y consagrarse de nuevo a una vida de obediencia; puede cambiar por completo su modo de vivir, modificando totalmente su conducta exterior; puede ser reservado, moral, y justo; puede llenar todas las condiciones de lo que llamamos una vida religiosa, aunque carezca de la fe salvadora; puede hallar placer en la lectura de la Biblia, en la oración y en los sermones; en fin, puede llegar a la altura de las hazañas más nobles en la vida moral y, sin embargo, permanecer bajo la sentencia de la muerte y del juicio. Todos sus esfuerzos no podrán remover de su horizonte esas dos nubes negras. Allí están y allí le esperan, y no le queda más recurso que aguardar que la terrible tempestad se desate sobre su cabeza. Es imposible que cualquier obra del hombre le haga triunfar sobre estos enemigos y le salve de sus demandas. Al contrario, todas sus obras solo sirven para amontonar sobre su cabeza las penas de sus faltas.
Pero en este trance fatal se le presenta una vía de escape por medio de la cruz. En ese sacrificio, el pecador arrepentido puede hallar un remedio que Dios mismo ha proveído para remover su pecado y su culpabilidad. En ese sufrimiento del sustituto puede ver una transformación admirable. La muerte y el juicio dan lugar a la vida y a la gloria. Cristo satisfizo por completo todas las demandas de la justicia divina. «Quien abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el evangelio» (2 Tim. 1:10). Glorificó a Dios al deshacer aquello que podría habernos separado de él para siempre. Anuló «el pecado» (Hebr. 9:26). ¿Dónde está este, pues? Quedó abolido, borrado. Todo esto se simbolizó en el holocausto «un mejor sacrificio» de Abel. Este no hizo ningún esfuerzo para aminorar su culpabilidad u ocultar la verdad en cuanto a su pecado. No procuró desviar la espada llameante para forzar la entrada al huerto y llegar hasta el árbol de la vida. No pretendió agradar a Dios por medio de ofrendas vegetales con sus perfumes y colores delicados. Nada de eso. Se presentó delante de Dios como pecador y, reconociendo su culpabilidad, presentó la vida inocente de su víctima para que esta cubriera sus faltas y para demostrar su reconocimiento de la santidad absoluta de Dios, quien aborrece el pecado. Ninguna cosa podía ser más sencilla. Abel mereció la muerte y el juicio, pero se salva porque se vale de un sustituto.
De la misma manera toda alma débil y acongojada que reconoce su propia condenación busca un modo de escapar del juicio y lo halla en un Sustituto, Cristo, el sacrificio por excelencia, quien toma su lugar en todo sentido. El pecador, cual Abel, siente la impotencia y la nulidad de toda ofrenda vegetal, aunque sean los mejores frutos que la tierra haya producido, porque la conciencia dice que «la paga del pecado es muerte» y que «sin derramamiento de sangre no hay perdón». Los frutos más ricos, las flores más fragantes, en la mayor profusión, no quitarán ni una sola mancha de la conciencia. Del mismo modo, nada, sino solamente el sacrificio inmaculado del Hijo de Dios, podrá traer reposo a la conciencia despertada. Todo aquel que, por la fe, echa mano de esta bendita realidad divina gozará de una paz que el mundo jamás podrá quitarle. Es el acto sencillo de aceptar esta verdad el que constituye el ejercicio de la fe, por medio del cual el alma se posesiona de la paz salvadora. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). «Por la fe Abel ofreció a Dios un mejor sacrificio que Caín» (Hebr. 11:4).
No es, pues, una cuestión de sentimiento, como muchos desean considerarla. Es enteramente cuestión de creer y aceptar un hecho consumado, creencia que llega a arraigarse en el corazón por la operación del Espíritu Santo. Esta fe se debe distinguir de un sentimiento natural e impulsivo que pudiera conmover el corazón, como también se debe diferenciar de una conclusión lógica del entendimiento. Los sentimientos no son la base de la fe. Los actos de la inteligencia no lo son tampoco. La fe es algo más que una aprobación mental dada en apoyo de cierta proposición. Cuidémonos aquí de un error que podría ser fatal en sus consecuencias. No debemos reducir a elementos meramente humanos aquello que es, en su esencia, una obra divina. No rebajemos hasta el nivel del hombre una cosa que en realidad tiene su origen en Dios. La fe no es una cosa que pueda existir en el corazón hoy y desaparecer mañana. Es un principio imperecedero, que emana de una fuente eterna, de Dios mismo, puesto que depende de la aprehensión de una verdad divina que se revela y se desarrolla en el corazón bajo el influjo de su Espíritu, el que obra personalmente sobre nuestro ser por medio de todas sus facultades y que pone al alma en comunicación directa con Dios.
El mero sentimiento o emoción nunca podrá subir más arriba de su fuente, que es el alma humana. La fe salvadora tiene que ver con Dios y su Palabra eterna, sirviendo como una cadena viva que une el corazón que la abriga con el Dios que la inspira. Todos los sentimientos humanos, por más conmovedores que parezcan, todas las emociones humanas, por más intensas que sean, no nos pueden llevar a Dios. No son ni divinos ni eternos, sino que son humanos y pasajeros. Son como la calabacera de Jonás, que brotó en una sola noche y volvió a perecer en una noche. No es así la fe. Este principio vital, tan precioso para el bienestar del alma, participa de todo el valor, como también de toda la realidad y eficacia de la fuente de la que emana, y se arraiga una vez para siempre en el alma que es el objeto de sus propósitos. Esta fe justifica al alma (Rom. 5:1); purifica el corazón (Hec. 15:9); obra por medio del amor (Gál. 5:6), y vence al mundo (1 Juan 5:4). Los sentimientos y las emociones nunca serían capaces de producir tales resultados. Pertenecen a la tierra y a la naturaleza humana. La fe pertenece a Dios y al cielo. Aquellos se ocupan del yo mismo, mientras que esta se ocupa de Cristo. Aquellos miran hacia abajo y hacia el interior del corazón, mientras que la fe nos hace alzar la vista hacia Dios. Aquellos dejan el alma en la duda y la oscuridad; esta la conduce a la luz y a la paz. Aquellos tienen que ver con una condición naturalmente vacilante e insegura; esta nos pone en contacto con la verdad inmutable de Dios y con el sacrificio perdurable de Cristo.
No queremos negar que la fe produzca sus sentimientos intensos, sentimientos espirituales y emociones sinceras, pero no hemos de confundir nunca los frutos de la fe con la fe misma. No me justifico porque tengo este o aquel sentimiento ni porque mi fe produce sentimientos, sino simplemente porque tengo fe. ¿Qué es, pues, la fe? La fe cree a Dios cuando habla, acepta su palabra como final y convincente, reconoce que es Dios el que se le revela en la persona y en la obra divina del Señor Jesucristo. Comprender a Dios tal como es, es la suma de toda bendición en la vida presente y en todo el porvenir. Cuando el alma busca y halla a Dios, ha descubierto todo lo que necesita en esta vida y en la venidera. Pero Dios puede ser conocido y hallado solo en la revelación que de sí mismo ha hecho y por medio de la fe que él mismo engendra y que se ejercita sobre esa revelación como el objeto de su creencia.
6.5 - Un más excelente sacrificio
Todas estas consideraciones nos ayudan a comprender algo del significado y de la virtud de la declaración que hemos hecho: «Por la fe Abel ofreció a Dios un mejor sacrificio que Caín» (Hebr. 11:4). Caín no tuvo esta fe y, por lo tanto, no trajo sacrificio cruento. Abel tuvo fe y, por lo tanto, ofreció la sangre y la grosura que tipifican tanto la vida como la excelencia innata de la persona de Cristo. La sangre era tipo de la vida, y la grosura lo era de la perfección del gran arquetipo. Se prohibía comer tanto de la una como de la otra en la economía mosaica. La sangre era la vida, y el hombre bajo la ley no merecía ya la vida. Pero en Juan (cap. 6) se nos dice que, si no bebemos la sangre de Cristo, no tendremos vida en nosotros, pues Cristo es la vida. No hay ni una chispa de vida espiritual fuera de él. Todo lo que está fuera de Cristo está muerto. «En él había vida» (Juan 1:4), y en ningún otro.
Él entregó su vida en la cruz, y a esa vida se le imputó, por la ley de la sustitución, el pecado del hombre, de manera que el pecado se clavó en la cruz juntamente con la Víctima bendita. Al entregar, pues, la vida, el Señor Jesús entregó al mismo tiempo el pecado que se le adjuntó, de manera que este fue deshecho eficazmente y quedó enterrado en la tumba que presenció su muerte. De ella se levantó triunfante y sin pecado, con el poder de una vida nueva, a la cual se vincula la justificación, como el pecado se había vinculado a la vida que se expió en la cruz. Así se nos facilita la explicación de aquella expresión que nuestro Señor usó después de la resurrección: «Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lucas 24:39). No dijo: “carne y sangre”, porque en la resurrección no volvió a tomar en su sagrada persona la sangre derramada en la cruz para expiar el pecado. «Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona» (Lev. 17:11). Un estudio de este punto sin duda aumentará en nuestra mente la convicción sobre lo completo de esa expiación por el pecado obrada en la muerte de Cristo, y bien sabemos que todo aquello que nos ayude a comprender mejor esta gloriosa realidad tendrá su efecto al afirmarnos más y más en la posesión de la paz y al hacernos capaces de propagar más eficazmente la gloria de Cristo, toda vez que esta gloria está ligada a nuestro testimonio y a nuestro servicio.
Hemos hecho referencia a un punto de interés y de mucho valor en esta historia de Caín y Abel, a saber, la completa identificación de cada uno con su respectiva ofrenda. El lector no debe pasar por alto este punto. En el caso de ambos no se consideró la persona del que adoraba, sino el carácter de su sacrificio. Por eso leemos en el comentario (Hebr. 11:4) que «atestiguando Dios respecto a sus dones». No dio testimonio en cuanto a Abel, sino acerca de lo que traía como ofrenda. Esto nos sirve para determinar aquello que ha de servir de base para que el creyente alcance la paz y la justificación delante de Dios.
En el corazón humano existe una constante tendencia a pensar que hay algo en nosotros que podría ser una razón para que seamos aceptos y que se nos conceda la paz de espíritu que anhelamos, aun cuando admitimos que ese algo es ayudado poderosamente por el Espíritu Santo. De esta tendencia resulta el mal hábito de inspeccionar el corazón en lugar de fijar la vista en otra cosa, como nos impulsa a hacerlo el mismo Espíritu. La gran pregunta a la que tenemos que responder no es: “¿Quién soy yo?” sino “¿Quién es Cristo?”. Como el creyente ha venido a Dios en el nombre de Jesús, debe considerar que se ha identificado por completo con Cristo y ha sido aceptado en su nombre, y que de allí en adelante es tan imposible que sea rechazado como que el mismo Cristo lo sea. Antes que poner en duda la aceptación del más débil de los creyentes, habría que poner en duda la aceptación de Cristo mismo. Como esto último es imposible, la seguridad del creyente descansa sobre un fundamento inamovible. El creyente, al reconocer que es un pobre y vil pecador, sin mérito alguno, se ha acercado a Dios en el nombre de Cristo y ha sido identificado con Él en su muerte como sustituto; ha sido aceptado en él; se ha unido con todos aquellos que forman su Cuerpo. Dios da testimonio, no con respecto a él, sino con respecto a su presente, puesto que no es otro que Cristo mismo. Todo esto le tranquiliza y le anima. Le queda el privilegio indeciblemente precioso de someter todo cuestionamiento y toda duda que se le plantee a la virtud de Cristo mismo y de su obra perfecta. «Todas mis fuentes están en ti» (Sal. 87:7). En él nos gloriamos todo el día. Nuestra confianza no está en nosotros mismos sino en él, quien supo comenzar y acabar. Dependemos de su nombre, nos fiamos de su obra, nos admiramos de su persona y vivimos en espera de su venida.
6.6 - Irritación de Caín y homicidio de Abel
El hombre no regenerado se opone a esta verdad, tan consoladora para el creyente, y luego manifiesta su hostilidad. Así sucedió con Caín. «Se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante» (v. 5). Lo que llenó a Abel de contento, despertó en Caín el enfado. A causa de su incredulidad despreció el único modo de tener acceso a Dios. Rehusó ofrecer sangre, sin la cual no puede haber remisión. Luego, cuando comprendió que Dios no le recibió en sus pecados, en tanto que Abel fue recibido por sus presentes, «se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante». Pero ¿de qué otro modo podría haber sucedido? Dios tuvo que recibirle de una manera u otra, con todos sus pecados o sin ellos. Como lo primero era imposible y Caín no quiso valerse del único modo de deshacerse de ellos, Dios no pudo menos que desecharle. De este rechazamiento brotan luego todos los frutos de una religión falsa. Caín persigue y al fin mata al testigo fiel, al hombre que había sido aceptado y justificado, y, al hacerlo, se pone a la cabeza de una gran generación de religiosos que obran de la misma manera en defensa de sus falsas doctrinas. En todo tiempo y en todo lugar los hombres se han mostrado dispuestos a perseguir a los de la fe contraria, y su fanatismo hace muy amarga su hostilidad, más que cualquier otra pasión humana. En la justificación amplia y perfecta que Abel recibe, Dios es el todo y el hombre no es nada. Esta humillación no agrada al hombre natural, y luego se ve que se ensaña y que su semblante marca la desaprobación. No le sería posible explicar su enojo, porque no se presenta a la consideración alguna cualidad humana, sino solo la del terreno que ocupa delante de Dios.
Si Dios hubiera aceptado a Abel debido a algo que hubiese habido en sí mismo, con razón Caín habría podido indignarse y protestar. Pero sabemos que el agrado de Dios no se debió a la persona de Abel, sino que le aceptó en virtud del carácter de su ofrenda, y vemos luego que este testimonio de Dios deja a Caín sin excusa. Todo esto se aclara bien en lo que sigue, cuando Jehová le dice: «Si bien hicieres» –es decir, si presentares ofrenda adecuada– «¿no serás enaltecido?» (v. 7). El “bien hacer” se refiere no a su conducta anterior, sino a su modo de sacrificar. Abel hizo bien cuando se cobijó en su ofrenda aceptable. Caín hizo mal cuando trajo una ofrenda sin sangre, y toda su conducta subsiguiente correspondió a su mal comienzo y a sus falsos principios.
«Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató» (v. 8). Esta historia se ha repetido mil veces. En todas las épocas los hombres y las religiones humanas han demostrado la misma índole. También la fe y la verdadera religión han poseído los mismos caracteres que les han puesto en pugna con el mundo en el eterno conflicto suscitado entre ambos.
Nos conviene notar aquí, pues, cómo el acto homicida de Caín era un fruto natural y legítimo de su falsa religión. Puesto que comenzó mal con un fundamento falso, era natural que el edificio resultara defectuoso. Ni debemos suponer que la muerte de su hermano le podría haber detenido en su carrera de maldad. Al oír el juicio de Dios y recibir la sentencia, pensó luego que no había más perdón para él y que era inútil permanecer ya en la presencia de Dios. Sale, pues, de esa presencia bendita sin pedir perdón, construye una ciudad y educa a su familia en las artes y las ciencias, teniendo entre sus descendientes ganaderos, músicos y mecánicos. Como ignora por completo el carácter de Dios, declara que su pecado es demasiado grande para ser perdonado, no porque conozca realmente su pecado, sino porque no conoce a Dios. En su incredulidad demuestra los frutos maduros de su caída, en la que se ve que ha perdido todo justo concepto de Dios. No aspiró a tener perdón porque no quiso tener relaciones con Dios. Tampoco comprendió la verdad en cuanto a su propia condición, y lo fatal de esa ignorancia fue que ella ahogó en él toda aspiración a una reconciliación con Dios. Su único deseo fue alejarse de la presencia de Dios y estar libre para mezclarse con los asuntos del mundo. Creyó que podía vivir muy bien sin Dios, y, desde luego, se ocupó en mejorar sus condiciones materiales, rodeándose de adornos y de comodidades a fin de convertir el mundo en otro paraíso muy placentero y respetable, a pesar de la maldición que descansaba sobre la tierra y el hecho de que era un fugitivo y un vagabundo (v. 12).
6.7 - El camino de Caín
Tal fue el «camino de Caín», en el que andan millones de sus hijos. No son personas desprovistas de todo elemento religioso en su carácter. Es decir, no quieren vivir enteramente apartados de Dios, y de vez en cuando procuran traerle alguna ofrenda. Les parece justo manifestar su reconocimiento a Dios por medio de algún presente que simbolice el fruto de sus labores. Se desconocen a sí mismos y viven ignorantes del carácter de Dios. Pero su mayor afán es cómo mejorar las condiciones de vida en este mundo, llenándola de placeres y comodidades y procurando aumentar su belleza natural. El remedio de Dios para limpiar el mundo es rechazado y sustituido por el remedio del hombre. Este es «el camino de Caín» (Judas 11).
Basta mirar a nuestro alrededor para convencernos de la popularidad universal de tal «camino». Aunque este suelo fue manchado con la sangre de uno «mayor que Abel», esto es, con la sangre de Cristo, igualmente vemos cómo el hombre desea hacer de ese suelo un agradable escenario. Como en los días de Caín, se oye el sonido del arpa y del órgano, haciendo que el oído humano se vuelva sordo a ese clamor que subió primero del suelo pidiendo venganza y después de la cruz pidiendo perdón para ellos. Todos los recursos del genio humano se ponen en juego para que este mundo produzca sus más ricos y raros frutos, y se suplen no solamente todas las necesidades materiales del hombre, sino una multitud de otros deseos que el apetito depravado ha creado, hasta que la raza entera se ocupa a diario en la tarea de proveer cosas que hace algún tiempo eran desconocidas, y que parecen tan importantes que la vida sería desabrida e inaguantable si no las tuviera. Por ejemplo, hace solo algunos años [6] que las gentes se conformaban con perder tres días en un viaje de cien millas, cosa que ahora pueden hacer en igual número de horas. Pero, en lugar de estar contentos con el cambio, se molestan sobremanera si el tren llega diez minutos atrasado. El hombre procura ahora vivir sin molestias. Tiene que viajar sin fatiga, tiene que recibir las noticias mundiales todos los días. Ha atravesado los continentes con sus rieles de acero, ha dominado las distancias de los océanos con sus alambres eléctricos, como una anticipación de la profecía que dice que «ya no existía el mar» (Apoc. 21:1). Es cierto que el Señor permite que estas mismas cosas mundanas sirvan para adelantar los intereses del reino de Dios, pero esto no debe impedirnos reconocer cuál es el verdadero espíritu de desasosiego que impulsa al hombre natural a emprender estas obras.
[6] N. del E.: Este libro se escribió en la segunda mitad del siglo 19
Además de todo esto, existe una sobreabundancia de religiosidad. Pero aun el espíritu más caritativo tiene que confesar que es una religión solo en apariencia y que algún defecto radical –como algún tornillo que faltara de una máquina– impide la operación satisfactoria de aquello que se ha inventado y construido, no para agradar a Dios, sino para conveniencia o exaltación del hombre. Este –sea inteligente o ignorante– no desea estar sin religión. Ello no convendría a sus ideas de respeto de sí mismo, y, por lo tanto, acostumbra dedicar un día de cada siete a la religión, a fin de satisfacer su conciencia, con lo que –como él dice– se consideran debidamente sus “intereses eternos”. Luego se siente libre para dedicar los restantes seis días de la semana a sus intereses temporales. Pero, tanto en un servicio como en otro, su afán está consagrado a promover su propio bienestar. Tal es el «camino de Caín» (Judas 11). Pesémoslo bien. Veamos por dónde comienza y adónde nos lleva, como así también cuál es el fin que nos propone.
¡Cuán diferente es el “camino de la fe”! Abel sintió el peso de la maldición y lo confesó. Vio la mancha del pecado y, con la energía de una fe santa, ofreció el único remedio que lo podía cubrir: un remedio divino. Buscó y halló refugio en Dios mismo y, en lugar de construir una ciudad en la tierra, halló una tumba en el seno de ella. La tierra, tan hermoseada y embellecida en la superficie con las creaciones ingeniosas de los hijos de Caín, estaba manchada con la sangre de un justo. Recuerde esto todo hombre del mundo. Recuérdelo también todo cristiano, cuyo ánimo sea carnal y no espiritual. Esta tierra que pisamos está manchada con la sangre del Hijo de Dios. La misma sangre que justifica a la Iglesia condena al mundo. La negra sombra de la cruz de Jesús se levanta muy alto para caer después sobre todo el fulgor y todo el oropel de este mundo efímero. La gloria de este mundo pasa y toda su soberbia. Pronto dejará de existir y la escena que ahora deleita al ojo se marchitará como una flor. El «camino de Caín» dará lugar al error de Balaam en su forma más consumada, y entonces vendrá «la contradicción de Coré» (Judas 11). ¿Y después? El abismo abrirá su boca para tragar a los inicuos y serán entregados eternamente a la obscuridad de las tinieblas (Judas 13).
7 - Capítulo 5: El reinado de la muerte
En entera conformidad con lo antedicho, en el capítulo 5 del Génesis tenemos la historia de los primeros siglos de la humanidad, en los cuales hallamos el registro de la debilidad humana y su sumisión al dominio de la muerte. Es cierto que algunos vivieron cientos de años y que engendraron «hijos e hijas», pero de todos ellos se declara también que «murieron». «La muerte reinó desde Adán hasta Moisés» (Rom. 5:14). «Está reservado a los hombres morir una sola vez» (Hebr. 9:27). El hombre no puede, con todas sus invenciones de vapor y electricidad ni con el arte más refinado de su genio inventivo, librarse del aguijón de la muerte. Con todas sus energías no puede desviar de su cabeza la sentencia de muerte, aunque puede rodearse de todos los artefactos lujosos de la vida.
¿De dónde viene este enemigo extraño, la Muerte? Pablo nos da la respuesta cuando dice que «el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte» (Rom. 5:12). Aquí tenemos el origen de la muerte. Vino por el pecado. El pecado rompió el vínculo que unía la criatura al Dios viviente, y, una vez hecho esto, fue entregada al dominio de la muerte, cuya mano pesada le es imposible ahora desechar. Todo esto es una de las tantas pruebas de su condición impotente que le incapacita para estar en pie delante de Dios. No puede haber comunión entre el hombre y Dios sino mediante el poder de la vida, pero el hombre está bajo el poder de la muerte, de manera que, en su condición natural, no puede existir comunión. La vida no puede tener compañerismo con la muerte, pues son tan incompatibles como la luz y las tinieblas, la santidad y el pecado. El hombre tiene que hallar una base enteramente nueva si desea ponerse en contacto con Dios, y ese nuevo principio es el de la fe, por medio de la cual llega a comprender que ha sido «vendido al poder del pecado» (Rom. 7:14) y que está bajo pena de muerte. La fe le capacita al mismo tiempo para comprender que Dios es la fuente de una vida nueva, vida que está más allá del poder de la muerte y de sus ataques.
Es esto lo que llena de seguridad la vida terrestre del cristiano. Cristo es su vida, un Cristo resucitado y glorificado, un Cristo que triunfa sobre toda oposición. La tranquilidad de Adán dependía de su obediencia, de manera que, en el momento en que desobedeció, su vida fue decomisada como una prenda perdida. Pero Cristo, teniendo vida en sí mismo, bajó del cielo a este mundo, se enfrentó con todas las condiciones que habían rodeado al hombre y vivió en medio de ellas sin pecar. Entonces, sometiéndose a la muerte voluntariamente, destruyó al enemigo que tenía el poder de la muerte y, por medio de su gloriosa resurrección, llegó a ser la vida y la justicia para todos los que creen en su nombre.
Ahora es imposible que Satanás toque esta vida, sea en su fuente o en su curso, en su poder, en su operación o en su duración. Dios es su fuente; el Cristo resucitado es el canal de operación; el Espíritu Santo es su poder; el cielo es su esfera de acción y la eternidad es la medida de su duración. Por lo tanto, como era de esperar, para todo aquel que de este modo participa de la vida nueva, la escena ordinaria de su horizonte se transforma y, aunque es cierto que en medio de la vida estamos cara a cara con la muerte, es igualmente cierto para el cristiano que en medio de la muerte moral que le rodea en el mundo, en el que por fuerza está, posee la vida en abundancia. No hay muerte en esta nueva esfera a la cual Cristo introduce a su pueblo. ¿Cómo podría haberla? ¿No la ha abolido? Una cosa que ha sido abolida deja de existir, y la Palabra de Dios nos declara que, para el cristiano, la muerte en verdad ha sido abolida. Cristo entró en el mundo a fin de quitar la muerte y poner en su lugar la vida, de manera que nuestros ojos ya no contemplan la muerte sino la gloria de otra existencia abundante en la cual entramos, conducidos por su mano. La muerte queda detrás de nosotros, echada para siempre a nuestras espaldas. El futuro, todo el futuro, contiene solamente gloria y paz sin nubes. El cristiano vive, pues, tranquilo y, si le toca “dormir en Cristo”, no considera que le haya sobrevenido la muerte, sino que ha pasado adelante para conocer más a fondo la vida verdadera. Esto de separarse del cuerpo es un mero incidente en la vida que no afecta en nada su esperanza de encontrarse con Cristo en el aire, para estar con él y para ser hecho semejante a él para siempre.
7.1 - Enoc no pasó por la muerte
(Imagen de los santos vivos que serán arrebatados al cielo)
De todo esto tenemos una hermosa ejemplificación en el caso de Enoc, quien constituye la única excepción en la lista de hombres que “vivieron y murieron” en sucesión monótona, según cuenta el historiador sagrado en el capítulo 5. Aquí la biografía de todos se reduce a la simple declaración: «murió». De ninguno se dice: no verá la muerte. Pero de Enoc leemos: «Por la fe Enoc fue trasladado para no viese la muerte; y no fue hallado, porque le trasladó Dios; porque antes del traslado obtuvo testimonio de haber agradado a Dios» (Hebr. 11:5). Enoc formó parte de la séptima generación desde Adán, y nos parece muy interesante descubrir que a la muerte no le fue permitido triunfar sobre «la séptima», sino que en este caso Dios interrumpió la sucesión para sacar un trofeo de su gloriosa victoria que más tarde obtendría sobre la muerte y sobre todo el poder de ella. El corazón, después de leer la triste historia de los seis casos de los que se dice «y murió», se alegra al venir el séptimo y saber que este no murió. Si nos preguntamos cómo fue eso y en qué consistía el cambio en el orden natural, la contestación es: «por la fe». Enoc vivió conforme a la fe y anduvo con Dios trescientos años. Esa vida de fe le separó de todo lo que le rodeaba. El hecho de andar con Dios revela necesariamente una actitud que no puede confundirse con el curso del mundo. Enoc lo comprendió así, porque en esa época el espíritu del mundo no vacilaba en expresarse abiertamente. Se oponía entonces, como se opone ahora, a todo aquello que emanaba de Dios. Este hombre de fe sentía que no tenía parte ni suerte con el mundo que le rodeaba, sino que debía dar su testimonio con paciencia respecto a la gracia de Dios y su juicio venidero. Los hijos de Caín podían ocuparse cuanto quisieran en embellecer un mundo maldito, pero Enoc había descubierto otro mundo mejor en el que deleitarse [7], y vivía según el poder de su segura esperanza. Su fe no le fue dada para mejorar el mundo sino a fin de capacitarle para andar con Dios.
[7] Es muy evidente que Enoc no conocía nada del procedimiento muy común de aprovechar la mejor parte de los dos mundos, o más bien del mundo y del cielo. Para él solo había un mundo en ese sentido, es decir el cielo. Así debe ser también para nosotros.
¡Cuántas experiencias personales encierra esta expresión «andar con Dios»! Separación, abnegación, santidad y pureza personal. También debió haber ejercitado todas las virtudes de la gracia, la mansedumbre, la paciencia, la humildad y la ternura, sin dejar de manifestar los otros caracteres que llamamos varoniles (el celo, la energía, la fidelidad, el ánimo resuelto y el propósito determinado). El hecho de andar con Dios encierra todas las actividades de la vida activa, como también sus virtudes pasivas. Incluye el conocimiento del carácter de Dios tal como él se ha revelado. Implica también una comprensión inteligente de la relación personal que se mantiene con él. No es una vida guiada por meras fórmulas o regulada por una serie de ordenanzas fijas ni que se expresa por medio de ciertas decisiones que le llevan a uno de un lado a otro. Andar con Dios es más que todas y cada una de estas cosas. Es, además, una actitud que lleva al hombre a ejecutar acciones que pugnan con las opiniones ordinarias de los hombres, y aun de las de sus hermanos en la fe, si estos no andan con Dios. Algunas veces se nos puede acusar de estar haciendo demasiado, y otras de estar haciendo muy poco. Pero la fe que nos capacita para «andar con Dios», nos ayuda también a estimar en su justo valor las sugestiones y las opiniones de los hombres.
7.2 - La esperanza de la Iglesia
De modo que en las historias de Abel y Enoc tenemos mucho material valioso para instruirnos en cuanto al sacrificio sobre el cual descansa la fe, como también con respecto a la perspectiva que la esperanza nos abre. Además, el buen ejemplo de la vida obediente de Enoc nos sirve de estímulo para regular nuestra conducta durante los años de espera. «Gracia y gloria dará Jehová»; son los dos extremos de la obra de nuestra salvación: la gracia indica el comienzo y la gloria el fin de esa obra. En el intervalo tenemos la seguridad bendita de que «no quitará el bien a los que andan en integridad» (Sal. 84:11).
Se ha dicho que la cruz y la venida del Señor marcan los dos extremos de la vida de la Iglesia en la tierra, los que han sido tipificados por el sacrificio de Abel y la traslación de Enoc. La Iglesia llega a conocer su completa justificación por la muerte y la resurrección de Cristo, y espera la llegada del día en que él vuelva para recibirla en su seno. Ella, por el Espíritu, aguarda por fe la esperanza de la justicia (Gál. 5:5). No espera la justicia, porque ella es su posesión actual, por gracia de Dios, sino que alienta la esperanza, la cual pertenece propiamente a la nueva condición en la cual ha sido introducida.
Es preciso que pensemos con toda claridad al tratar este asunto. Algunos comentadores de las profecías bíblicas han caído en errores a este respecto, debido a que no han comprendido bien el carácter, la posición, las bendiciones y la esperanza de la Iglesia. Han rodeado con tantas neblinas oscuras la doctrina de la «estrella de la mañana» (Apoc. 2:28) –verdadera esperanza de la Iglesia– que muchos de los santos no parecen capaces de superar lo que era la esperanza de un pequeño resto de los fieles israelitas, a saber: que «nacerá el Sol de justicia y en sus alas traerá salvación» (Mal. 4:2). Ni es esto lo peor. Muchos se han privado del estímulo moral de una esperanza cifrada en la segunda venida del Señor Jesucristo, por cuanto se les ha enseñado a esperar primero ciertos acontecimientos y eventos que –dicen– deberán preceder su manifestación personal a la Iglesia. Por ejemplo, dicen que, antes de que Jesucristo venga, es menester que los judíos sean restablecidos, que se complete la profecía dada en la imagen de Nabucodonosor y que se verifique la manifestación del «hombre de pecado» (2 Tes. 2:3). Sería fácil probar con muchos pasajes del Nuevo Testamento que ello no es cierto, si este fuera el lugar para considerarlos.
La Iglesia, como Enoc, será arrebatada de en medio del mal que le rodea y liberada del mal venidero. Enoc no fue obligado a permanecer en el mundo hasta que la iniquidad de esa generación llegara a su colmo y la sentencia de la justicia divina cayese sobre ella. No presenció ese trastorno de «todas las fuentes del gran abismo» (Gén. 7:11) ni el abrimiento de las ventanas del cielo. Fue trasladado antes de que estas cosas acontecieran, y se nos presenta (a los ojos de la fe) como un tipo hermoso de todos aquellos que no dormirán, sino que serán «cambiados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos» (1 Cor. 15:51-52). El traslado, y no la muerte, era la esperanza de Enoc, y se puede decir con la misma sencillez que el privilegio de la Iglesia es «esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:10). Todo esto está al alcance del cristiano más sencillo, quien podrá gozar de ello en toda su plenitud. Bien puede tener también conocimiento de su poder en su propia experiencia y manifestarlo en su vida. Aunque carezca de la inteligencia necesaria para comprender la interpretación de las profecías, nunca se ve privado de la bendición de gozar de la realidad, del consuelo, del poder y de la virtud elevadora de esa bendita esperanza celestial que le pertenece como miembro del Cuerpo celestial de la Iglesia, para la cual es la promesa, no solamente del amanecer del día que verá el fulgor del «Sol de justicia», sino también la bendición de esta otra promesa que se cumplirá primero: la salida de la «estrella de la mañana». Igualmente, así como en el mundo físico el lucero de la mañana ilumina con su suave luz los rostros de los que han madrugado para saludar su brillo, así Cristo se manifestará con dulces bendiciones a la Iglesia que le espera, antes de que el resto de Israel vea los rayos del Sol naciente.
8 - Capítulos 6 al 9: El diluvio y Noé
8.1 - La condición del hombre ante Dios: la maldad
Hemos llegado ahora a una muy marcada y muy importante división de este libro. Enoc ha pasado adelante. Su vida de peregrino en la tierra ha dado lugar a su glorificación celestial. Fue quitado antes de que la corriente humana de maldad se hubiera desbordado y antes de que las copas de la ira de Dios hubiesen sido derramadas.
Es evidente que su vida había producido poco efecto en sus contemporáneos, porque no hicieron caso alguno a su extraño modo de dejar este mundo: «aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y les nacieron hijas, que viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas» (v. 1-2).
La mezcla de aquello que es de Dios con lo humano es una forma de mal que se presta como instrumento de Satanás para manchar seriamente el testimonio de Cristo en la tierra. Esta mezcla podría tener las apariencias de una cosa muy deseable. Puede tomar la forma de una propaganda santa, la extensión vigorosa de un influjo divino, algo que cause regocijo y no una cosa que lamentar; pero la interpretación de estas influencias dependerá de nuestro punto de vista. Si las estudiamos a la clara luz de la presencia de Dios, no podemos imaginarnos ni por un momento que haya ventaja alguna para los cristianos en el hecho de entrar en relaciones íntimas con los hijos de este siglo, o en que la verdad de Dios se confunda con las ideas de los hombres. Ese no es el modo divino de propagar la verdad o de promover los intereses de aquellos que han sido llamados para ser sus testigos en la tierra. La completa separación entre el bien y el mal es el único principio que Dios reconoce, y es imposible violar este principio sin que suframos gran menoscabo moral.
En la narración que tenemos delante de nosotros vemos que las uniones entre los «hijos de Dios» y «las hijas de los hombres» tuvieron consecuencias desastrosas. Es cierto que parecían muy ventajosas y sobremanera deseables a juicio de los hombres, pues leemos que, como resultado de esta mezcla de sangre, «estos fueron los valientes que desde la antigüedad fueron varones de renombre» (v. 4). Pero Dios no le dio su aprobación. Él no mira como el hombre mira. Sus pensamientos no son como los nuestros. «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal» (v. 5). Este es el cuadro de su condición moral: «solamente el mal», «de continuo solamente el mal». Eso ocurre cuando se mezcla lo sagrado con lo profano, y así tiene que suceder siempre. Si la buena semilla no se conserva buena y pura, pierde su derecho a ser testigo y a propagar la verdad en la tierra. El primer esfuerzo de Satanás se dirigía hacia la destrucción de la semilla santa y, cuando vio frustrado ese designio, procuró corromperla.
Tiene mucha importancia que el lector comprenda bien lo que la historia nos quiere dar a conocer por medio de esta unión entre «los hijos de Dios» y «las hijas de los hombres». Existe semejante peligro en los esfuerzos de algunos para comprometer la verdad en obsequio de la armonía y la unión. Es preciso defendernos contra estos compromisos gratuitos. No debe ser permitida ninguna unión que afecte en lo más mínimo el respeto por la verdad. El lema del cristiano debe ser siempre: “Manténgase la verdad inviolable a todo trance”. Si merced a esto se logra la unión de fuerzas, tanto mejor; pero la verdad no puede sufrir menoscabo. La política de la conveniencia es la que se oye con más frecuencia, y se expresa de esta manera: “Promuévase la unión a toda costa; si a la vez se puede sostener la verdad, bien, pero si no, la unión vale más”. [8]
[8] Nunca deberíamos perder de vista que la «sabiduría de arriba es primero pura, después apacible» (Sant. 3:17). La sabiduría de abajo habría comenzado por “apacible”, y por eso mismo, ella nunca puede ser pura.
Pero bien sabemos que puede haber un testimonio fiel solo cuando la verdad no sufre de la manera que vemos como inevitable consecuencia de esas uniones no santificadas, tal como en el caso de los santos y profanos antediluvianos, entre aquello que era divino y lo que era humano, caso en el cual el bien resultó destruido y el mal llegó a su colmo y causó el derramamiento de los juicios de Dios sobre toda la humanidad.
Dijo Dios: «Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado» (v. 7). Ningún otro remedio habría surtido efecto. Tenía que verificarse una destrucción completa de todo aquello que había corrompido a la raza y la había desviado de los caminos de Dios. Los hombres fuertes, los hombres de renombre tenían que ser barridos sin distinción de sobre la faz de la tierra. «Toda carne» fue incluida en la condenación como indigna de habitar el mundo que Dios había hecho. «He decidido el fin de todo ser» (v. 13). No era el fin de una parte de la carne, porque toda se había corrompido a los ojos del Dios santo, y no era posible redimirla. Había sido probada y había fracasado.
8.2 - La fe de Noé
Dios anuncia su remedio a Noé con estas palabras: «Hazte un arca de madera de gofer» (v. 14). De esta manera Noé llegó a comprender la escena que le rodeaba y el propósito de Dios en cuanto a ella. El efecto de esa orden divina fue que quedaran en evidencia todas las raíces amargas de esa vida floreciente y hermosa que llenaba de orgullo y complacencia el ojo del hombre. El corazón de este podría haberse henchido de satisfacción y su pecho de un justo sentimiento de patriotismo al contemplar la larga fila de sus contemporáneos que eran maestros en su arte, hábiles ingenieros, pujantes guerreros y hombres renombrados. Al sonido del arpa y la flauta sus almas se deleitaban, mientras sus manos cultivaban la tierra y proveían a las necesidades de sus familias. Todo era prosperidad y parecía contradecir la necesidad de un juicio inminente. ¡Ah! pero Dios había pronunciado la palabra muy solemne: «Raeré». ¡Cuán negra sería la sombra que ese terrible fallo arrojaría sobre escena tan halagüeña! ¿No era posible que la inventiva del hombre hallara algún medio para desviar el desastre que le amenazaba? ¿No podría el hombre de pujanza forjar alguna liberación por medio de su mucha fuerza? ¡Ay, no! No hubo más que un modo de escapar, pero este fue revelado a la fe y no a la vista, ni a la razón, ni a la imaginación.
«Por la fe Noé, advertido por Dios acerca de lo que aún no se veía, con reverente temor preparó un arca para la salvación de su casa; por esa arca condenó al mundo, y vino a ser heredero de la justicia que es según la fe» (Hebr. 11:7). Dios hace que su Palabra arroje luz sobre aquello que ordinariamente engañará al corazón. Quita en el acto el velo dorado con que Satanás procura tapar la corrupción de un mundo vano y pasajero, y sobre el cual pende la espada del juicio divino. El hombre natural es gobernado por lo que ve y siente. El hombre de fe es dirigido por la pura Palabra de Dios, la que es para él un tesoro incalculable, una lámpara en lugar oscuro. Esa Palabra da firmeza a sus pasos, aunque en las circunstancias que le rodean se presenten mil obstáculos. Cuando Dios habló a Noé de un juicio destructor, no hubo ninguna señal de él. Todavía «no se veía», pero la Palabra de Dios lo convirtió en una realidad para el corazón que supo mezclar esa Palabra con la fe. La fe no espera ver las cosas antes de creerlas, pues «la fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17).
Lo único que necesita saber el hombre de fe es que Dios ha hablado; entonces procede en su trabajo con toda certidumbre y confianza. Para tal hombre, la expresión «Así ha dicho Jehová» lo determina todo. Una sola frase de la Palabra de Dios es una respuesta amplia a todos los razonamientos y las especulaciones de la mente humana. Cuando las convicciones del corazón tienen su base en las declaraciones de la Escritura, no le es difícil resistir toda la corriente de las opiniones y de los prejuicios contrarios de sus semejantes. Fue la Palabra de Dios la que sostuvo a Noé durante el largo período de servicio, y la misma Palabra ha sostenido a millones de santos desde entonces hasta ahora, a pesar de las contradicciones de los hombres. Por lo tanto, no podemos apreciar demasiado esta Palabra. Sin ella todo nos parecería oscuro e incierto; con ella todo es luz y paz. Donde brilla esta lámpara se distingue claramente el sendero seguro; donde no le es permitido arder, el alma se ve obligada a vagar entre el laberinto de las tradiciones humanas. ¿Cómo podría Noé haber predicado la justicia durante tantos años si no hubiera tenido la convicción de que Dios le había hablado y de que la amenaza del diluvio era una terrible realidad? De otra manera, ¿cómo podría haber soportado la mofa y el menosprecio de un mundo hostil e incrédulo? ¿Cómo le fue posible hablar de un juicio destructor cuando ninguna nube cubría el horizonte? La Palabra de Dios era su única autoridad y el Espíritu de Cristo le indujo a ocupar con santa decisión aquella posición elevada e inamovible.
Ahora, querido lector cristiano, pensemos bien si hay otra cosa con la que podamos defendernos, en el servicio que prestamos a Cristo, contra los elementos de esta generación perversa. No la hay, ni la necesitamos. La Palabra de Dios, juntamente con el Espíritu Santo –el único que sabe interpretar esa Palabra y aplicarla a nuestra condición diaria– es todo lo que necesitamos para nuestro equipo completo, «a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra», bajo cualquiera forma que se nos presente (2 Tim. 3:16-17). ¡Qué consolador es esto y qué descanso proporciona al corazón! Estamos seguros contra todas las asechanzas de Satanás y todas las perplejidades que causan las imaginaciones del hombre. ¡La pura e incorruptible Palabra de Dios que vive y permanece para siempre! Adoremos a Dios por este don inconmensurable. «Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos (los hombres) era de continuo solamente el mal», pero el corazón de Noé halló un refugio sencillo en la Palabra de Dios.
8.3 - El arca imagen de la cruz de Cristo
«Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y he aquí que yo los destruiré con la tierra. Hazte un arca de madera de gofer» (v. 13-14). En estas palabras hallamos la ruina de los hombres y el remedio divino. Al hombre se le ha permitido proseguir su carrera vertiginosa hasta que llegue a su fin legítimo y lleve a cabo hasta la madurez las consecuencias naturales de sus principios de inmoralidad. La levadura obra en la masa hasta que toda queda leudada. El mal tiene que llegar a su colmo porque no hay elementos que lo detengan. «Toda carne» se había corrompido a tal grado que ya no podía ser peor. No quedaba más remedio, sino que Dios la rayera completamente de la faz de la tierra y que, al mismo tiempo, salvara a todos aquellos que se hallaban de conformidad con sus designios eternos, ligados con «el octavo», el único hombre justo que entonces vivía sobre la tierra. En esto hallamos otra vez tipificada la doctrina de la cruz. Aquí está la declaración del juicio divino que en su sentencia abarca a toda la naturaleza. Al mismo tiempo se revela aquí la gracia salvadora en toda su amplitud y en su adaptación a las personas que, en el juicio de Dios, han llegado hasta el último nivel de la moralidad humana. «Nos visitará un amanecer desde lo alto» (Lucas 1:78). ¿Dónde? En el mismo lugar donde la humanidad se halla postrada en su condición de pecado, en el abismo de su ruina moral. No hay ningún punto en el deplorable estado de desgracia en que se halle el pecador y rebelde en que no haya penetrado la luz de esa bendita Aurora; y el primer efecto de su presencia es siempre el de revelar nuestro verdadero carácter. La luz juzga todo lo que le sea contrario, pero, al mismo tiempo, nos da «redención por medio de su sangre, el perdón de pecados» (Efe. 1:7).
8.4 - Las aguas del juicio
La cruz nos habla primeramente para decir que Dios ha pronunciado su juicio sobre «toda carne», pero en seguida anuncia su salvación para el pecador culpable. El pecado queda perfectamente condenado y el pecador perfectamente salvado, mientras que Dios se revela y glorifica en toda su perfección en la obra consumada en la cruz.
Si el lector se detiene aquí unos momentos para estudiar la Primera Epístola de Pedro, hallará algunos comentarios inspirados que arrojan mucha luz sobre todo este asunto. En el capítulo 3, versículos 18 al 22, leemos: «Porque también Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, sufriendo la muerte en su carne, pero vivificado por el Espíritu; por el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, a los que en otro tiempo desobedecieron, cuando la paciencia de Dios esperaba en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocos, es decir, ocho personas, fueron salvadas a través del agua. Es la figura del bautismo que también ahora nos salva (este no quita la inmundicia de la carne, sino la petición a Dios de una buena conciencia) por la resurrección de Jesucristo, quien habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios; a él están sometidos ángeles, autoridades y potestades».
Este pasaje es altamente significativo. Se nos presenta la doctrina del arca y su historia en relación directa con la muerte de Jesucristo. Como en el diluvio, así en la muerte del Salvador todas las ondas y las olas del juicio divino pasaron sobre aquello que en sí no tenía pecado. La creación fue sepultada bajo las aguas de la justa ira de Jehová, y el Espíritu de Cristo exclama: «Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí» (Sal. 42:7). He aquí una verdad profunda para el corazón y la conciencia del creyente. Todas las ondas y las olas de la ira de Dios pasaron sobre la inmaculada persona del Señor Jesús mientras colgaba en la cruz, y, como consecuencia ineludible, ni una de ellas queda para pasar sobre la persona del creyente. En el Calvario vemos en verdad cómo «fueron rotas todas las fuentes del gran abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas» (7:11). «Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas» (Sal. 42:7). Cristo apuró la copa y soportó aquella ira desatada con toda su furia. Se puso, judicialmente, bajo todo el peso de las demandas contra su pueblo, y gloriosamente extinguió cada pena y demanda que se le presentó. Es la creencia en esta obra perfecta de él la que trae paz al alma. Si el Señor Jesús ha sufrido y ha satisfecho todas las demandas planteadas en nuestra contra, si él ha removido todo estorbo, si ha deshecho todo pecado, si ha vaciado la copa de la ira y ha puesto fin a sus juicios, si él ha borrado toda nube y ha permitido la entrada de la clara luz de la justificación absoluta, ¿por qué no hemos de estar en paz? No hay ninguna razón en contra. La paz es nuestra herencia inalienable; nos toca entrar al goce de una bienaventuranza indeciblemente grande, a una invencible posición de seguridad, como el vasto fruto de esa obra que vino a demostrar el infinito amor de Dios y que fue ampliamente consumada en la perfecta expiación hecha una vez para siempre en la cruz.
8.5 - Jehová cerró la puerta del arca: para Noé una perfecta seguridad
¿Se sentía Noé ansioso a causa de esas ondas de la justicia venidera? De ninguna manera, pues cuando llegaron a derramarse sobre el mundo, él fue alzado por esas mismas ondas y llevado hasta una región de paz. Flotaba tranquilamente sobre las aguas que habían venido a ejecutar juicio sobre «toda carne». Su posición es tal que el juicio no le puede tocar, pero es una posición en la que Dios mismo le puso. Bien podría haber dicho en el lenguaje triunfal de Romanos 8: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (v. 31). Había recibido la invitación de Jehová mismo, como lo leemos en el capítulo 7: «Entra tú y toda tu casa en el arca» (v. 1); y cuando hubo obedecido ese mandamiento del Señor, «Jehová le cerró la puerta» (v. 16). No puede haber mayor motivo de seguridad. Es Jehová quien cuida la puerta, y nadie puede entrar ni salir sin que él lo disponga. Dios mismo con mano omnipotente había afianzado esa puerta, dejándole a Noé solo una ventana que se abría hacia el lugar de donde provenía todo ese juicio, para que a su debido tiempo pudiese ver que no había quedado juicio pendiente contra él. La familia salvada podría mirar afuera solamente mirando hacia arriba, puesto que la ventana se había puesto en lo alto (6:16). No pudieron ver las aguas del juicio ni la muerte y desolación que ellas habían causado. La salvación, en la forma de esa arca de madera, se interponía entre una y otra cosa. No les quedó más que hacer que mirar hacia un cielo limpio, la morada eterna de Aquel que había condenado al mundo pero que, al mismo tiempo, les había salvado a ellos.
Es difícil hallar una expresión más significativa en esta coyuntura que la frase «y Jehová le cerró la puerta», pues es un tipo de la seguridad perfecta de que gozamos en Cristo. ¿Quién va a abrir cuando Dios ha cerrado? ¿Quién? La familia de Noé se hallaba segura porque Dios les había asegurado. No hubo poder en todo el universo, ni celestial, ni terrenal, ni de la Gehena, que pudiera abrir la puerta de esa arca o hundir en las aguas esa embarcación. Fue la misma mano que cerró la puerta, la que abrió las cataratas del cielo y rompió las fuentes del abismo. De la misma manera se habla de Cristo, en Apocalipsis 3:7, como el que tiene las «llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre». Es el mismo que tiene «las llaves de la muerte y del Hades» (Apoc. 1:18). Nadie puede abrir los portales de la tumba para entrar ni para salir sin él, pues a él se le ha dado toda potestad «en el cielo y sobre la tierra». Él es la Cabeza «sobre todas las cosas a la Iglesia», y en él el creyente se encuentra seguro (Mat. 28:18; Efe. 1:22). ¿Qué hubiese podido amedrentar a Noé, y qué ola hubiese podido penetrar en esa arca calafateada «con brea por dentro y por fuera» (v. 14)? Con la misma confianza podemos preguntar ahora: ¿Qué hay en el mundo que pueda alcanzar a aquellos que se han refugiado a la sombra de la cruz? Todo enemigo ha sido vencido, y para siempre. La muerte de Cristo es la amplia respuesta a toda demanda, mientras que, al mismo tiempo, su resurrección es la declaración inequívoca de la complacencia de Dios en él y en esa obra que sirve de base para establecer su justicia, al mismo tiempo que nos extiende su invitación a que nos acerquemos a él con toda confianza en su amor.
Concluimos pues que, habiendo sido cerrada la puerta de nuestra arca por la misma mano de Dios, nada nos queda por hacer sino gozar de nuestra «ventana». En otras palabras, nos toca andar en la feliz y bendita comunión con el que nos ha salvado de la ira venidera y nos ha hecho herederos de su gloriosa casa celestial. Pedro habla de aquellos que están ciegos, que tienen «corta la vista… habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados» (2 Pe. 1:9). Esta es una condición lamentable para cualquiera, pero es sin duda el resultado de cierta desidia en el cultivo de una comunión con Dios por medio de la oración con Aquel que nos ha encerrado eternamente en Cristo.
8.6 - Noé, predicador de justicia
Ahora, antes de avanzar más en esta historia, consideraremos por un momento la condición de aquellos contemporáneos de Noé que por tantos años habían escuchado sus predicaciones de justicia. Hemos contemplado la condición de los salvados; fijemos la atención por un momento en los que se perdieron. No hay duda de que han debido lanzar muchas miradas ansiosas al vaso de misericordia a medida que este se levantaba con las aguas, pero ¡ay! la puerta había sido cerrada. El día de la gracia había pasado, el tiempo para la amonestación y el testimonio no volvió a amanecer para ellos. La misma mano que había encerrado a Noé, por el mismo acto excluyó a los demás, y era tan imposible para los unos entrar como para los otros salir. Unos se perdieron irrevocablemente, mientras que los otros fueron eficazmente salvados. Los primeros habían desatendido la longanimidad de Dios y el testimonio fiel de su siervo. Se habían ocupado en sus quehaceres habituales. «Comían, bebían, se casaban y se daban en matrimonio, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos» (Lucas 17:26-27). Estos actos no eran pecaminosos, pero el mal se hallaba en los corazones de sus hacedores. Es posible hacer todas estas cosas en el temor de Dios y para la gloria de su nombre, haciéndolas con fe, pero faltó precisamente ese espíritu de acatamiento y reverencia. Habían rechazado la Palabra de Dios porque hacía resonar en sus oídos el anuncio de juicio. Dios hablaba del pecado y de su ruina, pero ellos se preocupaban por su prosperidad temporal. Dios hablaba de un remedio y de una vía de escape, pero ellos hacían sus planes para permanecer allí como si la tierra les perteneciera. Se olvidaron de que había una cláusula suspensiva en su contrato de arrendamiento, y que su ocupación de la tierra era válida solo «hasta que» Dios quisiera. «Todo designio de los pensamientos de los corazones de ellos era de continuo solamente el mal» (v. 5), y, por lo tanto, no les era posible hacer nada bueno. Hablaban y obraban de conformidad con sus propias voluntades, y se olvidaron de Dios.
8.7 - Aplicación del diluvio al día de la venida del Señor
Ahora, lector, nos caben aquí las palabras de amonestación del Señor Jesús, quien dijo: «Como sucedió en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del hombre» (Lucas 17:26). Existe un grupo de maestros que nos quieren hacer creer que, antes de que vuelva a aparecer el Hijo del hombre en las nubes del cielo, esta tierra se cubrirá, desde el ecuador hasta los polos, de un manto de justicia. Nos enseñan a esperar un reino de justicia y de paz como resultado de la operación de fuerzas que ahora existen y operan en el mundo. Pero el breve pasaje que acabamos de citar corta de raíz, en un instante, todas estas vanas y engañosas esperanzas. ¿Qué hubo en la tierra en los días de Noé? ¿La tierra se cubría de justicia como las aguas cubren el mar? ¿Había llegado a dominar la verdad de Dios, y conocían los hombres a su Creador? La Escritura nos dice que «estaba la tierra llena de violencia», que «toda carne había corrompido su camino» y que «se corrompió la tierra delante de Dios» (v. 11-12). Entonces, lo mismo tiene que suceder en los días del Hijo del hombre. Es imposible confundir la «justicia» con la «violencia», ni hay semejanza entre una impiedad universal y una paz universal. Solo es necesario un corazón sometido a la Palabra y liberado de las influencias de las opiniones preconcebidas para entender el verdadero carácter de los días que inmediatamente preceden a la venida del Hijo del hombre. No se extravíe el lector. Sométase reverentemente a las Escrituras. Fíjese en las condiciones que prevalecían en los días anteriores al diluvio y tenga en mente que, como fue entonces, así será al final de la actual dispensación. Esto es muy sencillo y muy concluyente. No hubo entonces nada semejante a un estado de justicia y paz ni habrá nada igual en los días venideros.
No dudamos de que aquellos hombres eran muy industriosos en sus esfuerzos para arreglar todas las cosas y hacer muy habitable su mundo antediluviano. Pero no entró en sus designios el plan de componer el mundo para que fuera un lugar en el que Dios pudiera morar. De la misma manera, en la actualidad es fácil ver por doquier cómo los hombres se esfuerzan para quitar las piedras del camino de la vida y destruir todas sus asperezas, pero nada hacen para preparar «el camino del Señor» ni para enderezar «sus sendas» (Lucas 3:4-5) o para allanar sus valles y bajar sus collados en preparación para la manifestación de la gloria y la salvación de Jehová. No cabe duda de que la civilización avanza, pero la civilización no es la justicia. Muchos se dedican a “barrer la casa”, pero el huésped al que esperan no es el Cristo sino el Anticristo. Los hombres emplean su sabiduría para cubrir con su ropaje brillante las asquerosas manchas de la humanidad, mas sus esfuerzos son en vano porque estas, aunque cubiertas, no dejan de ser evidentes, y tarde o temprano serán reveladas en toda su asquerosidad y hediondez. Los diques con que los hombres procuran contener las corrientes de la miseria humana tienen que ceder a la presión de las fuerzas que empujan, y el mundo tiene que reconocer que han abortado todos sus planes para sujetar la degradación de la posteridad de Adán a los límites angostos que la benevolencia humana ha procurado construir en derredor de ella. «El fin de todo ser» (v. 13) está ante mí. Ese fin no resulta todavía palpablemente presente para los hombres, pero Dios tiene conocimiento de él. No importa que se oiga la voz de los mofadores que preguntan: «¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todo permanece como desde el principio de la creación». Sin embargo, los momentos vuelan y se acerca el tiempo en que estos mofadores recibirán su respuesta: «Pero el día del Señor vendrá como ladrón; los cielos con gran estruendo desaparecerán, y los elementos, ardiendo, serán disueltos; la tierra y las obras que hay en ella serán quemadas» (2 Pe. 3:4-10). Esta, lector, es la respuesta a las burlas intelectuales de los hijos de este mundo, pero no a los afectos espirituales y a las esperanzas de los hijos de Dios. Estos últimos, gracias a Dios, tienen una perspectiva totalmente diferente, o sea, la de encontrarse con el Esposo en el aire, antes que el mal haya alcanzado su punto culminante, y, por tanto, antes de que el juicio divino sea derramado.
8.8 - La esperanza de la Iglesia
La Iglesia de Dios no espera la destrucción del mundo en llamas, sino el nacimiento de la «estrella resplandeciente de la mañana».
Ahora, cualquiera sea el objeto que reclame nuestra vista al contemplar el futuro, sea ese objeto la Iglesia en la gloria o el mundo en llamas, sea la venida del Desposado o la entrada clandestina del ladrón, sea la salida de la Estrella de la mañana o el calor del abrasador Sol de justicia, sea nuestro traslado a la gloria cual Enoc, o el diluvio que inundó la tierra, no podemos menospreciar la imprescindible importancia de atender de una vez al testimonio que tenemos a la mano acerca de la gracia que se extiende a los pobres pecadores perdidos. Ahora dice: «En tiempo aceptable te escuché, y en día de salvación te socorrí» (2 Cor. 6:2). «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no teniéndoles en cuenta sus ofensas» (2 Cor. 5:19). Hoy se dedica a reconciliar; más tarde se ocupará en administrar la justicia; hoy todo es gracia, mañana todo será ira, hoy se ofrece perdón por medio de la cruz; después tendrá que castigar en la Gehena para siempre. En estos momentos emanan de Él los más tiernos mensajes de puro amor y abundante gracia. Habla a los pecadores de la redención acabada por la preciosa expiación hecha en la persona de Cristo. Declara a todo el mundo que esa obra ha sido consumada. «Misericordioso es nuestro Dios» (Sal. 116:5). «La paciencia de nuestro Señor como salvación» (2 Pe. 3:15). «El Señor no retarda su promesa, como algunos lo piensan, sino que es paciente con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe. 3:9). Todo esto llena el momento presente de grandes responsabilidades, pues es solo un momento que nos separa de la eternidad. Ahora estamos en presencia de la gracia sobreabundante, pero sobre nuestras cabezas está la inminente ira venidera. ¿Qué verdad podría ser más solemne?
Esta escena despierta en nosotros el más profundo interés, porque nos revela el programa del desenvolvimiento de los planes divinos. La Escritura arroja su luz sobre este cataclismo, de manera que no nos es necesario mirar los acontecimientos con ojos vacíos como los que son llevados rápidamente en la oscuridad sin saber adónde van a parar. Nos es permitido tener conocimiento de nuestro rumbo y comprender con exactitud la fuerza de las tendencias que obran a nuestro alrededor. Podemos descubrir el punto donde el remolino comienza a tragar los objetos que flotan ociosamente sobre la superficie. Los hombres sueñan con una edad dorada; se ilusionan con la esperanza de un milenio de artes y ciencias; se alimentan con la perspectiva de las abundantes cosechas de mañana. Pero ¡qué vanos son todos esos pensamientos, sueños y promesas! La fe puede ver en el horizonte las negras nubes de destrucción. El día del juicio se acerca y será día de ira. Entonces estará cerrada la puerta y el engaño obrará con mayor fuerza en los que queden. ¡Cuán importante es, pues, que ahora se levante la voz de alarma, que se dé el testimonio con fidelidad para procurar contrarrestar la complacencia lastimera del hombre ilusionado. Es cierto que aquel que lo procure hacer se expondrá a la acusación de ser siempre profeta de malas noticias –como dijo Acab a Micaías–, pero eso no nos debe detener. Debemos anunciar lo que la Palabra profetiza, y hagámoslo simplemente a fin de persuadir a los hombres. Si esta Palabra de Dios quita la tierra de debajo de nuestros pies, quita solamente lo que es hueco y falso para ponernos sobre el fundamento sólido que no puede ser movido. Nos quita una esperanza engañosa para darnos otra que no nos avergonzará. Quita la caña cascada para poner en su lugar la roca eterna. Hace a un lado la cisterna rota y vacía que no retiene agua para poner en su lugar la «fuente de agua viva» (Jer. 2:13). Este es el verdadero amor, porque es el amor de Dios que no dice: «Paz, no habiendo paz», ni recubre con lodo suelto la pared (Ez. 13:10). Es el deseo de Dios que el alma del pecador descanse tranquilamente en su eterna Arca de seguridad, gozando de la comunión íntima con él mismo y abrigando la esperanza de que, cuando ya haya pasado toda la ruina, la desolación y el juicio, sea hecha realidad la experiencia del descanso con él en una nueva y restaurada creación.
Pero volvamos a Noé para contemplarle en una nueva relación. Le hemos visto ocupado en la construcción del arca y le hemos conocido como el morador de ella; pero nos queda contemplarle al salir de su refugio y tomar otra vez su lugar en un nuevo mundo.
«Y se acordó Dios de Noé». Una vez terminada la «extraña obra» del juicio, salvada la familia y todo aquello que estaba asociado con ella, son recordados por Dios. «E hizo pasar Dios un viento sobre la tierra, y disminuyeron las aguas. Y se cerraron las fuentes del abismo y las cataratas de los cielos; y la lluvia de los cielos fue detenida». Los rayos del sol comienzan a iluminar la tierra que había recibido un bautismo de juicio. La ira divina es para nosotros la «extraña obra» de Dios (Is. 28:21). Él no se deleita en ella, aunque sí es glorificado por ella. Nos regocijamos más en el otro hecho, muy conocido, de que Dios está siempre dispuesto a dejar el lugar del juicio para ocupar el de la misericordia, porque en esta se halla todo su deleite.
8.9 - El cuervo y la paloma
«Sucedió que al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana del arca que había hecho, y envió un cuervo, el cual salió, y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron sobre la tierra» (v. 6-7). Esta ave inmunda, al salir del arca halló sin duda un lugar de descanso en algún cadáver que flotaba sobre el agua, y no sintió la necesidad de volver al arca. No así la paloma, la que no halló «dónde sentar la planta de su pie, y volvió a él al arca… y volvió a enviar la paloma fuera del arca. Y la paloma volvió a él a la hora de la tarde; y he aquí que traía una hoja de olivo en el pico» (v. 9-10). Esta se ha considerado como el dulce emblema de la mente renovada, la cual, en medio de toda la desolación que había en derredor, busca y halla su descanso y porción en Cristo, y no solo esto, sino que se vale de las arras de su herencia y presenta las benditas pruebas de que el juicio ya ha pasado y que la tierra ha sido renovada y preparada para un nuevo uso. Por otro lado, el ánimo carnal puede descansar en cualquier cosa menos en Cristo, y puede alimentarse de la corrupción. La «hoja de olivo» no tiene nada de atractivo para él. Como sus pensamientos no suben más alto que la escena de muerte que le rodea, no piensa para nada en las glorias de un mundo renovado. En contraste notable con el ánimo carnal está el corazón cristiano, el que, ejercitado por el Espíritu de Dios, se regocija solo en aquellas cosas que son el objeto de la complacencia divina. El cristiano descansa en el arca de salvación «hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas» (Hec. 3:21). Quiera Dios que sea esta también la experiencia de mi querido lector y la mía propia: que Jesucristo sea el lugar de descanso y de refugio para nuestros corazones y que no busquemos una paz falsa en el mundo, el que en verdad yace bajo la condenación de Dios. La paloma volvió a Noé y esperó allí hasta su tiempo de reposo. Así nosotros debemos hallar nuestro descanso con Cristo hasta que llegue el tiempo de su exaltación y gloria en el siglo venidero. «El que ha de venir vendrá, no tardará» (Hebr. 10:37). Necesitamos solamente un poco de paciencia y que Dios enderece nuestras almas en su amor y en la «paciencia de Cristo».
8.10 - Noé sale del arca y adora a Jehová – el altar
«Habló Dios a Noé, diciendo: Sal del arca» (v. 15-16). El mismo Dios que le había ordenado que construyese el arca y que entrase en ella, ahora le manda que la abandone. «Entonces salió Noé… Y edificó Noé un altar a Jehová» (v. 18, 20). Todo lo hace conforme a sus instrucciones con sencilla obediencia, tanto en el momento de la oscuridad como en la hora de regocijo y de adoración gozosa. Erige el altar en el mismo lugar donde antes se había verificado la sentencia de juicio y de desolación. El arca ha llevado a Noé y a su familia con seguridad por sobre las aguas del juicio, y ahora los deposita en un mundo nuevo en el que el primer acto es el de un adorador. Debe notarse aquí que el altar es dedicado al Señor. La superstición podría haberle impulsado a adorar al arca por haber sido el medio de su salvación. El corazón humano siempre tiene tendencia a poner la ordenanza en el lugar de Dios. Esta arca había sido para Noé una ordenanza sumamente importante y muy eficaz para su salvación, pero su fe le hizo ir más allá, de modo que, cuando pisó otra vez tierra firme, sin volverse para mirar el instrumento de su liberación, y mucho menos para rendirle culto, construye un altar y adora a Jehová. No volvemos a oír absolutamente nada acerca del arca.
De esto se desprende una lección muy sencilla, pero de bastante importancia, la que no deja de ser oportuna en todo tiempo. En el momento en que el corazón se aparta de su concepto real de la presencia de Dios, se expone a la desviación y las extravagancias que no conocen límites, y abre la puerta a toda forma de idolatría. Es el juicio de la fe el que hace que la ordenanza valga solo en la medida en que pone el alma en comunicación con Dios como una potencia vivificante. En otras palabras, la ordenanza debe servir a la fe como medio de comunicación con Cristo, sancionado por Cristo mismo. No tiene ningún otro valor, y, si por acaso se interpone de alguna manera como un impedimento que estorba esa comunicación con la obra o con la persona de Cristo, cesa de ser una ordenanza de Dios y se convierte en un instrumento de Satanás. Para la superstición, la ordenanza lo es todo, hasta el punto de excluir la comunión espiritual. Se usa el nombre de Dios simplemente para magnificar la importancia de la ordenanza y reforzar su influencia sobre la mente y el corazón. Así sucedió cuando el pueblo de Israel se entregó a la adoración de la serpiente de bronce en el tiempo de los reyes. Aquello que antes había sido una vía de bendición, porque Dios lo empleaba con ese propósito, llegó a ser un objeto de veneración supersticiosa cuando el corazón del pueblo se había endurecido a causa de su falta de verdadera piedad. El rey Ezequías tuvo que destrozarla y recordarle al pueblo que ella no era más que un pedazo de metal: «Nehustán». Antes, ese metal había sido absolutamente necesario en la obra de sanar al pueblo, porque Dios así lo había mandado, y los hombres aceptaron ese mandato por la fe; pero la superstición, careciendo enteramente de una revelación directa de la voluntad de Dios y pervirtiendo los divinos propósitos revelados en otros mandamientos, toma un instrumento abandonado y, exagerando su santidad, lo convierte en un ídolo y le atribuye poderes divinos (2 Reyes 18:4).
Lector, ¿no halla usted una lección importante para los que vivimos en este siglo? Yo creo que sí. Vivimos en una época en la que se exagera la importancia de las ordenanzas. La atmósfera en la que vive la iglesia ordinaria está saturada de los elementos de una religión tradicional que sustraen al alma de toda su comunión con Cristo y de la bendición de su salvación plena. No es que las tradiciones humanas nieguen la personalidad de Cristo o el hecho de que él haya sufrido en la cruz por nosotros. Si fueran así abiertamente ateístas, no harían tanto mal, porque los hombres descubrirían su malicia. El mal es peor porque su carácter es más insidioso y está más oculto. Las ordenanzas imponen sus demandas como necesarias para completar la obra de Cristo. Dicen que no es Cristo quien salva sino Cristo en unión con el cumplimiento de las ordenanzas. De esta manera, Cristo queda despojado de todo su mérito, porque aquello que comienza con una combinación de Cristo y ordenanzas, tiene que terminar en ordenanzas y nada de Cristo. Este es un asunto de solemne importancia para toda persona que insista en la necesidad de sostener una religión llena de estos mandamientos y fórmulas fijas. «¿Qué provecho la circuncisión?» (Rom. 3:1), «porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión» (Gál. 5:6). La salvación tiene que emanar enteramente de Cristo o no tendrá ningún valor. El diablo procura persuadir a los hombres de que están honrando a Dios y a Cristo cuando manifiestan su respeto por las ordenanzas, porque sabe bien que están conformándose con un culto falso en el que se deifica una cosa humana y se desecha la lealtad que Cristo demanda de ellos. Como alguien lo ha dicho, la tendencia de la superstición es magnificar la ordenanza; la tendencia de la infidelidad y el indiferentismo es anularla. Pero la fe la usa de conformidad con las instrucciones divinas.
8.11 - El arco en las nubes
Nos queda poco espacio en esta sección para tratar el contenido del capítulo 9. En él se nos habla de un nuevo pacto para dirigir la creación que salió renovada después del diluvio. «Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra» (v. 1). Notamos aquí que el mandamiento es universal en su aplicación y que era su deseo que los hombres se dispersasen por todas partes y que no concentraran sus esfuerzos en una sola parte. Vamos a ver después, en el capítulo 11, cómo los hombres desoyeron ese mandato divino.
El temor del hombre se ha infundido en toda criatura. El servicio que estos órdenes inferiores de la creación rinden al hombre tienen que ser el resultado de «el temor y el miedo» (v. 2) que ellos sintieron respecto de su amo. Por el eterno decreto de Dios, dado en unión con este nuevo pacto, la creación es liberada de todo temor de un segundo diluvio. El juicio de Dios no se valdrá otra vez de ese medio para ejecutar sus fallos. «Mediante la cual el mundo de entonces pereció anegado en agua. Pero los cielos y la tierra de ahora, por la misma palabra son reservados para el fuego, guardados para el día del juicio y de la destrucción de los hombres impíos» (2 Pe. 3:6-7). La tierra ha sido purificada una vez con agua, y tiene que ser depurada otra vez, pero con fuego; y en este segundo acrisolamiento no escaparán sino solo aquellos que se hayan refugiado en Aquel que ha pasado por las hondas aguas de la muerte y que ha afrontado los fuegos consumidores del juicio divino.
«Y dijo Dios: Esta es la señal del pacto… mi arco he puesto en las nubes… Y me acordaré del pacto mío» (v. 12-15). Toda la creación deriva su confianza –en cuanto a su exención de otro diluvio– de la firmeza de ese pacto divino del cual el arco iris es la señal, y nos es grato pensar que toda vez que el arco de colores atraviesa las nubes, el ojo divino descansa sobre él, y no es simplemente el hombre el que se acuerda sino Dios también, cuya memoria no puede fallar jamás. Dios dice: «Me acordaré». ¡Qué hermoso es pensar en las cosas que Dios ha prometido recordar y aquellas otras cosas que ha ofrecido olvidar! Se acordará de su propio pacto, pero no se acordará de los pecados de su pueblo. La cruz, que ratifica el pacto, deshace al mismo tiempo los pecados. Es la confianza que tenemos en esta promesa la que trae paz al corazón perturbado y da descanso a la conciencia.
«Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver entonces mi arco en las nubes» (v. 14). ¡Qué hermoso emblema y qué significativo! Los rayos del sol, reflejados desde aquello que tipifica el juicio amenazante, tranquilizan el corazón porque hablan al mismo tiempo del pacto divino, de la salvación y de la memoria eterna. ¡Qué preciosos son esos rayos, pues se multiplica su hermosura al contrastar con el negro nubarrón! El arco es un emblema de la cruz del Calvario, porque allí también vemos la negra nube del juicio divino descargándose sin misericordia sobre la cabeza sagrada del Cordero de Dios. Es una nube tan negra que aun a mediodía hay oscuridad sobre toda la tierra. Pero es posible que el ojo de la fe descubra en esa nube tan terrible el arco iris de una esperanza hermosísima, porque ve cómo penetran los rayos del amor infinito y eterno de Dios y vuelven, hechos luz y colores, al ojo del creyente. Oye también cómo las palabras «cumplido está» (Juan 19:30) penetran la oscuridad, y en estas palabras reconoce la ratificación perfecta de esos consejos eternos para el bienestar, no solamente de las tribus de Israel, sino también de toda la Iglesia de Dios.
8.12 - Embriaguez de Noé
El último párrafo de este capítulo nos presenta un cuadro bastante humillante. El señor de la creación falla en el gobierno de sí mismo. «Después comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña; y bebió del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en medio de su tienda» (v. 20-21). ¡Qué triste condición la del único hombre justo, el hombre predicador de justicia! ¡Qué es el hombre! Dondequiera que lo busquemos, le hallamos fracasando. En Edén fracasó; en la tierra restaurada fracasó, en Canaán fracasó, en la Iglesia fracasa; en la presencia de la bendición y la gloria milenarias, fracasará; dondequiera y en todas sus empresas no se ve en él cosa buena. Por más grandes que sean sus ventajas y por más vastos que sean sus privilegios, no puede exhibir delante del mundo mejor historia que la repetición de sus pecados anteriores o los de sus antepasados.
Pero debemos considerar a Noé bajo dos puntos de vista, primero como tipo, y después como hombre. Al mismo tiempo que el tipo se ve hermoso y lleno de preciosa significación espiritual, el hombre no revela más que pecado y necedad. Sin embargo, el Espíritu Santo ha dejado estas palabras: «Noé, varón justo, era perfecto en sus generaciones; con Dios caminó Noé» (6:9). La gracia divina había cubierto todos sus pecados y revestido su persona con las inmaculadas vestiduras de la justicia. Aunque Noé estaba descubierto en medio de su tienda, no contempló Dios su desnudez, mas lo vio, no en la debilidad de su condición, sino en el poder pleno de la justicia divina y eterna. Así podemos comprender el curso de vida que Cam adoptó. Por el contrario, Sem y Jafet demuestran en su conducta un precioso dechado del método divino de tratar con la desnudez humana, y, por tanto, heredan una bendición, mientras Canaán hereda una maldición (v. 24, 27).
9 - Capítulo 10: Los tres hijos de Noé y su descendencia
9.1 - Nimrod y Babilonia
Esta porción del libro que estudiamos contiene las listas de las generaciones de los tres hijos de Noé, en las que se menciona especialmente a Nimrod, fundador del reino de Babel, o Babilonia, un nombre que ocupa una posición prominente en las páginas de la historia sagrada. Babilonia es un nombre muy conocido y de una influencia notoria. Desde este capítulo 10 del Génesis hasta el capítulo 18 del Apocalipsis, este nombre aparece una y otra vez, y siempre se identifica con las fuerzas que hostilizan y se oponen al testimonio de los siervos de Dios. No debemos identificar la Babilonia del Antiguo Testamento con la Babilonia del Apocalipsis. De ninguna manera. Una es una ciudad histórica, mientras que la otra es un sistema; pero tanto la ciudad como el sistema ejercen siempre una influencia poderosa que es hostil al pueblo de Dios. Apenas había entrado Israel en su campaña de conquista de la tierra de Canaán cuando un vestido babilónico (Josué 7:21) trae la derrota y el anatema sobre la hueste invasora. Esta es la primera mención de tal malévola influencia de Babilonia en su contacto con el pueblo de Dios, pero todo estudioso de las Escrituras está al tanto del lugar que Babilonia ocupa a través de toda la historia de Israel.
Este no es lugar para hacer un detallado resumen de todos esos pasajes, pero baste decir que, cada vez que Dios se vale de un testigo en la tierra en la forma de un pueblo o de un testimonio colectivo, Satanás tiene una Babilonia para dañar y corromper ese testimonio. Cuando Dios relaciona su nombre con una ciudad, entonces Babilonia toma la forma de una ciudad; y cuando Dios se identifica con una Iglesia, entonces Babilonia es el sinónimo de una religión corrupta, y merece los asquerosos títulos de «la gran ramera» o «la madre… de las abominaciones» (Apoc. 17:1-7). En una palabra, la Babilonia de Satanás es siempre un instrumento que él maneja bien a fin de frustrar las operaciones divinas, sea por su conflicto con Israel como pueblo o con los cristianos como Iglesia. En el Antiguo Testamento, Israel y Babilonia ocupan los opuestos platillos de la balanza, y, cuando sube Israel, baja Babilonia, y viceversa. Leemos que, cuando Israel es rechazado como indigno testigo de Jehová, «Nabucodonosor rey de Babilonia lo deshuesó después» (Jer. 50:17). Las vasijas de la casa de Dios que debían haber quedado en la ciudad de Jerusalén, fueron llevadas a la ciudad de Babilonia. Pero Isaías, en su sublime profecía, nos enseña otro cuadro en el que se ven las cosas enteramente cambiadas. Nos presenta una visión en la cual la estrella de Israel está en ascenso, mientras que la de Babilonia ha entrado ya en su ocaso. «Y en el día que Jehová te dé reposo de tu trabajo y de tu temor, y de la dura servidumbre en que te hicieron servir, pronunciarás este proverbio contra el rey de Babilonia, y dirás: ¡Cómo paró el opresor, cómo acabó la ciudad codiciosa de oro! … Desde que tú pereciste, no ha subido cortador contra nosotros» (Is. 14:3-8).
No quiero decir más por ahora en lo tocante a la Babilonia del Antiguo Testamento. Si el lector quiere estudiar los capítulos 17 y 18 del Apocalipsis, sabrá cuál es el carácter y el fin de la otra Babilonia. Se nos presenta como marcado contraste con la esposa del Cordero, y su fin es el de una gran piedra de molino arrojada en medio del mar. Después de su destrucción, la historia termina en las bodas del Cordero, con todo su acompañamiento de felicidad y de gloria.
Me es imposible seguir con el desarrollo de estas comparaciones interesantísimas, las que he mencionado simplemente para llamar la atención sobre ese hombre que fundó la ciudad. Pero dejo a mi lector en libertad para proseguir el estudio hasta donde guste, pues hallará algo tipificado cada vez que se menciona ese nombre. Volvamos, pues, a nuestro capítulo.
«Y Cus engendró a Nimrod, quien llegó a ser el primer poderoso en la tierra. Este fue vigoroso cazador delante de Jehová; por lo cual se dice: Así como Nimrod, vigoroso cazador delante de Jehová. Y fue el comienzo de su reino Babel, Erec, Acad y Calne, en la tierra de Sinar» (v. 8-10). Esta es la descripción que tenemos de este hombre que fundó la ciudad de Babilonia. Era uno de los poderosos «en la tierra» y un gran «cazador delante de Jehová». Tal como fue el origen de la ciudad, así se reveló también su carácter a lo largo de todo este libro de Dios. Ha sido siempre una positiva influencia abiertamente antagónica contra todo aquello que debe su origen al cielo, de modo que, cuando esta Babilonia es totalmente destruida, se oye el grito de júbilo entre las huestes celestiales, diciendo: «¡Aleluya!, porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso reina» (Apoc. 19:6). Ah, sí, llegará el día en que el arco del cazador será quebrado, y este dejará de perseguir la presa, sean bestias del campo o almas humanas. Todo su poder y gloria, su pompa y soberbia, su riqueza y lujo, su luz y goce, su deslumbrante oropel y viso, sus grandes atracciones mundanas y su corruptora e insidiosa influencia habrán pasado para siempre. Ha de ser barrido de sobre la faz de la tierra como anatema y arrojado a la obscuridad y horror de las tinieblas de fuera, a las sombras de una noche eterna. «¡Hasta cuándo, Señor!»
10 - Capítulo 11: Construcción de Babel
10.1 - El hombre se establece en la tierra
El contenido de este capítulo tiene suma importancia para el hombre espiritual. Se refiere a dos grandes hechos, a saber: la construcción de Babel y el llamamiento de Abraham; o, en otras palabras, el esfuerzo del hombre para bastarse a sí mismo y la revelación –hecha a la fe– de lo que Dios tiene en reserva para la misma; o el intento del hombre de establecerse en la tierra, y el llamamiento que Dios dirige a un hombre para hacerle salir de ella, haciéndole hallar su parte y su morada en el cielo. «Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí… Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra» (v. 1-4). El corazón humano procura siempre hacerse un nombre, una porción y un centro en la tierra. Sus aspiraciones no se dirigen hacia el cielo, hacia el Dios del cielo, hacia la gloria del cielo, sino siempre hacia algún objeto de aquí abajo. Librado a sí mismo, el hombre “edifica siempre más abajo que el cielo”; se requiere el llamamiento de Dios, la revelación y el poder de Dios para elevarle el corazón por encima del mundo presente, porque el hombre es una criatura servil, ajena al cielo y aliada a la tierra.
En la escena que tenemos ante la vista ni se conoce a Dios ni se le busca; el corazón del hombre no se preocupa de preparar puesto alguno donde Dios pueda hacerse morada, ni de juntar material para construirle una habitación. Lejos de ello; ni siquiera se menciona el nombre de Dios. El hombre de la llanura de Sinar tenía en perspectiva y procuraba adquirirse una reputación, y desde entonces ha hecho siempre lo mismo. Ya sea en la llanura de Sinar, ya sea en las orillas del Tíber [9], le vemos siempre exaltarse a sí mismo, excluyendo a Dios de todas partes y de todas las cosas; y entre sus propósitos, sus principios y sus caminos hay un acuerdo penoso. Él siempre procura excluir a Dios y ensalzarse a sí mismo.
[9] Nota del E.: El Tíber, río italiano que cruza Roma y desagua en el Mediterráneo.
De modo que, bajo cualquier punto de vista que consideremos esta confederación babilónica, es muy instructivo ver desplegarse en ella el genio precoz y las facultades de la mente humana, independientemente de Dios. Al seguir el curso de la historia del mundo, encontramos entre los hombres, en todas partes, una muy marcada tendencia a formar asociaciones y confederaciones. Especialmente por este camino procura llevar a cabo sus designios. Trátese de filantropía, de religión o de política, nada se alcanza sin una asociación de hombres organizada en toda la regla. Es bueno tener presente este principio y verle en sus primeros comienzos, como así también la primera aplicación de la llanura de Sinar. La Escritura nos enseña de una vez tanto el plan, el objeto, el mismo intento, como la destrucción de esta asociación. Si en la actualidad miramos a nuestro alrededor ¿no vemos también en todas partes asociaciones, y tantas que sería inútil procurar enumerarlas? Son tan numerosas como los proyectos del corazón humano. Pero es importante notar que la primera de todas fue la de Sinar, organizada con el objeto –que nuestro siglo esclarecido y civilizado no negará– de promover los intereses de la humanidad y ensalzar el nombre del hombre. Pero la fe descubre una gran falta en todas esas asociaciones, pues excluyen a Dios. Luego, emprender la elevación del hombre sin Dios tiende a elevarle a una altura vertiginosa, donde resbalará su pie, haciéndole caer en una confusión desesperada y en una ruina sin remedio. El cristiano no debería conocer otra asociación que la de la Iglesia del Dios vivo, constituida en un Cuerpo por el Espíritu Santo que ha descendido del cielo cual testigo de la glorificación de Cristo, para bautizar en un solo Cuerpo a todos los creyentes, y hacer de ellos la morada de Dios. Babilonia es en todo sentido lo contrario de lo que es la Iglesia. Y finalmente llega Babilonia a ser «morada de demonios», según nos lo asegura el capítulo 18 del Apocalipsis.
10.2 - Confusión de lenguas y intervención de la gracia
«Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad» (v. 6-8). Tal fue el destino de la primera asociación de los hombres, y así será hasta el fin. «Reuníos, pueblos, y seréis quebrantados… disponeos, y seréis quebrantados» (Is. 8:9).
Pero ¡cuán diferente resulta todo cuando Dios asocia a los hombres entre sí! En los Hechos, capítulo 2, vemos al Bendito descender en su gracia infinita hasta el hombre, aun en medio de las circunstancias en las cuales el pecado ha colocado a este. El Espíritu Santo reviste a los mensajeros de la gracia de poder para anunciar la buena nueva en los distintos idiomas de aquellos que los escuchan, pues Dios deseaba llegar al corazón del hombre mediante el glorioso mensaje de la gracia. No fue proclamada así la ley en el Sinaí que ardía en fuego. Al declarar Dios lo que debía ser el hombre, se expresó en un solo idioma; pero, al revelar lo que es él mismo, se expresa en diversos idiomas. La gracia irrumpe a través de las barreras levantadas a causa del orgullo y de la locura del hombre, para que todo hombre pueda oír y entender la buena nueva de salvación, «las grandes obras de Dios» (Hec. 2:11). ¿Por qué ocurre esto? Con el objeto de asociar a los hombres, conforme a los principios de Dios, alrededor de sí mismo cual centro; con el objeto de darles en realidad una misma lengua, un mismo centro, un mismo propósito, una misma esperanza, una misma vida; con el objeto de juntarlos de tal manera que nunca más fuesen dispersos y confundidos; con el objeto de darles un nombre y una habitación eternamente perdurables; de elevarlos a una ciudad y una torre cuya cúspide no solo llegara hasta el cielo sino que tuviera fundamento imperecedero, colocado en el cielo por la poderosa mano de Dios mismo, con el objeto de juntarlos alrededor de la gloriosa persona de Cristo resucitado y glorificado, para que todos en conjunto le ensalzaran y le adoraran.
Si el lector quiere tener la bondad de leer el versículo 9 del capítulo 7 del Apocalipsis, verá una gran multitud de toda nación, de toda tribu, de todo pueblo y de toda lengua, en pie delante del Cordero y todos dándole gloria a una voz. Entre los tres pasajes de la Escritura que acabamos de considerar, hay una relación instructiva e interesante. En el capítulo 11 del Génesis la diversidad de lenguas es la expresión del juicio de Dios, en el capítulo 2 de los Hechos las lenguas son la dádiva de su gracia, y en el capítulo 7 del Apocalipsis todas estas lenguas están reunidas alrededor del Cordero rindiéndole tributo de gloria. La asociación de Dios culmina en gloria; la del hombre en confusión. La primera es introducida por el Espíritu Santo, y tiene por objeto el ensalzamiento de Cristo; la segunda es instituida por la profana energía del hombre caído, y tiene por objeto el ensalzamiento del hombre.
Finalmente, yo diría que todos los que sinceramente desean conocer el verdadero carácter, objeto y resultado de las asociaciones humanas deben leer los primeros versículos del Génesis 11; y, por otra parte, todo el que desea conocer la excelencia, la belleza, el poder y carácter perdurable de la asociación divina, debe mirar a esa santa, viva y celestial corporación que en el Nuevo Testamento es llamada la Iglesia del Dios vivo, el Cuerpo de Cristo, la Esposa del Cordero.
Quiera Dios hacernos considerar y comprender todas estas cosas con fe poderosa, pues solo así nuestras almas podrán sacar provecho de ellas. Las doctrinas más interesantes, como asimismo el conocimiento más profundo de las Escrituras, pueden dejar el corazón frío y estéril; es necesario buscar y hallar a Cristo en la Escritura y, habiéndole hallado, es preciso que nos alimentemos de él mediante la fe, para que recibamos la renovación, la unción y la fuerza de vida que tanta falta nos hace en estos días de frío formalismo. ¿Qué provecho puede depararnos una ortodoxia fría, desprovista de la experiencia que nos haga poseer a un Cristo vivo, conocido en todo su poder y toda la excelencia de su persona? La doctrina sana tiene, sin contradicción, importancia inmensa, y todo fiel siervo del Señor se sentirá imperiosamente llamado a retener «el modelo de las sanas palabras», tal como Pablo lo recomienda a Timoteo (2 Tim. 1:13). Pero, después de todo, es en Cristo vivo en quien está el alma y la vida, la esencia y sustancia de la sana doctrina. Quiera Dios que, por el poder del Espíritu Santo, veamos más hermosura y excelente gloria en Cristo, para que seamos completamente liberados del espíritu y de los principios de Babel.
11 - Capítulo 12: Abraham y el país de Canaán
Buena parte del libro del Génesis se ocupa de la historia de siete hombres, que son: Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y José. No me cabe duda de que la historia de cada uno de ellos representa una verdad especial. Así, por ejemplo, en Abel hallamos simbólicamente la revelación de la verdad fundamental consistente en que el hombre puede acercarse a Dios mediante la expiación comprendida y aceptada por la fe. Enoc nos muestra la parte y la esperanza propias de la familia celeste, mientras que Noé nos hace ver cuál es el destino de la familia terrestre. Enoc fue elevado al cielo antes del juicio; Noé fue llevado a través del juicio a la tierra restaurada. Cada uno de estos hombres nos representa una verdad distinta, y, por consiguiente, un lado distinto de la fe. El lector puede continuar el estudio de este asunto en toda su extensión en el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos, y tal trabajo le será interesante y provechoso.
Pero ahora es Abraham quien se ofrece a nuestra consideración, y a él nos vamos a referir.
11.1 - Llamamiento de Abraham
Al comparar el versículo 1 del capítulo 12 y el versículo 31 del capítulo 11 con los versículos 2 al 4 del capítulo 7 del libro de los Hechos, descubrimos una verdad práctica de valor inmenso para el alma. «Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (v. 1). Tal fue la directiva que Dios le impartió a Abraham, directiva bien definida mediante la cual Dios quería obrar en el corazón y en la conciencia del que la recibía. «El Dios de gloria apareció a nuestro padre Abraham, estando él en Mesopotamia, antes de que habitase en Harán; y le dijo: Sal de tu tierra y deja a tus parientes, y ve a la tierra que yo te mostraré. Entonces salió de la tierra de los caldeos y habitó en Harán. Y de allí, después de morir su padre, lo trasladó Dios a esta tierra en donde vosotros ahora habitáis» (Hec. 7:2-4). El resultado de esta directiva se halla en el versículo 31 del capítulo 11 del Génesis: «Y tomó Taré a Abram su hijo, y a Lot, hijo de Harán, hijo de su hijo, y a Sarai su nuera, mujer de Abram su hijo, y salió con ellos de Ur de los caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y vinieron hasta Harán, y se quedaron allí… y murió Taré en Harán». En el conjunto formado por todos estos pasajes vemos que los lazos naturales impidieron que el corazón de Abraham respondiera completamente al llamamiento de Dios. Aun cuando fue llamado a trasladarse a Canaán, se quedó en Harán hasta que la muerte hubo roto el vínculo de la naturaleza que le retenía junto a su padre; y en seguida, sin dejarse detener más, se traslada al lugar al cual «el Dios de gloria» le había llamado.
Todo esto es significativo. Las influencias de la naturaleza del hombre son siempre contrarias a la realización plena y al poder práctico de la vocación (o llamamiento) de Dios. Desgraciadamente nos sentimos inclinados a contentarnos con una porción menor que la que nos brinda esta vocación. Se necesita una fe muy sencilla y muy íntegra para que el alma se eleve a la altura de los pensamientos de Dios y se apropie las cosas que nos revela.
La oración de Pablo que tenemos en Efesios 1:15-22 nos demuestra hasta qué punto él había comprendido las dificultades contra las cuales la Iglesia siempre tendría que luchar al tratar de comprender cuál es «la esperanza» del llamamiento de Dios, y cuáles «la riqueza de la gloria de su herencia en los santos». Es natural que no podamos andar de un modo digno de este llamado si no lo comprendemos. Es preciso que sepamos a qué punto se nos llama para podernos trasladar al mismo. Si Abraham se hubiera hallado plenamente consciente de esta verdad (que Dios le había llamado para ir a Canaán y que allí estaba su herencia), no se habría detenido en Harán. Igualmente ocurre con nosotros. Si por el Espíritu Santo somos llevados a comprender que la vocación con la cual somos llamados es una vocación celeste, que nuestra morada, nuestra parte, nuestra esperanza, nuestra herencia, están todas arriba, «donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1), nunca nos preocuparemos por mantener una posición de categoría en el mundo, ni buscaremos la reputación, ni nos amontonaremos tesoros en la tierra. Las dos cosas son incompatibles; este es el verdadero modo de mirar el asunto.
El llamamiento celestial no es un dogma vacío, ni una teoría sin poder, ni una grosera especulación. O es una divina realidad o no es nada en absoluto. ¿Fue el llamamiento de Abraham una simple especulación? ¿Fue una mera teoría acerca de la cual podía hablar o argüir mientras continuara en Harán? Ciertamente que no: era una verdad divina, poderosa, práctica. Abraham fue llamado para ir a Canaán, y no podía ser que Dios le aprobara la decisión de permanecer en otro lugar. Y como fue con Abraham, así es con nosotros. Si queremos disfrutar de la aprobación y de la presencia de Dios, es preciso que por la fe procuremos obrar conforme al llamado celeste. Es decir, debemos procurar llegar, práctica y moralmente, a aquello a que Dios nos llama, a saber, a una plena comunión con su Hijo unigénito: comunión con él en su rechazo aquí abajo; comunión con él en su aceptación en el cielo. Pero, así como para Abraham fue la muerte la que rompió el lazo por el cual la naturaleza le ataba a Harán, así para nosotros es la muerte la que rompe el lazo por el cual la naturaleza nos ata al siglo presente. Es preciso que experimentemos que estamos muertos en Cristo –nuestra cabeza y nuestro representante–, que nuestro lugar, en lo tocante a la naturaleza y al mundo, está en medio de las cosas que fueron, que la cruz de Cristo es para nosotros lo que fue el mar Rojo para los israelitas, a saber, que ella nos separa eternamente del país de la muerte y del juicio. Solamente así podremos andar, en cierta medida, como es digno «del llamamiento» con que fuimos llamados (Efe. 4:1), vocación elevada, santa y celeste, el «llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14).
11.2 - Dos aspectos esenciales de la cruz
Paremos un momento aquí para contemplar la cruz de Cristo bajo sus dos aspectos esenciales, a saber: el fundamento de nuestro culto y de nuestro servicio, de nuestra paz y de nuestro testimonio, de nuestra relación con Dios y de nuestra relación con el mundo. Si, convencido de pecado, contemplo la cruz del Señor Jesús, veo en ella el fundamento eterno de la paz: veo que mi «pecado» ha sido quitado en cuanto a su principio y a su raíz, y veo que han sido llevados mis «pecados», veo que Dios está, de verdad, «por mí», y que está por mí en la misma posición que me veía cuando fue despertada mi conciencia. La cruz revela a Dios cual amigo del pecador y se le revela en su carácter maravilloso de justo Justificador del pecador más impío. La creación y la providencia eran igualmente incapaces en este sentido. En ellas puedo, sin duda, descubrir la potestad de Dios, su majestad y sabiduría; pero estas cosas, consideradas en sí mismas de un modo abstracto, militan contra mí porque soy pecador, y el poder, la majestad y la sabiduría no me pueden quitar el pecado ni hacer que Dios sea justo al recibirme. En la cruz, en cambio, veo a Dios entrar en juicio con el pecado de un modo que resulte en gloria infinita para él mismo; veo la manifestación gloriosa y la perfecta armonía de todos los atributos divinos; veo el amor, y un amor tal que cautiva y persuade mi corazón, fortaleciéndolo y separándolo de todo objeto diferente a medida que comprende este amor; veo la sabiduría, y una sabiduría que confunde a los demonios y asombra a los ángeles; veo el poder, y un poder que derriba todas las barreras; veo la santidad, y una santidad que aleja al pecado hasta los límites más recónditos del universo moral y que constituye la expresión más fuerte que se pueda dar al aborrecimiento que Dios le tiene al pecado; veo la gracia, y una gracia que coloca al pecador en la misma presencia de Dios, más aun, en el propio seno de Dios. ¿Dónde podría yo ver todas estas cosas sino en la cruz? Mire usted a su alrededor, y no hallará jamás nada que reúna de un modo tan lleno y glorioso las dos grandes cosas: «Gloria a Dios en las alturas» y «en la tierra paz» (Lucas 2:14).
¡Cuán preciosa es, por tanto, la cruz en esta su primera fase, como fundamento de la paz del pecador, base de su adoración y base de su relación eterna con el Dios que es allí revelado de manera tan bienaventurada y gloriosa! ¡Cuán preciosa para Dios al suministrarle una base justa sobre la cual actuar en el pleno despliegue de todas sus incomparables perfecciones y en sus tratos de gracia con el pecador! La cruz tiene para Dios un valor tal –como lo dice muy bien un escritor moderno– que “todo lo que Dios ha dicho, todo lo que ha hecho desde el principio, demuestra que la cruz ocupaba el primer lugar en su corazón. Y ¿nos maravillaremos de ello sabiendo, como sabemos, que el Hijo amado de Dios tuvo que ser clavado en la cruz y en ella ser el objeto de la vergüenza y de todos los sufrimientos que los hombres y los demonios pudieron acumular sobre su cabeza, porque tenía placer en hacer la voluntad del Padre y en rescatar a los hijos de su gracia? La cruz será el gran centro de atracción, como asimismo la expresión más perfecta de su amor por la eternidad”.
Entonces, como base de nuestra actividad cristiana y de nuestro testimonio, la cruz requiere de nuestra parte la consideración más seria. Casi huelga decir que, bajo este punto de vista, la cruz es tan perfecta como bajo el punto de vista anterior. La misma cruz que me une con Dios, me separa del mundo. El difunto ha terminado ya con el mundo, y el creyente, muerto con Cristo –por quien el mundo le es «crucificado» y él «al mundo» (Gál. 6:14)– y resucitado con Cristo, vive unido a él en virtud del poder de una vida y naturaleza nuevas. Como está unido a Cristo inseparablemente, el creyente participa necesariamente de su aceptación por parte de Dios y de su menosprecio por parte del mundo. Estas dos cosas van juntas. La primera nos constituye adoradores y ciudadanos del cielo; la otra nos constituye testigos y extranjeros en la tierra. Aquella nos introduce dentro del velo; esta nos pone fuera del campamento, y la una es tan perfecta como la otra. Si se ha colocado la cruz entre mí y mis pecados, dándome la paz con Dios, también se ha colocado entre mí y el mundo, asociándome a Cristo –el desechado por los hombres–, haciéndome objeto de sus enemistades y constituyéndome a la vez en humilde y paciente testigo de la gracia preciosa, insondable y eterna que en ella se revela.
El creyente debería comprender bien estos dos aspectos de la cruz de Cristo y hallarse en condiciones para distinguirlos. No debería hacer gala del disfrute de las bendiciones del uno y rehusar entrar en las condiciones del otro. Si tiene el oído abierto para oír la voz de Cristo dentro del velo, también debería tenerlo abierto para escuchar esa misma voz fuera del campamento. Si se apropia de la expiación que se ha llevado a cabo en la cruz, debería también realizar de hecho el vituperio que ello necesariamente implica. Lo primero fluye de la parte que Dios tuvo en la cruz; lo último fluye de la parte que el hombre tuvo en ella. Es nuestro bendito privilegio no solamente el hecho de haber acabado en ella con el pecado, sino también el de haber acabado en ella con el mundo. Todo está encerrado en la doctrina de la cruz, y esta es la razón por la cual el apóstol ha podido decir: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Pablo consideraba al mundo como cosa que debía clavarse a la cruz, y el mundo, al crucificar a Cristo, había crucificado a todos los que le pertenecen. De ahí que exista una doble crucifixión en lo que respecta al creyente y al mundo, y si entráramos plenamente en ello, demostraríamos la completa y permanente imposibilidad de amalgamar los dos. Amado lector, meditemos estas cosas profunda y honradamente, con oración, y que el Espíritu Santo nos dé capacidad para penetrar en el completo poder práctico de ambas fases de la cruz de Cristo.
11.3 - Harán y los impedimentos familiares
Volvamos ahora a nuestro tema. No nos consta cuánto tiempo se detuvo Abraham en Harán. De todos modos, Dios, en su gracia, veló por su siervo hasta que este, libre ya del impedimento de la naturaleza, obedeció del todo a su mandamiento. Pero no hubo ni pudo haber concierto entre el mandamiento y las circunstancias en las cuales se hallaba Abraham según la naturaleza. Dios ama demasiado a sus siervos para privarles de la bienaventuranza completa que solo acompaña a la obediencia completa.
Conviene notar que Abraham no recibió ninguna nueva revelación durante su residencia en Harán. Para que Dios nos dé nueva luz es preciso que nuestra conducta esté a la altura de la luz que ya nos ha comunicado. «Al que tiene, le será dado» (Lucas 8:18). Tal es el principio divino. De todos modos, recordemos que Dios no nos arrastra a remolque en el sendero de la obediencia y del servicio verdadero; hacerlo así comprometería la excelencia moral que caracteriza a todos los caminos de Dios. Dios no nos arrastra, nos atrae y nos hace andar así en el camino que conduce a la dicha inefable que está en Él mismo; y si nosotros no comprendemos que nos es ventajoso franquear toda barrera de la naturaleza para responder al llamamiento de Dios, faltamos a la gracia que se nos ha concedido. Pero ¡ay! nuestros corazones comprenden tan poco estas cosas. Empezamos por contar los sacrificios, los impedimentos y las dificultades en lugar de correr por el camino de la obediencia, llenos de ardor en nuestras almas como los que conocen y aman a Aquel cuyo llamamiento ha resonado en nuestros oídos.
Cada paso en el camino de la obediencia va acompañado de bendiciones positivas, porque la obediencia es el fruto de la fe, y la fe nos sitúa en una viva asociación y comunión con Dios mismo. Si consideramos la obediencia bajo este punto de vista, veremos sin dificultad cuánto se diferencia ella del legalismo (el que enseña la salvación por la obediencia a la ley) en cada uno de sus caracteres distintivos. El legalismo coloca al hombre, cargado con todo el peso de sus pecados, en el sendero de las buenas obras para servir a Dios cumpliendo los preceptos de la ley, de lo que resulta que el alma siempre se ve atormentada, y, lejos de correr por el camino de la obediencia, ni siquiera ha dado el primer paso. La verdadera obediencia, en cambio, no es más que la manifestación o fruto de una naturaleza nueva, comunicada por la gracia. Dios, en su bondad, concede a esta nueva naturaleza preceptos que la guíen; y es del todo cierto que la naturaleza divina, guiada por los preceptos divinos, jamás produce el legalismo. La que da lugar al legalismo es la vieja naturaleza cuando procura seguir los preceptos divinos. Pero procurar arreglar la caída naturaleza del hombre mediante la pura y santa ley de Dios es tan inútil como absurdo. ¿Cómo podrá la naturaleza caída respirar un aire tan puro? ¡Imposible! Es preciso que ambos, la naturaleza y el aire, sean divinos.
11.4 - La fe de Abraham
Pero Dios no solo comunica al creyente una naturaleza divina y no solo lo guía por sus preceptos divinos, sino que pone delante de él esperanzas acordes con esta naturaleza. Así ocurrió con Abraham. El «Dios de gloria» (Hec. 7:2) se le apareció, y ¿con qué objeto? Dios quería poner delante de él un objeto digno de poseer: «la tierra que te mostraré» (v. 1). En esto no había nada de obligación forzosa, pero Dios atraía el alma. Según la apreciación de la nueva naturaleza, o de la fe, la tierra de Jehová era mucho mejor que Ur o Harán; y, aunque no había visto esta tierra, la fe sabía apreciar su hermosura y su valor, juzgando que, para poseerla, valía la pena abandonar las cosas presentes. Esta es la razón por la cual leemos que «por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir a un lugar que iba a recibir por herencia; y salió sin saber a dónde iba» (Hebr. 11:8), es decir que andaba por fe y no por vista (2 Cor. 5:7). Aunque sus ojos no habían visto, creía en su corazón; la fe era la gran fuerza motriz de su alma. La fe descansa en un fundamento mucho más sólido que la evidencia de nuestros sentidos físicos: la Palabra de Dios. Nuestros sentidos nos pueden engañar; la Palabra de Dios nunca.
El sistema del legalismo niega por completo la doctrina de la nueva naturaleza, como así también los preceptos que la guían y las esperanzas que la animan. El legalista enseña que es preciso renunciar a la tierra para ganar el cielo. Pero ¿cómo puede la naturaleza caída abandonar aquello a lo que está ligada? ¿Cómo podrá sentirse atraída por lo que para ella no tiene atractivo alguno? El cielo no tiene atractivo para la vieja naturaleza; el cielo sería el último lugar donde ella querría estar. No siente gusto ni por el cielo, ni por lo que ocupa el cielo, ni por los moradores del cielo. Si fuera posible que la naturaleza caída entrara en el cielo, se hallaría a disgusto allí. Es incapaz de renunciar a la tierra e incapaz de sentir vivo deseo de alcanzar el cielo. Es verdad que se contentaría con escapar de la Gehena y de sus tormentos indescriptibles; pero el deseo de escapar de la Gehena y el deseo de alcanzar el cielo brotan de dos fuentes muy diferentes. El primero puede existir en la vieja naturaleza; el segundo solo se halla en la nueva naturaleza. Si no hubiera «lago de fuego» (Apoc. 19:20; 20:10, 14-15), gusano que no muere y el «crujir de dientes» (Lucas 13:28) en la Gehena, la vieja naturaleza nada temería. Y este principio es verdadero respecto a todos los deseos y a todas las necesidades de esa naturaleza. La doctrina del legalismo enseña que es necesario abandonar el pecado antes de conseguir la justificación, pero la naturaleza caída no puede abandonar el pecado, y, en cuanto a la justicia, esa naturaleza la odia positivamente. Es verdad que ama cierta medida de piedad, pero tan solo con la idea y la esperanza de que la piedad le salve del fuego de la Gehena. La vieja naturaleza no ama al cristianismo puro, porque este hace que el alma se goce ya en Dios y en sus caminos.
11.5 - «El evangelio de la gloria del bendito Dios»
¡Cuán diferente en todos sentidos es «el evangelio de la gloria del bendito Dios» (1 Tim. 1:11) a toda esa irrisoria doctrina del legalismo! Ese Evangelio nos revela a Dios mismo descendiendo en perfecta gracia, quitando el pecado de la manera más absoluta mediante el sacrificio de la cruz y sobre el fundamento de la justicia eterna, habiendo Cristo sufrido por el pecado, hecho por nosotros «pecado» (2 Cor. 5:21). Y Dios no solo quita el pecado, sino que comunica la vida nueva, la vida de resurrección, que es la misma vida de su propio Hijo resucitado y glorificado, la vida que todo verdadero creyente ya posee, en virtud de que, en el eterno consejo de Dios, está unido al que fue clavado a la cruz, pero que ahora está sentado en el trono de la Majestad en los cielos. A esta nueva naturaleza –como ya lo hemos hecho notar– Dios, en su bondad, la guía por los preceptos de su santa Palabra, aplicada por el Espíritu Santo; la anima también presentándole esperanzas indestructibles; a distancia le revela «la esperanza de la gloria» (Rom. 5:2), «la ciudad que tiene [los] cimientos», la «patria… mejor, es decir, la celestial» (Hebr. 11:10, 14, 16), las «muchas moradas» (Juan 14:2) en la casa del Padre, las arpas de oro, las palmas verdes y las «vestiduras blancas» (Apoc. 7:9), el «reino inconmovible» (Hebr. 12:28), la comunión eterna con él en esas regiones en las cuales no habrá más noche ni dolor, la gracia indecible de ser guiado eternamente «a fuentes de aguas de vida» (Apoc. 7:17) en el paraíso del amor del Redentor.
¡Cuán diferente es todo esto de las ideas del legalista! Dios, en vez de exhortarme a abandonar las cosas de la tierra que amo para obtener un cielo que aborrezco; en lugar de desarrollar y gobernar una naturaleza caída, Dios –decía– en su gracia infinita, y en virtud del sacrificio hecho por Cristo, me comunica una naturaleza capaz de gozar del cielo y me da un cielo del que puede gozar esta naturaleza, y no solo un cielo sino su propia persona, fuente inagotable de toda la bienaventuranza del cielo.
Tal es el infinitamente glorioso camino de Dios. Conforme a este obró con Abram, con Saulo de Tarso y así obra con respecto a nosotros. El Dios de gloria mostró a Abram mejor patria que la de Ur y Harán, hizo ver a Saulo de Tarso una gloria tan resplandeciente que quedaron cerrados sus ojos a todos los esplendores de la tierra, de suerte que en adelante los tenía por «estiércol, a fin de ganar a Cristo» (Fil. 3:8), quien le había aparecido, y cuya voz había resonado hasta en lo más profundo de su alma. Saulo vio un Cristo celestial en la gloria, y durante todo el resto de su carrera terrestre, a pesar de la debilidad del «vaso de barro» (Núm. 5:17 y Rom. 9:20), este Cristo celeste y esta gloria celeste llenaron su alma entera.
11.6 - Dios responde a la fe de Abraham, pero pone a prueba a su siervo
«Y pasó Abram por aquella tierra hasta el lugar de Siquem, hasta el encino de More; y el cananeo estaba entonces en la tierra» (v. 6). La presencia de los cananeos en la tierra de Jehová fue necesariamente una prueba para Abraham, un llamamiento a la fe y a la esperanza, un ejercicio de corazón, una prueba de paciencia. Había dejado detrás de sí Ur y Harán para trasladarse al país del cual «el Dios de gloria» le había hablado, y allí halló a los cananeos. Pero allí encontró también a Jehová. «Y apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra» (v. 7). El conjunto de estas dos declaraciones es de una hermosura conmovedora. «El cananeo estaba entonces en la tierra» (v. 6), y para que Abraham no pusiese sus ojos en el cananeo, entonces poseedor de la tierra, Jehová le aparece como dueño dispuesto a darle ese país a él y a su posteridad para siempre. Así los pensamientos de Abraham fueron dirigidos a Jehová, y no a los cananeos, en lo que hay para nosotros una enseñanza preciosa. Los cananeos en el país son la expresión del poder de Satanás, pero, en lugar de preocuparnos del poder de Satanás –lo que nos alejaría de nuestra herencia– somos llamados a asirnos del poder de Cristo, quien nos introduce en la herencia. «Nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades… contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12). La esfera misma a la cual somos llamados es la escena de nuestra lucha. ¿Hemos de espantarnos del enemigo? Ciertamente que no, porque Cristo está por nosotros, el Cristo victorioso en el cual «somos más que vencedores» (Rom. 8:37). Por lo mismo, en lugar de abandonarnos a un espíritu de temor, vivimos con un espíritu de adoración. Abram «edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido. Luego pasó de allí a un monte al oriente de Bet-el, y plantó su tienda» (v. 7-8). El altar y la tienda nos hacen patentes los dos rasgos principales del carácter de Abraham: fue adorador de Dios y extranjero en el mundo. No tuvo dónde «asentar un pie» (Hec. 7:5), pero tenía a Dios y con ello le bastaba.
Pero, si bien Dios corresponde a la fe, también la prueba. La fe tiene, por tanto, sus pruebas. No se debe imaginar que el creyente solo ha de recorrer un camino fácil y llano. Lejos de ello. Encuentra sin cesar, al contrario, mares alborotados y cielos encapotados. Dios quiere que así tenga experiencia más profunda y más madura acerca de lo que Dios es para el corazón que confía en él. Si el cielo fuera siempre sereno y el sendero llano, el creyente no conocería tan bien a Dios, con quien está relacionado, porque sabemos cuán inclinado está el corazón a tomar la paz exterior por la paz de Dios. Cuando todo alrededor de nosotros va bien, cuando nuestras posesiones están seguras, prosperan nuestros negocios, se comportan bien nuestros hijos y dependientes, la casa es cómoda, disfrutamos de buena salud y, en una palabra, todas las cosas están a gusto, ¡cuán dispuestos estamos a confundir la paz que descansa sobre tal estado de cosas con la que proviene de la sentida presencia de Cristo! El Señor sabe esto y, por lo mismo, cuando descansamos en las circunstancias en lugar de descansar sobre su persona, nos visita, y, de un modo u otro, derriba nuestros falsos apoyos.
Más todavía, a veces llegamos a creer que tal o cual camino es recto porque está libre de pruebas, y viceversa. Este es un gran error. El sendero de la obediencia es a menudo de lo más penoso para la carne y la sangre. Por eso Abraham no solo fue llamado a encontrarse con los cananeos en el lugar al que Dios le había llamado, sino que «hubo… hambre en la tierra» (v. 10). ¿Debía Abraham entender, como consecuencia, que no se hallaba donde debía? Ciertamente que no, porque entonces habría juzgado según la vista de sus ojos, y la fe nunca obra así. Aquello, sin duda, le era una prueba para el corazón, una cosa incomprensible para su naturaleza, pero para la fe todo es claro y fácil. Cuando Pablo fue llamado a Macedonia, casi la primera cosa que halló fue la cárcel de Filipo. Un corazón que no estuviera en comunión con Dios habría visto en esa prueba un golpe fatal a su misión. Pero Pablo no dudó de su condición ni por un momento, y pudo cantar alabanzas a Dios en medio de la misma prisión, seguro como estaba de que todo lo que le había sobrevenido era precisamente lo que debía ocurrir. Y Pablo tenía razón, porque en la cárcel de Filipo había un «vaso de misericordia» (Rom. 9:23) que, humanamente hablando, jamás habría podido oír el Evangelio si quienes lo proclamaban no hubieran sido echados en el lugar donde estaba ese vaso. A despecho de sí mismo, el diablo vino a ser el instrumento del que Dios se sirvió para que el Evangelio llegara a oídos de uno de sus elegidos.
11.7 - El hambre y Egipto
Así que Abraham debió de haber pensado del hambre lo mismo que Pablo de la prisión. Se hallaba precisamente en la condición que Dios le había colocado, y no se le había dado orden de salir. Allí estaba el hambre, por cierto; más aun, a su alcance estaba Egipto, ofreciéndole socorro; pero el sendero del siervo de Dios estaba claro. Más le hubiera valido morir de hambre en Canaán, si hubiese sido necesario, que vivir en la abundancia de Egipto. Más vale sufrir en el camino de Dios que holgarse en el de Satanás. Más vale ser pobre con Cristo que rico sin él. Abraham tuvo en Egipto «ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas y camellos» (v. 16), prueba evidente –dirá el corazón natural– de que Abraham hizo bien al descender a Egipto. Pero ¡ay! en Egipto no tuvo altar, ni comunión con Dios. El país de Faraón no era el lugar de la presencia de Jehová, de modo que, al descender allí, fue más lo que Abraham perdió que lo que ganó. Así sucede siempre; nada puede suplir la falta de comunión con Dios. La salvación de una calamidad temporal y la adquisición de las riquezas más grandes son pobres sustitutos de lo que se pierde alejándose, aunque fuera solo un ápice, del recto sendero de la obediencia. ¿Habrá muchos de nosotros que puedan decir «amén» a esto? ¡Cuántos hay que, para escapar de la prueba y del trabajo –elementos inseparables del camino de Dios–, se han vuelto atrás para seguir la corriente del presente siglo malo, cayendo así en un deplorable estado de esterilidad, de sequedad, de tristeza y de tinieblas espirituales? Es muy posible –como se dice vulgarmente– que “hayan hecho fortuna”, que hayan acumulado riquezas, ganado, favores del mundo, que hayan sido “bien tratados” por sus Faraones, que hayan adquirido un nombre y una posición entre los hombres, pero ¿pueden estas cosas compensar el gozo que se siente en la comunión con Dios, en la posesión de un corazón feliz, de una conciencia pura y sin mancha, en contar con un espíritu de adoración y gratitud, en prestar un testimonio vivo y un servicio eficaz? ¡Desdichado aquel que pudiera pensar así! Y, no obstante, con frecuencia hemos visto vender todas estas bendiciones incomparables por un poco de bienestar, un poco de influencia en el mundo, un poco de dinero.
Lector cristiano, velemos contra esta tendencia a abandonar el camino de la obediencia sencilla y completa, camino estrecho, pero siempre seguro; a veces áspero, pero siempre feliz y bendito. Seamos solícitos en mantener «la fe y buena conciencia» (1 Tim. 1:19), cosas a las que nada puede reemplazar. Si sobreviene la prueba, en lugar de volver atrás en pos de Egipto, refugiémonos en Dios, de modo que la prueba, en lugar de sernos motivo de caída, nos sea ocasión de manifestar nuestra obediencia. Y cuando seamos tentados a seguir la corriente del mundo, acordémonos del que «se dio a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos del presente siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál. 1:4). Si tal fue su amor por nosotros y tal su juicio acerca del carácter del presente siglo malo, que se dio a sí mismo para liberarnos de este, ¿renegaremos de él, yendo a hundirnos otra vez en un mundo del cual nos ha liberado para siempre por medio de su cruz? ¡Dios nos libre de hacerlo! ¡El Todopoderoso nos guarde en la palma de su mano y a la sombra de sus alas, hasta que veamos a Jesús tal cual es, y seamos como él y estemos con él para siempre!
12 - Capítulo 13: Restauración de Abraham y su separación de Lot
12.1 - Abraham vuelve donde antes estaba su tienda
El principio de este capítulo nos presenta un asunto de suma importancia para el corazón, a saber, el verdadero carácter de la restauración divina. Cuando, de un modo u otro, el estado espiritual del creyente entra en decadencia y pierde la comunión con Dios, corre el riesgo de no apelar a la gracia tal cual es, desde el momento en que se le despierta su conciencia, como así también el de no advertir plenamente la realidad de su restauración delante de Dios. Ahora bien, sabemos que todo lo que Dios hace, lo hace de un modo digno de su persona; ya sea que cree o que redima, que convierta, restaure o provea, no puede obrar sino de conformidad con su carácter; su forma de actuar consiste siempre y únicamente en hacer lo que es digno de él. Esto es para gran dicha nuestra, puesto que estamos siempre dispuestos a limitar «al Santo de Israel» (Sal. 78:41), sobre todo cuando se trata de la gracia restauradora. En el capítulo que nos ocupa vemos que Abraham no solo subió del país de Egipto, sino que fue conducido «hasta el lugar donde había estado antes su tienda… al lugar del altar que había hecho allí antes: e invocó allí Abram el nombre de Jehová» (v. 3-4). Respecto al descarriado, Dios no está satisfecho hasta haberle llevado al camino recto y haberle restablecido perfectamente en su comunión.
Nuestro corazón, lleno de justicia propia, pensaría que a tal persona naturalmente le convendría un lugar menos elevado que el anterior; y así sucedería, en realidad, si se tratara de nuestros méritos o de nuestro carácter; pero, como tan solo se trata de la gracia, le pertenece a Dios determinar la medida del restablecimiento; y esta medida nos la ofrece el pasaje que sigue: «Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a mí» (Jer. 4:1). Así levanta Dios al caído: hacerlo de otro modo sería indigno de Él. O no restaura, o lo hace de un modo que queden ensalzadas y glorificadas las riquezas de su gracia. Cuando el leproso curado debía ser admitido de nuevo en el campamento, se le conducía hasta «la puerta del tabernáculo de reunión» (Lev. 14:11); cuando el hijo pródigo volvió a la casa paterna, el padre le hizo sentar consigo a su propia mesa; cuando Pedro hubo sido levantado de su caída, pudo decir a los hombres de Israel: «Vosotros negasteis al Santo y Justo» (Hec. 3:14), acusándoles precisamente de lo que había hecho él mismo bajo las circunstancias más agravantes. En cada uno de estos casos, y en muchos otros que podrían aducirse, vemos que Dios restaura de un modo perfecto: siempre conduce de nuevo el alma a sí mismo, valiéndose de todo el poder de su gracia y de toda la confianza de la fe. «Si te volvieres… vuélvete a mí» (Jer. 4:1). Abraham «volvió… hasta el lugar donde había estado antes su tienda» (v. 3-4).
Por otra parte, es profundamente práctico el resultado de la restauración divina del alma. Si por su carácter confunde al legalismo, por el efecto que produce confunde al antinomianismo (que no teme ni a la Ley ni a la Gehena). El alma levantada de su caída tiene un sentimiento vivo y profundo del mal de que ha quedado salva, y este sentimiento se manifiesta por el espíritu de vigilancia, de oración, de santidad y de prudencia que ahora la distingue. Dios no nos levanta para que otra vez tomemos el pecado a la ligera, cayendo de nuevo en él, pues dice: «Vete; y en adelante no peques más» (Juan 8:11).
Cuanto más profundo sea el sentimiento de la gracia restauradora de Dios, tanto más profundo será el sentimiento de la santidad de la restauración. Este es un principio establecido y enseñado desde el comienzo hasta el fin de la Escritura, pero especialmente lo vemos en dos pasajes muy conocidos: el del Salmo 23:3 «Confortará mi alma, me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre» y el de 1 Juan 1:9 «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad». El sendero que conviene al alma restaurada es la “senda de justicia”. Disfrutar de la gracia produce una vida justa; hablar de la gracia y vivir en la injusticia es convertir «la gracia de nuestro Dios en libertinaje» (Judas 4). Si la gracia reina «mediante [la] justicia para vida eterna» (Rom. 5:21), se manifiesta también en obras de justicia, las que son frutos de esta vida. La gracia que nos perdona nuestros pecados también nos limpia de toda maldad. Estas dos cosas nunca se deben separar. Son dos cosas que juntas confunden, como lo hemos dicho, tanto al legalismo como al antinomianismo del corazón humano.
12.2 - Lot
Pero, para Abraham, hubo una prueba mucho más grande que la del hambre que le hizo bajar a Egipto, a saber: aquella que le sobrevino a causa de la compañía de quien evidentemente no andaba inspirado por la energía de la fe personal, ni por el sentimiento de la responsabilidad individual. Parece que Lot, desde el principio, fue llevado en el camino más bien por la influencia y el ejemplo de Abraham que por la fe personal en Dios; y en este hecho se halla implícito todo un principio general. Al repasar las sagradas Escrituras notamos que, en los grandes movimientos producidos por el Espíritu de Dios, ciertas personas se han asociado a tales movimientos sin participar ellas mismas del poder que había producido el movimiento. Estas personas siguen su camino durante cierto tiempo, ya como peso muerto sobre el testimonio, ya desvirtuándolo de un modo positivo. Así, Jehová llamó a Abraham, mandándole que dejara a su parentela; pero, en lugar de dejarla, la trajo consigo; Taré le hizo retardar la marcha hasta su muerte; Lot le acompañó un poco más lejos, hasta que «las codicias de otras cosas» (Marcos 4:19) le vencieron y abatieron del todo.
La misma observación se puede hacer en el gran movimiento de la salida de Israel de Egipto: la multitud seguía a los hebreos, y ello les causó corrupción, debilidad y tribulación, como lo vemos en Números 11:4: «La gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne!». Lo mismo todavía en los primeros días de la Iglesia –y desde entonces en todos los grandes movimientos producidos por el Espíritu de Dios– se ha visto a gran número de personas asociarse a los movimientos bajo diversas influencias, las que, por no ser divinas, han resultado pasajeras, dejando pronto que tales personas se retiraran para ocupar su puesto en el mundo. No permanecerá nada que no sea de Dios; es preciso que para nosotros sea una realidad nuestra unión con el Dios viviente; es preciso que sintamos positivamente que él nos ha llamado a la posición que ocupamos, pues de otro modo no tendremos firmeza ni constancia en tal posición.
No podemos seguir las pisadas de otro simplemente porque otro las haga. Dios, en su gracia, traza a cada uno de nosotros el camino que debe seguir, fijando a cada uno su esfera de acción y los deberes que cumplir; y a cada uno de nosotros le incumbe conocer cuál es su llamamiento y cuáles los deberes que pertenecen a esta vocación, para que, mediante la gracia que cada día se le dispensa, pueda trabajar eficazmente para la gloria de Dios. Poco importa cuál sea nuestra medida, con tal que Dios nos la haya dado. Podemos tener «cinco talentos», o quizás solo «uno» (Mat. 25:14-30); pero, si negociamos este solo talento con la vista fija en el Señor, oiremos tan ciertamente sus palabras de aprobación: «¡Muy bien, siervo bueno y fiel!», como si hubiéramos negociado los «cinco talentos». Esto es alentador. Pablo y Pedro, Jacobo y Juan tuvieron cada uno su “medida” especial, su ministerio particular, y así Dios ha repartido a cada cual. Nadie debe mezclarse en el trabajo especial de otro. El carpintero tiene sierra y cepillo, martillo y escoplo, y se sirve de estos instrumentos conforme los necesita. Nada tiene menos valor que la simple imitación. En el mundo físico no la notamos, pero sí vemos que cada ser creado ocupa su esfera y llena su función; y si esto es así en el mundo físico ¡cuánto más en el mundo espiritual! El campo es bastante extenso para todos. En una misma casa hay utensilios de diferente tamaño y forma, y todos son necesarios para el uso del amo.
Por lo mismo, averigüemos seriamente, querido lector, si somos llevados por la influencia divina o la humana; si nuestra fe descansa en la sabiduría humana o en el poder de Dios; si lo que hacemos, lo hacemos porque otros lo han hecho, o porque el Señor nos llama a hacerlo; si no hacemos otra cosa que apoyarnos sobre el ejemplo y la influencia de los que nos rodean, o si vivimos inspirados por una fe que nos es un bien personal. Sin duda que es un gran privilegio disfrutar de la comunión de hermanos; pero, si nos apoyamos en ellos, pronto naufragaremos; asimismo, si pasamos más allá de nuestra medida, nuestra acción será tirante y la haremos de mal grado. Es fácil ver si una persona trabaja en su puesto y según su medida; seamos siempre sinceros y naturales. Toda afectación, presunción e imitación son despreciables en extremo. De ahí que, aunque no podamos ser grandes, debemos ser honrados, y aunque no podamos ser brillantes, seamos auténticos.
El que, sin saber nadar, se aventura en aguas profundas, tendrá que luchar; si un barco se lanza al mar sin hallarse adecuadamente aparejado y en estado de zarpar, pronto quedará echado dentro del puerto o se perderá. Lot salió de «Ur de los caldeos» (11:31), pero cayó en la llanura de Sodoma. El llamamiento de Dios no había penetrado en lo profundo de su corazón, ni la herencia de Dios había llenado su visión. ¡Solemne pensamiento! ¡Oh, si lo consideráramos profundamente! Bendito sea Dios, hay para cada uno de sus siervos un sendero a lo largo del cual brilla la luz de su rostro aprobador, y marchar en él debe ser nuestro mayor gozo. Su aprobación basta al corazón que le conoce. No conseguiremos siempre la aprobación y concurso de los hermanos, sino que, en cambio, con frecuencia seremos mal comprendidos, pero estas son cosas que no podemos evitar. «El día» todo lo descubrirá, y el corazón fiel esperará contento la llegada de ese día, sabiendo que «entonces, para cada uno, la alabanza vendrá de Dios» (1 Cor. 3:13; 4:5)
12.3 - Contraste entre la fe de Abraham y la mundanería de Lot
Puede sernos provechoso considerar de más cerca lo que hizo a Lot dejar el camino del testimonio público de la fe. En la historia de todo hombre hay un tiempo de crisis en la cual se manifiesta con toda seguridad cuál es su punto de apoyo, qué motivos le impelen a actuar y cuáles son los objetivos que le animan. Así sucedió en el caso de Lot: no murió en Harán, pero cayó en Sodoma. La causa de su caída, en apariencia, fue la discordia entre los pastores de su ganado y los del ganado de Abraham. Pero el hecho es que, cuando uno no procede con rectitud y con sentimientos puros, halla fácilmente una piedra de tropiezo; si no un día, será el otro; si no en un lugar, será en otro.
En cierto sentido, poco importa cuál es la causa que, al parecer, nos hace abandonar el camino recto; la causa positiva queda escondida, lejos, tal vez, de la atención pública, en los pliegues secretos de los afectos del corazón, allí donde el mundo, bajo una forma u otra, ha podido anidar. La disputa entre los pastores hubiera sido fácil de apaciguar sin daño espiritual, ni para Lot ni para Abraham. Esta, en realidad, no hizo más que proporcionar ocasión al último para manifestar el glorioso poder de la fe y la elevación moral y celeste de la cual la fe reviste al creyente, mientras que no hizo más que manifestar la mundanería de que estaba lleno el corazón de Lot. Esa disputa de los pastores no produjo más mundanería en el corazón de Lot que fe en el corazón de Abraham; no hizo más que revelar, tanto en un caso como en el otro, lo que de hecho existía en el corazón de cada uno de ellos.
Así sucede siempre: las controversias y divisiones que surgen en la Iglesia de Dios resultan, para muchos, ocasión de caída, haciéndoles volver al mundo de un modo u otro; y entonces esas personas se escudan en las controversias y divisiones para hacer que la responsabilidad recaiga sobre estas cosas, pese a tener ellos mismos la culpa, por cuanto, en realidad, las disputas no han hecho más que manifestar el verdadero estado de sus almas y las tendencias de sus corazones. Siempre se encuentran excusas cuando el mundo está en el corazón, y es prueba de poca grandeza moral culpar a los hombres y las circunstancias cuando la raíz del mal yace en nosotros mismos, por deplorables que fueran las controversias y divisiones.
Es triste y humillante ver a los hermanos altercar en la presencia misma de los «cananeos y ferezeos», cuando su ruego siempre debería ser: «No haya ahora altercado entre nosotros dos… porque somos hermanos» (v. 8). Pero, más aun, ¿por qué Abraham no escogió Sodoma? ¿Por qué el altercado no le empujó al mundo, y así llegar a serle ocasión de caída? Porque consideró toda la dificultad desde el punto de vista de Dios. Su corazón no era menos susceptible que el de Lot a las atracciones de las llanuras bien regadas, pero el caso es que no permitió que su corazón eligiera. Dejó la elección a Lot, y entregó a Dios el cuidado de escoger para sí. Tal es la sabiduría que viene de arriba. La fe deja siempre a Dios el cuidado de fijar la herencia, como asimismo le encomienda a él la forma de ser introducido en la misma. La fe siempre queda satisfecha con la porción que Dios otorga. Puede decir: «Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado» (Sal. 16:6). Nada le importa dónde caen «las cuerdas»; la fe juzga que siempre caen en «lugares deleitosos», porque Dios es quien las coloca allí. El que anda por la fe, de buen grado puede dejar la elección al que anda por la vista, y decirle: «Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda» (v. 9). Allí se ve al mismo tiempo el desinterés y la elevación moral, como así también ¡cuánta seguridad!
Es cierto que la naturaleza del hombre, cualquiera sea su alcance y lo que abarque, nunca significará el más mínimo peligro de despojo para el tesoro de la fe. Ella buscará su porción en una dirección muy opuesta. La fe almacena sus tesoros en un lugar donde la naturaleza humana jamás soñaría buscarlos, y, en cuanto acercarse a ellos, no podría si quisiera y no lo haría si pudiera. De ahí que, por tanto, la fe se halle perfectamente segura y admirablemente desinteresada al permitir que la naturaleza haga su propia elección.
12.4 - La elección de Lot
¿Qué, pues, escogió Lot, cuando tuvo la libertad de elegir? Escogió, cual porción suya, Sodoma, el lugar mismo sobre el cual iba a estallar el juicio. ¿Cómo y por qué hizo Lot semejante elección? El caso es que miraba las apariencias exteriores y no el valor positivo y el destino futuro del lugar. El carácter real y positivo de Sodoma era la maldad (v. 13); y su destino futuro, «el juicio», la destrucción por la lluvia de azufre y fuego desde el cielo. Pero se dirá: ëLot ignoraba todo eso”. Es posible, y ¿no lo ignoraba Abraham también acaso? Pero Dios lo sabía, y si Lot hubiera dejado que Dios escogiera por él una herencia, Dios no le habría dado, por cierto, un lugar que iba a destruir. Pero Lot quería escoger por sí mismo, y juzgó que Sodoma le convenía, aun cuando Sodoma no convenía a Dios. Descansaron sus ojos sobre «toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego», quedando su corazón cautivado por ella, y «fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma» (v. 10-12). Tal es la elección que hace la naturaleza humana. «Demas me ha abandonado, amando el presente siglo» (2 Tim. 4:10). Por la misma razón abandonó Lot a Abraham: dejó el lugar del testimonio y entró en el del juicio.
12.5 - La parte de Abraham
«Y Jehová dijo a Abram, después que Lot se apartó de él: Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre» (v. 14-15). La «contienda» y la separación, lejos de dañar espiritualmente a Abraham, sirvieron para manifestar los principios celestes que le gobernaban y para fortalecer la vida de fe en su alma. Además, sirvieron para iluminarle en el camino y librarle de una compañía que no podía sino estorbarle. Así todas las cosas ayudaron a bien a Abraham, proporcionándole una cosecha de bendiciones.
Recordemos –y es esta una verdad solemne y a la vez animadora– que en el transcurso del tiempo cada cual halla su propio nivel, si así lo puedo decir. Todos los que corren sin ser llamados acaban por caer, de un modo u otro, volviendo a las cosas que profesaban haber abandonado. Por otra parte, todos los llamados por Dios, y que se apoyan en él, quedan sostenidos por su gracia. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18). Este pensamiento nos debe humillar, haciéndonos vigilantes para la oración: «Por tanto, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12) porque ciertamente habrá «últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos» (Lucas 13: 30). «El que persevere hasta el fin este será salvo» (Mat. 24:13), es un principio que, cualquiera sea su aplicación particular, encierra un significado moral de vasto alcance. Se ha visto salir del puerto, orgullosamente, embarcaciones con todas sus velas desplegadas, en medio de las aclamaciones y aplausos de las muchedumbres que auguraban una travesía magnífica, pero ¡ay! las tempestades, las olas, los escollos, los arrecifes y los bajos fondos cambiaron fácilmente el aspecto de todo, y el viaje, principiado bajo los auspicios más favorables, terminó en desastre.
Aquí no hago alusión sino al servicio y al testimonio, y de ningún modo al asunto de la aceptación y salvación eterna del creyente en Cristo. Esta salvación –a Dios gracias por ella– no depende en absoluto de nosotros, sino del que dijo: «Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie les arrebatará de mi mano» (Juan 10:28). Pero vemos frecuentemente a los cristianos entrar en servicio o ministerio especial bajo la impresión de que son llamados de Dios para el mismo, y al cabo de algún tiempo los vemos desfallecer en su trabajo. Y, más aun, muchos que, después de haber profesado ciertos principios de acción particular, respecto a los cuales no habían sido enseñados por Dios o no habían considerado con madurez en la presencia de Dios, como consecuencia inevitable después de un tiempo se encontraron en violación abierta de esos mismos principios.
Debemos deplorar y evitar con cuidado tales cosas que tienden a debilitar la fe de los elegidos de Dios y a hacer que los enemigos de la verdad hablen afrentosamente. Es necesario que cada cual reciba su llamamiento y su misión del Señor mismo. Todos aquellos a quienes Cristo llame a algún servicio especial, serán infaliblemente sostenidos en tal servicio, porque jamás envía a nadie a la guerra a sus propias expensas. Pero quien corre sin ser enviado, no solamente escarmentará de su locura, sino que también la manifestará.
Esto, sin embargo, no quiere decir que una persona se pueda erigir en representante de tal o cual idea o presentarse como modelo de carácter especial de un servicio o ministerio. ¡Lejos de ello! Esto sería orgullo puro, insigne locura. La obligación del que enseña es explicar las Escrituras, y la obligación del siervo es hacer patente la voluntad del amo. Pero, aunque comprendamos y admitamos esto, debemos recordar siempre la profunda necesidad que existe de calcular los gastos antes de emprender la edificación de una torre o de salir a la guerra (Lucas 14: 28). Menos confusión y miseria se verían entre nosotros si presentáramos más seria atención a esta exhortación. Abraham fue llamado por Dios a salir de Ur para ir a Canaán; por eso Dios también le conducía a lo largo del camino. Cuando paró en Harán, Dios le aguardó; cuando descendió a Egipto, Dios le hizo volver; cuando necesitó ser dirigido, Dios le guio; cuando le sobrevinieron el altercado y la separación, Dios tuvo buen cuidado de él; de suerte que Abraham no pudo menos que decir: «¡Cuán grande es tu bondad, que has guardado para los que te temen, que has mostrado a los que esperan en ti, delante de los hijos de los hombres!» (Sal. 31:19).
Abraham no perdió nada en el altercado; le quedaban, como antes, su tienda y su altar. «Abram, pues, removiendo su tienda, vino y moró en el encinar de Mamre, que está en Hebrón, y edificó allí altar a Jehová» (v. 18). Que Lot escoja Sodoma; Abraham, por su parte, busca y halla su todo en Dios. En Sodoma no hubo altar; los que por desgracia caminan en esa dirección, buscan todo menos un altar. No se dirigen hacia Sodoma para rendir culto a Dios; es el amor por el mundo el que los lleva allí. Y aun cuando logren el objeto de su anhelo, ¿cuál será el fin del mismo? La Escritura nos responde: «Él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15).
13 - Capítulo 14: Lot liberado por Abraham
13.1 - El afecto del corazón responde a las necesidades
En este capítulo se nos presenta la historia de la rebelión de cinco reyes contra Quedorlaomer y la guerra que, en consecuencia, se suscitó entre ellos. El Espíritu Santo puede intervenir en los movimientos de «los reyes de la tierra y sus ejércitos» (Apoc. 19:19) cuando estos movimientos de algún modo conciernen al pueblo de Dios. Abraham no se vio personalmente implicado en esta rebelión y sus consecuencias. Su tienda y su altar no corrían el riesgo de ser causa de la declaración de guerra alguna, ni de sufrir por el estallido o por el resultado de esta guerra. La heredad del hombre celeste nunca podrá despertar la codicia o la ambición de los reyes o de los conquistadores de este mundo.
Pero si bien Abraham no tuvo interés en la batalla de «cuatro reyes contra cinco» (v. 9), no fue tal el caso de Lot, quien por su posición se vio envuelto en todo este asunto. De modo que, mientras por la gracia divina andemos en el sendero de la fe, nos veremos al margen de las circunstancias que afectan a este mundo; pero, si abandonamos nuestra alta y santa posición de ciudadanos de los cielos (Fil. 3:20) y empezamos a buscarnos un nombre, un lugar y una heredad en la tierra, bien podemos vernos comprometidos en las convulsiones y vicisitudes de este mundo. Lot se había establecido en las llanuras de Sodoma y, por consiguiente, fue profundamente afectado por las guerras de Sodoma. Así ha de ser siempre. Es doloroso para el hijo de Dios mezclarse con los hijos de este siglo. Nunca podrá ser tal cosa sin grave perjuicio para su alma, así como para el testimonio que le ha sido confiado.
¿Qué testimonio podía dar Lot en Sodoma? En el mejor de los casos, un testimonio débil. Por el solo hecho de establecerse en ese lugar, su testimonio sufrió un golpe fatal. Si tan solo hubiera pronunciado una palabra contra Sodoma y la vida que esta llevaba, se habría condenado a sí mismo. ¿Por qué se estableció allí? Según lo leemos en la Escritura, no parece que, al poner Lot sus tiendas «hasta Sodoma», haya tenido por objeto dar testimonio de Dios. Intereses personales y de familia parecen haber sido el motivo que determinaba su conducta. Y aun cuando el apóstol Pedro nos dice que Lot «afligía cada día su alma justa viendo y oyendo sus obras inicuas» (2 Pe. 2:8), lo cierto es que Lot no pudo tener mucha fuerza para combatir su nefanda conducta, aunque estuviese dispuesto a hacerlo.
Es de gran importancia observar que, bajo el punto de vista práctico, no podemos ser regidos por dos motivos a la vez. Por ejemplo, no puedo tener por objetivos mis intereses temporales y los del Evangelio de Cristo. Si me dirijo a una ciudad con el propósito de establecerme en los negocios, entonces claramente el negocio es mi objetivo y no el Evangelio. Puedo, sin duda, hacerme el propósito de atender el negocio e igualmente predicar el Evangelio, pero, así y todo, el uno o el otro debe ser mi objetivo. No es que un siervo de Cristo no pueda predicar el Evangelio y atender el negocio con bendición y efectividad; seguramente que lo puede; pero, en tal caso, el Evangelio será su objetivo, y no su negocio. Pablo predicaba el Evangelio al mismo tiempo que fabricaba tiendas, pero su fin y objetivo era la predicación del Evangelio y no la fabricación de tiendas. Si tengo por objetivo mis negocios, mi predicación no será más que un formalismo sin fruto, si no un pretexto para santificar mi codicia.
Nuestro pérfido corazón nos engaña con frecuencia de un modo asombroso cuando deseamos alcanzar alguna finalidad particular. Nos proporciona las razones más plausibles para hacer lo que deseamos, en tanto que los ojos de nuestro entendimiento, oscurecidos por los intereses personales o por una voluntad sin freno, son incapaces de discernir la naturaleza de sus pretextos. ¡Cuán frecuentemente oímos a personas defender su permanencia en una posición que reconocen falsa, alegando que tal posición les procura una mayor esfera de actividad! Para tal razonamiento, Samuel proporciona una respuesta poderosa y directa: «Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22). ¿Quién pudo hacer más bien, Abraham o Lot? ¿No prueba la historia de estos dos hombres que el medio más seguro y el más eficaz de servir al mundo es el de serle fiel separándose del mismo y testificando contra él?
13.2 - Separación y comunión
Sin embargo –recordemos– la verdadera separación del mundo solo puede resultar de la comunión con Dios. Nos podemos separarnos del mundo y hacer de nuestra propia persona el centro de nuestra existencia, al estilo de monje o filósofo cínico. Pero la separación para Dios es cosa muy diferente. La una enfría y contrae, la otra calienta y expande; la una nos encierra en nosotros mismos, la otra nos hace salir de nosotros mismos, produciendo en nosotros la actividad del amor para bien de otros. La una hace del «yo» y de sus intereses el centro de la vida, la otra da a Dios el lugar que le corresponde. Por eso, en el caso de Abraham, vemos que el hecho mismo de la separación le puso en condiciones de servir eficazmente al que, por su proceder mundano, se hallaba complicado en la calamidad. «Oyó Abram que su pariente estaba prisionero, y armó a sus criados, los nacidos en su casa, trescientos dieciocho y los siguió (a los reyes) hasta Dan… Y recobró todos los bienes, y también a Lot su pariente y sus bienes, y a las mujeres y demás gente» (v. 14-16).
Después de todo, Lot era hermano de Abraham, y el amor de hermano debió de obrar. «En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia» (Prov. 17:17), y con frecuencia sucede que la adversidad ablanda el corazón y lo hace sensible a la bondad de aquellos mismos de los cuales nos hemos tenido que separar. Es asimismo digno de notar que, mientras leemos en el versículo 12: «Tomaron también a Lot, hijo del hermano de Abram», el versículo 14 dice: «Oyó Abram que su pariente estaba prisionero». El afecto de un corazón de hermano corresponde a las necesidades de un hermano en la adversidad. Esto es divino. Aun cuando la verdadera fe nos hace independientes, no nos hace nunca indiferentes; no se viste tranquilamente de vestidura abrigada mientras el hermano sufre de frío. La fe hace tres cosas: purifica el corazón (Hec. 15:9); «obra por el amor» (Gál. 5:6); vence «al mundo» (1 Juan 5:4); y estos tres resultados de la fe se manifiestan en toda su hermosura en Abraham. Su corazón estaba purificado de las abominaciones de Sodoma, mostró verdadera afección por su hermano Lot, y finalmente alcanzó completa victoria sobre los reyes. Tales son los frutos de la fe, de este principio celeste que glorifica a Cristo.
13.3 - El rey de Sodoma y Melquisedec
De todos modos, el que anda por la fe no se halla al abrigo de los ataques del enemigo. Con frecuencia sucede que, inmediatamente después de una victoria, nuevas tentaciones se le presentan al creyente. Tal fue el caso de Abraham. «Cuando volvía de la derrota de Quedorlaomer y de los reyes que con él estaban, salió el rey de Sodoma a recibirlo al valle de Save, que es el Valle del Rey» (v. 17). Este hecho encubría, sin duda, un designio engañoso. «El rey de Sodoma» representa un pensamiento y un aspecto del poder del enemigo muy diferente a los que vemos en Quedorlaomer y «los reyes que con él estaban». Estos últimos nos hacen oír el rugido del león, y aquél el silbido de la serpiente; pero, así tenga Abraham que vérselas con el león como con la serpiente, la gracia del Señor le basta; y esta gracia obra en favor del siervo de Dios en el momento de la necesidad. También «Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo, sacó pan y vino; y le bendijo, diciendo: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano» (v. 18-20). Aquí es preciso que notemos, en primer término, el momento en que Melquisedec entra en escena y, en segundo lugar, el doble resultado de su ministerio. Melquisedec no vino al encuentro de Abraham mientras este perseguía a Quedorlaomer, sino cuando el rey de Sodoma perseguía a Abraham, lo que moralmente constituye una gran diferencia. Para entrar en una lucha de naturaleza más seria que la que acababa de librar, Abraham tenía necesidad de una comunión con Dios de naturaleza también más profunda.
El pan y el vino de Melquisedec restauraron el espíritu del vencedor después de la lucha con Quedorlaomer, mientras que la bendición impartida fortalecía su corazón para la batalla que iba a sostener contra el rey de Sodoma. Aunque victorioso, Abraham está en vísperas de una nueva lucha, y, por ello, el sacerdote real restaura el espíritu del vencedor y fortalece el corazón del luchador. Se experimenta un gozo bienhechor al considerar con atención la manera en que Melquisedec presenta a Dios a la consideración del espíritu de Abraham. Le llama «el Dios Altísimo» (v. 20), «creador de los cielos y de la tierra» (v. 22), declarando luego que Abraham es «bendito» por este mismo Dios.
Esta fue una preparación eficaz para sostener el encuentro con el rey de Sodoma. Un hombre bendecido por Dios no necesita lo que le puede ofrecer el enemigo; y si el «creador de los cielos y de la tierra» ocupaba su pensamiento, «los bienes» de Sodoma no podían tener sino poco atractivo para él. Así es que, como se podía esperar, cuando el rey de Sodoma le propone: «Dame las personas, y toma para ti los bienes» (v. 21), Abraham le responde: «He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram» (v. 22-23). Abraham rehusó ser enriquecido por el rey de Sodoma. ¿Cómo podría haber soñado liberar a Lot del poder del mundo, si él mismo era gobernado por este mundo? No puedo liberar al prójimo sino en la medida en que yo mismo estoy libre. Mientras esté yo mismo en el fuego, no puedo liberar de él a otra persona. El camino de la separación para Dios es el camino del poder, como lo es también de la paz y de la felicidad.
El mundo, bajo todas sus variadas formas, es el gran instrumento del cual se sirve Satanás para debilitar las manos y acabar con los afectos de los siervos de Cristo; pero –Dios sea bendecido por ello–, cuando el corazón es recto para con el Señor, él siempre lo regocija, lo anima y lo fortalece en el momento preciso. «Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él» (2 Crón. 16:9). En esto hay una verdad alentadora para nuestros corazones tímidos y claudicantes: Cristo será nuestra fortaleza y nuestro escudo, pues adiestrará nuestras manos «para la batalla» y nuestros dedos «para la guerra» (Sal. 144:1). Él pondrá «a cubierto (nuestra) cabeza en el día de la batalla» y, finalmente, «quebrantará en breve a Satanás» bajo nuestros pies (Sal. 140:7; Rom. 16:20). Todo esto es inefablemente consolador para el corazón sinceramente deseoso de proseguir adelante en oposición al mundo, la carne y el demonio. Guarde, pues, el Señor nuestros corazones en integridad hacia él en medio del mundo que nos rodea.
14 - Capítulo 15: Jehová hace alianza con Abraham
14.1 - «Yo soy tu escudo, y tu galardón»
«Después de estas cosas vino la palabra de Jehová a Abram en visión, diciendo: No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande» (v. 1). Dios no permitió que su siervo sufriera pérdida alguna por haber rechazado las ofertas del mundo. Valía infinitamente más para Abraham verse resguardado por el escudo de Jehová que refugiarse bajo la protección del rey de Sodoma; esperar su galardón «sobremanera grande» que aceptar «los bienes» de Sodoma. La condición en que se ve colocado Abraham, en el primer versículo de este capítulo, representa de un modo admirable la que disfruta el alma mediante la fe en Cristo. Jehová era su «escudo» para que se apoyara en él. Jehová era su «galardón» para que esperara en él, y así ahora el creyente halla su reposo, su paz, su seguridad, su todo en Cristo. No hay dardo del enemigo que penetre el escudo que protege al más débil creyente en Jesús.
En cuanto al futuro, Cristo le basta. ¡Preciosa porción, preciosa esperanza! Jamás se agotan sus bienes; la esperanza no le desilusiona, y la una y la otra resultan infaliblemente ciertas por el consejo de Dios y por la expiación llevada a cabo por Cristo. Ya disfrutamos de estas cosas mediante el ministerio del Espíritu Santo que mora en nosotros. Y ya que esto es así, es evidente que el creyente que opta por un proceder mundano, o que se deja llevar por los deseos carnales, no podrá disfrutar ni del «escudo», ni del «galardón». Si se contrista al Espíritu Santo, no nos hará gozar de lo que constituye los «bienes» y la esperanza propios del creyente. Por eso, como lo vemos en esta parte de la historia de Abraham, después de haber vuelto de la batalla y rehusado la oferta del rey de Sodoma, Dios se le presenta bajo el doble carácter de «escudo» y «galardón… sobremanera grande». Permítase el corazón considerar esto porque contiene un volumen de verdad profundamente práctica.
14.2 - Hijo y heredero
El resto del capítulo expone los dos grandes principios sobre los cuales descansa la calidad de hijo y de heredero. «Y respondió Abram: Señor Jehová, ¿qué me darás, siendo así que ando sin hijo, y el mayordomo de mi casa es ese damasceno, Eliezer? Dijo también Abram: Mira que no me has dado prole, y he aquí que será mi heredero un esclavo nacido en mi casa» (v. 2-3). Abraham deseaba un hijo porque sabía, por la misma palabra de Dios, que había de heredar el país (cap. 13:15). La calidad de hijo y la de heredero están inseparablemente unidas en los pensamientos de Dios. «Un hijo tuyo será el que te heredará» (v. 4). La calidad de hijo es la verdadera base de todo, y, además, el resultado del soberano consejo y de la operación de Dios, de modo que leemos en la Epístola de Santiago, capítulo 1:18, que «De su voluntad, él nos engendró», y, por fin, esta calidad descansa sobre el principio eterno y divino de la resurrección. ¿Cómo podía ser de otro modo? El cuerpo de Abraham estaba «casi muerto» (Hebr. 11:11-12), de forma que aquí, como en todo, la calidad de hijo no pudo existir sino por el poder de la resurrección.
La naturaleza está muerta y no puede engendrar en absoluto para Dios. La herencia se desplegaba, en toda su extensión y magnificencia, ante la vista de Abraham, pero ¿dónde estaba el heredero? El cuerpo de Abraham, como el vientre de Sarai, responden muerte (17:17), pero Jehová es el Dios de la resurrección, siendo por lo mismo un cuerpo muerto el material apropiado para su obra. Si la naturaleza no estuviera muerta, sería necesario que Dios la hiciera morir antes de poder manifestar plenamente su poder en ella. La esfera que más conviene al Dios viviente es una escena de muerte de la cual se hayan excluido las vanas y orgullosas pretensiones del hombre. He aquí la razón por la cual Jehová dijo a Abraham: «Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia» (v. 5). Cuando el alma contempla al Dios de la resurrección, no hay límite para las bendiciones de las cuales ella resulta objeto, porque nada le es imposible al que puede dar vida a los muertos.
14.3 - La fe de Abraham
Abram «creyó a Jehová, y le fue contado por justicia» (v. 6). La imputación de la justicia que aquí se hace a Abraham descansa sobre la fe de Abraham en Dios como quien vivifica a los muertos. Bajo este carácter Dios se revela a un mundo en el cual reina la muerte; y el alma que cree en él, como a tal, es tenida por justa delante de Dios. El hombre, por lo mismo, está necesariamente excluido como cooperador, porque ¿qué puede él hacer en medio de una escena de muerte? ¿Abrirá él las puertas del sepulcro? ¿Podrá sustraerse al poder de la muerte y salir, vivo y libre, fuera de los límites de su triste reino? No, ciertamente; y, por consiguiente, no puede efectuar la justificación ni establecerse en la relación filial.
Dios, «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Marcos 12:27); y esta es la razón por la cual, mientras el hombre está bajo el poder de la muerte y bajo el dominio del pecado, no puede conocer la relación de hijo ni la condición de justificado. De modo que solamente Dios puede conferir al hombre la adopción de hijo, como asimismo él solo le puede imputar la justicia, y estas dos cosas están unidas a la fe en él como a quien ha resucitado a Cristo de los muertos.
Bajo este aspecto la Epístola a los Romanos nos presenta, en el capítulo 4, la fe de Abraham, diciendo: «Por lo cual también le fue contada como justicia. Y no solo con respecto a él fue escrito que le fue contada, sino también con respecto a nosotros, a quienes será contada, a los que creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro» (v. 22-24). El Dios de la resurrección se nos presenta a nosotros también, como el objeto de la fe, y nuestra fe en él cual único fundamento de la justificación. Si después de haber levantado sus ojos hacia la bóveda celeste, sembrada de innumerables estrellas, Abraham los hubiera fijado en seguida en su «cuerpo, ya muerto» (Rom. 4:19), no habría podido concebir nunca el pensamiento de una descendencia tan numerosa como las estrellas. ¡Imposible! Pero Abraham no consideró su propio cuerpo, sino el poder de Dios para levantar de los muertos; y ya que este es el poder que debe hacer nacer la descendencia prometida, las estrellas del cielo y la arena en las playas del mar no eran más que débiles símbolos; porque ¿qué objeto natural podría posiblemente ilustrar el efecto de ese poder que puede resucitar a los muertos?
Asimismo, si un pecador que oye la buena nueva del Evangelio pudiera ver con sus ojos la luz pura de la presencia de Dios, y descendiera luego a las profundidades inexploradas de su propia naturaleza pecaminosa, podría exclamar con razón: ¿Cómo llegaré yo jamás a la presencia de Dios? ¿Cómo me hallaré yo jamás en condiciones de habitar en esta luz? ¿Dónde está la respuesta? ¿En él mismo? No, bendito sea Dios, sino en aquel Bendito que fue desde el seno del Padre a la cruz y a la tumba y que de allí fue exaltado al trono, salvando de este modo en su Persona y en su obra todo el espacio que separa esos dos extremos. No puede haber nada más elevado que el seno del Padre, morada eterna del Hijo, ni nada más bajo que la cruz y la tumba; pero ¡verdad maravillosa! encontramos al Cristo en el seno de Dios y en el sepulcro.
Descendió a la muerte para dejar detrás de sí, en el polvo de la tumba, todo el peso del pecado y de las iniquidades de su pueblo, mostrando en la tumba el fin de todo lo que es humano, el fin del pecado, el último límite del poder de Satanás. La tumba de Jesús es el gran fin de todo. Pero la resurrección nos lleva más allá de este término, y constituye el fundamento imperecedero sobre el cual descansa la gloria de Dios y la dicha del hombre para siempre. Desde el momento en que el ojo de la fe contempla a Cristo resucitado, encuentra en él una respuesta triunfante en orden a todo lo que se relaciona con el pecado, el juicio, la muerte y el sepulcro. El que los venció divinamente, resucitó de los muertos y se sentó a la diestra de la Majestad en los cielos y, lo que es más, el Espíritu del resucitado y glorificado hace del creyente un hijo. El creyente sale vivificado de la tumba de Cristo, como está escrito: «Y a vosotros, estando muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándoos todos los delitos» (Col. 2:13).
14.4 - Hijos e hijas por gracia
Vemos, pues, que la calidad de hijo, fundada en la resurrección, está unida a la justificación, a la justicia y a la perfecta liberación de todo lo que pudiera estar de alguna forma en contra de nosotros. Dios no pudo admitirnos en su presencia con el pecado sobre nosotros; ni una mancha de pecado puede tolerar en sus hijos e hijas. El padre del hijo perdido no pudo admitir a su mesa a su hijo envuelto en los andrajos del país lejano (Lucas 15:11-24). Pudo salir al encuentro del pródigo andrajoso y echarse sobre su cuello y besarle, lo que fue un hecho digno de la gracia y que caracteriza a esta gracia de un modo admirable; pero le fue imposible sentar al hijo vestido de harapos a su mesa. La gracia, que impulsó al padre a salir al encuentro del hijo pródigo, reina por la justicia que trajo a este último a la casa del padre. Si el padre hubiera esperado que el hijo mismo se hubiese provisto de ropa para cubrirse, esto no habría sido gracia, como tampoco habría sido justo introducirle en la casa vestido de andrajos.
Pero cuando el padre sale al encuentro de su hijo y se echa sobre su cuello, la gracia y la justicia resaltan a una claramente, y con toda la hermosura propia de cada una de ellas, pero no por eso conceden al hijo lugar a la mesa del padre antes de que sea vestido de un modo digno de su alta y bendita posición. Dios, en Cristo, descendió hasta el grado más bajo de la condición espiritual del hombre, para que, por su humillación, pudiera elevar al hombre al más alto grado de felicidad: la comunión con Él. De esto resulta patente que nuestra calidad de hijos, con toda la gloria y los privilegios correspondientes, no depende de ningún modo de nosotros. Para el caso, no valemos más que el cuerpo amortecido de Abraham y el seno muerto de Sarai en orden a la numerosa descendencia como las estrellas del cielo y como la arena del mar. Todo es de Dios. Dios el Padre ha concebido el pensamiento de ello, el Hijo ha puesto su fundamento y el Espíritu Santo ha levantado el edificio. Y sobre este edificio está la inscripción: «Por gracia sois salvos mediante la fe» y «el hombre es justificado por fe, sin las obras de la ley» (Efe. 2:8; Rom. 3:28).
14.5 - Herencia y sufrimientos
Pero el capítulo que nos ocupa nos presenta otro asunto igualmente importante, a saber, la calidad de heredero. Una vez arreglado ya entera y divinamente, sin condición, el asunto de la calidad de hijo y de la justicia, dice el Señor a Abraham: «Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a heredar esta tierra» (v. 7). Aquí se nos presenta y se trata la gran cuestión de la herencia, como también el camino especial que deben recorrer los herederos elegidos para llegar a la heredad prometida. «Si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si sufrimos con él, para que también seamos glorificados con él» (Rom. 8:17).
El camino que conduce al reino pasa por el sufrimiento, la aflicción y la tribulación, pero, gracias a Dios, por la fe podemos decir: «Los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que debe sernos revelada» (Rom. 8:18); y otra vez: «Ya que nuestra ligera aficcción momentánea produce en medida sobreabundante un peso eterno de gloria» (2 Cor. 4:17); y finalmente: «Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, experiencia; y la experiencia, esperanza» (Rom. 5:3-4). Es gran honra y privilegio real para nosotros que nos sea permitido poder beber de la copa de nuestro bendito Señor, ser bautizados con su bautismo (Lucas 12:50) y recorrer –en dichosa comunión con él– el camino que conduce directamente a nuestra herencia gloriosa. El Heredero y el coheredero llegan ambos a esta herencia por la senda del padecimiento.
14.6 - Cristo sufrió por nosotros
De todos modos, recordemos que los sufrimientos de los cuales participan los coherederos están desprovistos de todo elemento penal. Los coherederos no tienen que sufrir bajo la mano de la justicia infinita a causa del pecado; este sufrimiento lo ha padecido y agotado por nosotros en la cruz Cristo, la víctima divina, cuando encorvó su frente santa bajo los golpes de la justicia divina. «Porque también Cristo padeció una vez por los pecados» (1 Pe. 3:18), y esta «una vez» fue en la cruz y no en otra parte. Antes no sufrió por el pecado, ni podrá jamás sufrir por el pecado otra vez. «Pero ahora, una sola vez en la consumación de los siglos, él ha sido manifestado para la anulación del pecado» (Hebr. 9:26). «Cristo fue ofrecido una sola vez» (Hebr. 9:28).
Podemos contemplar los padecimientos de Cristo bajo dos aspectos: primero, cual herido de Jehová; luego, cual rechazado de los hombres. Bajo el primer aspecto, sufrió solo; bajo el segundo, tenemos el honor y el privilegio de ser sus asociados. Cristo, herido por Dios a causa del pecado, sufrió solo, pues ¿quién podía participar con él? Soportó solo la ira de Dios; descendió solo al «valle escabroso, que nunca haya sido arado ni sembrado» (Deut. 21:4), y allí arregló para siempre el asunto del pecado. Nada tuvimos que ver con esto, aunque de todo esto somos eternamente deudores. Cristo combatió y se adjudicó la victoria solo, del todo solo, pero con nosotros reparte despojos. Estuvo solo en el «pozo de la desesperación, del lodo cenagoso», pero, desde el momento en que pone el pie sobre la «peña» eterna de la resurrección, nos asocia consigo mismo. Estuvo solo cuando «gritó con gran voz» en la cruz, pero está rodeado de compañeros al cantar el «cántico nuevo» (Mat. 27:46; Sal. 40:2-3).
14.7 - Sufrir con Cristo
Lo que importa saber ahora es si rehusamos sufrir con él de parte del mundo, después de haber sufrido él por nosotros de parte de Dios. El hecho de que esta sea una pregunta proviene, en un sentido, del constante uso de la palabra «si» que hace el Espíritu Santo en relación con este asunto. «Si sufrimos con él» (Rom. 8:17). «Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Tim. 2:12). Tratándose de la calidad de hijos, no hay «si»; no llegamos a la elevada dignidad de hijos por el sufrimiento sino por el poder vivificador del Espíritu Santo, fundado en la obra acabada de Cristo, según el consejo eterno de Dios. Nada puede desvirtuar esta posición. No llegamos a ser miembros de la familia por el sufrimiento, sino del reino, y Pablo dice a los tesalonicenses: «Para que seáis considerados dignos del reino de Dios, por el cual también padecéis» (2 Tes. 1:5). Los tesalonicenses ya constituían parte de la familia, pero tenían por destino el reino, y el camino que conduce al mismo pasa a través de los padecimientos. Además, la medida de su sufrimiento por el reino debía corresponder con el grado de su devoción y de su conformidad con el Rey.
Cuanto más nos asemejamos a él, tanto más sufriremos con él, y cuanto más profunda sea nuestra comunión con él en los sufrimientos, tanto más lo será nuestra comunión con él en la gloria. Hay diferencia entre la mansión del Padre y el reino del Hijo. En la primera se tratará de la capacidad de los hijos; en el segundo, se tratará de una posición conferida. Todos mis hijos se pueden sentar a mi mesa, pero la intensidad del gozo que les depare mi compañía y conversación dependerá del todo de su aptitud. El uno puede estar sentado en mis rodillas, en el pleno gozo de su relación conmigo, cual criatura, sin que sea capaz de comprender ni una sola de mis palabras; otro podrá dar prueba de inteligencia singular en la conversación, sin que, a pesar de ello, sea absolutamente más feliz que el pequeñuelo que yo tenga en mis rodillas. Pero, si se trata del servicio que los hijos sean capaces de hacerme –o sea, de su identificación pública conmigo–, ya la cosa se presenta del todo diferente. La comparación de que me he servido no es más que una débil simbolización para hacer patente la doble idea de capacidad en la casa del Padre y de posición conferida en el reino del Hijo.
Recordemos siempre que sufrir con Cristo no equivale al yugo de un esclavo, sino que es un privilegio y una devoción voluntaria: no una ley de hierro, sino un favor concedido por la gracia, no una servidumbre obligatoria sino una devoción voluntaria. «Porque a vosotros fue dada la gracia, respecto a Cristo, no solo de creer en él, sino también de sufrir por él» (Fil. 1:29). Además, es muy cierto que el verdadero secreto de los sufrimientos por Cristo consiste en la concentración de nuestros afectos en él.
Cuanto más amamos a Jesús, tanto más cerca de él vivimos; cuanto más cerca de él vivimos, tanto más fielmente le imitamos; y, cuanto más fielmente le imitamos, tanto más sufrimos con él. Todo proviene, pues, del amor hacia Cristo; y es una verdad fundamental que «le amamos, porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19). Guardémonos en este punto, como en todos los demás, del espíritu del legalismo, y que no haya quien se imagine que puede sufrir por Cristo mientras viva bajo el yugo del legalismo. ¡Ay! Sería de temer que tal persona no conociera todavía a Cristo, ni la posición bendita de hijo, por no estar todavía bien establecida en la gracia, y que entonces procurara entrar en la familia por las obras de la ley más bien que entrar en el reino por la senda del sufrimiento.
Por otra parte, tengamos cuidado de no retroceder ante la copa y el bautismo del Señor. No hagamos profesión de disfrutar de los beneficios que nos proporciona su cruz, en tanto rehusemos participar en el menosprecio que implica esta cruz. Estemos plenamente convencidos de que el sendero que conduce al reino no está iluminado por el sol del favor del mundo, y que no está sembrado de las rosas de su dicha. Cuando el cristiano tiene éxito en el mundo, hay razón para temer que no vive en comunión con Cristo. «Si alguno me sirve, que me siga; y donde yo estoy, allí también estará mi servidor» (Juan 12:26). ¿Cuál fue el objeto de la carrera terrestre de Jesús? ¿Procuró alguna vez conseguir influencia y posición elevada en este mundo? No, sino que se le dio la cruz por trono y un puesto entre dos malhechores condenados a morir.
Pero se dirá: “Dios y su mano estaban en ello”. Es cierto, pero también estaba en ello el hombre. Y esta última verdad implica necesariamente que, si andamos con Cristo, seremos despreciados por el mundo. Nuestra asociación con Cristo nos abre el cielo y nos echa afuera del mundo, así es que, si hacemos profesión de ser del cielo, sin que el mundo nos deseche, hay en ello prueba de que debe haber algo falso en nuestro caso. Si Cristo estuviese hoy en el mundo ¿cuál sería su camino, por dónde llevaría y dónde terminaría? Háganos Dios responder a estas preguntas a la luz de esta Palabra que es más penetrante que toda espada de dos filos y que alcanza hasta partir el alma y que nos coloca, tal como somos, ante el Todopoderoso. El Espíritu Santo háganos fieles al Señor ausente, crucificado y rechazado por los hombres. El que anda según el Espíritu estará lleno de Cristo y, estando lleno de él, se fijará no en los sufrimientos sino en aquel por el cual sufre. Si descansa la vista en Cristo, los sufrimientos le serán una nada en comparación con el gozo presente y la gloria del futuro.
El asunto de la herencia me ha llevado más lejos de lo que me proponía, pero no me arrepiento de ello, porque tiene gran importancia.
14.8 - La visión profética de Abraham
Echemos ahora una breve mirada a la visión instructiva de Abraham que se nos presenta en los últimos versículos del capítulo. «Mas a la caída del sol sobrecogió el sueño a Abram, y he aquí que el temor de una grande oscuridad cayó sobre él. Entonces Jehová dijo a Abram: Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza… Y sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se veía un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos» (v. 12-17).
Se puede decir que toda la historia de Israel está resumida en estos dos símbolos del «horno humeando» y de la «antorcha de fuego». El primero representa las diversas épocas durante las cuales los israelitas fueron puestos a prueba y sufrieron: su larga esclavitud en Egipto, los tiempos que vivieron bajo el yugo de los reyes de Canaán, los del cautiverio de Babilonia y, en fin, los de su dispersión actual. Se puede considerar a Israel como pasando por el «horno humeando» durante todos esos diferentes períodos (véase Deut. 4:20; 1 Reyes 8: 51; Is. 48:10).
La antorcha, en cambio, es el símbolo de las fases de la historia de Israel en las cuales Jehová se manifestó en su gracia para socorrer a los suyos, como al salvarlos de Egipto por mano de Moisés, al salvarlos del poder de los reyes de Canaán por el ministerio de los jueces, al hacerlos volver de Babilonia en virtud del decreto de Ciro, y, por último, al disponer la salvación final del pueblo cuando Cristo se manifieste con gloria. No se llega a la heredad sino a través del «horno humeando», y cuanto más espeso es el humo, tanto más resplandeciente aparece «la antorcha» o «la lámpara» de la salvación de Dios.
La aplicación de esta verdad no se limita al pueblo de Dios en su conjunto, sino a cada individuo que lo compone. Todos cuantos han llegado a alguna eminencia como siervos de Dios, han pasado por el «horno humeando» antes de ser llamados a gozar de «la antorcha». «El temor de una gran oscuridad» encubrió el espíritu de Abraham; Jacob tuvo que soportar veinte años de trabajo duro en la casa de Labán; José se halló en el horno de la aflicción en las prisiones de Egipto; Moisés pasó cuarenta años de prueba en el desierto. Así ha de acontecer a todos los siervos de Dios. Deben probarse primero para que, habiendo sido hallados fieles, puedan ser puestos en el ministerio. El principio de Dios con referencia a aquellos que le sirven se expresa en las palabras de Pablo: «no un neófito, no sea que lleno de orgullo caiga en la condenación del diablo».
La Escritura nos indica la aplicación de este principio con relación a los diáconos (o servidores) y a los obispos (o sobreveedores). Los servidores «también estos sean probados de antemano, y entonces sirvan, si son irreprensibles». El sobreveedor no sea «un neófito» (1 Tim. 3:1-13). El ser hijo de Dios es una cosa; el ser siervo de Cristo es otra, y muy diferente. Yo puedo amar mucho a mi hijo pero, aun así, si le pongo a trabajar en mi jardín, puede hacer más daño que bien ¿Por qué? ¿Acaso porque no es hijo amado? No, sino porque no es servidor adiestrado. Allí está toda la diferencia. Parentela y empleo son cosas distintas: no que todo hijo de Dios no tenga algo que hacer, sufrir o aprender, pero siempre sigue siendo algo positivo que el servicio público y la disciplina secreta se hallan íntimamente relacionados en los caminos de Dios.
Es preciso que quien aparece mucho ante el público, tenga esa disposición humilde, ese juicio maduro, ese espíritu sumiso y mortificado, esa voluntad quebrantada, ese tono suave que son los resultados hermosos y seguros de la secreta disciplina de Dios. Generalmente se verá que los que se lanzan hacia adelante sin poseer más o menos de esas cualidades espirituales, desfallecen tarde o temprano.
Señor Jesús, guarda a tus débiles siervos muy cerca de ti y en tus manos.
15 - Capítulo 16: La incredulidad y sus funestas consecuencias
15.1 - Impaciencia de Sarai
Aquí vemos cómo la incredulidad se apodera del espíritu de Abraham y de nuevo le hace abandonar por algún tiempo la senda de la dichosa y sencilla confianza en Dios. «Dijo entonces Sarai a Abram: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril» (v. 2). Estas palabras son la expresión de la habitual impaciencia de la incredulidad. Abraham debía de haberlas considerado como se merecían, esperando pacientemente del Señor el cumplimiento de su promesa de gracia, pero nuestro pobre corazón natural prefiere algo muy diferente a un estado de espera: recurre a expedientes y planes, buscando cualquier salida menos la de aguardar. Son dos cosas muy diferentes creer una promesa y esperar con paciencia su cumplimiento. La conducta del niño nos ofrece numerosos ejemplos de esto. Cuando le prometemos algo a uno de nuestros pequeñuelos, él no tiene la menor intención de dudar de nuestras palabras; sin embargo, le vemos muy agitado e impaciente respecto a cómo y cuándo cumpliremos nuestra promesa. En tal conducta del niño el más sabio puede ver como en un espejo su propia persona. En el capítulo 15 nos demuestra su fe; en el capítulo 16, no obstante, le vemos carecer de paciencia, y así podemos comprender mejor el sentido y la hermosura de lo que leemos en el capítulo 6 de la epístola a los Hebreos: «No os hagáis perezosos, sino imitadores de los que heredan las promesas por medio de la fe y la paciencia» (v. 12). Dios hace la promesa, la fe la cree; la esperanza anticipa la promesa y la paciencia aguarda tranquilamente su cumplimiento.
En el comercio hay lo que se llama “valor actual” de una letra de cambio o giro a la orden, porque si uno ha de esperar por el pago de su dinero, debe también ser pagado por la espera. Lo mismo ocurre en el mundo de la fe: hay un valor presente de las promesas de Dios, y la medida que determina este valor es el conocimiento experimental de Dios en el corazón, porque de nuestra apreciación de Dios depende la evaluación que hacemos de sus promesas; además, el alma sumisa y paciente halla rica y plena recompensa en la espera del cumplimiento de todo lo que Dios ha prometido.
En cuanto a Sarai, lo que le dijo a Abraham se reduce, en realidad, a esto: “Dios me ha faltado; acaso me servirá de recurso mi criada egipcia”. Todo menos Dios conviene al corazón incrédulo; y con frecuencia quedamos muy sorprendidos de ver a qué torpezas suele apelar el creyente cuando pierde el sentimiento de la presencia de Dios y se olvida de que Su fidelidad jamás falta y que él basta para todo. Tal alma pierde aquella disposición apacible y aquel equilibrio que son tan necesarios para el testimonio fiel del que anda por la fe, y, como el mundo, recurre a toda especie de expedientes para conseguir su fin. Y a esto lo llama “hacer uso prudente de los medios”.
Pero resulta cosa amarga y de consecuencias siempre funestas el hecho de sustraerse de una dependencia absoluta respecto de Dios. Si Sarai hubiera dicho: “La naturaleza no me ayuda, pero Dios es mi esperanza”, todo habría resultado muy diferente. Habría descansado en fundamento firme y verdadero, porque, de hecho, la naturaleza no le era propicia. Pero eso era la naturaleza bajo una forma; y Sarai, quien no había aprendido todavía a quitar sus ojos de la naturaleza bajo todas sus formas, quiso ponerla a prueba bajo otra. A juicio de Dios, como al de la fe, la naturaleza de Agar no valía más que la de Sarai: la naturaleza, vieja o joven, para Dios es la misma, y, por lo tanto, también lo es para la fe. Pero esta verdad no tiene poder sobre nosotros mientras Dios no haya llegado a ser experimentalmente el centro de nuestra existencia. Desde el momento en que quitamos la vista de ese Dios glorioso, somos capaces de entregarnos a las invenciones más viles de la incredulidad; y solamente mientras nos apoyamos con toda seriedad en el Dios vivo, único verdadero y sabio, podemos renunciar a todo lo que es de la criatura humana. No que menospreciemos los medios de que se sirve Dios, lo que sería señal de indiferencia y no de fe. La fe hace caso del instrumento, no a causa del instrumento mismo, sino a causa del que lo emplea, mientras que la incredulidad solo se fija en el instrumento y hace depender el éxito del aparente poder del mismo, en lugar de juzgarlo según la suficiencia del que en gracia se vale de él. Saúl, mirando primero a David y luego al filisteo, dijo: «No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él; porque tú eres muchacho» (1 Sam. 17:33). Pero para David no se trataba de si él podía vencer al filisteo, sino si Jehová lo podía hacer.
El camino de la fe es muy sencillo y estrecho. La fe no deifica ni menosprecia los medios. Los aprecia en cuanto sea Dios quien realmente los emplea, pero no más allá de eso. Pero hay una diferencia muy grande entre el empleo que Dios hace de la criatura para servirme y el empleo que el hombre hace de la misma para excluir a Dios. No se presta suficiente atención a esta diferencia. Dios utilizó los cuervos para servir a Elías, pero Elías no los usó para excluir a Dios. Cuando el corazón depende realmente de Dios, no se preocupa de los medios, sino que descansa en él, con la dulce confianza de que, sean cuales fueren los medios que Dios use, él bendecirá, ayudará y proveerá.
15.2 - Agar
Ahora bien, en el caso que nos ocupa, se ve claramente que Agar no era un instrumento empleado por Dios para cumplir las promesas que él había hecho a Abraham. Dios había prometido un hijo a Abraham, sin duda, pero no le había dicho que este hijo sería el de Agar, y la narración bíblica nos asegura que Abraham y Sarai, el uno y la otra, aumentaron su pena al recurrir a Agar, porque Agar, «cuando vio que había concebido, miraba con desprecio a su señora» (v. 4), y esto no fue más que el principio de todos los dolores que resultaron de la impaciencia manifestada al recurrir a medios humanos. La dignidad de Sarai fue pisoteada por una esclava egipcia y se vio en una situación de debilidad y desprecio. La única posición de dignidad y de poder es aquella en la cual sentimos nuestra flaqueza y nuestra dependencia. Nadie es más independiente de lo que le rodea que quien anda verdaderamente por la fe, confiado solo en Dios. Pero, desde el momento en que el hijo de Dios se hace deudor de la naturaleza o del mundo, pierde la dignidad de su posición y no tarda en sentirlo. No comprendemos bastante bien la pérdida que resulta del más pequeño desvío del camino de la fe. Todos cuantos andan por este camino encontrarán, sin duda alguna, pruebas y penas, pero también pueden estar seguros de que serán más que remunerados por el gozo y la bienaventuranza que serán su herencia; mientras que los que se apartan de este camino encontrarán pruebas mucho más grandes, sin compensación alguna.
«Entonces Sarai dijo a Abram: Mi afrenta sea sobre ti» (v. 5). Cuando nos equivocamos, estamos listos para echarle la culpa a otro. Sarai solo recogió el fruto de lo que había sembrado, y, no obstante, dice: «Mi afrenta sea sobre ti»; luego, con permiso de Abraham, procura desembarazarse de la prueba que se había acarreado por su impaciencia. «Y respondió Abram a Sarai: He aquí, tu sierva está en tu mano; haz con ella lo que bien te parezca. Y como Sarai la afligía, ella huyó de su presencia» (v. 6). Pero esta no es la manera de arreglar las cosas; no era correcto deshacerse de «la esclava» mediante malos tratos. Cuando nos equivocamos y debemos sufrir las consecuencias, no nos libramos de tales consecuencias practicando la altanería y la violencia. Frecuentemente recurrimos a este método, pero no logramos otra cosa que agravar el mal. Si hemos incurrido en falta, es preciso que nos humillemos, que confesemos nuestras faltas y que esperemos de Dios la salvación. Pero en la conducta de Sarai no notamos nada de esto. Todo lo contrario; su conciencia no le acusa de haber hecho mal, y, lejos de esperar la salvación de Dios, procura salvarse a sí misma a su manera. Pero todos los esfuerzos que hacemos para enmendar nuestros yerros sin haberlos confesado plenamente, solo tienden a hacer más difícil nuestro camino. Por eso Dios quiso que Agar volviera a su ama para dar a luz un hijo que no fuera el hijo de la promesa, sino una prueba para Abraham y su casa, como veremos a continuación.
15.3 - Retorno de Agar
Todo esto debe considerarse bajo un doble punto de vista: en primer lugar, cual manifestación de un principio práctico de gran importancia; y luego, bajo el punto de vista de la doctrina. Primero, pues, aprendemos aquí que, cuando por la incredulidad del corazón hemos caído en alguna falta, esta no se remedia en un solo momento, ni por artificios propios. Se requiere que las cosas sigan su curso. «Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará. Porque el que siembra para su carne, de la carne cosechará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna» (Gál. 6:7-8). Este es un principio invariable que hallamos en toda la Escritura y en nuestra propia experiencia. La gracia perdona el pecado y restaura el alma; pero es preciso que recojamos lo que hayamos sembrado. Abraham y Sarai tuvieron que soportar por años la presencia de la esclava y de su hijo, no pudiendo deshacerse de ellos sino conforme a la voluntad de Dios. Hay bendición especial en abandonarse a Dios. Si Abraham y Sarai hubiesen hecho esto en el caso que nos ocupa, jamás habrían tenido que verse atormentados por la presencia de la esclava y su hijo. Pero, habiendo recurrido a la naturaleza, era preciso que sufrieran las consecuencias de ello. A menudo ¡ay! somos como «novillo indómito», cuando nuestra dicha positiva consistiría en permanecer tranquilos y callados «como un niño destetado de su madre» (Jer. 31:18; Sal. 131:2). No podría haber dos figuras más opuestas que un novillo indómito y un niño recién destetado. El novillo indómito nos representa al que locamente patalea bajo el yugo de las circunstancias, haciendo su yugo tanto más penoso cuanto más se esfuerza para quitárselo de encima. El niño destetado es el símbolo del que se somete humildemente a cada disposición del Señor, y hace su suerte más agradable cuando se somete del todo al Señor.
15.4 - La Ley y la gracia
Luego, bajo el punto de vista de la doctrina, estamos autorizados a considerar a Agar y su hijo como tipos de la alianza o pacto de las obras y de todos los que, por ella, han nacido en la servidumbre. «Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sirvienta, y uno de la mujer libre. Pero el de la sirvienta nació según la carne; y el de la mujer libre nació mediante la promesa. Estas cosas tienen un sentido figurado; porque estas mujeres son dos pactos; uno, del monte Sinaí, que engendra para servidumbre, el cual es Agar…» (Gál. 4:22-25). En este importante pasaje «la carne» se pone en contraposición a «la promesa», y vemos así cuál es el pensamiento de Dios no solo respecto al significado de la palabra carne, sino además respecto al esfuerzo que hace Abraham para conseguir por medio de Agar la simiente prometida, en lugar de confiar en la promesa de Dios. Los dos pactos son simbolizados por Agar y Sara, y son diametralmente opuestos el uno al otro. La una dio hijos «para servidumbre», presentando la cuestión de la capacidad del hombre de «hacer» y «no hacer», quien hizo que la vida dependiera totalmente de esta capacidad: «guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos» (Lev. 18:5). Este es el pacto de Agar. Pero el pacto de Sara pone de relieve a Dios como el Dios de la promesa, promesa del todo independiente del hombre y fundada en la buena voluntad y en el poder de Dios para su cumplimiento. Dios no añade ningún «si» a sus promesas. Las hace sin condiciones, y está decidido a cumplirlas. Y la fe descansa en él con perfecta libertad de corazón.
Ningún esfuerzo de la naturaleza se requiere para el cumplimiento de las promesas de Dios; y precisamente en este punto faltaron Abraham y Sarai. Procuraron alcanzar un fin absolutamente garantizado por una promesa de Dios. Esta es la gran equivocación de la incredulidad. Por su actividad nerviosa levanta nubes que envuelven el alma e impiden que los rayos de la gloria de Dios le iluminen. «Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su incredulidad» (Mat. 13:58). Uno de los rasgos característicos de la fe es que siempre deja a Dios el campo libre para que se manifieste a sí mismo. Y ciertamente, al manifestarse Dios, le conviene al hombre ocupar el lugar de dichoso adorador.
El error en que habían caído los gálatas consistía en añadir algo de “la naturaleza” a lo que Cristo ya había cumplido en la cruz. El Evangelio que Pablo les había anunciado, y que los gálatas habían recibido, era la sencilla presentación de la gracia de Dios, absoluta, sin reserva ni condición. «¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo como crucificado?» (Gál. 3:1). No fue simplemente una promesa de Dios, sino una promesa divina y gloriosamente cumplida. Cristo crucificado correspondía perfectamente tanto a las exigencias de Dios como a las necesidades de los hombres; pero los falsos maestros trastornaron o procuraron trastornar todo el Evangelio de Cristo, diciendo: «A menos que os circuncidéis, según la costumbre de Moisés, no podéis ser salvos» (Hec. 15:1), y así, según la declaración del apóstol mismo, desechaban «la gracia de Dios» y «en vano murió Cristo» (Gál. 2:21).
15.5 - Cristo un Salvador completo
Es preciso que Cristo nos sea el Salvador completo, si no, no lo es de ningún modo. Desde el momento en que alguien diga: “A no ser que vosotros seáis esto y lo otro no podéis ser salvos”, trastorna de arriba abajo el Evangelio de Cristo, puesto que este Evangelio me revela a Dios bajando hasta mí, tal cual soy, miserable pecador culpable y perdido por falta propia, y además trayéndome completa remisión de todo pecado y plena salvación de mi estado de perdición, en virtud de la obra cumplida por él mismo en la cruz. Por ello, si alguien dice: “Es preciso que seáis esto y lo otro para ser salvos”, despoja a la cruz de toda su gloria y nos quita toda la paz, porque si la salvación depende de lo que nosotros seamos o de lo que hagamos, estamos perdidos sin remedio. Pero –alabado sea Dios– no es así. El gran principio fundamental del Evangelio es que Dios es todo y el hombre nada; no es una mezcla de Dios y de hombre, sino que todo es de Dios. La paz que ofrece el Evangelio no descansa en parte en la obra de Cristo y en parte en la obra del hombre, sino entera y únicamente en la obra de Cristo, porque esta obra es perfecta, siempre perfecta, y hace perfectos, como ella misma, a todos los que en ella confían.
Bajo la ley, Dios permaneció, en algún sentido, tranquilo para ver lo que podían hacer los hombres; mientras que, en el Evangelio, vemos a Dios activo y a los hombres llamados a permanecer «quietos (para ver)… la salvación de Jehová con vosotros» (2 Crón. 20:17). Siendo esto así, el apóstol no titubea en decir a los gálatas: « Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia» (Gál. 5:4). Si el hombre tiene algo que hacer en el asunto de la salvación, Dios queda excluido, y si Dios queda excluido, la salvación resulta imposible, puesto que es imposible que el hombre cumpla una salvación por medio de lo que demuestra que él es un ser perdido. Si, pues, la salvación es un asunto de la gracia, es preciso que sea totalmente por gracia. No puede ser mitad ley y mitad gracia, ya que los dos pactos son absolutamente distintos. No puede ser mitad Sara y mitad Agar. Si es Agar, Dios queda excluido; si es Sara, el hombre queda excluido, y así es desde el principio hasta el fin. La ley se dirige al hombre; le pone a prueba, le demuestra para qué sirve, le convence de que ha caído, le coloca y le mantiene bajo la maldición mientras confíe en ella, es decir, mientras esté vivo. «La ley se enseñorea del hombre mientras este vive» (Rom. 7:1); pero, cuando muere, necesariamente cesa el señorío que aquella ejerce respecto de lo que le pertenece (véase Rom. 7:16; Gál. 2:19, Col. 2:20; 3:3), aun cuando ella conserve vigente su autoridad para maldecir a todo hombre viviente. El Evangelio, en cambio, al afirmar que el hombre está perdido, caído, muerto, revela a Dios tal cual es: como Salvador de los perdidos, como quien perdona al culpable y vivifica a los muertos. No nos presenta a Dios como quien exige cosa alguna del hombre (pues ¿qué se le puede pedir a un muerto que ha ido a la quiebra?), sino como quien despliega su libre gracia en la obra de la redención.
La diferencia entre los dos pactos –el de la ley y el de la gracia– es, por tanto, inmensa, y permite comprender la fuerza extraordinaria de las expresiones del apóstol en la carta a los Gálatas: «Me asombro…», «¿quién os fascinó?…», «temo por vosotros»… «estoy perplejo en cuanto a vosotros»… «¡ojalá que se mutilaran los que os perturban!» (Gál. 1:6; 3:1; 4:11-20; 5:12). Estas son expresiones inspiradas por el Espíritu Santo, quien conoce el valor de un Cristo completo, de una salvación completa y quien sabe también cómo el conocimiento de lo uno y de lo otro es necesario para el pecador perdido. No hallamos lenguaje semejante en ninguna otra epístola, ni en la dirigida a los Corintios, aun cuando entre estos hubo que reprimir desórdenes de la peor especie. Toda falta y todo error humano puede ser corregido mediante la introducción de la gracia de Dios; pero los gálatas, como Abraham en este capítulo, se apartaron de Dios y se volvieron a la carne. ¿Qué remedio puede haber para un caso semejante? ¿Cómo corregir un error que consiste en abandonar lo único que puede remediarlo todo? Caer de la gracia es volver a someterse a la ley, de la cual no se puede esperar más que «la maldición».
Confírmenos el Señor en su gracia soberana.
16 - Capítulo 17: Andar por la fe – La circuncisión
16.1 - El Dios Todopoderoso
En este capítulo vemos cómo Dios remedia la falta de Abraham. «Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (v. 1).
«Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto». Este pasaje tiene un significado de muchísima importancia. Es evidente que, cuando Abraham aceptó el recurso de Sarai, no andaba ya delante de la faz del Dios Todopoderoso. Solamente la fe nos hace capaces de vivir libres delante del Todopoderoso. En cambio, la incredulidad siempre acepta más o menos del “yo”, de las circunstancias, de las causas secundarias y de otras cosas de esta naturaleza. Así el alma es privada del gozo y la paz de la serena elevación y de la santa independencia que provienen de apoyarse en el brazo de Aquel que puede hacerlo todo. Pensémoslo bien: Dios no es para nosotros la constante realidad que debería ser, o que sería para nosotros si marcháramos por una fe más sencilla y una dependencia más completa respecto de él.
16.2 - Dios solamente
«Anda delante de mí». El verdadero poder consiste en andar delante de la faz del Dios poderoso; y para ello es preciso que el corazón no esté ocupado con otro objeto que no sea Dios mismo. Si descansamos en la criatura, no andamos delante de Dios, sino delante de la criatura. Es de la mayor importancia que sepamos delante de quién andamos y cuál es el objeto que perseguimos. ¿A quién tenemos en perspectiva y sobre quién nos apoyamos en este momento? ¿Llena Dios por completo nuestro porvenir, sin que los hombres y las circunstancias intervengan en absoluto? ¿No concedemos lugar a la criatura en nuestro futuro? La única manera de elevarse sobre el mundo es andar por la fe, porque la fe llena la escena tan completamente de Dios que no queda lugar para la criatura ni para el mundo. Si Dios llena todo el espacio que abarca mi vista, toda otra cosa desaparece, y puedo decir con el salmista: «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré» (Sal. 62:5-6). Esta palabra «solamente» es profundamente escrutadora. La naturaleza no puede decir lo mismo, no porque quiera excluir a Dios del todo –a no ser que se halle bajo directa influencia de la incredulidad audaz y blasfema–, sino que no puede decir con toda seguridad «Él solamente».
Es bueno notar que, en lo que respecta a la salvación, así como en todos los detalles de nuestra vida diaria, Dios no comparte su gloria con la criatura. Desde el principio hasta el fin debe ser «Él solamente» y esto, también, de una manera real. No basta que dependamos de Dios de palabra, mientras nuestros corazones están descansando en algún recurso de la criatura. Dios sacará todo a luz, probará el corazón y pondrá la fe en el horno. «Anda delante de mí y sé perfecto». Tal es el camino que conduce al término verdadero. Cuando, mediante la gracia, el alma cesa de confiar en la criatura, entonces –y solo entonces– se halla en condiciones debidas para que Dios obre; y cuando Dios obra, todo marcha bien. Él no deja nada sin acabar; ordena perfectamente todo lo que concierne a los que ponen en él su confianza. Cuando la inmutable sabiduría, la omnipotencia y el amor infinito obran en conjunto, el corazón confiado puede disfrutar de imperturbable reposo. A no ser que hallemos la circunstancia demasiado grande o demasiado pequeña para «el Dios Todopoderoso», no tenemos motivo alguno por el cual inquietarnos; y es esta una verdad poderosa y muy a propósito para colocar a todos los que creen en la bienaventurada posición en que hallamos a Abraham en este capítulo. Después de haberle dicho Dios positivamente: “Confíame todo, y yo proveeré a todo, más allá de todos tus ambiciosos deseos y de tus más queridas esperanzas (la descendencia, la herencia y todo cuanto de ello depende), todo estará perfecta y eternamente arreglado según el pacto del Dios Todopoderoso”, «entonces Abram se postró sobre su rostro» (v. 3). ¡Bendita posición! La única propia que un pecador débil, desnudo e inútil debe ocupar en la presencia de un Dios vivo, Creador del cielo y de la tierra, poseedor de todas las cosas, «el Dios Todopoderoso».
«Y Dios habló con él». Cuando el hombre está humillado en el polvo, Dios, por gracia, puede hablarle. La posición que aquí toma Abraham es la expresión de la completa humillación en la presencia de Dios, en el sentido de entera debilidad y anonadamiento delante de Él, y tal humillación es segura precursora de la revelación de Dios mismo. Cuando la criatura permanece así delante de él, Dios se puede manifestar tal cual es, en toda la refulgente gloria de su persona. Él no dará su gloria a otro. Se puede revelar y permitir que el hombre adore en presencia de esa revelación, pero hasta que el hombre ocupe el lugar que le corresponde, Dios no puede desplegar ante él Su carácter. ¡Cuánta diferencia hay entre la actitud de Abraham en el capítulo anterior y en este! En el uno tiene delante de sí la naturaleza humana; en el otro, está en la presencia del Dios Todopoderoso. En el uno se agita; en el otro adora. En el uno recurre a sus propias combinaciones y a los cálculos de Sarai; en el otro se abandona –con todo lo que le concierne, su presente y su futuro– en las manos de Dios, permitiéndole obrar en él y por él. Esta es la razón por la cual Dios puede decirle: Yo te haré… Yo te estableceré… Yo te daré… Yo te bendeciré. En una palabra, Dios solo y su obra son el asunto, y ahí está el verdadero descanso del corazón que ha aprendido algo de sí mismo.
16.3 - La circuncisión
Ahora se introduce el pacto de la circuncisión. Es preciso que cada uno de los miembros de la familia de la fe, sin excepción alguna, lleve en su cuerpo el sello del pacto. «Será circuncidado todo varón de entre vosotros… el nacido en tu casa, y el comprado por tu dinero; y estará mi pacto en vuestra carne por pacto perpetuo. Y el varón incircunciso, el que no hubiere circuncidado la carne de su prepucio, aquella persona será cortada de su pueblo; ha violado mi pacto» (v. 9-14). En el capítulo 4 de la Epístola a los Romanos vemos que la circuncisión era el «sello de la justicia de la fe» (v. 11). Abraham «creyó a Jehová, y le fue contado por justicia» (15:6). Como Dios le tenía por justo, puso su «sello» en él.
16.4 - Sellados por el Espíritu Santo
El sello con el cual el creyente es sellado en la actualidad, no es, como entonces, una señal en la carne, sino que es el «Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Efe. 4:30). Y esto se funda en la relación eterna del cristiano con Cristo y en su perfecta identificación con él en la muerte y la resurrección, como está escrito: «Estáis completos en él, quien es la cabeza de toda autoridad y potestad; en quien también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al despojaros del cuerpo carnal, por la circuncisión de Cristo, sepultados con él en el bautismo, en quien también fuisteis resucitados mediante la fe en la operación de Dios que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, estando muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándonos todos los delitos» (Col. 2:10-13). Este pasaje glorioso nos explica lo que la circuncisión realmente representaba. Todo creyente es de «la circuncisión» en virtud de su asociación viva con Aquel que por su cruz y para siempre abolió todo lo que se oponía a la perfecta justificación de su Iglesia. No hay una sola mancha de pecado sobre la conciencia de los suyos, ni un principio de pecado en su naturaleza, cuya condenación no haya soportado Cristo en la cruz; y ahora los creyentes son considerados como muertos con Cristo, como sepultados con él en el sepulcro y como resucitados con él y hechos aceptos en él, siendo completamente quitados por la cruz sus pecados, sus iniquidades, sus transgresiones, sus enemistades y su incircuncisión. La sentencia de muerte está grabada en la carne; pero el creyente posee una vida nueva conjuntamente con su Jefe resucitado y glorificado.
En el pasaje que acabamos de citar, el apóstol nos enseña que la Iglesia ha salido vivificada del sepulcro de Cristo, y, además, que el perdón de los pecados de la Iglesia es tan completo y tan enteramente obra de Dios como lo fue la resurrección de Cristo de entre los muertos. Pues, sabemos que la resurrección de Cristo fue el resultado de la intervención de la supereminente grandeza del «poder» de Dios o «conforme a la operación de la potestad de su fuerza» (Efe. 1:19). ¡Qué expresión enérgica para poner de relieve la grandeza y la gloria de la redención, como asimismo el sólido fundamento sobre el que ella descansa!
¡Qué descanso, qué descanso perfecto encuentran aquí el corazón y la conciencia! ¡Qué salvación completa para el alma trabajada y cargada! Todos nuestros pecados quedaron sepultados en la tumba de Cristo. Ni uno, ni el más pequeño quedó fuera. Dios hizo todo esto por nosotros. Todo cuanto pudo descubrir en nosotros su ojo penetrante lo colocó en Cristo clavado a la cruz. De manera que en esa cruz Dios hizo pasar el juicio sobre Cristo, en lugar de hacerlo pasar sobre nosotros eternamente, arrojándonos a las penas de la Gehena. Tales son los preciosos frutos de los consejos maravillosos, insondables y eternos del amor redentor, y somos «sellados», no con un sello exterior, en la carne, sino con el Espíritu Santo. Toda la familia de la fe está sellada con este sello. El valor y la eficacia invariable de la sangre de Cristo son tales que el Espíritu Santo, persona de la Trinidad eterna, puede venir y hacer su morada en cada uno de los que han puesto en él su confianza.
¿Qué les queda por hacer, pues, a los que saben estas cosas, sino permanecer «firmes, inconmovibles, abundando en la obra del Señor siempre»? (1 Cor. 15:58). ¡Oh Señor, que así sea por la gracia de tu Espíritu Santo!
17 - Capítulo 18: Comunión de Abraham con Jehová
17.1 - Abraham, amigo de Dios
Este capítulo nos ofrece un hermoso ejemplo de los resultados de una vida de separación y de obediencia: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). «si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23). Estos textos, puestos en relación con el contenido del capítulo que nos ocupa, demuestran que la clase de comunión de la que disfruta el alma obediente es cosa del todo desconocida para quien se mueve en una atmósfera mundana.
Este no toca ni del modo más remoto la cuestión del perdón o justificación. Todos los creyentes son revestidos de un mismo «manto de justicia» (Is. 61:10); están todos colocados delante de Dios bajo una sola y misma justificación. La misma vida espiritual desciende de la Cabeza, que está en el cielo, y se comunica a todos los miembros en la tierra. Esta doctrina importante, varias veces explicada ya en las páginas anteriores, está establecida de la manera más clara en las Escrituras, pero debemos recordar que la justificación y los frutos de la justificación son dos cosas completamente diferentes. El ser hijo es una cosa, e hijo obediente, otra. Un padre ama a su hijo obediente y le hace depositario de sus pensamientos y de sus planes. ¿No sucede lo mismo con respecto a nuestro Padre celestial? ¡Indudablemente! Las palabras de nuestro Señor (Juan 14:23-24) ponen fuera de duda este asunto y demuestran, además, que la pretensión de amar a Cristo sin guardar su palabra es hipocresía: «si alguno me ama, guardará mi palabra». Si, pues, no la guardamos, es prueba evidente de que no andamos conforme al amor por el nombre de Cristo. Nuestro amor a Cristo se manifiesta cuando hacemos las cosas que nos ha mandado y no consiste en decir: «Señor, Señor». ¿Para qué sirve decir?: «Sí, señor, yo voy», mientras que el corazón ni siquiera piensa en ir (Comp. Mat. 21:28-32).
17.2 - Una vida con Dios
Aun cuando veamos a Abraham caído en faltas de detalle, notamos en él algo que, de manera general, le distingue: una vida con Dios, elevada, verdadera, íntima, por lo que, en la parte de su historia que meditamos, disfruta de tres privilegios particulares, a saber: de ofrecer a Dios algo que le es agradable; de estar en plena comunión con Dios y de interceder por otros delante de Dios. Estos son privilegios gloriosos que acompañan a un proceder santo, a una vida de separación y obediencia. La obediencia es agradable al Señor por ser el fruto de su propia gracia en nuestros corazones. Vemos cómo el único hombre perfecto que haya existido, constantemente deleitaba al Padre: varias veces Dios le rinde testimonio desde el cielo, diciendo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). La vida de Cristo en la tierra era para el cielo un motivo de gozo continuo: todos sus caminos hacían subir sin cesar el incienso de suave olor ante el trono de Dios. Desde el pesebre hasta la cruz hizo siempre lo que era agradable al Padre. No hubo en su camino ni interrupción, ni variación, ni escollo. Fue el único perfecto. Solo en él pudo trazar el Espíritu Santo una vida perfecta en la tierra. Al seguir el curso de la historia sagrada, encontramos de vez en cuando un alma que ocasionalmente ha regocijado al cielo. Así, en el capítulo que nos ocupa, hallamos al extranjero en el valle de Mamre, en su tienda, ofreciendo a Jehová lo que le era agradable: los dones fueron ofrecidos por amor y aceptados de buena voluntad.
Vemos a Abraham disfrutando de una comunión íntima con Jehová, lo que le permite interceder primero por lo que personalmente le concierne (v. 9-15) y luego por los habitantes de Sodoma (v. 16-21). ¡Qué fortalecimiento para el corazón de Abraham reconstituyó la promesa de Dios: «Sara… tendrá un hijo» (v. 10)! No obstante, esta promesa no produjo en Sara más que una sonrisa, como a Abraham en el capítulo anterior.
La Escritura habla de dos clases de risa. Primero, esa de la cual Dios llena la boca de su pueblo cuando, en el momento de gran prueba, Dios acude en su auxilio de modo muy señalado: «Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza; entonces dirán entre las naciones: Grandes cosas ha hecho Jehová con estos» (Sal. 126:1-2). Luego está la risa que la incredulidad pone en nuestra boca cuando las promesas de Dios son demasiado gloriosas para caber en nuestros corazones estrechos, o cuando los medios exteriores de los cuales Dios se sirve son demasiado pequeños, a nuestro juicio, para la ejecución de sus grandes designios. No nos avergonzamos de la primera de estas risas, ni tememos confesarlo. Los hijos de Sion no se avergüenzan de decir: «Entonces nuestra boca se llenará de risa». Podemos reír de buen grado cuando Jehová nos haga reír. Pero «Sara negó, diciendo: No me reí; porque tuvo miedo» (v. 15). La incredulidad nos hace cobardes y mentirosos; la fe nos hace valientes y verídicos: ella nos hace aptos para acercarnos «con confianza al trono de la gracia» y «con corazón sincero» (Hebr. 4:16; 10:22).
17.3 - Abraham depositario de los pensamientos de Dios
Pero hay más: Dios hace a Abraham depositario de sus pensamientos y propósitos acerca de Sodoma; porque, aun cuando Sodoma no interese personalmente a Abraham, vive bastante cerca de Dios como para que Dios le participe sus designios secretos respecto a esta ciudad. Si queremos conocer las intenciones de Dios en cuanto al presente siglo malo, es preciso que vivamos completamente separados del mismo y que no tomemos parte alguna en sus proyectos y especulaciones. Cuanto más cerca de Dios nos mantengamos, tanto más sumisos a su palabra viviremos, y tanto más también conoceremos sus pensamientos respecto a todas las cosas. No necesitaremos leer los periódicos para saber lo que será de este mundo: la Escritura nos revela todo cuanto importa saber acerca de ello. Sus páginas santas y puras nos hacen conocer todo lo que atañe a su carácter, como así también el curso y el destino del mundo. Si, en cambio, recurrimos a los hombres del mundo para que nos instruyan en estas cosas, acaso Satanás se servirá de ellos para engañarnos e impedirnos ver. Si Abraham se hubiese ido a Sodoma para obtener informes de lo que pasaba; si se hubiese dirigido al jefe más inteligente para saber su opinión respecto del estado de Sodoma y sus perspectivas futuras, ¿qué se le habría contestado? Sin duda alguna, le habría llamado la atención sobre las empresas agrícolas y arquitectónicas de sus compatriotas, como asimismo sobre los inmensos recursos del país; le habría hecho ver las multitudes de vendedores y compradores, de gente que edificaba casas y cultivaba campos, de gente que comía y bebía, de gente que se casaba y daba en casamiento. Esas gentes de Sodoma ni habían soñado en cosa tal como un juicio; y, si se les hubiese hablado de tal cosa, se habría visto la sonrisa de la incredulidad en sus labios. Resultaba muy claro que no se debía ir a Sodoma para saber cuál sería su porvenir. No, el «lugar donde (Abraham) había estado delante de Jehová» era el único desde donde la vista abarcaba toda la escena (19:27). Allí Abraham dominaba todas las nubes que se habían amontonado sobre Sodoma. Allí, en la serenidad y la calma de la presencia de Dios, todo se le presentó claro merced a la revelación misma de Dios.
17.4 - Intercesión de Abraham en favor de Sodoma
¿Qué uso hizo Abraham de lo que Dios le había revelado y de la feliz posición de que disfrutaba? ¿En qué se ocupaba en la presencia del Señor? Intercedía por otros ante Jehová. Este es el tercer privilegio especial que se le concede en este capítulo. Este fue un feliz y santo uso de su cercanía respecto de Dios. Abraham pudo interceder por los que se hallaban mezclados con la gente corrompida de Sodoma y que corrían el peligro de verse envueltos en la misma calamidad que le sobrevendría a esta ciudad culpable. Como siempre sucede en tales casos, Abraham hizo un uso bueno y santo de su privilegio delante de Dios. El alma que hoy puede acercarse a Dios con plena confianza de fe, con corazón y conciencia en perfecta paz, descansando en Dios respecto a al pasado, al presente y al futuro, se halla también en condiciones de interceder por otros, e intercederá por ellos. El que se haya revestido de «toda la armadura de Dios» puede orar «por todos los santos» (Efe. 6:11, 18); y ¡bajo qué aspecto esto nos hace entrever la intercesión de nuestro «gran sumo sacerdote que ha pasado a través de los cielos»! (Hebr. 4:14). ¡Qué reposo infinito debió haber hallado en todos los consejos de Dios! ¡Con qué profundo sentimiento de su aceptación estará sentado en los cielos en medio de la gloria del trono de su Majestad! ¡Con cuánta eficacia omnipotente intercede ante esa Majestad por los que trabajan y se fatigan en medio de la corrupción que reina en este mundo! ¡Cuánta bienaventuranza para los que son el objeto de su intercesión omnipotente! ¡Cuán dichosos y bien amparados! Quiera Dios que tengamos corazones más compenetrados de estas cosas, corazones ensanchados por la comunión personal con Dios, capaces de recibir mayor medida de la plenitud infinita de su gracia y de comprender mejor cómo todo lo ha provisto para nosotros y para nuestras necesidades.
Vemos en este pasaje que, por bendita que fuera la intercesión de Abraham, ella, no obstante, era limitada, porque el intercesor no era más que hombre: no alcanzaba la medida de la necesidad. Dijo Abraham: «He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor… hablaré solamente una vez» (v. 27, 32), acabando así, como si temiera haber presentado a la tesorería de la gracia un asunto demasiado grande, o como si se hubiera olvidado de que la demanda de la fe siempre ha sido reconocida y honrada en la tesorería divina. No hubo urgencia en Dios; al contrario, hubo abundancia de gracia y paciencia para escuchar los ruegos de su amado siervo, con tal de que perseverara en la intercesión por amor a tres o aun a uno solo; pero hubo estrechez en el siervo mismo. Temía traspasar los límites de su crédito; por eso cesó de pedir y Dios cesó de dar… No sucede esto con nuestro bendito Intercesor, pues de él se dice con verdad: «Puede salvar perpetuamente… viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25). Recurramos a él en todas nuestras necesidades, en todas nuestras debilidaddes y en todas nuestras luchas.
17.5 - Las profecías y la esperanza
Antes de terminar este capítulo, quisiera hacer una observación, directa o indirectamente relacionada con el asunto, que siempre es digna de atención. Cuando se estudian las Escrituras, es de gran importancia distinguir entre el gobierno moral de Dios respecto al mundo y la esperanza particular de la Iglesia. Todas las profecías del Antiguo Testamento, y buena parte de las del Nuevo, tratan del gobierno moral de Dios sobre el mundo, y ofrecen así a todo cristiano temas de estudio de gran interés. Es ciertamente interesante saber lo que hace Dios y lo que hará con todas las naciones de la tierra; es interesante leer sus pensamientos respecto a Tiro, Babilonia, Nínive, Jerusalén, Egipto, Asiria y la tierra de Israel. En resumen, todo el tenor de la profecía del Antiguo Testamento demanda la atención con oración de parte de todo verdadero creyente. Pero recordemos que estas profecías no contienen la esperanza especial de la Iglesia; porque si la existencia misma de la Iglesia no estaba todavía revelada de un modo directo ¿cómo se hallará en ellas su esperanza? ¡Imposible! No por eso las profecías del Antiguo Testamento dejan de proveer una rica cosecha de principios divinos y morales, de los cuales se puede aprovechar la Iglesia; pero esto es muy diferente a querer encontrar en estas profecías la revelación de la existencia y de la esperanza particular de la Iglesia. No obstante, una buena parte de estas profecías se ha aplicado a la Iglesia, y así se ha oscurecido y embrollado de tal manera todo el asunto que los espíritus sencillos se retraen del estudio tan lleno de enseñanzas y descuidan aun lo que es del todo distinto de las profecías, a saber, la esperanza de la Iglesia. No necesitamos repetir que esta esperanza no tiene relación alguna con lo que concierne a los caminos de Dios para con las naciones, sino que consiste en ir al encuentro del Señor en el aire, para estar para siempre con él y ser como él (véase 1 Tes. 4:13 y siguientes).
Muchos dicen: “Yo no tengo cabeza para las profecías”. Esto es muy posible, pero ¿tiene corazón para Cristo? Si ama a Cristo, amará también su venida, aun cuando fuera incapaz de todo estudio profético. Una mujer que ama a su marido puede carecer de cabeza para entrar en los negocios de él; pero, si su esposo está ausente, ella ocupará su corazón con la ansiedad de su vuelta; puede ser que no comprenda nada de la contabilidad de su diario y de su libro principal, pero conoce sus pasos y reconoce su voz. El cristiano más ignorante que ama al Señor Jesús, puede abrigar el más vivo deseo de verle, y tal es la esperanza de la Iglesia. El apóstol podía decir a los tesalonicenses: «Os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10). Evidentemente, los santos de Tesalónica, en el momento de su conversión, pudieron tener un conocimiento muy incompleto de la profecía o del asunto particular al que ella se refiere, y, sin embargo, desde entonces quedaron en plena posesión y bajo el poder de la esperanza especial de la Iglesia, pendiente de la venida del Hijo. Así lo vemos desde el principio hasta el fin del Nuevo Testamento. Encontramos las profecías y el gobierno moral de Dios; pero un gran número de pasajes nos prueban que la esperanza común de los cristianos de los tiempos apostólicos –esperanza sencilla, sin rodeo ni vueltas– era la venida del Hijo, la vuelta del Esposo.
Ojalá que el Espíritu Santo reavive esta «bendita esperanza» en la Iglesia, reuniendo a los elegidos y preparando para el Señor «un pueblo bien dispuesto» (Tito 2:13; Lucas 1:17).
18 - Capítulo 19: Lot y el juicio de Sodoma
18.1 - El creyente y el mundo
El Señor, en su gracia, se vale de dos métodos para desviar el corazón del hombre de las cosas de este mundo: primeramente, revela el valor y la inmutabilidad de «las cosas de arriba», y luego hace conocer la vanidad y la naturaleza perecedera de las cosas «de la tierra» (Col. 3:1-2).
El final del capítulo 12 de la Epístola a los Hebreos nos ofrece un magnífico ejemplo de cada uno de estos métodos. Después de haber establecido la verdad en cuanto a que hemos llegado al monte de Sion y a todos los gozos y todos los privilegios consiguientes, el apóstol continúa diciendo: «Mirad que no rechacéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que rechazaron al que les amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si no escuchamos al que nos amonesta desde el cielo; cuya voz sacudió la tierra entonces; pero ahora ha prometido, diciendo: Una vez más sacudiré no solo la tierra, sino también el cielo. Y lo de una vez más, indica el cambio de las cosas movibles, como cosas creadas, para que permanezcan las que son inconmovibles» (Hebr. 12:25-27). Ahora bien, más vale ser atraído por los goces del cielo, que ser empujado por las penas de la tierra. El cristiano no debe esperar que el mundo le abandone para que él abandone el mundo; debe dejar las cosas de la tierra por virtud de la comunión con las cosas de arriba. Cuando se ha logrado a Cristo mediante la fe, no es difícil dejar al mundo; más bien, en tal caso, es difícil permanecer adherido al mundo. Un barrendero de calles que llega a ser millonario no continuará por mucho tiempo en su oficio. Del mismo modo, si por la fe nos apropiamos el valor y la realidad de los bienes inamovibles de los cielos y la parte que de ellos nos toca no hallaremos dificultad en dejar los gozos engañadores de la tierra.
18.2 - Lot sentado en la puerta de Sodoma
Fijemos ahora la atención en la parte solemne de la historia sagrada a la cual hemos llegado. «Lot estaba sentado a la puerta de Sodoma» (v. 1), en el puesto de la autoridad. Había avanzado: “se había abierto camino en el mundo”, había tenido éxito, a vista humana. Anteriormente había ido poniendo sus tiendas paso a paso hasta Sodoma; más tarde, sin duda, penetró en la ciudad misma y ahora le hallamos sentado a la puerta, en el puesto de las personas influyentes. ¡Cuánto se diferencia esto de la escena que abre el capítulo anterior! La razón de ello, querido lector, es obvia: Abraham «por la fe habitó como extranjero en la tierra de la promesa como en tierra ajena, morando en tiendas» (Hebr. 11:9). Nada de esto se nos dice de Lot. No se podría decir: “Por la fe estaba Lot sentado a la puerta de Sodoma”. No, no; Lot no ocupa ningún puesto en la lista de los nobles mártires de la fe, en la «nube de testigos» del poder de la fe (Hebr. 11 y 12:1). El mundo fue para él un lazo, y las cosas presentes su ruina. Él no se sostuvo «como viendo al Invisible» (Hebr. 11:27). Sus ojos estaban fijos en las «cosas que se ven… las que se ven son temporales» mientras que los de Abraham descansaban en las que «las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:18). Era inmensa la diferencia entre estas dos personas, las que, no obstante, habían empezado juntas su carrera, llegaron a resultados muy diferentes, al menos en orden a su testimonio público. Sin duda Lot se salvó, pero esto fue «como a través del fuego» (1 Cor. 3:15), porque su obra fue quemada. Abraham, al contrario, tuvo una rica entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pe. 1:11). Además, no vemos en ninguna parte que a Lot se le haya concedido el disfrute de los honores y privilegios que se le acordaron a Abraham. En lugar de recibir en su morada la visita del Señor, leemos que «afligía cada día su alma justa» (2 Pe. 2:8). En lugar de disfrutar de la comunión con el Señor, se hallaba a lamentable distancia de él; en lugar de interceder por otros, apenas podía orar por sí mismo. Dios permanece con Abraham para comunicarle sus pensamientos, mientras que a Sodoma solo envía sus mensajeros, y a estos apenas si les consiente que entren en la casa de Lot para aceptar su hospitalidad. «No» –responden– «que en la calle nos quedaremos» (v. 2). ¡Qué reproche! ¡Cuán diferente es esta respuesta a la que el Señor le dirige a Abraham, diciéndole: «Haz así como has dicho» (18:5).
18.3 - La elección de Lot
Recibir la hospitalidad de alguien es un acto de gran significado y la expresión de completa comunión con aquel de quien se recibe: «Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo». «Si me habéis juzgado ser fiel al Señor, entrad en mi casa y quedaros en ella» (Apoc. 3:20; Hec. 16:15). Si ellos no hubiesen tenido tal concepto de ella (es decir, de Lidia) no habrían aceptado su hospitalidad. La respuesta, pues, que los ángeles dan a Lot encierra una positiva condena de la posición que este ocupaba en Sodoma: preferían pasar la noche en la calle que abrigarse bajo el tejado de uno que se hallaba en una falsa posición. Por cierto, que su único objeto al ir a Sodoma parece haber sido el de liberar a Lot, y esto a causa de Abraham, tal como está escrito: «Así, cuando destruyó Dios las ciudades de la llanura, Dios se acordó de Abraham, y envió fuera a Lot de en medio de la destrucción, al asolar las ciudades donde Lot estaba» (v. 29). Esta afirmación prueba que Lot fue salvado por amor a Abraham. Dios no simpatiza con un corazón mundano como el que llevó a Lot a establecerse en medio de la corrupción de la criminal Sodoma. No fue su fe, ni la mente espiritual, ni «su alma justa», sino fue el amor por el presente siglo malo el que le arrastró primero a escoger, después a «poner sus tiendas hasta Sodoma», y, por fin, a sentarse «a la puerta de Sodoma». ¡Qué triste elección la suya! Una «cisterna rota» que no podía contener agua; una «caña frágil» que le penetró la mano (Jer. 2:13; Is. 36:6). Cosa amarga es para uno quererse gobernar a sí mismo de cualquier modo que sea; así se cometen tan solo los errores más graves. Infinitamente más vale dejar a Dios el cuidado de trazarnos el camino, confiándole como pequeñuelos todo cuanto nos concierne, ya que él es quien puede y quien quiere hacer todas las cosas por nosotros; poner la pluma –por así decirlo– en su bendita mano y permitirle trazar toda nuestra vida conforme a su infalible sabiduría y su amor infinito.
Sin duda alguna Lot creía que cuidaba bien de los intereses propios y de los de su familia yendo a Sodoma, pero los resultados demostraron bien cómo se equivocó, y el fin de su historia hace resonar en nuestros oídos el aviso solemne de que estemos alertas ante el primer movimiento del espíritu mundano en nosotros, a fin de que no cedamos. «Contentos» con lo que tenemos ahora (Hebr. 13:5). ¿Por qué? ¿Acaso porque estamos ya bien acomodados en el mundo; porque los vagabundos deseos del corazón están satisfechos; porque en nuestras circunstancias no hay vacío que suscite un deseo? ¿Es esto quizá lo que debe constituir la razón de nuestro contentamiento? No; de ningún modo; sino lo que Dios mismo ha dicho: «No te desampararé ni te dejaré». ¡Bendita suerte! Bienaventurado, «porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré». Si Lot se hubiera contentado con ella, no habría escogido las bien regadas llanuras de Sodoma.
18.4 - Consecuencias de la asociación con el mundo
Si todavía tenemos necesidad de otros motivos para cultivar en nosotros el contentamiento de espíritu, los hallamos en este capítulo. ¿Qué obtuvo Lot en cuanto a dicha y satisfacción positiva? Muy poca cosa: los hombres de Sodoma rodearon su casa para forzar la entrada, y él procuró en vano apaciguarles por medio de las propuestas más humillantes. Es preciso que quien se mezcle con el mundo a fin de engrandecerse, se prepare para sufrir las más desastrosas consecuencias de su conducta. No nos podemos servir del mundo para promover nuestros intereses particulares y, al mismo tiempo, rendir testimonio eficaz contra el mismo. «Vino este extraño para habitar entre nosotros, ¿y habrá de erigirse en juez?» (v. 9). Esto es imposible. No se puede ejercer influencia sobre el mundo sin mantenerse separado del mismo, por supuesto que según el poder moral de la gracia y no por un altanero espíritu de fariseísmo. Procurar convencer al mundo de pecado, y vivir asociado con él a fin de fomentar sus intereses, es inútil. El mundo hace poco caso de tal testimonio o de tales reprensiones. Esto que decimos resultó del testimonio de Lot a sus yernos: «Pareció a sus yernos como que se burlaba» (v. 14). Es inútil hablar del juicio que se acerca mientras nuestro lugar, nuestra parte y nuestro placer se encuentran en medio de la escena misma sobre la cual caerá el juicio. Abraham se hallaba en mucho mejor condición para hablar del juicio, porque no había descendido a la llanura y bien podía hallarse Sodoma envuelta en llamas sin que las tiendas del extranjero de Mamre estuviesen en peligro. Haga Dios que nuestros corazones busquen con más ardor los benditos frutos que acompañan la vida de los que hacen profesión de ser «extranjeros y peregrinos» en la tierra, a fin de que, en lugar de ser necesario que se nos haga salir del mundo –como en el caso del desdichado Lot, quien por viva fuerza fue llevado por los ángeles y colocado fuera de la población–, corramos con santo celo la carrera propuesta en procura de «la meta» (Fil. 3:14).
18.5 - Lot salvado como a través de fuego
Evidentemente, Lot deploraba tener que dejar el lugar que los ángeles le obligaban a abandonar, porque no solamente fue necesario que le tomaran de la mano para forzarle a huir del juicio que estaba a punto de descargarse, sino que, cuando uno de ellos le exhortó a salvar su vida (la única cosa que era posible salvar de la calamidad) y huir al monte, respondió: «No, yo os ruego, señores míos. He aquí ahora ha hallado vuestro siervo gracia en vuestros ojos, y habéis engrandecido vuestra misericordia que habéis hecho conmigo dándome la vida; mas yo no podré escapar al monte, no sea que me alcance el mal, y muera. He aquí ahora esta ciudad está cerca para huir allá, la cual es pequeña; dejadme escapar ahora allá (¿no es ella pequeña?), y salvaré mi vida» (v. 18-20). ¡Qué espectáculo! ¿No diríamos que aquí tenemos a un hombre que se ahoga y extiende la mano para agarrarse a una paja a fin de salvarse? Aun cuando el ángel le manda que fuera al monte para salvarse, ruega que se le permita refugiarse en una «ciudad pequeña», en un pequeño trasto del mundo. El pobre teme hallar la muerte en un lugar que la misericordia de Dios le indica; sospecha toda clase de males y no ve esperanza de salvación sino en una ciudad pequeña, en un lugar de su propia elección. «Y salvaré mi vida».
He aquí lo que hizo Lot, en lugar de abandonarse completamente a Dios. ¡Pobre hombre! El caso era que había vivido demasiado tiempo alejado de Dios, respirando la atmósfera espesa de la ciudad, y no podía apreciar el aire puro de la presencia de Dios o apoyarse en los brazos del Todopoderoso. Su alma estaba completamente turbada; el nido que se había hecho en la tierra iba a ser repentinamente destruido, y Lot no tenía bastante fe para refugiarse en el seno de Dios. No había vivido en comunión constante con el mundo invisible, y ahora el mundo visible se le escapaba con tremenda rapidez. «Azufre y fuego… desde los cielos» (v. 24) estaban a punto de caer sobre todas las cosas en las cuales había concentrado sus esperanzas y sus afectos.
El ladrón le ha sorprendido, y Lot parece haber perdido toda energía espiritual y todo dominio de sí mismo. Ha llegado al extremo de sus recursos, y el mundo que había echado raíces profundas en su corazón, le aplasta y le fuerza a buscar refugio en una ciudad pequeña. Pero tampoco allí se siente seguro y sube al monte, haciendo por miedo lo que se había negado a hacer por orden del mensajero de Dios. ¿Y cuál fue su triste fin? Lo embriagan sus propias hijas, y, en el terrible estado en que así se halla hundido, llega a ser el instrumento mediante el cual son llamados a la existencia los amonitas y los moabitas, estos declarados enemigos del pueblo de Dios. ¡Cuántas enseñanzas solemnísimas encierra todo esto! ¡Oh! amado lector, ¡vea aquí lo que es el mundo! ¡Vea qué fatal es dejar que el corazón siga en pos de él! ¡Qué comentario es esta historia de Lot!, a aquella breve pero abarcadora admonición: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo» (1 Juan 2:15). Todas las Sodoma y las Zoar del mundo se asemejan: el corazón no halla en su recinto ni seguridad, ni paz, ni reposo, ni satisfacción duradera. El juicio de Dios está suspendido sobre la escena entera; y solo Dios, en su larga y misericordiosa paciencia, retiene todavía la espada del juicio, no deseando que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento (2 Pe. 3:9).
18.6 - Solemnes advertencias para nosotros
Por ello, esforcémonos en seguir adelante por un camino santo, separados del mundo y de todo lo que sea suyo, alimentando y animando la esperanza de la venida de nuestro Señor. Que las bien regadas llanuras de la tierra no tengan atractivo para nuestros corazones; que consideremos sus honores, sus distinciones y sus riquezas a la luz de la gloria venidera de Cristo; y que sepamos elevarnos, como Abraham, a la presencia del Señor, y como él contemplar a esta tierra cual vasto campo de ruinas y de desolación, a fin de que, por la mirada de la fe, nos parezca cual ruina que humea «como el humo de un horno» (v. 28), porque así será. «La tierra y las obras que hay en ella serán quemadas» (2 Pe. 3:10). Todas las cosas por las cuales tanto se afanan y atormentan los hijos del mundo, luchando con tanto ardor y denuedo, todas serán quemadas. Y ¿quién dirá cuándo y en cuán poco tiempo? ¿Dónde están Sodoma y Gomorra? ¿Dónde están las antiguas ciudades de la llanura tan llenas de vida, de animación y bullicio? Han desaparecido. Por el juicio de Dios fueron barridas, consumidas por el fuego y azufre del cielo. Y ahora, por el momento están suspendidos los juicios de Dios sobre este mundo criminal y culpable; pero el día se acerca, y, mientras tanto, la buena nueva de la gracia se anuncia al mundo. Bienaventurado quien oye y hace caso del mensaje. Bienaventurados los que se salvan sobre la inamovible roca de la salvación de Dios, refugiándose bajo la cruz del Hijo de Dios, hallando en ella el perdón y la paz.
¡Dios quiera que los que leen estas líneas experimenten en sus almas lo que es esperar del cielo al Hijo con una conciencia purificada de pecado y los afectos purificados de la influencia corruptora de este mundo!
19 - Capítulo 20: Abraham en Gerar
19.1 - El hombre de Dios expuesto a los reproches del mundo
En este capítulo se nos presentan dos cosas distintas: la decadencia moral, en la cual a veces cae el hijo de Dios a la faz del mundo; y luego, la dignidad moral de la cual siempre está revestido a la vista de Dios. De nuevo Abraham manifiesta ese temor a las circunstancias tan bien conocido por el corazón humano. Habita en Gerar y teme a la gente del país. Como juzga que Dios no está en medio de ella, se olvida de que Dios está siempre con él. Parece estar más pendiente de la gente de Gerar que de Aquel que es más poderoso que ellos. Se olvida de que Dios es poderoso para proteger a Sara, y entonces recurre al mismo disimulo del que se había servido en Egipto, varios años antes. Todo esto encierra un aviso muy serio. El padre de los creyentes es arrastrado al mal porque ha dejado de mantener la vista fija en Dios. Abandona temporalmente su estado de dependencia de Dios y cede a la tentación. Es muy cierto que no somos fuertes más que mientras permanecemos adheridos a Dios por estar imbuidos de un sentimiento de completa debilidad. Nada nos puede dañar mientras marchemos en el sendero de sus preceptos. Si Abraham se hubiera apoyado simplemente en Dios, no se habrían entrometido con él los hombres de Gerar; y él habría tenido el privilegio de justificar la fidelidad de Dios en medio de las circunstancias más difíciles. Además, habría conservado su propia dignidad como hombre de fe.
Es, en verdad, causa de tristeza ver cómo los hijos de Dios deshonran a su Padre y, por consiguiente, cómo se rebajan ellos mismos a la vista del mundo, en todas las circunstancias, al perder el sentido de Su suficiencia para toda emergencia. En tanto y en cuanto uno esté convencido de que todas sus fuentes están en Dios (Sal. 87:7), permanecerá por encima del mundo en todas sus formas. Nada eleva todo nuestro ser moral como la fe, pues ella nos transporta más allá del alcance de los pensamientos de este mundo. Porque ¿cómo comprenderá el hombre del mundo, o siquiera el cristiano mundano, la vida de la fe? ¡Imposible! La fuente en que el creyente bebe está fuera del alcance de la inteligencia de ellos. Como viven en la superficie de las cosas presentes, se ven llenos de esperanza y de confianza mientras vean lo que se imaginan que es un fundamento razonable de esperanza y de confianza; pero ignoran lo que es contar solamente con la promesa de un Dios invisible. El creyente, en cambio, permanece tranquilo en medio de las circunstancias y de los acontecimientos en los cuales la naturaleza no ve nada en lo que pueda descansar. Esta es la razón por la cual la fe parece, a juicio de la carne, indiferente, imprevisora y visionaria. Solamente los que conocen a Dios pueden aprobar los actos de fe, siendo así que solo ellos son capaces de comprender sus motivos sólidos y verdaderamente razonables.
19.2 - El temor de Abraham
En este capítulo vemos cómo el hombre de Dios, bajo el poder de la incredulidad, procede de tal manera que se expone a la reprimenda y a los reproches de la gente del mundo. Así debe ser siempre; solamente la fe puede impartir verdadera elevación a la conducta y al carácter de un hombre. Se encuentran, es verdad, personas de carácter naturalmente bueno y honrado, pero no se puede confiar en estas virtudes naturales, pues reposan sobre un mal fundamento que está listo a ceder en cualquier momento. Solo el vivo poder de la fe liga el alma a Dios, fuente única de todo lo que verdaderamente es moral. Además, y esto es un hecho digno de notarse, cuando los que Dios ha adoptado por su misericordia se vuelven atrás en el camino de la fe, caen más bajo que los demás hombres. En este hecho hallamos la explicación de la conducta de Abraham en esta parte de su historia.
Pero aquí hacemos otro descubrimiento: durante años Abraham había abrigado una perversidad en su corazón. Parece que, desde el principio, y a pesar suyo, había retenido una cosa por falta de una entera confianza en Dios. Si hubiera sabido abandonarse sin reservas a Dios en cuanto a Sara, no habría tenido necesidad de recurrir a un subterfugio y a reservas mentales; Dios habría guardado a Sara de todo mal, y ¿quién podría dañar a los que son sujetos bienaventurados de la vigilancia del que no dormita jamás? De todos modos, por la gracia divina, Abraham pudo descubrir luego la raíz de todo el mal, pudo confesarlo, condenarlo y librarse de él. Tal es el modo genuino de actuar en un caso como este. Y, en verdad, no puede haber poder ni bendición en la vida mientras todo resto de levadura no haya sido descubierto y pisoteado a la luz del día. La paciencia de Dios es inagotable, pues espera y soporta, pero nunca eleva un alma a la plenitud de la bendición y del poder mientras guarde algún resto de levadura que, pese a ser conocido, no es condenado a desaparecer.
19.3 - Dos puntos de vista muy distintos
He aquí lo que concierne a Abimelec y Abraham. Consideremos ahora la dignidad moral del último a los ojos de Dios. A veces, al estudiar la historia de los hijos de Dios, ya sea en su totalidad o como individuos, quedamos sorprendidos de la inmensa diferencia que existe entre lo que ellos son desde el punto de vista de Dios y lo que son desde el punto de vista del mundo. Dios ve a los suyos en Cristo; los ve a través de la persona de Cristo, de forma que delante de él son sin «mancha, ni arruga, ni nada semejante» (Efe. 5:27). Son tal como Cristo mismo delante de Dios. Son perfectos para siempre en cuanto a su posición en él: «No estáis en la carne, sino en el Espíritu» (Efe. 1:4, 6; 1 Juan 4:17; Rom. 8:9).
Pero en sí mismos son seres pobres, débiles, imperfectos, dispuestos a errar y expuestos a toda clase de inconsecuencias, y, si la diferencia entre el pensamiento de Dios y el del mundo parece tan grande, ello se debe a que el mundo toma en cuenta lo que aquellos son en sí mismos. Sin embargo, Dios tiene el privilegio de manifestar la hermosura, la dignidad y la perfección de su pueblo. Esta prerrogativa le pertenece a él solo, porque él es quien dispensa a los suyos tales virtudes. No tienen más hermosura que la que él les ha dado. A él solo, pues, le corresponde decir cuál es esa hermosura, y lo hace de un modo digno de su persona y tanto más glorioso cuanto el enemigo se presenta para injuriar, acusar o maldecir. Por eso, cuando Balac procura maldecir a la simiente de Abraham, dice en cambio: Jehová «no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel… ¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel!» (Núm. 23:21; 24:5). Y más aun; cuando Satanás se pone a la derecha de Josué para acusarle, Dios le dice: «Jehová te reprenda, oh Satanás… ¿No es este un tizón arrebatado del incendio?» (Zac. 3:2).
El Señor se interpone siempre entre los suyos y toda boca que se abre para acusarlos. Pero no refuta la acusación teniendo en cuenta lo que son en sí mismos o lo que son a la vista del mundo, sino teniendo en cuenta lo que les ha hecho ser él mismo, y la posición en la que él los ha colocado. Así sucedió en el caso de Abraham: este se rebaja a la vista de Abimelec, rey de Gerar, y Abimelec le reprende, pero, cuando Dios asume la defensa de Abraham, dice a Abimelec: «He aquí, muerto eres», y de Abraham dice: «Es profeta, y orará por ti» (v. 3, 7). Sí, a pesar de toda la integridad de corazón y la limpieza de manos del rey de Gerar, él no era otra cosa que hombre «muerto». Además, dispuso Dios que el rey y toda su familia debieran el restablecimiento de su salud a los ruegos del extranjero desviado e inconsecuente. Así obra Dios: puede en secreto tener más que un altercado con su hijo respecto a la conducta práctica, pero, desde el momento en que el enemigo entabla proceso contra él, Jehová defiende su causa. «No toquéis, dijo, a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas». «El que os toca, toca a la niña de su ojo», «Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena?» (1 Crón. 16:22; Zac. 2:8; Rom. 8:33-34). Ningún dardo del enemigo atravesará el escudo tras el cual el Señor esconde al corderito más débil del rebaño que se ha adquirido al precio de la sangre de Cristo. Tiene a los suyos escondidos en lo reservado de su tabernáculo; pone sus pies sobre la roca de los siglos; levanta sus cabezas sobre los enemigos que les rodean y llena sus corazones del gozo eterno de su salvación (Sal. 27).
¡Sea su nombre eternamente alabado!
20 - Capítulo 21: Isaac e Ismael
20.1 - Nacimiento de Isaac, el hijo de la promesa
«Visitó Jehová a Sara, como había dicho, e hizo Jehová con Sara como había hablado» (v. 1). Aquí, pues, tenemos el cumplimiento de la promesa, el fruto bendito de la esperanza paciente. Nadie ha esperado en Dios en vano. El alma que por fe se apropia la promesa de Dios entra en posesión de una estable realidad que nunca le fallará. Así fue el caso con Abraham y con todos los creyentes, de siglo en siglo, y así será con todos los que en alguna medida confíen en el Dios viviente. ¡Qué dicha es hallar nuestro refugio y reposo en Dios, en medio de los amparos engañosos e ilusorios que ofrece el mundo! ¡Qué consuelo, qué tranquilidad para nuestras almas hallamos al podernos apoyar en esta «ancla del alma… que penetra hasta el interior de la cortina»! (Hebr. 6:19) teniendo por sostén estas dos cosas inmutables: ¡la palabra y el juramento de Dios!
Una vez que Abraham tuvo delante de sí la promesa de Dios cumplida, muy bien pudo comprender la nulidad de sus propios esfuerzos para conseguir ese cumplimiento. Ismael era un ser absolutamente inútil en lo tocante a la promesa de Dios. Podía ser, y fue en realidad, un objeto de los afectos naturales del corazón de Abraham, lo que le hizo a este tanto más difícil su misión; pero para nada servía en cuanto al cumplimiento del designio de Dios ni al fortalecimiento de la fe de Abraham, sino todo lo contrario. La naturaleza nada puede hacer para Dios. Es preciso que Dios visite, que Dios haga; y es preciso que la fe espere y que la naturaleza se mantenga quieta; más aun, es necesario que se la deje a un lado como cosa muerta e inútil; así la gloria divina puede resplandecer y la fe puede hallar en esta manifestación su rica y excelente recompensa.
«Sara concibió y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios le había dicho» (v. 2). Existe un «tiempo señalado» (18:14) de Dios, un “tiempo aceptable” de Dios, y es preciso que el creyente sepa esperarlo con paciencia. El tiempo puede parecer largo y la esperanza es sometida a prueba capaz de desanimar el corazón, pero el hombre espiritual será siempre consolado por la seguridad de que todo tiene por objeto final la manifestación de la gloria del Señor. «Aunque la visión tardará aún por un tiempo, mas se apresura hacia el fin, y no mentirá; aunque tardare, espéralo, porque sin duda vendrá, no tardará…; mas el justo por su fe vivirá» (Hab. 2:3-4).
La fe es una cosa maravillosa: introduce en nuestro presente todo el poder del futuro de Dios y se alimenta con la promesa de Dios como de una realidad presente. Por su poder, el alma depende de Dios, mientras que todo lo exterior parece estar en contra de ella, y en el «tiempo señalado», Dios le llena la boca de risa. «Y era Abraham de cien años cuando nació Isaac su hijo» (v. 5). En este caso, pues, la naturaleza no tenía nada de que gloriarse. Cuando el hombre se halla absolutamente sin recursos, ha llegado la hora de Dios. Y dijo Sara: «Dios me ha hecho reír» (v. 6). Todo resulta gozo, gozo triunfante cuando Dios se puede manifestar.
20.2 - Las dos naturalezas
Pero, si bien el nacimiento de Isaac llenó de risa la boca de Sara (v. 6), introdujo un elemento del todo nuevo en la casa de Abraham. «El hijo de la mujer libre» precipitó el desarrollo del verdadero carácter del «hijo de la sirvienta» (Gál. 4:30). En realidad, Isaac fue en principio, para la casa de Abraham, lo que es la introducción de la nueva naturaleza en el alma del pecador. No fue que Ismael cambió, sino que Isaac nació. El hijo de la esclava nunca pudo ser otra cosa que lo que en realidad era. Que resulte padre de una gran nación, que quede en el desierto, que sea tirador de arco, que sea padre de doce príncipes, pero no deja de ser hijo de la esclava. Por otro lado, por débil y menospreciado que fuera Isaac, era siempre hijo de la mujer libre: todo le venía del Señor, su posición, su categoría, sus privilegios y sus esperanzas. «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6).
La regeneración no es un cambio de la vieja naturaleza sino la introducción, en el hombre, de una nueva naturaleza; es la implantación de la naturaleza o de la vida del postrer Adán por la operación del Espíritu Santo, fundada en la redención llevada a cabo por Cristo, y en perfecto acuerdo con la voluntad o consejo soberano de Dios. Desde el momento en que el pecador crea de corazón en el Señor Jesucristo y le confiese con su boca, entra en la posesión de una vida nueva, y esta vida es Cristo, ha nacido ya de Dios, es hijo de Dios, es «hijo de la mujer libre» (Rom. 9:9; Col. 3:4; 1 Juan 3:1-2; Gál. 3:26; 4:31).
20.3 - La vieja naturaleza no puede ser cambiada
La introducción de esta nueva naturaleza no cambia en lo más mínimo el carácter esencial de la vieja naturaleza. Esta sigue siendo lo que ha sido, sin mejorar en ningún sentido; aun más, su mal carácter se manifiesta plenamente en su oposición al elemento nuevo. «Lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí» (Gál. 5:17). ¡Helos ahí en toda su distinción y uno puesto de relieve por el otro!
Yo creo que esta doctrina de la existencia de dos naturalezas en el creyente es generalmente poco comprendida. Y mientras permanezca ignorada, el espíritu no puede menos que errar en el vacío, en orden a lo que concierne a la verdadera posición y a los privilegios del hijo de Dios. Unos creen que la regeneración es un cambio gradualmente operado en la vieja naturaleza hasta que el hombre haya quedado totalmente cambiado. Por varios pasajes de la Escritura es fácil probar que esta opinión es errónea. Así, por ejemplo, leemos: «El pensamiento de la carne es enemistad contra Dios» (Rom. 8:7). Lo que es «enemistad contra Dios», ¿será capaz de mejora? Continúa diciendo, pues, el apóstol: «porque (el pensamiento de la carne) no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede». Si no puede someterse a la ley de Dios, ¿cómo puede sufrir cambio alguno? Y en otra parte está escrito que «lo que es nacido de la carne, carne es» (Juan 3:6). Se puede someter a la carne al tratamiento que se quiera, lo cierto es que siempre seguirá siendo carne. «Aunque majes al necio en un mortero entre granos de trigo majados con el pisón, no se apartará de él su necedad», dice Salomón (Prov. 27:22). En vano se trabaja para transformar la locura en sabiduría; es preciso introducir la sabiduría de arriba en el corazón que hasta la fecha solo se ha dejado gobernar por la locura. Y luego leemos: «Habiendo despojado el viejo hombre» (Col. 3:9). El apóstol no dice: habiéndoos mejorado, o procuráis mejorar «el viejo hombre», sino os habéis «despojado», lo que es algo totalmente diferente. Hay tanta diferencia como la existente entre el acto de remendar un vestido y el de tirarlo por viejo en un rincón. En el pensamiento del apóstol se trata, en realidad, de despojarse de un vestido viejo y vestirse con uno nuevo. Se podrían multiplicar citas para probar que la teoría del mejoramiento gradual de la naturaleza vieja es falsa y errónea, para probar que está muerta en el pecado, que es absolutamente incorregible, y, además, que lo único que podemos hacer con ella es meterla debajo de los pies mediante el poder de la nueva vida que poseemos por la unión con nuestro Jefe resucitado, en los cielos, Cristo.
El nacimiento de Isaac no mejoró a Ismael, sino que tan solo puso en evidencia su real oposición al hijo de la promesa. Pudo haber habido en Ismael una conducta pacífica y ordenada hasta la llegada de Isaac; pero entonces aquél se mostró tal cual era, mofándose del hijo de la resurrección y persiguiéndole. ¿Dónde estuvo el remedio para un mal tan grande? ¿Acaso en el mejoramiento de Ismael? No, de ningún modo; estuvo en lo demandado por Sara: «Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo» (v. 8-10). He aquí el único remedio. «Lo torcido no se puede enderezar» (Ec. 1:15), y, por consiguiente, es preciso deshacerse de lo torcido para dar lugar a lo que es divinamente derecho. Es trabajo perdido empeñarse en enderezar lo que está torcido. Todo esfuerzo por mejorar la naturaleza es inútil en lo que a Dios concierne. Los hombres pueden hallar ventaja en cultivar y mejorar lo que a ellos mismos les sea útil, pero Dios ha dado a sus hijos algo infinitamente mejor para hacer, a saber: cultivar lo que es Su propia creación y los frutos de esta creación; con tal de que jamás favorezcan la carne, serán del todo para alabanza y gloria de Dios.
El error de las iglesias de Galacia fue la introducción de aquello que apelaba a la naturaleza. «A menos que os circuncidáis, según la costumbre de Moisés, no podéis ser salvos» (Hec. 15:1). Así derribaban el glorioso edificio de la redención, el que descansa exclusivamente sobre lo que es Cristo y sobre lo que él ha hecho. Hacer depender la salvación, en la más mínima medida, de cualquier cosa que sea del hombre o de lo que pueda hacer el hombre, equivale a hacer nula la salvación. En otras palabras: es preciso despachar a Ismael y que las esperanzas de Abraham reposen sobre lo que Dios ha hecho y lo que ha dado en la persona de Isaac. Esta salvación, huelga decirlo, no deja al hombre nada que añadir, nada de lo que se pueda glorificar. Si la bienaventuranza presente o futura dependiese de algún cambio, aun divino, operado en la vieja naturaleza, en la carne, el «yo» del hombre se podría glorificar y Dios no tendría toda la gloria. Pero, al ser introducido en una nueva creación, veo que todo es de Dios: el designio, la obra y su acabamiento. Es Dios quien obra y yo le adoro; es él quien bendice y yo recibo la bendición; él es «el superior», yo «el menor» (Hebr. 7:7); él es el dador, yo el aceptador. He aquí lo que hace el cristianismo, lo que es, y lo que además le distingue de todos los sistemas religiosos de invención humana que existen debajo del sol: romanismo, protestantismo falseado y todo otro sistema. Las religiones humanas conceden siempre mayor o menor figuración a la criatura, guardando en su casa a la esclava y a su hijo, dejando al hombre algo de que gloriarse. El cristianismo puro, en cambio, excluye la vieja naturaleza al no dejarle parte alguna en la obra de la salvación: echa fuera a la sierva con su hijo y da toda la gloria al único al cual esta le pertenece.
20.4 - La esclavitud de la Ley y la libertad
Veamos ahora qué son realmente esta sierva y su hijo y qué es lo que simbolizan. El capítulo 4 de la epístola a los Gálatas nos lo dice claramente, y el lector hallará provecho si lo estudia con atención. La esclava representa el pacto de la ley, y su hijo a todos los que se prevalen de las obras de la ley o se apoyan sobre el principio de la ley. La esclava solo engendra para la esclavitud, y no puede dar a luz hombre libre alguno. La ley nunca ha podido dar libertad a nadie, porque ejerce autoridad sobre el hombre mientras viva (Rom. 7:1). Entretanto que yo viva bajo el dominio de otro, cualquiera que sea, no soy libre; así es que, mientras viva bajo la ley, esta tiene dominio sobre mí, y solamente la muerte me puede liberar de su dominio, como lo sabemos por la bendita enseñanza del capítulo 7 de la Epístola a los Romanos: «Vosotros también, hermanos míos, habéis muerto a la ley por medio del cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que fue resucitado de entre los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (v. 4). He aquí la libertad, porque «si, pues, el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). «Por lo cual, hermanos, que no somos hijos de la sirvienta, sino de la mujer libre» (Gál. 4:31).
Merced al poder de esta libertad estamos en condiciones de obedecer al mandamiento: «Echa a esta sierva y a su hijo» (v. 10). Si no sé que soy libre, procuraré conseguir la libertad por los medios incluso más extraños; en otras palabras, si conservo la esclava en casa haré esfuerzos por conseguir la vida tratando de guardar la ley, procurando así establecer mi propia justicia. Para rechazar este elemento de servidumbre, se necesitará sin duda una lucha, porque el legalismo es natural al corazón humano. «Este dicho pareció grave en gran manera a Abraham a causa de su hijo» (v. 11). No obstante, por penoso que fuese el acto de que hablamos, es conforme a la voluntad de Dios que nos mantengamos firmes en la libertad con que Cristo nos ha liberado, no permitiéndonos ser cautivados de nuevo bajo algún yugo de servidumbre (Gál. 5:1).
Quiera Dios que entremos por experiencia viva en la plena posesión de las bendiciones que él nos ha legado en Cristo, a fin de que estemos definitivamente divorciados de la carne y de todo lo que pueda ser, obrar o producir el «yo». En Cristo hay tal plenitud que hace completamente superfluo e inútil todo recurso de la naturaleza humana.
21 - Capítulo 22: Moriah
21.1 - Dios pone a prueba a su siervo Abraham
Abraham se nos presenta ahora en un estado espiritual que permite que su corazón se someta a una de las pruebas más penosas. Hemos visto en el capítulo 20 cómo confesó y juzgó el mal secreto que por mucho tiempo había abrigado en su corazón; y cómo en el capítulo 21 echó de la casa a «la esclava con el hijo» (Gál. 4:30). Aquí se nos presenta en la condición más favorecida en que pueda hallarse un alma, pues le vemos puesto a prueba bajo la mano de Dios mismo. Hay pruebas de diferentes clases: pruebas cuyo autor es el diablo, pruebas que nacen de las circunstancias exteriores; pero la mayor de todas es, en su naturaleza, la prueba que viene directamente de Dios, cuando pone a su hijo amado en el horno para probar la realidad de su fe. Dios lo hace porque desea la realidad. No basta decir: «¡Señor, Señor!» (Lucas 6:46) o «Sí, Señor, yo voy» (Mat. 21:30). Es preciso que el corazón sea probado hasta el fondo, a fin de que en él no se esconda algún elemento de hipocresía o de falsa profesión. Dice Dios: «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov. 23:26); no dice: “Dame tu cabeza, tu inteligencia, tus talentos o tu dinero”, sino: «Dame… tu corazón». Y, a fin de probar la sinceridad de nuestra respuesta a las órdenes de su gracia, pone su mano sobre lo que toca de más cerca el corazón. Dijo a Abraham: «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (v. 2). Esto, por cierto, era tocar de cerca el corazón de Abraham; era ponerle en el mismo fondo del crisol. Dios ama «la verdad en lo íntimo» (Sal. 51:6). Puede haber mucha verdad en los labios de una persona y en su inteligencia; pero Dios la busca en el corazón. Las habituales pruebas de amor no le bastan. Él mismo no se contentó con darnos una ordinaria prueba de su amor, sino que nos dio a su Hijo. Y nosotros, ¿no deberíamos aspirar a dar notables pruebas de nuestro amor al que así nos amó, aunque todavía estábamos muertos en pecados y transgresiones?
De todos modos, es bueno que nos demos cuenta de que Dios, al probarnos así, nos honra grandemente. No leemos que Dios haya probado a Lot. No; pero Sodoma le puso a prueba. No llegó nunca a bastante altura para poder ser probado por la mano de Jehová. El estado de su alma era demasiado visible para que se necesitara el horno a fin de hacerle manifestar su carácter. Sodoma no hubiese ofrecido ninguna tentación a Abraham. Su entrevista con el rey de Sodoma (cap. 14) es manifiesta prueba de ello. Dios sabía que le amaba infinitamente más que a Sodoma, pero quería poner en evidencia que su siervo le amaba más que a toda otra cosa poniendo su mano sobre el objeto que a este le era más querido en la vida. «Toma ahora tu hijo, tu único». Sí, Isaac, el hijo de la promesa, Isaac, el objeto de la esperanza tan largo tiempo aguardado, el objeto del amor de padre, y ese en quien todas las naciones de la tierra iban a ser benditas. Es preciso que este Isaac sea ofrecido como holocausto. Eso sí que era poner a prueba la fe, para que esta prueba, «mucho más preciosa que el oro perecedero que es probado con el fuego, sea hallada para alabanza, gloria y honor» (1 Pe. 1:7). Si Abraham no se hubiera apoyado simplemente y de todo corazón en el Señor, no podría haber obedecido sin vacilar a un mandato que le sometía a una prueba profundísima. Pero Dios era el sostén vivo y permanente de su corazón; esta es la razón por la cual Abraham estaba dispuesto a abandonarlo todo por él.
El alma que ha encontrado en Dios «todas (sus) fuentes» (Sal. 87:7), puede, sin vacilar, abandonar todas las cisternas humanas. Podemos prescindir de la criatura solo en la proporción en que nos hayamos relacionado con el Creador, y no más allá. Querer abandonar las cosas visibles sin tener la energía de la fe que se apropia de las cosas invisibles, resulta el trabajo más estéril que se pueda imaginar ¡Es imposible lograrlo! El alma retendrá a su Isaac querido hasta que haya encontrado en Dios su todo. Pero cuando podemos decir por la fe: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones», entonces podemos añadir también: «Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar» (Sal. 46:1-2).
21.2 - En seguida Abraham obedece
«Y Abraham se levantó muy de mañana» (v. 3), etc. No tardó, sino que obedeció en seguida. «Me apresuré y no me retardé en guardar tus mandamientos» (Sal. 119:60). La fe no se detiene a considerar las circunstancias y a calcular las consecuencias, sino que solo fija la mirada en Dios y dice: «Pero cuando el Dios que me separó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí, para que yo lo predicara entre los gentiles, de inmediato no consulté con carne y sangre» (Gál. 1:15-16). Desde el momento en que pedimos consejo a carne y sangre, perjudicamos nuestro testimonio y nuestra obra, porque la carne y la sangre no pueden obedecer. Para vivir dichosos y para que Dios sea glorificado, es preciso que nos levantemos muy de mañana para cumplir sus mandatos mediante su gracia. Si la Palabra de Dios es la fuente de nuestra actividad, ella nos comunicará fuerza y firmeza para obrar, mientras que, si obramos solamente por impulso, desde el momento que cese el impulso, cesará también la acción.
Dos cosas son necesarias para una vida de acción consistente y estable, a saber, el Espíritu Santo, como el poder para la acción, y la Palabra como guía verdadera. Para usar una ilustración corriente, en el ferrocarril el vapor (o el motor) es de poco valor si los rieles no están firmemente asentados en la tierra; el primero es la potencia por la cual nos movemos, y lo segundo es la dirección que seguimos. Es innecesario añadir que los rieles serían inútiles sin el vapor. Abraham poseía las dos cosas: de Dios había recibido poder para obrar, y de Dios había recibido el mandamiento de obrar. Su obediencia era de naturaleza muy explícita, y esto es de gran importancia. Se halla con frecuencia lo que se parece a abnegación, lo que en realidad no es otra cosa que la actividad inconstante de una voluntad no sumisa a la poderosa influencia de la Palabra de Dios. Toda abnegación y devoción de esta clase no lo es más que en apariencia, y carece de valor, y el espíritu que lo produce se disipa muy pronto. Se puede establecer como principio general que toda vez que la abnegación pasa los límites trazados por la Palabra de Dios, es cosa sospechosa; si no llega a estos límites, es imperfecta, y si va más allá, yerra. Sin duda que hay modos de obrar extraordinarios mediante los cuales el Espíritu de Dios proclama su propia soberanía y se eleva por encima de los límites ordinarios; pero, en tal caso, la prueba de la acción divina es bastante poderosa para convencer a todo hombre espiritual. Estos casos excepcionales tampoco contradicen, de ningún modo, la verdad en cuanto a que la fidelidad y la verdadera abnegación siempre se fundan en un principio divino y se rigen por un principio divino. Se puede pensar que sacrificar un hijo sea un acto de abnegación extraordinaria, pero es preciso recordar que lo que dio a este acto su valor, a la vista de Dios, fue el hecho sencillo de que se fundaba en el mandamiento de Dios.
21.3 - La adoración
Todavía hay otra cosa que se une a la verdadera abnegación, a saber, el espíritu de adoración: «Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos» (v. 5). El siervo verdaderamente abnegado tiene la vista fija no en su servicio, por considerable que fuera, sino en el dueño, y esto es lo que produce el espíritu de adoración. Si amo a mi dueño, según la carne, poco me importará que sea llamado a limpiar sus botas o a conducir su coche, pero si pienso en mí mismo más que en él, preferiré ser conductor más bien que limpiabotas. Precisamente lo mismo sucede en el servicio del Señor del cielo: si solo pienso en él, no habrá diferencia para mí entre fundar iglesias o fabricar tiendas. La misma observación podemos hacer respecto al ministerio de los ángeles. Poco le importa a un ángel ser enviado para desbaratar un ejército o para proteger a algún heredero de la salvación: es su Señor a quien él tiene ante sí. Si, como muy bien lo ha dicho alguien, dos ángeles fuesen enviados del cielo, el uno para regir un imperio y el otro para barrer las calles, no se pelearían acerca de su empleo respectivo. Y si esto es verdad en cuanto a los ángeles, ¿no debe serlo asimismo respecto de nosotros? El carácter de siervo y el de adorador siempre deberían ser unidos, como también la obra de nuestras manos siempre debería exhalar el buen olor de los fervientes suspiros de nuestros espíritus. En otras palabras, deberíamos poner manos a la obra con el espíritu de estas memorables palabras: «Yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos». Así quedaríamos guardados de un servicio puramente rutinario en el cual somos tan propensos a caer, trabajando por amor al trabajo, viviendo más ocupados de la obra que del Señor. Es preciso que todo fluya de una fe sencilla en Dios y de la obediencia a su palabra.
21.4 - Sacrificio de Isaac: imagen del sacrificio de Cristo
«Por la fe Abraham, siendo probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía a su hijo unigénito» (Hebr. 11:17). Solamente cuando marchamos por la fe podemos empezar, continuar y acabar nuestras obras en Dios. Abraham no solo se puso en camino para sacrificar a su hijo, sino que prosiguió adelante hasta el lugar que Dios le había señalado. «Y tomó Abraham la leña del holocausto, y la puso sobre Isaac su hijo; y él tomó en su mano el fuego y el cuchillo; y fueron ambos juntos»; y más adelante leemos: «Edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña. Y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo» (v. 6-10). En esto hubo un acto positivo, «obra de fe» y «trabajo de amor» (1 Tes. 1:3), en el sentido más elevado, y no solamente como vana apariencia. Abraham no se acercó a Dios de labios, con el corazón alejado de él. No dijo: «Sí, Señor, yo voy», y dejó de ir. Todo era profunda realidad, una de esas realidades que a la fe le place producir y que a Dios le place recibir. Es fácil hacer alarde de abnegación cuando no se pide manifestación positiva de la misma. Es fácil decir: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré… cuando me sea necesario morir contigo, de ninguna manera te negaré» (Mat. 26:33, 35), sino que se trata de obrar y no de hablar de permanecer firme y soportar la prueba. Cuando Pedro fue puesto a prueba, quedó aplastado. La fe nunca alardea de lo que quiere hacer, sino que hace lo que puede mediante el poder del Señor. Nada es más despreciable que el orgullo y las pretensiones; estas son tan miserables como la base sobre la que descansan; pero la fe obra cuando se halla puesta a prueba, y hasta ese momento se contenta con vivir en el silencio y en la obscuridad.
Así que Dios queda glorificado por esta santa actividad de la fe, siendo Dios el objeto de la misma, como también la fuente de donde ella emana. De todos los acontecimientos de la vida de Abraham, no hay ninguno por el cual Dios sea tan glorificado como lo fue por la escena del monte Moriah. Allí pudo Abraham rendir testimonio de que «todas sus fuentes» estaban en Jehová, que allí las había encontrado, no solo antes sino también después del nacimiento de Isaac. Este es un punto muy conmovedor. Descansar en las bendiciones de Dios es otra cosa que descansar en Dios mismo. Confiar en Dios al tener a la vista los conductos por los cuales debe venir la bendición, es otra cosa muy distinta que confiar en él cuando esos conductos están tapados. Abraham demostró la excelencia de su fe haciendo ver que había confiado en Dios y en la promesa de una posteridad innumerable, no solo en el momento de tener a Isaac a la vista, lleno de salud y fuerza, sino igualmente al verle como víctima sobre el altar. ¡Gloriosa confianza, confianza pura y sin mezcla, sin apoyo que estuviera en parte en el Creador y en parte en la criatura, sino fundado en fundamento sólido, en Dios mismo! Creía que Dios podía y no que Isaac podía. Isaac sin Dios no le era nada, Dios sin Isaac era su todo. En esto hay un principio de la más alta importancia y una piedra de toque para probar hasta el fondo los corazones. Cuando yo veo que los conductos visibles de la bendición se secan ¿disminuye mi confianza, o vivo lo bastante cerca de la fuente de donde ella emana como para que me sea posible ver, con un espíritu de adoración, cómo se secan todos los arroyos humanos? ¿Creo, con toda sencillez, que Dios basta para todo, de modo que yo pueda, de algún modo, dirigir mi mano y coger el cuchillo para degollar a mi hijo? Abraham fue capaz de hacerlo, porque tuvo la vista puesta en el Dios de la resurrección: «Estimando que Dios podía resucitarle aun de entre los muertos» (Hebr. 11:17-19).
En una palabra, tuvo que contar con Dios, y esto le bastaba. Dios no permitió que diera el golpe fatal. Le fue permitido llegar al extremo, pero el Dios de gracia no le dejó ir más allá. Le evitó al padre la angustia que Él no se evitó en su propio caso: el dolor de herir al Hijo. Él sí llegó al fin total, bendito sea su nombre. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros». «Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento» (Rom. 8:32; Is. 53:10). No se oyó voz ninguna del cielo cuando, en el Calvario, el Padre ofreció a su Hijo único. No; el sacrificio fue del todo consumado, y en su consumación fue sellada nuestra paz eterna.
21.5 - Abraham demuestra su fe por medio de sus obras
Sin embargo, la abnegación de Abraham quedó del todo demostrada y fue plenamente aceptada. «Porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único» (v. 12). Prestemos atención a esta palabra: «ya conozco». Hasta ese momento no se había dado la prueba; la fe existía, sin duda, y, si estaba allí, Dios lo sabía; pero el punto importante aquí es que Dios hace depender el conocimiento que tiene de esta fe de la prueba palpable que Abraham dará de la misma delante del altar en el monte Moriah. La fe se manifiesta siempre por las obras, y el temor de Dios por los frutos que produce. «Abraham, nuestro padre, ¿no fue justificado por obras al ofrecer a su hijo Isaac sobre el altar?» (Sant. 2:21). ¿Quién soñará en dudar de su fe? Despojadle de la fe, y solo aparecerá en el monte Moriah cual asesino e insensato. Tomad en cuenta su fe, y se nos manifiesta cual adorador fiel y abnegado, cual hombre creyente en Dios y justificado por sus obras. Pero la fe tiene que ser probada. «¿Cuál es el provecho, hermanos míos, si alguno dice que tiene fe, pero no tiene obras?» (Sant. 2:14). Una profesión de fe, sin poder y sin fruto, no satisface ni a Dios ni a los hombres. Dios busca la realidad, y le da honra donde la halla; y respecto a los hombres no entienden más que la expresión viva e inteligible de una fe que se manifiesta por las obras. Actualmente vivimos en una atmósfera de piedad de nombre, las palabras de fe están en todos los labios; pero la fe misma es una perla tan rara como la que más; esa fe que hace al creyente capaz de abandonar las orillas de las circunstancias presentes y embarcarse contra viento y marea, y no solo arrostrar la tempestad, sino sufrirla, aun en los momentos en que el Señor parece dormir.
21.6 - La enseñanza del Espíritu por medio de Santiago y de Pablo
No estará de más decir aquí una palabra acerca de la admirable armonía que existe entre la enseñanza de Santiago y la de Pablo respecto a la justificación. El lector inteligente y espiritual que se inclina ante la inspiración plenaria de las Sagradas Escrituras, sabe muy bien que en este importante asunto no tenemos que ver con Santiago y Pablo sino con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo se ha servido misericordiosamente de cada uno de estos hombres honrados por Dios cual pluma para expresar sus pensamientos, precisamente como nosotros podríamos servirnos de la pluma de ave o de acero para expresar nuestros pensamientos sin que por eso se pueda –salvo que se quiera incurrir en un absurdo– hablar de contradicción entre las dos plumas, ya que el escritor es uno mismo. De igual modo es imposible que dos hombres divinamente inspirados se contradigan, como es imposible que dos cuerpos celestes, que se mueven cada cual en la órbita que Dios les ha fijado, se encuentren y choquen el uno contra el otro. En realidad, hay como era de esperar, la más completa y perfecta armonía entre las dos enseñanzas. En orden a la justificación, el uno es el reverso y el intérprete del otro. El apóstol Pablo nos proporciona el principio interior; Santiago el desarrollo exterior del principio. El primero se refiere a la vida escondida, el segundo a la vida manifiesta; el primero considera al hombre en su relación con Dios, el otro le considera en sus relaciones con sus semejantes.
Necesitamos tanto lo uno como lo otro, porque el principio interior no va sin la vida exterior, precisamente como esta no tiene valor ni poder sin el principio interior. Abraham fue justificado cuando «creyó a Dios», y Abraham fue justificado cuando ofreció «a su hijo Isaac» (Sant. 2:23 y 21). El primero de los dos casos nos explica el secreto de la posición de Abraham ante Dios, el segundo nos muestra a Abraham públicamente reconocido por el cielo y la tierra. Es bueno comprender esta diferencia. No hubo voz del cielo cuando «Abraham creyó a Dios», aunque Dios le vio entonces y le tuvo por justo, pero cuando hubo ofrecido su Isaac sobre el altar, entonces Dios le pudo decir: «Ya conozco», y el mundo entero tuvo la poderosa e irrefutable prueba del hecho de que Abraham era un hombre justificado. Siempre sucederá lo mismo. Donde exista el principio interior, allí también habrá el acto exterior, y todo el valor de este proviene de su relación con el primero. Separemos por un momento la obra de Abraham, tal como Santiago nos la presenta, de la fe de Abraham, tal como Pablo la explica, y preguntémonos ¿qué virtud justificante tendría esa obra? Ninguna absolutamente. Todo su valor, toda su eficacia, toda su virtud, radica en el hecho de que es la manifestación exterior de esta fe, en virtud de la cual Abraham ya había sido tenido por justo delante de Dios.
Tal es la perfecta armonía que existe entre Pablo y Santiago; o, más bien, tal es la unidad de la voz del Espíritu Santo, ya sea que se deje oír por medio de Pablo o por medio de Santiago.
Volvamos ahora al asunto del capítulo que nos ocupa. Es muy interesante ver cómo, por la prueba de la fe, Abraham es conducido a un conocimiento más profundo del que antes tenía acerca del carácter de Dios. Cuando tengamos que pasar por la prueba que Dios mismo nos envíe, estemos seguros de que haremos nuevas experiencias acerca del carácter de Dios y que aprenderemos así a apreciar el valor de la prueba. Si Abraham no hubiera extendido su mano para degollar a su hijo, no habría conocido nunca toda la excelsa grandeza de las riquezas del nombre que aquí da a Dios: «Jehová proveerá» (v. 14). Solamente cuando de verdad seamos sometidos a la prueba, descubriremos lo que es Dios. Sin pruebas no podremos ser más que conocedores teóricos; pero Dios no quiere que seamos tan solo conocedores; desea que penetremos en las profundidades de la vida que está en él mismo, en la realidad de una comunión personal con él. ¡Con qué convicciones y sentimientos diferentes debió de volver Abraham sobre sus pasos, de Moriah a Beerseba, del monte de Dios al pozo del juramento! ¡Cuán diferentes deben de habérsele presentado sus pensamientos respecto a Dios, a Isaac y a todas las demás cosas!
En verdad podemos decir: «dichoso el hombre que soporta la prueba» (Sant. 1:12). La prueba es honra conferida por el Omnipotente mismo, y sería difícil apreciar toda la bienaventuranza que resulta de la experiencia que produce. Cuando los hombres sean llevados a la experiencia que les hace prorrumpir con el salmista: «Toda su ciencia es inútil», entonces descubren lo que es Dios (Sal. 107:27).
Quiera Dios que sepamos pasar la prueba, a fin de que se manifieste su obra y que su nombre sea glorificado en nosotros.
21.7 - La promesa y el juramento de Dios
Antes de terminar este capítulo, fijemos todavía por un momento nuestra atención en la bondad con que Jehová rinde testimonio a favor de Abraham por haber cumplido la obra que se demostró tan presto a llevar a cabo. «Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz» (v. 16-18). Esto se corresponde de un modo admirable con la manera de referir el Espíritu Santo la obra de Abraham en el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos y en el capítulo 2 de la Carta de Santiago. Tanto en el uno como en el otro de estos textos de la Escritura, se considera a Abraham como el que ofreció a su hijo sobre el altar. El gran principio que resalta de todos estos testimonios es que Abraham demostró que estaba presto a abandonarlo todo, a excepción de Dios; y fue este mismo principio el que, al mismo tiempo, le constituyó justo y demostró que lo era. La fe puede sacrificarlo todo, excepto a Dios; ella tiene pleno conocimiento de que Dios basta para todo. Por ello pudo Abraham apreciar en su justo valor estas palabras: «Por mí mismo he jurado». Sí; esta maravillosa expresión («por mí mismo») lo era todo para el hombre de fe. «Porque al hacer Dios la promesa a Abraham, puesto que no había nadie más grande por quien jurar, juró por sí mismo, diciendo: De cierto, mucho te bendeciré, y con abundancia te multiplicaré. Así Abraham, habiendo esperado con paciencia, obtuvo la promesa. Porque los hombres juran por uno mayor que ellos; y el juramento es para ellos el término de toda contención y como garantía. Por lo cual, queriendo Dios mostrar más plenamente a los herederos de la promesa lo inmutable de su designio, interpuso juramento» (Hebr. 6:13-17). La palabra y el juramento del Dios viviente deben poner fin a todas las objeciones y todas las operaciones de la voluntad del hombre y ser el ancla inamovible del alma en medio de la tempestad y el tumulto de este mundo borrascoso.
Es necesario que nos juzguemos sin cesar, a causa del poco poder que la promesa de Dios ejerce en nuestros corazones. Allí está la promesa, y hacemos profesión de creerla, pero ¡ay!, no es para nosotros esa realidad inmutable y poderosa que siempre debería ser. Así es que no sacamos de ella esa firme consolación que ella tiene por objeto comunicarnos. ¡Cuán poco prestos estamos a sacrificar, por el poder de la fe, nuestro Isaac! Pidamos a Dios que se digne concedernos un conocimiento más profundo de la bendita realidad de una vida de fe en él, para que así comprendamos mejor el significado de las palabras de Juan: «Esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4). Solamente por la fe podemos vencer al mundo. La incredulidad nos coloca bajo el poder de las cosas presentes o, en otras palabras, da al mundo la victoria sobre nosotros, en tanto que el alma que, mediante la enseñanza del Espíritu Santo, haya aprendido a conocer que Dios le es del todo suficiente, se halla del todo independiente de las cosas de la tierra.
Quiera Dios, querido lector, que tengamos viva experiencia de esto para que disfrutemos de paz y gozo en el Señor y para que su nombre sea glorificado en nosotros.
22 - Capítulo 23: La cueva de Macpela
22.1 - Muerte de Sara
Esta pequeña sección de la Escritura inspirada proporciona muy dulce y útil instrucción para el alma. El Espíritu Santo nos dibuja en él un hermoso cuadro de cómo el creyente siempre debe comportarse para con los de fuera. Si bien es verdad que la fe hace al que la posee independiente de los hombres del mundo, no es menos cierto que también le enseña siempre a andar honestamente entre ellos. En la primera epístola a los Tesalonicenses (4:12) se nos exhorta a proceder honestamente para con los extraños; en 2 Corintios 8:21, a procurar «hacer lo que es honrado, no solo en presencia del Señor, sino también delante de los hombres»; y en la Carta a los Romanos (13:8) a no deber «nada a nadie». Estos son preceptos importantes, preceptos que debidamente han observado en todas las edades todos los siervos fieles de Cristo, aun antes de que estos preceptos fueran tan claramente expresados; pero ¡ay!, en los tiempos modernos se les presta poca atención.
El capítulo 23 del Génesis merece, por lo tanto, atención especial. Este capítulo que se abre con la muerte de Sara, nos presenta a Abraham bajo un aspecto nuevo: el de quien lleva luto. «Y vino Abraham a hacer duelo por Sara, y a llorarla» (v. 2). El hijo de Dios también es llamado a pasar por el duelo, pero no como los demás. El gran hecho de la resurrección le consuela y comunica a su dolor un carácter muy especial. El creyente puede hallarse ante la tumba de un hermano o de una hermana con la feliz seguridad de que esa tumba no retendrá por largo tiempo al cautivo, «porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús» (1 Tes. 4:13-14). La redención del alma es la garantía de la redención del cuerpo; poseemos la primera, esperamos la segunda (Rom. 8:23).
22.2 - La fe en la resurrección
Al comprar Macpela para sepultura, nos parece que Abraham expresa con ello su fe en la resurrección. «Se levantó Abraham de delante de su muerta» (v. 3) La fe no queda por mucho tiempo contemplando la muerte, pues posee un objeto más elevado, gracias al «Dios viviente» que se lo ha concedido. La fe contempla la resurrección, su vista está absorta en ella. Y con fe en el poder de la resurrección se puede levantar «de delante de su muerta». Este acto de Abraham es de gran importancia, y necesitamos comprender mejor su significado, ya que somos tan propensos a pensar en la muerte y sus consecuencias. La muerte es el límite del poder de Satanás; pero, donde acaba Satanás, Dios comienza. Lo había comprendido Abraham al levantarse y comprar la cueva de Macpela para hacer de ella un lugar de reposo para Sara. Este hecho era la expresión del pensamiento de Abraham respecto al futuro. Sabía que en los siglos venideros la promesa de Dios en cuanto a Canaán se cumpliría, así que pudo depositar el cuerpo de Sara en el sepulcro con la segura esperanza de una resurrección gloriosa.
Los incircuncisos hijos de Het ignoraban estas cosas. Los pensamientos que llenaban el alma del patriarca les eran desconocidos. Para ellos era un asunto de poca importancia que Abraham enterrara su muerto en un lugar u otro; pero para Abraham era otra cosa. «Extranjero y forastero soy entre vosotros; dadme propiedad para sepultura entre vosotros, y sepultaré mi muerta de delante de mí» (v. 4). Los heteos debían encontrar extraño –y así evidentemente lo encontraron– que Abraham se hiciera tanto problema por una tumba; pero «el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él» (1 Juan 3:1). Los rasgos más hermosos de la fe, y los más característicos, son los que el mundo menos conoce. Los cananeos no tenían idea alguna de las esperanzas que caracterizaban a los actos de Abraham en esta ocasión. Ni sospechaban que él, al buscar un rincón en el cual, cuando muriera al igual que Sara, pudiera esperar el tiempo preciso de Dios –es decir, la mañana de la resurrección–, tenía en vista la futura posesión del país. Abraham sentía que él no tenía nada que discutir con los hijos de Het, de suerte que estaba presto a reposar al igual que Sara en la tumba, dejando a Dios el cuidado de obrar para él, sobre él y por él.
«En la fe murieron todos estos, no habiendo obtenido las promesas; pero las vieron y las saludaron de lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (Hebr. 11:13). Es este un rasgo de la vida divina de hermosura exquisita. Estos «testigos» de los cuales habla la Epístola a los Hebreos, capítulo 11, no solamente vivían por la fe, sino que probaron, además, que las promesas de Dios les eran tan reales y satisfactorias al fin de la carrera como les habían sido al principio. En la adquisición de un sepulcro en ese país nos parece ver una demostración del poder de la fe, no solo para vivir, sino también para la muerte. ¿Por qué era Abraham tan escrupuloso en la transacción de la compra de un sepulcro? ¿Por qué deseaba tan vivamente fundar sus derechos al campo y cueva de Efrón en los principios de la justicia? ¿Por qué estaba tan determinado a pagar todo el precio en plata de buena ley entre los mercaderes? La respuesta se halla en esta sola palabra: la «fe». Fue por la fe que hizo todo aquello. Él sabía que el país le pertenecería más tarde y que, en la gloria de la resurrección, su posteridad todavía lo poseería, y hasta entonces no quería ser deudor de los que de todos modos habían de ser desalojados.
22.3 - La conducta y la esperanza del cristiano
Este capítulo, por lo tanto, puede considerarse bajo un doble punto de vista: primero, como presentándonos un principio sencillo y práctico de conducta entre la gente del mundo; segundo, como explicación de la bienaventurada esperanza de la cual el creyente siempre vivirá animado. Si juntamos estos dos puntos tenemos un ejemplo de lo que el hijo de Dios debe ser siempre. La «esperanza propuesta» en el Evangelio es la inmortalidad gloriosa, que, al mismo tiempo que eleva el corazón por encima de las influencias de la naturaleza y del mundo, nos proporciona un principio santo y noble que debe regir toda nuestra conducta en orden a los de fuera. «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es». He aquí nuestra esperanza. ¿Cuál será su fruto moral? «Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:2-3). Si pronto seré semejante a Cristo, me esforzaré en ser tan semejante a él como me sea posible desde ahora mismo. Por ello, el cristiano debe ejercitarse en marchar constantemente con pureza, integridad y gracia moral delante de todos cuantos le rodean. Es esto lo que hacía Abraham en sus relaciones con los hijos de Het, demostrando en toda su conducta, tal como ella se nos presenta en este capítulo, gran nobleza y verdadero desinterés. Vivía en medio de ellos como «príncipe de Dios» (v. 6), y ellos se habrían sentido felices de poderle hacer un favor; pero Abraham había aprendido a no recibir favores sino del Dios de la resurrección, y, al pagar a los heteos por Macpela, esperaba de Dios la tierra de Canaán. Los hijos de Het conocían muy bien el valor de la «plata, de buena ley entre los mercaderes» (v. 16), y Abraham sabía también lo que podía valer la cueva de Macpela. Tenía para él un valor mucho más grande que para los que se la cedieron. Si «la tierra valía» para ellos «cuatrocientos siclos de plata» (v. 15-16), para Abraham valía más que dinero, porque era las arras de una herencia eterna que, por ser eterna, no podía ser poseída sino por el poder de la resurrección. La fe traslada al alma de antemano al futuro de Dios; ve las cosas como Dios las ve, y las estima en su valor según el «siclo del santuario» (Éx. 30:13). Fue, pues, en la inteligencia de la fe que Abraham se «levantó… de delante de su muerta» y compró un sepulcro, mostrando así su esperanza de la resurrección y de la herencia que depende de la misma.
23 - Capítulo 24: Rebeca, figura de la Iglesia
23.1 - El siervo (imagen del Espíritu Santo) busca una esposa para Isaac
Conviene destacar la unión que hay entre este capítulo y los dos anteriores. En el 22 se ofrece al hijo en el altar; en el 23, Sara es puesta a un lado; y, en el 24, el siervo recibe el encargo de buscarle esposa al que, en figura, había sido recobrado de entre los muertos. La sucesión de estos acontecimientos coincide, de modo notable, con los hechos concernientes al llamamiento de la Iglesia. Algunos quizás pueden dudar si esta coincidencia viene de Dios o no, pero, de todo modo, es digna de atención.
23.2 - El llamamiento de la Iglesia
Los grandes hechos que hallamos en el Nuevo Testamento son: en primer término, el rechazo y la muerte de Cristo; luego, el rechazo de Israel según la carne; y por último, el llamamiento de la Iglesia y su gloriosa posición de Esposa del Cordero. Todo esto corresponde exactamente al contenido de este capítulo y de los dos anteriores. Era preciso que la muerte de Cristo fuese un hecho acabado antes de que la Iglesia, propiamente hablando, pudiera ser llamada. Era preciso que «el muro que los separaba» fuese derribado antes de que un «hombre nuevo» pudiera ser formado (Efe. 2:14-15). Es importante comprender esto para que sepamos cuál es el puesto que ocupa la Iglesia en los caminos de Dios. Durante la dispensación judaica, Dios había establecido y quería mantener la más estricta separación entre los judíos y los gentiles. Esta es la razón por la que la idea de unión entre los judíos y los gentiles en un «hombre nuevo» no estaba en la mente de un judío. Este era inducido a considerarse como quien ocupaba un puesto en todo sentido superior al del gentil, y mirar a este como del todo impuro y cual persona con la cual toda relación estaba prohibida (Hec. 10:28).
Si Israel hubiese andado íntegramente con Dios en las relaciones que Él había establecido por gracia, habría permanecido en esa posición especial de separación y de superioridad. Pero Israel entró en otro camino y, por lo mismo, al haber colmado la medida de sus iniquidades al crucificar al Príncipe de vida, al Señor de gloria, y rechazar el testimonio del Espíritu Santo, fue suscitado el apóstol Pablo para ser administrador de un nuevo orden de cosas que desde el principio de los tiempos permanecía escondido en Dios mientras subsistía el testimonio de Israel: «Por esta causa yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles (si es que habéis oído hablar de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para vosotros; cómo, por revelación, el misterio me fue dado a conocer… que en otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu:» –es decir, a los profetas del Nuevo Testamento– «que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio» (Efe. 3:1-6). He aquí la clarificación. El misterio de la Iglesia, compuesta por judíos y gentiles, bautizados en un solo Cuerpo por un mismo Espíritu, unida a la cabeza gloriosa en los cielos, no se había revelado hasta los días de Pablo. De cuyo misterio continúa hablando así: «del cual fui hecho ministro, conforme al don de la gracia de Dios que me fue dada según la operación de su poder» (v. 7). Los apóstoles y los profetas del Nuevo Testamento fueron, por así decirlo, la primera hilera de piedras fundamentales de este glorioso edificio (Efe. 2:20). Por lo tanto, está claro que el edificio no pudo comenzarse antes (comp. Mat. 16:18: «edificaré»). Si se datara el edificio desde los días de Abel, habría dicho el apóstol: “Edificada sobre el fundamento de los santos del Antiguo Testamento”, pero ello difiere de lo dicho, de lo que sacamos como consecuencia que, sea cual fuere la posición asignada a los santos del Antiguo Testamento, fue imposible que pertenecieran a un Cuerpo que hasta la muerte y resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo, cual resultado de esta resurrección, no existía todavía sino en los designios de Dios. Esos santos eran salvos, a Dios gracias, salvos por la sangre de Cristo, y destinados a disfrutar de la gloria celeste con la Iglesia; pero no podían ser parte de un Cuerpo que no debía existir hasta varios siglos después de la muerte de ellos.
Repetimos que algunos pueden objetar la posibilidad de que se considere esta interesante porción de la Escritura como tipo del llamamiento de la Iglesia. Personalmente preferimos tratarlo cual ilustración de esta obra gloriosa. No podemos admitir que el Espíritu Santo haya querido ocuparnos, en un capítulo más largo de lo ordinario, de meros detalles de un pacto de familia si este no fuese tipo o figura de alguna verdad trascendente: «Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito» (Rom. 15:4). Este texto es de un significado muy amplio. Así que, aun cuando el Antiguo Testamento no contiene ninguna revelación directa del gran misterio de la Iglesia, es importante observar que, no obstante, encierra escenas y circunstancias que lo prefiguran de un modo muy notable, testimonio de lo cual nos presenta el capítulo que nos ocupa. Una vez que el hijo hubo sido figuradamente ofrecido como sacrificio y devuelto a la vida, y ya puesto a un lado el tronco del cual había salido ese hijo (Sara), el padre envía a su siervo a buscar esposa para el hijo.
23.3 - Una Esposa para el Hijo
Para comprender en forma clara y completa el contenido de este capítulo, consideremos los puntos que siguen: el juramento, el testimonio y el resultado de la misión del Siervo.
Es bueno notar que el llamamiento y la elevación de Rebeca se fundaban en el juramento que sellaba el convenio entre el siervo y Abraham. Rebeca ignoraba esto, aun cuando, en el designio de Dios, ella era objeto de ese convenio. Así sucede con la Iglesia de Dios, considerada como totalidad, o en cada una de sus partes constituyentes. «No fue encubierto de ti mi cuerpo… y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas» (Sal. 139:15-16). «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor» (Efe. 1:3-5). «Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó» (Rom. 8:29-30). Existe una armonía admirable entre estos pasajes y el asunto que nos ocupa. El llamamiento, la justificación y la gloria de la Iglesia, todo está fundado en el eterno designio de Dios, en su palabra y su juramento, ratificado por la muerte, la resurrección y la glorificación del Hijo. En las profundidades del eterno pensamiento de Dios, más allá de los más lejanos límites de los tiempos, descansaba ese designio maravilloso que tenía por objeto a la Iglesia, y que se halla indisolublemente ligado al pensamiento de Dios en cuanto a la gloria del Hijo.
El juramento del siervo a Abraham tenía por objeto la adquisición de una esposa para el hijo. Al deseo de Abraham para su hijo se debía la alta posición que Rebeca ocupó luego. Bienaventurado quien comprende estas cosas; bienaventurado quien ve que la seguridad y la bienaventuranza de la Iglesia están inseparablemente unidas con Cristo y su gloria. «Porque el hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre; y de hecho, el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre» (1 Cor. 11:8-9). Y así se halla en la hermosa parábola de la fiesta de bodas: «El reino de los cielos es semejante a un rey, que preparó un banquete de bodas para su hijo» (Mat. 22:2). El Hijo es el objeto principal de todos los pensamientos y de todos los consejos de Dios, y si alguien ha de alcanzar la bienaventuranza, o la gloria, o algún puesto elevado, ello no sucederá sino en relación con el Hijo. Por el pecado el hombre ha perdido todo derecho a tales cosas, y a la vida misma, pero Cristo toma sobre sí el castigo por el pecado, haciéndose él responsable de todo por su Cuerpo, la Iglesia. Como su representante, él fue crucificado, llevando en su propio cuerpo su pecado en la cruz, y descendió al sepulcro cargado de tan pesada carga. Nada, pues, puede ser más completo que la salvación de la cual son objeto los santos respecto a todo cuanto estaba en contra de ellos.
La Iglesia sale vivificada de la tumba de Cristo, donde quedó sepultado todo el pecado de los que la componen. La vida que posee la Iglesia es resultado del triunfo sobre la muerte y todo lo que pueda serle obstáculo; de modo que esta vida está unida a la justicia divina y fundada sobre esta justicia, siendo el caso que los derechos de Cristo mismo a la vida están fundados en el hecho de haber quebrantado todo el poder de la muerte; y él es la vida de la Iglesia. Así que la Iglesia disfruta de vida divina; ella está afincada en la justicia divina, y la esperanza que la anima es la esperanza de la justicia. Véanse, entre otros, los pasajes siguientes: Juan 3:16, 36; 5:39-40; 6:27, 40, 47, 68; 11:25; 17:2; Romanos 5:21; 6:23; 1 Timoteo 1:16; 1 Juan 2:25; 5:20; Judas 21; Efesios 2:1-6, 14-15; Colosenses 1:12-22; 2:10-15; Romanos 1:17; 3:21-26; 4:5, 23-25; 2 Corintios 5:21, Gálatas 5:5.
23.4 - La Iglesia complemento de Cristo
Estos pasajes establecen a la perfección los tres puntos siguientes: la vida, la justicia y la esperanza de la Iglesia, y todos ellos se deben al hecho de que la Iglesia es una con Cristo, quien resucitó de los muertos. Nada es más adecuado para fortalecer el corazón que la convicción de que la existencia de la Iglesia es esencial para la gloria de Cristo. «La mujer es gloria del hombre» (1 Cor. 11:7). La Iglesia se llama «la plenitud del que todo lo llena en todo» (Efe. 1:23). Esta última expresión es sorprendente. La palabra traducida «plenitud» significa complemento, es decir: lo que, añadido a otra cosa, compone un todo con ella. Así es cómo Cristo (la Cabeza) y la Iglesia (el Cuerpo) forman «un hombre nuevo» (Efe. 2:15). Si consideramos el asunto bajo este punto de vista, no nos extrañaremos de que la Iglesia haya sido el objeto de los consejos eternos de Dios: había, por gracia, razones maravillosas para que el Cuerpo, la Esposa, la Compañera de su Hijo único, ocupara el pensamiento de Dios desde antes de la fundación del mundo.
Rebeca era necesaria para Isaac y por ello fue objeto de un consejo secreto mientras todavía ignoraba del todo su futuro y alto destino. Todos los pensamientos de Abraham se concentraban en Isaac: «Te juramentaré por Jehová, Dios del cielo y Dios de la tierra, que no tomarás mujer para mi hijo de las hijas de los cananeos entre quienes habito» (v. 3 - V.M.). «Mujer para mi hijo» es aquí lo importante, como vemos. «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén. 2:18). Merced a esto podemos comprender lo que es la Iglesia: en los consejos de Dios es necesaria para Cristo, y en la obra llevada a cabo por él mismo se ha provisto divinamente todo lo necesario para que pudiera ser llamada a la existencia. La verdad considerada bajo este punto de vista no se refiere ya al poder de Dios para salvar a los pobres pecadores, sino al Dios que quiere hacer «banquete de bodas para su Hijo», siendo la Iglesia la esposa que se le ha destinado, el objeto de los designios del Padre, el objeto del amor del Hijo y del testimonio del Espíritu Santo. Su destino es participar de la dignidad y toda la gloria del Hijo, como tiene parte en todo el amor del cual él ha sido el objeto eterno. Oigamos las mismas palabras del Hijo: «La gloria que me has dado, yo les he dado; para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado» (Juan 17: 22-23).
Esto resuelve toda la cuestión. Estas palabras nos hacen conocer los pensamientos del corazón de Cristo respecto a la Iglesia. Ella está destinada no solamente a ser «tal como él es» (1 Juan 3:2), sino que es ya como él, según está escrito: «En esto ha sido perfeccionado el amor con nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio: como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17). Esta preciosa verdad proporciona al alma plena confianza. «Estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Juan 5:20). Toda incertidumbre está excluida, porque todo se ha asegurado a la esposa en el Esposo. Todo lo que pertenecía a Isaac llegó a ser propiedad de Rebeca, porque Isaac le pertenecía a ella. Asimismo, todo lo que pertenece a Cristo está a disposición de la Iglesia: «Así que nadie se gloríe en los hombres. Porque todas las cosas son vuestras; sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea el futuro: todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor. 3:21-23). Cristo es «cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» (Efe. 1:22). El gozo de Cristo durante la eternidad consistirá en manifestar a la Iglesia en la gloria y mostrar la hermosura de la cual la ha revestido, porque la gloria y la hermosura de la Iglesia no serán más que el reflejo de la gloria y hermosura de Él. Los ángeles y principados contemplarán en la Iglesia la manifestación maravillosa de la sabiduría, el poder y la gracia de Dios en Cristo.
23.5 - El testimonio del Espíritu Santo
Fijémonos ahora en el segundo punto que más arriba hemos mencionado, a saber: el testimonio. El siervo de Abraham fue portador de un testimonio claro y preciso. «Entonces dijo: Yo soy criado de Abraham. Y Jehová ha bendecido mucho a mi amo, y él se ha engrandecido; y le ha dado ovejas y vacas, plata y oro, siervos y siervas, camellos y asnos. Y Sara, mujer de mi amo, dio a luz en su vejez un hijo a mi señor, quien le ha dado a él todo cuanto tiene» (v. 34-36). Así revela al padre y al hijo: tal es su testimonio. Habla de las inmensas riquezas del padre explicando como este lo ha dado todo al hijo, en virtud de que es el unigénito y el objeto del amor del padre. Mediante este testimonio el siervo procura conseguir esposa para el hijo.
Casi huelga decir que la Escritura nos representa aquí, en figura y de un modo sorprendente, el testimonio del Espíritu Santo que fue enviado del cielo a la tierra el día de Pentecostés. «Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré de parte del Padre, es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí» (Juan 15:26). Y también: «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad; porque no hablará de sí mismo, sino de todo lo que oiga; y os anunciará las cosas venideras. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os dije que tomará de lo mío y os lo anunciará» (Juan 16:13-15). La coincidencia entre estas palabras y el testimonio del siervo de Abraham es tan instructiva como interesante. El siervo procura ganar el corazón de Rebeca hablándole de Isaac, y, como lo sabemos, el Espíritu Santo habla de Jesús para sacar a los pobres pecadores de un mundo de pecado y de locura y hacerles entrar en la bienaventurada y santa unión con el Cuerpo de Cristo. Él «tomará de lo mío y os lo anunciará». El Espíritu Santo nunca lleva un alma a mirarse a sí misma o a su obra, sino siempre a considerar únicamente a Cristo. Así que, cuanto más espiritual sea una persona, tanto más se interesará por Cristo.
Para muchos, la incesante contemplación del corazón propio y lo que en él se puede descubrir –aunque sea obra del Espíritu– parece una gran prueba de espiritualidad. Este es un grave error. Considerarse uno a sí mismo de tal manera, lejos de ser una prueba de espiritualidad demuestra todo lo contrario, porque Jesús declaró expresamente, al hablar del Espíritu: «No hablará de sí mismo», sino que «tomará de lo mío, y os lo anunciará» (Juan 16:15). Así es que, siempre que una persona contempla su interior y edifica sobre las pruebas de la obra del Espíritu que en sí descubre, puede estar segura de que en ello no es guiada por el Espíritu de Dios. El Espíritu atrae las almas a Dios presentándoles a Cristo. Conocer a Cristo es vida eterna; y la revelación que el Padre hace del Hijo por el Espíritu Santo constituye el fundamento de la Iglesia. Cuando Pedro confiesa que Cristo es el Hijo del Dios viviente, le responde Cristo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo ha revelado carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo también te digo a ti, que tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:17-18). ¿Qué roca? ¿Pedro? Por cierto, que no. «Sobre esta roca» es simplemente la revelación de Cristo por el Padre como «el Hijo del Dios viviente», y esta revelación es el único medio por el cual un alma puede ser introducida en la Asamblea de Cristo. Aquí se nos explica el verdadero carácter del Evangelio. El Evangelio es ante todo y por excelencia una revelación, no solo de una doctrina sino de una persona, la persona del Hijo; y esta revelación, recibida por la fe, trae el corazón a Cristo y viene a ser la fuente de la vida y del poder, el fundamento de nuestra unión con Cristo cual miembros de su Cuerpo, así como ella es también el poder de la comunión. «Cuando el Dios que me separó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí» (Gál. 1:15-16), dice Pablo. Por lo tanto, el principio verdadero que constituye la roca es Dios revelando a su Hijo. De este modo se levanta el edificio; él descansa sobre este sólido fundamento, según el eterno designio de Dios.
23.6 - El siervo habla de Isaac
Es, pues, de particular interés hallar en el capítulo 24 de Génesis una figura tan hermosa de la misión y del testimonio especial del Espíritu Santo. En procura de conseguir esposa para Isaac, el siervo de Abraham expone toda la gloria y riqueza con que el padre ha dotado a Isaac, el amor del cual este es objeto, y todo lo que pueda tocar de cerca al corazón de Rebeca y desvincular sus afectos de las personas y cosas en medio de las cuales había vivido. Enseña a Rebeca un objeto lejano y le revela la bienaventuranza que hallará al quedar unida a ese objeto amable y tan altamente favorecido. Todo lo que pertenece a Isaac le pertenecerá también a ella desde el momento en que se una a él; tal es el testimonio del siervo. Tal es también el testimonio del Espíritu Santo. Él habla de Cristo, de la gloria de Cristo, de la hermosura, de la plenitud, de la gracia, de las riquezas insondables de Cristo, de la dignidad de esta persona y de la perfección de su obra. Además, revela la dicha admirable que hay en ser uno con Cristo, ser «miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30).
Tal es siempre el testimonio del Espíritu Santo. Nos proporciona una excelente piedra de toque para probar toda especie de doctrina y de predicación. La enseñanza más espiritual será siempre caracterizada por la plena y constante presentación de Cristo. Él siempre constituirá la carga de tal instrucción. El Espíritu no se puede fijar sino en Jesús. Hablar de Cristo es su deleite. Su placer es proclamar sus perfecciones, sus virtudes, su hermosura. Si, por tanto, alguien sirve en el Evangelio por el poder del Espíritu de Dios, en su ministerio habrá siempre más de Cristo que de ninguna otra cosa. Los raciocinios de la lógica humana no hallarán lugar en él; estos solo convienen donde el hombre desea lucirse a sí mismo. Pero todos cuantos sirven en el Evangelio tendrán que recordar que el único objeto del Espíritu será siempre presentar a Cristo.
23.7 - Rebeca va al encuentro del esposo
En último lugar nos hemos de ocupar del resultado del testimonio. La verdad, y la aplicación práctica de la misma, son dos cosas muy diferentes. Una cosa es hablar de las glorias particulares de la Iglesia y otra cosa es ser dirigido, de un modo práctico, por estas glorias. En cuanto a Rebeca, el resultado del testimonio del siervo fue muy marcado y decisivo. Ella escuchaba con su oído y creía de corazón el testimonio, y así quedó desligada de todo cuanto la rodeaba. Quedó muy dispuesta a dejarlo todo y proseguir hacia la meta para tomar posesión de aquello que la había cautivado (Fil. 3:12-13). Era imposible que, considerándose objeto de un destino tan glorioso, continuase viviendo en medio de las circunstancias en las cuales la naturaleza la había colocado. Si era verdadero el testimonio respecto a su futuro, quedar sujeta a su condición presente sería la peor de las locuras. Si la esperanza de ser esposa de Isaac y coheredera con él de toda su dignidad y gloria era una realidad para ella, continuar cuidando las ovejas de Labán habría significado despreciar prácticamente todo lo que Dios, en su gracia, había puesto delante de ella.
Pero no; la esperanza que tiene a la vista es demasiado gloriosa para que la abandone con ligereza. Todavía no había visto a Isaac, es verdad, ni tampoco la herencia; pero había creído el testimonio que se le había dado respecto a Isaac, y, en cierto modo, así había recibido las arras de la herencia, lo que bastaba para su corazón. Por lo tanto, se levanta sin vacilar y manifiesta estar lista para partir. «Sí, iré», dice (v. 58). Está lista para entrar en un camino desconocido en compañía del que le ha revelado ese objeto lejano y la gloria relacionada con tal objeto, gloria a la cual va a ser elevada. «Iré» –dijo– y «olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante, prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:13-14). Hermoso y conmovedor símbolo de la Iglesia, la cual, bajo la conducción del Espíritu Santo, prosigue adelante al encuentro del celeste Esposo.
Al menos esto es lo que debería hacer la Iglesia; pero ¡ay! está lejos de hacerlo. Existe muy poco de ese gozo santo que echa a un lado toda carga y todo obstáculo mediante el poder de la comunión con su Guía celestial y santo Compañero de viaje, cuyo oficio y placer es tomar de lo que es de Jesús y hacérnoslo saber, precisamente como el siervo de Abraham tomaba de las cosas de Isaac y las mostraba a Rebeca, complaciéndose también, sin duda, en hacerle oír nuevas cosas acerca del hijo a medida que iban acercándose a la consumación del gozo y de la gloria que esperaba la esposa. Así sucede también, por lo menos, con nuestro Guía y Compañero celestial. Él «tomará de lo mío y os lo anunciará» (Juan 16:14), y aun más: Él «os anunciará las cosas venideras» (v. 13). Tenemos positiva necesidad del ministerio del Espíritu que nos revela la persona de Cristo al alma, haciéndonos desear ardientemente el momento de verle tal cual es y de ser semejantes a él para siempre. Él solo tiene poder para desligar nuestros corazones de la tierra y de todo lo que pertenece a la naturaleza. ¿Qué, salvo la esperanza de verse unida a Isaac, podría haber persuadido a Rebeca de decir: «Iré», cuando su hermano y su madre decían: «Espere la doncella con nosotros a lo menos diez días» (v. 55)? Lo mismo nos ocurre a nosotros; nada, salvo la esperanza de ver a Cristo como es, y de ser semejantes a él nos conducirá a purificarnos «como él es puro» (1 Juan 3:3).
24 - Capítulo 25: Segundo casamiento de Abraham y su muerte
24.1 - Nacimiento de Jacob y Esaú
Principia este capítulo por las segundas nupcias de Abraham, un acontecimiento que no carece de interés para la persona espiritual si se lo considera en relación con el contenido del capítulo anterior. Los escritos proféticos del Nuevo Testamento nos dicen que la simiente de Abraham reaparecerá en escena después de la consumación y arrebatamiento de la elegida Esposa de Cristo. De igual manera el Espíritu Santo nos relata aquí la historia de la posteridad de Abraham después del casamiento de Isaac, en relación con un nuevo casamiento del patriarca, después de algunos acontecimientos particulares en la vida de este patriarca, como también de su posteridad según la carne. No pretendo formular una interpretación especial del contenido de este capítulo, pero considero, sin embargo, que ello no deja de tener interés para el lector atento.
El libro del Génesis, como ya lo hemos hecho notar, encierra como en germen los grandes principios elementales de la historia de las relaciones de Dios con el hombre, cuyo desarrollo se halla en los libros siguientes, pero especialmente en el Nuevo Testamento. En el Génesis, es verdad, estos principios se nos presentan en figura, mientras que en el Nuevo Testamento se despliegan de un modo didáctico, instructivo. Las figuras, no obstante, son de gran interés y muy a propósito para hacer penetrar poderosamente la verdad en el corazón.
24.2 - Esaú menosprecia su derecho de primogénito
Al final del capítulo 25 se nos revelan algunos principios importantes y de naturaleza muy práctica. El carácter y la vida de Jacob vendrán pronto ante nuestra vista, pero, antes de ir más lejos, prestemos atención a la conducta de Esaú en orden a lo que concierne al derecho de primogenitura y todo lo que él implica. El corazón natural no atribuye valor alguno a las cosas de Dios. Como no conoce a Dios, sus promesas son para él cosa vaga, sin valor ni eficacia, sencillamente porque Dios no es conocido. De ahí que las cosas presentes tengan tanto peso en la estimación de la gente y que ejerzan tan gran influencia en los hombres. El ser humano aprecia lo que ve, porque anda por la vista y no por la fe. Para él lo presente es todo y lo futuro es como la nada: incierto y sin significado. Así lo era en el concepto de Esaú.
Oigamos su raciocinio insidioso: «He aquí, yo me voy a morir, ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?» (v. 32). Extraño raciocinio, en verdad. ¡Lo presente pasará!; por tanto, ¡desprecio y abandono por completo el futuro! ¡El tiempo desaparece ante mi vista, así que renuncio a toda herencia eterna! «Así menospreció Esaú la primogenitura» (v. 34). Así los israelitas despreciaron «la tierra deseable». Así despreciaron a Cristo. Así también los convidados a las bodas despreciaron la invitación (Sal. 106:24; Zac. 11:13; Mat. 22:5). El hombre no tiene corazón para las cosas de Dios; lo presente es todo para él. Un plato de lentejas vale más para él que una heredad en la tierra de Canaán. La razón por la cual a Esaú no le preocupaba el derecho de la primogenitura era precisamente la que debía de haberle conducido a tenerla en mayor estima. Cuanto más veo la incertidumbre y la vanidad de todo lo presente, tanto más aprecio y me confío al porvenir de Dios.
Tal es el raciocinio de la fe. «Puesto que todas estas cosas han de ser disueltas, ¡qué clase de personas es necesario que seáis en santa conducta y piedad, esperando y apresurando la venida del día de Dios, en el cual los cielos encendidos serán disueltos, y los elementos quemados se derretirán! Pero, según su promesa, esperamos nuevos cielos y una tierra nueva, en los cuales habita la justicia» (2 Pe. 3:11-13). He aquí los pensamientos de Dios, y, por tanto, los pensamientos de la fe. Las cosas presentes serán deshechas: ¿será esta la razón para despreciar las que no se ven? No, por cierto. El día presente es como sombra que se desvanece. ¿Cuál será nuestro refugio? La Escritura nos lo dice: «Esperando y apresurando la venida del día de Dios». Todo otro raciocinio no es más que el de un «profano, como Esaú, quien por un solo plato de comida vendió su derecho de primogenitura» (Hebr. 12:16).
Ojalá el Señor nos ayude a juzgar todas las cosas como él las juzga, para lo cual solo la fe nos hace capaces.
25 - Capítulo 26: Isaac en Gerar
25.1 - El hambre y sus consecuencias
El primer versículo de este capítulo se enlaza con el capítulo 12. «Hubo hambre en la tierra, además de la primera hambre que hubo en los días de Abraham». Las pruebas que los hijos de Dios encuentran en su carrera terrestre son casi todas de la misma naturaleza y tienden siempre a manifestar hasta qué punto su corazón ha encontrado su todo en Dios. Es cosa difícil, rara vez alcanzada, andar en tan íntima comunión con Dios que el alma sea enteramente independiente tanto de los hombres como de las cosas. Los egipcios y los filisteos de Gerar que están a nuestra derecha y a nuestra izquierda nos ofrecen tentaciones poderosas, ya sea para desviarnos del camino recto, ya para hacernos quedar lejos de nuestra verdadera posición de siervos del Dios vivo y verdadero.
«Y se fue Isaac a Abimelec rey de los filisteos, en Gerar». Entre Egipto y Gerar hay una diferencia palpable. Egipto es la expresión del mundo con sus recursos naturales y su independencia de Dios. «Mío es el Nilo» (Ez. 29:3) dijo un egipcio que no conocía a Jehová y que no pensaba tomarle en cuenta para nada. Por su situación, Egipto estaba más lejos de Canaán que Gerar, y moralmente expresaba el estado del alma más alejado de Dios. Se menciona a Gerar en el capítulo 10 en estos términos: «Fue el territorio de los cananeos desde Sidón, en dirección a Gerar, hasta Gaza; y en dirección de Sodoma, Gomorra, Adma y Zeboim, hasta Lasa» (v. 19). Gerar estaba cerca, dentro de los límites de influencias muy peligrosas. Allí halló Abraham dificultades y penas; lo propio le ocurrió a Isaac. Abraham negó allí a su esposa; lo mismo Isaac. Es cosa muy solemne ver al padre y al hijo caer, el uno tras el otro, en el mismo pecado y en el mismo lugar. Esto demuestra que era mala la influencia de ese lugar. Si Isaac no hubiese ido a Abimelec, rey de Gerar, no se habría visto en la necesidad de negar que Rebeca fuera su esposa; pero el más mínimo desvío del camino recto conduce a la debilidad espiritual.
Pedro negó a su Señor cuando se calentaba junto al fuego encendido en el patio del palacio del sumo sacerdote. En cuanto a Isaac, está claro que no vivía verdaderamente feliz en Gerar. Jehová le dijo: «Habita… en esta tierra» (v. 3), es verdad; pero cuántas veces sucede que Dios da a los suyos órdenes moralmente adaptadas al estado en que él sabe que están y calculadas para llevarlos al justo aprecio y sentimiento de tal estado. Jehová ordenó a Moisés (Núm. 13) que mandara personas a reconocer la tierra de Canaán; pero, si el estado moral del pueblo israelita no hubiera sido tan bajo, no habría sido necesaria tal empresa. Sabemos bien que la fe no tiene necesidad de investigar lo que la promesa de Dios le asegura. Del mismo modo Jehová ordenó a Moisés (Núm. 11:16) que escogiera y reuniera setenta personas de entre los ancianos de Israel para que llevasen con él la carga de juzgar al pueblo; pero si Moisés hubiese comprendido plenamente su alta posición y la dicha relacionada con la misma, no habría sido necesario tal mandamiento. Lo mismo sucedió cuando se tuvo que establecer rey sobre el pueblo de Israel (1 Sam. 8). La gente no debió encontrarse en la necesidad de tener otro rey que no fuera Dios. Es, por tanto, necesario, para comprender bien un mandamiento dado, ya sea a un individuo, ya al pueblo entero, tomar en consideración el estado del individuo o del pueblo.
25.2 - En Gerar, una falsa posición
Pero acaso se dirá: Si Isaac se hallaba en una posición falsa en Gerar ¿por qué leemos que sembró «en aquella tierra, y cosechó aquel año ciento por uno; y le bendijo Jehová»? (v. 12). Respondemos que la bendición material no es prueba de que una persona se halle en la condición deseada por Dios. Como ya hemos tenido ocasión de mencionarlo, hay gran diferencia entre la bendición del Señor y su presencia. Muchos disfrutan de la bendición, pero no de su presencia; sin embargo, el corazón se siente inclinado a tomar la una por la otra, a confundir la bendición con la presencia de Dios, o cuanto menos a persuadirse de que la una necesariamente debe acompañar a la otra. Este es un gran error. ¡Cuántos y cuántos vemos que, si bien están rodeados de las bendiciones de Dios, no disfrutan de su presencia, y ni siquiera la desean! Es importante ver esto. Un hombre muy bien puede ir prosperando y engrandeciéndose «hasta hacerse muy poderoso, y tuvo hato de ovejas, y hato de vacas y mucha labranza» (v. 13-14) sin que por eso goce plena y libremente de la presencia del Señor. Hato de ovejas y hato de vacas no son el Señor. Estos bienes pudieron despertar envidia en los filisteos, lo que no habría significado la presencia del Señor. Isaac bien podría haber disfrutado de la comunión más dichosa con Dios, sin que los filisteos lo advirtieran, por la sencilla razón de que eran incapaces de comprender y apreciar el valor de tal realidad. Ellos podían apreciar rebaños, hatos de ganado, siervos y pozos de agua, pero lo que no podían apreciar era la presencia divina.
25.3 - En Beerseba, la restauración
Por fin se alejó Isaac de los filisteos y subió a Beerseba. «Y se le apareció Jehová aquella noche, y le dijo: Yo soy el Dios de Abraham tu padre; no temas, porque yo estoy contigo y yo bendeciré» (v. 24). No solo estaba ahora con él la bendición del Señor, sino el Señor mismo. Y ¿por qué? Porque Isaac se había alejado ya de los filisteos con todas sus envidias, sus querellas y sus altercados para irse a Beerseba. Allí podía el Señor manifestarse a su siervo, mientras que no podía acompañarle con su presencia en Gerar, si bien con mano pródiga le dispensaba sus bendiciones durante su permanencia en ese lugar. Para disfrutar de la presencia de Dios, es preciso estar donde él está, y esto no sucede en medio de querellas y disputas del mundo impío. Así que, cuanto más se apresure el hijo de Dios a abandonar tales cosas, tanto más pronto se hallará mejor. Tal fue la experiencia de Isaac. Mientras permaneció entre los filisteos, no produjo influencia saludable entre ellos, ni tuvo reposo en su espíritu. Es un error muy corriente imaginar que podemos servir a la gente del mundo mezclándonos con ella en sus asociaciones y acciones. El verdadero modo de serle útil consiste en vivir separado de ella, en el poder de la comunión con Dios, manifestándole así el modelo de un «camino todavía más excelente» (1 Cor. 12:31).
El adelanto espiritual que había hecho Isaac por este tiempo se manifestaba aquí con el efecto moral producido por su marcha. «De allí subió a Beerseba. Y se le apareció Jehová… edificó allí un altar, e invocó el nombre de Jehová, y plantó allí su tienda; y abrieron allí los siervos de Isaac un pozo» (v. 23-25). En esto vemos un adelanto notable. Desde el momento en que dio el primer paso en el camino recto, prosigue de fuerza en fuerza; entra en el gozo de la presencia del Señor y disfruta de las dulzuras de una adoración verdadera. Demuestra que es extranjero y peregrino, y halla paz y descanso y un pozo indisputable que los filisteos no pueden cegar, porque no están allí.
25.4 - Un resultado feliz para otros
Este resultado feliz para Isaac mismo produjo un efecto saludable en otros: «Y Abimelec vino a él desde Gerar, y Ahuzat, amigo suyo, y Ficol, capitán de su ejército. Y les dijo Isaac: ¿Por qué venís a mí, pues que me habéis aborrecido, y me echasteis de entre vosotros? Y ellos respondieron: Hemos visto que Jehová está contigo; y dijimos: Haya ahora juramento entre nosotros, entre tú y nosotros, y haremos pacto contigo» (v. 26-28), etc. Para poder obrar en los corazones y las conciencias de las gentes del mundo, es preciso vivir completamente separado de ellas, mostrándoles a la vez perfecta gracia. Mientras Isaac vivía en Gerar solo había disputas y riñas entre él y los filisteos, lo que le deparaba penas, sin hacer bien alguno a los que le rodeaban. Pero, al contrario, cuando les hubo abandonado, fue tocado el corazón de ellos y le buscaron para hacer alianza con él.
La historia de los hijos de Dios ofrece numerosos ejemplos del mismo género. Lo que nos debe importar ante todo es saber que estamos en la posición en la que Dios nos quiere y que nos hallamos en armonía con él, no solamente en la posición sino en la debida condición moral del alma. Si nos hallamos en legítima relación con Dios, podemos esperar que seamos idóneos para obrar de un modo saludable en los demás. Desde que Isaac subió a Beerseba, desde que hubo tomado la posición de adorador, fue restaurada su alma y Dios se sirvió de él para influir en los que le rodeaban. La pobreza espiritual nos priva de muchas bendiciones y nos hace fracasar en nuestro testimonio y nuestro servicio. Tampoco debemos, en el caso de hallarnos en posición falsa, parar a preguntarnos, como sucede a menudo: “¿Dónde hallaremos algo mejor?” El mandamiento de Dios es claro: «Dejad de hacer lo malo»; luego, después de haber obedecido a este mandamiento santo, Dios nos hace escuchar otro: «Aprended a hacer el bien» (Is. 1:16-17). Vivimos muy engañados si creemos que podemos aprender «a hacer bien» antes de haber cesado de «hacer lo malo». «Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos», y ¿qué entonces? «y te alumbrará Cristo» (Efe. 5:14).
Querido lector, si hace lo que sabe que es malo o si participa de alguna manera en lo que sabe que es contrario a la Escritura, escuche atento la palabra del Señor: «Dejad de hacer lo malo», y puede estar seguro de que, si obedece a esta voz, no ignorará por mucho tiempo cuál es el camino que debe tomar y seguir. Solamente la incredulidad nos conduce a pensar que no podemos cesar de hacer el mal antes de haber hallado algo mejor para hacer.
Que Dios nos dé un ojo sencillo y un espíritu dócil.
26 - Capítulos 27 al 35: Principales circunstancias de la vida de Jacob
Estos capítulos nos hacen conocer la historia de Jacob o por lo menos los acontecimientos principales de su vida. El Espíritu de Dios nos proporciona en ellos una enseñanza profunda respecto a los consejos de la gracia de Dios, como asimismo respecto a la completa incapacidad y la absoluta corrupción de la naturaleza humana.
En el capítulo 25, con toda intención he dejado de considerar un pasaje que trata de Jacob porque resulta más apropiado hacerlo aquí. «Y oró Isaac a Jehová por su mujer, que era estéril; y lo aceptó Jehová, y concibió Rebeca su mujer. Y los hijos luchaban dentro de ella; y dijo: Si es así ¿para qué vivo yo? Y fue a consultar a Jehová; y le respondió Jehová: Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; el un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor» (25:21-23). Malaquías hace referencia a este pasaje: «Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste? ¿No era Esaú hermano de Jacob? dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal. 1:2-3); y estas palabras del profeta las cita el apóstol Pablo: «(Cuando sus hijos aún no habían nacido, ni hecho cosa buena ni mala, para que el propósito de Dios, según la elección permanezca, no por obras, sino por aquel que llama), le fue dicho: El mayor será siervo del menor. Así como está escrito: Amé a Jacob, mas a Esaú aborrecí» (Rom. 9:11-13).
El eterno consejo de Dios, según la elección de la gracia, nos es así claramente presentado. Esta expresión “elección de la gracia” tiene un significado de grandísima importancia. Ella desbarata todas las pretensiones del hombre y proclama el soberano derecho de Dios de obrar como quiere. Esto es sumamente importante. El hombre no puede gozar de bienaventuranza real y verdadera hasta no haber encorvado la cabeza delante de la soberana gracia de Dios. Le conviene hacerlo, ya que es pecador y que, como tal, carece absolutamente de derecho para obrar o prescribir a Dios cualquier cosa. La gran ventaja que de esto resulta para nosotros es que, al hallarnos en este terreno, no se trata ya de lo que merecemos, sino de lo que a Dios le place darnos. El hijo pródigo puede querer, como por humildad, hacerse jornalero; pero, desde el momento que se trata de mérito, no resulta digno ni siquiera de ocupar el puesto de jornalero, y no le queda otro recurso que contentarse con lo que el padre buenamente le concede, a saber, con la posición más elevada: la de la comunión con él mismo (Lucas 15:11-32). No puede ser de otro modo, porque la gracia será la coronación de toda obra del siglo de los siglos. Bienaventurados somos de que esto sea así. A medida que adelantamos, haciendo de día en día nuevos descubrimientos respecto a lo que somos, encontramos la necesidad de ser sostenidos mediante el fundamento inamovible de la gracia divina. Posiblemente nada podría sostenernos en nuestro creciente conocimiento de nosotros mismos. La ruina del hombre no ofrece esperanza alguna. Por tanto, es preciso que la gracia sea infinita, como en realidad lo es. Dios mismo es su fuente, Cristo su medio y el Espíritu Santo su instrumento, el que la aplica al alma e infunde en ella su disfrute. La Trinidad se manifiesta en la gracia, y por la gracia salva al pobre pecador. «La gracia reine mediante [la] justicia, para vida eterna, por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Rom. 5:21). La gracia no podía reinar sino en la redención. En la creación podemos contemplar la sabiduría y el poder; en la providencia de Dios, su bondad y longanimidad; pero solo en la redención vemos reinar su gracia, y este reinado está fundado en la justicia.
Así vemos en Jacob una manifestación del poder de la gracia divina y en el mismo hombre hallamos un notable ejemplo del poder de la naturaleza humana. La naturaleza de Jacob aparece manifestada en toda la perversidad de sus caminos, y así la gracia se manifiesta con todo su poder y toda su moral hermosura. Según los hechos ya referidos, parece que antes de su nacimiento, durante el nacimiento y después del nacimiento, se dejaba ver una energía extraordinaria en su naturaleza. Leemos que, antes del nacimiento, «los hijos luchaban dentro» de la madre; durante el nacimiento, salió «trabada su mano al calcañar de Esaú»; y después de su nacimiento –hasta el capítulo 32– sin excepción no vemos más que manifestaciones de la naturaleza nada amable. Pero todo eso, como fondo negro, sirve para hacer resaltar la gracia del que consiente en llamarse «el Dios de Jacob», de ese nombre que constituye tan conmovedora expresión de la gracia.
27 - Capítulo 27: Isaac a la puerta de la eternidad
27.1 - El hombre natural y los planes de Dios
En el capítulo 27 encontramos un muy humillante cuadro de sensualidad, de perfidia y de astucia, y ¡cuánto más triste y espantoso se nos presenta el caso al pensar que se trata del pueblo de Dios! Aquí vemos cómo el Espíritu Santo es siempre fiel. Le es preciso descorrer el velo del todo. Al relatar la historia de un hombre no nos puede presentar un cuadro incompleto. Le pinta tal cual es, y no como no es. Del mismo modo, tratándose de Dios, nos revela su carácter y sus caminos tal como son, y esto es precisamente lo que necesitamos. Necesitamos esta revelación de un Dios perfecto en santidad y, al mismo tiempo, perfecto en gracia y misericordia, quien condescendió a bajar hasta lo más profundo de la necesidad del hombre, de su miseria y de su degradación, y allí mismo entrar en relación con él, hacerle salir de su triste condición y elevarle hasta la libre y plena comunión con Él mismo, en toda la realidad de lo que Él es. He ahí lo que la Escritura nos revela. Dios sabía lo que necesitábamos, y nos lo ha dado. ¡Bendito sea su nombre!
No nos olvidemos de que el Espíritu Santo, al presentar a nuestra vista, merced a la fidelidad de su amor, todos los rasgos del carácter humano, simplemente tiene por objeto enaltecer las riquezas de la gracia de Dios y prevenirnos contra el mal. Su objeto no es perpetuar el recuerdo del pecado, el cual para siempre ha sido borrado de la vista de Dios. Las aberraciones, las faltas, los yerros de Abraham, de Isaac y de Jacob han sido perdonados y lavados del todo, y estos hombres han llegado a ocupar lugar entre «los espíritus de los justos hechos perfectos» (Hebr. 12:23); pero su historia queda en las páginas del libro inspirado para manifestar la gracia de Dios y para servir de solemne aviso al pueblo de Dios en todas las edades, como también para hacernos ver claramente que Dios no tuvo que tratar con hombres perfectos en aquellos tiempos, sino con hombres sujetos a «las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17), y en los cuales tenía que soportar las mismas faltas, las mismas debilidades y los mismos extravíos que hoy cometemos.
Todo esto es adecuado para fortalecer el corazón. Las biografías escritas por el Espíritu Santo forman un contraste sorprendente con las que escribe la mayoría de los biógrafos humanos, quienes no cuentan la historia de hombres como nosotros, sino de seres sin errores ni flaqueza. Biografías de ese género son más nocivas que útiles; más propias para desanimar que para edificar al lector. Nos cuentan más bien lo que el hombre debería ser que lo que es en realidad. Nada puede edificar como la manifestación de los caminos de Dios para con el hombre tal cual es en realidad, y es esta manifestación la que nos proporciona la Escritura.
Aquí hallamos al anciano patriarca Isaac a las puertas de la eternidad. La tierra y todo lo que pertenece a la naturaleza rápidamente se desvanecen de su vista, y, sin embargo, se preocupa por «guisado como a mí me gusta» (v. 4) y se halla a punto de obrar en directa oposición al consejo de Dios, bendiciendo al mayor en lugar del menor. He aquí la naturaleza humana, y la naturaleza con «los ojos» oscurecidos. Así como vimos a Esaú vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas, aquí vemos a Isaac presto a dar la bendición por un guisado de caza. ¡Cuán humillante es esto! No obstante, es preciso que el designio de Dios quede en pie, y él sabrá cumplir toda su voluntad. La fe lo sabe, y en virtud de este conocimiento puede esperar el preciso momento de Dios, mientras que la naturaleza, incapaz de esperar, queda reducida a procurar sus fines por los medios de su propia invención.
Los dos grandes puntos que hace resaltar la historia de Jacob son: por un lado, el designio de Dios que obra merced a la gracia; y por el otro, la naturaleza humana que hace planes y proyectos para conseguir lo que, sin plan ni proyecto, el consejo de Dios infaliblemente habría provisto. Esta observación simplifica singularmente toda la historia del patriarca y aumenta su interés. Quizá no hay gracia que tanto nos falte como esperar con paciencia y depender totalmente de Dios. La naturaleza se agita, ya de un modo ya de otro, impidiendo así, tanto como le es posible, la manifestación de la gracia y del poder divinos. Dios, para cumplir sus designios, no tenía necesidad de elementos tales como la astucia de Rebeca y el grosero engaño de Jacob. Él había dicho: «El mayor servirá al menor» (25:23), y esto bastaba para la fe, pero no para la naturaleza humana, la que, desconociendo lo que es depender de Dios, queda reducida a sus propios medios.
27.2 - El ejemplo del Modelo perfecto
De ahí que no haya posición más bendita que la del alma que, con la sencillez de una criatura, vive del todo dependiente de Dios, perfectamente satisfecha de aguardar su tiempo. Tal estado lleva consigo pruebas, es verdad; pero el alma renovada aprende las enseñanzas más profundas y goza de las experiencias más agradables, mientras espera así al Señor. Y cuanto más grande sea la tentación de sustraernos del gobierno de Dios, tanto más abundante será la bendición si sabemos permanecer quietos en esa posición bienaventurada. Es cosa infinitamente agradable depender de él, quien anhela bendecirnos. Solo los que, en algún grado, hayan gustado la realidad de este maravilloso estado, son capaces de apreciarlo; y el único que del todo y sin interrupción vivía en ese estado, fue el Señor Jesús. Él, como hombre, dependía siempre de Dios, rechazando toda oferta del enemigo para salir de ese estado. Su lenguaje era: «En ti he confiado… Sobre ti fui echado desde antes de nacer» (Sal. 16:1; 22:10). Y cuando el diablo le tentó y quiso inducirle a usar un medio extraordinario para satisfacer su necesidad de pan, Jesús le contestó: «Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4). Cuando Satanás le tentó, proponiéndole que se tirara del pináculo del templo, respondió: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (v. 7). Cuando el diablo le propuso que recibiera los reinos del mundo de otra mano que de la de Dios y que rindiera homenaje a otro que no era Dios, respondió: «Escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás» (v. 10). En una palabra, nada le podía seducir a él, Hombre perfecto, ni llevarle a sustraerse de la absoluta dependencia respecto de Dios. Ciertamente era designio de Dios fortalecer y sostener a su Hijo; era su propósito que él viniera «a su templo» (Mal. 3:1); como también que a él le tenía destinados los reinos del mundo; pero esa era precisamente la razón por la cual el Señor Jesús quería confiarse simple y perseverantemente a Dios para el cumplimiento de tales designios, en el tiempo y de la manera determinados por Dios. No procura el cumplimiento de su propia voluntad, sino que se abandona del todo a Dios. No comerá hasta que Dios le proporcione pan; no entrará en el templo hasta que Dios le envíe; no subirá al trono hasta que Dios lo quiera. «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Sal. 110:1).
Esta completa sujeción del Hijo al Padre es admirable más allá de toda expresión. Aunque perfectamente igual a Dios, toma como hombre la posición de dependencia, hallando siempre su deleite en hacer la voluntad del Padre, dándole gracias aun en los momentos en que las cosas parecen oponérsele, haciendo siempre lo que es agradable al Padre, teniendo siempre e invariablemente por objeto glorificar al Padre. Y cuando finalmente todo lo hubo acabado, cuando hubo terminado perfectamente la obra que el Padre le había encomendado, remitió su espíritu en las manos del Padre, mientras su carne reposaba en espera de la gloria y la elevación prometidas. Muy a propósito resulta, entonces, la exhortación de Pablo: «Haya, pues, en vosotros este pensamiento que también hubo en Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y siendo hallado en figura como un hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:5-11).
27.3 - Rebeca y Jacob: falta de dependencia y de confianza en Dios
¡Cuán poco conocía Jacob, al principio de su carrera, «ese sentir» bendito! ¡Cuán poco dispuesto se hallaba a remitirse a Dios respecto al tiempo y a los medios! Él prefería conseguir la bendición y la herencia mediante toda clase de astucias y fraudes antes que por la simple dependencia respecto de Dios y la sumisión a ese Dios que por gracia le había elegido para ser heredero de las promesas, y que por su sabiduría y poder ilimitado cumpliría infaliblemente todas las cosas que le había prometido.
Mas ¡ay! sabemos demasiado cómo el corazón se rebela contra tal dependencia y sumisión. Prefiere cualquier cosa antes que este estado de paciente espera. El hombre natural, que no tuviera recurso en Dios, caería sin falta en la desesperación. Este hecho basta para hacernos comprender el verdadero carácter de la naturaleza humana; y para conocer esta naturaleza no es necesario penetrar en los antros donde reinan libremente el vicio y el crimen. No; basta colocarla un poco en estado de dependencia y pronto se verá cómo se conduce. Como no conoce a Dios, no se puede entregar a él: en esto radica el secreto de su miseria y de su degeneración moral. Desconoce por completo al verdadero Dios y, por consiguiente, no puede ser más que algo miserable e inútil. El conocimiento de Dios es fuente de vida; aun más, es la vida misma, y ¿qué es el hombre o qué puede ser hasta que tenga la vida?
Vemos en Rebeca y en Jacob cómo la naturaleza humana saca ventaja de la naturaleza de Isaac y de la de Esaú. El proceder de Rebeca y de Jacob no es otra cosa: no hay en ellos ninguna dependencia de Dios, ninguna clase de confianza en Dios. Era fácil engañar a Isaac, porque sus ojos estaban ofuscados, por lo cual Rebeca y Jacob se propusieron hacerlo en lugar de mirar a Dios, quien podría haber hecho completamente nulo el designio de Isaac de bendecir a quien Dios no quería bendecir, pues ese designio de Isaac tenía su origen en la naturaleza, y en la naturaleza menos amable, porque Isaac amaba a Esaú no por ser el hijo mayor, sino porque le gustaban sus guisados de caza. ¡Cuán humillante es todo eso!
27.4 - Tremendas consecuencias
27.4.1 - a) para Jacob
Pero, cuando queremos sustraer de Dios nuestras personas, nuestras circunstancias o nuestro destino, solo acumulamos para nosotros penas y dolores*. A través de lo que sigue, veremos cómo esto le sucedió a Jacob. Alguien ha observado que “si se considera la vida de Jacob después de haber conseguido por engaño la bendición de su padre, se verá que desde entonces le quedó muy poca felicidad en este mundo. Su hermano concibió el proyecto de matarle y así le obligó a huir de la casa paterna; Labán, su tío, le engañó como él había engañado a su padre, tratándole de un modo muy duro; después de veinte años de servidumbre, tuvo que abandonar clandestinamente a su tío, no sin correr el riesgo de verse devuelto al punto de partida o de ser asesinado por su irritado hermano; apenas librado de sus temores, la conducta deshonesta y criminal de su hijo Rubén le llena de amargura, después de lo cual tiene que deplorar la traición y la crueldad de Simeón y de Leví contra los habitantes de Siquem y la muerte de su amada esposa; luego le engañan sus propios hijos, teniendo que llevar duelo por la supuesta muerte de José y finalmente, para colmo de las miserias, el hambre le obliga a bajar a Egipto, donde muere en tierra extranjera. Tales son los caminos de la providencia, siempre justos, maravillosos y llenos de enseñanzas”.
* Cuando pasemos por la prueba, nunca olvidemos que lo que necesitamos no es ver cambiadas nuestras circunstancias, sino lograr la victoria sobre nosotros mismos.
Tal fue Jacob. Pero esto no es más que un lado de su vida, el lado sombrío. Hay otro, ¡bendito sea Dios por el mismo!, pues Dios contaba con Jacob para Sus designios; y, como lo veremos, en cada uno de los acontecimientos de la vida del patriarca, en los cuales hubo de recoger los frutos de sus propios cálculos y falsedades, el Dios de Jacob sacó bien del mal e hizo sobreabundar su gracia más que el pecado y la locura de su pobre siervo. Veremos esto a medida que prosigamos con su historia.
Solo haré aquí una observación sobre Isaac, Rebeca y Esaú. Es muy interesante notar, en el principio de este capítulo, cómo Isaac, a pesar de la excesiva debilidad de su carne, conserva, por la fe, la dignidad de la cual Dios le había revestido. Pronuncia la bendición con todo el sentimiento del poder que se le ha conferido para bendecir, diciendo: «Yo le bendije, y será bendito… He aquí yo le he puesto por señor tuyo, y le he dado por siervos a todos sus hermanos; de trigo y de vino le he provisto; ¿qué, pues, te haré a ti ahora, hijo mío?» (27:33-37). Habla como un hombre que por la fe tiene todos los tesoros de la tierra a su disposición. En él no hay falsa humildad. No desciende del elevado puesto que ocupa a causa de las manifestaciones de la naturaleza. Está a punto de cometer una deplorable equivocación y obrar en oposición directa al consejo de Dios, es verdad; pero, de todos modos, conoce a Dios y ocupa el lugar que en consecuencia le pertenece, dispensando las bendiciones con toda la dignidad y la energía de la fe: «Yo le bendije, y será bendito… de trigo y de vino le he provisto». Es propio de la fe elevarnos por encima de todas nuestras faltas y sus consecuencias para hacernos ocupar el puesto que la gracia de Dios nos ha confiado.
27.4.2 - b) para Rebeca
En cuanto a Rebeca, tuvo también que sufrir los tristes resultados de sus artificios. Sin duda se imaginaba llevar todas las cosas con mucha destreza, pero ¡ay! no volvió a ver más a Jacob. ¡Cuán diferente habría sido el resultado si todo lo hubiese confiado al Señor! «¿Quién de vosotros, por mucho que se inquiete, puede añadir un codo a su estatura?» (Lucas 12:25). Nada ganamos inquietándonos y haciendo planes y proyectos humanos: con ello solo excluimos a Dios, lo que por cierto no es ganancia. Y al recoger los frutos de nuestros propios consejos, no hay nada más triste que ver cómo un hijo de Dios se olvida de su condición y de sus privilegios hasta el punto de tomar en sus propias manos la dirección de sus asuntos. Las «aves del cielo» y «los lirios del campo» (Mat. 6:25-34) nos pueden enseñar si olvidamos hasta tal punto nuestra posición de dependencia absoluta respecto de Dios.
27.4.3 - c) para Esaú
Finalmente, en cuanto a Esaú, el apóstol le llama «profano… que por un solo plato de comida vendió su derecho de primogenitura» (Hebr. 12:16) y que más tarde, «quiso heredar la bendición, fue rechazado, porque no encontró oportunidad de arrepentimiento, aunque procuró buscarla con lágrimas» (v. 17). De esto aprendemos que un «profano» es persona que a la vez quiere poseer el cielo y la tierra y disfrutar del presente sin perder el derecho al futuro. Todo mundano que profesa ser cristiano, cuya conciencia nunca ha experimentado los efectos de la verdad y cuyo corazón siempre ha quedado extraño a la influencia de la gracia, se halla en este caso, y el número de ellos es grande.
28 - Capítulo 28: Jacob huye a Harán
28.1 - Los amargos frutos
Ahora acompañaremos a Jacob lejos de la casa paterna, donde vaga solitario y sin asilo en la tierra. Dios empieza aquí a ocuparse de él de un modo especial, y Jacob empieza a recoger en cierta medida el amargo fruto de su conducta con Esaú. Al mismo tiempo, vemos a Dios pasar por alto toda la debilidad y la insensatez de su siervo y desplegar su gracia y su sabiduría infinitas en sus caminos para con él. Dios cumplirá sus designios por cualquier medio, pero si el hijo de Dios, en su impaciencia e incredulidad, quiere sustraerse al gobierno de su Amo, no puede esperar otra cosa que pasar por experiencias dolorosas y sufrir saludable castigo. Eso le sucedió a Jacob: no habría tenido necesidad de huir a Harán si le hubiese dejado a Dios el cuidado de obrar a su favor. Dios ciertamente se habría encargado de Esaú, haciéndole ocupar el debido lugar e induciéndolo a aceptar la porción que se le había destinado, de manera que Jacob pudiera gozar de la dulce paz que solo se halla en la completa sumisión a Dios y a sus designios en todas las cosas.
Pero justamente en este punto se manifiesta la excesiva debilidad de nuestro corazón. En lugar de permanecer pasivos bajo la mano de Dios, queremos obrar por nosotros mismos; y, al hacerlo, impedimos que Dios despliegue su gracia y su poder a nuestro favor. «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios» (Sal. 46:10) es un precepto que nadie podrá obedecer sino mediante la gracia divina. «Que vuestra amabilidad sea conocida de todos los hombres. ¡El Señor está cerca! No os preocupéis por nada, sino que en todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios», y ¿cuál será el resultado de esto? «y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:5-7).
De todos modos, mientras recogemos el fruto de nuestros propios caminos, de nuestra impaciencia y de nuestra incredulidad, Dios, en su gracia, se sirve de nuestra debilidad y de nuestra locura para hacernos comprender mejor su gracia tierna y su sabiduría perfecta. Esto, sin autorizar en lo más mínimo la incredulidad y la impaciencia, hace resaltar de un modo admirable la bondad de nuestro Dios y regocija nuestro corazón incluso en los momentos en que pasamos por las circunstancias más penosas debidas a nuestros extravíos. Dios está por encima de todo, y, además, es su prerrogativa exclusiva hacer salir bien del mal: «Del devorador salió comida, y del fuerte salió dulzura» (Jueces 14:14). Por eso, si bien es completamente cierto que Jacob fue obligado a vivir en el destierro como resultado de su impaciencia y superchería, no es menos cierto que, si se hubiese quedado tranquilo en el hogar paterno, nunca habría llegado a comprender el significado de «Bet-el». Los dos lados del cuadro están bien definidos en cada una de las escenas de la biografía de Jacob. Cuando su propia locura le había echado de la casa paterna, pudo disfrutar algo de la felicidad y de la solemnidad de la casa de Dios.
28.2 - Bet-el
«Salió, pues, Jacob de Beerseba, y fue a Harán. Y llegó a un cierto lugar y durmió allí, porque ya el sol se había puesto; y tomó de las piedras de aquel paraje y puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar» (v. 10-11). Aquí se halla el fugitivo y errante Jacob precisamente en la debida condición para que Dios pueda encontrarse con él y desplegar ante su vista sus consejos de gracia y de gloria. Nada expresa mejor la nulidad e impotencia del hombre que la condición a que se ve reducido Jacob aquí: en la inercia del sueño bajo la bóveda del cielo, con una piedra por almohada. «Y soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella. Y he aquí, Jehová estaba en lo alto de ella, el cual dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente. He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho» (v. 12-15).
Vemos cómo el Dios de Bet-el revela a Jacob sus planes respecto a él mismo y a su posteridad. Esto, en realidad, es «gracia y gloria» (Sal. 84:11). Esta escalera apoyada en la tierra lleva naturalmente al corazón a meditar sobre la manifestación de la gracia en la obra y la persona del Hijo de Dios. Sobre la tierra se cumplió la maravillosa obra que constituye la base, el fundamento sólido y eterno de todos los consejos en orden a Israel, a la Iglesia y al mundo. En la tierra vivió, trabajó y murió Jesús para quitar por su muerte todo lo que obstaculizaba el cumplimiento de los designios de Dios para la bendición del hombre.
Pero el extremo de la escalera «tocaba en el cielo». Esta formaba el medio de comunicación entre el cielo y la tierra, y «he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella», hermoso y sorprendente símbolo de Aquel por el cual Dios descendió hasta lo más profundo de la miseria del hombre y por el cual también elevó al hombre y le estableció en su presencia para siempre por el poder de la justicia divina. Dios ha provisto todo lo necesario para el cumplimiento de sus planes, a pesar de la locura y del pecado del hombre, y es motivo de gozo eterno para toda alma poder verse, por la enseñanza del Espíritu, contenida en los límites de los designios de la gracia de Dios.
El profeta Oseas nos transporta a los tiempos en que tendrán cumplimiento las cosas representadas por la escalera de Jacob. «En aquel tiempo haré para ti pacto con las bestias del campo, con las aves del cielo y con las serpientes de la tierra; y quitaré de la tierra arco y espada y guerra, y te haré dormir segura. Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová. En aquel tiempo responderé, dice Jehová, yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra. Y la tierra responderá al trigo, al vino y al aceite, y ellos responderán a Jezreel. Y la sembraré para mí en la tierra, y tendré misericordia de Lo-ruhama; y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío» (Oseas 2:18-23). Las palabras del Señor mismo (Juan 1:51) se refieren a la visión de Jacob: «En verdad, en verdad os digo, que en adelante veréis abierto el cielo y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre».
28.3 - Manifestación de la gracia de Dios para con Israel
Esta visión de Jacob es una revelación maravillosa de la gracia de Dios para con Israel. Hemos visto ya cuál era el verdadero carácter y el estado real de Jacob, los cuales prueban hasta la evidencia que todo en su caso debía ser gracia si había de ser bendecido. Ni su carácter ni su nacimiento le daban derecho alguno. Esaú, en virtud de su nacimiento y su carácter, habría podido pretender algo, a condición, sin embargo, de que se pusiera a un lado el soberano derecho de Dios; pero Jacob no tenía derecho a nada absolutamente. De manera que, si bien Esaú solo podía reivindicar sus derechos a expensas de la soberanía de Dios, Jacob no podía tener más que los que le concediera esta misma soberanía; y, pecador como era, no podía descansar sobre otra cosa que sobre la soberana y pura gracia de Dios.
La revelación del Señor al siervo al que escogió, recuerda o anuncia sencillamente a Jacob lo que el mismo Jehová todavía llevaría a cabo: Yo soy Jehová… Yo te daré la tierra… Yo te guardaré… Yo te traeré… Yo no te dejaré… hasta tanto que yo haya hecho lo que yo te he dicho (v. 13-15). Todo viene de Dios, sin condición alguna. Como es la gracia la que obra, no hay ni puede haber ni «si» ni «pero». La gracia no reina donde hay si; no porque Dios no pueda colocar al hombre en una posición de responsabilidad en la cual es preciso que se dirija a él con un «si», sino que Jacob, quien duerme teniendo una piedra por almohada, lejos de hallarse en una posición de responsabilidad se halla, al contrario, en la desnudez y la debilidad más completa. Por tal razón, se encontraba precisamente en la posición en la que podía recibir una revelación de la gracia más completa, más rica e incondicional.
No podemos menos que apreciar la dicha infinita que significa para nosotros estar en una posición tal que no tenemos nada en que apoyarnos fuera de Dios mismo, y en la que, además, toda verdadera bendición y toda dicha positiva descansan para nosotros en los derechos soberanos de Dios y en su fidelidad a su propia naturaleza. Según este principio, sería para nosotros una pérdida irreparable tener algo de lo nuestro en que apoyarnos, toda vez que, en tal caso, nuestra relación con Dios descansaría sobre la base de la responsabilidad, y todo estaría perdido sin remedio para nosotros. Jacob era tan malo que solo Dios bastaba para lo que su estado exigía. Y tengamos presente que Jacob se hundió en tanta calamidad y pena por no reconocer constantemente esta verdad.
28.4 - El temor y el voto de Jacob
La revelación que Jehová hace de sí mismo es una cosa, entender y acatar esta revelación es otra. Jehová se revela a Jacob en su gracia infinita; pero apenas Jacob se despierta del sueño le vemos manifestar su propio carácter, mostrando cuán poco conoce prácticamente al Dios bendito que acaba de revelársele de un modo tan maravilloso. «Y tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo» (v. 17). Jacob no estaba tranquilo en la presencia de Dios; porque solo cuando el corazón está del todo quebrantado y el hombre está despojado de sí mismo, puede estar tranquilo en Su presencia. Dios se agrada del corazón quebrantado, ¡alabado sea su nombre! y el corazón quebrantado se halla dichoso en la presencia de Dios. Pero el corazón de Jacob no se hallaba todavía en esa condición. Y Jacob no había aprendido todavía a descansar cual criatura pequeña sobre el amor perfecto del que pudo decir: Yo «amé a Jacob» (Mal. 1:2; Rom. 9:13). «El amor perfecto echa fuera el temor» (1 Juan 4:18). Donde este amor no se conoce ni se lo realiza plenamente, siempre hay dificultad e inquietud, y no puede ser de otro modo.
La casa de Dios y la presencia divina no inspiran espanto en el alma que conoce el amor de Dios, tal cual este se halla manifestado en el sacrificio de Cristo. Más bien dice esta alma: «Jehová, la habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria» (Sal. 26:8). «Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo» (Sal. 27:4). Y también: «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová» (Sal. 84:1-2). Cuando el corazón está firme en el conocimiento de Dios, se ama la casa de Dios, sea cual fuese su naturaleza exterior: Bet-el, el templo de Jerusalén o la Iglesia ahora formada por los creyentes verdaderos «juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Sea como fuere, el conocimiento que Jacob tenía de Dios y de su casa era muy limitado en esta época de su historia; y tenemos de ello nueva prueba en el negocio que quería hacer con Dios, según los últimos versículos del capítulo 28.
«E hizo Jacob voto, diciendo: Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy, y me diere pan para comer, y vestido para vestir, y si volviere en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal, será casa de Dios; y de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti» (v. 20-22). Dijo Jacob: «Si fuere Dios conmigo», cuando Dios acababa de decirle: «Yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres y volveré a traerte a esta tierra» (v. 15), etc. A pesar de este testimonio claro, el pobre corazón de Jacob es incapaz de elevarse sobre un «si», o de tener de Dios pensamientos más elevados que los que atañen al «pan para comer» y al «vestido para vestir». Tales eran los pensamientos de un hombre que acababa de ver la visión magnífica de la escalera sobre la cual estaba Jehová prometiéndole una posteridad innumerable y una herencia eterna. Evidentemente, Jacob era incapaz de entrar en la realidad y plenitud de los pensamientos de Dios. Medía a Dios con su medida, engañándose así completamente en la idea que se hacía de Dios. En una palabra, Jacob no había acabado consigo mismo todavía y, por consiguiente, no había empezado con Dios.
29 - Capítulos 29 al 31: Dios se sirve de las circunstancias para disciplinar a Jacob
29.1 - Jacob no entiende la enseñanza de Bet-el
«Siguió luego Jacob su camino, y fue a la tierra de los orientales» (29:1). Como acabamos de ver en el capítulo anterior, Jacob no podía entender el verdadero carácter de Dios y recibió la abundancia de gracia de Bet-el con un «si», seguido de una miserable proposición respecto a pan y vestido; y ahora nos es preciso seguirle en una sucesión no interrumpida de negociaciones. «Lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). Es imposible evitar esta consecuencia. Jacob no se había humillado debidamente ante Dios, y es preciso que Dios se valga de las circunstancias para castigarle y humillarle. En eso está el secreto de muchas de nuestras penas y pruebas en el mundo. Nuestros corazones no han sido realmente quebrantados delante de Dios, no nos hemos juzgado de verdad y nunca nos hemos despojado de nosotros mismos. Y de ahí que siempre seamos de nuevo como la gente que procura horadar la pared con la cabeza.
Nadie, en realidad, puede gozarse en Dios antes de haber acabado con el «yo», y esto por la sencilla razón de que Dios comienza a manifestarse precisamente allí donde la carne termina. Si, pues, no he terminado con la carne, mediante una profunda y positiva experiencia, es moralmente imposible que tenga una idea siquiera algo exacta del carácter de Dios. Pero es necesario que, de una manera u otra, aprenda yo a conocer lo que vale mi naturaleza; y, para llevarme a este conocimiento, el Señor emplea diferentes medios que, cualesquiera sean, no son eficaces sino en la medida en que él mismo los emplee para revelar a mis ojos el verdadero carácter de todo cuanto hay en mi corazón. ¡Cuántas veces sucede que, como en el caso de Jacob, el Señor se nos acerca y nos habla al oído sin que distingamos su voz y sin que sepamos ocupar el puesto que nos corresponde en su presencia! «Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía… ¡Cuán terrible es este lugar!» (28:16-17). De todo esto Jacob no aprendió nada, de forma que tuvo de sufrir veinte años de disciplina en dura escuela, los que tampoco bastaron para domarle.
29.2 - Dos negociantes
No obstante, vale la pena hacer notar cómo entra en la atmósfera tan perfectamente adaptada a su constitución moral. El negociante Jacob se encuentra con el negociante Labán, y se les ve haciéndose mutuos ataques de astucia, procurando engañarse el uno al otro. En cuanto a Labán, esto no nos debe sorprender, porque no había estado en Bet-el; no había visto el cielo abierto ni la escalera que llegaba desde la tierra al cielo; no había oído las promesas gloriosas de la boca de Jehová, asegurándole la posesión de la tierra de Canaán y una posteridad sin número. Labán, cual hombre del mundo, no tenía más recursos que el espíritu bajo y codicioso, y de él hace uso. ¿Cómo se sacará lo puro de lo impuro? Pero no hay cosa más humillante que ver a Jacob, después de todo lo que había visto y oído en Bet-el, luchando con un hombre mundano y esforzándose en multiplicar bienes por medios tales como los que emplea. ¡Ay! No es cosa rara ver cómo los hijos de Dios se olvidan de su alto destino y de su herencia celestial hasta el punto de descender a la arena con los hijos del mundo para luchar con ellos por las riquezas y honores de una tierra herida por la maldición y el pecado. Tanto es así que, en el caso de gran número de personas, es difícil descubrir rastro del principio mencionado por Juan: el «nacido de Dios vence al mundo» (1 Juan 5:4).
Si se considerara y se juzgara a Jacob y a Labán según los principios de la naturaleza, sería difícil descubrir la menor diferencia entre ambos. Es preciso colocarse detrás de la escena y entrar en los pensamientos de Dios en cuanto a cada uno de ellos para ver en qué grado se diferencian el uno del otro. Pero fue Dios quien puso diferencia entre ellos y no Jacob; y lo propio sucede hoy día. Aun cuando sea difícil descubrirlo, existe una diferencia enorme entre los hijos de luz y los hijos de las tinieblas; una diferencia que se funda en el solemne hecho de que los primeros son «vasos de misericordia, que él preparó para la gloria», mientras que los últimos son «vasos de ira ya preparados» –no por Dios, sino por el pecado– «para destrucción» (Rom. 9:22-23)*. Los Jacob y los Labán difieren y han diferido y diferirán siempre, aunque los primeros dejen de comprender y manifestar su verdadero carácter y dignidad.
*) Todo hombre espiritual advertirá, no sin profundo interés, con qué cuidado el Espíritu de Dios, en Romanos 9 y en otras partes de la Escritura, nos pone en guardia contra la horrible inducción que el espíritu humano ha extraído a menudo de la doctrina de la elección de Dios. Cuando Él habla de los «vasos de ira», se limita a decir que ellos estaban o están «preparados para destrucción». No dice que sea Dios quien los haya preparado.
En cambio, cuando alude a los «vasos de misericordia» dice: «que él preparó para la gloria». Esta diferencia es muy notable.
Si el lector lee Mateo 25:34-41, encontrará otro ejemplo igualmente llamativo y hermoso de la misma doctrina. Cuando el Rey se dirige a los de su derecha, dice: «¡Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo!» (v. 34). Pero, cuando habla a los que están a su izquierda, dice: «¡Apartaos de mí, malditos!» No dice: “Malditos por mi Padre”. Luego agrega: «Id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (v. 41) y no “para vosotros”. En una palabra, pues, es evidente que Dios ha «preparado» un reino de gloria y «vasos de misericordia» para heredar ese reino, pero no ha preparado el «fuego eterno» para los hombres, sino para «el diablo y sus ángeles»; y que él no ha preparado los «vasos de ira», sino que ellos mismos lo han hecho.
De modo que, si bien la Palabra de Dios establece claramente la elección, también rechaza cuidadosamente la reprobación. Al verse en el cielo, cada uno de los bienaventurados habrá de dar gracias de ello a Dios solo, y todo aquel que se halle en el infierno solo a sí mismo podrá culparse de ello.
29.3 - Harán: manifestación del corazón del hombre
En cuanto a Jacob, toda su pena, toda su tribulación, como asimismo su miserable negocio, como se demuestra en los tres capítulos que estamos considerando, son solo resultado de su ignorancia de la gracia y de su incapacidad para confiarse implícitamente en la promesa de Dios. El que, después de haber recibido de Dios la promesa sin reserva de que se le daría la tierra de Canaán por heredad, podía decir: Si Dios «me diere pan para comer, y vestido para vestir» (28:20), debía tener una pobre idea de Dios y de lo que era su promesa. Por eso es natural que le veamos esforzarse en hacer sus propios negocios del modo más ventajoso para sí mismo. Siempre sucede así cuando no se comprende lo que es la gracia. La profesión que podemos hacer de los principios de la gracia no constituye la medida de la experiencia que tenemos del poder de la gracia. ¿Quién podría haber imaginado que la visión no revelaría a Jacob lo que es la gracia? Pero la revelación de Dios en Bet-el es muy diferente de la conducta de Jacob en Harán. Esta, sin embargo, no es otra cosa que el resultado de la comprensión que tuvo de esa revelación. El carácter y la conducta de un hombre son la verdadera medida de la experiencia y de la convicción de su alma, cualquiera que fuese su profesión. Jacob no había llegado todavía a conocerse tal cual era delante de Dios, y, por consiguiente, ignoraba lo que en realidad era la gracia. Y dio pruebas de su ignorancia midiéndose con Labán y adoptando sus máximas y modos de proceder.
29.4 - El conocimiento de sí mismo
No podemos menos de quedar admirados del hecho de que la providencia de Dios se haya valido de la incapacidad de Jacob, en cuanto a conocer y juzgar ante Él su carácter innato y carnal, a fin de llevarle a un lugar particularmente propio para que se manifestara plenamente ese carácter en sus rasgos más salientes. Fue conducido a Harán, al país de Labán y de Rebeca, a la misma escuela de donde habían salido los principios que tan hábilmente puso en práctica, y donde estos se enseñaban, aplicaban y mantenían. Para saber lo que Dios era, fue necesario ir a Bet-el. Para saber lo que era el hombre, fue necesario ir a Harán. Luego, no habiendo podido captar Jacob la revelación que Dios había hecho de sí mismo en Bet-el, tuvo que ir a Harán para que fuera manifiesto lo que era. Allí ¡ay, qué esfuerzos para tener éxito, qué subterfugios, qué artimañas, qué astucia! Nada de confianza piadosa y gloriosa en Dios, nada de sencillez ni paciencia de fe. Dios estaba con Jacob, es verdad, porque nada podía impedir que se manifestara su gracia. Además, Jacob en algo reconocía la presencia y fidelidad de Dios; no obstante, nada podía hacer sin planes ni proyectos propios. No pudo dejar a Dios el cuidado de decidir por él respecto a sus mujeres y sus prendas. Procuraba arreglarlo todo por medio de su astucia y sus artificios. En una palabra, desde el principio hasta el fin Jacob era el suplantador. ¿Dónde se halla un ejemplo de astucia más consumada que la que nos cuenta el capítulo 30:37-42? Aquí tenemos un perfecto retrato de Jacob. En lugar de dejar que Dios multiplicara los «borregos listados, pintados y salpicados de diversos colores» –como Dios ciertamente lo habría hecho si Jacob se hubiese confiado a Él– para conseguir su objeto se vale de un medio que solo podía concebir la mente de Jacob. Así obra los veinte años que permanece con Labán; y por fin se escapa, mostrando así su carácter consecuente.
29.5 - El conocimiento del Dios de gracia
De ahí que, siguiendo y observando el carácter de Jacob de período en período de su historia extraordinaria, podamos contemplar las maravillas de la gracia de Dios. Nadie sino Dios habría podido soportar a una persona como Jacob, y nadie sino Dios podría haberse interesado por él. La gracia divina nos busca en el estado más deplorable. Toma al hombre tal cual es, y obra con él sabiendo perfectamente lo que él es. Es sumamente importante comprender bien, desde el principio, este carácter de la gracia, para poder soportar con corazón firme los consiguientes descubrimientos que hagamos acerca de nuestra propia miseria, descubrimientos que tan a menudo quebrantan la confianza y estorban la paz de los hijos de Dios.
Muchos no comprenden desde el principio la ruina completa de su naturaleza, tal como se manifiesta a la luz de la presencia de Dios, aunque sus corazones hayan sido realmente atraídos por la gracia y sus conciencias hayan sido tranquilizadas algún tanto por la aplicación de la sangre de Cristo. De ello resulta que, a medida que adelantan en la vida cristiana y hacen descubrimientos más profundos del mal que está en ellos, al faltarles este conocimiento de la gracia del Señor y del valor de la sangre de Cristo, empiezan a dudar de que sean realmente hijos de Dios. Así comienzan a recurrir a las ceremonias para mantener en pie su piedad o recaen por completo en su anterior estado mundano. Tal es la mala suerte de los que no tienen el corazón afirmado en la gracia (Hebr. 13:9).
Este mismo hecho presta al estudio de la historia de Jacob un interés profundo y una gran utilidad. Nadie podrá leer los tres capítulos que meditamos sin sentirse admirado de la gracia maravillosa que pudo interesarse en un ser como Jacob y que, además, pudo decir, después de haber descubierto todo lo que había en él: «No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel» (Núm. 23:21).
Dios no dice que no hay iniquidad en Jacob ni perversidad en Israel. Tal afirmación no sería verdad, ni daría al corazón la seguridad que Dios se propone comunicar. Decirle a un pobre pecador que no hay pecado en él, no le dará seguridad ninguna, pues sabe demasiado bien que hay pecado en él. Pero si Dios le dice que no ve pecado en él, a causa del sacrificio perfecto de Cristo, la paz se apodera infaliblemente de su corazón y de su conciencia. Si Dios hubiese tomado en sus manos a Esaú, no habríamos visto desplegarse tan claramente la gracia, porque Esaú no se nos presenta bajo un aspecto tan desfavorable como Jacob. Cuanto más baja es la opinión que el hombre tiene de sí mismo, tanto más se eleva y magnifica la gracia. A medida que en mi apreciación mi deuda aumente de cincuenta a quinientos denarios, en igual proporción se elevará mi aprecio de la gracia, como asimismo el del amor que, cuando no tuvimos con qué pagar, nos perdonó nuestra deuda (Lucas 7:42). Con razón, pues, dice el apóstol: «Porque es bueno afirmar el corazón por la gracia, no por alimentos ceremoniales que de nada han aprovechado a los que los han comido» (Hebr. 13:9).
30 - Capítulo 32: Planes de Jacob a propósito de Esaú
30.1 - La mala conciencia de Jacob
«Jacob siguió su camino, y le salieron al encuentro ángeles de Dios» (v. 1). A pesar de todo, la gracia de Dios acompañaba a Jacob. Nada es capaz de cambiar el amor de Dios, pues ama con amor invariable. A quien ama, le ama hasta el fin: como Él mismo, su amor es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). Pero igualmente podemos apreciar, por lo que este capítulo nos cuenta acerca de Jacob, cuán poco resultado produjo en él el «campamento de Dios» (v. 2). «Y envió Jacob mensajeros delante de sí a Esaú su hermano, a la tierra de Seir, campo de Edom» (v. 3). Evidentemente, Jacob siente remordimientos al pensar en su encuentro con Esaú, y tenía razón para ello. Había obrado muy mal para con él, y su conciencia no le deja tranquilo. Pero, en lugar de echarse en los brazos de Dios sin reserva, recurre de nuevo a sus medios acostumbrados para prevenir la ira de Esaú. Procura congraciarse con Esaú en vez de apoyarse en Dios.
«Les mandó diciendo: Así diréis a mi señor Esaú: Así dice tu siervo Jacob: Con Labán he morado, y me he detenido hasta ahora» (v. 4). Todo esto revela a un alma alejada de su centro en Dios. «Mi señor» y «tu siervo» no es el modo de hablar de un hermano a otro, ni el de una persona cualquiera que conserve el sentimiento de la dignidad que otorga la presencia de Dios. Es este el lenguaje de Jacob, y de un Jacob con mala conciencia.
«Y los mensajeros volvieron a Jacob, diciendo: Vinimos a tu hermano Esaú, y él también viene a recibirte, y cuatrocientos hombres con él. Entonces Jacob tuvo gran temor» (v. 6-7). Y ¿qué quiere hacer ahora? ¿Abandonarse en los brazos de Dios? No. Empieza a hacer planes. «Distribuyó el pueblo que tenía consigo, y las ovejas y las vacas y los camellos en dos campamentos. Y dijo: Si viene Esaú contra un campamento y lo ataca, el otro campamento escapará» (v. 8). El primer pensamiento de Jacob consiste siempre en algún plan, y de esta manera no es más que un verdadero ejemplo del pobre corazón humano. Es verdad que después de haber hecho su plan se vuelve a Jehová pidiendo auxilio, pero, apenas ha cesado de pedir, vuelve a sus cálculos. Pero orar y hacer planes son dos cosas distintas que no van juntas. Cuando trazo mis planes, descanso más o menos en ellos; cuando oro a Dios debo descansar exclusivamente en Dios. De modo que las dos cosas sean perfectamente incompatibles. Cuando mi vista es absorbida por mis propias operaciones no estoy presto a ver cómo Dios interviene en pro de mi causa. Entonces la oración no es la expresión de la necesidad en que me hallo, sino el ciego cumplimiento de algo que yo creo que debe hacerse, o tal vez la demanda a Dios para que santifique mis propios designios. Pero Dios no quiere que yo le pida que santifique y bendiga mis planes y mis medios, sino que remita todo entre sus manos para que intervenga en mi favor.
30.2 - Un plan humano para apaciguar a Esaú
Aun cuando Jacob había pedido que Dios le librara de su hermano Esaú, es evidente que no tenía confianza en Su intervención, pues procura apaciguar a Esaú mediante un regalo. Su confianza descansa en este regalo y no en Dios solo. «Engañoso es el corazón más que todas las cosas» (Jer. 17:9). A menudo es difícil descubrir cuál es el verdadero fundamento de nuestra confianza. Creemos que nos apoyamos en Dios –o querríamos persuadirnos de ello– cuando de hecho hemos colocado nuestra confianza en algún arreglo de nuestra propia invención. El que oyese a Jacob pedir a Dios: «Líbrame ahora de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque le temo; no venga acaso y me hiera la madre con los hijos», podría imaginarse que añadiría: «¿Apaciguaré su ira con el presente?» (v. 20). ¿Ya había olvidado su oración? ¿Hizo un dios de su presente? ¿Puso más confianza en sus animales que en Jehová, en cuyas manos acababa de confiar su destino?
Estas preguntas nacen naturalmente de todo lo que aquí se nos cuenta de Jacob, y podemos leer la respuesta a ellas en el espejo de nuestro propio corazón. Este corazón nos enseña tan bien como la historia de Jacob nuestra disposición a apoyarnos más bien en las combinaciones de nuestra propia sabiduría que en Dios; pero así a nada bueno llegamos. Con frecuencia nos sentimos demasiado contentos de nosotros mismos después de haber orado acerca de nuestros planes o del uso de todos los medios permitidos y haberle pedido a Dios que los bendijera. Pero en tales casos nuestras oraciones no valen nada más que nuestros planes, ya que descansamos en estos más que en Dios. Es preciso que de hecho seamos llevados al total fracaso de todo lo que sea el producto del «yo», antes de que Dios se pueda manifestar. Y para que abandonemos nuestros planes, es necesario que crucifiquemos el «yo». Es absolutamente necesario que reconozcamos que «toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo» (Is. 40:6).
30.3 - Jacob solo con Dios
A ello fue llevado Jacob en el capítulo que nos ocupa. Después de haber tomado todas las disposiciones prudentes, nos dice la Palabra: «Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba» (v. 24). Aquí principia un nuevo aspecto de la historia de este hombre notable. Es preciso que nos encontremos a solas con Dios para que lleguemos a un conocimiento justo de nosotros mismos y de nuestros caminos. Para conocer el valor de la naturaleza humana y de sus procedimientos, es preciso que los hayamos pesado en la balanza del santuario. Poco importa lo que pensemos de nosotros mismos o lo que los hombres piensen de nosotros. Para hacer que lo sepamos, es preciso que seamos dejados «solos», lejos del mundo, lejos del «yo», lejos de todos los pensamientos, de todos los raciocinios y de todas las emociones de la naturaleza humana, solos con Dios.
30.4 - Dios lucha con Jacob
«Se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón». La Escritura no nos dice –lo que es algo digno de notar– que Jacob luchó con un varón, sino que un varón luchó con Jacob. Esto se ha presentado frecuentemente como ejemplo de la energía con que oraba Jacob. Decir que yo lucho con un hombre o que un hombre lucha conmigo, son dos ideas muy diferentes. Si soy yo quien lucha con otro, ello indica que quiero conseguir algo de él; si otro, al contrario, lucha conmigo, será porque quiere conseguir algo de mí. Dios luchó con Jacob para hacerle comprender que no era más que una débil y miserable criatura. Luego, viendo que Jacob sostenía la lucha contra él con tanta tenacidad, «tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo» (v. 25). Es preciso que se escriba la sentencia de muerte sobre la carne. Es preciso que nos hayamos apropiado el significado de la cruz de Cristo, antes de poder andar con Dios con firmeza y dicha. Hasta aquí hemos acompañado a Jacob a través de todas sus tortuosidades y de todos los procederes propios de su carácter extraordinario. Le hemos visto hacer planes y arreglos durante los veinte años de su vida en casa de Labán, pero hasta «quedar solo» no adquirió la idea justa de lo impotente y débil que era cuando quedaba librado a sí mismo. Entonces, atacado el baluarte de su fuerza, aprendió a decir, rendido: «No te dejaré» (v. 26).
Desde entonces empieza una nueva era en la vida de Jacob. Hasta aquí había perseverado en sus propios caminos; ahora se ve obligado a decir: «No te dejaré». Fíjate, querido lector, que Jacob no habla así hasta que se hubo descoyuntado su muslo. Este sencillo hecho nos da la clave de toda esta escena. Con este fin Dios lucha con Jacob. En cuanto al poder demostrado por su oración, ya hemos visto que después de haber dirigido algunas palabras de súplica a Dios, nos descubre Jacob el secreto de su confianza, diciendo: «Apaciguaré su ira con el presente». ¿Habría hablado así si en realidad hubiera sabido lo que es orar o lo que es verdadera confianza en Dios? No, por cierto. Es preciso que Dios y la criatura conserven su puesto distinto, y así será en el caso de toda alma que conozca la santa realidad de la vida de fe.
Pero ¡ay! en esto precisamente pecamos, si en tal asunto se puede hablar de otros. Escondemos la positiva incredulidad de nuestros corazones astutos bajo la fórmula plausible, y en apariencia piadosa, según la cual es preciso emplear medios. Creemos confiar en Dios para que bendiga estos medios, cuando en realidad excluimos a Dios al apoyarnos en nuestros medios y no en él. Quiera Dios que comprendamos cuán malo es tal proceder y lo necesario que es descansar en Dios solo con más sencillez, para que nuestra vida esté más caracterizada por la elevación santa que nos mantenga por encima de las circunstancias que atravesamos. No es cosa fácil llegar a conocer la nulidad de la criatura hasta el punto de poder decir: «No te dejaré, si no me bendices» (v. 26). Decir esto de corazón y permanecer firme en el poder de lo que expresa esta frase es el secreto de todo poder verdadero. Jacob no hablaba así hasta haberse descoyuntado su muslo. Luchó mucho tiempo antes de ceder, porque su confianza en la carne era mucha. Pero Dios sabe encorvar hasta el polvo el carácter más obstinado.
Él sabe herir la misma fuente de la fuerza natural y dictar sobre la misma la sentencia de muerte. Hasta entonces no se puede tener poder ante Dios y los hombres. Es necesario ser «débil» antes de poder ser «fuerte». «El poder de Cristo» no me puede ser concedido sino en la proporción del conocimiento que yo tenga de mis debilidades (2 Cor. 12:9). Cristo no puede poner el sello de su aprobación sobre la fuerza de la naturaleza humana, sobre su sabiduría o sobre su gloria; es preciso que estas cosas mengüen para que él crezca. La naturaleza humana nunca servirá de base para el poder de la gracia de Cristo; si pudiera serlo, la carne tendría de qué gloriarse delante de Dios, y sabemos que esto es imposible. Así, pues, ya que la manifestación de la gloria de Dios y del nombre o del carácter de Dios está relacionada con la anulación de la naturaleza, es evidente que el alma no puede disfrutar de esta manifestación antes de que la naturaleza sea realmente puesta a un lado.
Por esta razón, aunque Jacob sea llamado a declarar su nombre: «Jacob», o sea «suplantador» (27:36), no consigue revelación alguna del nombre de quien había luchado con él, derribándole hasta el polvo. Para sí recibió el nombre de «Israel» (príncipe), lo que era un gran progreso; pero cuando Jacob dice: «Declárame ahora tu nombre», recibe por respuesta: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?» (v. 29). Dios rehúsa decirle su nombre, aunque había llevado a Jacob al punto de decir la verdad respecto de sí mismo, y le bendice como consecuencia de ello. ¡Cuántos casos semejantes se hallan en los anales de la familia de Dios! El «yo» queda manifiesto en toda su deformidad moral, pero prácticamente no se llega a conocer lo que es Dios, aun cuando haya venido tan cerca de nosotros y nos haya bendecido según el descubrimiento que hayamos hecho acerca de nosotros mismos.
30.5 - Jacob, el suplantador se convierte en Israel, príncipe de Dios
Jacob recibió el nuevo nombre de «Israel» cuando fue tocado en el sitio del encaje de su muslo. Llegó a ser «príncipe» cuando supo y reconoció que no era más que un hombre débil. No obstante, Jehová tuvo que decirle: «¿Por qué me preguntas por mi nombre?» y no le reveló el nombre de quien había puesto en descubierto el verdadero nombre y la verdadera condición de Jacob.
De esto aprendemos que el hecho de ser bendecidos por Dios es otra cosa que recibir por el Espíritu la revelación del carácter de Dios. «Lo bendijo allí», pero no le reveló su nombre. Hay siempre bendición en ser llevados al conocimiento de lo que somos, manera por la cual se nos lleva al camino que facilita un conocimiento más claro de lo que es Dios para nosotros en todo sentido. Así sucedió en el caso de Jacob; desde el momento en que fue tocado el encaje de su muslo, se vio en una condición en la cual solo Dios le era suficiente. Un pobre cojo no podía hacer mucho; por tanto, le era ventajoso estar supeditado al que era Omnipotente.
Para terminar este capítulo observaremos que el libro de Job es, en cierto sentido, un comentario de esta escena de la historia de Jacob que acabamos de considerar. De un extremo al otro de los 31 primeros capítulos, Job lucha con sus amigos y sostiene su tesis contra todos sus argumentos. Pero en el capítulo 32, Dios, valiéndose de Eliú, entra en batalla con él. En el capítulo 38 le ataca directamente en la manifestación de su grandeza y gloria, haciendo salir de su boca estas palabras muy conocidas: «De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5-6). Dios le había tocado en el encaje de su muslo. Y nótese la expresión: «Mis ojos te ven». Job no dice solamente: “Yo me veo a mí mismo”, sino: «mis ojos te ven» (a ti). Solamente la vista de lo que Dios es puede producir un verdadero arrepentimiento y aborrecimiento del propio «yo». Esto le sucederá al pueblo de Israel, cuya historia tiene mucho de semejante a la de Job. Cuando «mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito» (Zac. 12:10), entonces Dios les bendecirá y les restaurará plenamente. Su fin, al igual que en la historia de Jacob, será mejor que su comienzo. Aprenderán entonces todo el significado de estas palabras: «Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda» (Oseas 13:9).
31 - Capítulos 33 al 34: Alto de Jacob en Siquem – sus consecuencias
31.1 - El encuentro de Jacob y Esaú
Vamos a ver ahora cómo todos los temores de Jacob carecían de todo fundamento y como todos sus planes eran superfluos. A pesar de la lucha, y aunque Dios le había tocado el encaje del muslo dejándole cojo, continúa elaborando proyectos y planes. «Alzando Jacob sus ojos, miró, y he aquí venía Esaú, y los cuatrocientos hombres con él; entonces repartió él los niños entre Lea y Raquel y las dos siervas. Y puso las siervas y sus niños delante, luego a Lea y a sus niños, y a Raquel y a José los últimos» (v. 1-2). Este arreglo demostró que sus temores no habían cesado. Todavía esperaba que Esaú se vengara, por lo que expone al primer golpe a los de menos consideración. ¡Qué asombroso y triste es lo profundo del corazón humano! ¡Cuán lentamente llega a confiar en Dios! Si Jacob hubiera descansado de verdad en Dios, nunca habría temido la perdición propia y la de su familia. Pero ¡ay! sabemos cuánta dificultad tiene el corazón para descansar sencillamente, mediante tranquila confianza, en un Dios siempre presente, omnipotente e infinitamente misericordioso.
Dios nos manifiesta aquí cómo toda esta inquietud del corazón es inútil: «Pero Esaú corrió a su encuentro y le abrazó, y se echó sobre su cuello, y le besó; y lloraron» (v. 4). El regalo de Jacob era superfluo y sus planes inútiles. Dios apaciguó a Esaú, como antes había apaciguado a Labán. Dios se complace así en reprender la cobardía y la incredulidad de nuestros pobres corazones y en disipar nuestros temores. En lugar de encontrarse con la espada de Esaú, Jacob encontró los brazos abiertos y el beso de su hermano. En lugar de pelearse el uno con el otro, se confunden sus lágrimas. Tales son los caminos de Dios ¿Quién no confiaría en él? y ¿quién no le honraría con la más plena confianza del corazón? ¿Por qué, a pesar de todas las pruebas que tenemos de su fidelidad para con los que confían en él, nos hallamos en cada nueva prueba tan dispuestos a dudar y vacilar? ¡Ay! porque no conocemos bastante a Dios. «Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz» (Job 22:21). Esto es verdad tanto respecto al no convertido como respecto al hijo de Dios. Conocer a Dios verdaderamente y confiar positivamente en él es vida y paz. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste» (Juan 17:3). Cuanto más conozcamos íntimamente a Dios, tanto más sólida será nuestra paz, y tanto más elevados nos veremos sobre toda dependencia de la criatura. Dios «es la roca, cuya obra es perfecta» (Deut. 32:4); y solo debemos apoyarnos en él para saber cómo está dispuesto a sostenernos y cuán poderoso es para hacerlo.
31.2 - Sucot
Después de esta manifestación de la bondad de Dios para con Jacob, le vemos establecerse en Sucot, y, contrariamente a los principios y al espíritu de la vida de un peregrino, construye allí una casa, sintiéndose como quien pisa terreno propio. Sin embargo, es evidente que Sucot no era el lugar que Dios le había destinado. Jehová no le había dicho: “Yo soy el Dios de Sucot”, sino: «Yo soy el Dios de Bet-el» (31:13). Por tanto, no era Sucot, sino Bet-el el lugar que Jacob tendría que haber tenido en perspectiva. Pero ¡ay! nuestros corazones están siempre dispuestos a contentarse con una posición y una heredad inferiores a las que Dios en su bondad quiere acordarnos.
31.3 - Siquem
Después Jacob se adelanta hasta Siquem y se compra allí un terreno, de modo que permanece fuera de los límites que Dios le había asignado, indicando, por el nombre mismo que pone a su altar, cuál es el estado espiritual de su alma. Le llama: «El-Elohe-Israel (Dios, el Dios de Israel)» (33:20). Esto es tener una escasa estimación de Dios. Por cierto, que tenemos el privilegio de conocerle como nuestro Dios, pero mejor todavía es conocerle como el Dios de su propia casa, pudiéndonos considerar nosotros mismos como parte de la casa. El creyente tiene el privilegio de conocer a Cristo como Jefe; pero mayor privilegio es conocer a Cristo como «la Cabeza» de su Cuerpo, la Iglesia, y saber que somos miembros de ese Cuerpo.
En el capítulo 35 veremos a Jacob adquirir una idea de Dios más alta y más amplia, pero en Siquem se halla evidentemente en una condición espiritual poco elevada, y sufre por ello, como siempre sucede cuando no sabemos entrar en la posición que nos corresponde. Las dos tribus y media que se establecieron al otro lado del Jordán fueron los primeros en caer en manos del enemigo. Lo propio sucedió con Jacob.
En el capítulo 34 vemos los amargos frutos de su vida en Siquem y qué dificultad resultó de ello para su familia, a pesar de los esfuerzos de Simeón y Leví que querían arreglar todo por la violencia y la energía de la naturaleza, cometiendo así un acto que aumentó sobremanera la pena de Jacob. Sufre Jacob aun más con la violencia de esos hijos que con el insulto inferido a su hija. «Entonces dijo Jacob a Simeón y a Leví: Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra, el cananeo y el ferezeo; y teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me atacarán, y seré destruido yo y mi casa» (34:30). De modo que fueron las consecuencias concernientes a él las que más afectaron a Jacob. Parece haber vivido en constante temor de algún peligro que pudiera sobrevenirle a él y a su familia, mostrando en todas partes un espíritu de inquietud y calculador, incompatible con una real vida de fe en Dios.
31.4 - Etapas con dolorosas consecuencias
Esto no quiere decir que Jacob no fuese creyente; sabemos que está puesto entre la «nube de testigos» de Hebreos 11 (véase 12:1); pero no andaba en el ejercicio habitual de este principio divino, y, en consecuencia, sufría tristes caídas. ¿Le hubiera conducido la fe a decir «Seré destruido yo y mi casa», después de haberle asegurado Dios: «Te guardaré… no te dejaré»? (28:14-15). La promesa de Dios tendría que haber tranquilizado su corazón; pero, de hecho, Jacob estaba más preocupado por el peligro que corría entre los siquemitas que por la seguridad en que se hallaba en las manos del Dios de la promesa. Debería haber sabido que ni un cabello de su cabeza sería tocado; y, en lugar de considerar a Simeón y Leví o las consecuencias de sus hechos precipitados, tendría que haberse juzgado a sí mismo por hallarse en semejante posición. Si no se hubiese establecido en Siquem, Dina no habría sido deshonrada y la violencia de sus hijos no se habría manifestado. ¡Cuántos cristianos se ven sumergidos en el dolor y las penas por su propia infidelidad y acusan luego a las circunstancias en lugar de juzgarse a sí mismos!
Gran número de cristianos que son padres de familia están sumidos en el dolor y la pena al ver la rebeldía, la insubordinación y la mundanería de sus hijos. Pero, hablando en términos generales, no deben culpar a nadie más que a sí mismos de todo eso, por cuanto ellos son los que no han andado con fidelidad al Señor en lo tocante a su responsabilidad familiar. Tal fue el caso de Jacob. En Siquem él había ocupado una posición moral muy baja, y, como carecía de la sensibilidad delicada que le hubiera avisado de su falsa posición, Dios, en su fidelidad, se sirve de las circunstancias para castigarle. «Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7). Es este un principio que surge del gobierno moral de Dios, a cuya aplicación nadie se sustrae; y para el hijo de Dios es gracia positiva que sea obligado a cosechar los frutos de sus yerros. Es la gracia la que permite llegar a sentir, de una manera u otra, qué amargo es alejarse o quedar a distancia del Dios viviente. Nos es preciso aprender que aquí no está el lugar de nuestro reposo; porque Dios no nos quiere dar un reposo mancillado. ¡Su nombre sea alabado! El deseo de Dios es que descansemos en Él y con Él. Tal es la perfección de su gracia. Y cuando nos descarriamos o nos quedamos atrás, nos dice: «Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a mí» (Jer. 4:1). Una falsa humildad, fruto de la incredulidad, lleva al descarriado o atrasado a tomar una posición inferior a la que de parte de Dios le está designada, porque no conoce los principios sobre los cuales Dios restaura a los caídos ni la medida que sigue al restaurarlos. El hijo pródigo pide que se le haga jornalero, ignorando que no tiene más derecho a ser jornalero que hijo, y, por otra parte, que sería cosa indigna del carácter del padre colocarle en tal condición (Lucas 15:11-32). Es preciso que volvamos a Dios según un principio y de un modo dignos de él; de lo contrario, seguiremos alejados de él.
32 - Capítulo 35: Retorno de Jacob a Bet-el
32.1 - Levántate y sube a Bet-el
«Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí». Estas palabras confirman el principio que acabamos de considerar. Donde haya caídas o decadencia espiritual, el Señor llama al alma para que vuelva a él. «¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y haz las primeras obras» (Apoc. 2:5). Este es el principio divino para la restauración. Es preciso que el alma vuelva a su estado más elevado, que sea restablecida al nivel de la medida divina. El Señor no dice: “Recuerda el puesto en que estás”, sino: «¡Recuerda de dónde has caído!» Solo de este modo puede comprender hasta qué punto se descarrió, cuán profundamente se rebajó y cómo puede volver. Y cuando así seamos restaurados a la gloriosa y santa medida de Dios, tan solo entonces podremos juzgar la gravedad del mal de nuestra condición de decadencia. Qué cúmulo de espantoso mal se había aglomerado en la familia de Jacob sin que se pronunciara juicio sobre este mal, antes de que fuera despertada el alma de Jacob por estas palabras: «Sube a Bet-el». No era en Siquem, en medio de su atmósfera penetrada de elementos impuros, donde Jacob podía descubrir todo ese mal y discernir su naturaleza verdadera. Pero, desde el momento en que Dios le ordena que suba a Bet-el, «Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado» (v. 2-3). Bastaba la mención de la casa de Dios para hacer vibrar una cuerda en el alma del patriarca, haciéndole repasar en un abrir y cerrar de ojos la historia de veinte años llenos de vicisitudes. Fue en Bet-el, no en Siquem, donde había aprendido a conocer a Dios, y, por lo mismo, es preciso que vuelva allí y levante altar sobre un principio del todo diferente y bajo nombre diferente al de su altar de Siquem. Este se relacionaba con toda clase de impurezas e idolatría.
Jacob podía hablar de «Dios, el Dios de Israel», en medio de toda clase de cosas incompatibles con la santidad de la casa de Dios. Es muy importante comprender esto. No hay nada que nos pueda mantener en un estado de separación del mal, firme e inteligentemente, como el reconocimiento de lo que es «la casa de Dios» y de lo que conviene a esta casa. Si no miro a Dios más que respecto a mí mismo, no tendré nunca conocimiento pleno y divino de todo lo que resulta de una justa apreciación de la relación que existe entre Dios y su casa. Hay personas que se preocupan poco por el hecho de hallarse asociadas a lo que es impuro en el culto que rinden a Dios, con tal que ellas mismas sean sinceras e íntegras de corazón. En otras palabras, creen poder adorar en Siquem, pensando que un altar llamado: «Dios, el Dios de Israel» (33:20) es tan elevado y tan bueno, según Dios, como un altar llamado: «Dios de Bet-el». Este es un error deplorable y el lector espiritual descubrirá desde luego la inmensa diferencia espiritual que existe entre la condición de Jacob en Siquem y su condición en Bet-el, diferencia igual a la existente entre los dos altares.
Nuestras ideas respecto al culto se corresponden necesariamente con nuestro estado espiritual; y el culto será pobre y estrecho o inteligente y elevado en proporción al modo en que hayamos sabido comprender el carácter de Dios y la relación que sostenemos con él. El nombre de nuestro altar y el carácter de nuestro culto expresan, el uno y el otro, la misma idea. El culto al «Dios de Bet-el» es más elevado que el culto al «Dios de Israel» porque el primero se relaciona con una idea de Dios más elevada que la del otro, ya que Dios, en este último, en lugar de ser conocido como el Dios de su casa, no aparece más que como el Dios de un solo individuo. Sin duda este título de «Dios de Israel» es la expresión de su gracia maravillosa, y el alma no puede menos que sentirse dichosa cuando considera el carácter de este Dios que se pone en relación con cada una de las piedras del edificio y cada uno de los miembros de su cuerpo por separado. Toda piedra en el edificio de Dios es una «piedra viva», unida a «la Piedra viva», teniendo comunión con el «Dios vivo» por el poder del «Espíritu de vida» (1 Pe. 2:4; Rom. 8:2, 10). Pero, por verdadero que sea todo esto, Dios no es menos el Dios de su casa; y cuando, por una inteligencia espiritual más desarrollada, somos más capaces de considerarle como a tal, nuestro culto entero toma un carácter más elevado que el que surge de una mera apreciación de lo que Él es para nosotros individualmente.
32.2 - El altar de Bet-el
El llamamiento hecho a Jacob para que vuelva a Bet-el, encierra también otra idea. «Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú». Es bueno que a menudo se nos traiga a la memoria lo que éramos en la época de nuestra vida en la cual nos veíamos desechados como la escoria. Así Samuel recordó a Saúl el tiempo en que era «pequeño en tus propios ojos» (1 Sam. 15:17); y cada uno de nosotros necesita recordar con frecuencia de cuando era «pequeño en tus propios ojos». Cuando somos pequeños en nuestros propios ojos el corazón se apoya de verdad en Dios. Después, acaso nos creemos algo y es preciso que el Señor vuelva a hacernos sentir nuestra nulidad. Al principio de la vida de servicio o de testimonio ¡cuánto siente el alma su debilidad y falta de capacidad! Y, por consiguiente, ¡cuánta necesidad siente de su dependencia de Dios! ¡Cuánta oración ferviente le dirige para obtener poder y auxilio! Más tarde, después de habernos ocupado bastante tiempo en la obra, empezamos a pensar que podemos depender de nosotros mismos; por lo menos, no tenemos la misma sensación de debilidad y la misma sencilla dependencia de Dios. De ello resulta que nuestro servicio es pobre, superficial, verboso, destituido de unción y de poder, no saliendo ya de la fuente inagotable del Espíritu sino de nuestros propios pensamientos miserables.
En los versículos 9-15 Dios renueva la promesa a Jacob, confirmándole su nuevo nombre de «príncipe» que le había dado en lugar de «suplantador», y Jacob designa una vez más a aquel lugar con el nombre de «Bet-el».
32.3 - Nacimiento de Benjamín y muerte de Raquel
El versículo 18 nos proporciona un interesante ejemplo de la diferencia que existe entre el juicio de la fe y el de la naturaleza humana. La naturaleza ve las cosas a través de las nubes brumosas que la rodean; la fe las contempla a la luz de la presencia y de los consejos de Dios. Y de Raquel dice: «y aconteció que al salírsele el alma (pues murió), llamó su nombre (el de su hijo) Benoni; mas su padre lo llamó Benjamín». La naturaleza le llama Benoni, es decir «hijo de mi dolor»; la fe le llama Benjamín, es decir: «hijo de mi diestra». Así sucede siempre: los pensamientos de la naturaleza se diferencian siempre de los de la fe, y deberíamos desear ardientemente que nuestros corazones fuesen gobernados tan solo por los de la fe y no por los de la carne.
33 - Capítulo 36: Genealogía de los hijos de Esaú
Este capítulo contiene la genealogía de los hijos de Esaú con sus títulos diversos y los lugares en que moraban. No nos detendremos a considerarlo, sino que pasaremos en seguida a uno de los pasajes más ricos e interesantes de la Escritura.
34 - Capítulos 37 al 45
34.1 - José, bello tipo de Cristo
No conozco tipo de Cristo más hermoso y perfecto que José, ya sea que le consideremos como objeto del amor del padre o de la envidia de «los suyos», o en Su humillación, Sus sufrimientos y Su muerte, Su elevación y Su gloria. En todo lo hallamos notablemente tipificado por José.
34.2 - Capítulo 37
34.2.1 - José, odiado por sus hermanos
Este capítulo nos presenta los sueños de José que despiertan el odio de sus hermanos. José era el objeto del amor de su padre; y sus hermanos le odiaron porque, llamado a un destino glorioso, sus corazones no estaban en comunión con el de su padre, y vivían extraños a todo lo que reservaba el futuro para José. No participaban del amor que su padre sentía por José y no querían someterse al pensamiento de su elevación. En esto los hermanos de José fueron una figura de lo que eran los judíos en los días de Cristo. «Vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron» (Juan 1:11). «No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos» (Is. 53:2). No le querían reconocer ni como Hijo de Dios ni como Rey de Israel. No estaban abiertos sus ojos para contemplar «su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14; 12:37, y ss.). No le querían, sino que, al contrario, le odiaban. Y aunque José no fue recibido por sus hermanos, mantuvo firme su testimonio. «Y soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle más todavía… Soñó aun otro sueño, y lo contó a sus hermanos» (37:5-9). Así que José solo daba sencillo testimonio fundado en la revelación divina, pero ese testimonio le hizo bajar a la cisterna. Si hubiera callado, o si hubiera modificado su testimonio, se habría salvado del peligro; pero no: decía toda la verdad a sus hermanos, y estos, por consiguiente, le odiaban.
34.2.2 - Cristo prefigurado por José
Lo mismo sucedió en el caso del gran Prefigurado por José. Cristo rendía testimonio a la verdad; hizo «la buena confesión», no escondiendo nada de la verdad (Juan 18:37; 1 Tim. 6:13). No podía anunciar otra cosa que la verdad, porque él mismo era la verdad; y los hombres respondieron a su testimonio mediante la cruz, el vinagre y la lanza del soldado. El testimonio de Cristo iba ligado a la gracia más llena, más rica, más perfecta. No solo vino como «la Verdad», sino como la expresión perfecta de todo el amor del corazón del Padre: «la gracia y la verdad» por Jesucristo vinieron (Juan 1:17). Fue Cristo, para el hombre, la revelación perfecta de lo que es Dios, motivo por el cual el hombre está sin «excusa» (Juan 15:22-25). Vino a manifestar a la faz del hombre lo que es Dios, y el hombre odia a Dios con odio perfecto. La más plena manifestación del amor de Dios fue recibida por la más plena manifestación del odio humano. Lo vemos bien en la cruz; pero también la cisterna en la que se echó a José nos proporciona una figura conmovedora.
«Cuando ellos lo vieron de lejos, antes que llegara cerca de ellos, conspiraron contra él para matarle. Y dijeron el uno al otro: He aquí viene el soñador. Ahora pues, venid, y matémosle y echémosle en una cisterna, y diremos: Alguna mala bestia lo devoró; y veremos qué será de sus sueños» (v. 18-20). Estas palabras nos recuerdan vivamente la parábola de los labradores del capítulo 21 del evangelio según Mateo: «Por último les envió a su hijo, diciendo: Respetarán a mi hijo. Pero cuando los labradores vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; ¡venid, matémoslo, y poseamos la herencia!» (v. 37-38). Dios envió a su hijo al mundo, diciendo: «Respetarán a mi hijo»; pero ¡ay! el corazón humano no tuvo ningún respeto al amado Hijo del Padre. Le echaron fuera. La tierra y el cielo estuvieron divididos respecto a Cristo, y aun lo están. El hombre le crucificó; pero Dios le resucitó de los muertos. El hombre le clavó en la cruz entre dos malhechores, mas Dios le puso a su derecha en el cielo. El hombre le colocó en el último lugar en la tierra, pero Dios le asignó el lugar más elevado, revistiéndole de la más esplendorosa Majestad en los cielos.
34.2.3 - José, una rama fructífera
Todo esto está prefigurado en la historia de José. «Rama fructífera es José, rama fructífera junto a una fuente, cuyos vástagos se extienden sobre el muro. Le causaron amargura, le asaetearon, y le aborrecieron los arqueros; mas su arco se mantuvo poderoso, y los brazos de sus manos se fortalecieron por las manos del Fuerte de Jacob (por el nombre del pastor, la Roca de Israel), por el Dios de tu padre, el cual te ayudará, por el Dios Omnipotente, el cual te bendecirá con bendiciones de los cielos de arriba, con bendiciones del abismo que está abajo, con bendiciones de los pechos y del vientre. Las bendiciones de tu padre fueron mayores que las bendiciones de mis progenitores; hasta el término de los collados eternos serán sobre la cabeza de José, y sobre la frente del que fue apartado de entre sus hermanos» (Gén. 49:22-26).
Estos versículos pintan de un modo admirable «los padecimientos de Cristo y las glorias que los seguirían» (1 Pe. 1:11). «Los arqueros» hicieron lo suyo, pero Dios era más poderoso que ellos. Se dispararon flechas contra el verdadero José, y fue terriblemente herido en casa de sus amigos, pero «los brazos de sus manos se fortalecieron» con el poder de la resurrección; y ahora la fe le reconoce como el fundamento sobre el cual descansan todos los designios de Dios para bendición y gloria en cuanto a la Iglesia, a Israel y a la creación entera. Si consideramos a José en la cisterna y en la cárcel, y luego gobernador de todo Egipto, vemos la diferencia que existe entre los pensamientos de Dios y los de los hombres. Lo mismo sucede al contemplar «la cruz» y en seguida el «trono de la Majestad en los cielos» (Hebr. 8:1).
Fue la venida de Cristo la que hizo patente la disposición real y positiva del corazón del hombre hacia Dios. «Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado» (Juan 15:22). Lo que no quiere decir que los hombres no fueran pecadores anteriormente, sino: «no tendrían pecado». En otro pasaje también dice: «Si fuerais ciegos no tendríais pecado» (Juan 9:41). Dios se acercó al hombre en la persona de su Hijo, de modo que el hombre pudo decir: «Este es el heredero» pero el hombre añadió: «Matémosle». Y es esta la razón por la cual «no tienen excusa» de su pecado. Los que dicen que ven, no tienen excusa. La dificultad no consiste en ser ciego, si se confiesa ser ciego; pero sí en profesar que se ve; y en un tiempo como este, en el que el hombre tanto se jacta de ver, la permanencia del pecado estriba en la mera profesión de ver. Los ojos de los que se reconocen ciegos pueden ser abiertos; pero ¿qué se podrá hacer con los que pretenden ver aun cuando estén ciegos?
34.3 - Capítulo 38: Judá y Tamar
34.3.1 - Triunfo de la gracia de Dios sobre el pecado
Este capítulo nos presenta una de las notorias circunstancias en las cuales la gracia de Dios triunfa gloriosamente sobre el pecado del hombre. «Porque es evidente que nuestro Señor ha surgido de Judá» (Hebr. 7:14). ¿Cómo fue eso? «Judá engendró a Fares y a Zara de Tamar» (Mat. 1:3). Este hecho merece toda nuestra atención. Dios, en su gracia infinita, se eleva sobre el pecado y la locura del hombre para llevar a cabo los designios de su amor y de su misericordia. Asimismo, un poco más adelante en el mismo evangelio según Mateo, leemos: «David, de la que fue mujer de Urías, engendró a Salomón» (v. 6). Obrar así es digno de Dios. El Espíritu de Dios nos hace seguir la genealogía de Cristo según la carne, y coloca en esta cadena los nombres de personas como Tamar y Betsabé. Evidentemente, no hay en ello nada del hombre. Aquel al que llegamos al fin de este capítulo de Mateo es ciertamente Dios manifestado en carne, revelado como tal por la pluma del Espíritu Santo. Jamás inventará hombre alguno tal genealogía. De un extremo al otro es obra divina, y ningún hombre espiritual la puede leer sin encontrar en su contenido la manifestación de la gracia primero, y luego la inspiración divina del evangelio de Mateo, en el cual se encuentra dicha genealogía de Cristo según la carne (véase 2 Sam. 11; Gén. 38; Mat. 1).
34.4 - Capítulos 39 al 45: La elevación después de la prueba
34.4.1 - Dios siempre cumple sus designios
Al leer estas partes interesantes del libro de Dios se halla una importante cadena de acontecimientos providenciales que conducen a un fin principal, a saber, la elevación del hombre echado en la cisterna y, al mismo tiempo, el cumplimiento de varios fines subordinados. «Para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones» (Lucas 2:35); pero era preciso que fuera elevado José. Y Dios «trajo hambre sobre la tierra, y quebrantó todo sustento de pan. Envió un varón delante de ellos; a José, que fue vendido por siervo. Afligieron sus pies con grillos, en cárcel fue puesta su persona. Hasta la hora que se cumplió su palabra, el dicho de Jehová le probó. Envió el rey, y le soltó; el señor de los pueblos, y le dejó ir libre. Lo puso por señor de su casa, y por gobernador de todas sus posesiones, para que reprimiera a sus grandes como él quisiese, y a sus ancianos enseñara sabiduría» (Sal. 105:16-22).
El principal fin de todo esto, nótese bien, fue el de elevar al rechazado por los hombres y hacer que estos mismos hombres sintieran remordimiento por el pecado cometido al desecharlo. Y todo esto se cumplió de un modo admirable. Las circunstancias menos importantes, así como las más solemnes, las que parezcan menos favorables como las más contrarias, sirven para el cumplimiento de los designios de Dios. Satanás, en el capítulo 39, se sirve de la mujer de Potifar para echar a José en la cárcel; y en el capítulo 40 se sirve de la negligencia e ingratitud del principal copero para hacerle quedar en la cárcel. Pero todo fue inútil. Dios estaba detrás de la escena, dirigiendo con su mano los resortes de todo el vasto encadenamiento de circunstancias, y en su día y hora hace salir a la luz al hombre de su consejo, estableciéndole en lugar espacioso. La prerrogativa de Dios es la de estar siempre por encima de todo, pudiendo hacer que todas las cosas concurran al cumplimiento de sus grandes e impenetrables designios. ¡Cuán dichosos somos de poder así seguir en todas las cosas la mano y el consejo de nuestro Padre! ¡Y cuán placentero saber que, cual Soberano, dispone de todos los medios! Ángeles, hombres, demonios, todos están bajo su poderosa mano, y él los emplea a todos a su gusto para la ejecución de sus planes.
Todo esto se nos presenta, de un modo muy notable, en el capítulo que meditamos. Dios visita el círculo doméstico de un capitán pagano, la casa de un rey pagano; también visita al rey en su cama y hace que las mismas visiones de su mente concurran al cumplimiento de sus designios soberanos. Y Dios no solo emplea a los individuos y las circunstancias, sino que aun a Egipto y a todos los países vecinos los hace aparecer en la escena; en una palabra, la tierra entera ha sido preparada por la mano de Dios para ser el teatro de la manifestación de la gloria y grandeza del «apartado de entre sus hermanos» (49:26 y Deut. 33:16). Tales son los caminos de Dios, y es meditación bendita y edificante para el hijo de Dios seguir así la obra maravillosa de su Padre celestial. ¡Cuánto se destaca la providencia de Dios en esta profundamente interesante historia de José! Detengámonos un momento en la prisión y contemplemos a la persona «con grillos» (Sal. 105:18), acusada por el crimen más terrible, rechazada y despreciada por la sociedad; contemplémosle luego elevado de repente a la mayor dignidad, ¿quién puede decir que no estaba Dios en todo eso?
34.4.2 - Elevación de José sobre toda la tierra de Egipto
«Y dijo Faraón a José: Pues que Dios te ha hecho saber todo esto, no hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás sobre mi casa, y por tu palabra se gobernará todo mi pueblo; solamente en el trono seré yo mayor que tú. Dijo además Faraón a José: He aquí que yo te he puesto sobre toda la tierra de Egipto. Entonces Faraón quitó su anillo de su mano, y lo puso en la mano de José, y lo hizo vestir de ropas de lino finísimo, y puso un collar de oro en su cuello; y lo hizo subir en su segundo carro, y pregonaron delante de él: ¡Doblad la rodilla!; y lo puso sobre toda la tierra de Egipto. Y dijo Faraón a José: Yo soy Faraón; y sin ti ninguno alzará su mano ni su pie en toda la tierra de Egipto» (41:39-44).
Esta elevación de José no fue una elevación ordinaria. La serie de acontecimientos que concurrieron a efectuarla demuestra claramente que la mano de Dios conducía todo. Al mismo tiempo, las diferentes circunstancias por las cuales pasó José son para nosotros un tipo conmovedor de los sufrimientos y de la gloria del Señor Jesús. Se sacó a José de la cisterna y de la cárcel –en las cuales la envidia de sus hermanos y el falso juicio de los gentiles le habían precipitado– para ser establecido como gobernador sobre todo el país de Egipto, y, además, a fin de ser el instrumento de bendición para Israel y el sostén de su vida, así como el de toda la tierra. Todo esto es figura de Cristo y, en verdad, no hay tipo que pueda ser más perfecto. Un hombre yace a las puertas de la muerte por la mano del hombre, después de lo cual resucita por la mano de Dios y se le eleva a la mayor dignidad y gloria. «¡Varones israelitas, escuchad estas palabras! Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo mediante él en medio de vosotros (como vosotros mismos sabéis), a este, entregado por el determinado designio y presciencia de Dios, vosotros matasteis crucificándolo por mano de hombres inicuos. A él Dios resucitó, liberándolo de las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que él fuese retenido por ella» (Hec. 2:22-24).
Pero, fuera de los puntos que acabamos de indicar, hay dos acontecimientos más en la historia de José que hacen al tipo particularmente perfecto, a saber, su casamiento con una mujer extranjera (cap. 41) y la entrevista con sus hermanos (cap. 45). Estos acontecimientos tuvieron lugar en el orden siguiente: José se presenta a sus hermanos como enviado del padre; estos le desechan y, en cuanto de ellos depende, le hacen bajar al sepulcro. Dios le saca de la cisterna y le eleva a la mayor dignidad; en su elevación se casa con una mujer, y, cuando sus hermanos según la carne se prosternan delante de él, completamente humillados, se da a conocer a ellos, tranquilizándoles y bendiciéndoles; luego es constituido como instrumento de bendición para ellos y para el mundo entero.
34.4.3 - Asnat, esposa de José: imagen de la Iglesia unida a Cristo
No serán superfluas aquí algunas observaciones respecto al casamiento de José y la restauración de sus hermanos. La mujer extranjera de José es un tipo de la Iglesia. Cristo se presenta a los judíos y, rechazado por ellos, toma su lugar en los cielos, desde donde envía al Espíritu Santo para reunir una Iglesia escogida, compuesta de judíos y gentiles, destinada a estar unida a él en la gloria celestial.
Ya hemos hablado de la doctrina de la Iglesia al considerar el capítulo 24; pero aquí encontramos algunos detalles que se refieren al mismo asunto, y en los cuales nos ocuparemos un poco. La esposa egipcia de José estaba íntimamente asociada con él en su gloria (*). Por estar tan unida a él, tenía parte en todo lo que le pertenecía; además, por su proximidad y su intimidad con él, ocupaba cerca de él un puesto que solo ella conocía. Tal es el caso de la Iglesia, la «esposa del Cordero» (Apoc. 21:9): está unida a Cristo para participar en su vituperio y en su gloria. La posición de Cristo caracteriza a la posición de la Iglesia, y es esta posición la que siempre debería caracterizar al proceder de la Iglesia.
(*) La mujer de José representa a la Iglesia unida a Cristo en su gloria; la mujer de Moisés es imagen de la Iglesia unida a Cristo en su rechazo.
Si nos reunimos al Nombre de Cristo, es al Cristo exaltado en la gloria, y no en su humillación aquí abajo: «Por tanto, nosotros, desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y si incluso a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así» (2 Cor. 5:16). El centro de la reunión es Cristo en gloria. «Y yo, si soy elevado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Juan 12:32). Hay mucho más valor práctico en el claro entendimiento de este principio que el que podría apreciarse a primera vista. El designio de Satanás, como también la tendencia de nuestros corazones, es hacernos quedar atrás respecto al objeto de Dios en todas las cosas y, sobre todo, en lo que concierne al centro de nuestra unidad como cristianos. Es un sentimiento popular el relativo a que “la sangre del Cordero es la unión de los santos”, esto es, que la sangre constituye el centro de la unidad.
La infinitamente preciosa sangre de Cristo es la que nos coloca individualmente cual adoradores en la presencia de Dios. Ella constituye el fundamento divino de nuestra comunión con Dios. Pero, tratándose del centro de nuestra unión como Asamblea, no se debe perder de vista que el Espíritu Santo nos reúne alrededor de la persona de un Cristo crucificado y glorificado. Esta gran verdad comunica a nuestra asociación como cristianos su carácter santo y glorioso. Si nos colocamos en algún terreno menos elevado, inevitablemente formamos una secta o determinamos un cisma. Si en su lugar nos reunimos alrededor de algún precepto –por importante que fuere– o de una verdad –por fundada que sea– constituimos por centro algo que es menos que Cristo mismo.
Por ello es de gran importancia pesar bien las consecuencias prácticas que resultan de esta verdad. Reunámonos alrededor de un Jefe resucitado y glorificado en los cielos. Si estuviera Cristo en la tierra, nos reuniríamos alrededor de él; pero, ya que ahora está escondido en los cielos, la Iglesia toma su carácter de la posición de su Cabeza en las alturas. Por eso Cristo pudo decir: «No son del mundo, como yo no soy del mundo»; y otra vez: «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Juan 17:16, 19). Semejante a lo dicho es lo que está escrito en 1 Pedro 2:4-5: «Acercándoos a él, piedra viva, rechazada ciertamente por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo». Si nos reunimos al Nombre de Cristo, es preciso que estemos reunidos a su alrededor tal cual él es y donde él está; y cuanto más captemos, por la enseñanza del Espíritu, la comprensión de estas cosas, tanto mejor comprenderemos también cuál es el proceder que nos conviene observar. La esposa no quedó unida a José ni en la cisterna ni en la cárcel, sino en la dignidad y gloria de su posición en Egipto, y, por lo que a ella toca, es muy fácil comprender la inmensa diferencia que existe entre las dos posiciones.
Pero un poco más adelante leemos: «Y nacieron a José dos hijos antes que viniese el primer año del hambre» (41:50). Era preciso que viniera un tiempo de prueba; pero antes apareció el fruto de la unión, siendo llamados a la existencia los hijos que Dios le dio. Así sucederá en cuanto a la Iglesia: todos los miembros que la compondrán serán llamados, el Cuerpo entero será completado y reunido a la Cabeza en los cielos antes de la gran tribulación que sobrevendrá a todo el mundo habitado (Mat. 24:21).
34.4.4 - Encuentro de José con sus hermanos
Echemos ahora una mirada a la entrevista que tuvo José con sus hermanos. Esta entrevista nos presenta más de un rasgo de semejanza con la historia de Israel en los últimos días. Durante el período en que José estuvo escondido de sus hermanos, estos tuvieron que pasar por una prueba grande y profunda y por remordimientos de conciencia sumamente penosos. En uno de los momentos de su aflicción, derraman su corazón, diciendo: «Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia. Entonces Rubén les respondió, diciendo: ¿No os hablé yo y dije?: No pequéis contra el joven, y no escuchasteis. He aquí también se nos demanda su sangre» (42:21-22).
Más adelante, en el capítulo 44, leemos: «Entonces dijo Judá: ¿Qué diremos a mi señor? ¿Qué hablaremos, o con qué nos justificaremos? Dios ha hallado la maldad de tus siervos» (v. 16). Nadie sabe enseñar como Dios. Solo él puede producir en el alma el remordimiento positivo a causa del pecado, conduciendo al hombre a tener conciencia de su estado culpable delante de Dios. Todo esto es obra única de Dios. El hombre prosigue indiferente su carrera de pecado hasta que las flechas del Todopoderoso traspasan su conciencia; y entonces le es preciso pasar por la penosa experiencia del corazón y la conciencia, los que no hallan consuelo fuera de las inmensas riquezas del amor redentor. Los hermanos de José no tenían ninguna idea de todo lo que había de resultar para ellos de su conducta para con él: «Y le tomaron y le echaron en la cisterna… Y se sentaron a comer pan» (37:24-25). ¡Malditos! «Beben vino en tazones, y se ungen con los ungüentos más preciosos; y no se afligen por el quebrantamiento de José» (Amós 6:6).
De todos modos, Dios toca el corazón de los hermanos de José por medios maravillosos y produce en ellos remordimientos. Los años se habían sucedido el uno al otro, y los hermanos de José habrían podido imaginar que todo iba bien; pero el séptimo año de abundancia y los «siete años de hambre» (41:30) llegan, y ¿qué significan estos? ¿De quién vienen? ¿Para qué han de servir? ¡Providencia maravillosa! ¡Sabiduría incomprensible de Dios! Se siente hambre en el país de Canaán, y la necesidad lleva a los culpables hermanos de José a los pies de quien han ultrajado. ¡Cómo se manifiesta aquí la mano de Dios en todo! La espada de la convicción ha penetrado sus conciencias, y están allí en presencia del hombre al que con manos inicuas habían echado en la cisterna. Su pecado les había encontrado, pero esto sucedió en la presencia de José. ¡Bendita suerte!
34.4.5 - Restauración del pueblo judío
«No podía ya José contenerse delante de todos los que estaban al lado suyo, y clamó: Haced salir de mi presencia a todos. Y no quedó nadie con él, al darse a conocer José a sus hermanos» (45:1). Ningún extraño fue admitido como testigo de esta escena sagrada; pues ¿qué extraño podría haberla comprendido o apreciado? Aquí se nos invita a ver, en cierto sentido, la verdadera y divina convicción de pecado en presencia de la gracia divina, y, cuando tal convicción y tal gracia se encuentran, toda dificultad queda pronto solucionada.
Y dijo José a sus hermanos: «Acercaos ahora a mí. Y ellos se acercaron. Y él dijo: Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto. Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros… Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (45:4-8). Ciertamente, aquí tenemos la gracia concediendo perfecta paz a la conciencia convencida de pecado. Como los hermanos de José se habían juzgado a sí mismos, este no tenía más que hacer que derramar bálsamo en sus corazones quebrantados. Todo esto es una figura preciosa de la manera en que Dios obrará para con Israel en los últimos días, cuando «mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito». Entonces experimentarán la realidad de la gracia divina y la eficacia del «manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zac. 12:10; 13:1).
En el capítulo 3 de los Hechos vemos cómo el Espíritu Santo procura producir, por la voz de Pedro, esta convicción divina en la conciencia de los judíos: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato, cuando él había decidido soltarlo. Pero vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se liberara a un homicida; y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de entre los muertos; de lo cual nosotros somos testigos» (v. 13-15). Estas palabras tuvieron por objeto hacer salir de la boca de los oyentes la confesión que hicieron los hermanos de José: «Verdaderamente hemos pecado» (Gén. 42:21). En seguida viene la gracia: «Ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo hicisteis, como también vuestros gobernantes; pero Dios ha cumplido lo que había anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo debía padecer. Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor, y para que él envíe a Jesucristo, que previamente os fue designado» (3:17-20). Aquí vemos, pues, que, aunque los judíos hayan dado curso a la enemistad de su corazón matando a Jesús, como habían hecho los hermanos de José en su conducta para con él, no obstante, la gracia de Dios hacia cada uno de ellos aparece en que es evidente que todo era decretado y predicho por Dios para su bendición. Esta es la gracia perfecta, gracia que sobrepuja nuestro entendimiento; y todo lo que es necesario para disfrutar de ella es una convicción verdadera ejercida por la verdad de Dios en la conciencia. Los que pueden decir: «Verdaderamente hemos pecado», pueden también comprender las palabras de la gracia: «No… vosotros, sino Dios» (45:8). Es necesario que siempre sea así: el alma que se ha condenado a sí misma se halla en condiciones para comprender y apreciar el perdón de Dios.
35 - Capítulos 46 al 50: Descenso y muerte de Jacob
35.1 - Los últimos días de Jacob
Los últimos capítulos del libro del Génesis tratan de la salida de Jacob y de su familia y de su establecimiento en Egipto; de los hechos de José durante los años del hambre, de la bendición de los doce patriarcas por parte de Jacob, de la muerte de este y de su entierro.
No nos detendremos a considerar los detalles de estos diversos asuntos, si bien contienen materia para la meditación de toda persona espiritual. Solamente queremos hacer notar los infundados temores de Jacob, disipados a la vista de su hijo vivo y elevado; la gracia manifestada en su poder soberano que todo lo gobierna y dirige, aunque evidentemente acompañada de juicio, porque los hijos de Jacob quedan obligados a descender al mismo país al que habían enviado a su hermano.
35.2 - Aspectos proféticos
La gracia que se manifiesta en José de un extremo al otro de su vida no es menos admirable. Aun cuando fuera elevado a la gloria por Faraón, se esconde de cierto modo y liga al pueblo a su rey bajo una obligación perpetua. Dijo Faraón al pueblo: «Id a José, y haced lo que él os dijere» (41:55), y de hecho les contestaba José: «Os he comprado hoy, a vosotros y a vuestra tierra, para Faraón» (47:23). Todo esto tiene un gran y conmovedor interés, y transporta el alma por anticipado a los tiempos venideros, cuando, por decreto de Dios, el Hijo del hombre tome en sus manos las riendas del gobierno y reine sobre toda la creación redimida; cuando ocupe su Iglesia, la esposa del Cordero, el lugar más íntimo y más cercano a él, según los eternos consejos de Dios, cuando la casa de Israel, plenamente restaurada, se alimente y se sostenga por su mano bienhechora y toda la tierra conozca la indecible bienaventuranza de hallarse bajo su cetro. Pero, cuando todas las cosas le estén sujetas, «entonces el Hijo mismo también se someterá al que le sometió a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor. 15:28).
Tales hechos nos dan una idea de todo lo que encierra para nosotros la historia de José. Dios nos manifiesta en ella claramente, en figura, la misión del Hijo para con la casa de Israel; su humillación y el desprecio de que fue objeto; la aflicción profunda, el arrepentimiento final y la restauración de Israel; la unión de Cristo con la Iglesia; la elevación y el gobierno universal de Cristo, y, por último, dirige nuestras miradas al tiempo en que «Dios sea todo en todos».
Huelga añadir que todas estas cosas que nos han ocupado en este libro están enseñadas y ampliamente establecidas de un extremo al otro de las Escrituras. No las fundamos, por tanto, en la historia de José, si bien, por cierto, es edificante hallar ya en esos tiempos primitivos las figuras de todas las verdades preciosas, lo que es una prueba admirable de la unidad divina de toda la Sagrada Escritura. En el Génesis, como en la Epístola a los Efesios; en los profetas del Antiguo Testamento como en los del Nuevo, encontramos en todas partes las mismas verdades.
«Toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16).