Índice general
Estudios sobre el libro de los Números
En el desierto
Autor: Serie:
(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - Introducción
Vamos a emprender el estudio de la cuarta gran división del Pentateuco, los cinco libros de Moisés. Encontraremos que el carácter esencial de este libro es tan manifiesto como el de los tres precedentes, los cuales ya han ocupado nuestra atención. En el libro del Génesis, después de describirse la creación, el diluvio y la dispersión de Babel, tenemos la elección, según Dios, de la simiente de Abraham. En el libro del Éxodo encontramos la redención. El libro del Levítico nos habla de la comunión por medio del culto sacerdotal. En Números observamos la marcha y la lucha en el desierto. Tales son, en estas preciosas porciones de la Inspiración, los temas principales, al lado de los cuales, como es de esperar, se nos presentan otros puntos de gran interés. El Señor, en su gran misericordia, nos ha guiado en el estudio del Génesis, del Éxodo y del Levítico, y podemos contar con él para ser guiados en el examen del libro de los Números. Quiera él dirigir nuestros pensamientos y guiar la pluma a fin de que no expongamos ninguna opinión que no esté absolutamente acorde con su divino pensamiento. ¡Dios permita que cada página y cada párrafo puedan llevar el sello de su aprobación y contribuir, ante todo, a su gloria, y también al provecho del lector!
«Habló Jehová a Moisés en el desierto de Sinaí, en el tabernáculo de reunión, en el día primero del mes segundo, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, diciendo: Tomad el censo de toda la congregación de los hijos de Israel por sus familias, por las casas de sus padres, con la cuenta de los nombres, todos los varones por sus cabezas. De veinte años arriba, todos los que pueden salir a la guerra en Israel, los contaréis tú y Aarón por sus ejércitos» (cap. 1:1-3).
Aquí nos encontramos, desde el principio, «en el desierto», donde solo se tiene en cuenta a «todos los que pueden salir a la guerra». Esto está expresamente señalado. En el libro del Génesis, la descendencia o simiente de Israel nos es presentada estando aún en los lomos de Abraham. En el libro del Éxodo los israelitas estaban junto a los hornos de ladrillos en Egipto. En el de Levítico estaban reunidos alrededor del tabernáculo del testimonio. En el de Números se les ve en el desierto. O también, desde otro punto de vista, en perfecta consonancia con lo que hemos expuesto y la Biblia lo confirma: en Génesis oímos el llamamiento de Dios en la elección; en Éxodo contemplamos la sangre del Cordero derramada para la redención; en Levítico estamos casi exclusivamente ocupados en el culto y en el servicio del santuario. Pero en cuanto abrimos el libro de los Números nos encontramos con hombres de guerra, ejércitos, banderas, campamentos y trompetas que tocan alarma.
Todo ello es muy característico y nos muestra que el libro de los Números tiene un valor, una importancia y un interés muy particular para el cristiano. Cada libro de la Biblia, cada división del canon inspirado tiene su debido lugar y su objeto determinado. En esta santa galería cada libro tiene, por decirlo así, el casillero asignado por su divino Autor. No debemos abrigar ni por un momento la idea de establecer comparación alguna entre estos libros de la Biblia desde el punto de vista de su valor intrínseco, de su interés y de su importancia. Todo es divino y, por consiguiente, perfecto. El lector cristiano lo cree de todo corazón. Pone reverentemente su sello a la verdad de la plena inspiración de las Santas Escrituras, de todas las Escrituras, del Pentateuco entre estas, y de ningún modo se deja influenciar al respecto por los ataques temerarios e impíos de los incrédulos de la Antigüedad, de la Edad Media o de los tiempos modernos. Los incrédulos y los racionalistas anteponen sus razonamientos profanos, demostrando así su enemistad contra el Libro y contra su Autor, pero el cristiano piadoso descansa, a pesar de todo, en la seguridad bienaventurada y sencilla de que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16).
Pero, si bien rechazamos enteramente la idea de establecer comparaciones entre los diversos libros de la Biblia, en cuanto a su autoridad y a su valor, podemos, no obstante, comparar con gran provecho el contenido, el objeto y el plan de esos libros. Y cuanto más profundamente meditemos sobre esos puntos, tanto más nos sorprenderemos ante la exquisita belleza, la infinita sabiduría y la maravillosa precisión del Libro entero y de cada una de sus divisiones. El escritor inspirado no se aparta jamás del objeto directo del libro, cualquiera sea ese objeto. En ningún libro de la Biblia se encontrará algo que no esté en perfecta armonía con la intención principal de ese Libro. Si quisiéramos desarrollar y demostrar esta afirmación nos sería preciso recorrer todo el canon de las Santas Escrituras; por lo tanto, no lo intentaremos. El cristiano inteligente no tiene necesidad de esa prueba, por más interesante que resultara para él. Le basta el gran hecho de que el Libro es de Dios, en su totalidad y en cada una de sus partes; su corazón está seguro de que no hay, en ese todo y en cada una de sus partes, ni una jota ni una tilde (Mat. 5:18) que no sea, en todos sus aspectos, digna del divino Autor.
1.1 - La divina inspiración de las Escrituras
Escuchemos las siguientes palabras de alguien que dice estar profundamente convencido de la divina inspiración de las Escrituras, que se ha afirmado en esta convicción por los descubrimientos diarios y crecientes que ha hecho de su plenitud, de su profundidad y de su perfección, y que, por la gracia, se ha vuelto cada vez más sensible a la admirable exactitud de las partes y a la maravillosa armonía del conjunto. Dice ese escritor: “Las Escrituras tienen una fuente viva, un poder viviente ha presidido su composición; de ahí su alcance infinito y la imposibilidad de separar una parte cualquiera de su relación con el todo, ya que un solo Dios es el centro vivo del cual todo fluye; un solo Cristo es el centro viviente alrededor del cual se agrupan todas sus verdades y al cual ellas se refieren aunque con glorias variadas; y un solo Espíritu es la savia divina que lleva el poder desde su fuente en Dios hasta las más pequeñas ramas de la verdad que lo une todo, dando testimonio de la gloria, la gracia y la verdad de Aquel al que Dios presenta como el objeto, el centro y la cabeza de todo lo que está en relación con él mismo; de Aquel que, al mismo tiempo, es Dios sobre todas las cosas, eternamente bendito (Rom. 9:5). Cuanto más hemos seguido esa savia hasta llegar a su centro, desde el cual hemos tendido nuestras miradas a su extensión e irradiaciones, a partir de las últimas ramificaciones de esta revelación de Dios, por la que fuimos alcanzados cuando estábamos lejos de él, tanto más descubrimos su infinidad y nuestra propia debilidad para comprenderla. Aprendemos, bendito sea Dios, que el amor que es la fuente de ella se encuentra en una perfección sin mezcla y en el pleno desenvolvimiento de sus manifestaciones que han llegado hasta nosotros, aun en nuestro estado de ruina. El mismo Dios, perfecto en amor, se muestra en todas sus partes. Pero las revelaciones de la sabiduría divina en los consejos por los que Dios se ha dado a conocer permanecen siempre para nosotros un objeto de investigaciones, en las que cada precioso hallazgo aumenta nuestro entendimiento espiritual y hace que la infinidad del todo, y el modo cómo esa infinidad sobrepasa a todos nuestros pensamientos, nos sean cada vez más evidentes”.
Es muy refrescante transcribir semejantes líneas de alguien que, por espacio de cuarenta años, ha estudiado profundamente las Escrituras. Ellas tienen un valor inapreciable en estos tiempos en que tantos hombres están dispuestos a tratar con desdén al sagrado volumen; y no es que nosotros, en modo alguno, hagamos depender del testimonio humano nuestras conclusiones acerca del origen divino de la Biblia, pues estas conclusiones descansan sobre un fundamento que la misma Biblia nos ofrece. La Palabra de Dios habla por sí misma; se recomienda por sí misma; habla al corazón, alcanza aun las grandes raíces morales de nuestro ser; penetra hasta las más íntimas profundidades de nuestra alma, nos muestra lo que somos; habla como ningún otro libro podría hacerlo. Así como la mujer de Sicar llegó a la conclusión de que Jesús era el Cristo, porque le había dicho todo lo que ella había hecho (Juan 4:29), nosotros también podemos decir respecto de la Biblia: ella nos dice todo lo que hemos hecho, ¿no será la Palabra de Dios? Sin duda; es por la enseñanza del Espíritu que podemos discernir y apreciar la evidencia y las cartas credenciales con las que la Escritura se presenta a nuestros ojos; con todo, ella habla por sí misma y no tiene necesidad del testimonio humano para ser preciosa al alma. No debemos basar nuestra fe en la Biblia sobre un testimonio favorable del hombre, como tampoco debemos permitir que se tambalee cuando un testimonio humano le sea contrario.
Ha sido siempre de la mayor importancia, en todo tiempo, y mucho más en nuestros días, tener el corazón y el espíritu firmemente apoyados en la gran verdad de la autoridad divina de la Santa Escritura, de su plena inspiración, de su completa suficiencia para todas las necesidades, para todas las almas y para todas las épocas. Existen dos influencias hostiles: por un lado, la incredulidad, y por otro, la superstición. La primera niega que Dios nos haya hablado por su Palabra; la segunda admite que nos ha hablado, pero niega que podamos comprender lo que nos dice, a no ser por la interpretación de una iglesia.
Y, mientras muchos retroceden con horror ante la impiedad y la audacia de la incredulidad, no ven que la superstición también les priva completamente de las Escrituras. Y si no, que nos digan en qué consiste la diferencia entre negar que Dios nos haya hablado y negar que podamos comprender lo que nos dice. Tanto en un caso como en otro ¿no se nos priva de la Palabra de Dios? Sin duda alguna. Si Dios no puede hacerme comprender lo que dice, si no puede darme la seguridad de que es él mismo quien habla, es como si él no me hubiese hablado en absoluto. Si la Palabra de Dios no es suficiente sin la interpretación humana, entonces en ningún modo puede ser la Palabra de Dios. Una de dos: o Dios no ha hablado en absoluto, o ha hablado y su Palabra es perfecta. No hay otra alternativa: es necesario decidirse por una u otra de esas afirmaciones. ¿Nos ha dado Dios una revelación? La incredulidad dice: «No». La superstición dice: «Sí, pero no puedo comprenderla sin la autoridad religiosa». Tanto en un caso como en otro nos vemos privados del inestimable tesoro de la preciosa Palabra de Dios, y de este modo la incredulidad y la superstición, tan diferentes en apariencia, convergen en un solo punto: privarnos de la revelación divina.
Mas, bendito sea Dios por habernos dado una revelación. Él ha hablado, y su palabra puede llegar al corazón y al entendimiento. Dios puede dar la certeza de que es él quien habla, y para ello no tenemos necesidad de ninguna intervención de autoridad humana. No necesitamos de ninguna candileja para ver que el sol resplandece. Los rayos de ese glorioso astro tienen bastante luz por sí mismos como para que sea necesario pretender ayudarles con tan mísero recurso. No tenemos más que ponernos al sol para quedar convencidos de que brilla. Si nos ponemos bajo techo o en un subterráneo, es seguro que no sentiremos su influencia. Exactamente igual sucede con la Escritura: si nos colocamos bajo las influencias glaciales y tenebrosas de la superstición o de la incredulidad, no experimentaremos el poder luminoso y fecundo de esta divina revelación.
2 - Capítulo 1
2.1 - La genealogía
Después de estas breves consideraciones sobre el conjunto del volumen divino, vamos a entrar en el estudio del libro que ahora debe ocuparnos. En el capítulo 1 encontramos la declaración de la genealogía; en el capítulo 2 el reconocimiento de la bandera. «Tomaron, pues, Moisés y Aarón a estos varones que fueron designados por sus nombres, y reunieron a toda la congregación en el día primero del mes segundo, y fueron agrupados por familias (o genealogía), según las casas de sus padres, conforme a la cuenta de los nombres por cabeza, de veinte años arriba. Como Jehová lo había mandado a Moisés, los contó en el desierto de Sinaí» (cap. 1:17-19).
2.2 - ¿Puedo yo declarar mi genealogía o mi filiación?
¿Hay aquí alguna palabra para nosotros, alguna lección espiritual para nuestra inteligencia? Seguramente. En primer lugar, estas líneas sugieren al lector la importante pregunta que hemos formulado en el subtítulo de esta página. Hay grandes motivos para temer que existen cientos y aun miles de cristianos nominales que son incapaces de hacerlo. No pueden decir con sinceridad y de un modo positivo: «Ahora somos hijos de Dios» (1 Juan 3:2). «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». «Y si sois de Cristo, entonces sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gál. 3:26, 29). «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios». «El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:14, 16).
Esta es la «genealogía» del cristiano, y es su privilegio poder declararla. Es nacido de lo alto, nacido de nuevo, nacido de agua y del Espíritu, es decir, por la Palabra y por el Espíritu Santo (compárense cuidadosamente con Juan 3:5; Sant. 1:18; 1 Pe. 1:23; Efe. 5:26). El cristiano hace remontar su genealogía directamente a un Cristo resucitado y elevado a la gloria. Tal es la genealogía cristiana.
Cuando se trata de nuestra filiación natural, si nos remontamos a su origen y la declaramos lealmente, tenemos que ver y reconocer que provenimos de un tronco en ruinas. Nuestra familia está caída, nuestros bienes están perdidos, aun nuestra sangre está corrompida, estamos irremisiblemente arruinados. Jamás podremos recuperar nuestra posición original; nuestro primer estado y la herencia que conllevaba están irrecuperablemente perdidos. Un hombre puede trazar su línea genealógica a través de una estirpe de nobles, de príncipes y de reyes, pero si quiere declarar francamente su genealogía, solo podrá llegar a un jefe caído, arruinado, desterrado. Es necesario remontarse hasta el origen de una cosa si queremos saber lo que ella es realmente. Así es como Dios ve las cosas y las juzga; y es necesario que pensemos como él si queremos juzgar rectamente. El juicio que Dios emite acerca de los hombres y de las cosas permanece eternamente. El juicio del hombre es efímero, no es más que de un día; y, por consiguiente, según la apreciación de la fe y del buen sentido, «Para mí, en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por un tribunal humano» (1 Cor. 4:3). ¡Oh, qué pequeñez! ¡Que podamos sentir más profundamente cuán poco importa ser juzgados por el hombre! ¡Quiera Dios que cada día podamos comprender mejor la debilidad de ese juicio! Eso nos daría una santa dignidad que nos colocaría por encima de la escena que atravesamos. ¿Qué es el rango en esta vida presente? ¿Qué importancia puede otorgarse a una genealogía que, fielmente trazada y cabalmente declarada, se remonta a un tronco arruinado? Un hombre puede estar orgulloso de su nacimiento si no tiene en cuenta su origen primitivo: «En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5). Este es el origen del hombre, tal su nacimiento. ¿Quién podrá enorgullecerse de semejante origen? ¿Quién, sino aquel a quien el dios de este mundo haya cegado el entendimiento?
¡Qué diferencia con el cristiano! Su filiación es celestial. Su árbol genealógico tiene sus raíces en el suelo de la nueva creación. La muerte jamás puede truncar esa genealogía, pues es la resurrección la que la ha formado. Conviene estar prevenidos en lo concerniente a esta cuestión, y es muy importante que el lector comprenda claramente este punto fundamental. Podemos ver fácilmente, en este primer capítulo de Números, cuán esencial era que cada miembro de la congregación de Israel pudiese declarar su filiación. La incertidumbre al respecto habría sido funesta; habría producido una desesperante confusión; habría excluido de la nación de Israel a un hijo de Abraham. Difícilmente podemos imaginarnos a un israelita que, llamado a declarar su genealogía, se expresara en los términos dudosos de muchos cristianos de nuestros días. No podemos imaginarlo diciendo: “¿Qué diré? No estoy muy seguro de ello. A veces tengo la esperanza de pertenecer a la raza del cielo, pero en ocasiones temo no formar parte de la congregación del Señor. Estoy en dudas y sin luz”. ¿Podemos concebir algo así? Seguro que no. Menos aun podríamos imaginar que alguien sostuviera la absurda idea de que nadie podría estar seguro de ser o no ser un verdadero israelita antes del día del juicio.
Podemos estar seguros de que semejantes ideas, razonamientos, temores, dudas y cuestiones eran desconocidos entre los israelitas. Cada miembro de la congregación era llamado a declarar su genealogía antes de ocupar su puesto en las filas como un hombre de guerra. Cada uno podía decir como Saulo de Tarso: «Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel» (Fil. 3:5). Todo estaba determinado y perfectamente establecido para el momento de ponerse en marcha y combatir en el desierto.
Ahora bien, tenemos derecho a preguntar: Si un judío podía estar seguro de su genealogía, ¿por qué un cristiano no podrá estarlo de la suya? Lector, examine esta cuestión; si usted forma parte de esa numerosa clase de personas que nunca pueden llegar a la bendita certidumbre de su linaje celestial, de su nacimiento espiritual, reflexione, se lo rogamos, y permítanos hablarle de este importante tema. Es probable que usted se pregunte: “¿Cómo puedo estar seguro de que realmente soy un hijo de Dios, un miembro del Cuerpo de Cristo, nacido de la Palabra y por el Espíritu de Dios? ¡Lo daría todo por tener esa seguridad!”.
Pues bien, deseamos vivamente ayudarle a resolver esta cuestión, ya que el objetivo principal que nos hemos propuesto al escribir este comentario es ayudar a las almas intranquilas, respondiendo sus preguntas en la medida en que el Señor nos dé capacidad para ello, resolviendo sus dificultades y apartando de su camino las piedras de tropiezo.
Ante todo, notemos un rasgo característico que pertenece a todos los hijos de Dios, sin excepción. Es un rasgo sencillo, pero muy precioso. Si no lo poseemos, seguramente no somos de origen celestial; en cambio si lo poseemos, podremos declarar nuestra genealogía sin ninguna dificultad ni reserva. Y ¿cuál es ese rasgo? ¿Cuál es ese gran carácter de familia? Nuestro Señor Jesucristo nos lo indica. Él nos dice que «la sabiduría es justificada por todos sus hijos» (Lucas 7:35; Mat. 11:19). Todos los hijos de la Sabiduría, desde los días de Abel hasta el momento actual, se han distinguido por ese gran rasgo de familia, y no hay ni una sola excepción. Todos los hijos de Dios, todos los hijos de la Sabiduría, siempre han hecho visible, en alguna medida, ese rasgo moral: han justificado a Dios.
2.3 - Justificar a Dios
Que el lector considere esta declaración. Quizás encuentre difícil comprender qué significa «justificar a Dios», pero uno o dos pasajes de la Escritura lo aclararán perfectamente, según esperamos. En Lucas 7 leemos: «Al oír esto, todo el pueblo y los cobradores de impuestos justificaron a Dios, habiendo sido bautizados con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley rechazaron el propósito de Dios para con ellos, no habiendo sido bautizados por Juan» (v. 29-30). Aquí tenemos las dos generaciones, por decirlo así, frente a frente. Los publicanos que justificaban a Dios y se condenaban a sí mismos; y los fariseos que se justificaban a sí mismos y juzgaban a Dios. Los primeros se sometían al bautismo de Juan, el bautismo de arrepentimiento; los segundos rehusaban ese bautismo, rehusaban arrepentirse, humillarse y condenarse a sí mismos.
Aquí tenemos, pues, las dos grandes clases en que se ha dividido la familia humana, desde los días de Abel y Caín hasta nuestros días. Con ello tenemos también una prueba muy sencilla para demostrar nuestra «genealogía». ¿Hemos tomado el lugar en el cual nos condenamos a nosotros mismos? ¿Nos hemos postrado ante Dios con verdadero arrepentimiento? Esto es lo que justifica a Dios. Los dos hechos van unidos, y en realidad no son sino una sola y misma cosa. El hombre que se condena a sí mismo justifica a Dios, y el que justifica a Dios se condena a sí mismo. Por otra parte, el hombre que se justifica a sí mismo juzga a Dios, y el que juzga a Dios se justifica a sí mismo.
Así sucede en todos los casos. Además, se puede observar que en cuanto uno se coloca en el terreno del arrepentimiento y de la condenación de sí mismo, Dios toma el sitio de Aquel que justifica. Dios justifica siempre a los que se condenan a sí mismos. Todos sus hijos lo justifican y él justifica a todos sus hijos. En cuanto David hubo dicho: «Pequé contra Jehová», le fue respondido: «También Jehová ha remitido tu pecado» (2 Sam. 12:13). El perdón de Dios sigue inmediatamente a la confesión del hombre.
De ello resulta que nada puede ser más insensato por parte de una persona que justificarse a sí misma, ya que es necesario que Dios sea justificado en sus palabras y que gane la causa cuando sea juzgado (comp. Sal. 51:4; Rom. 3:4). Dios debe predominar al final, y entonces se verá claramente lo que vale toda justificación personal. Por consiguiente, lo más sabio es condenarse a sí mismo; esto es lo que hacen todos los hijos de la Sabiduría. No hay nada más característico en los verdaderos miembros de la familia de la Sabiduría que el hábito y el espíritu de juzgarse a sí mismos. Mientras que, al contrario, nada da a conocer mejor a los que no pertenecen a esta familia que un espíritu de justificación propia.
Estos pensamientos son dignos de la más seria reflexión. El hombre natural censurará a todo el mundo excepto a sí mismo. Pero donde obra la gracia, hay disposición a juzgarse a sí mismo y a tomar una posición humilde. En eso consiste el verdadero secreto de la bendición y la paz. Todos los hijos de Dios que se han mantenido en ese terreno bendito, han manifestado ese bello rasgo moral y han alcanzado ese importante resultado. No encontraremos una sola excepción a esta regla en toda la historia de la bienaventurada familia de la Sabiduría, y con toda seguridad podemos decir que, si el lector ha sido llevado verdadera y fielmente a reconocerse perdido, a condenarse a sí mismo, a tomar el sitio del verdadero arrepentimiento, es entonces uno de los hijos de la Sabiduría y en adelante puede declarar su «genealogía» con firmeza y seguridad.
Queremos insistir sobre este punto desde un principio. Es imposible, para quienquiera que sea, reconocer la verdadera «bandera» y reunirse bajo ella si no puede declarar claramente su genealogía. En otras palabras, es imposible tomar una verdadera posición en el desierto mientras haya alguna duda en cuanto a esta importante cuestión. ¿Cómo habría podido un israelita de aquel tiempo ocupar su puesto en la congregación, engrosar las filas del ejército y avanzar por el desierto si no hubiese podido declarar claramente su genealogía? Eso habría sido imposible. Otro tanto le sucede al cristiano de nuestros días. No puede contar con ningún progreso en la vida del desierto, ni con el éxito en el combate espiritual, si desconoce su genealogía espiritual. Es preciso que se pueda decir: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida»; «sabemos que nosotros somos de Dios»; «nosotros hemos creído y sabemos» (1 Juan 3:14; 5:19; Juan 6:69), para poder progresar en la vida y en la marcha cristiana.
Lector, ¿puede usted declarar su genealogía? ¿Ha definido perfectamente este asunto en su vida? ¿Está convencido de ello hasta lo más profundo de su alma? Cuando está a solas con Dios, ¿es esta una cuestión ya resuelta entre usted y él? Examínelo y considérelo. Asegúrese de ello. No trate con ligereza este asunto. No se apoye en una simple profesión. No diga en su interior: “Soy miembro de tal iglesia; tomo la cena del Señor; admito tales y tales doctrinas; he sido educado en la piedad; llevo una vida moral más o menos buena; a nadie he hecho mal; leo la Biblia y oro; no descuido el culto familiar; sostengo con liberalidad obras benéficas y religiosas”. Todo esto puede ser cierto y, no obstante, tal vez no tenga ni una pizca de divino, ni un solo rayo de luz celestial. Ninguna de estas cosas, ni siquiera todas reunidas, podrían ser aceptadas como una declaración de genealogía espiritual. Es preciso que sea el Espíritu quien dé testimonio de que usted es hijo de Dios, y este testimonio acompaña siempre a la sencilla fe en el Señor Jesucristo. «El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo» (1 Juan 5:10). De ningún modo se trata de buscar testimonios en su propio corazón. No se trata de que usted se base en formalidades, en sentimientos y en experiencias. Nada de eso. Lo que necesita es una fe sencilla en Cristo, poseer la vida eterna en el Hijo de Dios, tener el sello imperecedero del Espíritu Santo y creer en Dios sin objeciones, sobre la base de su Palabra. «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entre en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24).
2.4 - El combate del cristiano
He aquí la verdadera manera de declarar su genealogía; y es necesario poder declararla antes de «salir a la guerra». No queremos decir con ello que usted no pueda ser salvo sin esa declaración. Dios nos guarde de semejante pensamiento. Creemos que existen muchos verdaderos hijos de Dios (israelitas en el sentido espiritual) que no pueden declarar su genealogía. Pero preguntamos: ¿Están ellos preparados para ir a la guerra? ¿Son valerosos soldados de Cristo? Lejos de ello. No saben ni siquiera qué es una verdadera lucha; al contrario, las personas de esta clase suelen tomar sus dudas y temores, sus momentos de desmayo y de tristeza como si fuesen los verdaderos combates del cristiano. Este es uno de los errores más graves, pero, lamentablemente, también uno de los más frecuentes. A menudo se encuentran personas con poco ánimo, entenebrecido y legalista, que procuran justificar su estado diciendo que este es el terreno de la lucha cristiana, mientras que, según el Nuevo Testamento, la verdadera lucha del cristiano, o el combate, se sostiene en una región donde los temores y las dudas son desconocidos. Cuando nos mantenemos en la luz pura de la plena salvación de Dios, apoyados en un Cristo resucitado, entonces entramos realmente en el combate que nos es propio como cristianos. ¿Debemos suponer por un instante que nuestras luchas bajo la ley, nuestra culpable incredulidad, nuestra oposición a someternos a la justicia de Dios, nuestras dudas y razonamientos puedan ser considerados como una lucha cristiana? De ningún modo. Todas esas cosas deben considerarse como una lucha contra Dios; mientras que la lucha del cristiano es contra Satanás. «Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12).
Esta es la lucha cristiana. ¿Pueden sostener semejante lucha los que continuamente dudan si son cristianos o no? No lo creemos. ¿Podríamos imaginar a un israelita luchando contra Amalec en el desierto, o contra los cananeos en la tierra prometida, si fuera incapaz de declarar su «genealogía» o de reconocer su «bandera»? No, eso es inconcebible. Todo miembro de la congregación que podía salir a la guerra estaba perfectamente claro y bien fundamentado sobre ambos aspectos. Además, no habría podido salir si no lo hubiese estado.
Mientras consideramos el importante asunto de la lucha del cristiano, conviene dirigir la atención del lector a las tres porciones del Nuevo Testamento donde se nos presenta dicho combate bajo tres aspectos diferentes; estas son: Romanos 7:7-24; Gálatas 5:17; Efesios 6:10-17. Si el lector tiene a bien leer esos pasajes, procuraremos señalarle el verdadero carácter de esa lucha.
2.5 - La nueva naturaleza sin el poder del Espíritu (Romanos 7)
En Romanos 7:7-24 tenemos la lucha de un alma convertida pero no liberada; de una persona regenerada pero sometida a la ley. La prueba de que ahí tenemos un alma convertida se funda en palabras tales como: «Pues lo que obro, no lo entiendo» (v. 15); «el querer hacerlo [el bien] está en mí» (v. 18); «porque me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior» (v. 22). Solo una persona nacida de nuevo puede hablar así. La desaprobación del mal, la voluntad de hacer el bien, el deleite interior por la ley de Dios, todas esas cosas son las señales distintivas de la nueva vida, los preciosos frutos del nuevo nacimiento o regeneración. Ninguna persona inconversa podría en verdad emplear tal lenguaje.
Mas, por otro lado, la prueba de que en este pasaje tenemos un alma que no está plenamente liberada, que no goza de una liberación cumplida ni conoce la victoria y la posesión de un poder espiritual, la encontramos en las siguientes palabras: «Pero yo soy carnal, vendido al poder del pecado» (v. 14). «Porque lo que practico no es lo que quiero, sino lo que odio, eso hago» (v. 15). «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (v. 24). Ahora bien, nosotros sabemos que un cristiano no es «carnal», sino espiritual; no está «vendido al pecado», sino rescatado de su poder; no es un hombre «miserable» que suspira por la liberación, sino un hombre feliz que tiene la convicción de su liberación. No es un débil esclavo, incapaz de hacer el bien, siempre arrastrado a hacer el mal, sino un hombre libre, dotado de poder por el Espíritu Santo, y que está en condiciones de decir: «Todo lo puedo en aquel [Cristo] que me fortalece» (Fil. 4:13).
No podemos, en estos momentos, extendernos para formular una completa exposición de este importante pasaje de la Escritura; nos limitaremos a ofrecer uno o dos pensamientos que podrán ayudar al lector a comprender su objeto y su alcance. Sabemos perfectamente que muchos cristianos difieren de opinión en cuanto al sentido de este capítulo 7 de Romanos. Algunos niegan que represente los ejercicios de un alma regenerada; otros sostienen que expone las experiencias propias de un cristiano. Nosotros no podemos admitir ninguna de estas conclusiones. Creemos que este capítulo describe los ejercicios de un alma verdaderamente nacida de nuevo, pero que todavía no ha alcanzado la libertad por el conocimiento de su unión con un Cristo resucitado, y por el poder del Espíritu Santo. Miles de cristianos están actualmente en la situación que nos describe el capítulo 7 de Romanos, pero su posición real es la que se describe en el capítulo 8. En cuanto a su experiencia, aún están bajo la ley. No se ven sellados por el Espíritu Santo. Todavía no gozan de una plena victoria en un Cristo resucitado y glorificado. Aún abrigan dudas y temores, siempre están dispuestos a exclamar: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» Pero un cristiano, ¿no está acaso liberado? ¿No es salvo? ¿No fue hecho acepto en el Amado Hijo de Dios? ¿No está sellado con el Espíritu Santo de la promesa? ¿No está unido a Cristo? ¿No debería saber todo esto, proclamarlo y regocijarse en ello? Indudablemente que sí. Por lo tanto, no está en la posición del capítulo 7 de Romanos. Tiene el privilegio de entonar el cántico de la victoria junto al vacío sepulcro de Jesús, y de andar en la santa libertad «Cristo nos hizo libres» (Gál. 5:1). El capítulo 7 de la Epístola a los Romanos no habla en absoluto de la libertad, sino de la esclavitud; excepto, por cierto, el final, cuando el alma puede decir: «Doy gracias a Dios» (v. 25). Sin duda, puede ser muy útil pasar por todo lo que aquí está detallado con tan maravilloso poder; y, además, es preciso declarar que preferiríamos encontrarnos francamente en el capítulo 7 de la Epístola a los Romanos que estar falsamente en el capítulo 8. Pero todo esto deja intacta la cuestión de la aplicación particular sobre este interesante pasaje de la Escritura.
2.6 - La nueva naturaleza con el poder del Espíritu (Gálatas 5)
Echemos ahora una ojeada a la lucha descrita en Gálatas 5:17: «Porque lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que deseáis». Este pasaje a menudo se cita como presentando una continua derrota, cuando realmente contiene el secreto de una perpetua victoria. En el versículo 16 leemos: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne». Esto lo aclara todo. La presencia del Espíritu Santo nos asegura el poder. Estamos convencidos de que Dios es más fuerte que «la carne», y, por lo tanto, cuando él combate a nuestro lado, el triunfo es seguro. Nótese asimismo que en Gálatas 5:17 no se habla del combate entre las dos naturalezas, la vieja y la nueva, sino entre el Espíritu Santo y la carne; por eso se añade: «Para que no hagáis lo que deseáis». Si el Espíritu Santo no habitara en nosotros, sin duda satisfaríamos la codicia de la carne; pero como está en nosotros para librar el combate, no estamos obligados a hacer el mal, sino felizmente capacitados para hacer el bien.
Esto muestra precisamente la diferencia entre Romanos 7:14-15 y Gálatas 5:17. En el primer pasaje tenemos la nueva naturaleza sin el poder del Espíritu morando en nosotros; en el segundo tenemos no solo la nueva naturaleza, sino también el poder del Espíritu Santo.
No olvidemos que la nueva naturaleza está en el creyente en un estado de dependencia. Ella depende del Espíritu en cuanto al poder, y depende de la Palabra en cuanto a la dirección. Pero es evidente que el poder se manifiesta donde está el Espíritu Santo. Este puede estar contristado o impedido, pero en Gálatas 5:16 se enseña claramente que, si andamos en el Espíritu, obtenemos una victoria segura y constante sobre la carne; por lo tanto, sería un grave error citar Gálatas 5:17 para apoyar una conducta débil y carnal.
2.7 - El cristiano y las huestes espirituales de maldad (Efesios 6)
Ahora haremos un breve comentario sobre el pasaje de Efesios 6:10-17. Aquí tenemos la lucha del cristiano contra las huestes espirituales de maldad que están en las regiones celestiales. La Iglesia es del cielo y debería tener siempre una marcha y conducta celestiales. Este debería ser nuestro objetivo constante: mantener nuestra posición celestial, pararnos firmemente en nuestra herencia celestial y permanecer en ella. El diablo procura evitarlo por todos los medios; y esto ocasiona la lucha y hace que tengamos la «armadura de Dios» (v. 11, 13), la única por la cual podemos resistir a nuestro poderoso enemigo espiritual.
No podemos detenernos en consideraciones acerca de esa armadura; solo hemos querido llamar la atención del lector sobre estos tres pasajes de la Escritura, a fin de que pueda conocer, bajo todos sus aspectos, el tema de la lucha en relación con el comienzo del libro de los Números. Nada puede ser más interesante; y no alcanzamos a apreciar bastante la importancia de tener claridad en cuanto a la verdadera naturaleza de ese combate y el terreno en el cual se libra. Si vamos a la guerra sin saber por qué peleamos, y no estamos seguros de que nuestra «genealogía» está en regla, pocos progresos haremos contra el enemigo.
3 - Capítulo 2
3.1 - La bandera
Como ya lo hemos hecho notar, había otra cosa igualmente necesaria para el guerrero, además de la declaración exacta de su genealogía: era el reconocimiento de su bandera. Ambas cosas eran esenciales para la marcha y el combate en el desierto. Por otra parte, eran inseparables. Si un hombre no conocía su filiación, tampoco podía reconocer su bandera, lo cual hubiera ocasionado a todos una desesperante confusión. En vez de marchar hacia adelante guardando cada uno su posición en las filas, se hubieran atravesado unos en el camino de los otros y, por consiguiente, hubieran obstaculizado la ruta. Cada uno debía conocer su puesto y ocuparlo, conocer su bandera y agruparse bajo ella. Así avanzaban juntos; había progresos, la obra estaba hecha y el combate era sostenido. El benjamita tenía su puesto, el efraimita el suyo. El uno no tenía por qué atravesar el camino del otro, ni obstruirlo. Así era para todas las tribus en el campamento del Israel de Dios. Cada cual tenía su genealogía, su bandera y su puesto; ni lo uno ni lo otro dependía de los pensamientos individuales; todo estaba dispuesto por Dios. Él daba la genealogía y asignaba la bandera; no había por qué comparar a un israelita con otro; no había nada que pudiera provocar celos entre ellos; cada uno tenía su puesto que ocupar y su obra que hacer; había bastante trabajo y sitio para todos. Se presentaba a la vez la más grande variedad y la más perfecta unidad. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres». «E hicieron los hijos de Israel conforme a todas las cosas que Jehová mandó a Moisés; así acamparon por sus banderas, y así marcharon cada uno por sus familias, según las casas de sus padres» (cap. 2:2, 34).
De modo que tanto en el campamento de entonces como en la Iglesia de hoy podemos ver que «Dios no es Dios de desorden» (1 Cor. 14:33). Nada podía estar dispuesto con más exactitud que los cuatro campamentos, compuesto cada uno de tres tribus que formaban un cuadrado perfecto, llevando la bandera correspondiente en sus lados. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera… alrededor del tabernáculo de reunión acamparán». El Dios de los ejércitos de Israel sabía cómo disponer sus tropas. Sería un gran error suponer que los guerreros de Dios no estaban ordenados según el más perfecto sistema de táctica militar. Podemos gloriarnos de nuestros progresos en las artes y las ciencias, e imaginarnos que el ejército de Israel, comparado con lo que podemos ver en nuestros días, presentaba un aspecto desordenado y de extraña confusión. Pero no es más que un pensamiento arrogante. Podemos estar seguros de que el campamento de Israel estaba ordenado y dispuesto de la manera más perfecta, y esto por una razón muy sencilla y concluyente: porque estaba ordenado y dispuesto por la mano de Dios. Que sepamos que Dios ha hecho todas las cosas, y concluyamos, con la mayor seguridad, que todo ha sido hecho perfectamente.
Este es un principio muy sencillo, pero de mucha bendición. Naturalmente que no satisfará al incrédulo o al escéptico, pero a ellos, ¿qué podría satisfacerlos? La consigna y la prerrogativa del escéptico consisten en dudar de todo, no creer nada. Lo mide todo según su propia medida, y rechaza todo lo que no puede conciliar con sus propias ideas. Establece sus premisas con una asombrosa sangre fría y, acto seguido, deduce las conclusiones. Pero si las premisas son falsas, las deducciones deben serlo igualmente. El rasgo que acompaña invariablemente las premisas de todos los escépticos, los racionalistas y los incrédulos consiste en excluir siempre a Dios, de donde se deduce que todas sus conclusiones deben ser falsas. En cambio, el humilde creyente, toma como punto de partida el primer y gran principio de que Dios es, y no solo que es, sino que tiene una relación con su criatura, que se interesa en los asuntos de los hombres y se ocupa de ellos.
¡Qué consuelo para el cristiano! Sin embargo, la incredulidad no acepta esto en absoluto. Introducir a Dios es trastornar los razonamientos de los escépticos, pues todos ellos se basan en la completa exclusión de Dios.
Sea como sea, ahora escribimos no para combatir a los incrédulos, sino para edificación de los creyentes. No obstante, conviene llamar la atención sobre el estado de completa corrupción de todo el sistema de la incredulidad, lo cual demuestra, con claridad y fuerza suficientes, el hecho de que dicho sistema descansa enteramente en la exclusión de Dios. Si este hecho es bien comprendido, el sistema entero se desploma. Si creemos que Dios es, entonces es preciso que cada cosa sea considerada en relación con él. Es necesario que veamos todo desde su punto de vista. Pero esto no es todo. Si creemos que Dios es, debemos creer también que el hombre no puede juzgarlo. Solo Dios debe ser el juez del bien y del mal, de lo que es digno de Él y de lo que no lo es. Lo mismo ocurre con la Palabra de Dios. Si en verdad Dios es y nos ha dado una revelación, entonces esa revelación no puede ser juzgada por la razón humana. Está fuera y por encima de las decisiones de semejante tribunal. ¡Qué pretensión querer juzgar la Palabra de Dios por las reglas del cálculo humano! Y, sin embargo, eso es precisamente lo que se ha hecho en nuestros días con el precioso libro de los Números, el cual estamos estudiando, dejando de lado la incredulidad y su aritmética.
3.2 - El libro y el alma
Consideramos que es muy necesario, en nuestras notas y reflexiones sobre este libro, lo mismo que sobre los demás, recordar dos cosas, a saber: primero el libro y luego el alma. El libro y su contenido, el alma y sus necesidades. Es de temer que, al estar preocupados por el primero, olvidemos la segunda. Por otra parte, es de temer igualmente que, absortos en lo concerniente al alma, olvidemos el libro. Necesitamos ocuparnos paralelamente de ambos. Podemos decir que lo que constituye un ministerio eficaz, sea escrito u oral, es el acuerdo juicioso entre estas dos cosas. Hay ministros que estudian la Palabra con mucho cuidado y tal vez muy profundamente. Están versados en los conocimientos de la Biblia; han bebido ampliamente en la fuente de Inspiración. Todo esto es muy importante y valioso, sin ello cualquier ministerio sería estéril. Si un hombre no estudia la Biblia con cuidado y oración, poco podrá dar a sus lectores o a sus oyentes, al menos poco que sea digno de ser aceptado. Los que trabajan en la Palabra de Dios deben cavar por sí mismos, y cavar profundamente.
Pero acto seguido debe considerarse el alma, tener en cuenta su estado y satisfacer sus necesidades. Si esto se pierde de vista, la enseñanza carecerá de efecto y de poder. No tendrá nada de incisivo, de penetrante. Será ineficaz y sin fruto. En otras palabras, es necesario que ambas cosas sean reunidas, combinadas y bien proporcionadas. Si alguien se limita a estudiar el libro, no sería práctico, e igualmente, quien se dedique únicamente al estudio del alma, estaría desprevenido; pero el que estudia debidamente ambas cosas será un buen ministro de Jesucristo.
Nosotros deseamos, según nuestra capacidad, ser esto último para el lector; y, por tanto, a medida que avancemos en el estudio de este admirable libro, queremos no solo resaltar sus bellezas morales y desarrollar sus santas lecciones, sino también sentirnos constantemente convencidos de que nuestro deber es plantear de vez en cuando alguna pregunta al lector, sea quien fuere, para inducirle a examinar hasta qué punto aprende esas lecciones y aprecia esas bellezas. Esperamos que el lector no ponga objeción a nuestra intención; por consiguiente, antes de terminar esta primera sección, deseamos dirigirle una o dos preguntas relacionadas con ella.
3.3 - Algunas consideraciones prácticas
Para empezar, querido amigo, ¿está usted bien enterado y seguro respecto a su «genealogía»? ¿Está seguro de hallarse del lado del Señor? No deje esta gran cuestión, se lo suplicamos, sin haberla resuelto. Ya se lo hemos preguntado y volvemos a hacerlo una vez más. ¿Conoce usted su filiación espiritual y puede declararla? Es la primera condición para ser soldado de Dios. Es inútil pensar en formar parte del ejército militante mientras no se tenga seguridad acerca de este punto. En ningún modo queremos decir que un hombre no pueda ser salvo sin ello. Lejos de nosotros tal idea. Pero no puede ocupar su puesto en las filas como guerrero. No puede combatir contra el mundo, la carne y el diablo, mientras tenga dudas y temores respecto a su pertenencia a la verdadera familia espiritual. Para que haya algún progreso, para que haya esa decisión tan indispensable en un guerrero cristiano, es necesario que pueda decirse: «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida» (1 Juan 3:14), «sabemos que nosotros somos de Dios» (1 Juan 5:19).
Este es el lenguaje que conviene a un combatiente. Ningún hombre del poderoso ejército que se agrupaba alrededor del «tabernáculo de reunión» hubiera podido comprender que existiese una sola duda, ni la sombra de ella, respecto a su propia genealogía. Seguramente habría sonreído si alguien hubiese formulado alguna pregunta al respecto. Cada uno de aquellos seiscientos mil hombres sabía bien de dónde procedía y, por lo tanto, qué sitio debía ocupar. Lo mismo sucede en nuestro tiempo con el ejército militante de Dios. Es necesario que cada uno de sus miembros posea la más completa certidumbre en cuanto a su filiación, pues de lo contrario no podrá sostenerse en la batalla.
Veamos seguidamente la «bandera». ¿Qué es? ¿Es una doctrina? No. ¿Es un sistema teológico? No. ¿Es un reglamento eclesiástico? No. ¿Es quizás un sistema de ordenanzas, de ritos o de ceremonias? Nada de eso. Los soldados de Dios no combaten bajo ninguna bandera semejante. ¿Cuál es, pues, el estandarte de esa milicia de Dios? Escuchémoslo y recordémoslo: es Cristo. Este es el único estandarte de Dios y de esta tropa de guerra que acampa en el desierto del mundo para sostener la lucha contra los ejércitos del mal y para librar las batallas del Señor. Cristo es el estandarte para todas las cosas. Si tuviéramos otro, seríamos incapaces de sostener la lucha espiritual a la que somos llamados. ¿Debemos, como cristianos, batallar por un sistema teológico o una organización eclesiástica? ¿Qué importancia tienen a nuestros ojos las ordenanzas, las ceremonias o las observaciones ritualistas? ¿Iremos al combate bajo tales banderas? ¡Dios no lo quiera! Nuestra teología es la Biblia. Nuestra organización eclesiástica es únicamente el Cuerpo formado por la presencia del Espíritu Santo y unido a la Cabeza viviente y exaltada en los cielos. Luchar para obtener algo inferior está por debajo de los atributos de un guerrero cristiano.
¡Lástima que haya tantas personas que profesan pertenecer a la Iglesia de Dios y, olvidando su propia bandera, combaten bajo otras insignias! Podemos estar seguros de que esto produce debilitamiento, falsea el testimonio y detiene los progresos. Si queremos mantenernos firmes en el día de la batalla, es preciso que no conozcamos otro estandarte que Cristo y su Palabra, la Palabra viviente y la palabra escrita. En esto estriba nuestra seguridad frente a nuestros enemigos espirituales. Cuanto más unidos nos mantengamos a Cristo y solo a él, tanto más fuertes seremos y más seguros estaremos. Tenerlo como un perfecto abrigo ante nuestros ojos, mantenernos a su lado, unidos a él, es nuestra mayor salvaguardia moral. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres» (v. 2).
¡Oh, que sea así también en todo el ejército de la Iglesia de Dios! ¡Que pueda dejarse todo de lado por Cristo! ¡Que él baste a nuestros corazones! Como nosotros hacemos remontar nuestra genealogía hasta él, que su nombre esté escrito en el estandarte alrededor del cual nos reunimos en el desierto que atravesamos para llegar a nuestra casa, a nuestro descanso eterno en lo alto. Lector, vele al respecto, se lo rogamos; que no haya ni una jota ni una tilde inscritas en su estandarte que no sea el nombre de Jesucristo, ese nombre que es sobre todo nombre y que aún habrá de ser exaltado eternamente en el vasto universo de Dios.
3.4 - Dios está en medio de su pueblo
¡Qué maravilloso espectáculo presentaba el campamento de Israel en ese desierto árido donde solo había aullidos y desolación! ¡Qué espectáculo para los ángeles, para los hombres y para los demonios! La mirada de Dios estaba fija en él; su presencia estaba allí; habitaba en medio de su pueblo militante; allí había establecido su morada. No la halló, no podía hallarla en medio de los esplendores de Egipto, de Asiria o de Babilonia. Sin duda que aquellos países ofrecían a los ojos de la carne todo lo que para ellos tenía atractivo. Las artes y las ciencias florecían en ellos. Allí la civilización había alcanzado un grado mucho más alto de lo que estamos dispuestos a admitir. El refinamiento y el lujo probablemente alcanzaron unos niveles tan altos como hoy ansían alcanzar algunos.
Pero, recordémoslo, Jehová no era conocido por esos pueblos. Su nombre nunca les había sido revelado. Él no moraba en medio de ellos. Es cierto que allí también había innumerables testimonios de su poder creador. Además, su providencia velaba sobre ellos. Les daba lluvias y épocas fértiles, llenando sus corazones de alimento y de gozo. Día tras día y año tras año derramaba sobre ellos, con mano liberal, sus bendiciones y sus beneficios. Los ríos fertilizaban sus campos y los rayos del sol regocijaban sus corazones. Pero no lo conocían ni lo buscaban. Él no habitaba en medio de ellos. Ninguna de esas naciones podía decir: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré» (Éx. 15:2).
3.5 - Un privilegio inestimable
Jehová había fijado su morada en medio de su pueblo rescatado y en ningún otro sitio. La redención era la base esencial de la morada de Dios en medio de los hombres. Fuera de la redención, la presencia divina no podía sino acarrear la destrucción del hombre; pero, conocida la redención, esta presencia proporciona al rescatado el más alto privilegio y la más resplandeciente gloria.
Dios había escogido morada en medio de su pueblo Israel. Descendió del cielo no solamente para rescatarlo de la tierra de Egipto, sino también para ser su compañero de viaje a través del desierto. ¡Qué pensamiento! ¡El Dios Altísimo estableciendo su morada en la arena del desierto y en el seno mismo de su congregación rescatada! En verdad, no había nada semejante en todo el vasto mundo. Allí estaba aquel ejército de seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, en un desierto estéril donde no había ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un medio visible de subsistencia. ¿Cómo alimentarse? Dios estaba allí. ¿Cómo debía ser mantenido el orden en medio de ellos? Dios estaba allí. ¿Cómo encontrar su camino a través de un desierto salvaje en el que no había ninguna senda? ¡Dios estaba allí!
En otras palabras, la presencia de Dios lo garantizaba todo. La incredulidad podía decir: ¿Cómo es posible, según el uso habitual del cálculo, que tres millones de seres humanos puedan vivir solo del aire? ¿Quién tiene a su cargo la intendencia militar? ¿Dónde están los materiales de guerra, los equipajes, los almacenes? Solo la fe puede responder, y su respuesta es sencilla, breve y concluyente: ¡Dios estaba allí! Esto bastaba. Todo está comprendido en esa sola frase. En la aritmética de la fe Dios es el único factor esencial, y cuando se tiene esa unidad por delante, pueden añadirse a ella cuantas cifras se quiera. Si todos los recursos están en el Dios vivo, no se trata ya de nuestras necesidades; eso se reduce a una cuestión de su perfecta suficiencia.
¿Qué eran seiscientos mil hombres de a pie para el Todopoderoso? ¿Qué significaban las tan variadas necesidades de sus mujeres y sus hijos? A juicio de los hombres estas eran cargas abrumadoras. Que una gran potencia mande un ejército de solo diez mil hombres a un país lejano… Considere los enormes gastos y trabajos que ello demanda, el número de buques que se requieren para transportar las municiones y demás cosas necesarias para un ejército tan pequeño. Pero figúrese un ejército que, sin contar las mujeres y los niños, era sesenta veces mayor. Imagínese ese inmenso ejército iniciando una marcha que debía prolongarse por espacio de cuarenta años a través de un «grande y terrible desierto» (Deut. 1:19), en el cual no había ni trigo, ni hierba, ni fuentes de agua. ¿Cómo debía ser sustentado? No tenían víveres consigo, no habían hecho pacto alguno con naciones aliadas para que se los proporcionasen, no tenían ningún convoy de provisiones apostado en las diferentes etapas de su ruta; en otras palabras, no tenían ningún medio visible para proveer a sus necesidades, nada de lo que la naturaleza puede considerar útil y necesario.
Vale la pena considerar seriamente todo esto. Pero también es necesario que lo examinemos en la presencia de Dios. Para la razón humana no sería provechoso sentarse y tratar de resolver por el cálculo humano el tamaño del problema. No, lector; solo la fe puede resolverlo, y ello a través de la Palabra del Dios viviente. Ahí se encuentra la verdadera solución. Introduzca a Dios en la ecuación y no tendrá necesidad de ningún otro factor para obtener la respuesta. Póngalo de lado y, por poderosa que sea su razón, por inteligentes que sean sus cálculos, su dificultad será de lo más desesperante.
La fe resuelve así la cuestión. Dios estaba en medio de su pueblo. Allí estaba con toda la plenitud de su gracia y su misericordia, con perfecto conocimiento de sus necesidades y de las dificultades de su camino, con su poder supremo y sus recursos ilimitados para hacer frente a esas dificultades y para suplir sus necesidades. Y estaba tan compenetrado con todas esas cosas que, al fin de sus largas peregrinaciones por aquel desierto, podía dirigirse a sus corazones con palabras tan conmovedoras como las siguientes: «Pues Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado». Y, además: «Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años» (Deut. 2:7; 8:4).
3.6 - Israel, tipo de la Iglesia
Ahora bien, en todas estas cosas el campamento de Israel era un tipo, un tipo llamativo y notable. Pero, ¿tipo de qué? De la Iglesia de Dios en su paso a través de este mundo. El testimonio de la Escritura es tan formal al respecto que no da lugar a la imaginación: «Y estas cosas les acontecían como ejemplo, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11).
Podemos, pues, acercarnos y contemplar con vivo interés este maravilloso espectáculo y tratar de sacar de él las preciosas lecciones que son tan adecuadas para enseñarnos. ¡Y qué lecciones! ¿Quién podrá apreciarlas debidamente? ¡Vea usted ese misterioso campamento en el desierto, compuesto, según ya dijimos, de guerreros, obreros y adoradores! ¡Qué separación respecto a todas las naciones del mundo! ¡Qué indigencia más completa! ¡Qué dependencia respecto a Dios! ¡No tenían nada, no podían nada, no sabían nada! No tenían ni un pedazo de pan, ni una gota de agua aparte de lo que recibían día tras día de la propia mano de Dios. Cuando por la noche se retiraban a descansar, no poseían ni una pizca de provisión para el día siguiente. No tenían almacén, ni despensa, ni ningún recurso visible, nada con lo que la naturaleza humana pudiera contar.
Pero Dios estaba allí, y a juicio de la fe no se necesitaba más. Estaban obligados a depender enteramente de Dios. Tal era la única y gran realidad. La fe no reconoce nada palpable, nada visible, nada verdadero fuera del Dios viviente, verdadero y eterno. La naturaleza caída podía dirigir una mirada de codicia hacia atrás a los graneros de Egipto y ver allí algo palpable y material. La fe mira al cielo y halla en él todos sus recursos.
Tal como acontecía en el campamento en el desierto sucede también con la Iglesia en el mundo. No había una sola necesidad, un solo caso imprevisto, una sola carencia, de la índole que fuera, para las que la presencia de Dios no fuese una respuesta enteramente suficiente. Las naciones de los incircuncisos podían mirar y maravillarse. Podían, con la desorientación propia de la ciega incredulidad, hacer muchas preguntas y procurar saber cómo semejante ejército podía alimentarse, vestirse y mantenerse en orden. Ciertamente ellas no tenían ojos para ver cómo podía ser eso. No conocían a Jehová, el Eterno, el Dios de los hebreos; y, por lo tanto, decirles que él iba a encargarse de esta inmensa asamblea les hubiera parecido un cuento frívolo.
3.7 - La Iglesia separada del mundo
Lo mismo sucede ahora con la Asamblea de Dios en este mundo, el cual puede calificarse verdaderamente como un desierto moral. Esta Iglesia, considerada desde el punto de vista de Dios, no es del mundo; está enteramente separada de él. Está completamente fuera del mundo, así como el campamento de Israel estaba fuera de Egipto. Las olas del mar Rojo corrían entre este campamento y Egipto; las aguas más profundas y más sombrías de la muerte de Cristo corren entre la Iglesia de Dios y este presente siglo malo. Es imposible concebir una separación más absoluta. «No son del mundo», dijo Cristo, «como yo no soy del mundo» (Juan 17:16).
Seguidamente consideremos la completa dependencia. ¿Existe otra cosa más dependiente que la Iglesia de Dios en este mundo? Ella no tiene nada en sí misma o por sí misma. Está colocada en medio de un desierto moral, árido, sombrío y vasto; de un desierto donde no hay más que aullidos y desolación, donde no hay literalmente nada que pueda hacerla vivir. En toda la extensión de este mundo no hay ni una gota de agua ni un mendrugo de pan que pueda ser conveniente a la Iglesia de Dios.
Igual sucede en cuanto a su exposición a las influencias hostiles; no podría estarlo más: ni siquiera hay una influencia amiga; todo le es contrario. Ella está en medio de este mundo frío como una planta exótica, una planta de clima extraño, colocada en una región en la que el suelo y la atmósfera le son igualmente contrarios.
Tal es la Iglesia de Dios en el mundo: separada, dependiente, sin defensa, enteramente subordinada al Dios viviente. Esto es apropiado para dar a nuestros pensamientos mucha realidad, fuerza y claridad sobre la Iglesia, presentándonosla como la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto. Considerarla así no es un vano capricho de la imaginación; 1 Corintios 10:11 lo prueba de la manera más evidente. Estamos plenamente autorizados para decir que lo que el campamento de Israel era exteriormente, la Iglesia lo es moral y espiritualmente. Y también que lo que el desierto era literalmente para Israel, el mundo lo es moral y espiritualmente para la Iglesia de Dios. Así como el desierto no era un lugar de recursos y goces para Israel, sino de peligros y fatigas, así también el mundo no ofrece a la Iglesia recursos y alegrías, sino fatigas y peligros.
Es conveniente captar este hecho en todo su poder moral. La Asamblea de Dios en el mundo, como «la asamblea en el desierto», está enteramente dejada a los cuidados del Dios vivo. Téngase presente que hablamos desde el punto de vista divino, es decir, de lo que es la Iglesia a los ojos de Dios. Considerada desde el punto de vista humano, tal como ella está en su verdadero estado actual, lamentablemente es algo diferente. Ahora nos ocupamos solo del aspecto normal, verdadero y divino de la Asamblea de Dios en el mundo.
No se debe olvidar que, así como en otro tiempo hubo un campamento, una congregación en el desierto, ahora también hay en el mundo una Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. Sin duda las naciones del mundo apenas si conocieron esa congregación, y menos aún hicieron caso de ella, pero esto no debilitaba ni afectaba la realidad de su existencia. Asimismo, hoy día los hombres del mundo apenas si conocen la Asamblea de Dios, el Cuerpo de Cristo, y menos aún se preocupan por ella; pero esto no afecta en ningún modo la gran verdad de que ella existe realmente en el mundo. Es cierto que la congregación de Israel tenía sus pruebas, sus combates, sus penas, sus tentaciones, sus disputas, sus controversias, sus conmociones internas, sus innumerables dificultades que exigían los variados recursos existentes en Jehová, como el precioso ministerio del profeta, del sacerdote y del rey que Dios les había dado; ya que, por lo que sabemos, Moisés estaba allí como «rey en Jesurún» (Deut. 33:5), como profeta nombrado por Dios, y Aarón también estaba allí para ejercer las funciones sacerdotales.
Mas, a pesar de las cosas que hemos enumerado, a pesar de la debilidad, la caída, el pecado y la rebelión, había allí un hecho evidente que debía ser conocido por los hombres, los demonios y los ángeles, es decir, una gran congregación que se elevaba a unos tres millones de almas viajando por un desierto, dependiendo enteramente de un brazo invisible, guiada y cuidada por el Dios eterno, cuyos ojos no se apartaban de ese misterioso y simbólico ejército. Dios habitaba verdaderamente en medio de su pueblo y no lo abandonaba jamás, a pesar de la incredulidad de este, de su olvido, su ingratitud y su rebelión. Él estaba presente para guiarlo, guardarlo y conservarlo noche y día. Lo alimentaba diariamente con pan del cielo y para él hacía brotar el agua de la peña.
Seguramente esto era un hecho prodigioso, un profundo misterio. Dios tenía una congregación en el desierto, apartada de todas las naciones circundantes, separada para él. Es posible que las naciones del mundo no supiesen nada, no se inquietasen para nada, no pensasen nada de tal asamblea. El desierto no producía nada para la subsistencia o para el solaz. En él se encontraban serpientes y escorpiones, peligros y asechanzas, sequía, esterilidad y desolación. Pero estaba también aquella maravillosa asamblea, sostenida de tal manera que desbarataba y confundía la razón humana.
Ahora bien, eso era un tipo. ¿Y de qué? De algo que ha venido existiendo durante veinte siglos, que existe aún y que existirá hasta que el Señor se levante de su posición actual y descienda en los aires. En otras palabras, es un tipo de la Iglesia de Dios en el mundo. Es muy importante reconocer este hecho que desgraciadamente se ha perdido mucho de vista y que es poco comprendido en nuestros días. No obstante, cada cristiano es responsable de reconocerlo y de confesarlo en la práctica. No lo puede evitar. ¿Es verdad que actualmente hay en el mundo algo que corresponde al campamento en el desierto? Sí, ciertamente: la Iglesia. Hay una Asamblea que pasa por este mundo como Israel pasaba por el desierto. Además, el mundo es, moral y espiritualmente, lo que el desierto era literal y prácticamente para Israel.
El pueblo de Israel no encontraba ningún recurso en el desierto, y la Iglesia de Dios tampoco debería encontrar recursos en el mundo. Si los encuentra, desmiente a su Señor y no marcha rectamente con él. Israel no era del desierto, sino que pasaba a través de él; la Iglesia de Dios no es del mundo, sino que lo atraviesa. Si el lector está compenetrado con esta verdad, ella le enseñará el lugar de separación que conviene a la Iglesia de Dios como Cuerpo, y a cada uno de sus miembros en particular. La Iglesia, según Dios la ve, está tan completamente separada del mundo como el campamento de Israel lo estaba del desierto que lo rodeaba. Nada hay en común entre la Iglesia y el mundo, como tampoco había nada común entre Israel y las arenas del desierto. Los atractivos más brillantes y las fascinaciones más seductoras del mundo son para la Iglesia de Dios lo que eran para Israel las serpientes, los escorpiones y los innumerables peligros del desierto.
3.8 - La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Esta es la noción divina de la Iglesia, y la que consideramos ahora. Lamentablemente, ¡qué diferente es ella de la que dice ser la Iglesia! Deseamos, sin embargo, que el lector, por el momento, fije su atención en el verdadero estado de cosas. Nos gustaría que se colocara, por la fe, en el punto de vista de Dios y que desde allí considerara la Iglesia, ya que solo viéndola así se puede formar una idea justa de lo que es la Iglesia, y de su responsabilidad personal con respecto a ella. Dios tiene una Iglesia en el mundo. Hay actualmente en la tierra un Cuerpo en el cual mora el Espíritu y que está unido a Cristo, la Cabeza. Esa Iglesia, ese Cuerpo, está constituido por todos los que creen verdaderamente en el Hijo de Dios, y que están unidos en virtud de la realidad de la presencia del Espíritu Santo.
Obsérvese, además, que no se trata de una opinión, de cierta idea que se pueda aceptar o no, a gusto de cada cual. Es un hecho divino. Quiera o no aceptarse, no por eso deja de ser una gran verdad. La Iglesia es un Cuerpo que existe, y nosotros somos miembros de él si somos creyentes. No podemos evitar serlo. Tampoco podemos ignorarlo. Estamos actualmente en esta relación, para lo cual hemos sido bautizados en un Cuerpo por el Espíritu Santo (1 Cor. 12:13). Esa es una cosa tan real y positiva como el nacimiento de un niño en una familia. El nacimiento ha ocurrido, la relación está formada; no nos queda otro recurso más que reconocerlo y comportarnos en consecuencia, día tras día. Desde el momento en que un alma ha nacido de nuevo, que es nacida de arriba y sellada con el Espíritu Santo, forma parte del Cuerpo de Cristo. En adelante no puede considerarse como un individuo solitario, como una persona independiente, un átomo aislado; ella es miembro de un Cuerpo, de igual modo que la mano o el pie es un miembro del cuerpo humano. El creyente es miembro de la Iglesia de Dios y no puede ser miembro de ninguna otra cosa. ¿Cómo podría mi brazo ser miembro de otro cuerpo? Según este mismo principio podemos preguntar: ¿Cómo un miembro del Cuerpo de Cristo podría ser miembro de otro cuerpo cualquiera?
¡Qué verdad tan gloriosa en cuanto a la Iglesia de Dios, la cual es la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto, «la asamblea en el desierto»! (Hec. 7:38). ¡Qué bueno es estar colocado bajo la influencia de semejante verdad! Existe una cosa tal como la Iglesia de Dios en medio de la ruina y del naufragio, de la lucha y de la discordia, de la confusión y de las divisiones, de las sectas y los partidos. Es ciertamente una verdad de las más preciosas y, al mismo tiempo, de las más prácticas y eficaces. Nos vemos tan obligados a reconocer, por la fe, la presencia de esta Iglesia en el mundo, como lo estaban los israelitas de reconocer, por la vista, el campamento en el desierto. Había un campamento, una congregación, y el verdadero israelita pertenecía a él; existe asimismo una Iglesia, un Cuerpo, y el verdadero cristiano forma parte de él.
Pero, ¿cómo está organizado este Cuerpo? El Espíritu Santo es quien lo organiza, según está escrito: «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo» (1 Cor. 12:13). ¿Cómo se sostiene? Por su Cabeza viviente; por medio del Espíritu y la Palabra, según leemos: «Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, así como Cristo a la Iglesia» (Efe. 5:29). ¿No basta esto? Cristo es suficiente; el Espíritu Santo basta. No tenemos necesidad de otra cosa que de las innumerables virtudes que se encuentran en el nombre de Jesús. Los dones del Espíritu eterno son enteramente suficientes para el crecimiento y sostén de la Iglesia de Dios. La presencia de Dios en la Iglesia ¿no le asegura todo aquello de lo que puede tener necesidad? ¿No responde a lo que cada hora puede exigir? La fe dice: “Sí”, y lo dice con energía y seguridad. La incredulidad y la razón humana dicen: “No, tenemos necesidad de muchas otras cosas”. ¿Qué responder a esto? Simplemente lo que sigue: Si Dios no es suficiente, no sabemos adónde volver la mirada. Si el nombre de Jesús no basta, no sabemos qué hacer. Si el Espíritu Santo no puede satisfacer todas las necesidades de la comunión, del ministerio y del culto, no sabemos qué decir.
No obstante, se puede objetar que hoy las cosas no están como en el tiempo de los apóstoles; que la Iglesia profesa [1] ha caído; que los dones de Pentecostés han cesado; que los gloriosos días del primer amor de la Iglesia han desaparecido y que, por consiguiente, es necesario adoptar los mejores medios que estén a nuestro alcance para la organización y el sostenimiento de nuestras congregaciones. A todo ello respondemos: Ni Dios, ni Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, ni el Espíritu Santo han fracasado. Ni una jota, ni una tilde de la Palabra de Dios ha perdido su poder (Mat. 5:18). El verdadero fundamento de la fe es este: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). Él dijo también: «Estoy con vosotros». ¿Por cuánto tiempo? ¿Solamente durante los tiempos del primer amor? ¿Durante los tiempos apostólicos? ¿En tanto que la Iglesia continúe siendo fiel? No: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (Mat. 28:20). Al igual que anteriormente, cuando se menciona a la Iglesia propiamente dicha por primera vez en todo el canon [2] de la Escritura, encontramos estas palabras memorables: «Sobre esta Roca (el Hijo del Dios viviente) edificaré mi Iglesia, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18).
[1] Nota del editor (N. del Ed.): La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– o sean personas aún perdidas que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profeso, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia de cristiano, pero sin tener vida, sin la posesión de la salvación.
[2] N. del Ed.: Conjunto de los libros que tienen derecho a estar incluidos dentro de la Biblia por tratarse de libros inspirados y recibidos de parte de Dios.
Ahora bien, la cuestión es: ¿Esa Iglesia está actualmente en la tierra? Por supuesto que sí. Existe ahora una Iglesia tan real aquí abajo como en otro tiempo hubo un campamento en el desierto. Y así como Dios estaba presente en aquel campamento para satisfacer todas las necesidades del pueblo, de igual modo ahora está presente en la Iglesia para gobernarla y dirigirla en todo, según está escrito: «En quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Esto es enteramente suficiente. Todo lo que necesitamos es captar esta gran realidad por medio de una fe sencilla. El nombre de Jesús responde a todas las necesidades de la Iglesia de Dios, así como responde también a la salvación del alma. Lo uno es tan verdadero como lo otro. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). ¿Esto ha dejado de ser verdad? ¿La presencia de Cristo no basta actualmente a su Iglesia? No necesitamos hacer toda clase de planes y trabajos, procedentes de nosotros mismos, en asuntos de la Iglesia. Lo mismo ocurre en cuanto a la salvación del alma. ¿Qué le decimos al pecador? Confíe en Jesucristo. ¿Qué le decimos al salvo? Confíe en Cristo. ¿Qué le decimos a una asamblea de santos, sea pequeña o numerosa? Confíen en Cristo. ¿Hay algo que él no pueda hacer? ¿Hay algo demasiado difícil para él? (Jer. 32:27).
El tesoro, de sus dones y de su gracia, no se ha agotado. ¿No puede proporcionar dones para el ministerio? ¿No puede suscitar evangelistas, pastores, maestros? (Efe. 4:11). ¿No puede hacer frente a las variadas necesidades de la Iglesia en el desierto? Si él no puede, ¿qué será de nosotros? ¿Qué haremos? ¿Adónde volveremos los ojos? ¿Qué tenía que hacer la congregación de Israel? Mirar a Jehová. ¿Para todo? Sí, para todo; para recibir el alimento, el agua, el vestido, la dirección, la protección, para todo. Todos sus recursos estaban en él. ¿Habrá que recurrir a otro? Nunca. Cristo nuestro Señor es más que suficiente, a pesar de todas nuestras caídas, de toda nuestra ruina, nuestros pecados y nuestra infidelidad. Él envió al Espíritu Santo, el bendito Consolador, para habitar con y en los rescatados, para formar con ellos un solo Cuerpo y para unirlos a su Cabeza viviente en los cielos. Este Espíritu es el poder de la unidad, de la comunión, del ministerio y del culto. Él no nos ha abandonado y no nos abandonará jamás. Bástenos confiar en él y dejarlo obrar. Guardémonos cuidadosamente de todo lo que pueda tender a apagarlo, a estorbarlo o a contristarlo. Reconozcamos su propio lugar en la asamblea y abandonémonos en todo a su dirección y autoridad.
Estamos convencidos de que en ello radica el verdadero secreto del poder y la bendición. ¿Acaso negamos la ruina? ¡Cómo podríamos hacerlo! Lamentablemente ella se presenta como un hecho demasiado palpable y manifiesto. ¿Procuramos negar nuestra participación en la ruina, nuestra locura y nuestro pecado? ¡Quiera Dios que la sintamos aun más intensamente! Pero, ¿añadiremos a nuestro pecado la negación de que la gracia y el poder de nuestro Señor puedan alcanzarnos incluso en nuestra ruina? ¿Lo abandonaremos a él, manantial de aguas vivas, y nos cavaremos cisternas rotas que no pueden retener el agua? (Jer. 2:13) ¿Nos desviaremos de la Roca de los siglos para apoyarnos en la caña cascada de nuestra propia imaginación? ¡Dios no lo permita! Que el lenguaje de nuestros corazones, cuando pensamos en el nombre de Jesús, sea más bien este: encuentro en este nombre la salvación, el perdón, un remedio a mis sufrimientos, a las penas terrenales, y para cada herida un bálsamo saludable. Todo cuanto necesito lo hallo en su hermoso nombre.
Pero guárdese el lector de suponer que intentamos dar la más mínima aprobación a las pretensiones eclesiásticas. Más bien nos producen horror; las consideramos altamente despreciables. Un sitio y un espíritu humildes son los que más nos convienen en vista de nuestra común vergüenza y de nuestro pecado. Lo que nos proponemos sostener es la suficiencia del nombre de Jesús para todas las necesidades de la Iglesia de Dios, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. En los días apostólicos ese nombre tenía un poder supremo, ¿por qué no lo tendría hoy? ¿Ese nombre glorioso habrá sufrido algún cambio? No, ¡gracias a Dios! Pues bien, nos basta en este momento; todo lo que tenemos que hacer es confiar plenamente en él y, por lo tanto, apartarnos de cualquier otro objeto de confianza, a fin de cobijarnos decididamente bajo este nombre precioso y sin par. Bendito sea su nombre, el Señor descendió incluso en medio de la más pequeña asamblea, del número más reducido, puesto que dijo: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Esas palabras ¿son aún verdaderas para nosotros? ¿Han perdido su poder? ¿Dónde consta que hayan sido revocadas?
¡Oh! lector cristiano, todos estos argumentos deberían influir sobre su corazón para dar su cordial asentimiento a esta verdad eterna, a saber, la plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo [3] para la Asamblea de Dios, cualquiera sea la condición en que esta se encuentre, durante todo el curso de su historia.
[3] En la expresión: “La plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo”, incluimos todo lo que está concedido a su Iglesia por este nombre: vida, justicia, aceptación, presencia del Espíritu Santo con sus variados dones, centro divino. Creemos que todo lo que la Iglesia necesita, en el tiempo como en la eternidad, está comprendido en este nombre glorioso: el «Señor Jesucristo».
Le rogamos encarecidamente que no considere esto como si fuese simplemente una teoría verdadera, sino que lo viva en la práctica. Entonces usted gustará con seguridad la profunda bendición de la presencia de Jesús aquí abajo, bendición que debe gustarse para ser conocida, y que, gustada realmente una vez, jamás puede ser olvidada o suplantada por cosa alguna.
4 - Capítulos 3 y 4
4.1 - Los levitas
Al considerar «la congregación en el desierto» (Hec. 7:38), la vemos compuesta de tres elementos distintos: guerreros, obreros y adoradores. Había un pueblo de guerreros, una tribu de obreros y una familia de adoradores o sacerdotes. Ya hemos echado una ojeada sobre los primeros y vimos a cada uno, según su «genealogía», ocupando su puesto bajo la «bandera», conforme a la orden directa de Jehová. Ahora nos detendremos unos instantes en los segundos y les seguiremos en su obra y en su servicio, según la misma ordenanza. Hemos hablado de los guerreros; ahora meditemos acerca de los obreros.
4.2 - Un puesto y un servicio especial
Los levitas estaban especialmente designados, de entre las demás tribus, para ocupar un puesto y cumplir un servicio muy particular. He aquí lo que leemos a este respecto: «Pero los levitas, según la tribu de sus padres, no fueron contados entre ellos; porque habló Jehová a Moisés, diciendo: Solamente no contarás la tribu de Leví, ni tomarás la cuenta de ellos entre los hijos de Israel, sino que pondrás a los levitas en el tabernáculo del testimonio, y sobre todos sus utensilios, y sobre todas las cosas que le pertenecen; ellos llevarán el tabernáculo y todos sus enseres, y ellos servirán en él, y acamparán alrededor del tabernáculo. Y cuando el tabernáculo haya de trasladarse, los levitas lo desarmarán, y cuando el tabernáculo haya de detenerse, los levitas lo armarán; y el extraño que se acercare morirá. Los hijos de Israel acamparán cada uno en su campamento, y cada uno junto a su bandera, por sus ejércitos; pero los levitas acamparán alrededor del tabernáculo del testimonio, para que no haya ira sobre la congregación de los hijos de Israel; y los levitas tendrán la guarda del tabernáculo del testimonio» (cap. 1:47-53). Leemos también: «Mas los levitas no fueron contados entre los hijos de Israel, como Jehová lo mandó a Moisés» (cap. 2:33).
Pero, ¿por qué los levitas? ¿Por qué esa tribu fue especialmente designada y separada para un servicio tan santo y elevado? ¿Había en ellos alguna santidad o algún bien particular que motivara tal distinción? No, por supuesto, ni por su naturaleza ni por su conducta, según podemos ver en las siguientes palabras: «Simeón y Leví son hermanos; armas de iniquidad sus armas. En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía. Porque en su furor mataron hombres, y en su temeridad desjarretaron toros. Maldito su furor, que fue fiero; y su ira, que fue dura. Yo los apartaré en Jacob, y los esparciré en Israel» (Gén. 49:5-7).
Así fue Leví [4] por naturaleza y en la práctica: voluntarioso, violento y cruel. ¡Cuán notable es que la descendencia de tal hombre haya sido escogida y haya ascendido a una posición tan privilegiada y santa! Bien podemos decir que fue la gracia desde el comienzo hasta el fin. Esta es la vía ordinaria de la gracia: elevar a los que están en el peor estado. Ella desciende a los más profundos abismos y allí cosecha sus más preciosos frutos. «Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim. 1:15). «A mí, el más insignificante de todos los santos, me fue otorgada esta gracia de proclamar a los gentiles [5] las inescrutables riquezas de Cristo» (Efe. 3:8).
[4] N. del Ed.: Puede tratarse de la persona o de toda su descendencia: los levitas.
[5] N. del Ed.: Término con que se designa a los pueblos no judíos (Rom. 3:29).
¡Qué sorprendente lenguaje! «En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía» (Gén. 49:6). Dios tiene los ojos demasiado puros para ver el mal, y no puede mirar la iniquidad. Dios no podía entrar en íntima comunión con Leví, y tampoco podía estar en su compañía. Era imposible. Dios no tenía nada que ver con la voluntad propia, la violencia y la crueldad. Sin embargo, podía introducir a Leví en su consejo y juntarlo a su asamblea. Él podía hacerlo salir de su morada, en la que no había más que instrumentos de crueldad, y llevarlo al tabernáculo para que se hiciera cargo de los instrumentos sagrados y los vasos que estaban allí. Esto era la gracia, la gracia libre y soberana; en esta gracia hay que buscar la base de todo el servicio superior y bendito de Leví. En lo que se refería a él personalmente, existía una inmensa distancia que le separaba del Dios santo, un abismo sobre el que ningún arte o poder humano podía tender un puente. Un Dios santo no podía tener nada en común con la voluntad propia, la violencia y la crueldad; pero un Dios de gracia podía preocuparse por Leví. En su soberana misericordia podía visitar a un ser de tal naturaleza, extraerlo de las profundidades de su degradación moral y llevarlo junto a él.
¡Qué maravilloso contraste entre la situación de Leví por su naturaleza y su posición obtenida por gracia, entre los instrumentos de crueldad y los utensilios del santuario, entre el Leví del capítulo 34 de Génesis y el Leví de los capítulos 3 y 4 de Números!
Pero examinemos la manera en que Dios obra con Leví, el principio según el que fue llevado a tan bendita posición. Para hacerlo es necesario remitirnos al capítulo 8 de nuestro libro, en el cual hallaremos el secreto de todo ese tema. Allí veremos que nada de cuanto concernía a Leví era ni podía ser tolerado, que ninguno de sus caminos podía ser aprobado; y, no obstante, encontramos allí el más completo despliegue de la gracia, de la gracia que reina por la justicia (Rom. 5:21). Hablamos de él como tipo y de su significación, y lo hacemos según las palabras ya citadas: «Y estas cosas les acontecían como ejemplo» (1 Cor. 10:11). No se trata de saber hasta qué punto los levitas comprendían esas cosas; esto no es lo esencial en modo alguno. Tampoco hemos de preguntarnos: ¿Qué veían los levitas en las dispensaciones de Dios hacia ellos? Lo que sí debemos preguntarnos es: ¿Qué enseñanza podemos extraer de ello?
4.3 - La purificación de los levitas
«Jehová habló a Moisés, diciendo: Toma a los levitas de entre los hijos de Israel, y haz expiación por ellos. Así harás para expiación por ellos: Rocía sobre ellos el agua de la expiación, y haz pasar la navaja sobre todo su cuerpo, y lavarán sus vestidos, y serán purificados» (cap. 8:5-7).
Aquí tenemos, en tipo, el único principio divino de purificación. Es la aplicación de la muerte a la naturaleza pecaminosa y a sus inclinaciones. Es la Palabra de Dios que obra en el corazón y en la conciencia de manera viva. Nada más expresivo que la doble acción presentada en el pasaje que acabamos de citar. Moisés debía rociarlos con el agua de la purificación, y, acto seguido, ellos debían rasurarse todo el cuerpo y lavar sus vestidos. Hay en esto una gran belleza y precisión. Moisés, como representante de los derechos de Dios, purifica a los levitas conforme a esos derechos; y ellos, una vez purificados, son capaces de pasar la navaja sobre todo lo que no era más que un desarrollo de la naturaleza, y pueden lavar sus vestidos, lo que representa, en forma simbólica, la purificación de sus hábitos exteriores, según la Palabra de Dios. De este modo Dios satisfacía todo lo que demandaba el estado natural de Leví, la voluntad propia, la violencia y la crueldad. El agua pura y la navaja cortante eran puestas en uso, y su acción debía continuar hasta que Leví fuese hecho apto para acercarse a los utensilios del santuario.
Así sucede en todos los casos. No hay ni puede haber sitio alguno para la vieja naturaleza entre los obreros de Dios. No ha habido error más fatal que procurar introducir la vieja naturaleza en el servicio de Dios, sin importar cómo se intenta mejorarla o ajustarla. No es el mejoramiento el que servirá, sino la muerte. Es muy importante que el lector comprenda claramente esta gran verdad práctica. El hombre ha sido pesado en balanza y ha sido hallado falto de peso. El nivel ha sido aplicado a sus senderos y estos han resultado tortuosos. Es inútil tratar de reformarlo. Solo el agua y la navaja pueden hacerlo. Dios ha clausurado la historia del hombre. Le ha puesto fin en la muerte de Cristo.
Lo primero que el Espíritu Santo hace en la conciencia humana es convencerla de que Dios ha pronunciado su solemne veredicto contra la naturaleza del hombre, y que es necesario que cada hombre acepte personalmente ese veredicto contra sí mismo. No es una manera de pensar o de sentir. Podrá decirse: “Yo no siento que sea tan malo como ustedes quieren mostrarme”. Nosotros respondemos: Esto no tiene absolutamente nada que ver con la cuestión. Dios ha pronunciado su juicio sobre todos, y el primer deber del hombre es inclinarse ante ese juicio y aceptarlo. ¿De qué le hubiera servido a Leví decir que no estaba de acuerdo con lo que la Palabra de Dios decía de él? ¿Hubiera eso cambiado el estado de las cosas respecto a él? De ningún modo. Que Leví estuviera de acuerdo o no, la apreciación divina quedaba en pie; así que es evidente que el primer paso en el camino de la sabiduría es someterse a esa apreciación.
Todo esto está simbolizado por el «agua» y la «navaja», el «lavado» y el hecho de «pasar la navaja sobre todo su cuerpo». Nada podría ser más significativo y evidente. Estos actos hacen resaltar la solemne verdad de la sentencia de muerte pronunciada contra la naturaleza y la ejecución de esta sentencia sobre todo lo que ella produce.
Y ¿cuál es, preguntamos, el significado del bautismo cristiano? ¿Acaso no representa el bendito hecho de que nuestro «viejo hombre», nuestra naturaleza caída, ha sido puesta a un lado y que hemos sido introducidos en una posición enteramente nueva? (Rom. 6:6; Col. 2:11-12; 3:9). Así es en verdad. ¿Y qué significa para nosotros el acto de rasurar todo el cuerpo? Un severo juicio diario de uno mismo, el implacable despojamiento de todo lo que procede la vieja naturaleza. Tal es el verdadero camino que deben seguir todos los obreros de Dios en el desierto. Cuando consideramos la conducta de Leví en Siquem (Gén. 34) y lo que se dice de él en Génesis 49, bien podemos preguntarnos cómo los levitas podían ser admitidos para llevar los utensilios del santuario. La respuesta es: la gracia brilla en el llamamiento de Leví, y la santidad en su purificación. Fue llamado a la obra según las riquezas de la gracia divina; pues fue hecho apto para la obra según los derechos de la santidad de Dios.
Así debe ser con todos los obreros de Dios. Estamos profundamente convencidos de que no somos aptos para cumplir la obra de Dios hasta que la naturaleza no esté colocada bajo el poder de la cruz y del juicio de uno mismo. La voluntad propia nunca puede ser útil al servicio de Dios; no, jamás; es necesario que sea puesta de lado si queremos saber lo que es el verdadero servicio. Lamentablemente, cuántas cosas hay que aparentan ser un servicio y que, juzgadas a la luz de la presencia de Dios, serían reconocidas como frutos de una voluntad inquieta. Esto es muy solemne y exige nuestra atención.
Nunca será demasiado severa la censura que ejerzamos sobre nosotros mismos a este respecto. El corazón es tan engañoso que podemos imaginarnos que hacemos la obra de Dios cuando en realidad estamos buscando nuestra propia complacencia. Pero, si queremos andar en el camino del verdadero servicio, es preciso que procuremos estar cada vez más separados de todo cuanto sea de la vieja naturaleza. Los levitas debieron pasar por la acción simbólica del agua y de la navaja antes de poder ser empleados en el glorioso servicio que les fue asignado por decreto directo del Dios de Israel.
4.4 - ¿Quién está por Jehová?
Pero antes de continuar examinando en detalle la obra y el servicio de los levitas, es necesario que contemplemos por un momento la escena presentada en Éxodo 32, en la cual desempeñan un papel notable. Nos referimos al becerro de oro, como el lector habrá advertido. Durante la ausencia de Moisés, el pueblo perdió tan completamente de vista a Dios y sus derechos, que se hizo un becerro de fundición y se postró ante él. Tan horrible acción exigía un juicio inmediato. «Y viendo Moisés que el pueblo estaba desenfrenado, porque Aarón lo había permitido, para vergüenza entre sus enemigos, se puso Moisés a la puerta del campamento, y dijo: ¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo. Y se juntaron con él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así ha dicho Jehová, el Dios de Israel: Poned cada uno su espada sobre su muslo; pasad y volved de puerta a puerta por el campamento, y matad cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente. Y los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés; y cayeron del pueblo en aquel día como tres mil hombres. Entonces Moisés dijo: Hoy os habéis consagrado a Jehová, pues cada uno se ha consagrado en su hijo y en su hermano, para que él dé bendición hoy sobre vosotros» (Éx. 32:25-29).
Fue un momento de prueba. No podía ser de otro modo, pues la gran pregunta: «¿Quién está por Jehová?», se había dirigido al corazón y a la conciencia. Nada pudo haber sido más preciso para sondear el corazón. La pregunta no era: ¿Quién quiere trabajar? No, era mucho más seria y apremiante. No se trataba de saber quién iría aquí o allí, quién haría esto o aquello. Se podían haber realizado muchas actividades y movimientos y, no obstante, todo habría podido proceder solamente del impulso de una voluntad no quebrantada, la que, obrando sobre la naturaleza religiosa, hubiese dado una apariencia de devoción y de piedad eminentemente adecuada para engañarse a sí mismo y a los demás.
Pero estar «por Jehová» supone el renunciamiento a la propia voluntad, el completo abandono de sí mismo, lo cual es esencial para el servidor fiel del verdadero obrero. Saulo de Tarso se colocó en ese terreno cuando exclamó: «¿Qué haré, Señor?» (Hec. 22:10). ¡Qué palabras en boca del obstinado y cruel perseguidor de la Iglesia de Dios!
«¿Quién está por Jehová?». Lector, ¿está usted por el Señor? Indague y vea. Examínese atentamente. Acuérdese de que la cuestión no es: ¿Qué hace usted? No; es mucho más profunda. Si usted está por el Señor, está listo para todo. Está dispuesto a detenerse o a marchar hacia adelante; a ir a la derecha o a la izquierda; a ser activo o a permanecer quieto; a mantenerse en pie o a estar sentado. Lo importante es el abandono de sí mismo a los derechos de otro; y este otro es el Señor.
Este es un tema de inmenso alcance. En verdad, no conocemos nada más importante para el momento actual que esta cuestión escrutadora: «¿Quién está por Jehová?». Vivimos en tiempos en los cuales la voluntad propia es extremadamente activa. El hombre se gloría de su libertad; y esto ocurre, de una manera muy marcada, en materia religiosa. Tal era también la situación en el campamento de Israel en los días descritos en Éxodo 32, en los días del becerro de oro. Moisés estaba ausente, y la voluntad del hombre estaba obrando; el buril trabajó y, ¿cuál fue el resultado? Un becerro de fundición. Y cuando Moisés volvió, encontró al pueblo en la idolatría y el desenfreno. Entonces surgió, para sondear al pueblo, la solemne pregunta: «¿Quién está por Jehová?», la cual llevó aquella situación a una decisión, o más bien, puso a prueba a los israelitas. Hoy sucede lo mismo. La voluntad del hombre reina, y sobre todo en materia religiosa. El hombre se gloría de sus derechos, de su libertad, de su voluntad y del libre albedrío. Eso es una negación del señorío de Cristo; y, por consiguiente, conviene que nos mantengamos en guardia y velemos para tomar realmente partido por el Señor contra nuestra propia naturaleza. Nos conviene mantenernos en la actitud de una completa sumisión a su autoridad. Ya no estaremos pendientes del valor o del carácter de nuestro servicio; nuestra meta será hacer la voluntad de nuestro Señor.
Ahora bien, al obrar bajo la dirección del Señor, a menudo nos parecerá que la esfera de nuestra acción es muy limitada; pero esto no debe importarnos. Si un señor dice a su criado que permanezca en la sala y que no se mueva de allí hasta que él lo llame, ¿qué debe hacer el criado? Evidentemente no moverse del sitio señalado, aunque sus compañeros critiquen su aparente inactividad y escaso servicio; él está seguro de que su amo aprobará su conducta y velará por su buen nombre. Esto bastará para todo siervo fiel, cuyo deseo no será hacer gran cantidad de trabajo, sino cumplir la voluntad de su señor.
En otras palabras, sea que se aplique al campamento de Israel en los días del becerro de oro o a la Iglesia en los actuales tiempos de la supremacía de la voluntad humana, la pregunta es esta: «¿Quién está por Jehová?». ¡Cuestión importante! No consiste en preguntar: ¿Quién está por la religión, por la filantropía o por la reforma moral? Podemos fomentar y sostener los diversos proyectos de filantropía, de religión y de reforma moral, pero con ello no hacemos más que servir a nuestro yo y sustentar nuestra propia voluntad. Atravesamos una fase en la que la voluntad humana se ve lisonjeada con incomparable empeño. Creemos firmemente que el verdadero remedio a ese mal se encuentra en esta única y trascendental pregunta: «¿Quién está por Jehová?» Ella encierra un inmenso poder práctico. Estar realmente por el Señor es estar dispuesto a hacer absolutamente todo lo que él tenga a bien mandarnos. Si el alma está dispuesta a decir sinceramente: «¿Qué haré, Señor?» «Habla, porque tu siervo oye» (1 Sam. 3:10), está presta a hacer todo lo que se le mande. Así, en el caso de los levitas, ellos fueron llamados a matar «cada uno a su hermano, y a su amigo, y a su pariente». Era una tarea horrible para la carne y la sangre, pero las circunstancias lo requerían. Los derechos de Dios habían sido pisoteados abierta y groseramente. La inventiva humana había entrado en acción, había empleado el cincel y formado el becerro. Se había cambiado la gloria de Dios en la figura de un buey que pace en la hierba y por esa razón todos los que estaban por Jehová fueron llamados a ceñir la espada.
La carne podía decir: “No, seamos indulgentes, compasivos y misericordiosos. Lograremos más con la dulzura que con la severidad. Ningún bien puede hacerse a las personas castigándolas. El amor tiene más poder que el rigor. Amémonos los unos a los otros”. Tales son los pensamientos, verdaderos según el caso, que la naturaleza podía sugerir; así podía razonar. Pero la orden era clara y decisiva: «Poned cada uno su espada sobre su muslo» (Éx. 32:27). La espada era lo único que merecían por haber hecho el becerro de oro. Hablar de amor en semejantes momentos hubiera sido echar por la borda los justos derechos del Dios de Israel. Al verdadero espíritu de obediencia le conviene hacer el servicio adecuado a las circunstancias. Un siervo no tiene que razonar, sino limitarse a hacer lo que se le manda. Formular una pregunta o anteponer una objeción es abandonar el cargo de siervo. Matar a su hermano, a su amigo, a su vecino, podía parecer la peor de las tareas; pero la palabra de Jehová era imperativa. No podía ser eludida; y los levitas, por gracia, demostraron una pronta y completa obediencia. «Los hijos de Leví lo hicieron conforme al dicho de Moisés» (Éx. 32:28).
4.5 - La fidelidad de los levitas
Esta es la única y verdadera senda de los que quieren ser obreros de Dios y servidores de Cristo en este mundo donde predomina la propia voluntad. Es de la mayor importancia tener profundamente grabada en el corazón la verdad del señorío de Cristo. Es el único regulador de la marcha y de la conducta. Ello resuelve una multitud de preguntas. Si el corazón está realmente sometido a la autoridad de Cristo, se halla en condiciones de hacer todo lo que él le pida: permanecer quieto o avanzar, hacer poco o mucho, ser activo o pasivo. Un corazón obediente no tiene que preguntarse: ¿Qué hago? o ¿A dónde voy?, sino: ¿Hago la voluntad de mi Señor?
Leví se colocó en este terreno. Y observemos el comentario divino que se nos da por medio de Malaquías: «Y sabréis que yo os envié este mandamiento, para que fuese mi pacto con Leví, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mi pacto con él fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad» (Mal. 2:4-6). Nótese asimismo la bendición que pronunció Moisés: «A Leví dijo: Tu Tumim y tu Urim sean para tu varón piadoso, a quien probaste en Masah, con quien contendiste en las aguas de Meriba, quien dijo de su padre y de su madre: Nunca los he visto; y no reconoció a sus hermanos, ni a sus hijos conoció; pues ellos guardaron tus palabras, y cumplieron tu pacto. Ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel; pondrán el incienso delante de ti, y el holocausto sobre tu altar. Bendice, oh Jehová, lo que hicieren, y recibe con agrado la obra de sus manos; hiere los lomos de sus enemigos y de los que lo aborrecieren, para que nunca se levanten» (Deut. 33:8-11).
Podría parecer inexcusable, duro y severo que Leví no reconociera ni a sus padres ni a sus hermanos. Pero los derechos de Dios son soberanos; y Cristo, nuestro Señor, dijo estas solemnes palabras: «Si alguno viene a mí, y no odia a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14:26).
Estas sencillas palabras nos hacen penetrar en el secreto de la base de todo verdadero servicio. Esto no quiere decir que no debamos tener afectos naturales. Lejos de nosotros tal pensamiento. Carecer de ellos sería tanto como adherirnos moralmente a la apostasía de los últimos días (ver 2 Tim. 3:3). Pero cuando se deja que los afectos naturales intervengan como obstáculos en el camino de nuestro íntegro y amante servicio cristiano, y cuando el pretendido amor a nuestros hermanos ocupa un lugar más elevado que la fidelidad a Cristo, entonces somos poco aptos para el servicio del Señor e indignos de ser llamados siervos suyos. Observemos cuidadosamente que el principio moral que daba a Leví un derecho para ser empleado en el servicio de Jehová era el hecho de no ver a sus padres, ni reconocer a sus hermanos e hijos. En otras palabras, dejó de lado los derechos de la naturaleza y dio en su corazón un lugar soberano a los derechos de Jehová. Esta es, lo repetimos, la única base verdadera del carácter del siervo.
Que el lector cristiano preste mucha atención a ello. Puede haber multitud de cosas que aparentan ser un servicio: mucha actividad, idas y venidas, actos y palabras, y, en todo eso, puede no existir un solo átomo de verdadero servicio de levitas, y, según la apreciación de Dios, quizá todo ello no sea más que la inquieta actividad de la voluntad. Se dirá: ¿Cómo puede la propia voluntad mostrarse al servicio de Dios en materia religiosa? Lamentablemente puede hacerlo, y lo hace; muy a menudo la aparente energía y la abundancia de trabajo y de servicio están justamente en igual proporción a la energía de esa voluntad. Esto es particularmente solemne y requiere un estricto juicio de uno mismo a la luz de la presencia de Dios. El verdadero servicio no consiste en realizar grandes actividades, sino en una profunda sumisión a la voluntad de nuestro Señor; si esta sumisión existe, habrá buena disposición para dejar de lado los derechos de los padres, de los hermanos y de los hijos, a fin de cumplir la voluntad de Aquel a quien reconocemos como Señor. Es cierto que debemos amar a nuestros padres, hermanos e hijos. No se trata de amarlos menos, sino de amar más a Cristo. Es preciso que el Señor y sus derechos ocupen siempre el primer lugar en nuestro corazón si queremos ser verdaderos obreros de Dios, verdaderos siervos de Cristo, verdaderos levitas en medio del desierto. Esto era lo que caracterizaba los actos de Leví en las circunstancias que recordamos. Los derechos de Dios eran cuestionados, y, por lo tanto, no se debía tener miramientos con los derechos de los vínculos naturales. Los padres, los hermanos y los hijos, por queridos que fuesen, no debían oponerse a la gloria del Dios de Israel que había sido cambiada por la imagen de un becerro que come hierba.
Aquí se plantea la cuestión en toda su importancia y extensión. Los lazos de las relaciones naturales y todos los derechos, deberes y responsabilidades que nacen de esos vínculos tendrán siempre su propio lugar y su legítima estimación en aquellos cuyo corazón, espíritu y conciencia han sido colocados bajo el poder regulador de la verdad de Dios. Jamás debe permitirse que nada infrinja esos derechos fundados en el parentesco natural, a no ser lo que realmente sea debido a Dios y a Cristo. Esta es una consideración de las más necesarias y útiles, sobre la cual deseamos insistir particularmente ante el joven lector cristiano. Siempre debemos guardarnos de un espíritu de voluntad propia que se complazca en sí mismo, espíritu que nunca es tan peligroso como cuando se reviste de la apariencia de un servicio y de un trabajo pretendidamente religioso. Debemos estar muy seguros de que en nuestro corazón imperan únicamente los derechos de Dios cuando no tomamos en cuenta los derechos del parentesco natural. En el caso de Leví, la cuestión era tan clara como un rayo de sol; he ahí por qué «la espada» del juicio, y no el beso afectuoso, era lo que convenía en ese momento crítico. Lo mismo ocurre en nuestra vida; hay circunstancias en las que atender, aunque solo sea un momento, a las relaciones naturales sería una manifiesta deslealtad a nuestro Señor.
Las observaciones precedentes pueden ayudar al lector a comprender los actos realizados por los levitas en Éxodo 32 y las palabras del Señor en Lucas 14:26. ¡Que el Espíritu de Dios nos haga capaces de experimentar y mostrar el poder ordenador de la verdad!
4.6 - La consagración de los levitas
Nos detendremos ahora, por unos momentos, en la consagración de los levitas en Números 8, a fin de considerar el asunto en su totalidad. Este es un verdadero manantial de instrucción para cuantos desean ser obreros del Señor. Después de los actos ceremoniales de «lavarse y afeitarse», de los cuales ya hemos hablado, leemos lo siguiente: «Luego tomarán (los levitas) un novillo, con su ofrenda de flor de harina amasada con aceite; y tomarás otro novillo para expiación. Y harás que los levitas se acerquen delante del tabernáculo de reunión, y reunirás a toda la congregación de los hijos de Israel. Y cuando hayas acercado a los levitas delante de Jehová, pondrán los hijos de Israel sus manos sobre los levitas; y ofrecerá Aarón los levitas delante de Jehová en ofrenda de los hijos de Israel, y servirán en el ministerio de Jehová. Y los levitas pondrán sus manos sobre las cabezas de los novillos; y ofrecerás el uno por expiación, y el otro en holocausto a Jehová, para hacer expiación por los levitas» (Núm. 8:8-12).
Aquí se nos presentan los dos grandes aspectos de la muerte de Cristo. Uno de ellos lo tenemos en la ofrenda por el pecado; el otro en el holocausto. No entraremos en detalles acerca de esas ofrendas, pues ya lo hicimos en los primeros capítulos de nuestro “Estudio sobre el libro del Levítico”. Aquí solo queremos subrayar que, en la ofrenda por el pecado, vemos a Cristo llevando el pecado en su cuerpo sobre el madero y sufriendo la ira de Dios contra ese pecado. En el holocausto vemos a Cristo glorificando a Dios, incluso mientras hacía la propiciación por el pecado. En los dos casos se llevaba a cabo la expiación; pero, en el primero, es una expiación relacionada con la profundidad de las necesidades del pecador; en el segundo es una expiación según la medida de la consagración de Cristo a Dios. En aquel vemos la odiosa naturaleza del pecado; en este vemos el valor supremo de Cristo. Apenas necesitamos decir que es la misma muerte expiatoria de Cristo, pero presentada bajo dos aspectos distintos [6].
[6] Para más detalles sobre la doctrina de la ofrenda por el pecado y del holocausto, remitimos al lector a los capítulos 1 y 4 del “Estudio sobre el libro del Levítico”.
Los levitas ponían sus manos sobre la víctima por el pecado y sobre el holocausto; este acto de imposición de manos representaba sencillamente el hecho de la identificación. Pero ¡cuán diferente era el resultado en cada caso! Cuando Leví ponía las manos sobre la cabeza de la ofrenda por el pecado, eso significaba transferir sobre la víctima todos sus pecados, su culpabilidad, su crueldad, su violencia y su propia voluntad. Por otra parte, cuando ponía sus manos sobre la cabeza del holocausto, ello implicaba el traspaso a Leví de toda la aceptación y la perfección del sacrificio. Naturalmente hablamos de lo que el tipo expresa. No se trata aquí de averiguar si Leví comprendía estas cosas; tan solo procuramos explicar el sentido del símbolo ceremonial; y está claro que ningún símbolo podría ser más significativo que la imposición de las manos, considerada en el caso de la ofrenda por el pecado o en el del holocausto. La doctrina de todo ello está incluida en el muy importante pasaje de 2 Corintios 5:21: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él».
«Y presentarás a los levitas delante de Aarón, y delante de sus hijos, y los ofrecerás en ofrenda a Jehová. Así apartarás a los levitas de entre los hijos de Israel, y serán míos los levitas. Después de eso vendrán los levitas a ministrar en el tabernáculo de reunión; serán purificados, y los ofrecerás en ofrenda. Porque enteramente me son dedicados a mí los levitas de entre los hijos de Israel, en lugar de todo primer nacido; los he tomado para mí en lugar de los primogénitos de todos los hijos de Israel. Porque mío es todo primogénito de entre los hijos de Israel, así de hombres como de animales; desde el día que yo herí a todo primogénito en la tierra de Egipto, los santifiqué para mí. Y he tomado a los levitas en lugar de todos los primogénitos de los hijos de Israel. Y yo he dado en don los levitas a Aarón y a sus hijos de entre los hijos de Israel, para que ejerzan el ministerio de los hijos de Israel en el tabernáculo de reunión, y reconcilien a los hijos de Israel; para que no haya plaga en los hijos de Israel, al acercarse los hijos de Israel al santuario. Y Moisés y Aarón y toda la congregación de los hijos de Israel hicieron con los levitas conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés acerca de los levitas; así hicieron con ellos los hijos de Israel» (Núm. 8:13-20).
Cuán vivamente nos recuerdan estos pasajes las palabras de nuestro Señor en Juan 17: «Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo. Tuyos eran, y me los diste, y tu palabra han guardado… Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son; y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío; y yo soy glorificado en ellos» (v. 6-10).
Los levitas formaban un pueblo aparte, eran la posesión especial de Dios. Tomaban el lugar de todos los primogénitos de Israel, quienes habían sido salvados de la espada del exterminador por la sangre del cordero. Eran, simbólicamente, un pueblo muerto y resucitado, puesto aparte por Dios, quien lo ofrecía como un don al sumo sacerdote Aarón para prestar el servicio del tabernáculo.
¡Qué posición para el voluntarioso, violento y cruel Leví! ¡Qué triunfo de la gracia! ¡Qué ejemplo de la eficacia de la sangre de la propiciación y del agua de purificación! Ellos estaban, por naturaleza y por sus obras, alejados de Dios; pero la «sangre» expiatoria, el «agua» de purificación y la «navaja» del juicio personal habían hecho su bendita obra. En consecuencia, los levitas estaban en condiciones de ser ofrecidos como don a Aarón y a sus hijos, y de estar asociados a ellos en los santos servicios del tabernáculo del testimonio.
En todo esto los levitas eran un símbolo notable del pueblo actual de Dios. Los que forman ese pueblo han sido levantados y sacados de las profundidades de su degradación y de su ruina como pecadores. Han sido emblanquecidos en la preciosa sangre de Cristo, purificados por la aplicación de la Palabra y exhortados a ejecutar un juicio de sí mismos de forma habitual y severa. Así son hechos aptos para el santo servicio al cual son llamados. Dios los ha dado a su Hijo para que sean sus obreros en el mundo. «Tuyos eran, y me los diste» (Juan 17:6).
¡Qué maravilla! ¡Y pensar que esas personas somos nosotros! ¡Pensar que pertenecemos a Dios y que Dios nos ha puesto en manos de su Hijo! Bien podemos decir que esto supera todo concepto humano. No solo somos salvos de la gehena, lo cual es verdad; no solo somos perdonados, justificados, aceptados, lo que también es cierto, sino que además somos llamados a desempeñar el supremo y santo cargo de llevar en este mundo el Nombre, el testimonio y la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Es nuestra obra de verdaderos y fieles levitas. Como guerreros, somos llamados a combatir; como sacerdotes, tenemos el privilegio de rendir culto; pero, como levitas, somos responsables de servir; y nuestro servicio consiste en llevar, a través de este árido desierto, la persona de Cristo, realidad de lo que figuradamente representaba el tabernáculo. Esto es lo que caracteriza nuestro servicio; para esto hemos sido llamados; para esto hemos sido puestos aparte.
El lector notará que, en este libro de los Números, y solo en él, se nos dan todos los detalles preciosos y altamente instructivos sobre los levitas. Este hecho nos da una nueva explicación del carácter de dicho libro. Al colocarnos en el desierto tenemos un panorama exacto y completo tanto de los obreros como de los guerreros de Dios.
4.7 - El servicio de los levitas
Examinemos un poco el servicio de los levitas que nos es detallado en los capítulos 3 y 4 de los Números: «Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Haz que se acerque la tribu de Leví, y hazla estar delante del sacerdote Aarón, para que le sirvan, y desempeñen el encargo de él, y el encargo de toda la congregación delante del tabernáculo de reunión para servir en el ministerio del tabernáculo; y guarden todos los utensilios del tabernáculo de reunión, y todo lo encargado a ellos por los hijos de Israel, y ministren en el servicio del tabernáculo. Y darás los levitas a Aarón y a sus hijos; le son enteramente dados de entre los hijos de Israel» (cap. 3:5-9).
Los levitas representaban a toda la asamblea de los israelitas y obraban en favor de estos. Esto se desprende del hecho de que los hijos de Israel ponían sus manos sobre las cabezas de los levitas, así como estos ponían las suyas sobre las cabezas de las víctimas (cap. 8:10). El acto de la imposición representaba la identificación, de modo que los levitas ofrecían un aspecto muy especial del pueblo de Dios en el desierto. Nos lo presentan como una tropa de celosos obreros, y de ninguna manera (nótese bien) como simples trabajadores inconstantes e irregulares, yendo de acá para allá, haciendo cada cual lo que bien le parece. Nada de eso. Así como los hombres de guerra tenían que mostrar su genealogía y permanecer fieles a su bandera, los levitas tenían que reunirse alrededor de su centro y cumplir su tarea. Todo era tan claro, tan distinto y tan determinado como era posible, y, además, todo estaba bajo la autoridad y la inmediata dirección del sumo sacerdote.
Es muy necesario, para todos los que quieran ser verdaderos levitas, obreros fieles y siervos inteligentes, considerar seriamente este asunto. El servicio de los levitas debía ser regulado por las directivas del sacerdote. En el servicio de los levitas no había lugar para el ejercicio de la voluntad propia, así como tampoco lo había en la posición de los hombres de guerra. Todo estaba divinamente establecido, y esto era una gracia particular para quienes tenían sus corazones bien dispuestos. Para aquel cuya voluntad no estaba quebrantada podía parecer muy pesado y fastidioso verse obligado a ocupar la misma posición o estar dedicado a la misma rutina de trabajo. Ese hombre hubiera podido suspirar por algo nuevo, por algún cambio en su trabajo. Por el contrario, cuando la voluntad estaba sumisa y el corazón en regla, cada uno podía decir: “Mi sendero está perfectamente trazado; solo tengo que obedecer”. Tal es la ocupación del verdadero siervo; y esto fue cumplido de una manera perfecta por el más grande siervo que haya pasado por la tierra, Jesús. Él podía decir: «Porque descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (Juan 6:38). Y, además: «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra» (Juan 4:34).
Pero hay otro hecho digno de atención en cuanto a los levitas: su servicio tenía una exclusiva relación con el tabernáculo y con todo lo que de él dependía. No tenían otra cosa que hacer. Pensar en inmiscuirse en cualquier otra cosa, fuera la que fuese, habría sido, para un levita, renegar de su vocación, abandonar su obra divinamente determinada y apartarse de los mandamientos de Dios.
Ocurre lo mismo con los cristianos de hoy día. Su tarea exclusiva, su única y gran obra, su esencial servicio es Cristo y cuanto a él concierne. No deben hacer otra cosa. Para un cristiano, pensar en dedicarse a otra cosa es renegar de su vocación, abandonar su obra divinamente establecida y sustraerse a los mandatos de Dios. Un verdadero levita del antiguo pacto podía decir: “Para mí el vivir es el tabernáculo”. Ahora, un verdadero cristiano puede decir: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21). La gran cuestión, en todo cuanto se presente al cristiano, es: ¿Puedo asociar con Cristo tal o cual cosa? Si no es así, no tengo absolutamente nada que hacer con ella.
Esa es la verdadera manera de considerar las cosas. No se trata de saber si esto o aquello es bueno o malo. No, se trata sencillamente de saber hasta qué punto eso está relacionado con el Nombre y la gloria de Cristo. Esto lo simplifica todo de un modo asombroso, responde a mil preguntas, resuelve innumerables dificultades y convierte el camino del cristiano sincero y fiel en algo tan claro como un rayo de sol.
4.8 - A cada uno su obra
Un levita no tenía ninguna dificultad en cuanto a su trabajo; lo tenía señalado con una precisión divina. La carga que cada uno debía llevar y el trabajo que debía hacer estaban indicados con una claridad que no dejaba lugar para las dudas del corazón. Cada cual podía conocer su trabajo y hacerlo, y además solo era hecho por aquellos que desempeñaban sus funciones especiales. El servicio del tabernáculo no se cumplía debidamente corriendo de aquí para allá y haciendo esto o aquello, sino por el asiduo cuidado con el que cada cual se aplicaba a su vocación particular.
Conviene no olvidar esto. Como cristianos somos propensos a rivalizar unos con otros, estorbándonos mutuamente; y seguramente obraremos así si cada uno de nosotros no sigue la línea de conducta divinamente trazada. Decimos “divinamente trazada” e insistimos en estas palabras. No tenemos derecho a escoger nuestra propia obra. Si el Señor ha hecho a un hombre evangelista, a otro maestro, a otro pastor y si ha dotado a otro para la exhortación, ¿cómo debe hacerse el trabajo? No será poniendo al evangelista a enseñar, o al maestro a exhortar, o a otra persona que, sin estar calificada por uno ni otro de estos dones, trate de ejercer los dos. No, cada uno debe ejercer el don que divinamente le fue dado. Sin duda el Señor puede, cuando le plazca, dotar a un hombre de varios dones, pero esto en nada afecta al principio sobre el cual insistimos y que es sencillamente este: Cada uno de nosotros debe conocer su propio servicio y seguir en él. Si perdemos esto de vista caeremos en una desesperante confusión. Dios tiene sus canteros, sus picapedreros y sus albañiles. La obra avanza por el trabajo de cada obrero que se ocupa con diligencia en su propio trabajo. Si todos fuesen canteros, ¿dónde estarían los picapedreros? Y si todos fuesen picapedreros ¿dónde estarían los albañiles? El que aspira a otro orden de cosas, o procura imitar el don de otro, hace daño a la causa de Cristo y a la obra de Dios en el mundo. Este es un grave error respecto del cual deseamos advertir seriamente al lector. Nada puede ser más insensato. Dios nunca se repite. No existen dos rostros humanos iguales y en todo un bosque no hay dos hojas ni dos briznas de hierba exactamente iguales. ¿Por qué, pues, alguien aspiraría a desempeñar el trabajo de otro o aparentaría poseer el don de otro? Que cada cual se contente con ser precisamente lo que su Señor lo ha hecho. Este es el secreto de una verdadera paz y del progreso. Todo esto encuentra una brillante ilustración en el resumen inspirado que se relaciona con el servicio de las tres distintas clases de levitas, las que iremos citando a lo largo de este escrito para facilitarle al lector su comprensión. Al fin y al cabo, no hay nada que pueda compararse al verdadero lenguaje de las Santas Escrituras.
4.9 - El servicio de los hijos de Gersón
«Y Jehová habló a Moisés en el desierto de Sinaí, diciendo: Cuenta los hijos de Leví según las casas de sus padres, por sus familias; contarás todos los varones de un mes arriba. Y Moisés los contó conforme a la palabra de Jehová, como le fue mandado. Los hijos de Leví fueron estos por sus nombres: Gersón, Coat, y Merari. Y los nombres de los hijos de Gersón por sus familias son estos: Libni y Simei. Los hijos de Coat por sus familias son: Amram, Izhar, Hebrón y Uziel. Y los hijos de Merari por sus familias: Mahli y Musi. Estas son las familias de Leví, según las casas de sus padres. De Gersón era la familia de Libni y la de Simei; estas son las familias de Gersón. Los contados de ellos conforme a la cuenta de todos los varones de un mes arriba, los contados de ellos fueron siete mil quinientos. Las familias de Gersón acamparán a espaldas del tabernáculo, al occidente; y el jefe del linaje de los gersonitas, Eliasaf, hijo de Lael. A cargo de los hijos de Gersón, en el tabernáculo de reunión, estarán el tabernáculo, la tienda y su cubierta, la cortina de la puerta del tabernáculo de reunión, las cortinas del atrio, y la cortina de la puerta del atrio, que está junto al tabernáculo y junto al altar alrededor; asimismo sus cuerdas para todo su servicio» (v. 14-26). Y en otro sitio leemos: «Además habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma también el número de los hijos de Gersón según las casas de sus padres, por sus familias. De edad de treinta años arriba hasta cincuenta años los contarás; todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. Este será el oficio de las familias de Gersón, para ministrar y para llevar: Llevarán las cortinas del tabernáculo, el tabernáculo de reunión, su cubierta, la cubierta de pieles de tejones que está encima de él, la cortina de la puerta del tabernáculo de reunión, las cortinas del atrio, la cortina de la puerta del atrio, que está cerca del tabernáculo y cerca del altar alrededor, sus cuerdas, y todos los instrumentos de su servicio, y todo lo que será hecho para ellos; así servirán. Según la orden de Aarón y de sus hijos será todo el ministerio de los hijos de Gersón en todos sus cargos, y en todo su servicio; y les encomendaréis en guarda todos sus cargos. Este es el servicio de las familias de los hijos de Gersón en el tabernáculo de reunión; y el cargo de ellos estará bajo la mano de Itamar hijo del sacerdote Aarón» (cap. 4:21-28).
He aquí todo lo concerniente a Gersón y su obra. Él y su hermano Merari debían llevar «el tabernáculo», mientras Coat estaba destinado a llevar el «santuario», tal como lo leemos en el capítulo 10: «Después que estaba ya desarmado el tabernáculo, se movieron los hijos de Gersón y los hijos de Merari, que lo llevaban. Luego comenzaron a marchar los coatitas llevando el santuario; y entretanto que ellos llegaban, los otros (esto es, los gersonitas y los meraritas) acondicionaron el tabernáculo» (v. 17, 21). Había un estrecho lazo moral que unía a Gersón y Merari en su servicio, aunque su obra respectiva era completamente distinta, según lo veremos en el siguiente pasaje.
4.10 - El servicio de los hijos de Merari
«Contarás los hijos de Merari por sus familias, según las casas de sus padres. Desde el de edad de treinta años arriba hasta el de cincuenta años los contarás; todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. Este será el deber de su cargo para todo su servicio en el tabernáculo de reunión: las tablas del tabernáculo, sus barras, sus columnas y sus basas, las columnas del atrio alrededor y sus basas, sus estacas y sus cuerdas, con todos sus instrumentos y todo su servicio; y consignarás por sus nombres todos los utensilios que ellos tienen que transportar. Este será el servicio de las familias de los hijos de Merari para todo su ministerio en el tabernáculo de reunión, bajo la dirección de Itamar hijo del sacerdote Aarón» (cap. 4:29-33).
Todo estaba claro y definido. Gersón nada tenía que hacer con las tablas y las estacas; e igualmente Merari tampoco tenía nada que ver con las cortinas o las cubiertas. No obstante, estaban íntimamente unidos y en mutua dependencia. Las «tablas y las basas» de nada hubiesen servido sin las «cortinas», y estas a su vez hubiesen sido inútiles sin las tablas y las basas. En cuanto a las «estacas», aunque parecieran insignificantes, ¿quién hubiera podido apreciar la visible unidad del conjunto sin valorar la importancia que tenían al unir los objetos entre sí y mantener dicha unidad? De este modo todos trabajaban juntos para un fin común, y este fin se alcanzaba si cada individuo permanecía ocupado en su propia especialidad. Si un gersonita se hubiese empeñado en abandonar las «cortinas» para ocuparse de las «estacas», hubiera dejado sin ejecución su propia obra, inmiscuyéndose en la de los meraritas. Entonces todo habría caído en una desagradable confusión, mientras que, ateniéndose a la regla divina, todo se mantenía en un orden admirable.
Debía ser extremadamente hermoso ver a los obreros de Dios en el desierto. Cada uno estaba en su puesto y obraba en la esfera que tenía divinamente asignada. Por eso, en cuanto la nube se elevaba y se daba la orden de desmontar el tabernáculo, cada uno sabía lo que tenía que hacer, y no hacía otra cosa. Nadie tenía el derecho de seguir sus propios pensamientos. Jehová pensaba por todos. Los levitas se habían declarado «por Jehová»; se habían sometido a su autoridad; y este hecho era la base misma de toda su obra y su servicio en el desierto. Así considerada la obra, era igual que un hombre tuviera que encargarse de una estaca, de una cortina o del candelabro de oro. La gran cuestión para todos y cada uno era: ¿Es esta mi obra? ¿Es esto lo que el Señor me ha ordenado hacer?
Esto lo resolvía todo. Si las cosas se hubiesen dejado al criterio o al gusto de los obreros, cada uno hubiese escogido lo que más le agradaba. Entonces ¿cómo hubiera podido trasladarse el tabernáculo a través del desierto y montarse en su sitio? ¡Imposible! No podía haber más que una autoridad suprema, a saber, Jehová mismo. Él lo disponía todo, y todos debían someterse a él. No quedaba sitio alguno para el ejercicio de la voluntad humana. Esta era una gracia notable. Descartaba una multitud de disputas y confusiones. Es necesaria la sumisión, una voluntad quebrantada y una cordial adhesión a la autoridad de Dios; de otro modo se llegará al estado descrito en el libro de los Jueces: «Cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jueces 17:6; 21:25). Un merarita podía decir, o pensar, si no lo decía: “¡Qué! ¿He de gastar la mejor parte de mi vida, los días de mi fuerza y mi vigor, cuidando unas estacas? ¿Para esto he nacido? ¿No hay para mi vida un fin más elevado? ¿Será esa mi única ocupación desde los treinta a los cincuenta años?”.
Había una doble respuesta a estas preguntas. En primer lugar, para el merarita era suficiente saber que Jehová le había asignado su obra. Eso bastaba para comunicar dignidad a lo que el ojo natural pudiera ver como la ocupación más ínfima y vil. Importa poco lo que hagamos con tal que cumplamos siempre nuestra tarea ordenada por Dios. Un hombre puede seguir una carrera muy brillante a los ojos de sus semejantes; puede gastar sus energías, su tiempo, su talento, su fortuna procurando lo que los hombres del mundo estiman grande y glorioso; y, con todo, su vida puede ser nada más que una brillante bagatela. Por otra parte, el hombre que sencillamente hace la voluntad de Dios, que ejecuta los mandatos del Señor, sean los que fueren, andará por un sendero iluminado por los rayos de la aprobación de Dios; su obra será recordada después que los más espléndidos proyectos de los hijos de este siglo hayan caído en eterno olvido.
Pero, además del valor moral ligado al cumplimiento del deber que uno estaba llamado a cumplir, había también una dignidad particular relacionada con la obra de un merarita, aun cuando esa obra solo consistiera en cuidar de unas «estacas» o de unas «basas». Todo cuanto se relacionaba con el tabernáculo tenía el mayor interés y poseía el más alto valor. En el mundo entero nada podía ser comparado con ese tabernáculo hecho de tablas con todas sus dependencias. Era una santa dignidad y un santo privilegio ser admitido para manejar la más pequeña estaca que formara parte de ese maravilloso tabernáculo en el desierto. Era infinitamente más glorioso ser un merarita, cuidando las estacas del tabernáculo, que llevar el cetro de Egipto o de Asiria. En verdad, ese merarita, según lo expresa su nombre, podía parecer un pobre hombre afligido y cansado; pero su trabajo estaba relacionado con la habitación del Dios Altísimo, poseedor de los cielos y la tierra. Sus manos manejaban objetos que eran modelos de cosas celestiales. Cada estaca, cada basa, cada cortina, cada cubierta era una sombra de las grandes cosas que habían de venir, una figura simbólica de Cristo.
No pretendemos que el humilde merarita o gersonita, ocupado en tales quehaceres, comprendía estas cosas. Esa no es la cuestión que consideramos aquí. Nosotros podemos comprenderlas. Es nuestro privilegio exponerlas todas, el tabernáculo y sus muebles, a la brillante luz del Nuevo Testamento y descubrir en él a Cristo en todo.
Si bien no afirmamos nada acerca del grado de comprensión que los levitas tenían de sus respectivos trabajos, podemos decir con toda seguridad que era un gran privilegio ser admitido para tocar, manejar y llevar a través del desierto las sombras terrenales de las realidades celestiales. Además, era una gracia especial tener la autoridad de un «así ha dicho Jehová» para todo aquello que tenían que hacer.
¿Quién puede apreciar tal gracia, tal privilegio? Cada miembro de esta maravillosa tribu de obreros tenía su especial esfera de trabajo, trazada por la mano de Dios y vigilada por el sacerdote de Dios. No se trataba de que cada cual hiciera lo que bien le parecía o que anduviera en las huellas de otro, sino que todos se sometieran a la autoridad de Dios e hicieran precisamente lo que estaban llamados a hacer. En esto radicaba el secreto del orden para esos ocho mil quinientos ochenta obreros (cap. 4:48). Y podemos decir, con toda certeza, que ese sigue siendo aún el verdadero secreto del orden. ¿Por qué encontramos tanta confusión en la Iglesia? ¿Por qué tantos conflictos de pensamientos, de opiniones, de sentimientos? ¿Por qué tanta oposición entre unos y otros? ¿Por qué tantas intromisiones en el camino de los demás? Sencillamente porque falta la completa y absoluta sumisión a la Palabra de Dios. Nuestra voluntad está activa. Escogemos nuestros propios caminos en vez de dejar a Dios la tarea de escogerlos por nosotros. Nos falta la actitud y el estado de ánimo para hacer que todos los pensamientos humanos, y en particular los nuestros, sean puestos en el lugar que realmente les conviene, y para que los pensamientos de Dios se eleven hasta una soberanía plena y completa.
4.11 - La completa sumisión a Dios
Estamos convencidos de que ese es el punto principal, lo que ante todo nos falta, la urgente necesidad en nuestros días. La voluntad del hombre toma cada vez más importancia. Se levanta como una poderosa marea y arrastra las antiguas barreras que hasta cierto punto la mantenían refrenada. «Rompamos sus ligaduras», dicen, «y echemos de nosotros sus cuerdas» (Sal. 2:3).
Tal es, hoy más que nunca, el espíritu de este siglo. ¿Cuál es el antídoto? ¡La sumisión! ¿La sumisión a qué? ¿A lo que se llama la autoridad de la Iglesia? ¿A la voz de la tradición, a los mandamientos y doctrinas de hombres? No; bendito sea Dios, no es ni a una de estas cosas ni a todas juntas. ¿A qué, pues? A la voz del Dios viviente, a la voz de las Santas Escrituras. Este es el gran remedio contra la voluntad propia, por un lado, y contra la sumisión a la autoridad humana, por otro. “Es necesario obedecer”. Esta es la respuesta a la propia voluntad. «Es necesario obedecer a Dios». Tal es la respuesta a una vil sujeción a la autoridad humana en materia de fe. Siempre tenemos que vérnoslas con esos dos elementos. El primero, la propia voluntad, que termina en infidelidad. El segundo, la sumisión al hombre, que termina en superstición. Estas dos tendencias ejercerán su influencia en todo el mundo civilizado. Ellas arrastrarán todo, salvo a los que son enseñados por Dios a decir, sentir y obrar según la máxima inmortal: «¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!» (Hec. 5:29).
Esto era lo que, en el desierto, hacía capaz al gersonita de vigilar las «pieles de tejones» rudas y de aspecto poco agradable; esto era lo que hacía capaz al merarita de cuidar las «estacas», tan insignificantes en apariencia. Sí, y esto es también lo que, en nuestros días, hará al cristiano capaz de aplicarse en la esfera del servicio a la que su Señor haya tenido a bien llamarlo. Aunque, a la vista humana, tal género de servicio pueda parecer rudo y sin atractivo, vil e insignificante, debe bastarnos que nuestro Señor nos haya asignado un puesto y encomendado un trabajo, y que este tenga una relación inmediata con la Persona y la gloria de Aquel que es «señalado entre diez mil… y todo él codiciable» (Cant. 5:10-16).
Nosotros también podemos limitarnos a ser lo que figuraban las pieles de tejones rudas y poco agraciadas, o las estacas insignificantes. Pero recordemos que todo lo que se relaciona con Cristo, con su Nombre, con su Persona, con su causa, es indeciblemente precioso para Dios. Ello podrá parecer muy pequeño a juicio del hombre, mas ¿qué importa? Nosotros debemos considerar las cosas desde el punto de vista de Dios, debemos pesarlas en su medida, que es Cristo. Dios lo mide todo por Cristo. Todo lo que tiene la menor relación con Cristo es interesante e importante a juicio de Dios; mientras que los designios más brillantes, los proyectos más gigantescos, las empresas más admirables de los hombres del mundo, todo se desvanece como la niebla del alba y el rocío de la mañana. El hombre hace de su yo su propio centro, su propio objeto, su propia regla. Aprecia las cosas en la medida en que estas le exalten y favorezcan sus intereses. Se sirve incluso de la religión para el mismo fin, y hace de ellas un pedestal para elevarse a sí mismo. En otras palabras, todo es empleado en la formación de un capital para el yo y es utilizado como reflector para proyectar la luz y llamar la atención hacia el yo. Hay así un inmenso abismo entre los pensamientos de Dios y los del hombre, y los bordes de este abismo están tan separados uno del otro como lo está Cristo del egoísmo del hombre. Todo lo que pertenece a Cristo tiene una importancia y un interés eternos. Todo lo que tiende al yo desaparecerá y será olvidado. Por lo tanto, el error más fatal en que puede caer un hombre es el de hacer del yo su único objeto; el resultado de ello será un eterno desengaño. Por otra parte, la cosa más sabia, más segura y mejor que el hombre puede hacer es tomar a Cristo como su único objeto, pues esto le conducirá infaliblemente a una gloria y bendición eternas.
Amado lector, deténgase un momento e interrogue a su corazón y a su conciencia. En este momento siento una santa responsabilidad frente a su alma. Escribo estas líneas en la soledad de mi oficina en Bristol y tal vez usted las lea en la soledad de su habitación en algún país lejano. Mi objetivo no es escribir un libro, ni siquiera explicar la Escritura. Deseo ser empleado por Dios para obrar en el fondo de su alma. Permítame, pues, formularle esta pregunta solemne y apremiante: ¿Cuál es su objeto? ¿Es Cristo o el yo? Sea sincero ante el escudriñador de los corazones, el Todopoderoso que lo ve todo. Ejerza sobre usted mismo un severo juicio como si estuviera ante la luz de la presencia divina. No se deje engañar por alguna apariencia brillante o falsa. La mirada de Dios penetra a través de la superficie de las cosas, y él quiere que usted haga lo mismo. Él le presenta a Cristo en contraste con todo lo demás. ¿Lo ha recibido? ¿Es él su sabiduría, su justicia, su santificación y su redención? ¿Puede decir sin titubear: «Mi amado es mío, y yo suya»? (Cant.2:16) Examínese y vea. ¿Es este un punto perfectamente definido y arraigado en su alma? Y si es así, ¿hace de Cristo su único objeto? ¿Mide todas las cosas por él?
¡Oh, querido amigo, estas preguntas son útiles para sondear el corazón! Esté seguro de que no se las formulo sin haber sentido su energía y su poder. Dios es testigo de que siento, aunque muy débilmente, su importancia y su gravedad. Estoy perfecta y profundamente convencido de que nada permanecerá sino solo lo que se relaciona con Cristo y, además, que la más ínfima cuestión que tenga relación con él es de supremo interés a juicio del cielo. Si me es permitido despertar en algún corazón el valor de estas verdades, o afirmar este sentimiento donde haya sido ya despertado, creeré no haber escrito este libro en vano.
4.12 - El servicio de los hijos de Coat
Ahora, antes de cerrar esta larga sección, echemos una ojeada a los coatitas y su obra.
«Habló Jehová a Moisés y a Aarón, diciendo: Toma la cuenta de los hijos de Coat de entre los hijos de Leví, por sus familias, según las casas de sus padres, de edad de treinta años arriba hasta cincuenta años, todos los que entran en compañía para servir en el tabernáculo de reunión. El oficio de los hijos de Coat en el tabernáculo de reunión, en el lugar santísimo, será este: Cuando haya de mudarse el campamento, vendrán Aarón y sus hijos y desarmarán el velo de la tienda, y cubrirán con él el arca del testimonio; y pondrán sobre ella la cubierta de pieles de tejones, y extenderán encima un paño todo de azul, y le pondrán sus varas. Sobre la mesa de la proposición extenderán un paño azul, y pondrán sobre ella las escudillas, las cucharas, las copas y los tazones para libar; y el pan continuo estará sobre ella. Y extenderán sobre ella un paño carmesí, y lo cubrirán con la cubierta de pieles de tejones; y le pondrán sus varas. Tomarán un paño azul y cubrirán el candelero del alumbrado, sus lamparillas, sus despabiladeras, sus platillos, y todos sus utensilios del aceite con que se sirve; y lo pondrán con todos sus utensilios en una cubierta de pieles de tejones, y lo colocarán sobre unas parihuelas. Sobre el altar de oro extenderán un paño azul, y le cubrirán con la cubierta de pieles de tejones, y le pondrán sus varas. Y tomarán todos los utensilios del servicio de que hacen uso en el santuario, y los pondrán en un paño azul, y los cubrirán con una cubierta de pieles de tejones, y los colocarán sobre unas parihuelas. Quitarán la ceniza del altar, y extenderán sobre él un paño de púrpura, y pondrán sobre él todos sus instrumentos de que se sirve: las paletas, los garfios, los braseros y los tazones, todos los utensilios del altar; y extenderán sobre él la cubierta de pieles de tejones, y le pondrán además las varas. Y cuando acaben Aarón y sus hijos de cubrir el santuario y todos los utensilios del santuario, cuando haya de mudarse el campamento, vendrán después de ello los hijos de Coat para llevarlos; pero no tocarán cosa santa, no sea que mueran. Estas serán las cargas de los hijos de Coat en el tabernáculo de reunión» (cap. 4:1-15).
Aquí vemos qué funciones sagradas estaban confiadas a los coatitas: el arca, la mesa de oro, el candelabro de oro, el altar de oro y el altar de los holocaustos; todos ellos eran sombras de los bienes que habían de venir, los modelos de lo que hay en el cielo, figuras de cosas reales, tipos de Cristo en su Persona, su obra y sus oficios, como intentamos demostrarlo en el “Estudio sobre el libro del Éxodo” (cap. 24 al 30). Estas cosas nos son presentadas aquí en el desierto, en su atavío de viaje, si se nos permite servirnos de tal expresión. Con excepción del arca del pacto, todas esas cosas tenían la misma apariencia a los ojos humanos: la cubierta de pieles de tejones. El arca ofrecía esta diferencia: sobre la gruesa cubierta de pieles de tejones había un «paño todo de azul», que significaba sin duda el carácter enteramente celestial del Señor Jesucristo en su divina Persona. Lo que en él era esencialmente celestial siempre se manifestaba por fuera durante su estancia aquí abajo. Él fue constantemente el hombre celestial, «el Señor del cielo». Por debajo del paño azul se encontraban las pieles de tejones, que pueden ser consideradas como expresión de lo que protege del mal. El arca era el único objeto cubierto de esta manera especial.
En cuanto a «la mesa de la proposición», que era un símbolo de nuestro Señor Jesucristo en su relación con las doce tribus de Israel, primeramente, estaba cubierta con un «paño azul», luego con una tela de color carmesí, y por encima de todo esto se hallaban las pieles de tejones. En otras palabras, estaba lo que era esencialmente celestial, luego lo que representaba el esplendor humano; y, por encima de todo, lo que protegía del mal. El objetivo de Dios es que las doce tribus de Israel tengan la supremacía en la tierra, que en ellas se realice el tipo más elevado del esplendor humano. De ahí la conveniencia de la tela «carmesí» sobre la mesa de los panes de la proposición. Los doce panes representaban evidentemente las doce tribus, y, en cuanto al color carmesí, el lector solo tiene que recorrer la Escritura para comprobar que representa lo que el hombre considera como suntuoso.
Las cubiertas del candelabro y del altar de oro eran idénticas: primero se hallaba la envoltura celeste y luego, en el exterior, las pieles de tejones. En el candelabro vemos a Cristo en relación con la obra del Espíritu Santo para luz y testimonio. El altar de oro nos muestra a Cristo y el valor de su intercesión, el perfume y el elevado valor de lo que él es delante de Dios. Estos dos objetos, al atravesar el desierto, iban embalados en lo que era celestial y estaban cubiertos por las pieles de tejones.
Por último, en el altar de bronce, observamos una marcada distinción: estaba recubierto de «púrpura» en vez de «azul» o de «carmesí». ¿Por qué? Sin duda porque el altar de bronce prefigura a Cristo como el que padeció «por los pecados» y, por consiguiente, debe llevar el cetro de la realeza. El «púrpura» es el color real. Aquel que sufrió en este mundo, reinará. El que llevó la corona de espinas, llevará la corona de gloria. He aquí por qué la cubierta de «púrpura» convenía al altar de bronce, pues en él se ofrecía a la víctima. Sabemos que en la Escritura todo tiene su significado divino; es un privilegio y también un deber buscar el sentido de cuanto Dios ha escrito, según su gracia, para nuestra instrucción. Pero a este resultado no se puede llegar, según creemos, sino sujetándose a Dios con humildad, paciencia y oración. Aquel que ha inspirado el Libro conoce perfectamente la finalidad y el objeto del Libro en su conjunto y de cada una de sus divisiones en particular. Esta convicción debe tener por efecto reprimir los profanos extravíos de la imaginación. Solo el Espíritu de Dios puede abrir las Escrituras a nuestras almas. Dios es su propio intérprete, tanto en la Revelación como en la Providencia, y cuanto más nos apoyamos en él reconociendo nuestra incapacidad, tanto más profundo es el conocimiento que adquirimos de su Palabra y de sus caminos.
4.13 - El significado de lo que nos es presentado en figura
Queremos invitarle, lector cristiano, a que vuelva a leer en la presencia de Dios el pasaje de Números 4:1-15. Pídale que le aclare el sentido de cada frase, el significado del arca y por qué solo ella debía estar cubierta exteriormente con un paño completamente «azul». Y así en cuanto a lo demás. Nosotros nos hemos atrevido a indicar humildemente el sentido de estas cosas, pero deseamos que usted lo aprenda directamente de Dios y no que lo acepte del hombre solamente. Tememos mucho dejar trabajar a la imaginación, por lo que escribimos acerca de las Santas Escrituras solo sobre aquello que el Espíritu Santo nos haya convencido profundamente.
Tal vez usted dirá: “¿Por qué, entonces, escriben?” Porque tenemos la viva esperanza de poder ayudar al que estudia seriamente la Escritura a descubrir las piedras preciosas esparcidas en las inspiradas páginas, de manera que pueda recogerlas para sí. Miles de lectores podrían leer una y otra vez el capítulo 4 de los Números y no fijarse siquiera en el hecho de que el arca era la única pieza del mobiliario del tabernáculo que no dejaba ver en absoluto la piel de tejones. Y si no se ha podido captar tan sencillo hecho, ¿cómo podrá entenderse el alcance de su significado? Lo mismo ocurre con el altar de bronce: ¿cuántos lectores habrán observado que debía ser revestido de «púrpura»? Podemos estar seguros de que estos dos hechos tienen un sentido plenamente espiritual. El arca era la suprema manifestación de Dios; podemos, pues, comprender por qué era preciso que mostrara a primera vista lo que era puramente celestial. El altar de bronce era el lugar donde se juzgaba el pecado; era un tipo de Cristo en su obra, como Aquel que lleva el pecado. Representaba hasta qué punto él se había humillado por nosotros, y, sin embargo, este altar era el único objeto que debía envolverse con el color de la realeza. ¿Podemos imaginar algo más hermoso que esta enseñanza? ¡Qué sabiduría infinita en todas esas bellas diferencias! El arca nos conduce al lugar más elevado de los cielos, y el altar de bronce al más bajo de la tierra. Ellos ocupaban los extremos del tabernáculo. En la primera contemplamos a Aquel que glorificó a la ley; en el segundo a Aquel que fue hecho pecado. En el arca se veía primeramente lo que era celestial; solo buscando debajo de la primera cubierta se veían las pieles de tejones, y aun más abajo de esta envoltura se hallaba el velo misterioso, tipo de la carne de Cristo. En cambio, en el altar de bronce lo primero que estaba a la vista eran las pieles de tejones, y debajo de ellas la cubierta que simbolizaba la majestad real. Cristo se nos aparece en cada uno de estos objetos, pero bajo un aspecto diferente en cada uno. En el arca tenemos a Cristo como manteniendo la gloria de Dios. En el altar de bronce le vemos respondiendo a las necesidades del pecador. ¡Combinación bendita para nosotros!
Se habrá observado, además, que en todo ese pasaje no se hace mención de una pieza del mobiliario que, según sabemos por Éxodo 30 y otros pasajes de la Escritura, ocupaba un lugar importante en el tabernáculo. Nos referimos a la fuente de bronce. ¿Por qué se omite en el capítulo 4 de los Números? Es muy probable que algunos clarividentes racionalistas encuentren en esto lo que ellos llamarían una omisión, un defecto, una contradicción. Y bien, ¿lo es en realidad? No, gracias a Dios. El ferviente lector cristiano sabe perfectamente que tales cosas son incompatibles con el Libro de Dios. Lo confiesa, aun cuando no pueda justificar la ausencia o la presencia de tal o cual detalle particular en un pasaje dado. Pero, si por la gracia de Dios se nos permite discernir la razón espiritual de las cosas, precisamente allí donde el racionalista cree descubrir defectos, vemos que el lector piadoso encuentra brillantes perlas.
Así sucede, no lo dudamos, con la omisión aquí de la fuente de bronce. Esta no es más que una de las múltiples demostraciones de la belleza y de la perfección del Libro inspirado.
Pero el lector puede preguntar: ¿Por qué la omisión de la fuente? La razón puede estar fundada en los siguientes hechos: la materia de que estaba hecha la fuente y el uso al cual estaba destinada. Este doble hecho consta en Éxodo. La fuente fue hecha con los espejos de metal de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión (Éx. 38:8). Esta era su composición. En cuanto a su objeto, se había construido como medio de purificación para el hombre. En todas las cosas que constituían las funciones y los cargos especiales de los coatitas, vemos tan solo las variadas manifestaciones de Dios en Cristo; desde el arca que estaba en el lugar santísimo hasta el altar de bronce que estaba colocado en el atrio del tabernáculo. Y como la fuente no era una manifestación de Dios sino una purificación para el hombre, no se la ve confiada a los cuidados y vigilancia de los coatitas.
Pero conviene que dejemos meditar al lector solo en esta parte, que es de las más profundas de nuestro libro. Es realmente inagotable. Podríamos continuar extendiéndonos en consideraciones hasta llenar no solo páginas, sino volúmenes enteros; y, después de todo, sentiríamos haber penetrado solo en la superficie de una mina cuya profundidad jamás puede ser sondeada, y cuyos tesoros jamás pueden ser agotados. ¿Qué puede expresar la pluma humana acerca de la instrucción maravillosa que contiene el relato inspirado sobre la tribu de Leví? ¿Quién se atreverá a desarrollar la gracia soberana que brilla en el hecho de que el voluntarioso Leví pudiera ser el primero en responder al requerimiento conmovedor: «¿Quién está por Jehová?». ¿Quién podría hablar con autoridad de la rica, abundante y superior misericordia divina revelada en el hecho de que aquellos cuyas manos se habían teñido con sangre fuesen autorizados a manejar los utensilios del santuario, y de que aquellos en cuya compañía no podía entrar el Espíritu de Dios fuesen llevados en medio de la Asamblea de Dios para ocuparse de lo que para él era tan precioso?
¡Qué instrucción nos proporcionan esas divisiones de obreros: los meraritas, los gersonitas y los coatitas! ¡Qué figura de los diversos miembros de la Iglesia de Dios en su variado servicio! ¡Qué profundidad de misteriosa sabiduría en todo ello! ¿Es hablar demasiado fuerte, es demasiado decir que, en este momento, nada nos impresiona tanto como el sentimiento de la completa debilidad y de la total pobreza de cuanto hemos expuesto sobre uno de los más ricos temas del Libro inspirado? No obstante, hemos conducido al lector a una mina cuya profundidad y riqueza son infinitas, y es conveniente que le dejemos penetrar en ella con la ayuda de Aquel a quien pertenece la mina, el único que puede descubrir los tesoros que ella contiene. Todo lo que el hombre puede escribir o decir sobre una porción cualquiera de la Palabra de Dios, no son más que sugerencias; hablar de esta Palabra como de un tema que pueda agotarse sería una falta de respeto hacia el canon sagrado. Entremos al santo lugar con pies descalzos y seamos semejantes a los que consultaban a Dios en el templo, cuyas meditaciones están impregnadas de un espíritu de adoración.
5 - Capítulo 5: La disciplina relacionada con la morada de Dios
«Jehová habló a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso, y a todos los que padecen flujo de semen, y a todo contaminado con muerto. Así a hombres como a mujeres echaréis; fuera del campamento los echaréis, para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito. Y lo hicieron así los hijos de Israel, y los echaron fuera del campamento; como Jehová dijo a Moisés, así lo hicieron los hijos de Israel» (v. 1-4).
Aquí tenemos, desplegado ante nosotros, el gran principio fundamental sobre el que está establecida la disciplina de la asamblea: principio que es de la mayor importancia, aunque lamentablemente sea poco comprendido y observado. Era la presencia de Dios en medio de su pueblo Israel la que reclamaba la santidad en ellos. «Para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito». El lugar en que el Santo habita debe ser santo. Esta es una verdad tan sencilla como apremiante de conocer.
Ya hicimos notar que la redención era la base de la morada de Dios en medio de su pueblo; pero recordemos que la disciplina era esencial para su permanencia en medio de ellos. Dios no podía habitar donde el mal fuese consentido abiertamente y con deliberado propósito. Bendito sea su nombre, él puede soportar y soporta la debilidad y la ignorancia, pero sus ojos son demasiado puros para ver el mal y mirar la iniquidad. El mal jamás puede habitar con Dios, y Dios no puede tener comunión con el mal. Esto sería como una negación de su propia naturaleza; y él no puede negarse a sí mismo.
Sin embargo, se puede hacer esta objeción: “¿No habita el Espíritu Santo en el creyente individualmente y, no obstante, hay mucho mal en él?” En efecto, el Espíritu Santo mora en el creyente según el principio de una redención cumplida. Está ahí no como aprobación de lo que es de la vieja naturaleza, sino como sello de que es de Cristo; gozamos de su presencia y de su comunión en la medida en que estamos juzgando el mal en nosotros. ¿Alguien osará decir que podemos andar en el Espíritu y gozar de su presencia mientras toleramos nuestra depravación natural y satisfacemos las concupiscencias de la carne y de nuestros pensamientos? ¡Lejos esté de nosotros idea tan impía! No; es preciso que nos juzguemos a nosotros mismos y que rechacemos todo cuanto es incompatible con la santidad de Aquel que mora en nosotros. Nuestro «viejo hombre» no existe delante de Dios. Fue condenado enteramente en la cruz de Cristo. Sentimos su influencia, lamentablemente, y debemos humillarnos juzgándonos a nosotros mismos; pero Dios nos ve en Cristo, en el Espíritu, en la nueva creación. Además, el Espíritu Santo mora en el creyente en virtud del derramamiento de la sangre de Cristo, y su presencia exige el juicio del mal bajo todas sus formas.
5.1 - El juicio del mal en la Asamblea
Es igual en cuanto a la Asamblea; sin duda que hay mal en ella y en cada uno de los que forman parte de ella, y, por lo tanto, mal en el Cuerpo colectivo. El mal debe ser juzgado; y si es juzgado, no se le consentirá que obre; quedará anulado. Pero sostener que una asamblea no tiene que juzgar el mal, sería sencillamente establecer la contradicción como principio. ¿Qué diríamos de un cristiano que afirmase que no es seriamente responsable de juzgar el mal en sí mismo y en su conducta? Podríamos, sin dudar ni un momento, declarar que se contradice. Si es malo para un solo individuo seguir tal principio, ¿no debe serlo igualmente para una asamblea? No comprendemos que esto pueda ser puesto en duda.
¿Cuál habría sido el resultado si Israel hubiese rehusado obedecer el «mandamiento» impartido al comienzo del capítulo que estamos examinando? Supongamos que hubiesen dicho: “No somos responsables de juzgar el mal, ni creemos que sea propio de mortales como nosotros, pobres, débiles y falibles, juzgar a quienquiera que sea. Estos individuos leprosos, manchados, etc. son tan israelitas como nosotros, y tienen tanto derecho a las bendiciones y privilegios del campamento como nosotros; no vemos, pues, la necesidad de echarlos fuera”.
Y preguntamos nosotros: ¿Qué hubiera contestado Dios a semejantes objeciones? Si el lector quiere recurrir por un momento al capítulo 7 de Josué, allí encontrará una respuesta muy solemne. Acérquese y examine atentamente ese «gran montón de piedras» en el valle de Acor. Lea allí la inscripción que lleva: «Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él» (Sal. 89:7). «Porque también nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebr. 12:29). ¿Qué sentido tiene todo ello? Escuchémoslo y meditemos. La codicia, habiendo concebido en el corazón de un miembro de la congregación, había engendrado el pecado. Pero ¿cómo?, ¿eso abarcaba a toda la congregación? Sí; sin duda alguna, esta es la solemne verdad. «Israel ha pecado», y no solamente Acán: «Han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros» (Josué 7:11-12).
Este pasaje es de los más serios y penetrantes. Seguramente hace resonar en nuestros oídos una potente voz y da a nuestros corazones una santa lección. Según nos lo enseña dicho relato, en el campamento había centenares de miles de hombres tan ignorantes del pecado de Acán como parecía estarlo el mismo Josué y, sin embargo, fue dicho: «Israel ha pecado», «han quebrantado», «han tomado del anatema», «hurtado» y «mentido». ¿Cómo podía ser eso? La congregación era una. La presencia de Dios en medio de ella constituía la unidad de la misma; unidad tal que el pecado de uno se convertía en el pecado de todos. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor. 5:6; Gál. 5:9). La razón humana puede titubear al respecto, como, de hecho, titubeará siempre acerca de todo cuanto está por encima de sus estrechos alcances. Pero Dios lo ha dicho y esto basta al espíritu del creyente. No nos conviene decir: “Pero, ¿cómo?, o ¿por qué?” El testimonio de Dios lo establece así y nosotros solo tenemos que creer y obedecer. Nos basta saber que el hecho de la presencia de Dios exige santidad, pureza y juicio del mal. Recordemos que esto no es exigido en virtud de aquella frase tan justamente rechazada por todo corazón humilde: «Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú» (Is. 65:5). No, en modo alguno; si no en virtud de lo que Dios es: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16). Dios no puede dar la aprobación de su presencia a un mal que no está juzgado. ¡Cómo! ¿Dar la victoria a su pueblo delante de Hai, cuando Acán estaba en el campamento? ¡Imposible! Una victoria en tales circunstancias habría sido un deshonor para Dios y lo más funesto que podía sucederle a Israel. Esto no podía ser. Israel debía ser castigado. Los israelitas debían ser humillados y quebrantados. Debían descender al valle de Acor, el lugar de turbación, porque solo allí podía abrírseles una «puerta de esperanza» cuando el mal se había introducido (comp. Oseas 2:15).
No se equivoque el lector con respecto a este gran principio práctico, el cual tememos que ha sido malinterpretado por muchos hijos de Dios. Porque son muchos los que consideran que es inapropiado para los que son salvos por gracia y han sido puestos como señales que recuerdan su misericordia, ejercer la disciplina bajo cualquier forma o por cualquier determinada razón. Según estas personas, lo expuesto en Mateo 7:1 parece condenar nuestra insistencia en la necesidad de juzgar. Dicen: “Nuestro Señor, ¿no nos exhorta expresamente a no juzgar?” «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mat. 7:1), dice el Señor. Sin duda. Pero, ¿qué significan esas palabras? ¿Quieren decir que no debemos juzgar la doctrina y la conducta de los que se presentan a pedir la comunión cristiana? ¿Prestan ellas algún apoyo a la idea de que debemos recibir a una persona, sean cuales fueren sus creencias, su doctrina o sus actos? ¿Puede ser esta la fuerza y el significado de las palabras del Señor? ¿Quién podría admitir ni por un momento algo tan absurdo? Nuestro Señor, ¿no nos recomienda en este mismo capítulo que nos guardemos «de los falsos profetas»? (Mat. 7:15). Y ¿cómo podemos guardarnos de una persona si no la juzgamos? Si el juicio no debe ejercerse en ningún caso, ¿por qué nos aconseja estar en guardia?
Lector cristiano, la verdad es muy sencilla. La Asamblea de Dios es responsable de juzgar la doctrina y costumbres de los que desean formar parte de ella. No debemos juzgar las intenciones, sino los actos. El apóstol inspirado nos enseña claramente que debemos juzgar a todos los que toman sitio en la asamblea. «Pues ¿por qué voy yo a juzgar a los de afuera? ¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios. Quitad al malvado de entre vosotros» (1 Cor. 5:12-13).
El mencionado versículo es muy claro: no tenemos que juzgar a los de «fuera», sino a los de «dentro». Esto es, a los que han venido como cristianos, como miembros de la Asamblea de Dios. Todos ellos están al alcance del juicio. Desde el momento en que un hombre es admitido en la asamblea, entra en aquella esfera donde la disciplina se ejerce sobre todo lo que es contrario a la santidad de Aquel que habita en ella.
5.2 - Mantener la disciplina en la Casa de Dios
No crea el lector, ni por un momento, que la unidad del Cuerpo es menoscabada cuando se mantiene la disciplina en la Casa. Eso sería un grave error; y, no obstante, por desgracia está muy extendido. Oímos decir con frecuencia que los que buscan mantener la disciplina en la Casa de Dios dividen el Cuerpo de Cristo. No podría haber error más grande. Es nuestro estricto deber mantener la disciplina, pero eso no crea ninguna división en el Cuerpo, pues, la unidad del Cuerpo de Cristo jamás puede ser destruida.
A veces oímos que algunas personas hablan de separar miembros del Cuerpo de Cristo. Esto también es erróneo. Ningún miembro de ese Cuerpo puede ser quitado del mismo. Cada uno ha sido incorporado en su lugar en el Cuerpo por el Espíritu Santo, en cumplimiento del eterno propósito de Dios, gracias al principio de la perfecta expiación cumplida por Cristo. Ningún poder, ni humano ni diabólico, podrá jamás separar un solo miembro del Cuerpo. Todos están unidos entre sí en una perfecta unidad y son mantenidos en ella por un poder divino. La unidad de la Iglesia de Dios puede compararse a una cadena tendida a través de un río. Se ven los extremos, pero la parte media está sumergida, y si usted tuviera que juzgar solamente por la vista podría suponer que la cadena está rota en el centro. Así sucede con la Iglesia de Dios; aparece como una al principio, y así se ve durante un poco de tiempo; luego, aunque su unidad no parece visible a los ojos de la carne, sigue existiendo a los ojos de Dios.
Es muy importante que el lector cristiano esté perfectamente informado acerca de la gran cuestión de la Iglesia. El enemigo ha empleado todos los medios para cegar al pueblo de Dios, a fin de que no pueda ver la verdad sobre este asunto. Tenemos, por una parte, la unidad de la que presume el catolicismo romano, y por otra, las lamentables divisiones del protestantismo. Roma muestra con aire triunfal las numerosas sectas de los protestantes, y estos, a su vez, hacen resaltar los errores, la corrupción y los numerosos abusos del catolicismo. De modo que, el que busca sinceramente la verdad, apenas sabe a qué lado volver los ojos, o lo que debe creer. En cambio, los despreocupados, los indiferentes, los que se sienten cómodos y los mundanos están demasiado inclinados a apoyarse en todo lo que ven a su alrededor, para desechar todo pensamiento serio sobre las cosas de Dios y no preocuparse por ellas; e incluso si, como Pilato, con ligereza formulan la pregunta: «¿Qué es la verdad?» (Juan 18:38), como él también vuelven la espalda sin esperar la respuesta.
Pues bien, estamos firmemente convencidos de que el verdadero secreto, la gran solución, el alivio real para los corazones de los amados hijos de Dios se encuentra en la verdad de la unidad indivisible de la Iglesia de Dios, del Cuerpo de Cristo en la tierra. La verdad no debe ser considerada como una doctrina solamente, sino que debemos confesarla, mantenerla y practicarla a cualquier precio. Esta gran verdad forma un poderoso vínculo para el alma y contiene en sí misma la única respuesta a la presumida unidad de Roma, por una parte, y a las divisiones del protestantismo, por otra. Ella nos hará capaces de dar testimonio al protestantismo de que hemos encontrado la unidad, y al catolicismo romano de que hemos encontrado la unidad del Espíritu.
Sin embargo, se nos podría contestar que es una gran utopía querer llevar a cabo semejante idea en el estado actual de las cosas. Todo está en una ruina tal y en una confusión tan grande que somos como niños extraviados en un bosque, que se esfuerzan por encontrar el camino de regreso a sus casas de la mejor manera posible; unos en grandes multitudes, otros en grupos de dos o tres, y algunos de ellos solos. Esta perplejidad puede parecer muy comprensible, y no dudamos de que la ruina o la confusión tenga una inmensa importancia para un gran número de siervos del Señor actualmente. Pero, a juicio de la fe, esta manera de plantear la cuestión no tiene ningún valor por la sencilla razón de que lo único importante es: La unidad de la Iglesia, ¿es una teoría humana o una realidad divina? Una realidad divina, por supuesto, pues está escrito: «Un solo cuerpo, y un solo Espíritu» (Efe. 4:4). Si negamos que existe «un solo cuerpo», podemos negar también que hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos», ya que esto sigue a continuación en la página inspirada, y que, si quitamos un solo eslabón a esta cadena la perdemos toda.
Además, no estamos limitados a un solo pasaje de la Escritura sobre este asunto, aunque si lo estuviéramos, sería más que suficiente. Pero tenemos más de uno. Leamos el siguiente: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:16-17). Lea también 1 Corintios 12:12-27, donde este tema es desarrollado y encuentra su aplicación.
En otras palabras, la Escritura establece, de la manera más clara y positiva, la verdad de la indisoluble unidad del Cuerpo de Cristo; y, además, establece de un modo igualmente claro y completo la verdad de la disciplina de la Casa de Dios. Pero, nótese bien que la aplicación conveniente de la última de estas verdades jamás irá en detrimento de la primera. Ambas cosas concuerdan perfectamente. ¿Hemos de suponer que el apóstol conspiraba contra la unidad del Cuerpo cuando encomendaba a la asamblea de Corinto que quitara de en medio de ella «al malvado?» (1 Cor. 5:13). Con seguridad no. Y, no obstante, ¿aquel hombre no era acaso un miembro del Cuerpo de Cristo? Sí, en verdad, pues en la segunda epístola le vemos reintegrado a la asamblea. La disciplina de la Casa de Dios había hecho su efecto sobre un miembro del Cuerpo de Cristo, y el extraviado había vuelto. Este había sido el propósito de la acción de la asamblea.
Todo esto puede ayudar a esclarecer en la mente del lector el interesante tema de la admisión a la mesa del Señor y la exclusión de ella. Hay una gran confusión sobre esto en muchos cristianos. Algunos parecen creer que, con tal que una persona sea cristiana, no debe rehusársele por ningún motivo un puesto en la mesa del Señor. El caso de 1 Corintios 5, ya citado, es suficiente para decidir la cuestión. Evidentemente, aquel hombre no estaba separado porque no fuese cristiano. Era un hijo de Dios a pesar de su caída y su pecado, sin embargo, se le ordenó a la asamblea de Corinto que lo excluyera. Y si los corintios no lo hubiesen hecho así, habrían atraído el juicio de Dios sobre toda la asamblea. La presencia de Dios está en la asamblea, y, por consiguiente, el mal debe ser juzgado.
Así, pues, si examinamos el capítulo 5 de Números o el capítulo 5 de la Primera Epístola a los Corintios, vemos la misma solemne verdad, es decir: «La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). Además, se nos enseña que la disciplina debe ser mantenida para los del pueblo de Dios y no para los de fuera; porque ¿qué leemos en las primeras líneas del capítulo 5 de los Números? ¿Se les mandó a los hijos de Israel que echaran fuera del campamento a todos los que no fuesen israelitas, a los que no estuviesen circuncidados o que no pudiesen establecer su directa descendencia de Abraham? ¿Eran esos los motivos de exclusión del campamento? De ningún modo. ¿Quiénes eran, pues, los que debían ser puestos fuera? «Todo leproso», es decir, todo individuo en el cual el pecado era reconocido como activo; el que padeciera «flujo», es decir, aquel de quien emanaba una influencia corruptora, y todo el que estaba «contaminado con muerto». Estas eran las personas que debían ser separadas del campamento en el desierto; y los que hoy deben ser separados de la asamblea son la realidad de aquellas figuras, por estar contaminados moralmente como aquellas personas lo eran físicamente.
5.3 - Juzgar el mal para complacer la santidad de Dios
Y ¿por qué se exigía esta separación? ¿Era acaso para conservar la reputación o el carácter honorable del pueblo? Nada de eso. ¿Por qué, pues? «Para que no contaminen el campamento de aquellos entre los cuales yo habito» (v. 3). Igual sucede ahora. No juzgamos ni rechazamos una mala doctrina con el fin de mantener nuestra ortodoxia; tampoco juzgamos el mal moral y lo rehusamos con el fin de mantener nuestra reputación y honorabilidad. El único principio de juicio y separación es: ¡Oh, Señor!, «la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). Dios habita en medio de su pueblo. «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», dijo el Señor Jesús (Mat. 18:20). «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1 Cor. 3:16). Y, además: «Así, pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y de la familia de Dios; edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular; en quien todo el edificio bien coordinado crece hasta ser un templo santo en el Señor; en quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:19-22).
Quizás el lector se sienta dispuesto a hacer preguntas tales como: ¿Es posible encontrar una iglesia pura y perfecta? ¿No hay, no habrá necesariamente algún mal en cada asamblea, a pesar de la vigilancia de los que tienen el don de pastor y de la fidelidad colectiva? ¿Cómo, pues, se podrá conservar una norma de pureza tan alta? Sin duda hay mal en la asamblea, ya que el pecado habita en cada uno de sus miembros. Pero ese mal no debe ser permitido y aceptado, sino juzgado y dominado. No es la presencia del mal juzgado la que contamina, sino la tolerancia del mal. Y esto es así tanto para la iglesia en su carácter local, como para cada miembro en su carácter individual. «Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (1 Cor. 11:31). Por eso, por grande que sea el mal en una iglesia, uno no debe separarse de ella; pero si esa asamblea se niega a juzgar el mal, ya sea en cuanto a la doctrina o en las costumbres, está enteramente fuera del terreno de la Iglesia de Dios, y entonces es un deber urgente para nosotros separarnos de ella. Mientras una asamblea se mantenga en el terreno de la Iglesia de Dios [7], por débil y poco numerosa que sea, separarse de ella es un cisma. Pero si ella se aparta de ese terreno negándose a juzgar el mal, entonces es un cisma continuar teniendo relación con ella.
[7] N. del Ed.: Cuando mencionamos la Iglesia de Dios pensamos en el conjunto de los hijos de Dios en toda la tierra y no en una congregación en particular.
Pero esto, ¿no tenderá más bien a multiplicar y perpetuar las divisiones? Por supuesto que no. Podrá motivar la ruptura con asociaciones puramente humanas, pero esto no es un cisma, sino todo lo contrario, ya que tales asociaciones, por grandes, poderosas y útiles que parezcan, son bíblicamente contrarias a la unidad del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia de Dios.
El lector atento no dejará de notar el hecho de que el Espíritu de Dios despierta en todas partes la atención sobre el gran asunto de la Iglesia. Los hombres empiezan a darse cuenta de que, acerca de ese tema, existe otra cosa muy distinta de la simple opinión de un individuo o del dogma de un partido. La pregunta: ¿Qué es la Iglesia?, se impone a muchos corazones y exige una respuesta. ¡Qué gracia tener una respuesta tan clara, tan distinta, tan llena de autoridad como la voz de Dios, la voz de las Sagradas Escrituras! ¿No es un privilegio maravilloso cuando, asaltados por todas partes por diferentes congregaciones que se autodenominan Iglesia del Estado, Iglesia Nacional, Iglesia Libre, etc. uno puede afirmar que pertenece a la única verdadera Iglesia del Dios vivo, el Cuerpo de Cristo? Así lo creemos, y estamos completamente convencidos de que solamente ahí está la solución divina a las dificultades de muchos hijos de Dios.
Pero, ¿dónde se halla esa Iglesia? ¿No es inútil buscarla en medio de la ruina y confusión que nos rodean? No, ¡bendito sea Dios!, pues, aunque no podemos ver a todos los miembros de la Iglesia reunidos juntos, nuestro privilegio y santo deber es conocer y ocupar el terreno de la Iglesia de Dios, no otro. Y ¿cómo discernir ese terreno? Creemos que el primer paso para ello es mantenerse alejado de todo lo que le sea contrario. No podemos descubrir lo que es verdadero mientras nuestro entendimiento esté oscurecido por lo que es falso; el orden divino es: «Dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien» (Is. 1:16-17). Dios no da luz para dar dos pasos a la vez. Desde el momento en que descubrimos que estamos en un mal terreno, nuestro deber es abandonarlo y esperar en Dios para que nos dé una nueva luz; y él sin duda nos la dará.
5.4 - La confesión y la restitución
Pero volvamos al examen de nuestro capítulo. «Además habló Jehová a Moisés, diciendo: Di a los hijos de Israel: El hombre o la mujer que cometiere alguno de todos los pecados con que los hombres prevarican contra Jehová y delinquen, aquella persona confesará el pecado que cometió, y compensará enteramente el daño, y añadirá sobre ello la quinta parte, y lo dará a aquel contra quien pecó. Y si aquel hombre no tuviere pariente al cual sea resarcido el daño, se dará la indemnización del agravio a Jehová entregándola al sacerdote, además del carnero de las expiaciones, con el cual hará expiación por él» (v. 5-8).
La doctrina de la ofrenda por la culpa fue expuesta en nuestro “Estudio sobre el libro del Levítico” en el capítulo 5, al cual remitimos al lector, a fin de no volver sobre temas ya tratados. Solo haremos observar aquí la importante cuestión de la confesión y la restitución. Tanto Dios como el hombre obtienen provecho de la gran ofrenda por el pecado, presentada en la cruz del Calvario; pero, por la cita precedente, sabemos que Dios buscaba la confesión y la restitución cuando se había cometido alguna falta. La sinceridad de la confesión se demostraba por la restitución. A un judío que hubiese cometido un delito contra su hermano, no le bastaba decirle: “Lo siento”. Debía restituir lo que había tomado y añadir a ello un quinto de su valor. Y, aun cuando nosotros no estamos bajo la ley, podemos recoger muchas enseñanzas de sus disposiciones; aunque no estamos bajo el tutor, podemos aprender de él buenas lecciones (Gál. 4:1-2). Si, pues, hemos hecho alguna injusticia a alguien, no basta con confesar nuestro pecado a Dios y a nuestro hermano, también debemos restituir el daño; somos exhortados a demostrar en la práctica que nos hemos juzgado a nosotros mismos en cuanto al asunto en que hemos causado perjuicio.
5.5 - Una conciencia sensible
Dudamos que este deber sea comprendido como debiera. Tememos que haya una forma de obrar superficial, ligera e inconsiderada en cuanto al pecado y a la caída, que ha de contristar al Espíritu de Dios. Nos contentamos con una simple confesión de labios para afuera, sin tener el corazón lleno del profundo sentimiento de lo malo que es el pecado a los ojos de Dios. El acto mismo no es juzgado en sus raíces morales; y, como consecuencia de esta manera ligera de tratar al pecado, el corazón se endurece y la conciencia pierde su sensibilidad. Esto es muy serio. Hay pocas cosas más preciosas que una conciencia sensible. No nos referimos a una conciencia escrupulosa, que se deja dominar por sus propios caprichos, ni a una conciencia enfermiza que está influenciada por sus propios temores. Estas dos clases de conciencia son los dos huéspedes más inoportunos y difíciles de soportar. Hablamos de una conciencia sensible, gobernada por la Palabra de Dios, a cuya autoridad siempre se remite. Consideramos este estado sano de la conciencia como un tesoro inapreciable. Ella lo regula todo, toma nota de las menores cosas que se relacionan con nuestra conducta y costumbres diarias: nuestro arreglo personal, nuestra casa, nuestros muebles, nuestra mesa, nuestro estilo, nuestra manera de obrar en los negocios; si nuestra parte es servir a otros, la manera de desempeñar nuestro servicio, sea cual fuere. En otras palabras, todo está sujeto a la influencia moral y sana de una conciencia sensible.
«En esto también me esfuerzo, para tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (Hec. 24:16). Esto es lo que debemos desear con ardor. Hay algo moralmente bello y atrayente en ese ejercicio del más grande y dotado siervo de Cristo. Pese a sus notables dones, a sus poderes maravillosos, a su profundo conocimiento de los caminos y consejos de Dios, a todo aquello de lo que tenía que hablar y gloriarse, a todas las sorprendentes revelaciones que se le habían dado en el tercer cielo, Pablo, el más honorable de todos los apóstoles y el más privilegiado de los santos, era diligente en conservar siempre una conciencia sin reproche delante de Dios y de los hombres; y si en un momento de olvido pronunciaba una palabra temeraria, como lo hizo al dirigirse al sumo sacerdote Ananías, estaba inmediatamente dispuesto a confesar y a hacer restitución; de manera que su respuesta inconsiderada: «¡Dios va a golpearte a ti, pared blanqueada!», fue retractada y sustituida por esta palabra de Dios: «No injuriarás al príncipe de tu pueblo» (Hec. 23:3, 5).
No creemos que Pablo hubiese podido descansar aquella noche con una conciencia tranquila, si no se hubiese retractado de sus palabras. Debe haber confesión cuando hacemos o decimos algo malo; si no hay confesión nuestra comunión se verá interrumpida. No puede haber comunión si el pecado gravita sobre la conciencia por no haber sido confesado. Podemos hablar de ella, pero no será más que una ilusión. Debemos conservar una conciencia pura si queremos andar con Dios. Nada hay tan temible como la insensibilidad moral, una conciencia impura y un sentido moral embotado. Estos permiten pasar toda clase de cosas sin ser juzgadas; y así se puede cometer el pecado, pasar por encima de él y decir fríamente: ¿Qué mal he hecho?
Lector, estemos atentos a todo esto con santa vigilancia. Procuremos cultivar una conciencia sensible. Esto nos exigirá lo que le fue exigido a Pablo: el ejercitarse en la restitución. Pero este es un ejercicio bendito que producirá los más preciados frutos. Esta institución de la ley es de lo más útil como ejemplo para el cristiano de hoy. En efecto, consideramos estas nobles palabras de Pablo como la personificación misma, en forma condensada, de toda la práctica del cristiano. «Tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (Hec. 24:16).
Lamentablemente, ¡cuán poco tenemos en cuenta los derechos de Dios o los de nuestro prójimo! ¡Qué lejos está nuestra conciencia de lo que debería ser! Descuidamos deberes de todo género sin ni siquiera darnos cuenta. En tales casos no suele haber ni quebrantamiento de corazón ni contrición ante el Señor. Cometemos faltas en una multitud de cosas y, sin embargo, no hay confesión ni restitución. Se dejan pasar las cosas que deberían ser juzgadas, confesadas y rechazadas. Hay pecado en nuestros actos santos; hay ligereza e indiferencia de espíritu en la asamblea y en la mesa del Señor; defraudamos a Dios de diferentes maneras; meditamos en nuestros propios pensamientos, hablamos nuestras propias palabras, cumplimos nuestros propios deseos; y ¿qué es todo esto sino defraudar a Dios, si tenemos en cuenta que no somos nuestros, sino que hemos sido comprados por precio?
Pues bien, esa conducta solo puede impedir nuestro progreso espiritual, contrista al Espíritu de Dios y obstaculiza el ministerio de la gracia de Cristo en favor de nuestras almas, el único por el cual crecemos en él. Por diversas porciones de la Palabra de Dios sabemos cuánto aprecia él un espíritu sensible y un corazón humilde. «Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Is. 66:2). Dios puede habitar con un hombre así. Pero no puede tener comunión con el endurecimiento y la insensibilidad, con la frialdad y la indiferencia. Ejercitémonos, pues, para tener siempre una conciencia irreprochable y pura ante Dios y ante nuestros semejantes.
5.6 - La prueba de los celos
Finalmente, la tercera y última parte de nuestro capítulo nos enseña una lección profundamente seria, sea que la consideremos desde el punto de vista de las dispensaciones o desde el punto de vista moral. Contiene el texto de la gran ordenanza establecida para la prueba de los celos. El lugar que ocupa aquí es notable. En la primera parte (cap. 5:1-4) tenemos el enjuiciamiento colectivo del mal; en la segunda (v. 5-10), el enjuiciamiento individual de uno mismo, la confesión y la restitución; y en la tercera (v. 11-31) se nos enseña que Dios no puede soportar ni siquiera la simple sospecha de mal.
Creemos, sin embargo, que esta ordenanza tiene un alcance de dispensa acerca de la relación de Dios con Israel. A menudo los profetas hablan de la conducta de Israel, considerado como una esposa, y de los celos de Jehová al respecto. No vamos a citar esos pasajes, pero el lector los hallará en numerosos textos de Jeremías y Ezequiel. Israel no pudo resistir la prueba escrutadora de las aguas amargas. Su infidelidad fue puesta de manifiesto, infringió sus votos. Se desvió de su Marido, el Santo de Israel, cuyos ardientes celos se derramaron sobre la nación infiel. Dios es celoso y no puede tolerar que el corazón que él reclama como propiedad suya sea dado a otro.
Vemos, pues, que esa ordenanza para la prueba de los celos lleva en sí el sello de un carácter divino que encaja plenamente con los pensamientos y los sentimientos de un esposo ultrajado, e incluso de aquel que sospecha una infidelidad. La simple sospecha es intolerable, y cuando ella se posesiona del corazón, la cuestión debe ser escrupulosamente examinada hasta el fondo.
La esposa sobre quien recaía la sospecha debía ser sometida a un proceso de naturaleza tan rigurosa que solo la inocencia podía soportar. Si había un rasgo de culpabilidad, las aguas amargas irían a buscar a esta culpable en las mismas profundidades del alma y la pondrían enteramente al descubierto. No había ninguna posibilidad de escape para la culpable, y podemos decir que este mismo hecho hacía tanto más triunfante la justificación de la inocente.
El mismo procedimiento que descubría la culpabilidad de la transgresora ponía de manifiesto la inocencia de la fiel. Para aquel que tiene perfecta conciencia de su integridad, cuanto más rigurosa sea la investigación, con tanto más agrado es aceptada. De haber sido posible que una culpable escapara, por cualquier defecto en el modo de hacer la prueba, esto solo habría servido contra la inocente. Pero el procedimiento era divino y, por consiguiente, perfecto. Por eso, cuando la mujer sospechosa salía de ella sana y salva, su fidelidad quedaba visiblemente demostrada y le era devuelta una completa confianza.
¡Qué gracia haber tenido un modo tan perfecto de resolver los casos dudosos! La sospecha es el golpe de muerte de toda intimidad afectuosa, y Dios no quería que ella existiese en medio de su congregación. Él no solo quería que su pueblo juzgase el mal colectivamente, y que se juzgasen a sí mismos individualmente, sino que allí donde hubiese la sola sospecha del mal, sin que la evidencia apareciese, daba un método de prueba que ponía la verdad al descubierto. La culpable debía beber la muerte [8], y luego de haberla bebido encontraba en ella el juicio. La fiel bebía la muerte y en ella encontraba la victoria.
[8] El «polvo» tomado del suelo del tabernáculo puede ser considerado como una figura de la muerte. «Me has puesto en el polvo de la muerte» (Sal. 22:15). El «agua» simboliza la Palabra que, siendo empleada para obrar sobre la conciencia por el poder del Espíritu Santo, lo pone todo de manifiesto. Si existe alguna infidelidad hacia Cristo, verdadero Esposo de su Iglesia (Efe. 5:23-30), ella debe ser juzgada enteramente. Esto es aplicable al pueblo de Israel, a la Iglesia de Dios y al creyente individualmente. Si el corazón no es fiel a Cristo, no podrá resistir el poder escrutador de la Palabra; pero si existe la verdad en las partes más íntimas del alma, cuanto más sea probada y sondeada, mejor será para ella. Qué bendición cuando sinceramente podemos decir: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Sal. 139:23-24).
6 - Capítulo 6: El nazareo
«Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: El hombre o la mujer que se apartare haciendo voto de nazareo, para dedicarse a Jehová, se abstendrá de vino y de sidra; no beberá vinagre de vino, ni vinagre de sidra, ni beberá ningún licor de uvas, ni tampoco comerá uvas frescas ni secas.
Todo el tiempo de su nazareato, de todo lo que se hace de la vid, desde los granillos hasta el hollejo, no comerá. Todo el tiempo del voto de su nazareo no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová, será santo; dejará crecer su cabello.
Todo el tiempo que se aparte para Jehová, no se acercará a persona muerta. Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza. Todo el tiempo de su nazareo, será santo para Jehová» (v. 1-8).
La ordenanza del nazareo está llena de interés y de instrucción práctica. En ella vemos el caso del que se apartaba rigurosamente de las cosas que, aun no siendo malas por sí mismas, tendían a perjudicar la entera consagración del corazón que se manifestaba en el verdadero nazareo.
6.1 - No tocar nada de lo que la vid produce
En primer lugar, el nazareo no debía beber vino. El fruto de la vid, bajo cualquier forma, le estaba prohibido. El vino, como lo sabemos, es el símbolo natural de la alegría terrestre, la expresión del goce social al que el corazón humano está inclinado a entregarse. El nazareo debía abstenerse cuidadosamente de él en el desierto. Para él era una ordenanza literal. No debía excitar la naturaleza con bebidas fuertes. Durante los días de su separación debía observar la más severa abstinencia de vino y de cualquier fruto o cosa que proviene de la vid. Tal era el tipo, escrito para nuestra instrucción, en ese maravilloso libro de los Números, tan rico en enseñanzas para el desierto. Es, además, lo que teníamos que encontrar en él. La sorprendente institución del nazareo encuentra su lugar natural en el libro de los Números. Está en perfecta armonía con el carácter de ese libro, el que contiene, como ya hemos visto, todo lo concerniente a la vida en el desierto.
Investiguemos, pues, qué lección se nos enseña en la abstención del nazareo de todo lo que pertenecía a la vid, desde los granillos hasta el hollejo.
6.1.1 - Jesús, el perfecto Nazareo
En este mundo no ha habido más que un solo Nazareo verdadero y perfecto, Aquel que de principio a fin observó el más completo apartamiento de todo goce terrenal. Asimismo, desde el momento en que entró en su obra pública, se mantuvo separado de todo cuanto era de este mundo. Su corazón se entregaba a Dios y a su obra con una abnegación que nada ni nadie podía alterar. Jamás permitió, ni por un instante, que las pretensiones del mundo o de la naturaleza humana se interpusieran entre su corazón y la obra que había venido a cumplir. «¿No sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?» (Lucas 2:49). Y también: «Mujer ¿qué tiene que ver eso conmigo o contigo?» (Juan 2:4). Con semejantes palabras, el verdadero Nazareo no buscaba satisfacer los derechos de la naturaleza. Tenía una cosa que hacer, y para ello él mismo se separaba de todo lo demás. Su ojo era sencillo y su corazón no estaba dividido. Esto se ve de un extremo a otro de su vida. Podía decir a sus discípulos: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis», y cuando estos, no comprendiendo el profundo significado de esas palabras, decían: «¿Acaso alguien le ha traído de comer?». Él respondió: «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra» (Juan 4:32-34). Por eso, al final de su carrera en la tierra, le oímos pronunciar palabras como estas, al tomar en su mano la copa de la Pascua: «Tomad esto y repartidlo entre vosotros. Porque os digo que no beberé en adelante del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios» (Lucas 22:17-18).
Así vemos cómo el perfecto Nazareo se conducía en todo. No podía tener ningún goce en la tierra, ningún goce en la nación de Israel. Todavía no era tiempo para ello y, por consiguiente, se desprendía de todo lo que el afecto puramente humano podía hallar en los suyos, a fin de dedicarse al único objetivo que siempre tuvo en su vida en la tierra: hacer la voluntad de su Padre. Ya vendrá el día en el que, como Mesías, se regocijará en su pueblo y en la tierra; pero, hasta que llegue ese bendito momento, Jesús se mantiene aparte como el verdadero Nazareo, y su pueblo con él. «Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad. Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Juan 17:16-19).
Lector cristiano, estudiemos seriamente ese primer gran rasgo del carácter del nazareo. Es importante que nos examinemos fielmente a su luz. Es preciso saber hasta qué punto, como cristianos, comprendemos realmente el sentido y el poder de esta separación de toda excitación de la naturaleza humana y de todo goce puramente terrestre. Quizá se diga: ¿Qué mal hay en un poco de recreo y de diversión? No somos llamados a ser monjes. ¿No nos ha dado Dios abundantemente de todo para disfrutarlo? Y mientras estemos en el mundo, ¿no debemos gozar de ello?
A todo ello respondemos: Aquí no se trata de que tal o cual cosa sea mala. Ningún mal había, por regla general, en el uso del vino; no había nada malo en sí en el fruto de la vid. Pero la verdadera cuestión era que, si alguien se proponía ser nazareo, si aspiraba a esta santa separación para el Señor, debía abstenerse por completo del uso del vino y de cualquier fruto o cosa que proviene de la vid, como también de las bebidas embriagadoras.
6.1.2 - ¿Cómo tener hoy el carácter del nazareo?
La cuestión para nosotros es esta: ¿Aspiramos a ser nazareos? ¿Anhelamos una separación completa y una dedicación de cuerpo, alma y espíritu a Dios? Si es así, es menester que nos mantengamos separados de todas las cosas en las cuales la naturaleza encuentra sus satisfacciones. Sobre esta verdad descansa toda la cuestión. No se trata de preguntar: ¿Hemos de convertirnos en monjes?, sino: ¿Sentimos el deseo de ser nazareos? El deseo de nuestro corazón, ¿es ser como Cristo nuestro Señor?, apartados de todo goce puramente terrenal, separados para Dios de todas las cosas que, sin ser malas en sí, tienden a impedir esa entera consagración del corazón, verdadero secreto de todo nazareo espiritual. ¿No sabe el lector cristiano que, en realidad, existen muchas cosas semejantes? Un sin número de ellas ejercen una influencia que distrae y debilita su espíritu y, sin embargo, medidas con la moral de este siglo, podrían pasar por inocentes.
Debemos recordar que los nazareos de Dios no miden las cosas por esa regla. Su moral no es en ningún modo la usual. Miran las cosas desde un punto de vista celestial y divino, por consiguiente, no pueden considerar como inocente lo que de alguna manera tiende a desvirtuar ese elevado carácter de consagración a Dios, tan ardientemente deseado por sus almas.
Que Dios nos conceda la gracia de considerar estas cosas y mantenernos en guardia contra toda idea corruptora. Cada uno debe conocer lo que, en su caso, es para él como el vino o las bebidas fuertes. Tal vez parecerá una menudencia; pero podemos estar seguros de que nada de lo que interrumpe el curso de nuestra comunión con Dios y nos priva de esa santa intimidad, cuyo goce es nuestro privilegio, sea insignificante.
6.2 - No rasurarse la cabeza
Había otra cosa que caracterizaba al nazareo. No debía rasurarse la cabeza. «Todo el tiempo del voto de su nazareo no pasará navaja sobre su cabeza; hasta que sean cumplidos los días de su apartamiento a Jehová, será santo; dejará crecer su cabello» (v. 5).
En 1 Corintios 11:14 vemos que el cabello largo es considerado en el hombre como una falta de dignidad. «¿La naturaleza misma no os enseña que si el hombre lleva la cabellera larga, es una deshonra para él?». Esto nos demuestra que, si realmente deseamos vivir una vida de separación para Dios, debemos estar dispuestos a renunciar a nuestra dignidad natural. Nuestro Señor Jesucristo lo hizo de un modo perfecto. Se humilló a sí mismo. Renunció a sus derechos en todo. Podía decir: «Yo soy gusano, y no hombre» (Sal. 22:6). Se despojó a sí mismo y tomó voluntariamente el lugar más humilde. No cuidó de sí para atender a otros. Su nazareo fue perfecto en todo.
Y esto es precisamente lo que a nosotros no nos gusta mucho. Defendemos naturalmente nuestra dignidad y nuestros derechos, lo que se considera como una acción varonil. Pero el Hombre perfecto no lo hizo jamás; y si aspiramos a ser nazareos, tampoco lo haremos. Debemos renunciar a las dignidades naturales y desistir de los goces terrenales si queremos andar en un camino de completa separación para Dios. Muy pronto esas dos cosas irán juntas, aún no es la hora.
Notemos una vez más que la cuestión no es saber si tal o cual cosa es lícita o no. Por regla general, el hombre debía cortarse el cabello; pero, para un nazareo, eso no era correcto, e incluso era un acto completamente malo. Aquí está toda la diferencia. Para un hombre común estaba bien rasurarse y beber vino, pero el nazareo no era un hombre común; estaba separado de todo lo que era ordinario a fin de poder andar por un camino especial. Si hubiera usado la navaja o probado el vino, lo hubiera abandonado todo. Por consiguiente, si alguien preguntara: ¿No está bien disfrutar de los placeres de la tierra y mantener la dignidad de nuestra naturaleza?, responderemos: Está bien si nos proponemos andar como los hombres; pero está mal, o es absolutamente funesto, si deseamos andar como nazareos.
Esto simplifica admirablemente las cosas, responde a múltiples cuestiones y resuelve mil dificultades. Es inútil ser meticulosos acerca del mal que puede haber en tal o cual cosa. La cuestión es: ¿Cuáles son nuestros fines y verdaderos propósitos? ¿Deseamos comportarnos simplemente como los hombres, o nos proponemos vivir como verdaderos nazareos? Según el lenguaje de 1 Corintios 3:3, las expresiones: andar «como hombres» y ser «carnales» son sinónimas. ¿Comprendemos su sentido, sentimos todos sus efectos? ¿O bien, somos dirigidos por el espíritu de los hombres de un mundo sin Dios y sin Cristo? No es útil emplear el tiempo discutiendo puntos que no se plantearían si nuestras almas estuvieran en una buena condición moral y una buena actitud espiritual. Sin duda, para los hombres de este mundo es perfectamente legítimo y natural gozar de todo lo que este puede ofrecerles, y mantener a toda costa sus derechos y sus dignidades. Sería infantil discutir esto. Pero, por otra parte, lo que es legítimo y natural para los hombres de este mundo, es malo, contranatural e inconsecuente para los nazareos de Dios. Tal es el estado de la cuestión si nos dejamos guiar por la sencilla verdad de Dios. En el capítulo 6 de Números vemos que si un nazareo bebía vino o rasuraba su cabello, volvía impura la cabeza de su nazareo. ¿No tiene esto un eco y una lección para nosotros? Seguro que sí. Nos enseña que, si nuestras almas desean continuar andando con una entera consagración a Dios, debemos abstenernos de los goces de la tierra y renunciar a las dignidades y derechos de la naturaleza. Es preciso que sea así ya que Dios y el mundo, la carne y el Espíritu no pueden conciliarse. Tiempo vendrá en que será diferente, pero ahora todos los que quieren vivir para Dios y andar en el espíritu deben vivir separados del mundo y mortificar la carne. ¡Que Dios, en su gran misericordia, nos haga capaces de hacerlo!
6.3 - No tocar un cuerpo muerto
Nos falta mencionar otro rasgo particular del nazareo. No debía tocar un cuerpo muerto. «Todo el tiempo que se aparte para Jehová, no se acercará a persona muerta. Ni aun por su padre ni por su madre, ni por su hermano ni por su hermana, podrá contaminarse cuando mueran; porque la consagración de su Dios tiene sobre su cabeza» (v. 6-7).
De modo que, sea que bebiese vino, se rasurara la cabeza o tocase a un muerto, el efecto era el mismo; cada una de esas cosas acarreaba mancha sobre su nazareo. Nosotros somos propensos a establecer distinciones que no resistirían ni un solo instante la luz de la presencia divina. Una vez que la consagración a Dios reposaba sobre la cabeza de alguien, este importante hecho se convertía en la regla y la medida de toda moralidad. Colocaba al individuo en un terreno enteramente nuevo y especial, y le imponía el deber de considerar todas las cosas desde el mismo punto de vista de Dios. Ya no debía preguntar lo que le convenía como hombre, sino lo que le interesaba como nazareo. Por consiguiente, si su más querido amigo caía muerto a su lado, no debía tocarlo. Debía mantenerse apartado de la influencia impura de la muerte, y todo ello porque la «consagración de su Dios tiene sobre su cabeza».
En todo este asunto del nazareo es preciso que el lector comprenda que aquí no se trata de la salvación del alma, de la vida eterna o de la perfecta seguridad del creyente en Cristo. Si no se capta claramente esta distinción, el espíritu puede sumergirse en la perplejidad y en las tinieblas. En el cristianismo hay dos grandes anillos que, aunque están íntimamente unidos, son enteramente distintos, a saber: el de la vida eterna y el de la comunión personal. El primero no puede ser roto por cosa alguna, sea cual fuere; el segundo puede romperse en un momento por la cosa más insignificante. El segundo de esos anillos es al que se refiere la doctrina del nazareo.
En la persona del nazareo vemos un símbolo del que entra en una particular dedicación o consagración a Cristo. El poder para proseguir en ese sendero depende de una secreta comunión con Dios, de manera que, si la comunión se interrumpe, el poder cesa. Esto da al asunto una seriedad especial. Hay gran peligro en querer seguir un camino cuando falta lo que constituye la fuente del poder para hacerlo. Esto es desagradable y exige una gran atención. Hemos examinado brevemente las diversas cosas que tienden a interrumpir la comunión del nazareo, pero sería del todo imposible describir con palabras el efecto moral de las tentativas que se hacen para conservar la apariencia del nazareo cuando la realidad interna ha desaparecido. Esto es muy peligroso. Vale infinitamente más confesar nuestra caída y colocarnos en nuestro verdadero lugar, que mantener una apariencia falsa. Dios quiere la realidad; podemos estar convencidos de que, tarde o temprano, nuestra debilidad y locura serán manifestadas. Es muy deplorable y humillante que los nobles que «fueron más puros que la nieve» vengan a ser más oscuros «que la negrura en su aspecto» (Lam. 4:7-8); pero aun es peor que los que se han vuelto oscuros tengan la pretensión de ser claros.
6.3.1 - El caso de Sansón
Consideremos el grave caso de Sansón, descrito en el capítulo 16 de Jueces. En un momento funesto traicionó su secreto y perdió su fuerza, aun sin saberlo. Pero el enemigo lo supo enseguida y pronto se hizo manifiesto a todos que el nazareo había mancillado su cabeza. «Y aconteció que, presionándole ella cada día con sus palabras e importunándole, su alma fue reducida a mortal angustia. Le descubrió, pues, todo su corazón, y le dijo: Nunca a mi cabeza llegó navaja; porque soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará de mí, y me debilitaré y seré como todos los hombres» (v. 16-17).
Lamentablemente, esta era la revelación del íntimo y santo secreto de todo su poder. Hasta entonces su camino había sido un camino de fuerza y victoria, simplemente porque había sido el de un nazareo santo. Pero el corazón de Sansón fue vencido por las seducciones de Dalila. Lo que mil filisteos no habían podido lograr, lo hizo la influencia seductora de una mujer. Sansón cayó de la alta posición del nazareo al nivel de un hombre ordinario.
«Viendo Dalila que él le había descubierto todo su corazón, envió a llamar a los principales de los filisteos, diciendo: Venid esta vez, porque él me ha descubierto todo su corazón. Y los principales de los filisteos vinieron a ella, trayendo en su mano el dinero. Y ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas (¡ay! qué sueño fatal para un nazareo), y llamó a un hombre, quien le rapó las siete guedejas de su cabeza; y ella comenzó a afligirlo, pues su fuerza se apartó de él. Y le dijo: ¡Sansón, los filisteos sobre ti! Y luego que despertó él de su sueño, se dijo: Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no sabía que Jehová ya se había apartado de él. Mas los filisteos le echaron mano, y le sacaron los ojos, y le llevaron a Gaza; y le ataron con cadenas para que moliese en la cárcel» (Jueces 16:18-21).
¡Qué cuadro más solemne! ¡Y qué advertencias contiene! ¡Qué triste espectáculo ofrecía Sansón levantándose para escapar de manos de los filisteos «como» las otras veces! Pero, desgraciadamente, el «como» estaba fuera de lugar. Él podía luchar para zafarse de sus manos, sin embargo, ya no era «como» las otras veces, pues la fuerza había desaparecido; Dios se había apartado de él; el nazareo, poco tiempo antes poderoso, se convirtió en un prisionero ciego quien, en vez de triunfar sobre los filisteos, tuvo que dar vueltas al molino de la cárcel. He aquí lo que acontece cuando se cede a la vieja naturaleza. Sansón jamás recobró la libertad. Le fue permitido, por misericordia de Dios, alcanzar una victoria más sobre los incircuncisos, pero le costó la vida. Los nazareos de Dios deben mantenerse puros, de lo contrario, pierden su poder. Para ellos el poder y la pureza son inseparables. No pueden avanzar si no tienen santidad interior; de ahí la urgente necesidad de estar siempre alertas contra las diversas cosas que tienden a arrastrar al corazón, a distraer el espíritu y a rebajar el grado de espiritualidad. Jamás perdamos de vista estas palabras: «Todo el tiempo de su nazareato, será santo para Jehová». La santidad es el carácter importante e indispensable de todos los días del nazareo, de manera que, una vez perdida la santidad, el nazareo está cercano a su fin.
¿Qué hay que hacer en tal caso?, podría preguntarse. La Escritura nos da la respuesta. «Si alguno muriere súbitamente junto a él, su cabeza consagrada será contaminada; por tanto, el día de su purificación raerá su cabeza; al séptimo día la raerá. Y el día octavo traerá dos tórtolas o dos palominos al sacerdote, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y el sacerdote ofrecerá el uno en expiación, y el otro en holocausto; y hará expiación de lo que pecó a causa del muerto, y santificará su cabeza en aquel día. Y consagrará para Jehová los días de su nazareo, y traerá un cordero de un año en expiación por la culpa; y los días primeros serán anulados, por cuanto fue contaminado su nazareato» (Núm. 6:9-12).
Aquí encontramos la expiación en sus dos grandes aspectos, como el único principio según el que el nazareo podía encontrar de nuevo la comunión. Se había contaminado y solo podía ser limpiado por la sangre del sacrificio. Podríamos tratar con ligereza el hecho de tocar un cuerpo muerto, especialmente en tales circunstancias, y decir: ¿Cómo hubiera podido evitar el contacto con una persona muerta, si esta había caído a su lado? La respuesta es a la vez sencilla y grave. Los nazareos de Dios deben conservar su pureza personal; además, la medida por la que esa pureza debe regularse no es humana, sino divina. El simple contacto con la muerte era suficiente para romper los lazos de la comunión. Si el nazareo hubiese querido continuar como si nada hubiese ocurrido, habría desobedecido los mandamientos de Dios y habría atraído sobre sí un severo juicio.
6.3.2 - Los primeros días anulados
Pero, bendito sea Dios, la gracia había previsto este problema. Estaba el holocausto, tipo de la muerte de Cristo con relación a Dios. Estaba el sacrificio por el pecado, tipo de la misma muerte con relación a nosotros. Estaba incluso el sacrificio para expiación por la culpa, tipo de la muerte de Cristo en su aplicación no solo a la raíz o principio del mal en la carne, sino también al pecado cometido. En otras palabras, se necesitaba toda la eficacia de la muerte de Cristo para quitar la mancha causada por el simple contacto con un cuerpo muerto. Esto es muy serio. El pecado es algo extremadamente odioso a los ojos de Dios. Un solo pensamiento, una mirada, una palabra que sean culpables bastan para traer sobre el alma una oscura nube que oculte de nuestra vista la claridad del rostro de Dios y nos suma en una angustia y miseria profundas. Guardémonos, pues, de tratar el pecado con ligereza. Recordemos que, para borrar una sola mancha de la culpabilidad del pecado, aun la más pequeña, el Señor Jesucristo debió pasar por todos los indescriptibles horrores del calvario. El lamento terriblemente amargo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46; Marcos 15:34) es lo único que puede darnos una justa idea de lo que es el pecado; y ningún mortal o ángel sería capaz de penetrar en las inmensas profundidades de ese clamor. Y, aunque jamás podamos sondear completamente los misteriosos abismos de los sufrimientos de Cristo, al menos debemos dedicarnos a meditar más sobre su muerte, y a obtener con ello una comprensión mucho más profunda del odioso carácter del pecado a los ojos de Dios. En efecto, el pecado era tan horrendo y abominable para el Dios santo, que le obligaba a apartar el resplandor de su rostro del Amado Hijo que había habitado en su seno desde la eternidad. Si le abandonó porque llevó el pecado en su cuerpo sobre el madero, ¿qué será, pues, el pecado?
Consideremos atentamente estas cosas. ¡Que puedan tener siempre un lugar fijo en nuestros corazones, que son tan dados a pecar! Cuán superficialmente pensamos a veces en lo que le costó al Señor Jesús no solamente la vida, sino lo que es mejor y más preciado: ¡el resplandor del rostro de Dios! ¡Que podamos tener un sentimiento mucho más real del odioso carácter del pecado y estar constantemente en guardia para no echar una sola mirada en mala dirección! Podemos estar seguros de que el corazón seguirá al ojo, los pies seguirán al corazón, y así nos alejaremos del Señor, perderemos el goce de su presencia, de su amor, y nos volveremos miserables, o peor aún: muertos, fríos, insensibles, endurecidos «por el engaño del pecado» (Hebr. 3:13).
¡Que Dios, en su infinita gracia, nos preserve de la caída! ¡Que nos conceda la gracia de hacernos más vigilantes, más celosos para guardarnos de todo lo que pueda manchar la cabeza de nuestro nazareo! Es cosa seria apartarnos de la comunión con Dios, es peligroso tratar de servir al Señor con una conciencia contaminada. Es cierto que la gracia perdona y restaura, pero ya no recuperamos nunca lo que hemos perdido. Esto es lo que enseña con solemne fuerza el pasaje que tenemos ante nosotros: «Y consagrará para Jehová los días de su nazareato, y traerá un cordero de un año en expiación por la culpa; y los días primeros serán anulados, por cuanto fue contaminado su nazareato» (v. 12). Esta parte de nuestro tema está llena de instrucción y advertencias para nuestras almas. Cuando el nazareo había sido contaminado por una causa cualquiera, aunque solo fuese por el contacto con un muerto, debía comenzar de nuevo. No solo se perdían los días de su contaminación, sino también los de su nazareo anterior.
¿Qué nos enseña esto? Por lo menos lo siguiente: en cuanto nos apartamos, aunque solo sea un milímetro, del estrecho sendero de la comunión y nos alejamos del Señor, debemos retornar al punto de partida y comenzar de nuevo. De esto tenemos numerosos ejemplos en la Escritura. Sería prudente estudiarlos y considerar la gran verdad práctica que de ellos se desprende.
Tomemos el caso de Abram cuando descendió a Egipto, según se nos cuenta en el capítulo 12 de Génesis. Evidentemente se había apartado de su camino. Y ¿cuál fue el resultado? Los días pasados en Egipto fueron perdidos o no contaron para nada; tuvo que volver al sitio del que se había alejado y empezar de nuevo su marcha. Así en Génesis 12:8 leemos: «Luego se pasó de allí a un monte al oriente de Betel, y plantó su tienda, teniendo a Betel al occidente y a Hai al oriente; y edificó allí altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová». Luego, después de su regreso de Egipto, leemos: «Y volvió por sus jornadas desde el Neguev hacia Betel, hasta el lugar donde había estado antes su tienda entre Betel y Hai, al lugar del altar que había hecho allí antes; e invocó allí Abram el nombre de Jehová» (Gén. 13:3-4). Todo el tiempo pasado en Egipto fue anulado. Allí no había ningún altar, ninguna comunión; Abram tuvo que volver exactamente al mismo sitio que había abandonado.
Así ocurre en todos los casos; esto explica los progresos miserablemente lentos de algunos de nosotros en nuestra carrera práctica. Caemos, nos desviamos, nos alejamos del Señor, nos sumimos en las tinieblas espirituales; entonces su amante voz, poderosa y reconfortante, llega hasta nosotros y nos vuelve al punto del cual nos desviamos. Nuestras almas son restauradas, pero hemos perdido tiempo y hemos sufrido mucho. Esto es muy serio y debería hacernos andar con santa vigilancia y prudencia para que no nos veamos obligados a volver sobre nuestros pasos y a perder lo que no se puede recuperar jamás: el tiempo perdido. Es verdad que nuestros extravíos, traspiés y caídas nos advierten acerca del estado de nuestros corazones, nos enseñan a desconfiar de nosotros mismos y traen el despliegue de la inalterable e ilimitada gracia de nuestro Dios. Todo esto es cierto, pero hay un medio muy diferente y mucho mejor que los extravíos, los traspiés y las caídas para conocernos a nosotros mismos y a Dios. Nuestro yo, en todas las fatales profundidades de esta palabra, debe ser juzgado a la luz de la presencia de Dios, en la que nuestras almas puedan crecer en el conocimiento de Dios, tal como él se revela a sí mismo por el Espíritu Santo, en la faz de Jesucristo y en las preciosas páginas de la Santa Escritura. Este es el medio más excelente tanto para conocernos a nosotros mismos como para conocer a Dios, y también es el poder de toda verdadera separación del nazareo. El alma que habitualmente vive en el santuario de Dios o, en otros términos, que anda en continua comunión con Dios, tendrá un verdadero sentimiento de lo que es la carne, en todas sus fases, sin haber tenido que aprenderlo a través de amargas experiencias. Y no solo esto, sino que también tendrá un conocimiento más profundo y exacto de lo que Cristo es en sí mismo y de lo que es para todos los que depositan su confianza en él. Es triste tener que conocerse por medio de la propia experiencia. Podemos estar seguros de que el verdadero medio de aprender esto consiste en permanecer en comunión con Dios. Entonces no estaremos continuamente preocupados con el pensamiento de nuestro vil estado, sino más bien ocupados en lo que está por fuera y por encima de nosotros mismos, esto es, de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, nuestro Señor.
6.3.3 - La ley del nazareo y su enseñanza práctica
Al terminar esta sección citaremos en toda su extensión la declaración de la ley del nazareo. «Esta es, pues, la ley del nazareo el día que se cumpliere el tiempo de su nazareato: Vendrá a la puerta del tabernáculo de reunión, y ofrecerá su ofrenda a Jehová, un cordero de un año sin tacha en holocausto, y una cordera de un año sin defecto en expiación, y un carnero sin defecto por ofrenda de paz. Además, un canastillo de tortas sin levadura, de flor de harina amasada con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite, y su ofrenda y sus libaciones. Y el sacerdote lo ofrecerá delante de Jehová, y hará su expiación y su holocausto; y ofrecerá el carnero en ofrenda de paz a Jehová, con el canastillo de los panes sin levadura; ofrecerá asimismo el sacerdote su ofrenda y sus libaciones. Entonces el nazareo raerá a la puerta del tabernáculo de reunión su cabeza consagrada, y tomará los cabellos de su cabeza consagrada y los pondrá sobre el fuego que está debajo de la ofrenda de paz. Después tomará el sacerdote la espaldilla cocida del carnero, una torta sin levadura del canastillo, y una hojaldre sin levadura, y las pondrá sobre las manos del nazareo, después que fuere raída su cabeza consagrada; y el sacerdote mecerá aquello como ofrenda mecida delante de Jehová, lo cual será cosa santa del sacerdote, además del pecho mecido y de la espaldilla separada; después el nazareo podrá beber vino. Esta es la ley del nazareo que hiciere voto de su ofrenda a Jehová por su nazareato, además de lo que sus recursos le permitieren; según el voto que hiciere, así hará, conforme a la ley de su nazareato» (Números 6:13-21).
Esta maravillosa «ley» nos conduce a algo futuro, cuando aparezca el resultado completo de la obra de Cristo, cuando al fin de su nazareo el Señor experimente, como Mesías de Israel, un verdadero gozo con su pueblo amado en esta misma tierra. Entonces habrá llegado para el Nazareo el tiempo de beber vino. Él se apartó de todo para cumplir la gran obra expuesta bajo todos sus aspectos y en todo su alcance en la «ley» precedente. Él está separado de la nación, separado de este mundo, en el poder del verdadero nazareo, según él mismo lo dijo a sus discípulos aquella noche memorable: «Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mat. 26:29).
Habrá, pues, un brillante día futuro en el que Jesús, el Mesías, se regocijará en Jerusalén y entre su pueblo. Las profecías, desde Isaías a Malaquías, están llenas de gloriosas y emocionantes alusiones a aquel día dichoso y resplandeciente. Llenaríamos literalmente un libro si citáramos los pasajes que se relacionan con él. Pero si el lector quiere buscar los últimos capítulos de las profecías de Isaías, allí encontrará un ejemplo de lo que queremos decir. Hallará también muchos pasajes semejantes en los diversos libros de los profetas.
6.3.4 - La doctrina de la Iglesia no se encuentra en el Antiguo Testamento
Queremos prevenir al lector contra el peligro de ser inducido a error por los títulos no inspirados que, en algunas versiones de la Biblia, encabezan estos magníficos capítulos sobre el porvenir de Israel, tales como, por ejemplo: “Las bendiciones del Evangelio” o “El engrandecimiento de la Iglesia”. Semejantes expresiones extravían a muchos lectores piadosos, dispuestos a creer que tales frases son igualmente inspiradas como el texto; o que, si no lo son, contienen por lo menos una exposición exacta de lo que trata el capítulo. El hecho es que no hay ni una sola sílaba acerca de la Iglesia, desde el principio hasta el fin de los profetas. La Iglesia también puede, sin duda, encontrar una preciosa instrucción, luz, aliento y edificación en esa gran división del inspirado volumen, pero lo encontrará en la medida en que pueda, por la enseñanza del Espíritu, discernir la verdadera aplicación y finalidad de esta porción del Libro de Dios. Suponer que no podemos sacar provecho y aliento más que de lo que se refiere primera o exclusivamente a nosotros, sería tener un concepto muy estrecho, por no decir egoísta, de las cosas. ¿Acaso no aprenderemos nada del libro del Levítico? Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que se refiere a la Iglesia?
No, usted puede estar seguro de que un estudio acerca de «la ley y los profetas» hecho con calma, sin ideas preconcebidas y con oración, le convencerá de que el gran tema de la una y de los otros es el gobierno del mundo por Dios, en relación inmediata con Israel. Es verdad que, por doquier, «comenzando desde Moisés, y todos los profetas», hay cosas que conciernen al Señor mismo. Esto es evidente según Lucas 24:27. Pero es él mismo considerado en su gobierno de este mundo y de Israel en particular. Si este hecho no se comprende claramente, estudiaremos el Antiguo Testamento con escasa inteligencia y poco provecho.
A algunos les parecerá exagerado sostener que, en los profetas, y aun en todo el Antiguo Testamento, no hay nada expuesto sobre la Iglesia propiamente dicha; pero uno o dos pasajes de la pluma inspirada de Pablo resolverá toda la cuestión para quien quiera someterse realmente a la autoridad de la Santa Escritura. En Romanos 16 leemos: «Y al que os puede fortalecer, según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio silenciado por tiempos eternos (pero ahora revelado y dado a conocer a todas las naciones por los escritos de los profetas [9], según el mandamiento del Dios eterno, para que los hombres obedezcan a la fe)» (v. 25-26). Igualmente, en el capítulo 3 de la Carta a los Efesios, leemos: «Por esta causa yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles (si es que habéis oído hablar de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para vosotros; cómo, por revelación, el misterio me fue dado a conocer, según ya lo he escrito brevemente. Y leyéndolo podréis conocer mi entendimiento en el misterio de Cristo, que en otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús mediante el evangelio; del cual fui hecho ministro, conforme al don de la gracia de Dios que me fue dada según la operación de su poder. A mí, el más insignificante de todos los santos, me fue otorgada esta gracia de proclamar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo, y sacar a la luz cuál es la administración del misterio escondido desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas; para que ahora sea dada a conocer a los principados y a las potestades, en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios por medio de la iglesia» (v. 1-10).
[9] Los «profetas» de que se trata en estas dos citas son los del Nuevo Testamento, tal como surge de la forma de la expresión. Si el apóstol hubiese querido referirse a los profetas del Antiguo Testamento, habría dicho: «Sus santos profetas y apóstoles». Pero el punto mismo en el cual insiste es que el misterio nunca había sido revelado antes de su tiempo, que no había sido dado a conocer a los hijos de los hombres en otras generaciones, que estaba escondido en Dios, no escondido en las Escrituras, sino en el eterno pensamiento de Dios.
No proseguiremos ahora con el profundo tema de la Iglesia; nos limitamos a recordar los anteriores pasajes de la Escritura, a fin de llamar la atención del lector sobre el hecho de que la doctrina de la Iglesia, tal como nos la enseña Pablo, no se encuentra en el Antiguo Testamento; por consiguiente, cuando lea los profetas y encuentre las palabras «Israel», «Jerusalén», «Sion», no debe aplicarlas a la Iglesia de Dios, ya que se refieren al pueblo de Israel, la simiente de Abraham, la tierra de Canaán y la ciudad de Jerusalén [10]. Dios sabe lo que dice; por lo tanto, nunca debemos aprobar nada que se parezca a una manera ligera e irreverente de servirse de la Palabra de Dios. Cuando el Espíritu habla de Jerusalén, se trata de Jerusalén; si quisiera hablar de la Iglesia, lo diría. No se nos ocurriría tratar un documento humano respetable como tratamos al volumen inspirado. Consideramos como cierto que un hombre sabe no solamente lo que tiene la intención de decir, sino que dice lo que ha querido decir; y si esto es así en un débil mortal, sujeto a error, con mayor razón lo es en el Dios vivo, único sabio, quien no puede mentir.
[10] El enunciado del texto se refiere naturalmente a las profecías del Antiguo Testamento. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas hay pasajes en los cuales todos los creyentes son considerados como simiente de Abraham (Rom. 4:9-17; Gál. 3:6-7, 29; 6:16); pero esto es diferente. No hay revelación de la Iglesia propiamente dicha en el Antiguo Testamento.
6.3.5 - Conclusión acerca de la ley del nazareo
Debemos poner fin al estudio de este asunto y dejar al lector que medite a solas acerca de la ley del nazareo, tan fecunda en santas lecciones para el corazón. Desearíamos que examinase muy particularmente el hecho de que el Espíritu Santo nos haya dado la exposición completa de la ley del nazareo en el libro de los Números, el libro del desierto. Además, que tome cuidadosamente en consideración la institución misma. Que procure comprender bien por qué el nazareo no debía beber vino, por qué no debía cortarse el cabello, por qué no debía tocar a una persona muerta. Que medite sobre estos tres puntos y procure recoger las instrucciones que ellos contienen. Que se pregunte a sí mismo: ¿Deseo realmente ser un nazareo, andar en el estrecho sendero de la separación para Dios? Y si es así, ¿estoy dispuesto a abandonar todo lo que tienda a contaminar, a distraer y a entorpecer a los nazareos de Dios? Finalmente, sepa el lector que viene el tiempo en el que «el nazareo» podrá «beber vino»; es decir, cuando ya no será necesario estar atento contra las diversas formas del mal, interior o exterior, cuando todo será puro y los afectos podrán tener libre curso; un tiempo en el que ya no habrá mal del que sea necesario separarnos y, por consiguiente, en el que no será preciso hablar de separación. En otras palabras, habrá «nuevos cielos y una tierra nueva, en los cuales habita la justicia» (2 Pe. 3:13). Que Dios, en su infinita gracia, nos guarde hasta ese tiempo tan dichoso con una verdadera consagración a él.
6.3.6 - La bendición divina dependiente del orden en el campamento
El lector notará que estamos al final de una definida sección de nuestro libro. El campamento está debidamente arreglado; cada guerrero ocupa su puesto (cap. 1 y 2); cada obrero está dedicado a su propio trabajo (cap. 3 y 4); la congregación está purificada de su mancha (cap. 5); se ha provisto lo necesario para la suprema dedicación a Jehová (cap. 6). Todo está bien especificado. El orden es de una belleza notable. Tenemos ante nosotros no solamente un campamento purificado y bien ordenado, sino también un carácter de consagración a Dios que es imposible superar, puesto que solo se ha visto en toda su integridad en la vida de nuestro Señor Jesucristo. Como hemos llegado, pues, a este punto culminante, no nos queda por ver sino a Jehová pronunciando su bendición sobre la asamblea o pueblo de Israel al final del capítulo 6. Podemos decir con seguridad que es una bendición enteramente real. Leamos y examinemos en detalle.
«Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y a sus hijos y diles: Así bendeciréis a los hijos de Israel, diciéndoles: Jehová te bendiga, y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti, y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro, y ponga en ti paz. Y pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré» (v. 22-27). Esta rica bendición se impartía por medio del sacerdocio. Aarón y sus hijos eran los encargados de pronunciarla. La asamblea de Dios (Israel en ese entonces) debía ser bendecida y guardada por Dios continuamente; siempre debía calentarse a los rayos de su misericordioso rostro; su paz siempre debía correr como un río; el nombre de Jehová debía ser invocado sobre ella; él estaba siempre allí para bendecirla.
¡Qué riqueza! ¡Oh, si Israel la hubiera usado, si hubiese experimentado su poder! Pero no lo hizo. Se desvió muy pronto, según lo veremos. Cambió la claridad del rostro de Dios por las tinieblas del Sinaí. Abandonó el terreno de la gracia y se colocó voluntariamente bajo la ley. En vez de estar satisfecho con lo que se le había dado en el Dios de sus padres, deseó otras cosas (comp. Sal. 105 y 106). En vez del orden, la pureza y la separación para Dios, condiciones que encontramos al principio de este libro, tenemos el desorden, la contaminación y la idolatría.
Pero, bendito sea Dios, se aproxima el día en el cual la magnífica bendición del capítulo 6 de Números tendrá su plena aplicación, cuando las 12 tribus de Israel sean alineadas alrededor de la inmortal bandera: «Jehová-sama» (Jehová está allí, Ez. 48:35), cuando sean purificadas de todas sus manchas y consagradas a Dios con el poder de un verdadero nazareo. Estas cosas son presentadas de la manera más perfecta y clara en los profetas. Todos estos inspirados testimonios, sin que exista una sola discrepancia, anuncian el glorioso porvenir que le está reservado a Israel; todos señalan el tiempo en el que las densas nubes acumuladas y suspendidas en el horizonte de las naciones serán echadas lejos ante los brillantes rayos del «Sol de justicia» (Mal. 4:2); el tiempo en que Israel disfrutará de una mañana sin nubes, de bendición y de gloria, bajo las viñas e higueras de la tierra que Dios dio en posesión eterna a Abraham, a Isaac y a Jacob.
Si negamos ese glorioso porvenir del pueblo de Israel [11], podríamos muy bien cortar una parte considerable del Antiguo Testamento, e incluso del Nuevo, ya que tanto en el uno como en el otro el Espíritu Santo da un claro e inequívoco testimonio de este precioso hecho: la gracia, la salvación y la bendición para la simiente de Jacob. Nadie puede comprender realmente a los profetas si no ve esta verdad: hay un brillante porvenir reservado para estos amados de Dios, aunque sean actualmente un pueblo rechazado. Tengamos cuidado en cómo tratamos este hecho. Es muy grave querer introducir, de algún modo, nuestros propios pensamientos en la verdadera aplicación de la Palabra de Dios. Dios se ha comprometido a bendecir al pueblo de Israel; guardémonos de intentar desviar la corriente de la bendición hacia otra dirección. Es grave desnaturalizar el propósito decretado, el designio manifestado por Dios. Él ha declarado que su firme propósito es dar la tierra de Canaán como posesión perpetua a la posteridad de Jacob y, si esto es puesto en duda, no sabríamos cómo mantener la integridad de cualquier porción de la Palabra de Dios. Si nos permitimos tratar con ligereza una gran parte del canon inspirado, y ciertamente es tratarlo con ligereza querer desviarlo de su verdadero objeto, ¿qué seguridad tendremos en cuanto a la aplicación de la Escritura en general? Si Dios no sabe lo que dice cuando habla de Israel y de la tierra de Canaán ¿cómo sabremos que sabe lo que dice cuando habla de la Iglesia y de su parte celestial en Cristo? Si se despoja al judío de su glorioso porvenir ¿qué seguridad tendrá el cristiano acerca del suyo?
[11] N. del Ed.: Recordemos que este libro fue escrito alrededor de 1860. En aquel tiempo no se veía nada del retorno de los judíos a su tierra. Ese retorno fue visible a partir del siglo 20 y fue bien señalado con la fundación del Estado de Israel en 1948. El retorno actual se hace en la incredulidad, pero después del arrebato de la Iglesia y de la Tribulación, Dios restablecerá finalmente a su pueblo en su tierra en la gloria del reinado de mil años de Cristo.
Recordemos que «Porque cuantas promesas de Dios hay, en él está el sí; y también en él el amén» (2 Cor. 1:20). Y mientras nos regocijamos con la aplicación que nos es hecha de esta preciosa afirmación, no procuremos negar que sea aplicable a otros. Debemos creer firmemente que los hijos de Israel gozarán también de la plena bendición presentada en el último párrafo del capítulo 6 de Números, y hasta entonces la Iglesia de Dios es llamada a participar de las bendiciones que le son propias. Ella tiene el privilegio de saber que la presencia de Dios está continuamente con y en medio de ella, es decir, que tiene el privilegio de habitar en la luz de su rostro, de beber en el río de la paz, de ser bendecida y guardada por Aquel que no se duerme jamás. Pero no olvidemos o, mejor dicho, recordemos que el sentimiento práctico y el goce experimental de esas bendiciones y prerrogativas estarán en proporción exacta con la medida en que la Iglesia procure mantener el orden, la pureza, la separación nazarea, cosas a las cuales es llamada, ya que es la casa de Dios, el Cuerpo de Cristo, la morada del Espíritu Santo.
¡Quiera Dios que estos pensamientos penetren en nuestros corazones y ejerzan su influencia santificadora en toda nuestra vida!
7 - Capítulo 7: Las ofrendas de los príncipes
Este es el capítulo más extenso del libro de los Números. Contiene una detallada exposición sobre los doce príncipes de la congregación y sus respectivas ofrendas para la construcción del tabernáculo. «Aconteció que cuando Moisés hubo acabado de levantar el tabernáculo, y lo hubo ungido y santificado, con todos sus utensilios, y asimismo ungido y santificado el altar y todos sus utensilios, entonces los príncipes de Israel, los jefes de las casas de sus padres, los cuales eran los príncipes de las tribus, que estaban sobre los contados, ofrecieron; y trajeron sus ofrendas delante de Jehová, seis carros cubiertos y doce bueyes; por cada dos príncipes un carro, y cada uno un buey, y los ofrecieron delante del tabernáculo. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Tómalos de ellos, y serán para el servicio del tabernáculo de reunión; y lo darás a los levitas, a cada uno conforme a su ministerio. Entonces Moisés recibió los carros y los bueyes, y los dio a los levitas. Dos carros y cuatro bueyes dio a los hijos de Gersón, conforme a su ministerio, y a los hijos de Merari dio cuatro carros y ocho bueyes, conforme a su ministerio bajo la mano de Itamar hijo del sacerdote Aarón. Pero a los hijos de Coat no les dio, porque llevaban sobre sí en los hombros el servicio del santuario» (v. 1-9).
Ya vimos, en los capítulos 3 y 4, que los hijos de Coat tenían el privilegio de llevar todo lo que era más precioso entre los instrumentos y los muebles del santuario. Por eso no recibieron ninguna ofrenda de los príncipes. Su elevado y santo servicio era llevar los objetos sobre sus hombros y no emplear carros ni bueyes. Cuanto más atentamente estudiemos los objetos que eran confiados a los coatitas, tanto más notaremos que ofrecen en figura las revelaciones más profundas y completas de Dios en Cristo. Los gersonitas y los meraritas, al contrario, tenían a su cargo las cosas más exteriores. Su trabajo era más penoso y arriesgado, por consiguiente, estaban provistos de los recursos necesarios que la generosidad de los príncipes ponía a su disposición. El coatita no tenía necesidad de la ayuda de un carro o de un buey en su servicio superior. Debía transportar a hombros su preciosa carga.
7.1 - Las ofrendas para la dedicación del altar
«Y los príncipes trajeron ofrendas para la dedicación del altar el día en que fue ungido, ofreciendo los príncipes su ofrenda delante del altar. Y Jehová dijo a Moisés: Ofrecerán su ofrenda, un príncipe un día, y otro príncipe otro día, para la dedicación del altar» (v. 10-11).
Un lector poco espiritual, al ojear este capítulo tan largo, tal vez estaría dispuesto a preguntar por qué, en un libro inspirado, lo que podría decirse en doce líneas ocupa tanto espacio. Si un hombre hubiese narrado los hechos de esos doce días, muy probablemente los habría resumido en una sola declaración, diciéndonos que los doce príncipes ofrecieron cada uno tales o cuales cosas.
Pero esto no hubiera estado de acuerdo con el pensamiento divino. Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, y sus caminos no son nuestros caminos. Él quiso darnos una lista completa y muy detallada de los príncipes, dando el nombre de cada uno de ellos, diciendo qué tribu representaba e indicando las ofrendas que había traído para el santuario de Dios; de ahí este largo capítulo de 89 versículos. Cada nombre brilla allí con su carácter distintivo. Cada ofrenda está minuciosamente descrita y debidamente apreciada. Los nombres y las ofrendas no están mezclados. Ello no correspondería al carácter de nuestro Dios, pues, «Dios no es Dios de desorden, sino de paz» (orden. (1 Cor. 14:32); en todo cuanto hace o dice él obra según su esencia. El hombre enumera rápidamente y con descuido los dones y las ofrendas, pero Dios no lo hace así. Él se complace en recordar cada servicio, cada don afectuoso; jamás olvida las cosas por pequeñas que sean, y no solo no las olvida, sino que pone especial cuidado para que un infinito número de individuos pueda conocerlas. ¡Qué lejos estaban esos doce príncipes de imaginar que sus ofrendas y sus nombres serían transmitidos de siglo en siglo para ser leídos por innumerables generaciones! Sin embargo, sucedió, porque Dios lo quiso así. Él acude a lo que podría parecernos un detalle molesto, incluso hasta lo que el hombre podría llamar tautología (repetición de una misma idea de formas distintas, como si fueran ideas diferentes), antes que omitir el nombre de uno de sus siervos o una particularidad de la obra de ellos.
7.2 - Enseñanza práctica: 2 Samuel 23 y Romanos 16
Así es que, en el capítulo que estamos examinando, cada uno de los príncipes tenía un día señalado para presentar su ofrenda, y también su sitio señalado en la eterna página inspirada, en la que la lista más completa de la ofrenda de sus dones a Dios fue inscrita por el Espíritu Santo.
Esto es verdaderamente divino. ¿Y no podríamos decir que el capítulo 7 de Números es una página modelo o ejemplar del libro de la eternidad, en el cual el dedo de Dios grabó los nombres de sus siervos y la lista de sus obras? Así lo creemos, y si el lector quiere leer el capítulo 23 del Segundo Libro de Samuel y el 16 de la Carta a los Romanos, encontrará dos páginas análogas. En la primera hallamos los nombres y los hechos de los ilustres hombres de David; en la segunda los nombres y hechos de los amigos de Pablo en Roma. En ambos capítulos tenemos una ilustración acerca de los santos de Dios y de los siervos de Cristo, del primero al último. Cada uno tiene su sitio especial en el catálogo y ocupa su lugar en el corazón del Señor, y todos serán manifestados muy pronto. Entre los valientes de David tenemos «los tres primeros», «los tres» y «los treinta». Ninguno de «los treinta» obtuvo jamás un puesto entre «los tres», y ninguno de «los tres» llegó a los «tres primeros».
No solamente cada nombre, sino también cada hecho está fielmente inscrito; y la forma como se hizo está narrada de la manera más precisa. Tenemos el nombre del hombre, lo que hizo y cómo lo hizo. Todo está registrado con una exactitud y cuidado particulares por la pluma imparcial e infalible del Espíritu Santo.
Lo mismo sucede cuando nos detenemos ante la notable página del capítulo 16 de la Epístola a los Romanos. Allí encontramos todo lo que atañe a Febe, lo que ella había sido, lo que había hecho y cuál era el fundamento sólido en el que descansaban sus derechos a la simpatía y a la asistencia de la asamblea en Roma. Después siguen Priscila y Aquila. La mujer es citada en primer lugar; allí vemos cómo arriesgaron sus vidas por el apóstol, mereciendo su agradecimiento y el de las asambleas de los gentiles. Inmediatamente después tenemos a «Epeneto, amado mío» y «María», la cual no solo «trabajó», sino que, se dice, «trabajó mucho» en favor del apóstol. No habría sido hablar según el pensamiento del Espíritu o del corazón de Cristo decir simplemente de Epeneto el «amado», o que María había «trabajado». No, las palabras «mío» y «mucho» eran necesarias para expresar el estado exacto de cada uno.
Pero no debemos extendernos más sobre esto, y solamente llamaremos la atención del lector sobre el versículo 12. ¿Por qué el inspirado escritor no coloca a «Trifena», «Trifosa» y la amada «Pérsida» bajo el mismo rango? ¿Por qué no les asigna una sola y misma posición? La razón es en extremo bella: porque de las dos primeras solo podía decir que «trabajan en el Señor», mientras que de la última era justo agregar que «ha trabajado mucho en el Señor». ¿Hay dato más distintivo? Una vez más encontramos «los tres», «los tres primeros» y «los treinta». No hay una mezcla confusa de nombres y de servicios; ninguna precipitación, ninguna inexactitud. Se nos dice lo que era y había hecho cada persona. Cada cual ocupa su sitio y recibe su propia recompensa en alabanzas.
Y esto, nótese bien, es una página ejemplar del libro de la eternidad. ¡Qué solemne es esto! Y con todo, ¡cuán alentador! No hay un solo acto de servicio que hagamos para nuestro Señor que no se registre por escrito en su libro; y no solamente la sustancia del acto, sino también la manera como se cumplió, pues Dios aprecia la manera tanto como nosotros. Él ama al dador alegre y al que trabaja con buen ánimo, porque precisamente así es como él mismo obra. Era agradable a su corazón ver el impulso de generosidad de los representantes de las 12 tribus en conexión con su santuario. Se regocijaba señalando los actos de los valientes de David el día en que este era rechazado, y destacando la abnegación de Priscila, Aquila y Febe en época más reciente. Podemos añadir que complace a su corazón, en estos días de tibieza y de mera profesión, ver aquí o allí un corazón que ama verdaderamente a Cristo y un obrero abnegado en su viña.
¡Que el Espíritu de Dios excite nuestros corazones a una dedicación más completa! ¡Que el amor de Cristo nos constriña más y más, de tal forma que vivamos, no para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su preciosa sangre, nos hizo cuanto somos y nos dio la esperanza de lo que seremos dentro de poco!
8 - Capítulo 8: Las siete lámparas del candelabro
«Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas, las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero. Y Aarón lo hizo así; encendió hacia la parte anterior del candelero sus lámparas, como Jehová lo mandó a Moisés. Y esta era la hechura del candelero, de oro labrado a martillo; desde su pie hasta sus flores era labrado a martillo; conforme al modelo que Jehová mostró a Moisés, así hizo el candelero» (v. 1-4).
En este párrafo dos cosas llaman nuestra atención: primero, el sitio que ocupa el candelero de oro, y segundo, la instrucción que él nos ofrece.
Es muy notable que el candelero sea el único de los muebles del tabernáculo que se menciona aquí. Nada se nos dice del altar de oro, ni de la mesa de oro. Solo el candelero está presente aquí, pero no como en el capítulo 4, en donde lo vemos, como a todo lo demás, en su vestidura de viaje, sino desnudo de sus cubiertas azules y de las pieles de tejón. Aquí lo vemos resplandeciente y al descubierto. Se le mencionó entre las ofrendas de los príncipes y la consagración de los levitas, y difundía su preciosa luz conforme al mandamiento del Señor. En el tabernáculo no se puede prescindir de la luz, por lo tanto, el candelero de oro debe ser despojado de su cubierta a fin de que brille como testimonio para Dios. Recuerde siempre que ese testimonio es el fin principal hacia el cual todo va dirigido, se trate de la ofrenda de nuestros bienes, como en el caso de los príncipes, o de la consagración de nuestras personas, como en el caso de los levitas. Solo a la luz del santuario puede verse el valor real de cada cosa y de cada persona.
Por eso el orden moral de esta parte del libro es notable y bello; es, en verdad, divinamente perfecto. Habiendo leído, en el capítulo 7, todo lo concerniente al desprendimiento de los príncipes, podríamos suponer, según nuestra sabiduría, que a continuación debería aparecer la consagración de los levitas, mostrando así una relación inmediata entre nuestras personas y nuestras ofrendas. Pero no. El Espíritu de Dios hace intervenir la luz del santuario a fin de que, por ella, podamos discernir el verdadero objetivo de todo desprendimiento y de todo servicio en el desierto.
¿No hay en ello una hermosa conformidad moral? Ningún lector espiritual dejará de verlo. ¿Por qué no tenemos aquí el altar de oro con su nube de incienso? ¿Por qué tampoco la mesa pura con sus doce panes? Porque ni el uno ni la otra tendrían la menor relación moral con lo que precede ni con lo que sigue; en cambio, el candelero de oro está en perfecta relación con ambos, pues nos enseña que todo desprendimiento y toda obra deben ser consideradas a la luz del santuario, para poder comprobar su valor real. Esta es una gran lección para el desierto, y nos es dada de una manera tan bendita como pueda hacerlo un símbolo. En nuestro paso a través del libro de los Números acabamos de leer la descripción de la generosidad de los principales jefes de la congregación, con motivo de la dedicación del altar. Ahora vamos a llegar al relato de la consagración de los levitas, pero el escritor inspirado se detiene entre estos dos relatos, a fin de hacer resplandecer sobre ellos la luz del santuario.
8.1 - Pruebas de la divina inspiración de las Sagradas Escrituras
Este es el orden divino. Podemos decir que esta es una de las numerosas ilustraciones, esparcidas por toda la Escritura, que demuestran la perfección divina de todo el libro, así como también de cada uno de sus libros, de cada una de sus divisiones y de cada uno de sus párrafos. Nos sentimos dichosos, profundamente dichosos, señalando a nuestro lector esas preciosas ilustraciones. Con esto creemos prestarle un buen servicio y al mismo tiempo ofrecer nuestro humilde tributo de alabanza a ese precioso libro que nuestro Padre, en su gracia, mandó escribir para todos sus hijos. Sabemos perfectamente que este libro no tiene necesidad de nuestro pobre testimonio ni del de ninguna otra pluma o lengua humana. Con todo, nos gozamos de dárselo ante los numerosos pero vanos ataques que el enemigo dirige contra su inspiración. El verdadero origen y el verdadero carácter de todos esos ataques se pondrán de manifiesto a medida que adquiramos un conocimiento más profundo, vivo y experimental de las infinitas profundidades y de las divinas perfecciones de la Palabra de Dios. Por eso las pruebas internas de las Santas Escrituras, es decir, su poderoso efecto sobre nosotros mismos, sus glorias morales intrínsecas, su facultad de juzgar las raíces mismas del carácter y de la conducta, y la admirable composición de todas sus partes, son los más poderosos argumentos en favor de su divinidad.
Un libro que me muestra lo que soy, que me dice todo lo que hay en mi corazón, que pone al descubierto los más ocultos resortes morales de mi naturaleza, que me juzga a fondo y que, a la vez, me revela a Aquel que responde a todas mis necesidades, un libro así lleva consigo sus cartas credenciales. No pide cartas de recomendación de hombre alguno, ni necesita de ellas. No requiere de su favor, ni tampoco teme su cólera. Muchas veces hemos pensado que, si razonáramos acerca de la Biblia como la mujer de Sicar razonaba respecto del Señor, llegaríamos a una conclusión sobre la Biblia tan cuerda como la de la samaritana, referente al Señor. «Venid», decía aquella sencilla mujer, « a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿Será acaso este el Cristo?» (Juan 4:29). Podríamos decir con igual fuerza de argumentación: “Venid y ved un libro que me ha dicho todo lo que he hecho, ¿no será este libro la Palabra de Dios?” Sí, en verdad; y con mayor motivo podríamos sacar esa conclusión por cuanto este Libro de Dios nos dice no solamente lo que hemos hecho, sino también lo que pensamos, lo que decimos y lo que somos (véase Rom. 3:10-18; Mat. 15:19).
¿Despreciamos acaso las pruebas externas? Lejos de ello, al contrario, nos alegramos por ellas. Apreciamos todo argumento y testimonio apropiados para fortalecer la confianza del corazón en la divina inspiración de las Sagradas Escrituras; y por cierto que tenemos abundancia de tales argumentos y testimonios. La misma historia del Libro, con todos sus hechos sorprendentes, proporciona un amplio afluente que acrecienta las olas de evidencia. La historia de su composición, de su conservación, de su circulación por toda la tierra constituye un argumento poderoso para apoyar su origen divino. Tómese solamente el gran hecho de su conservación durante más de mil años antes de la Reforma, en manos de los que de buena gana lo hubieran entregado al eterno olvido. ¿No es este un hecho elocuente? Pues hay muchos más, parecidos a este, en la maravillosa historia de este libro sin igual y sin precio.
Después de haber concedido una gran importancia al valor de las pruebas externas, volvemos con inquebrantable decisión a nuestra primera afirmación: las pruebas internas, que se derivan del Libro mismo, constituyen la defensa más poderosa para servir de dique al torrente de la oposición incrédula y escéptica.
No seguimos en esta corriente de pensamientos, a la que hemos sido arrastrados al contemplar la notable posición dada al candelero de oro en el libro de los Números. Nos hemos sentido apremiados a rendir este testimonio a nuestra muy preciosa Biblia; ahora volvemos a nuestro capítulo para recoger la enseñanza contenida en su primer párrafo.
8.2 - La luz de Cristo brilla a través de los suyos
«Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y dile: Cuando enciendas las lámparas, las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero». Estas siete lámparas representan la plenitud de la luz del Espíritu como testimonio. Estaban unidas al pie del candelero, el cual representa a Cristo, quien en su persona y en su obra es el fundamento de la obra del Espíritu en la Iglesia. Todo depende de Cristo. Cada rayo de luz en la Iglesia, en el creyente, y más tarde en Israel, emana de Cristo.
Pero esto no es todo lo que nos enseña ese símbolo. «Las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero». Si quisiéramos revestir esta figura con el lenguaje del Nuevo Testamento, citaríamos las palabras del Señor cuando dijo: «Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres; de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:16). En cualquier lugar donde resplandezca la verdadera luz del Espíritu, dará siempre un brillante testimonio para Cristo. No llamará la atención sobre sí misma, sino sobre él, y este es el medio de glorificar a Dios. «Las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero».
Es esa una gran verdad práctica para todos los cristianos. El más bello testimonio que pueda darse de una obra verdaderamente espiritual consiste en que ella tiende directamente a exaltar a Cristo. Si se procura llamar la atención sobre la obra o el obrero, la luz se debilita y el ministro del santuario debe servirse de las despabiladeras. El oficio de Aarón era encender las lámparas y arreglarlas. En otras palabras, la luz que como cristianos tenemos la obligación de hacer brillar no solo está fundada en Cristo, sino que además es mantenida por él en todo momento, durante la noche entera. Fuera de él nada podemos hacer. El pie de oro sostenía las lámparas; la mano del sacerdote las alimentaba con aceite y aplicaba las despabiladeras. Todo es en Cristo, de Cristo y por Cristo.
Además, todo es para Cristo. Sea cual fuere el lugar en donde haya brillado la luz del Espíritu, la verdadera luz del santuario, en el desierto de este mundo, el fin de esa luz ha sido exaltar el nombre de Jesús. Sea lo que fuere lo que se haya hecho por el Espíritu Santo, lo que se haya dicho o escrito, todo ha tenido por objeto la gloria de ese bendito Salvador. Y podemos decir que, sea lo que fuere que no tenga esa tendencia, ese fin, no es del Espíritu Santo. Pueden realizarse muchas actividades y obtener un gran número de aparentes resultados, una cantidad de cosas cuya naturaleza las hace capaces de atraer la atención del hombre y hacerle estallar en aplausos, sin que, a pesar de todo, haya un solo rayo de luz que emane del candelero de oro. Y ¿por qué? Porque la atención está concentrada en la obra y en los que en ella se ocupan. El hombre, sus actos y sus palabras son exaltados en vez de serlo Cristo. La luz no ha sido producida por el aceite que proporciona la mano del Sumo Sacerdote y, por lo tanto, es una falsa luz. Es una luz que no brilla sobre el candelero, sino sobre el nombre o los actos de algún pobre mortal.
Todo esto es muy solemne y exige la más seria atención. Es muy peligroso ver a un hombre o a su obra puestos de relieve. Uno puede estar seguro de que Satanás consigue su propósito cuando la atención está puesta en cualquier otra cosa o sobre cualquier persona que no sea Jesucristo mismo. Una obra puede ser comenzada con la mayor sencillez posible, pero, por falta de vigilancia y de espiritualidad por parte del obrero, la atención general puede ser atraída sobre sí mismo o sobre los resultados de su obra, y puede caer en el lazo del diablo. El objetivo que Satanás persigue incansablemente es despojar al Señor Jesús de sus honores; y si puede conseguirlo por medio de lo que tiene apariencia de un servicio cristiano, obtiene por el momento la mayor victoria. Satanás no tiene ninguna objeción contra la obra en sí misma, con tal que pueda separarla del nombre de Jesús. Siempre que pueda, él mismo se mezclará en la obra; se presentará en medio de los siervos de Cristo, así como una vez, en otro tiempo, se presentó entre los hijos de Dios; pero su objeto es siempre el mismo: quitar al Señor el honor que le es debido. Permitió a una criada adivina dar testimonio a los siervos de Cristo, y decir: «¡Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, que anuncian el camino de salvación!» (Hec. 16:17). Pero al hacerlo se proponía únicamente seducir a aquellos obreros y destruir su obra. Con todo, fue derrotado porque la luz que emanaba de Pablo y Silas era la pura luz del santuario, y ella solo resplandece sobre Cristo. No buscaban hacerse un nombre; y como la criada daba testimonio a ellos y no a su Señor, lo rehusaron y prefirieron sufrir por amor a su Señor que ser exaltados a expensas de él.
Este es un hermoso ejemplo para todos los obreros del Señor. Y si nos remitimos un momento al capítulo 3 de los Hechos, encontraremos otro muy notable. La luz del santuario lanzó sus destellos en la curación del cojo, pero cuando la atención se dirigió a los obreros, a pesar de que ellos no la solicitaron, vemos a Pedro y a Juan retirarse con santo celo tras su glorioso Señor, y atribuirle a él toda la gloria. «Estando él agarrado a Pedro y a Juan, todo el pueblo, admirado, corrió hacia ellos al pórtico llamado de Salomón. Al ver esto Pedro, les dijo: Varones israelitas, ¿por qué os asombráis de esto? ¿o por qué fijáis la vista en nosotros, como si por nuestro propio poder o piedad hubiésemos hecho andar a este hombre? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato, cuando él había decidido soltarlo» (v. 11-13). Aquí tenemos, en verdad, las siete lámparas alumbrando hacia adelante del candelero, el despliegue séptuplo o perfecto de la luz del Espíritu dando un testimonio claro al nombre de Jesús. «¿por qué fijáis la vista en nosotros?», dicen aquellos fieles portadores de la luz del Espíritu. Aquí, ¡para nada se necesitan las despabiladeras! La luz no estaba velada. Era, sin duda alguna, la ocasión que los apóstoles hubiesen podido aprovechar, de haberlo querido, para rodear sus nombres de una aureola de gloria. Se hubiesen podido elevar a la cumbre de la fama y atraer sobre ellos el respeto, la veneración y aun la misma adoración de miles de personas. Pero si hubiesen hecho tal cosa, habrían defraudado a su Señor, falsificado el testimonio, contristado al Espíritu Santo y atraído sobre sí mismos el justo juicio de Aquel que no dará su gloria a otro.
Pero no, las siete lámparas brillaban radiantes en Jerusalén en aquel momento. El verdadero candelero estaba entonces en el pórtico de Salomón (Hec. 3:11) y no en el templo. Por lo menos, las siete lámparas estaban allí y cumplían admirablemente su obra. Aquellos honorables siervos no buscaban su propia gloria; al contrario, desplegaron en el acto su mayor energía para alejar de sí mismos las miradas de asombro de la multitud y dirigirlas hacia Aquel que es el único digno de ellas, y que, aunque estuviese en el cielo, trabajaba aún en la tierra por su Espíritu.
Muchos otros ejemplos podrían sacarse de los Hechos de los Apóstoles, pero los que acabamos de ver bastarán para imprimir en nuestros corazones la gran lección que nos enseña el candelero de oro con sus siete lámparas. Sentimos profundamente la necesidad de tal lección en este mismo momento. Existe siempre el peligro de que la obra y el obrero sean puestos de relieve más bien que el Señor. Estemos alerta contra este lazo. Es un gran mal; contrista al Espíritu Santo que trabaja siempre para exaltar el nombre de Jesús; es ofensivo para el Padre, quien siempre quiere hacer resonar en nuestros oídos y que lleguen a lo más profundo de nuestro corazón estas palabras procedentes del cielo abierto y oídas en la montaña de la transfiguración: «¡Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido!» (Mat. 17:5); está en la más directa oposición con el pensamiento del cielo, donde toda mirada está fija en Jesús, donde el único clamor eterno, universal y unánime será: «Tú eres digno».
Pensemos en todo esto, seria y continuamente, a fin de abstenernos de cuanto se aproxime a la glorificación del hombre, del yo, de nuestras acciones, de nuestras palabras y de nuestros pensamientos. Busquemos con más ardor la senda apacible, sombría y discreta en la que el Espíritu del dulce y humilde Jesús nos conducirá siempre para andar y servir. Quiera Dios que podamos permanecer en Cristo y recibir de él día a día y en todo momento el aceite puro, de tal manera que nuestra luz brille sin darnos cuenta, para alabanza de Aquel en quien lo tenemos todo, y fuera del cual no podemos hacer absolutamente nada.
El resto del capítulo 8 contiene la descripción del ceremonial en relación con la consagración de los levitas, que ya hemos examinado en los capítulos 3 y 4.
9 - Capítulo 9: La Pascua celebrada en el desierto
«Habló Jehová a Moisés en el desierto de Sinaí, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, en el mes primero, diciendo: Los hijos de Israel celebrarán la pascua a su tiempo. El decimocuarto día de este mes, entre las dos tardes, la celebraréis a su tiempo; conforme a todos sus ritos y conforme a todas sus leyes la celebraréis. Y habló Moisés a los hijos de Israel para que celebrasen la pascua. Celebraron la pascua en el mes primero, a los catorce días del mes, entre las dos tardes, en el desierto de Sinaí; conforme a todas las cosas que mandó Jehová a Moisés, así hicieron los hijos de Israel» (v. 1-5).
9.1 - El valor de la sangre del cordero de la Pascua
Hay tres lugares distintos en los que vemos celebrar esta fiesta de redención: en Egipto (Éx. 12); en el desierto (Núm. 9) y en la tierra de Canaán (Josué 5). La redención es la base de todo lo que se relaciona con la historia del pueblo de Dios. ¿Debía ser liberado de la servidumbre, de la muerte y de las tinieblas de Egipto? Lo fue por la redención. ¿Debía ser llevado a través de todas las dificultades y peligros del desierto? Lo fue según el principio de la redención. ¿Debía marchar a través de las ruinas de los amenazantes muros de Jericó y poner sus pies sobre el cuello de los reyes de Canaán? Lo fue en virtud de la redención.
La sangre del cordero pascual encontró al Israel de Dios en medio de la profunda degradación de Egipto y de allí lo sacó. Lo encontró en el árido desierto y lo condujo a través del mismo. Estuvo con él a su entrada en la tierra de Canaán y en ella lo estableció.
La sangre del cordero halló al pueblo en Egipto, lo acompañó a través del desierto y lo estableció en Canaán. Ella era el bendito fundamento de todos los caminos de Dios hacia ellos, en ellos y con ellos. ¿Se trataba del juicio de Dios contra Egipto? La sangre del cordero los ponía a cubierto de ese juicio. ¿Se trataba de las innumerables necesidades del desierto? La sangre del cordero era la prenda segura y cierta de una victoria completa y gloriosa. Cuando contemplamos al Señor que acude para obrar en favor de su pueblo, en virtud de la sangre del cordero, todo está infaliblemente garantizado del principio al fin. Toda la duración de este maravilloso y misterioso viaje, desde los hornos de ladrillos de Egipto hasta las colinas cubiertas de viñas y las ricas llanuras de Palestina, no sirve más que para probar y mostrar las variadas virtudes de la sangre del cordero.
9.2 - Una dificultad impide participar en la Pascua
No obstante, este capítulo nos presenta la Pascua desde el punto de vista del desierto; esto explica por qué se menciona en él la siguiente circunstancia: «Pero hubo algunos que estaban inmundos a causa de muerto, y no pudieron celebrar la pascua aquel día; y vinieron delante de Moisés y delante de Aarón aquel día» (v. 6).
Se presentaba así una dificultad práctica, algo anormal, un caso imprevisto, según suele decirse; por eso la cuestión fue sometida a Moisés y a Aarón. «Y vinieron delante de Moisés», el representante de los derechos de Dios, y «delante de Aarón», el representante de los recursos de la gracia de Dios. Parece haber algo especial que se realza en la manera de aludir a estos dos siervos. Los dos elementos, de los cuales ellos eran la expresión, son muy importantes para la solución de una dificultad como la que aquí se planteaba.
«Y le dijeron aquellos hombres: Nosotros estamos inmundos por causa de muerto; ¿por qué seremos impedidos de ofrecer ofrenda a Jehová a su tiempo entre los hijos de Israel?» (v. 7). La mancha había sido confesada y la cuestión que se presentaba era esta: ¿Debían ser absolutamente privados del santo privilegio de presentarse ante Jehová? ¿No habría algún recurso que pudiera ser aplicado para casos como ese?
Cuestión extremadamente interesante, por cierto, pero a la cual ninguna respuesta había sido dada. No tenemos un caso semejante previsto en la institución original en Éxodo 12, aunque veamos en ella una exposición completa de todos los ritos y ceremonias de la fiesta. El planteamiento de esta cuestión había quedado reservado para el desierto. La dificultad se presentó durante la marcha del pueblo, cuando se desarrollaban los hechos reales y prácticos de la vida en el desierto. He aquí por qué el relato de ese asunto está expuesto muy a propósito en Números, el libro del desierto.
«Y Moisés les respondió: Esperad, y oiré lo que ordena Jehová acerca de vosotros» (v. 8). ¡Hermosa actitud! Moisés no tenía respuesta que dar; pero sabía quién podía darla y a él se dirigió. Fue lo mejor y más prudente que Moisés pudo haber hecho. No tuvo la pretensión de responder. No tuvo vergüenza de decir: “No sé”. A pesar de toda su sabiduría y sus conocimientos no titubeó en reconocer su ignorancia. Esa es la verdadera sabiduría, el verdadero conocimiento. Podía ser humillante para un hombre en la posición de Moisés aparecer como ignorante acerca de un asunto cualquiera ante los ojos de la congregación o de algunos de sus miembros. El que había guiado al pueblo fuera de Egipto, el que lo había conducido a través del mar Rojo, el que había conversado con Jehová y había recibido su misión del gran «Yo soy», ¿sería incapaz de responder a una dificultad surgida de un caso tan sencillo como el que tenía ante sí? ¿Era verdad, pues, que un hombre como Moisés ignoraba el camino a seguir ante unos hombres que estaban contaminados por un muerto?
Hay más de uno que, sin ocupar una alta posición como la de Moisés, hubiese procurado resolver la cuestión de un modo u otro. Pero Moisés era el hombre más manso de toda la tierra y sabía que no debía tener la presunción de hablar cuando no tenía nada que decir. Si nosotros siguiéramos su ejemplo en casos parecidos, evitaríamos muchas afirmaciones atrevidas, muchas equivocaciones o errores. Además, esto nos haría más veraces, más sencillos, más naturales. A menudo somos tan insensatos, que tenemos vergüenza de mostrar nuestra ignorancia. Nos imaginamos, equivocadamente, que menoscabamos nuestra reputación de sabios e inteligentes cuando pronunciamos esas palabras que tan bien expresan una verdadera grandeza moral: «No sé». Es un gran error. Concedamos pues más peso y valor a las palabras de un hombre que no pretende ostentar unos conocimientos que no tiene y no estemos dispuestos a escuchar al que siempre da su opinión con confianza en sí mismo. ¡Oh!, fijémonos siempre en estas bellas palabras: «Esperad, y oiré lo que ordena Jehová acerca de vosotros».
9.3 - La Pascua en el segundo mes
«Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, diciendo: Cualquiera de vosotros o de vuestros descendientes, que estuviere inmundo por causa de muerto o estuviere de viaje lejos, celebrará la pascua a Jehová. En el mes segundo, a los catorce días del mes, entre las dos tardes, la celebrarán; con panes sin levadura y hierbas amargas la comerán» (v. 9-11).
Dos grandes verdades fundamentales se exponen en la Pascua: la redención y la unidad del pueblo de Dios. Estas verdades son invariables. Nada podría destruirlas. Puede haber caída e infidelidad bajo diferentes formas, pero las gloriosas verdades de la redención eterna y de la perfecta unidad del pueblo de Dios conservan toda su fuerza y valor. He aquí la razón por la que esta ordenanza que representaba tan vivamente esas verdades, era continuamente obligatoria. Las circunstancias no debían impedir su cumplimiento. La muerte o la distancia no debían interrumpirla. «Cualquiera de vosotros o de vuestros descendientes, que estuviere inmundo por causa de muerto o estuviere de viaje lejos, celebrará la pascua a Jehová». Era tan urgente para cada miembro de la congregación celebrar esta fiesta, que en el capítulo 9 de Números se toma una medida especial para los que no estaban preparados para observarla según el orden prescrito. Esas personas debían celebrarla «el día catorce del mes segundo». Así la gracia proveía para los casos inevitables de muerte o ausencia.
Si el lector tiene a bien buscar el capítulo 30 del Segundo Libro de Crónicas, verá allí que Ezequías y la congregación con él aprovecharon este recurso misericordioso. «Y se reunió en Jerusalén mucha gente para celebrar la fiesta solemne de los panes sin levadura en el mes segundo, una vasta reunión. Entonces sacrificaron la pascua, a los catorce días del mes segundo» (v. 13 y 15).
La gracia de Dios puede ayudarnos en nuestra gran debilidad, con tal que la sintamos y la confesemos [12]. Pero que esta verdad tan preciosa no nos haga tratar con ligereza el pecado o la contaminación. Aunque la gracia permitía el segundo mes en vez del primero, no por ello toleraba la más pequeña transgresión de las ordenanzas y de las ceremonias de la fiesta. Los «panes sin levadura» y las «hierbas amargas» (Éx. 12:8) siempre debían figurar en ella; ninguna carne sacrificada debía conservarse para el día siguiente y ningún hueso de la víctima debía ser quebrado. Dios no puede tolerar que se rebaje la regla de la verdad o de la santidad. Por causa de la debilidad, la falta o la influencia de las circunstancias el hombre podía demorarse en celebrar la Pascua, pero no debía estar por debajo del estándar divino. La gracia permite el primer caso, la santidad prohíbe el segundo; y si alguno hubiera presumido de la gracia dejando de lado a la santidad, hubiese sido cortado de la congregación.
[12] Nótese el contraste que existe entre la manera de obrar de Ezequías, en 2 Crónicas 30, y la de Jeroboam en 1 Reyes 12:32. El primero usó el recurso otorgado por la gracia divina; el segundo siguió su propio criterio. El mes segundo era permitido por Dios; el mes octavo fue inventado por el hombre. Las provisiones divinas que satisfacen las necesidades del hombre, y las invenciones humanas que se oponen a la Palabra de Dios, son enteramente diferentes.
Esto, ¿no nos dice nada? Al leer las páginas de este maravilloso libro de los Números debemos recordar siempre que las cosas que le sucedían a Israel son figuras para nosotros, y que es a la vez un deber y un privilegio estudiar esas figuras y tratar de comprender las lecciones que nos proporcionan de parte de Dios.
¿Qué nos enseñan, pues, los reglamentos relativos a la celebración de la Pascua en el segundo mes? ¿Por qué se ordenaba a Israel que no omitiera ninguna ceremonia en esa ocasión particular? ¿Por qué en el capítulo 9 de Números las instrucciones para el segundo mes se encuentran más detalladas que las correspondientes al primero? No es, ciertamente, porque la ordenanza fuese más importante en un caso que en otro, pues su importancia era siempre la misma a juicio de Dios. Tampoco había ninguna diferencia en el orden, ya que este era siempre el mismo. No obstante, cuando se trata de la celebración de la Pascua en el primer mes, se leen sencillamente estas palabras: La celebraréis «conforme a todos sus ritos y conforme a todas sus leyes». Pero, cuando se trata del segundo mes, tenemos una explicación más detallada de lo que eran esos ritos y esas leyes. «Con panes sin levadura y hierbas amargas la comerán. No dejarán del animal sacrificado para la mañana, ni quebrarán hueso de él; conforme a todos los ritos de la pascua la celebrarán» (comp. v. 3 con v. 11-12).
9.4 - La debilidad del pueblo de Dios no disminuye las exigencias divinas
Ese simple hecho nos enseña muy claramente que nunca debemos rebajar el estándar de las cosas divinas a causa de la caída o de la debilidad del pueblo de Dios, sino que debemos mantenerlo especial y cuidadosamente en toda su divina integridad. Sin duda, se debe tener profunda conciencia del fallo, y cuanto más profundo sea ese sentimiento, mejor será; pero no debe sacrificarse la verdad de Dios. Siempre podemos contar con los recursos de la gracia divina, procurando mantener con firmeza inquebrantable el estandarte de la verdad de Dios.
Recordemos siempre esta verdad en nuestras mentes y en nuestros corazones. Por un lado, estamos en peligro de olvidar que la caída ha ocurrido: sí, una gran caída, la infidelidad y el pecado. Por otra parte, corremos el riesgo de olvidar la infalible fidelidad de Dios que obra a pesar de nuestro fallo. La Iglesia profesa está en una ruina completa; y no solo ella, sino que nosotros mismos, individualmente, hemos fallado y contribuido a su ruina. Deberíamos sentir todo esto profunda y constantemente. Deberíamos mantener en nuestro espíritu, ante Dios, el recuerdo íntimo y humillante de cuán triste y vergonzosamente nos hemos conducido en la Casa de Dios. Si olvidáramos que hemos caído, solo agravaríamos extremadamente nuestra culpabilidad. Nos conviene tener una profunda humildad y un espíritu verdaderamente quebrantado al recordar todas estas cosas. Estos sentimientos y estos ejercicios interiores se traducirán necesariamente en una conducta humilde en medio de la escena en que vivimos.
«Pero el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19). He aquí el recurso del fiel, en presencia de la ruina de la cristiandad. Dios jamás falla, no cambia, y nosotros solo tenemos que apartarnos de la iniquidad y apegarnos a él. Debemos hacer lo recto, seguirle con diligencia y confiarle nuestro futuro.
Detengámonos unos momentos y consideremos este tema con espíritu de oración. Estamos convencidos de que el atento examen de esas dos caras del asunto nos ayudaría grandemente a encontrar nuestro camino en medio de las ruinas que nos rodean. El recuerdo de la condición de la Iglesia y de nuestra infidelidad individual nos mantendrá en la humildad y, al mismo tiempo, el conocimiento del invariable estándar de Dios y de su inmutable fidelidad nos apartará del mal que nos rodea y nos sostendrá firmes en el sendero de la separación. Las dos cosas unidas nos preservarán eficazmente de una vana pretensión, por una parte, y de la relajación e indiferencia, por otra. Debemos recordar en todo momento el humillante hecho de que hemos sido infieles, al mismo tiempo que nos adherimos a esta gran verdad: Dios es fiel.
Estas son, por excelencia, las lecciones para el desierto, para los días actuales, para nosotros. Son sugeridas con gran fuerza por el relato inspirado de la Pascua en el segundo mes, relato particular de los Números, el gran libro del desierto. La culpabilidad de la humanidad se manifiesta más claramente en el desierto, donde también se despliegan los recursos infinitos de la gracia divina. Pero repitamos una vez más esta afirmación, y quiera Dios grabarla de un modo indeleble en nuestros corazones: las más ricas provisiones de la gracia y de la misericordia divina no dan el más pequeño motivo para rebajar el estándar de la verdad de Dios. Si alguien hubiera alegado, como excusa, su contaminación o su ausencia para no celebrar la Pascua, o la hubiese celebrado de modo diferente del ordenado por Dios, seguramente habría sido expulsado de la congregación. Y lo mismo ocurre con nosotros si consentimos en abandonar cualquier verdad de Dios porque la caída se ha producido; si por pura incredulidad hacemos concesiones a expensas de la verdad de Dios, abandonamos el terreno divino; si tomamos como excusa la situación de todo lo que nos rodea para sacudir de nuestra conciencia la autoridad de la verdad de Dios, o para apartarnos de su influencia sobre nuestra conducta, es evidente que nuestra comunión se verá interrumpida [13].
[13] Nótese que la exclusión de un miembro de la congregación de Israel corresponde hoy día a la exclusión de un creyente de la comunión y de la participación a la Cena del Señor por causa de un pecado no juzgado.
Para terminar, citamos a continuación el resto de la exposición sobre la Pascua en el desierto.
9.5 - El olvido voluntario de la Pascua
«Mas el que estuviere limpio, y no estuviere de viaje, si dejare de celebrar la pascua, la tal persona será cortada de entre su pueblo; por cuanto no ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado. Y si morare con vosotros extranjero, y celebrare la pascua a Jehová, conforme al rito de la pascua y conforme a sus leyes la celebrará; un mismo rito tendréis, así el extranjero como el natural de la tierra» (v. 13-14).
El olvido voluntario de la Pascua hubiera demostrado por parte de los israelitas un desprecio a las bendiciones derivadas de la redención y la liberación de la esclavitud de Egipto. Cuanto más compenetrado estuviera alguien con lo que se había cumplido aquella noche memorable en la que la congregación de Israel había encontrado refugio y seguridad al abrigo de la sangre del cordero pascual, tanto más suspiraría por la llegada del día 14 del «mes primero» para conmemorar aquella gloriosa ocasión; y si cualquier causa le hubiese impedido gozar de esa ordenanza en el «mes primero», hubiera aprovechado con mayor alegría y reconocimiento el «mes segundo». Pero el hombre que se hubiera contentado con continuar año tras año sin celebrar la Pascua, hubiese demostrado que su corazón estaba muy distanciado del Dios de Israel. Le hubiera sido inútil hablar de su amor hacia el Dios de sus padres y de su gozo por las bendiciones de la redención, cuando la ordenanza misma que Dios había establecido para representar esa redención era descuidada por él año tras año.
9.6 - La relación con la Cena del Señor
Podemos aplicarnos, hasta cierto punto, todo esto en relación con la cena del Señor con gran provecho para nuestras almas. Existe una relación entre la Pascua y la cena del Señor: la primera era el tipo de la muerte de Cristo y la segunda el memorial de ella. De ahí que leamos en 1 Corintios 5:7: «Porque nuestra pascua, Cristo, ya ha sido sacrificada». Esta frase establece la relación. La Pascua era el memorial del rescate de Israel de la esclavitud en Egipto; la cena del Señor es el memorial de la redención de la Iglesia de la esclavitud, más pesada y tenebrosa, del pecado y de Satanás. Por eso, como seguramente se veía a todo verdadero y fiel israelita celebrar la Pascua en la época fijada, de acuerdo con todos los ritos y ceremonias de aquella fiesta, así también se verá a todo cristiano verdadero y fiel celebrar la cena del Señor en el día determinado y según los principios, expuestos en el Nuevo Testamento, que con ella se relacionan. Si un israelita hubiese dejado de celebrar la Pascua, aun en una sola ocasión, hubiera sido separado de la congregación. Tal negligencia no debía ser tolerada en el pueblo de Israel; habría atraído inmediatamente el juicio de Dios. Pues bien, ante ese hecho solemne tenemos derecho a preguntarnos: ¿Esto no significa nada actualmente, es asunto de poca importancia para los cristianos descuidar semana tras semana y mes tras mes la cena del Señor? ¿Podemos suponer que quien declaraba en el capítulo 9 de los Números que el israelita que dejara de celebrar la Pascua sería separado, no tiene en cuenta la negligencia del cristiano respecto de la cena del Señor? Por supuesto que no. Porque, aunque no se trate de ser separado de la Iglesia de Dios, del Cuerpo de Cristo, ¿autoriza esto nuestra negligencia? Lejos de nosotros tal pensamiento. Este hecho debería más bien animarnos a ser más diligentes en la celebración de esta preciosa fiesta, en la cual anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga (1 Cor. 11:26).
Para un israelita piadoso no existía nada tan hermoso como la Pascua, porque era el memorial de su redención. Para un cristiano piadoso nada hay más bello que la Cena, pues es el memorial de su redención y de la muerte de su Señor. De todos los servicios a los que un cristiano puede entregarse, nada hay tan precioso y expresivo, nada que coloque a Cristo de un modo más conmovedor y solemne ante su corazón como la cena del Señor. Puede cantar acerca de la muerte del Señor y orar a este respecto, puede leer u oír el relato de ella, pero únicamente en la Cena él anuncia esa muerte. «Tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado. Haced esto en memoria de mí. Tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros es derramada» (Lucas 22:19-20). Aquí tenemos la institución de la fiesta. Cuando llegamos a los Hechos de los Apóstoles, leemos: «El primer día de la semana, como estábamos reunidos para partir el pan» (Hec. 20:7). Ahí tenemos la celebración de la fiesta. Finalmente, cuando abrimos las epístolas, leemos: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:16-17). Luego leemos: «Porque yo recibí del Señor lo que también os enseñé: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que es por vosotros. Haced esto en memoria de mí. Asimismo, tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, siempre que la bebáis, en memoria de mí. Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:23-26). Aquí tenemos la explicación de la fiesta.
Podemos decir que, en la institución, en la celebración y en la explicación tenemos, para atar nuestras almas a tan preciosa fiesta, un cordón de tres dobleces que no se rompe pronto (Ecl. 4:12).
¿Cómo es posible, pues, que ante esta santa autoridad haya algún cristiano que tenga en poco la cena del Señor? O bien, considerando este hecho desde otro punto de vista, ¿a qué se debe que algunos miembros del Cuerpo de Cristo puedan pasar semanas, meses y aun toda su vida sin hacer memoria de su Señor, conforme con su mandamiento directo y claro? Sabemos que algunos cristianos profesos consideran equivocadamente la cena como un retorno a los ritos judaicos y como una decadencia de la elevada posición de la Iglesia. Consideran la cena y el bautismo como misterios espirituales interiores, y creen que nos apartamos de la verdadera espiritualidad al insistir en la observancia literal de esos mandamientos.
A todo esto, respondemos sencillamente que Dios es más sabio que nosotros. Si Cristo instituyó la Cena, si el Espíritu Santo condujo a la Iglesia primitiva a celebrarla, y él mismo nos la ha explicado ¿quiénes somos nosotros para emitir nuestras ideas en oposición a Dios? Sin duda, la cena del Señor debería ser un misterio espiritual interior para los que participan de ella; pero es también un acto exterior, literal, palpable. En ella está literalmente el pan y la copa, un acto concreto de comer y beber. Si se niega esto, se debe negar también que exista literalmente una asamblea reunida. No tenemos derecho a interpretar la Escritura de esa manera. Para nosotros es un deber santo y bendito someternos a la Escritura e inclinarnos absolutamente ante su divina autoridad.
Por otra parte, no se trata solo de sumisión a la autoridad de la Escritura; este punto lo hemos probado por medio de numerosas citas del Libro divino, lo cual es suficiente para todo espíritu piadoso. Pero hay más que eso. Hay en el corazón del cristiano un deseo de corresponder al amor de Cristo. ¿No vale nada esto? Deberíamos procurar, al menos en alguna medida, responder al amor de tal corazón. Si nuestro adorable Señor instituyó el pan y la copa en la Cena, como memorial de su cuerpo dado y de su sangre derramada, si ordenó que comiéramos de ese pan y bebiéramos de la copa en memoria de él, ¿no deberíamos corresponder al deseo de su afectuoso corazón? Ningún cristiano serio lo pondrá en duda. Debería ser siempre un gozo para nosotros participar de la mesa del Señor, acordarnos de él según su instrucción, anunciar su muerte hasta que él venga. ¿No es admirable pensar que haya querido ocupar un lugar en el recuerdo de corazones como los nuestros? Así es, y sería verdaderamente triste si, por un motivo cualquiera, descuidáramos esa fiesta a la cual él ha unido su precioso nombre.
Pero este no es el momento indicado para entrar en una detallada exposición sobre la Cena del Señor. Lo que deseamos, sobre todo, es insistir en la inmensa importancia y el profundo interés de la ordenanza en cuanto al doble principio de la sumisión a la autoridad de la Escritura y de un amor que corresponda al de Cristo. Además, queremos que cuantos puedan leer estas líneas sientan vivamente la gravedad que entraña la negligencia de no tomar la Cena según las Escrituras. Podemos estar seguros de que es peligroso no atender esta clara institución de nuestro Señor y Maestro. Esto denota un muy mal estado del alma, prueba que la conciencia no está sometida a la autoridad de la Palabra y que el corazón no guarda una verdadera simpatía por los afectos de Cristo. Concentrémonos, pues, en tomar en serio nuestra santa responsabilidad en cuanto a la Cena del Señor, en no dejar de observar la fiesta, en celebrarla de acuerdo a la orden establecida por el Espíritu Santo.
Hasta aquí por lo concerniente a la Pascua en el desierto y las impresionantes enseñanzas que ella proporciona a nuestras almas.
9.7 - El tabernáculo y la nube: dirección divina
Nos detendremos ahora unos momentos en la consideración del último párrafo de nuestro capítulo, el cual tiene un carácter muy marcado. Allí contemplamos a un gran número de hombres, mujeres y niños viajando a través de un vasto desierto, en el que no había senderos, sin brújula y sin guía humano.
¡Qué espectáculo! Allí se hallaban millones de seres humanos avanzando sin conocer la ruta que debían seguir, dependiendo enteramente de Dios en cuanto a conducción, alimentación y a todo lo demás; un ejército de peregrinos desprovistos de recursos. No podían concebir ningún plan para el día siguiente. Cuando estaban acampados, no sabían en qué momento deberían ponerse en marcha, y cuando estaban en marcha, no sabían dónde ni cuándo harían alto. Su vida era una vida de dependencia diaria y aun momentánea. Debían mirar a lo alto para ser guiados. Sus movimientos estaban determinados por las ruedas del carro de Dios.
Era verdaderamente un espectáculo maravilloso. Leamos su relato y retengamos en nuestras almas sus celestiales enseñanzas.
«El día que el tabernáculo fue erigido, la nube cubrió el tabernáculo sobre la tienda del testimonio; y a la tarde había sobre el tabernáculo como una apariencia de fuego, hasta la mañana. Así era continuamente: la nube lo cubría de día, y de noche la apariencia de fuego. Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. Al mandato de Jehová los hijos de Israel partían, y al mandato de Jehová acampaban; todos los días que la nube estaba sobre el tabernáculo, permanecían acampados. Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová, y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes, o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados, y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían. Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían, guardando la ordenanza de Jehová como Jehová lo había dicho por medio de Moisés» (v. 15-23).
Sería imposible concebir un cuadro más admirable de la absoluta dependencia respecto de la dirección divina y de la sumisión a esta dirección. No había una huella de pie humano ni una linde o mojón en aquel «grande y terrible desierto» (Deut. 1:19). Era inútil buscar alguna dirección para seguir a los que habían pasado antes. Los hijos de Israel solo debían contar con Dios para dar cada paso en el camino. Esto sería intolerable para un espíritu insumiso o una voluntad no quebrantada; pero para un alma que conoce y ama a Dios, que confía y se complace en él, nada podría ser más bendito.
Aquí está la clave de la cuestión: ¿es Dios conocido, amado, y se confía en él? Si es así, el corazón se alegrará de mantenerse en la dependencia más absoluta respecto a él. Si no, tal dependencia sería insoportable. El hombre no regenerado quiere ser independiente, cree que es libre, le parece que puede hacer lo que le convenga, ir a donde quiera, decir lo que le plazca. Pero lamentablemente es pura ilusión. El hombre no es libre. Es esclavo de Satanás. Hace cerca de 6000 años que se entregó en manos de ese gran propietario de esclavos, quien desde entonces lo ha tenido en su poder. Sí, Satanás mantiene al hombre natural, al inconverso, al impío en una terrible servidumbre. Ha atado sus manos y sus pies con cadenas y grillos, cuyo verdadero aspecto no se ve a causa del baño de oro con que artificialmente los ha recubierto. Satanás gobierna al hombre por medio de codicias, pasiones y placeres. Despierta en los corazones deseos que satisface por medio de las cosas del mundo, y el hombre se imagina vanamente que es libre porque puede satisfacer sus deseos. Pero esto es un lamentable error que tarde o temprano quedará demostrado. No hay otra libertad que aquella con la que Cristo gratifica a sus rescatados. Es él quien dijo: «Y Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Y, además: «Si, pues, el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:32, 36).
He aquí la verdadera libertad. La libertad que la nueva naturaleza encuentra andando por el Espíritu y haciendo lo que agrada a Dios. El servicio del Señor es la perfecta libertad. Pero este servicio, en todos sus detalles, implica la más completa dependencia al Dios vivo. Así sucedió con el único, verdadero y perfecto siervo que pisó esta tierra. Siempre fue dependiente. Cada uno de sus movimientos, de sus actos, de sus palabras, todo cuanto hacía y cuanto dejaba de hacer era el fruto de la más absoluta dependencia y sumisión respecto de Dios. Andaba cuando Dios lo quería y se detenía cuando Dios así lo deseaba. Hablaba o guardaba silencio según a Dios le parecía bien.
9.8 - Jesús, ejemplo de perfecta dependencia
Así fue Jesús durante el tiempo que vivió en este mundo, y nosotros, como partícipes de su naturaleza, de su vida, y teniendo a su Espíritu morando en nosotros, somos exhortados a andar en sus huellas y a vivir una vida de dependencia de Dios día tras día. Tenemos, al final de este capítulo, un bello y pintoresco tipo de esta vida de dependencia en una de sus facetas: el Israel de Dios, el campamento en el desierto, ese ejército de peregrinos siguiendo el movimiento de la nube. Debían mirar a lo alto para conocer su dirección. Así es también para el hombre. Fue formado para dirigir su rostro hacia lo alto, en contraste con el animal que fue formado para mirar hacia abajo [14]. Israel no podía hacer planes, jamás podía decir: «Mañana iremos a tal ciudad» (Sant. 4:13). Dependía enteramente del movimiento de la nube.
[14] La palabra griega equivalente a «hombre» es «anthropos»; significa un ser cuya cara está vuelta hacia arriba.
Así sucedía con Israel y lo mismo debe suceder con nosotros. Pasamos a través de un desierto intransitable, un desierto moral en el que no hay absolutamente ningún camino. No sabríamos cómo andar ni adónde ir si no tuviésemos la expresión más hermosa, profunda y comprensiva, salida de la boca de nuestro amado Señor: «Yo soy el camino» (Juan 14:6). He aquí la dirección divina e infalible. Debemos seguirla. «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12). Esta es la dirección viviente. No se trata de obrar según la letra de ciertas ordenanzas o reglas, sino de seguir a un Cristo vivo, de andar como él anduvo, de hacer lo que él hizo y de imitar su ejemplo en todo. Tal es el andar cristiano, la acción cristiana. Todo consiste en tener los ojos fijos en Jesús, en imitarle y tener los rasgos de su carácter impresos en nuestra nueva naturaleza, y en reflejarlos o reproducirlos en nuestra vida y conducta diarias.
9.9 - El creyente andando en ese camino de dependencia
Esto supone la completa renuncia a nuestra voluntad propia, a nuestros planes, a nuestra propia dirección. Debemos seguir la nube; debemos esperar siempre; esperar solamente en Dios. No podemos decir: Iremos a tal o tal lugar, haremos esto o aquello. Todos nuestros movimientos deben ser puestos bajo la salvaguardia reguladora de esta importante frase: «Si el Señor quiere» (Sant. 4:15), frase que lamentablemente muy a menudo escribimos o proferimos con ligereza.
¡El Señor nos conceda comprender mejor todo esto! ¡Quiera Dios que conozcamos más exactamente el sentido de la dirección divina! ¡Cuán a menudo, y con ligereza, nos imaginamos y creemos que la nube marcha en la dirección que concuerda con nuestras inclinaciones! ¿Queremos hacer algo, o seguir cierta ruta? Entonces procuramos persuadirnos de que nuestra voluntad es la de Dios. De esa manera, en vez de ser guiados por Dios, nos engañamos a nosotros mismos. Nuestra voluntad no está quebrantada y, por lo tanto, no podemos ser dirigidos rectamente, pues el verdadero secreto para ser guiados por Dios es tener nuestra voluntad completamente sumisa. «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera» (Sal. 25:9). Y, además: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos». Y, sobre todo, consideremos detenidamente esta advertencia: «No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti» (Sal. 32:8-9). Si nuestro rostro está vuelto hacia arriba para fijarnos en el movimiento del ojo de Dios, no tendremos necesidad de cabestro ni de freno. Pero precisamente en eso fallamos. No vivimos lo bastante cerca de Dios como para distinguir el movimiento de la nube. Nuestra voluntad está en acción. Queremos seguir nuestro propio camino; de ahí que debamos cosechar tan amargos frutos. Eso le aconteció a Jonás. Se le había ordenado ir a Nínive, pero él quiso ir a Tarsis; las circunstancias parecían favorecerle, la providencia parecía indicarle la dirección que su voluntad había escogido. Pero, lamentablemente, se encontró en el vientre del gran pez, en el mismo «seno del Seol» (Jonás 2:3), donde el alga se enredó a su cabeza (v. 6). Allí conoció la amargura de seguir su voluntad. En las profundidades del océano tuvo que ser instruido acerca del verdadero sentido del cabestro y del freno, por no haber querido seguir la dirección más dulce del ojo de Dios.
¡Pero nuestro Dios es tan misericordioso, tan tierno, tan paciente! Él quiere enseñar y guiar a sus pobres hijos débiles y extraviados. Él no se ahorra ninguna molestia cuando se trata de obrar a nuestro favor. Vela continuamente a fin de que seamos guardados de nuestros propios caminos, llenos de espinos y zarzas, y que andemos en sus caminos, que son deleitosos y de paz (Prov. 3:17).
Nada hay de mayor bendición en la vida que permanecer en una continua dependencia de Dios, esperar en él y apegarse a él para todo. El verdadero secreto de la paz y de una santa independencia es tener todos los recursos en Dios. El alma que puede decir sinceramente: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal. 87:7), está por encima de toda confianza en la criatura, por encima de las esperanzas humanas y terrestres. Esto no quiere decir que Dios no se sirva de las criaturas para ayudarnos. No queremos decir tal cosa. Él emplea sus criaturas; pero si nosotros nos apoyamos en ellas en lugar de hacerlo en él, pronto experimentaremos la escasez y la esterilidad en nuestras almas. Hay una inmensa diferencia entre el empleo que Dios hace de la criatura para bendecirnos y nuestro apoyo en la criatura excluyendo a Dios. En el primer caso somos bendecidos y Dios es glorificado; en el segundo, somos decepcionados y Dios es deshonrado.
Es preciso que el alma considere seriamente esta distinción, que es constantemente descuidada. A menudo pensamos que nos apoyamos en Dios y que estamos mirándole, pero en realidad, si fuéramos al fondo de las cosas y nos juzgáramos en la misma presencia de Dios, encontraríamos en nosotros una espantosa cantidad de confianza en la criatura. Hablamos de vivir por la fe y de confiar solo en Dios, pero si al mismo tiempo sondeáramos las profundidades de nuestro corazón, encontraríamos una abundante medida de dependencia en las circunstancias y de tantos otros sentimientos parecidos.
Lector cristiano, pensemos atentamente en ello; vigilemos para que nuestras miradas se fijen en el único Dios viviente y no en el hombre, cuyo aliento está en su nariz. Esperemos en Dios paciente y constantemente. Si carecemos de algo, sea lo que fuere, dirijámonos directa y simplemente a él. ¿Sentimos la necesidad de discernir nuestro camino, para saber a qué lado debemos volver, qué senda debemos seguir? Recordemos que él dijo: «Yo soy el camino» (Juan 14:6); sigámosle. Él lo hará todo claro, luminoso y cierto. No puede haber tinieblas, perplejidad ni incertidumbre si le seguimos, pues él ha dicho, y debemos creerle: «El que me sigue, no andará en tinieblas» (Juan 8:12). En consecuencia, si estamos en tinieblas es porque no le seguimos. Ningunas tinieblas pueden asentarse en el sendero bendito por el que Dios conduce a aquellos que procuran seguir a Jesús con sencillez de corazón.
Pero el que escudriñe minuciosamente estas líneas podrá decir, o por lo menos estar dispuesto a decir: “A pesar de todo no estoy seguro en cuanto al camino que debo seguir. No sé realmente hacia qué lado volverme”. Si ese fuera el lenguaje del lector, le haríamos estas preguntas: ¿Sigue usted a Jesús? Si es así, no puede estar en la incertidumbre. ¿Sigue la nube? Si lo hace, su camino está tan claramente trazado como solo Dios puede hacerlo. Ahí está la clave de toda la dificultad. El titubeo o la incertidumbre a menudo son fruto del trabajo de la voluntad. Nos vemos arrastrados a hacer lo que Dios no quiere que hagamos, a ir adonde no quiere que vayamos. Oramos respecto al caso, pero no recibimos respuesta. Oramos de nuevo y tampoco hay respuesta. ¿A qué se debe esto? Al simple hecho de que Dios quiere que permanezcamos tranquilos, que nos quedemos en el sitio donde estamos. Por eso, en vez de estrujarnos los sesos y atormentarnos acerca de lo que deberíamos hacer, esperemos sencillamente en Dios.
Ahí está el secreto de la paz y de una feliz comunión. Si algún israelita en el desierto se hubiera empeñado en hacer algún movimiento independientemente de Dios, si se le hubiese ocurrido marchar cuando la nube estaba en reposo, o detenerse cuando la nube aún estaba en marcha, podemos imaginar fácilmente cuál habría sido el resultado. Y así sucederá siempre con nosotros. Si andamos cuando deberíamos permanecer quietos, o si nos quedamos quietos cuando deberíamos andar, no tendremos con nosotros la presencia de Dios. «Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían» (Núm. 9:20, 23). Permanecían atentos a Dios, situación de las más benditas que uno pueda ocupar; pero es necesario ocuparla antes de saborear la bendición. Hablamos de una realidad para ser conocida, y no de una teoría. ¡Que Dios nos conceda probarla a lo largo de nuestro viaje!
10 - Capítulo 10: La orden de marcha del pueblo
10.1 - Las dos trompetas de plata
«Jehová habló a Moisés, diciendo: Hazte dos trompetas de plata; de obra de martillo las harás, las cuales te servirán para convocar la congregación, y para hacer mover los campamentos. Y cuando las tocaren, toda la congregación se reunirá ante ti a la puerta del tabernáculo de reunión. Mas cuando tocaren solo una, entonces se congregarán ante ti los príncipes, los jefes de los millares de Israel. Y cuando tocareis alarma, entonces moverán los campamentos de los que están acampados al oriente. Y cuando tocareis alarma la segunda vez, entonces moverán los campamentos de los que están acampados al sur; alarma tocarán para sus partidas. Pero para reunir la congregación tocaréis, mas no con sonido de alarma. Y los hijos de Aarón, los sacerdotes, tocarán las trompetas; y las tendréis por estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Y cuando saliereis a la guerra en vuestra tierra contra el enemigo que os molestare, tocaréis alarma con las trompetas; y seréis recordados por Jehová vuestro Dios, y seréis salvos de vuestros enemigos. Y en el día de vuestra alegría, y en vuestras solemnidades, y en los principios de vuestros meses, tocaréis las trompetas sobre vuestros holocaustos, y sobre los sacrificios de paz, y os serán por memoria delante de vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios» (v. 1-10).
Hemos copiado todo este pasaje a fin de que el lector tenga ante sí, en el lenguaje propio de la Inspiración, la ordenanza de las trompetas de plata. Viene, con sorprendente precisión, inmediatamente después de la instrucción sobre el movimiento de la nube, y se relaciona de manera muy marcada con toda la historia de Israel; no solamente en el pasado, sino también en el futuro. El sonido de la trompeta era familiar a los circuncisos. Era la comunicación del pensamiento de Dios bajo una forma distinta y bastante sencilla para ser comprendida por todo miembro de la congregación, por alejado que estuviese del lugar del que emanaba el testimonio. Dios lo había dispuesto de manera que cada uno de los integrantes de aquella inmensa congregación, aunque estuviese lejos, pudiese oír los claros sonidos de la trompeta del testimonio.
Cada trompeta debía ser hecha de una sola pieza y tenía un doble propósito. En otras palabras, la fuente del testimonio era una, aunque los objetivos y los resultados prácticos fuesen diferentes. Todo movimiento en el campamento debía ser consecuencia del toque de la trompeta. Si la asamblea debía reunirse para adorar y regocijarse en un día de fiesta, la convocación se hacía por medio de cierto sonido de la trompeta. Si las tribus debían juntarse en orden de batalla, esto también se hacía al sonido de la trompeta. En otras palabras, la reunión solemne y la tropa guerrera, los instrumentos de música y las armas de guerra, todo estaba regulado por la trompeta de plata. Un movimiento cualquiera, fuese de fiesta, religioso o guerrero, que no fuera el resultado de aquel sonido característico, debía proceder de una voluntad insumisa que el Señor no podía aprobar. El ejército de peregrinos en el desierto dependía tanto de los toques de trompeta como de los movimientos de la nube. El testimonio de Dios, comunicado de esta manera particular, debía dirigir todo movimiento de los miles de israelitas.
Además, incumbía a los hijos de Aarón, a los sacerdotes, tocar las trompetas, ya que el pensamiento de Dios no podía ser conocido y comunicado más que por la proximidad y la comunión sacerdotal. Era el privilegio elevado y santo de la familia del sacerdote agruparse alrededor del santuario de Dios para observar el primer movimiento de la nube y darlo a conocer hasta los confines del campamento. Debían producir cierto sonido, y cada miembro de la tropa militante debía obedecerlo pronto e implícitamente. Hubiera sido una clara rebelión tanto ponerse en marcha sin haberse dado la consigna, como rehusar marchar una vez dada la señal. Ponerse en marcha sin el testimonio hubiese sido andar en las tinieblas; oponerse a marchar después de dado el testimonio hubiese sido quedarse en las tinieblas.
Esto es sumamente sencillo, profundamente práctico, y no ofrece ninguna dificultad en cuanto a su alcance y aplicación en el caso de la congregación en el desierto. Pero recordemos que todas estas cosas eran un símbolo, y que, además, están escritas para nuestra instrucción. Estamos seriamente obligados, por lo tanto, a mirarlas de cerca; somos exhortados a buscar, recoger y conservar como algo precioso la gran lección práctica contenida en la bella ordenanza de la trompeta de plata. Nada podría ser más oportuno en el momento actual. Contiene una lección para el lector cristiano y debe prestarle gran atención. Muestra claramente que el pueblo de Dios debe depender absolutamente del testimonio divino y someterse enteramente a él en todos sus movimientos. Hasta un niño puede descubrir este sentido en dicho tipo.
La congregación en el desierto no se reunía para una fiesta o para un fin religioso sin antes haber oído el sonido de la trompeta; los hombres de guerra no se ponían su armadura sin antes ser llamados, por la señal de alarma, a marchar contra el enemigo incircunciso. Adoraban y combatían, viajaban y hacían alto en obediencia al sonido de la trompeta. No se trataba de sus gustos o repugnancias, de sus pensamientos u opiniones, o de su juicio. Era pura y exclusivamente una cuestión de obediencia implícita. Cada uno de sus movimientos dependía del testimonio de Dios dado desde el santuario por los sacerdotes. El cántico del adorador como el grito del combatiente eran el simple fruto del testimonio de Dios.
10.2 - ¿Qué significa para nosotros la trompeta de plata?
¡Qué bello e instructivo! Y ¡cuán práctico para nosotros! Actualmente hay un rasgo característico: es la insumisión a la autoridad divina y la resistencia a la verdad, cuando esta demanda entera obediencia y el renunciamiento de sí mismo. Todo va bien mientras la verdad nos expone, con una plenitud y una claridad divinas, nuestro perdón, nuestra aceptación, nuestra vida, nuestra justicia, nuestra eterna seguridad en Cristo. Se oirá esto con complacencia. Pero tan pronto como habla sobre los derechos y la autoridad de Aquel que dio su vida para salvarnos de las llamas de la Gehena e introducirnos en los eternos goces del cielo, surge toda clase de dificultades, se plantea toda forma de razonamientos y cuestiones; nubes de prejuicios se amontonan en el alma y oscurecen el entendimiento. El filo de la verdad está embotado o es evitado de mil maneras. No se está pendiente del sonido de la trompeta, y cuando resuena tan claramente como solo Dios puede hacerlo resonar, no hay respuesta a su llamado. Andamos cuando debiéramos detenernos, y nos detenemos cuando debiéramos andar.
Lector, ¿cuál será la consecuencia de esto? Una falta absoluta de progreso, o un avance en mala dirección, lo que es peor aún. Es imposible progresar en la vida divina si no nos sometemos sin reservas a la Palabra del Señor. Podemos ser salvos por la rica abundancia de la misericordia divina gracias a las virtudes expiatorias de la sangre del Salvador, pero ¿nos contentaremos con ser salvos por Cristo, sin buscar andar con él y vivir para él? ¿Aceptaremos la salvación por la obra que él completó sin suspirar por una más profunda comunión con él y una completa sumisión a su autoridad en todas las cosas? ¿Qué le hubiera sucedido a Israel en el desierto si hubiese rehusado escuchar el sonido de la trompeta? Podemos verlo fácilmente. Si, por ejemplo, se hubieran reunido, en un momento cualquiera por un motivo de regocijo o con un fin religioso sin el llamamiento divinamente establecido ¿qué habría ocurrido? O también, si hubiesen decidido por sí mismos avanzar o salir a la guerra antes de que la trompeta hubiese sonado, ¿qué habría pasado? Y, finalmente, si hubieran rehusado obedecer cuando eran llamados por el sonido de la trompeta para ir a una asamblea solemne, para avanzar o para ir a la lucha ¿qué habría acontecido?
La respuesta es muy clara; meditémosla. Contiene una enseñanza para nosotros, apliquémosla a nuestros corazones. La trompeta de plata determinaba y ordenaba todo movimiento del Israel antiguo. Ahora el testimonio que Dios reconoce debería determinarlo y ordenarlo todo en la Iglesia de Dios. Los sacerdotes del antiguo pacto eran los que tocaban la trompeta de plata. Ese testimonio de Dios es conocido ahora en la comunión sacerdotal de cada verdadero cristiano. Un cristiano no tiene derecho a marchar o a obrar fuera del testimonio divino. Debe aguardar la Palabra del Señor y permanecer quieto hasta que la conozca. Cuando la haya recibido, debe avanzar. Hoy Dios puede comunicar y comunica su pensamiento a su pueblo militante tan claramente como lo hacía con su antiguo pueblo. Por cierto, que ahora no lo hace mediante el sonido de una trompeta o por el movimiento de una nube, sino por su Palabra y por su Espíritu. Nuestro Padre no nos guía mediante algo que impresione los sentidos, sino por lo que obra en el corazón, en la conciencia y en el entendimiento. Él no nos comunica su pensamiento por algo de la naturaleza, sino por lo espiritual.
Pero estemos muy seguros de esto: nuestro Dios puede dar a nuestros corazones la plena certeza acerca de lo que debemos y no debemos hacer, a los sitios a los que podemos y a los que no podemos ir. Parece extraño que nos veamos obligados a insistir en esto, que un cristiano pueda dudarlo e, incluso más, que lo pueda negar. Y, no obstante, es así. A menudo estamos sumidos en la duda y la perplejidad; hay cristianos que niegan que podamos tener certeza en cuanto a los detalles de la vida y de las acciones diarias. Esto es enteramente falso. ¿No puede un padre comunicar su pensamiento a su hijo en cuanto a los detalles más pequeños de su conducta? ¿Quién negará esto? Y nuestro Padre celestial ¿no puede revelarnos su pensamiento en cuanto a todos los incidentes de la vida diaria? Puede, sin duda alguna. Que el lector cristiano no se deje despojar del santo privilegio de conocer el pensamiento de su Padre con relación a toda circunstancia de su vida diaria.
¿Acaso debemos suponer que, en cuanto a la dirección, la Iglesia de Dios esté menos favorecida que el campamento en el desierto? ¡Imposible! ¿Cómo es, pues, que a menudo se ve a cristianos perplejos en cuanto a su conducta? Esto es debido a la falta de un oído atento para escuchar el sonido de la trompeta de plata y de una voluntad sumisa para contestar a su llamado. No obstante, no debemos esperar oír una voz del cielo ordenándonos hacer tal o cual cosa, ir a un sitio u otro, o encontrar siempre un texto determinado de la Escritura para guiarnos en los menores detalles de nuestra vida diaria. ¿Cómo puede uno saber, por ejemplo, si ha de ir a una ciudad determinada y permanecer en ella algún tiempo? Si su oído es circunciso, usted seguramente oirá la trompeta de plata. No se agite antes de que ella haya tocado, ni se detenga cuando ella haya sonado. Esto lo hará todo claro, sencillo, seguro y cierto. Es el gran remedio para la duda, la incertidumbre y la irresolución. Esto nos evitará la molestia de correr de un lado a otro en busca de consejos. Además, nos enseñará que el control de las acciones o de los movimientos de nuestros hermanos no nos incumbe. Si tenemos el oído abierto y el corazón sumiso, seremos guiados por el Señor, con toda certeza, día tras día. Nuestro Dios puede iluminarnos acerca de todas las cosas. Si él no lo hace, nadie podrá hacerlo. Si él lo hace, no tenemos necesidad de nadie más. Basta lo dicho sobre la hermosa institución de las trompetas de plata, tema que no proseguiremos, aunque su aplicación no se limita a Israel en el desierto, sino que se liga a toda su historia hasta el fin. Por eso es que tenemos la fiesta de las trompetas (Lev. 23:23-24), la trompeta del jubileo (cap. 25:9-11), el toque de las trompetas para los sacrificios, cosas en las que no nos detendremos ya que deseamos ante todo llamar la atención del lector en cuanto al magnífico pensamiento contenido al principio de nuestro capítulo. ¡Que el Espíritu Santo grabe en nuestros corazones la importante lección de las «trompetas de plata»!
10.3 - El campamento está listo para ponerse en marcha
Hemos llegado, en nuestro estudio de este precioso libro, al momento en que el campamento era llamado a ponerse en marcha. Todo había sido perfectamente organizado según el «mandato de Jehová» (v. 13). Cada individuo siguiendo a su familia y cada tribu siguiendo su bandera, estaban en el sitio que Dios les había asignado. Los levitas estaban en sus puestos atendiendo, cada uno, su trabajo particular. El campamento había sido purificado de toda clase de impurezas, y no solo esto, sino que la bandera de la santidad personal había sido alzada y los frutos de una generosidad activa habían sido ofrecidos. Seguidamente tenemos el candelero de oro y sus siete lámparas dando su luz pura y preciosa. Tenemos la columna de nube y de fuego y, por último, el doble testimonio de la trompeta de plata. En síntesis, nada le faltaba al pueblo peregrino. Un ojo vigilante, una mano poderosa y un corazón lleno de amor habían previsto todas las eventualidades posibles a fin de que toda la congregación y cada miembro en particular estuvieran provistos abundantemente.
No podríamos esperar menos. Si Dios se encarga de proveer a las necesidades de un individuo o de un pueblo, lo hace de una manera perfecta. Es imposible que Dios olvide cosa alguna. Él lo conoce y lo puede todo. Nada podría escapar a su ojo vigilante; nada es imposible a su mano poderosa. Por tanto, todos los que pueden decir sinceramente: «Jehová es mi pastor», también pueden añadir sin titubeos ni reservas: «Nada me faltará» (Sal. 23:1). El alma que se apoya realmente en el brazo del Dios vivo, no carecerá de nada de cuanto sea verdaderamente bueno para ella. Nuestro pobre corazón puede crearse mil necesidades imaginarias, pero Dios sabe lo que realmente necesitamos y proveerá a todo.
10.4 - El arca del pacto va delante
Así, pues, el campamento estaba a punto de partir; pero, cosa extraña, vemos aquí una desviación del orden prescrito al principio del libro.
El arca del pacto, en vez de estar en medio del campamento, se halla a la cabeza. En otras palabras, Jehová, en vez de quedar en el centro de la congregación para ser servido, accede realmente, en su gracia maravillosa e ilimitada, a desempeñar el papel de vanguardia. Pero veamos lo que ocasiona ese tierno despliegue de gracia. «Entonces dijo Moisés a Hobab, hijo de Ragüel madianita, su suegro: Nosotros partimos para el lugar del cual Jehová ha dicho: Yo os lo daré. Ven con nosotros, y te haremos bien; porque Jehová ha prometido el bien a Israel. Y él le respondió: Yo no iré, sino que me marcharé a mi tierra y a mi parentela. Y él le dijo: Te ruego que no nos dejes; porque tú conoces los lugares donde hemos de acampar en el desierto, y nos serás en lugar de ojos» (v. 29-31).
Si no conociéramos la tendencia de nuestros corazones a apoyarse en la criatura más bien que en Dios, podría sorprendernos esto, y preguntaríamos: ¿Por qué Moisés tenía necesidad de los ojos de Hobab? ¿No le era suficiente Jehová? ¿No conocía el desierto? ¿Habría permitido que se extraviasen? ¿De qué le servían la nube y la trompeta de plata? ¿No valían ellos más que los ojos de Hobab? ¿Por qué, pues, Moisés buscaba el auxilio humano? ¡Ah! Comprendemos perfectamente la razón de esto. Todos sabemos, para nuestra vergüenza, la tendencia que tenemos a apoyarnos en las cosas que nuestros ojos puedan ver. No nos agrada mantenernos en el terreno de la absoluta dependencia de Dios para cada paso del viaje. Nos resulta difícil apoyarnos en un brazo invisible. Un Hobab al que podemos ver nos inspira más confianza que el Dios vivo al cual no podemos ver. Andamos con más soltura y satisfacción cuando contamos con el apoyo y la ayuda de algún pobre mortal como nosotros; pero titubeamos, nos turbamos y nos desanimamos cuando somos llamados a andar por la sencilla fe en Dios.
Esta afirmación puede parecer fuerte; pero se trata de saber si es verdadera. ¿Habrá algún cristiano que, al leer estas líneas, no reconozca con franqueza que es así? Todos nos sentimos inclinados a apoyarnos en el brazo de carne, y esto pese a los mil ejemplos que nos muestran la locura de este modo de actuar. Hemos comprobado, en un gran número de casos, la vanidad de toda confianza en la criatura y, sin embargo, queremos confiar en ella. Por otra parte, una y otra vez hemos comprobado la realidad del apoyo que se encuentra en la Palabra y en el brazo del Dios vivo. Hemos visto que él jamás nos ha fallado, que jamás nos ha decepcionado, que siempre ha obrado abundantemente, incluso más allá de lo que pedimos o pensamos y, sin embargo, nos apoyamos rápidamente en una caña cascada y a recurrir a cisternas rotas (Jer. 2:13).
Así somos, pero, bendito sea Dios, su gracia abunda para nosotros, como abundó para Israel en la circunstancia a la cual aludimos. Si Moisés piensa en Hobab para ser guiado, Jehová le enseñará que él es enteramente suficiente como guía. «Así partieron del monte de Jehová camino de tres días; y el arca del pacto de Jehová fue delante de ellos camino de tres días, buscándoles lugar de descanso» (v. 33).
¡Qué rica, qué preciosa gracia! En vez de buscar un lugar de reposo para sí, el arca busca uno para ellos. ¡Qué pensamiento! El Dios Fuerte, el Creador de los confines de la tierra, busca en el desierto un sitio para acampar, un lugar conveniente para un pueblo que se desviaba enseguida del camino, que murmuraba y se rebelaba contra él.
Así es nuestro Dios, siempre paciente, misericordioso, poderoso y santo, colocándose siempre, por la grandeza de su gracia, por encima de nuestra incredulidad, de nuestras caídas, y mostrándose superior, en su amor, a todas las barreras que nuestra infidelidad quisiera levantar. Demostró claramente a Moisés y a Israel que él era, como guía, superior a 10.000 como Hobab. No se nos dice en dicha cita si Hobab se marchó o no. Rehusó por cierto el primer pedido y quizá también el segundo. Pero se nos dice que Jehová fue con ellos. «Y la nube de Jehová iba sobre ellos de día, desde que salieron del campamento» (v. 34). ¡Refugio precioso en el desierto! ¡Recurso inagotable y bendito en todas las ocasiones! Iba delante de su pueblo para buscarle un lugar de reposo, y cuando encontró uno que satisfacía sus necesidades, hizo alto con ellos, extendiendo sobre ellos su ala protectora para guardarlos de todo enemigo. «Le halló en tierra de desierto, y en yermo de horrible soledad; lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guardó como a la niña de su ojo. Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas, Jehová solo le guio, y con él no hubo dios extraño» (Deut. 32:10-12). «Extendió una nube por cubierta, y fuego para alumbrar la noche» (Sal. 105:39).
De modo que había sido provisto de todo según la sabiduría, el poder y la bondad de Dios. Nada podía faltar, ya que el mismo Dios estaba allí: «Cuando el arca se movía, Moisés decía: Levántate, oh Jehová, y sean dispersados tus enemigos, y huyan de tu presencia los que te aborrecen. Y cuando ella se detenía, decía: Vuelve, oh Jehová, a los millares de millares de Israel» (v. 35-36).
11 - Capítulo 11: El hombre y su miserable corazón
Hasta aquí, en el estudio de este libro, hemos considerado la manera en que Dios dirigía a su pueblo en el desierto y proveía a sus necesidades. Hemos recorrido los 10 primeros capítulos, y en ellos hemos visto las pruebas de la sabiduría, la bondad y la providencia de Jehová, el Dios de Israel.
Pero ahora llegamos a un punto en el que sombrías nubes se amontonan a nuestro alrededor. Hasta aquí, Dios y su obra han estado ante nosotros; ahora somos llamados a contemplar al hombre y sus miserables caminos. Esto es siempre triste y humillante. El hombre es el mismo en todas partes: en Edén, en la tierra restaurada, en el desierto, en el país de Canaán, en la Iglesia, en el Milenio; y está demostrado que el hombre se halla en un estado de decadencia total; apenas se mueve, ya se cae. Así, en los 2 primeros capítulos de Génesis, vemos a Dios obrando como Creador; todo está hecho y arreglado con perfección divina; el hombre está colocado en esta escena para gozar de los frutos de la sabiduría, la bondad y la potestad de Dios. Pero en el capítulo 3 todo ha cambiado. En cuanto el hombre obra, es para desobedecer e introducir la ruina y la desolación. Así, después del diluvio en el que la tierra pasó por aquel profundo y terrible bautismo y en el que el hombre retomó su lugar, se muestra tal como es y da pruebas de que, lejos de poder someter y gobernar la tierra, no puede ni siquiera gobernarse a sí mismo (Gén. 9). Israel, apenas había sido sacado de Egipto, hizo el becerro de oro. El sacerdocio apenas se había establecido cuando los hijos de Aarón ofrecieron un fuego extraño. En cuanto Saúl fue elegido rey, se mostró obstinado y desobediente.
Apenas abrimos el Nuevo Testamento vemos reproducirse este mismo hecho. En cuanto se funda la Iglesia y se la dota con los dones el día de Pentecostés, oímos tristes palabras de murmuración y descontento. En pocas palabras, desde el principio hasta el fin, en toda época y en todo lugar, la historia del hombre está caracterizada por sus caídas. No hay ni una sola excepción desde el Edén hasta el fin del Milenio.
Es muy útil considerar bien este grave y solemne hecho para que quede grabado en lo más íntimo de nuestros corazones. Esto es muy adecuado para corregir toda falsa idea sobre el verdadero carácter y la verdadera condición del hombre. Es conveniente recordar que el terrible juicio que llenó de terror el corazón del voluptuoso rey de Babilonia, en realidad fue pronunciado contra toda la raza humana, contra cada descendiente de Adán caído: «Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto» (Dan. 5:27). Lector, ¿ha aceptado plenamente esta sentencia contra usted mismo? Es una pregunta muy seria. Nos sentimos forzados a insistir en ella. ¿Es usted uno de los hijos de la Sabiduría? ¿Justifica a Dios y se condena a sí mismo? ¿Se reconoce pecador perdido, culpable y merecedor de la Gehena? Si es así, Cristo es todo lo que necesita. Él murió para quitar el pecado y para llevar sus numerosos pecados. Confíe en él: todo lo que él es y posee es suyo. Él es su sabiduría, su justicia, su santidad y su redención. Todos los que, sencillamente y de corazón, creen en Jesús han abandonado el antiguo dominio del pecado y de la condenación. A los ojos de Dios están en el nuevo terreno de la vida eterna y la justicia divina. Son aceptados en el Cristo resucitado y victorioso. «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17).
Suplicamos al lector que no descanse hasta que esta importante cuestión esté clara y totalmente resuelta a la luz de la Palabra y de la presencia de Dios. Deseamos que el Espíritu Santo obre en el corazón y la conciencia del lector inconverso e indeciso, y le conduzca a los pies del Salvador.
11.1 - Las quejas y el hastío del alimento celestial
«Aconteció que el pueblo se quejó a oídos de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira, y se encendió en ellos fuego de Jehová, y consumió uno de los extremos del campamento. Entonces el pueblo clamó a Moisés, y Moisés oró a Jehová, y el fuego se extinguió. Y llamó a aquel lugar Tabera, porque el fuego de Jehová se encendió en ellos. Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos» (v. 1-6).
Aquí queda al descubierto el corazón humano. Sus gustos y tendencias se hacen manifiestos. El pueblo suspiraba por la tierra de Egipto y codiciaba sus frutos y guisados de carne. No decían nada de los latigazos que allí recibieron, ni de la fatiga en los hornos de ladrillos. Solo recordaban los recursos con los cuales Egipto había satisfecho los deseos de su carne.
¡Cuán a menudo sucede lo mismo con nosotros! Cuando el corazón pierde el frescor que le proporciona la vida divina, las cosas celestiales empiezan a perder su sabor. Cuando mengua el primer amor, cuando Cristo ya no es una porción preciosa y satisfactoria para el alma, la Palabra de Dios y la oración pierden su encanto y se convierten en un deber fastidioso y mecánico. Entonces las miradas se dirigen hacia el mundo, luego el corazón sigue a las miradas, y al fin los pies siguen al corazón. En momentos así olvidamos lo que el mundo fue para nosotros, cuando estábamos en él y formábamos parte del mismo. Olvidamos las fatigas, la miseria y la degradación que sufrimos cuando estábamos en la esclavitud del pecado y de Satanás; luego solo pensamos en la satisfacción, en el bienestar carnal proporcionado por la liberación de los penosos trabajos, de los conflictos y de las ansiedades que se hallan en el sendero del pueblo de Dios en el desierto.
Todo esto es muy triste y debería conducir al alma al más profundo juicio de sí misma. Es espantoso el estado de los que, después de haber comenzado a seguir al Señor, se cansan del camino y de la gracia de Dios. ¡Cuán terriblemente debieron resonar en los oídos del Señor las palabras: «Y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos»! (v. 6). ¿Qué les faltaba a los hijos de Israel? ¿Ese alimento celestial no era suficiente? ¿No podían vivir de lo que la mano de su Dios les proporcionaba?
11.2 - El maná despreciado
Y nosotros, ¿estamos libres de plantear cuestiones semejantes a la de los israelitas? Para nosotros, ¿es suficiente nuestro maná celestial? ¿Preguntamos a veces qué bien o qué mal hay en tal actividad, en tal placer del mundo? ¿Se oyen de nuestra boca palabras como estas: “¿Qué vamos a hacer todo el día? No podemos estar pensando siempre en Cristo y en las cosas del cielo; necesitamos divertirnos un poco”. Esa manera de hablar recuerda la de Israel en este capítulo. Ciertamente, así como es el lenguaje, también es la conducta. En el hecho mismo de buscar otras cosas demostramos que Cristo, lamentablemente, no basta a nuestros corazones. Cuán a menudo descuidamos nuestra Biblia para leer largamente y con afán una literatura ligera e inútil. Esos periódicos constantemente leídos y la Biblia casi siempre cubierta de polvo hablan por sí mismo. ¿Estos hechos no hablan claro? ¿No es esto despreciar el maná para desear los puerros y cebollas de Egipto (v. 5)?
Fijémonos en el peligro que corre el cristiano de caer en el mismo pecado que cayó Israel. Según se nos recuerda en este capítulo, no hay duda de que todos estamos expuestos a ese mismo peligro, pero muy especialmente los jóvenes. Los que a través de los años hemos adquirido más experiencia en la vida estamos menos expuestos a ser arrastrados por los frívolos empeños del mundo. Pero el joven quiere tener un poco del mundo. Quiere probarlo por sí mismo. No siente que Cristo sea enteramente suficiente para su corazón. Necesita diversión.
¡Qué equivocación! Cuán triste es oír a un cristiano que dice: “No puedo estar pensando siempre en Jesús”. Quisiéramos preguntar a cada uno de los que hablan así: ¿En qué empleará la eternidad? ¿No será Cristo suficiente para llenar sus incontables siglos? ¿Necesitará recreo allí?
Se dirá sin duda: “Entonces seremos diferentes”. Pero, ¿respecto a qué? Somos hechos partícipes de la naturaleza divina, el Espíritu Santo mora en nosotros, tenemos a Cristo, somos celestiales, hemos sido llevados a Dios. “Tenemos una naturaleza mala”, se nos replicará. Pues bien, pero ¿vamos a alimentarla? ¿Para eso deseamos las diversiones? ¿Hemos de ayudar a nuestra miserable carne, a nuestra corrompida naturaleza a pasar el día? No, de ningún modo; somos exhortados a acallarla, a mortificarla, a considerarla como muerta. Este es el recreo del cristiano, el modo en que el santo es llamado a emplear el día. ¿Cómo podremos crecer en la vida divina si solo nos preocupamos por conseguir provisiones para la carne? La comida de Egipto no puede alimentar la nueva naturaleza. Ahora bien, la gran cuestión que debemos plantear es: ¿Cuál es realmente la naturaleza que pretendemos alimentar y fomentar: la nueva o la vieja? Es obvio que la nueva naturaleza no puede nutrirse con los periódicos, las canciones frívolas y la literatura insustancial; si nos dedicamos a esto, nuestras almas se marchitarán y desfallecerán.
Que Dios nos dé la gracia de pensar atentamente en estas cosas. Que podamos andar en el Espíritu de tal modo que Cristo sea siempre la satisfacción de nuestros corazones. Si Israel hubiera andado con Dios en el desierto nunca hubiese dicho: «Y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos». Ese maná hubiese sido más que suficiente para ellos. Así es también para nosotros. Si realmente andamos con Dios en el desierto de este mundo, nuestras almas se contentarán con la parte que él les conceda, y esta parte es un Cristo celestial. ¿Podrá dejar de satisfacernos? Él satisface el corazón de Dios; él llena todos los cielos con su gloria; él es el continuo tema de los ángeles y el supremo objeto de su adoración; él es también la única finalidad de los consejos y designios eternos. La historia de sus caminos, ¿no se extiende a la eternidad?
Este muy Amado, en el profundo misterio de su Persona, según la gloria moral de sus caminos, el resplandor y la belleza de su carácter, ¿no basta a nuestros corazones? ¿Acaso tenemos necesidad de algo más? ¿Necesitamos periódicos y otros escritos ligeros para llenar el vacío de nuestras almas? ¿Vamos a volver la espalda a Cristo por las diversiones, por los estudios, por un trabajo?
¡Ay, qué triste es tener que escribir esto! Sí, muy triste, pero muy necesario; y aquí dirigimos más formalmente al lector esta pregunta: ¿De veras halla insuficiente a Cristo para satisfacer su corazón? ¿Tiene necesidades que él no pueda satisfacer plenamente? Si así es, usted está en un alarmante estado de alma; le conviene examinar este grave asunto con todo detenimiento. Incline su rostro ante Dios y júzguese objetivamente. Derrame su corazón ante él y dígaselo todo. Confiésele hasta qué punto ha caído y se ha extraviado, ya que el Hijo de Dios no le basta. Confiese todo a Dios y no descanse hasta no estar plena y gozosamente restablecido a la comunión de corazón con él en cuanto al Hijo de su amor.
11.3 - La gente extranjera
Volvamos a nuestro capítulo. Llamamos la atención del lector sobre una frase llena de advertencias para nosotros: «Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar» (v. 4). No hay nada que perjudique más a la causa de Cristo y a las almas de su pueblo que la asociación con hombres de principios mezclados. Tratar con enemigos conocidos y declarados es menos peligroso. Satanás lo sabe bien y se esfuerza constantemente para llevar al pueblo de Dios a unirse con los que no tienen principios bien determinados, y, por otro lado, trata de introducir falsos elementos, falsos profesos, en medio de los que procuran seguir una senda de separación respecto del mundo. En el Nuevo Testamento tenemos frecuentes alusiones a este carácter especial del mal. Lo encontramos proféticamente en los evangelios e históricamente en los Hechos y en las Epístolas. Lo tenemos en la cizaña y la levadura en Mateo 13. Luego, en el libro de los Hechos, encontramos personas que se relacionaban con la Asamblea y eran como la «gente extranjera» que acompañaba a Israel. Y, finalmente, tenemos la alusión del apóstol a los elementos distintos introducidos por el enemigo con el fin de corromper el testimonio y trastornar las almas del pueblo de Dios. Así el apóstol Pablo habla de los «falsos hermanos que se introducían furtivamente» (Gál. 2:4). Judas habla también de ciertos hombres que «se introducían furtivamente» (v. 4).
Todo ello nos enseña que el pueblo de Dios tiene que vigilar y, además, depender absolutamente del Señor, el único que puede preservarlo de la introducción de elementos peligrosos y guardarlo de todo contacto con hombres de principios mezclados o de carácter dudoso. La «gente extranjera» seguramente tendrá un «vivo deseo» y el pueblo de Dios, en contacto con estas personas, se halla en un inminente peligro de sentir fastidio del maná celestial. Por tanto, es necesario decidirse por Cristo y consagrarse enteramente a él y a su causa. Cuando un grupo de creyentes es capaz de andar con los corazones unidos a Cristo sin compartirlos con otra cosa, y con decidida separación del presente siglo, será menos probable que las personas de carácter equívoco procuren hacerse un lugar entre ellos, por más que Satanás procure destruir el testimonio introduciendo hipócritas. Una vez que se han introducido tales personas, atraen el oprobio sobre el nombre del Señor por causa de sus malos caminos. Satanás sabía muy bien lo que hacía cuando empujó a la gente extranjera a mezclarse con el pueblo de Israel. Los efectos de esa mezcla no se manifestaron inmediatamente. El pueblo había salido a toda prisa, había atravesado el mar Rojo y había entonado el cántico de triunfo junto a sus orillas. Todo parecía brillante y lleno de esperanza, pero la «gente extranjera» estaba allí, y la influencia de su presencia se manifestó muy pronto.
Así ha sucedido siempre en la historia del pueblo de Dios. En los grandes movimientos espirituales que se han producido de vez en cuando podemos distinguir ciertos elementos de decadencia que, ocultos al principio por la abundante corriente de la gracia y de la energía espiritual, se mostraron en cuanto esa corriente empezó a menguar.
Estos son hechos muy graves que exigen gran vigilancia, ya sea que se apliquen a los individuos o a las asambleas. Al principio, en nuestros días de juventud, cuando el celo y el frescor nos caracterizan, la abundante corriente de la gracia fluye de una manera tan bendita que muchas cosas pueden pasar sin ser juzgadas; y, no obstante, en realidad son semillas arrojadas al suelo por la mano del enemigo, que germinarán y darán fruto a su tiempo. De ahí que las asambleas de creyentes, y cada cristiano individualmente, deberían estar siempre atentos, velando para que el enemigo no consiga ninguna ventaja en este asunto. Cuando el corazón es leal a Cristo, está seguro que todo acabará bien. Nuestro Dios es misericordioso, cuida de nosotros y nos preserva de 1.000 lazos. ¡Que podamos aprender a confiar en él y a glorificarle!
11.4 - Moisés agobiado por el peso de las responsabilidades
Tenemos otras lecciones que sacar de esta importante porción de la Palabra. No solo debemos considerar la decadencia de la asamblea de Israel; también vemos al mismo Moisés titubear y a punto de sucumbir bajo el peso de su responsabilidad. «Y dijo Moisés a Jehová: ¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo, para que me digas: Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama, a la tierra de la cual juraste a sus padres? ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos. No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía. Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal» (v. 11-15).
He aquí un lenguaje verdaderamente asombroso. Y no es que queramos insistir en las caídas y debilidades de un siervo tan amado y consagrado como Moisés. Lejos de nosotros una idea así. Haríamos mal en comentar los actos y las palabras de aquel de quien el Espíritu Santo dijo que fue fiel en toda la Casa de Dios. Moisés, como todos los santos del Antiguo Testamento, ha tomado su lugar entre los «espíritus de los justos hechos perfectos» (Hebr. 12:23), y toda alusión que se hace de él en el Nuevo Testamento tiende a honrarlo y a designarlo como un vaso muy precioso.
No obstante, debemos meditar sobre la historia inspirada que tenemos ahora ante nuestros ojos, historia escrita por Moisés mismo. Es felizmente cierto que en el Nuevo Testamento casi nunca se comentan las faltas y las caídas del pueblo terrenal de Dios durante el tiempo del que nos habla el Antiguo Testamento; no obstante, este último las relata con fiel exactitud, y ¿para qué? Para nuestra instrucción. «Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito; para que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (Rom. 15:4).
¿Qué debemos aprender, pues, del extraño arrebato de sentimientos de Moisés? Por lo menos esto: que el desierto pone de manifiesto lo que mora incluso en el mejor de nosotros. Allí mostramos lo que hay en nuestros corazones. Y como el libro de los Números es expresamente el libro del desierto, es justo que en él encontremos toda clase de caídas y debilidades al desnudo. El Espíritu de Dios inscribe fielmente en él cada cosa. Nos presenta a los hombres tal como son, y aunque sea un Moisés quien habla «precipitadamente con sus labios» (Sal. 106:33), esta misma precipitación está consignada para servirnos de advertencia e instrucción. Moisés, al igual que Elías, era un hombre «con las mismas debilidades que nosotros» (Sant. 5:17), y es evidente que, en esta parte de su historia, su corazón sucumbe bajo el espantoso peso de sus responsabilidades. Quizá se diga: “No es extraño que su corazón desfalleciera. Era una carga demasiado pesada para un ser humano”. Pero la cuestión es: ¿Era demasiado pesada para Dios? ¿Moisés fue realmente llamado a llevar solo esa carga? ¿No bastaba con que el Dios vivo estuviera con él? ¿Qué podía importar si Dios quería obrar por medio de un solo hombre o por 10.000? Todo el poder, la sabiduría y la gracia están en Dios. Él es la fuente de toda bendición; y, a juicio de la fe, no tiene ninguna importancia que haya un solo canal o 1.000.
Aquí podemos comprobar un hermoso principio moral aplicable a todos los siervos de Cristo: es necesario recordar que cuando el Señor coloca a un hombre en un puesto de responsabilidad, lo hace capaz de ocuparlo y lo mantiene en él. Naturalmente el caso es muy diferente cuando un hombre, sin ser llamado, quiere lanzarse a un campo de trabajo o a un sitio difícil o peligroso. En ese caso, con toda seguridad, tarde o temprano ocurrirá el fracaso. Pero cuando Dios llama a un hombre a ocupar una determinada posición, lo colma de la gracia necesaria para ocuparla. No envía a nadie a la guerra a sus propias expensas y, por lo tanto, debemos esperar en él para todo. Si nos apoyamos únicamente en el Dios vivo, jamás caeremos. Si bebemos de su fuente, la sed no nos atormentará. Nuestros pequeños manantiales se secarán pronto; pero nuestro Señor Jesucristo declara: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva» (Juan 7:38).
Es una gran lección para el desierto. Sin ella no podemos dar un paso adelante. Si Moisés la hubiera comprendido plenamente, jamás hubiese proferido palabras como: «¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo?» (v. 13). Hubiera fijado sus ojos únicamente en el Señor, comprendiendo que él era solo un instrumento en las manos de Dios, cuyos recursos son ilimitados. Seguramente Moisés no hubiera podido proporcionar víveres a aquella inmensa muchedumbre, ni siquiera para un día, pero Dios siempre puede suplir las necesidades de todo cuanto vive.
¿Creemos esto en realidad? ¿No ocurre que a veces dudamos de ello? ¿No sentimos alguna vez como si nos correspondiera a nosotros, y no a Dios, proveer a nuestras necesidades? ¿Tiene algo de extraño, pues, que estemos abatidos, titubeantes, y que sucumbamos? En verdad Moisés tenía razón al decir: «No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía» (v. 14). No había más que un solo corazón que pudiera soportar tal compañía: el de ese Amado que, cuando los israelitas se rendían de cansancio junto a los hornos de ladrillos en Egipto, descendió para liberarlos, y una vez rescatados de manos de sus enemigos, estableció su morada en medio de ellos. Él solo podía sostenerlos. Su corazón amante y su mano poderosa eran por sí solos suficientes para esa tarea; y si Moisés hubiera conocido todo el poder de esta gran verdad, no hubiese dicho: «Y si así lo haces tú conmigo, yo te ruego que me des muerte, si he hallado gracia en tus ojos; y que yo no vea mi mal» (v. 15).
Este fue, indudablemente, un momento sombrío en la vida del ilustre siervo de Dios. Esto nos recuerda en algo al profeta Elías, cuando se echó al pie de un enebro y pidió al Señor que le quitara la vida (1 Reyes 19:4). ¡Qué maravilloso es ver a estos dos hombres juntos en el monte de la transfiguración! Esto prueba de una manera notable que los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos y que sus caminos no son nuestros caminos. Para Moisés y Elías estaban reservadas cosas mejores. Bendito sea su nombre; él acalla nuestros temores por medio de las riquezas de su gracia; y cuando nuestros pobres corazones aguardan la muerte y la desdicha, él da la vida, la victoria y la gloria.
11.5 - La respuesta de Dios y la suficiencia del Espíritu Santo
Sin embargo, no podemos dejar de advertir que, al retroceder ante una posición de pesada responsabilidad, Moisés renunciaba a una dignidad suprema y a un santo privilegio. Esto parece muy evidente por el pasaje que sigue: «Entonces Jehová dijo a Moisés: Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales; y tráelos a la puerta del tabernáculo de reunión, y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo, y tomaré del Espíritu que está en ti, y pondré en ellos; y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo» (v. 16-17).
Esa introducción de 70 hombres, ¿añadía algún poder a Moisés? Por cierto, ningún poder espiritual, ya que, después de todo, era el mismo Espíritu que ya estaba en Moisés. Aunque eran 70 hombres en vez de uno, un número mayor de hombres no implicaba ningún aumento de poder espiritual. Esta adición de hombres ahorraba trabajos a Moisés, pero le restaba algo de su dignidad. En adelante sería un instrumento unido a otros, en vez de ser único. Tal vez se diga que Moisés, siervo bendito como era, no deseaba ninguna dignidad para sí; más bien buscaba una senda anónima y humilde. Sin duda alguna lo hacía; pero esto no toca la cuestión presente. Moisés, como lo veremos pronto, era el hombre más manso de toda la tierra, y no queremos ni siquiera suponer que otro hombre hubiera obrado mejor en esas circunstancias. Sin embargo, debemos retener la gran lección práctica que este capítulo enseña de una manera tan admirable. El mejor de los hombres cae, y parece evidente que Moisés en esta ocasión no tenía la paz y la serenidad que la fe da. Parece haber perdido, por un momento, aquel perfecto equilibrio del alma, resultado que logran los que tienen al Dios vivo como centro de sus pensamientos. Y deducimos esto no solo del hecho de que Moisés vaciló bajo el peso de su responsabilidad, sino también por medio del estudio del siguiente párrafo:
«Pero al pueblo dirás: Santificaos para mañana, y comeréis carne; porque habéis llorado en oídos de Jehová, diciendo: ¡Quién nos diera a comer carne! ¡Ciertamente mejor nos iba en Egipto! Jehová, pues, os dará carne, y comeréis. No comeréis un día, ni dos días, ni cinco días, ni diez días, ni veinte días, sino hasta un mes entero, hasta que os salga por las narices, y la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová que está en medio de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: ¿Para qué salimos acá de Egipto? Entonces dijo Moisés: Seiscientos mil de a pie es el pueblo en medio del cual yo estoy; ¡y tú dices: Les daré carne, y comerán un mes entero! ¿Se degollarán para ellos ovejas y bueyes que les basten? ¿O se juntarán para ellos todos los peces del mar para que tengan abasto? Entonces Jehová respondió a Moisés: ¿Acaso se ha acortado la mano de Jehová? Ahora verás si se cumple mi palabra, o no» (v. 18-23).
En todo esto vemos la obra de ese espíritu de incredulidad que tiende siempre a limitar al Santo de Israel. El Dios Todopoderoso, el Poseedor de los cielos y de la tierra, el Creador de toda la tierra, ¿no podía proporcionar carne a 600.000 hombres? Lamentablemente, en esto fallamos todos. No tomamos posesión de esta verdad: tenemos de nuestra parte al Dios vivo. La fe introduce a Dios en escena y, por lo tanto, ella no conoce dificultad alguna; se ríe de las imposibilidades. A juicio de la fe, Dios es la gran respuesta a todo problema, la gran solución a cada dificultad. Ella lo traslada todo a Dios y, en consecuencia, no le importa que se trate de 600.000 o de 600.000.000; sabe que Dios es plenamente suficiente. Encuentra todos sus recursos en él. La incredulidad dice: ¿Cómo puede suceder eso?, pero la fe tiene una sola y gran respuesta a 10.000 “¿cómo?”, y la respuesta es Dios.
«Y salió Moisés y dijo al pueblo las palabras de Jehová; y reunió a los setenta varones de los ancianos del pueblo, y los hizo estar alrededor del tabernáculo. Entonces Jehová descendió en la nube, y le habló; y tomó del Espíritu que estaba en él, y lo puso en los setenta varones ancianos; y cuando posó sobre ellos el Espíritu, profetizaron, y no cesaron» (v. 24-25).
11.6 - El Espíritu Santo como fuente del ministerio
El verdadero secreto de todo ministerio es el poder espiritual. No es el genio, la inteligencia o la energía del hombre, sino sencillamente el poder del Espíritu de Dios. Esto era verdad en los días de Moisés y lo es aún hoy. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Es conveniente que todos los creyentes lo recuerden siempre. Esto sostendrá su corazón y dará a su servicio una continua eficacia. Un servicio que fluye de una dependencia permanente del Espíritu Santo nunca puede ser estéril. Si un hombre confía en sus propios recursos, pronto estará desprovisto de ellos. Poco importan sus talentos o sus grandes conocimientos; si el Espíritu Santo no es la fuente y el poder de su servicio, este perderá, tarde o temprano, su frescor y su eficacia.
¡Cuán importante es, pues, que todos los que sirven, sea en la predicación del Evangelio o en la Iglesia de Dios, se apoyen continua y exclusivamente en el poder del Espíritu Santo! Él sabe lo que las almas necesitan y puede satisfacer estas necesidades. Pero es preciso confiar en él y pedirle ayuda. No está bien apoyarse parte en uno mismo y parte en el Espíritu de Dios. Si existe la menor confianza en sí mismo, pronto quedará en evidencia. Debemos vaciarnos completamente de lo que pertenece al yo si queremos ser vasos del Espíritu Santo.
Esto no quiere decir que no deba haber una santa diligencia y un ardor en el estudio de la Palabra, en las actividades, pruebas, luchas y distintas dificultades del alma. Al contrario, estamos convencidos de que cuanto más nos apoyemos en el poder del Espíritu Santo, con conocimiento de nuestra nulidad, estudiaremos más cuidadosa y celosamente las Escritures y escudriñaremos nuestra alma. Sería un error fatal valerse de la dependencia del Espíritu Santo como pretexto para descuidar el estudio hecho con oración y meditación. «Ocúpate de estas cosas; permanece en ellas, para que tu progreso sea manifiesto a todos» (1 Tim. 4:15).
Pero, después de todo, se debe recordar siempre que el Espíritu Santo es la fuente inagotable y viviente del servicio. Solo él puede desplegar, en su fuerza y plenitud divinas, los tesoros de la Palabra de Dios y aplicarlos, según su poder celestial, a las actuales necesidades del alma. No se trata de exponer verdades nuevas, sino sencillamente de desarrollar la misma Palabra de Dios, de manera que obre en el estado espiritual y moral del pueblo de Dios. Ese es el verdadero servicio. Un hombre puede hablar 100 veces de la misma porción de la Escritura a las mismas personas, y en cada ocasión puede anunciar a Cristo con una nueva fuerza espiritual. Por otra parte, un hombre puede atormentar su espíritu tratando de descubrir nuevos temas y nuevas maneras de tratar viejos textos, pero a pesar de todo puede suceder que en su predicación no haya ni un átomo de Cristo o de poder espiritual.
Todo esto es cierto para el evangelista, el maestro o el pastor. Un hombre puede ser llamado a predicar el Evangelio en el mismo sitio durante años, y en ocasiones podrá sentirse abrumado por tener que dirigirse al mismo auditorio y hablar sobre el mismo tema del Evangelio semana tras semana, mes tras mes, y año tras año. Puede verse en aprietos para encontrar algo nuevo, fresco o variado. Quizá desee ir a cualquier otro sitio donde los temas que le son familiares sean nuevos para sus oyentes. Lo dicho anteriormente ayudará mucho a hombres así a recordar que Cristo es el único gran tema del evangelista. El Espíritu Santo es el poder para desarrollar ese gran tema, y los pecadores perdidos son los oyentes ante los que debe ser desarrollado. Y Cristo siempre es nuevo; el poder del Espíritu Santo siempre tiene su frescor; la condición y el destino del alma siempre son dignos de interés. Además, el evangelista, cada vez que predica, debe recordar que aquellos a quienes se dirige ignoran realmente el Evangelio, por lo tanto, debe hablarles como si fuera la primera vez que ellos oyen el mensaje y la primera vez que él lo anuncia. En efecto, la predicación del Evangelio, en el divino significado de esta palabra, no es la exposición vana de una simple doctrina evangélica, ni una cierta forma de discursos expuestos según la misma rutina fastidiosa. Lejos de esto, predicar el Evangelio es en realidad manifestar el corazón de Dios, la persona y la obra de Cristo, esto con la energía del Espíritu Santo, inspirada y nutrida por el inagotable tesoro de las Santas Escrituras.
Si todos los predicadores pudiesen tener estas cosas presentes en su pensamiento, poco importaría que hubiese un solo predicador o 70, que hubiese un solo hombre en un mismo sitio durante 50 años, o el mismo hombre en 50 sitios distintos durante 1 año. Así, según nos narra este capítulo, no hubo aumento de poder en el caso de Moisés, sino que el mismo espíritu que él poseía fue derramado sobre los 70 ancianos. Dios puede obrar por medio de un solo hombre tan bien como por 70; y si Dios no obra, 70 no harán más que 1 solo. Es muy importante tener siempre presente a Dios en el alma. Ese es el verdadero secreto del poder y el frescor para el evangelista, el maestro o cualquier otro siervo. Cuando un hombre puede decir: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal. 87:7), no necesita preocuparse con respecto a la esfera de su actividad o a su aptitud para cumplirla. Pero cuando no es así, es perfectamente comprensible que un hombre desee compartir con otros su trabajo y su responsabilidad. Recordemos cómo Moisés, al comienzo del libro del Éxodo, iba temeroso a Egipto, olvidando la simple dependencia de Dios, y cómo dejó en seguida que Aarón lo acompañara. Eso es lo que sucede siempre. Nos agrada lo que es palpable, lo que los ojos pueden ver y las manos tocar. Se nos hace difícil ver a Aquel que es invisible. Y, sin embargo, el apoyo en que deseamos descansar es con frecuencia una «caña cascada» (Mat. 12:20) que nos atravesará la mano. Aarón fue para Moisés una fuente de muchas penas, y aquellos que en nuestro apresuramiento consideramos como seres indispensables, resultan con frecuencia todo lo contrario, un estorbo. ¡Quiera el Señor que aprendamos a apoyarnos en el Dios vivo con un corazón sincero y una confianza inquebrantable!
11.7 - Eldad y Medad
Antes de terminar este capítulo consideraremos, por un momento, la excelente actitud de Moisés en medio de las circunstancias en que él mismo se había colocado. Una cosa es retroceder ante el peso de la responsabilidad y del trabajo, y otra cosa es comportarnos con gracia y humildad con los que son llamados a compartir la carga con nosotros. Las dos cosas son totalmente distintas y a menudo podemos verlo claramente. En la escena que tenemos ante nosotros Moisés muestra esa mansedumbre que lo caracteriza de un modo tan especial.
«Y habían quedado en el campamento dos varones, llamados el uno Eldad y el otro Medad, sobre los cuales también reposó el Espíritu; estaban estos entre los inscritos, pero no habían venido al tabernáculo; y profetizaron en el campamento. Y corrió un joven y dio aviso a Moisés, y dijo: Eldad y Medad profetizan en el campamento. Entonces respondió Josué hijo de Nun, ayudante de Moisés, uno de sus jóvenes, y dijo: Señor mío Moisés, impídelos. Y Moisés le respondió: ¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos» (v. 26-29).
¡Esto es notablemente hermoso! Moisés estaba lejos de tener ese miserable espíritu de envidia que no deja hablar a nadie más que a sí mismo. Se alegraba, por gracia, al ver las manifestaciones del verdadero poder espiritual, vinieran de donde viniesen. Sabía muy bien que esos dos hombres solo podían profetizar realmente por el poder del Espíritu de Dios; así, pues, en cualquier lugar en donde se manifestara ese poder, ¿quién era él para intentar ahogarlo u oponérsele?
¡Qué bueno sería que abundara más este excelente espíritu! ¡Que cada uno de nosotros procure buscarlo! ¡Que podamos tener la gracia de regocijarnos sinceramente por el testimonio y el servicio de otros hijos de Dios, aun cuando no veamos todas las cosas desde el mismo punto de vista que ellos y aunque nuestro método y medida puedan diferir! Nada es más despreciable que ese espíritu mezquino de envidia y celos que no permite a un hombre interesarse en otro trabajo que no sea el suyo propio. Podemos estar seguros de que cuando el Espíritu de Cristo obra en nuestros corazones, logramos salir de nosotros mismos para abrazar, en espíritu, el vasto campo de trabajo de nuestro bendito Maestro y a todos sus amados obreros. Podemos regocijarnos plenamente de que la obra se cumpla, sin importar por medio de quién. Un hombre cuyo corazón está lleno de Cristo podrá decir sinceramente: “Con tal que la obra se haga, es decir, con tal que Cristo sea glorificado, que las almas sean salvas, que el rebaño del Señor sea alimentado, poco me importa saber quién lo hace” (véase Fil. 1:17-18).
Este es el espíritu que hay que cultivar; forma un contraste brillante con la estrechez y el egoísmo que solo pueden alegrarse en un trabajo en el que el «yo» tiene un lugar evidente. Quiera el Señor liberarnos de todo esto y concedernos el estado de ánimo que manifestó Moisés al decir: «¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos» (v. 29).
11.8 - El juicio de la codicia
En el último párrafo de nuestro capítulo vemos al pueblo entregado al miserable y fatal goce de las cosas por las que sus corazones habían sido presa de la codicia. «Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15). Obtuvieron lo que tan ardientemente habían deseado, pero en ello encontraron la muerte. Quisieron carne, y con ella vino el juicio de Dios. Esto es muy solemne. ¡Tengamos en cuenta esa advertencia! El pobre corazón está lleno de vanos deseos y de odiosas codicias. El maná celestial no le satisface. Necesita otra cosa. Dios permite que la tengamos; pero entonces nos sobrevienen debilitamiento, esterilidad, muerte y juicio. ¡Oh, Señor!, guarda nuestros corazones unidos solo a ti en todo tiempo! ¡Sé siempre la porción suficiente a nuestras almas mientras atravesamos este desierto hasta que veamos tu gloriosa faz!
12 - Capítulo 12: María y Aarón hablan en contra de Moisés
Esta breve porción de nuestro libro puede ser considerada desde dos puntos de vista: en primer lugar, el simbólico o de dispensación, y luego el moral o práctico.
En la unión de Moisés con una «mujer cusita» tenemos una figura del grande y maravilloso misterio de la unión de la Iglesia con Cristo, su Cabeza. Ese tema ya ha sido considerado en el estudio del capítulo 4 del libro del Éxodo, pero aquí nos está presentado bajo un aspecto particular, como lo que provoca las murmuraciones de Aarón y María contra su hermano. Los actos soberanos de la gracia provocan la oposición de los que permanecen en el terreno de las relaciones naturales y de los privilegios carnales. Sabemos, según nos lo enseña el Nuevo Testamento, que la extensión de la gracia a los gentiles provocó el odio más cruel de los judíos. Ellos no querían esa extensión, no creían en ella; no querían ni siquiera que se hablara de ella. El capítulo 11 de la Epístola a los Romanos hace una notable alusión a esto cuando el apóstol dice al hablar de los gentiles: «Porque como vosotros en otro tiempo fuisteis desobedientes a Dios, mas ahora obtuvisteis misericordia por la desobediencia de estos, así también estos son ahora desobedientes, para que por la misericordia que a vosotros se os concedió, ellos también alcancen la misericordia» (v. 30-31).
Esto es precisamente lo que nos está presentado como tipo en la historia de Moisés. Él se ofreció primeramente a Israel, sus hermanos según la carne; pero ellos lo rechazaron debido a su incredulidad (Éx. 2:13-15). Lo echaron lejos y no lo quisieron más. Esto vino a ser, según la soberanía de Dios, ocasión para manifestar misericordia hacia la extranjera, pues fue durante el período del rechazo de Moisés cuando se formó esa unión con una mujer pagana, unión en contra de la cual María y Aarón hablan en el capítulo que nos ocupa. Su oposición atrajo el castigo de Dios sobre ellos. María se volvió leprosa, una pobre mujer contaminada, objeto de la compasión y de la intercesión de aquel en contra de quien ella había hablado.
El tipo es completo y muy notable. Los judíos no creyeron en la gloriosa verdad de la misericordia dada a los gentiles, y por esta causa la ira cayó sobre ellos. Pero más tarde serán vueltos a Dios por la simple misericordia, de igual modo que los gentiles. Eso era muy humillante para los que procuraban permanecer en el plano de la promesa y de los privilegios nacionales; pero es así según la sabiduría de Dios, sabiduría cuyo recuerdo hace pronunciar al apóstol inspirado este magnífico cántico de alabanza: «¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, y será recompensado? Porque de él, y por medio de él, y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén» (Rom. 11:33-36).
Después de ver el sentido simbólico de nuestro capítulo, veamos ahora su lado moral y práctico. «María y Aarón hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que había tomado; porque él había tomado mujer cusita. Y dijeron: ¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros? Y lo oyó Jehová. Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra. Luego dijo Jehová a Moisés, a Aarón y a María: Salid vosotros tres al tabernáculo de reunión. Y salieron ellos tres. Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y se puso a la puerta del tabernáculo, y llamó a Aarón y a María; y salieron ambos. Y él les dijo: Oíd ahora mis palabras: Cuando haya entre vosotros profeta de Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él. No así a mi siervo Moisés, que es fiel en toda mi casa. Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová. ¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés? Entonces la ira de Jehová se encendió contra ellos; y se fue. Y la nube se apartó del tabernáculo, y he aquí que María estaba leprosa como la nieve; y miró Aarón a María, y he aquí que estaba leprosa» (v. 1-10).
12.1 - El honor debido al siervo de Dios
Es muy grave hablar contra un siervo de Dios. Podemos estar seguros de que tarde o temprano Dios castigará ese proceder. En el caso de María, el castigo divino cayó inmediatamente y de modo solemne. Era una falta grave, una clara rebelión hablar en contra del que Dios había elevado de una manera tan notable, a quien había encargado una misión divina y quien, además, en el asunto del que Aarón y María se quejaban, había obrado en perfecta armonía con los consejos de Dios, proporcionando un tipo de ese glorioso misterio oculto en Sus pensamientos eternos, es decir, la unión de Cristo y la Iglesia. Pero en todos los casos es un error hablar con ligereza en contra de los siervos de Dios, aun de los más débiles y humildes. Si el siervo obra mal, si está en el error, si ha fallado en algo, el Señor mismo lo juzgará; pero que sus hermanos sean prudentes en tal caso, por temor a ser hallados, como María, actuando en perjuicio suyo.
A veces da miedo oír la manera en que algunas personas se permiten hablar o escribir en contra de los siervos de Cristo. Estos pueden, ciertamente, dar motivo para ello; pueden haberse equivocado o mostrado una disposición y un espíritu malos; sin embargo, es un gran pecado contra Cristo hablar mal de sus queridos siervos (Hebr. 13:17). Deberíamos sentir la importancia y solemnidad de estas palabras: «¿Por qué, pues, no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?» (v. 8).
Que Dios en su gracia nos guarde de este triste mal. Velemos para no caer en esto que le ofende, para no hablar mal de sus amados. No hay un solo miembro del pueblo de Dios en el que no podamos hallar algo bueno, con tal que lo busquemos sin prejuicios. No nos ocupemos más que del bien, mantengámonos en él y procuremos reforzarlo y desarrollarlo de todas las maneras posibles. Si no hemos podido discernir el bien en nuestro hermano y compañero de servicio, si no hemos descubierto en él más que rarezas, si no hemos logrado encontrar la chispa de vida entre las cenizas, la piedra preciosa en medio de las impurezas, y si no hemos visto en él más que lo que es de la naturaleza carnal, entonces extendamos delicada y caritativamente el velo del silencio sobre nuestro hermano y hablemos de él solo ante el trono de la gracia. Así también, cuando estemos en compañía de quienes tienen la mala costumbre de hablar en contra del pueblo del Señor, si no podemos cambiar el curso de la conversación, levantémonos y vayámonos; así damos testimonio contra lo que es aborrecible para Cristo. Nunca nos sentemos junto al difamador para escucharle. Podemos estar seguros de que está haciendo la obra del diablo e infligiendo un claro daño por lo menos a 3 personas: a sí mismo, a su oyente y al sujeto a quien censura.
Hay algo muy hermoso en cómo se condujo Moisés en la escena que tenemos ante nosotros. Se comportó verdaderamente como un hombre manso, no solamente en el caso de Eldad y Medad, sino también en el más delicado asunto de Aarón y María. En el primero, en vez de estar celoso de los que habían sido llamados a compartir su dignidad y su responsabilidad, se alegró de su trabajo y deseó que todo el pueblo de Dios poseyera el mismo sagrado privilegio. En el segundo caso, en vez de manifestar resentimiento contra sus hermanos, estuvo dispuesto a asumir el papel de intercesor: «Y dijo Aarón a Moisés: ¡Ah! señor mío, no pongas ahora sobre nosotros este pecado; porque locamente hemos actuado, y hemos pecado. No quede ella ahora como el que nace muerto, que al salir del vientre de su madre, tiene ya medio consumida su carne. Entonces Moisés clamó a Jehová, diciendo: Te ruego, oh Dios, que la sanes ahora» (v. 11-13).
12.2 - La intercesión de Moisés
Aquí Moisés estaba lleno del Espíritu de su Señor y rogó por los que hablaron con tan poco respeto contra él. Esta era la victoria de un hombre manso, el triunfo de la gracia. Un hombre que conoce su verdadero lugar ante Dios puede elevarse por encima de las murmuraciones, y solo se aflige por los que las pronuncian. Puede perdonarlos. No es susceptible, orgulloso ni obstinado, tampoco se preocupa por sí mismo. Sabe que nadie podrá colocarlo por debajo del concepto que Dios tiene de él y, por lo tanto, si alguien habla en su contra, puede agachar la cabeza con mansedumbre y continuar su camino poniéndose a sí mismo y a su causa en manos de Aquel que juzga rectamente y recompensa equitativamente a cada uno según sus obras.
Así es la verdadera dignidad del siervo del Señor. Quiera Dios que podamos comprenderla mejor; de esta manera no estaremos tan dispuestos a enojarnos cuando alguien hable con desprecio de nosotros y de nuestra obra; al contrario, podremos orar en favor de nuestros enemigos y atraer así la bendición sobre ellos y sobre nuestras almas.
Las últimas líneas de este capítulo confirman la apreciación simbólica que hemos creído conveniente sugerir. «Respondió Jehová a Moisés: Pues si su padre hubiera escupido en su rostro, ¿no se avergonzaría por siete días? Sea echada fuera del campamento por siete días, y después volverá a la congregación. Así María fue echada del campamento siete días; y el pueblo no pasó adelante hasta que se reunió María con ellos. Después el pueblo partió de Hazerot, y acamparon en el desierto de Parán» (v. 14-16). María, echada fuera del campamento, puede ser considerada como figura de la actual situación de Israel, que está puesto a un lado a causa de su implacable oposición al pensamiento divino de misericordia hacia los gentiles. Pero cuando hayan transcurrido los «siete días», Israel será vuelto al terreno de la gracia soberana ejercida a su favor por la intercesión de Cristo.
13 - Capítulo 13: El reconocimiento de la tierra de Canaán por los 12 espías
«Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Envía tú hombres que reconozcan la tierra de Canaán, la cual yo doy a los hijos de Israel; de cada tribu de sus padres enviaréis un varón, cada uno príncipe entre ellos. Y Moisés los envió desde el desierto de Parán, conforme a la palabra de Jehová» (v. 1-3).
Para comprender perfectamente este mandamiento, debemos compararlo con un pasaje de Deuteronomio en el que Moisés, repasando los hechos de la maravillosa historia de Israel en el desierto, les recuerda esta circunstancia llena de importancia e interés: «Y salidos de Horeb, anduvimos todo aquel grande y terrible desierto que habéis visto, por el camino del monte del amorreo, como Jehová nuestro Dios nos lo mandó; y llegamos hasta Cades-barnea. Entonces os dije: Habéis llegado al monte del amorreo, el cual Jehová nuestro Dios nos da. Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra; sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes. Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos de llegar» (Deut. 1:19-22).
Así que aquí tenemos el origen moral del hecho expuesto en Números 13:3. Es evidente que Jehová dio la orden respecto a los espías a causa de la condición moral del pueblo. Si hubieran sido guiados por la fe, hubiesen obrado de acuerdo con las poderosas palabras de Moisés: «Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra, sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes» (Deut. 1:21). No hay una sola palabra acerca de espías en este magnífico pasaje. ¿Acaso la fe necesita espías, cuando tiene la Palabra y la presencia del Dios vivo? Si Jehová les había dado un país, valía la pena tomar posesión de él. ¿Y no lo había dado él? Sí, verdaderamente; y no solo eso, también había dado testimonio de la naturaleza y el carácter de aquel país con estas magníficas palabras: «Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre» (Deut. 8:7-9).
¿No debía bastar a Israel todo esto? ¿No debían estar satisfechos con el testimonio de Dios? ¿No había él examinado el país por ellos? Y todo cuanto Jehová les había dicho ¿no era suficiente? ¿Para qué enviar hombres a reconocer el país? ¿Había acaso un solo sitio? «Desde Dan hasta Beerseba» del cual Dios no tuviera conocimiento. En sus consejos eternos, ¿no había escogido este país para la simiente de Abraham, su amigo, y no se lo había destinado? ¿No conocía todas sus dificultades? ¿Y no podía vencerlas? ¿Por qué, pues, vinieron todos y dijeron?: «Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir» (Deut. 1:22).
Estas preguntas se dirigen precisamente a nuestros corazones. Ellas revelan y ponen de manifiesto el estado en que nos encontramos. No nos corresponde criticar fríamente los caminos de Israel en el desierto, ni señalar aquí un error o allá una caída. Debemos considerar todas estas cosas como símbolos para nuestra instrucción. Son como faros que una mano amiga y fiel levantó para nosotros, a fin de apartarnos de los peligrosos bajíos, de las arenas movedizas y de los escollos que se encuentran a lo largo de nuestra travesía y que amenazan nuestra seguridad. Tal es la verdadera manera de leer cada página de la historia de Israel, si queremos recoger el fruto que nuestro Dios nos ha destinado al escribirla.
Pero quizás el lector esté dispuesto a preguntar: “¿Dios no había ordenado expresamente a Moisés que mandara espías? ¿Cómo podía, pues, ser malo por parte de Israel mandarlos?”. Es cierto que en Números 13 Jehová mandó a Moisés que enviara espías, pero esto era una consecuencia del estado moral del pueblo, como lo demuestra el capítulo 1 de Deuteronomio. No comprenderíamos el primer pasaje a menos que lo leamos a la luz del segundo. Vemos claramente, por Deuteronomio 1:22, que la idea de mandar espías había nacido en el corazón de Israel. Dios vio su condición moral y dio un mandamiento que estaba en perfecta armonía con esa condición.
Si el lector quiere remitirse a las primeras páginas del primer libro de Samuel, encontrará allí algo semejante cuando se trató de la elección de un rey. Dios ordenó a Samuel que atendiera a la voz del pueblo y le diera un rey (1 Sam. 8:22). ¿Aprobaba Dios los designios de ellos? Claro que no; al contrario, declaró sin rodeos que eso equivalía a un rechazo abierto hacia él. ¿Por qué, pues, ordenó a Samuel que eligiera un rey? La orden fue dada por causa de la condición de Israel. Estaban cansados de depender de un brazo invisible y suspiraban por un brazo de carne. Deseaban parecerse a las naciones que los rodeaban y tener un rey que saliese delante de ellos e hiciese la guerra por ellos. Pues bien, Dios les concedió su demanda y muy pronto tuvieron que comprobar la locura de su deseo. Su rey fracasó rotundamente y se vieron obligados a aprender que era una amarga locura abandonar al Dios vivo para apoyarse en una persona de su propia elección.
Lo mismo sucede en el caso de los espías. No cabe duda de que la decisión de enviar espías fue fruto de la incredulidad. Un corazón sencillo y confiado en Dios jamás hubiera pensado algo así. ¿Hemos de enviar a pobres mortales a inspeccionar un país que Dios nos ha dado en su gracia, que nos ha descrito tan plena y fielmente? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Digamos más bien: “Basta, el país es el don de Dios y como tal debe ser bueno. Su palabra nos basta; no necesitamos espías; no buscamos testimonio humano para confirmar la palabra del Dios vivo. Él ha dado, ha hablado, y esto nos basta”.
Pero, lamentablemente, los hijos de Israel no estaban en condiciones de emplear ese lenguaje. Ellos querían enviar espías. Tenían necesidad de ellos; su corazón los demandaba; este deseo descansaba en las profundidades de su alma; Jehová lo sabía y por eso dio una orden en relación directa con el estado moral del pueblo.
Quizás el lector encuentre difícil juzgar acerca de la verdadera naturaleza y origen moral del acto de mandar los espías si atiende al hecho de que ese envío fue finalmente conforme al mandamiento de Jehová. Pero nunca debemos olvidar que el hecho de que Dios mande algo no prueba que el pueblo tenga razón para pedirlo. La concesión de la ley en el monte Sinaí, el envío de los espías y la designación de un rey son pruebas de ello. No hay duda de que Dios permitía todas estas cosas para su gloria y para bendición final del hombre; pero incluso así, todo el mandamiento no puede considerarse como la auténtica expresión del corazón de Dios. El establecimiento de un rey era un claro rechazo a Dios mismo; del envío de los espías a la tierra prometida, podemos decir que prueba con toda evidencia que el corazón de Israel no estaba satisfecho con Jehová. Todo era fruto de su debilidad e incredulidad, aunque con el consentimiento de Dios por causa del estado de ellos, y dirigido por él en su infinita bondad e infalible sabiduría para el desarrollo de sus planes y el despliegue de su gloria. Todo esto quedará más claro conforme vayamos continuando con el relato.
«Los envió, pues, Moisés a reconocer la tierra de Canaán, diciéndoles: Subid de aquí al Neguev, y subid al monte, y observad la tierra cómo es, y el pueblo que la habita, si es fuerte o débil, si poco o numeroso; cómo es la tierra habitada, si es buena o mala; y cómo son las ciudades habitadas, si son campamentos o plazas fortificadas; y cómo es el terreno, si es fértil o estéril, si en él hay árboles o no; y esforzaos, y tomad del fruto del país. Y era el tiempo de las primeras uvas. Y ellos subieron, y reconocieron la tierra desde el desierto de Zin hasta Rehob, entrando en Hamat. Y subieron al Neguev y vinieron hasta Hebrón; y allí estaban Ahimán, Sesai y Talmai, hijos de Anac. Hebrón fue edificada siete años antes de Zoán en Egipto. Y llegaron hasta el arroyo de Escol, y de allí cortaron un sarmiento con un racimo de uvas, el cual trajeron dos en un palo, y de las granadas y de los higos. Y se llamó aquel lugar el Valle de Escol, por el racimo que cortaron de allí los hijos de Israel. Y volvieron de reconocer la tierra al fin de cuarenta días. Y anduvieron y vinieron a Moisés y a Aarón, y a toda la congregación de los hijos de Israel, en el desierto de Parán, en Cades, y dieron la información a ellos y a toda la congregación, y les mostraron el fruto de la tierra. Y les contaron, diciendo: Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella» (v. 17-27).
Esto era la confirmación más completa de cuanto Jehová había dicho sobre el país, el testimonio de 12 hombres en cuanto al hecho de que en el país fluía leche y miel, el testimonio de sus propios sentidos en cuanto a la naturaleza del fruto del país. Además, estaba el hecho elocuente de que 12 hombres habían estado realmente en el país, que habían empleado 40 días en recorrerlo, que habían bebido de sus fuentes y comido de sus frutos. ¿Cuál debía ser, a juicio de la fe, la conclusión evidente que se debía sacar de tal hecho? Sencillamente que la misma mano que había conducido a 12 hombres por aquel país podía introducir en él a toda la congregación de Israel.
13.1 - La duda en cuanto a las promesas divinas
Pero, lamentablemente, el pueblo no estaba gobernado por la fe, sino por la triste y abrumadora incredulidad. Los mismos espías, los hombres que habían sido enviados para tranquilizar y convencer al pueblo, todos, salvo 2 brillantes excepciones, estaban bajo la influencia de la incredulidad que deshonra a Dios. El proyecto fue un fracaso y no hizo más que poner de manifiesto el verdadero estado del corazón del pueblo. La incredulidad dominaba. El testimonio era bastante claro: «Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella» (v. 27). Nada faltaba de lo que Dios había dicho. El país era tal como él lo había descrito; los mismos espías eran testigos de ello, pero escuchemos lo siguiente: «Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac» (v. 28).
En cuanto el hombre entra en juego y la incredulidad actúa, se puede estar seguro de encontrar siempre un «pero». Los espías incrédulos vieron las dificultades: ciudades grandes, murallas altas, gigantes. Observaron todas estas cosas, pero no vieron a Jehová. Se fijaron en las cosas visibles más bien que en las invisibles. Sus ojos no se posaron en Aquel que es invisible. Sin duda las ciudades eran grandes, pero Dios es más grande; las murallas eran altas, pero Dios es más alto; los gigantes eran fuertes, pero Dios es más fuerte.
Así razona siempre la fe. Ella va desde Dios a las dificultades, empieza por él. La incredulidad, al contrario, parte de las dificultades para ir a Dios. En esto consiste toda la diferencia. No quiere decir que debamos mostrarnos insensibles a las dificultades o estar despreocupados. Ni la insensibilidad ni la indiferencia son de la fe. Hay personas indolentes que parecen pasar a través de la vida según el principio de tomar las cosas por su lado bueno. Eso no es fe. La fe mira las dificultades de frente; se da cuenta perfectamente del lado penoso de las cosas; no es ignorante, indiferente, ni descuidada. La fe introduce al Dios vivo en todo asunto. Lo mira a él y se apoya en él, para ella todo proviene de él. En esto radica el gran secreto de su poder. Posee la convicción de que para el Dios Todopoderoso jamás habrá una muralla demasiado alta, una ciudad demasiado grande o un gigante demasiado fuerte. En pocas palabras, la fe es lo único que da a Dios su verdadero lugar; por eso es lo único que levanta el alma por encima de las influencias exteriores de cualquier naturaleza. Esta era la preciosa decisión que expresó Caleb cuando dijo: «Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos» (v. 30).
Así se expresa la verdadera fe que glorifica a Dios, sin inquietarse por las cosas exteriores. Pero, desafortunadamente, la mayoría de los espías estaban compenetrados con la misma incredulidad de los hombres que los habían enviado; por eso Caleb fue reducido a silencio por los 10 incrédulos restantes. «Mas los varones que subieron con él, dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo; porque es más fuerte que nosotros» (v. 31). El lenguaje de la incredulidad era completamente opuesto al de la fe. Esta, mirando a Dios, decía: «Más podremos nosotros que ellos». Aquella, mirando las dificultades, decía: «Este pueblo es más fuerte que nosotros». Tal como sucedió entonces, sucede aún ahora. Los ojos de la fe, siempre guardados por Dios, no ven las dificultades. Los ojos de la incredulidad están llenos de cosas exteriores, por lo tanto, no disciernen a Dios. La fe introduce a Dios y, en consecuencia, todo es luminoso y fácil. La incredulidad excluye a Dios, y entonces, todo se vuelve sombrío y difícil.
«Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos» (v. 32-33). Ni una palabra sobre Dios, estaba enteramente olvidado. Si hubiesen pensado en él, si hubiesen comparado a Dios con los gigantes, poco hubiera importado que ellos fuesen «como langostas», pero, de hecho, por su vergonzosa incredulidad rebajaron al Dios de Israel al nivel de una langosta.
Es muy notable que, cuando la incredulidad actúa, se caracteriza siempre por el hecho de que excluye a Dios. Esto es verdad en todas las edades, lugares y circunstancias; no hay excepción. La incredulidad puede tener en cuenta los hechos humanos, puede razonar al respecto y sacar conclusiones, pero excluye a Dios en todos sus argumentos. Introduzca a Dios y todos los razonamientos de la incredulidad se desplomarán a sus pies. Así, en la escena que se nos describe, ¿cuál es la respuesta de la fe a las objeciones expuestas por esos 10 incrédulos? La única sencilla, satisfactoria y que no admite réplica: Dios.
Lector, ¿conoce algo de la fuerza y del valor de esta bendita respuesta? ¿Conoce a Dios? ¿Llena él su alma? ¿Es esta la respuesta a todas sus preguntas, la solución a todas sus dificultades? ¿Conoce la realidad de un andar diario con el Dios vivo? ¿Conoce el poder tranquilizador que existe en apoyarse en Dios a través de todos los cambios y las situaciones de esta corta vida? Si no es así, permítanos invitarle a no continuar una hora más en ese estado. El camino está abierto. Dios se ha revelado en la persona de Jesucristo como el socorro, el recurso y el refugio de toda alma necesitada. Mírele ahora mismo, mientras puede ser hallado; llámelo en tanto que está cercano (Is. 55:6). «Todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo» (Hec. 2:21). «El que cree en él, no será avergonzado» (Rom. 9:33).
Pero si usted, por la gracia, conoce a Dios como Salvador y como Padre, procure glorificarlo en todos los actos de su vida con una confianza infantil y absoluta. Que en toda ocasión él sea su refugio. Así, a pesar de las dificultades, su alma será guardada en perfecta paz.
14 - Capítulo 14: La incredulidad
Entonces toda la congregación gritó, y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche» (v. 1). ¿Nos asombra esto? ¿Qué podía esperarse de un pueblo que no veía más que gigantes, murallas y grandes ciudades? ¿Qué podía resultar, sino lágrimas y suspiros, del estado de un pueblo cuyos integrantes se veían a sí mismos «como langostas» en presencia de las grandes dificultades, sin ninguna conciencia del poder divino que podía y quería darles la victoria? Toda la congregación estaba abandonada al imperio de la incredulidad. Estaba rodeada por las sombrías y heladas nubes de la incredulidad. Dios quedaba excluido. No había un solo rayo de luz para iluminar las tinieblas en que ellos mismos se habían envuelto. Estaban ocupados en sí mismos y en sus dificultades, en vez de estarlo en Dios y en sus recursos. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino llorar y lamentarse?
Qué contraste entre esto y lo que leemos al comienzo del capítulo 15 del Éxodo. Allí sus ojos estaban fijos en Jehová y, por lo tanto, podían entonar el cántico de la victoria: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada. Lo oirán los pueblos, y temblarán; se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán. Caiga sobre ellos temblor y espanto» (v. 13-16). En vez de esto fue Israel el que tembló y de quien se apoderó el dolor. El dolor, el temblor y el espanto se apoderaron de Israel en vez de caer sobre sus enemigos. ¿Y por qué? Porque Aquel que atraía sus miradas en Éxodo 15 había sido excluido en Números 14. Ahí está toda la diferencia. En un caso, la fe lleva la ventaja; en el otro, la incredulidad se impone.
«A la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste. Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado. Jehová reinará eternamente y para siempre» (v. 16-18). ¡Qué contraste hay entre estas voces de triunfo y los gritos y lamentos de incredulidad en Números 14! En el capítulo 15 del Éxodo no hay ni una palabra acerca de los hijos de Anac, a las murallas ni a las langostas. Solo se habla de Jehová, de su diestra, de su brazo poderoso, de su fuerza, de su heredad, de su habitación, de sus proezas en favor de su pueblo rescatado. ¿Se hace referencia a los habitantes de Canaán? Sí, pero se les ve de duelo, temblando, turbados y espantados.
Cuando volvemos al capítulo 14 de Números, lamentablemente todo aparece al revés. Los hijos de Anac son puestos por delante. Las altas murallas, las ciudades de gigantes con amenazadores baluartes llenan de temor al pueblo; pero no oímos una sola palabra referente al Todopoderoso Libertador. Por un lado, las dificultades, por otro las langostas, y uno se pregunta: “¿Cómo es posible que los que entonaron el cántico de triunfo a orillas del mar Rojo se hayan convertido en los cobardes incrédulos de Cades?”.
Pero lamentablemente fue así; y esto nos da una seria y santa lección. Al atravesar las escenas de este desierto debemos recordar continuamente que todas estas cosas le acontecían a Israel como figuras, y que «fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11). Y ¿no somos nosotros, igual que Israel, propensos a mirar las dificultades que nos rodean, en vez de contemplar al Amado que ha emprendido la tarea de hacérnoslas atravesar para conducirnos sanos y salvos a su reino eterno? ¿Por qué nos abatimos tan fácilmente? ¿Por qué nos lamentamos? ¿Por qué pronunciamos palabras de descontento e impaciencia más bien que cánticos de alabanza y agradecimiento? Sencillamente porque toleramos que las circunstancias nos velen a Dios, en vez de tenerlo por perfecto objeto de nuestros corazones.
Y preguntamos, además, ¿por qué no nos afirmamos en nuestra posición de hombres celestiales? ¿Por qué no tomamos posesión de lo que nos pertenece como cristianos, de la herencia espiritual y celestial que Cristo ha adquirido para nosotros y en la cual él ha entrado como nuestro precursor? Una sola palabra define este obstáculo: ¡incredulidad!
La Palabra inspirada declara acerca de Israel que «no pudieron entrar (en Canaán) a causa de su incredulidad» (Hebr. 3:19). Así ocurre con nosotros. Debido a nuestra incredulidad no podemos entrar en nuestra herencia celestial, es decir, no podemos tomar posesión, en la práctica, de nuestra real porción. No podemos avanzar día a día como un pueblo celestial que no tiene ningún sitio, ningún nombre, ninguna porción en la tierra, que nada tiene que ver con el mundo, sino el atravesarlo como extranjeros y peregrinos que siguen las huellas de Aquel que nos precedió y que ha ocupado ya su lugar en los cielos. Como la fe tiene poca energía en nosotros, las cosas visibles tienen mayor poder en nuestros corazones que aquellas que no se ven. ¡Que el Espíritu Santo quiera fortalecer nuestra fe, comunicar energía a nuestras almas y guiarnos en todo para que se nos vea no solo hablando del cielo, sino viviendo la vida del cielo, para alabanza de Aquel que nos ha llamado a ello por su gracia infinita!
«Y se quejaron contra Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos! ¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto? Y decían el uno al otro: Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto» (v. 2-4).
Hay 2 tristes facetas de incredulidad que se muestran en la historia de Israel en el desierto: una en Horeb y otra en Cades. En Horeb hicieron un becerro y dijeron: «Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto» (Éx. 32:4). En Cades propusieron nombrar un jefe para volver a Egipto. En Horeb es la superstición de la incredulidad, en Cades es la voluntaria independencia de la incredulidad; y no debemos asombrarnos de que los que habían pensado que un becerro los había sacado de Egipto quisieran nombrar un capitán para conducirlos de nuevo allí.
La pobre inteligencia humana está empujada, como una pelota, de uno a otro de esos dolorosos males. No hay más recurso que el que la fe encuentra en el Dios vivo. En el caso de Israel, Dios fue perdido de vista. No quedaba sino el becerro o un capitán; esto es, la muerte en el desierto o el regreso a Egipto. Caleb constituye un brillante contraste con todo esto. Para él no había muerte en el desierto ni retorno a Egipto, sino una amplia entrada a la tierra prometida, al amparo del impenetrable escudo de Jehová (cap. 13:31).
14.1 - Josué y Caleb
«Y Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone, que eran de los que habían reconocido la tierra, rompieron sus vestidos, y hablaron a toda la congregación de los hijos de Israel, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis. Entonces toda la multitud habló de apedrearlos» (v. 6-10).
Y ¿por qué querían apedrearlos, por haber mentido, por haber proferido blasfemias o por haber hecho algún mal? No; era por haber dado testimonio de la verdad con valentía. Habían sido enviados a reconocer el país y presentar un informe exacto del mismo. Así lo habían hecho y por esta causa «toda la multitud habló de apedrearlos». El pueblo no amaba la verdad, como tampoco hoy es amada. La verdad nunca es popular, no hay sitio para ella ni en este mundo ni en el corazón humano. La mentira y el error, en todas sus formas, serán fácilmente aceptados; pero la verdad no.
Josué y Caleb, en su tiempo, experimentaron lo que les espera a todos los verdaderos testigos de Dios en cada época, esto es, la oposición y el odio de sus semejantes. 600.000 voces se levantaron contra los 2 hombres que creían en Dios y decían la verdad. Esto siempre ha sido y seguirá siendo así, hasta el momento glorioso en que «la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar» (Is. 11:9).
¡Cuán importante es poder dar, como Josué y Caleb, un testimonio claro, firme y completo de la verdad de Dios, y sostener esta verdad en cuanto a la herencia y porción de los santos! Existe una gran tendencia a corromper la verdad, a reducirla, a abandonarla, a rebajarla. De ahí la urgente necesidad de poseer, en nuestra alma, la autoridad divina de la verdad, y poder repetir, aunque en pequeña medida: «Lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos» (Juan 3:11). Josué y Caleb no solo habían visto el país, sino que lo habían recorrido con Dios. Lo habían examinado desde el punto de vista de la fe. Sabían que el país les pertenecía según el designio de Dios; ¡era digno de ser poseído ya que era un don suyo y lo poseerían por su poder. Eran hombres llenos de fe, de coraje y de poder.
¡Eran hombres bienaventurados! Vivían en la luz de la presencia divina, mientras que toda la congregación estaba envuelta en las profundas tinieblas de su incredulidad. ¡Qué contraste! He aquí la diferencia que existe incluso entre los hijos de Dios. Siempre encontramos personas de las que no puede dudarse que son hijos de Dios, pero que, con todo, no pueden elevarse a la altura de la revelación divina en cuanto a su posición y porción como santos de Dios. Están llenos de dudas y temores, rodeados de bruma, y viendo siempre el lado sombrío de las cosas. Son almas que se miran a sí mismas, a sus circunstancias y a sus dificultades. Nunca tienen paz, ni son felices; jamás pueden mostrar la confianza gozosa y el valor que corresponden al cristiano y que glorifican a Dios.
Todo ello es verdaderamente deplorable y no debería suceder; podemos estar seguros de que hay un grave defecto, algo radicalmente malo. El cristiano siempre debería estar tranquilo y feliz; siempre dispuesto, pase lo que pase, a alabar a Dios. Sus gozos no provienen de él mismo o de la escena que atraviesa, sino que manan del Dios vivo y están fuera del alcance de toda influencia terrenal. Él puede decir: ¡Dios mío, fuente de todos mis gozos! Ese es el dulce privilegio del más sencillo hijo de Dios. Pero fallamos tristemente en esto. Apartamos nuestras miradas de Dios para fijarlas en nosotros mismos, en nuestras penas y dificultades, o en las cosas exteriores; entonces todo se vuelve tinieblas y descontento, quejas y lamentos. Esto no es cristianismo. Es incredulidad, una incredulidad sombría y mortal que deshonra a Dios y abate el corazón. «Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim. 1:7). Este es el lenguaje de un Caleb verdaderamente espiritual, lenguaje dirigido a Aquel cuyo corazón sentía el peso de las dificultades y de los peligros por los que los suyos estaban rodeados. El Espíritu de Dios llena el alma del verdadero creyente de una santa audacia. Le da una altura moral por encima de la atmósfera fría y tenebrosa que lo rodea, y eleva su alma a la deslumbradora claridad de la región en la que las tormentas nunca se desencadenan.
14.2 - Moisés y la gloria de Jehová
«Pero la gloria de Jehová se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel, y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los destruiré, y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos» (v. 10-12).
¡Qué momento en la vida de Moisés! La naturaleza carnal podía considerar esto como su única ocasión. Jamás, ni antes ni después, hemos visto a un hombre tener ante sí semejante puerta abierta. El enemigo y su propio corazón podían decir: “Este es el momento favorable para ti. Se te ofrece ser el jefe y fundador de una nación grande y poderosa, es una oferta que te hace el mismo Dios. Tú no la has buscado, la ha puesto el Dios vivo, y rechazarla, sería el colmo de la locura”. Pero Moisés no era egoísta. Estaba demasiado compenetrado del Espíritu de Cristo para pretender ser algo. No tenía ambición profana ni aspiraciones personales. No deseaba más que la gloria de Dios y el bien de su pueblo; para alcanzar este fin estaba dispuesto, por gracia, a sacrificarse tanto a sí mismo como a sus intereses. Oiga su admirable respuesta. En vez de aceptar la promesa contenida en las palabras: «Y a ti te pondré sobre gente más grande y más fuerte que ellos», en vez de aprovechar codiciosamente la ocasión de poner los fundamentos de su renombre y fortuna personal, puso todo esto a un lado y respondió con el tono del más noble desinterés: «Pero Moisés respondió a Jehová: Lo oirán luego los egipcios, porque de en medio de ellos sacaste a este pueblo con tu poder; y lo dirán a los habitantes de esta tierra, los cuales han oído que tú, oh Jehová, estabas en medio de este pueblo, que cara a cara aparecías tú, oh Jehová, y que tu nube estaba sobre ellos, y que de día ibas delante de ellos en columna de nube, y de noche en columna de fuego; y que has hecho morir a este pueblo como a un solo hombre; y las gentes que hubieren oído tu fama hablarán, diciendo: Por cuanto no pudo Jehová meter este pueblo en la tierra de la cual les había jurado, los mató en el desierto» (v. 13-16).
Moisés se colocó aquí en la posición más elevada. Estaba ocupado exclusivamente de la gloria de Jehová. No podía tolerar la idea de que el brillo de esta gloria se empañara a la vista de las naciones de los incircuncisos. ¿Qué importaba que él se convirtiera en un jefe o un fundador? ¿Qué importaba que en el futuro millones de hombres lo consideraran su ilustre antepasado, si toda esta gloria y grandeza personales debían ser adquiridas por el sacrificio de un solo rayo de la gloria divina? ¡Lejos de él semejante pensamiento! ¡Que el nombre de Moisés quedara borrado para siempre! Lo había dicho en los días del becerro de oro y lo repetía ahora que querían nombrar un jefe para regresar a Egipto. Ante la superstición y la rebeldía de una nación incrédula, el corazón de Moisés solo latía por la gloria de Dios; ella debía ser guardada a cualquier precio. Sucediera lo que sucediese o costara lo que costase, la gloria de Dios debía ser mantenida. El pensamiento de verse engrandecido a expensas de Jehová era del todo insoportable para este bienaventurado hombre de Dios. No podía tolerar que el nombre que él amaba tanto fuera blasfemado entre las naciones, o que se dijese: «No pudo Jehová».
Pero aún había más en el corazón de Moisés: pensaba en el pueblo, lo amaba y se preocupaba por él. Sin duda la gloria de Dios estaba en primer término, pero también estaba el bien de Israel. «Ahora, pues», añade Moisés, «yo te ruego que sea magnificado el poder del Señor, como lo hablaste, diciendo: Jehová, tardo para la ira y grande en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebelión, aunque de ningún modo tendrá por inocente al culpable; que visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta los terceros y hasta los cuartos. Perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, y como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí» (v. 17-19).
Esto es extremadamente bello. El orden, el tono y el espíritu de esta plegaria son de lo más hermosos. Hay en primer lugar y por encima de todo una gran solicitud por la gloria de Dios. Ella debe ser protegida por todos lados, pero a continuación, según el mismo principio de mantener la gloria divina, Moisés busca el perdón para su pueblo. Las 2 cosas están combinadas de la manera más bendita en esta intercesión: «que sea magnificado el poder del Señor». ¿Cómo, por el castigo y la destrucción? No, no, Jehová es «tardo para la ira». ¡Qué pensamiento! ¡El poder de Dios manifestado con longanimidad y perdón! ¡Esto es indeciblemente precioso! ¡Hasta qué punto estaba Moisés en comunión con el corazón y el pensamiento de Dios, que le permitía hablar de esa manera! ¡Y qué contraste con Elías cuando, en el monte Horeb, argumenta contra Israel! (1 Reyes 19:10, 14). Es fácil ver cuál de estos 2 hombres honrados estaba más en armonía con el Espíritu de Cristo. «Perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia». Estas palabras agradaron a Dios, quien se complace en derramar el perdón. «Entonces Jehová dijo: Yo lo he perdonado conforme a tu dicho. Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra» (v. 20-21).
Observe el lector con cuidado esas 2 frases. Son absolutas y sin restricción: «Yo lo he perdonado». Y «mi gloria llena toda la tierra». Nada podría, en manera alguna, empequeñecer esos 2 grandes hechos. El perdón está asegurado y la gloria resplandecerá sobre toda la tierra. Ningún poder de la tierra, de la Gehena, o de los hombres puede atentar contra la integridad divina de estas 2 preciosas afirmaciones. Israel se regocijará por el pleno perdón de Dios, y toda la tierra se alegrará un día con los brillantes rayos de su gloria.
14.3 - El juicio contra la incredulidad y sus consecuencias
Pero, a continuación, viene también la disciplina, así como la gracia. Esto nunca debe olvidarse, y no deben confundirse ambas cosas. Todo el Libro de Dios muestra la distinción que hay entre la gracia y el gobierno, pero tal vez en ninguna otra parte se ve tan claramente como aquí. La gracia perdonará y llenará la tierra con los rayos benditos de la gloria divina, pero debe notarse la espantosa acción de las ruedas del gobierno (Ez. 1:15-21), manifestada en estas terribles palabras: «Todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces, y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá. Pero a mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de mí, yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia la tendrá en posesión. Ahora bien, el amalecita y el cananeo habitan en el valle; volveos mañana y salid al desierto, camino del mar Rojo» (v. 22-25).
Esas palabras son de lo más solemnes. En vez de confiar en Dios y avanzar valientemente hacia la tierra prometida, dependiendo sencillamente de su brazo todopoderoso, lo irritaron con su incredulidad, menospreciaron la tierra deseable y fueron obligados a volver atrás en aquel grande y espantoso desierto. «Y Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo: ¿Hasta cuándo oiré esta depravada multitud que murmura contra mí, las querellas de los hijos de Israel, que de mí se quejan? Diles: Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí. Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de Jefone, y a Josué hijo de Nun. Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que serían por presa, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis. En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto. Y vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años, y ellos llevarán vuestras rebeldías, hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto. Conforme al número de los días, de los cuarenta días en que reconocisteis la tierra, llevaréis vuestras iniquidades cuarenta años, un año por cada día; y conoceréis mi castigo. Yo Jehová he hablado; así haré a toda esta multitud perversa que se ha juntado contra mí; en este desierto serán consumidos, y ahí morirán» (v. 26-35).
Ese fue, por tanto, el fruto de la incredulidad; y esa fue la conducta gubernamental de Dios hacia un pueblo que lo había irritado con sus murmuraciones y la dureza de su corazón.
Es muy importante observar que fue la incredulidad la que mantuvo a Israel fuera de Canaán en las circunstancias que estamos considerando. El comentario inspirado, según Hebreos 3, quita toda duda con respecto a ello. «Y vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad» (v. 19). Quizá podría decirse que no había llegado aún el tiempo de la entrada de Israel en la tierra de Canaán. No había aún «llegado a su colmo la maldad del amorreo» (Gén. 15:16). Pero no fue ese el motivo por el cual Israel se negó a pasar el Jordán. Ellos no sabían nada de la iniquidad de los amorreos; ni siquiera pensaban en tal cosa. La Escritura es muy clara a este respecto: «no pudieron entrar», no por causa de la iniquidad de los amorreos, ni porque el tiempo aún no hubiera llegado, sino simplemente «a causa de su incredulidad». Debieron haber entrado, era su deber hacerlo, y fueron juzgados por no haberlo hecho. El camino estaba abierto, el juicio de la fe, pronunciado por el fiel Caleb, era claro y serio. «Tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos» (cap. 13:30). Podían hacerlo tanto en ese momento como en cualquier otro, pues Aquel que les había dado el país era el mismo que podía introducirlos en él para que lo poseyeran. Conviene fijarse en esto y sopesarlo cuidadosamente. En determinadas ocasiones hay cierta manera de hablar de los consejos, propósitos, decretos, ordenanzas y gobierno moral de Dios, al igual que de los tiempos y sazones que están bajo su poder, dándoles mayor alcance del que realmente tienen. Con esto se busca evadir la responsabilidad del hombre frente a Dios. Tengamos cuidado de no hablar así. Siempre debemos pensar que la responsabilidad del hombre llega hasta lo que le es revelado y no sobre lo que es secreto. El deber de Israel era subir resueltamente y tomar posesión del país; y fue juzgado por no haberlo hecho. Sus cuerpos cayeron en el desierto porque no tuvieron fe para entrar en el país.
14.4 - El combate de la nueva vida
Esto nos ofrece una solemne lección. ¿Cómo es posible que fracasemos tanto «como cristianos» en hacer valer en la práctica nuestra posición celestial? Somos liberados del juicio por la sangre del Cordero y del presente siglo por la muerte de Cristo, pero no llegamos a atravesar el Jordán en espíritu y por la fe; no tomamos posesión, espiritualmente y por la fe, de nuestra herencia celestial. Generalmente se cree que el Jordán es un tipo de la muerte, del fin de nuestra vida en este mundo. Esto es cierto en un sentido. Pero ¿cómo se explica que, cuando los israelitas atravesaron el Jordán, tuvieron que empezar a combatir? Nosotros no tendremos que sostener ningún combate cuando lleguemos al cielo. Las almas de los que, por la fe, han dormido en Cristo ya no sostienen ninguna lucha. Están en reposo, aguardan la mañana de la resurrección, pero la esperan descansando, y no luchando.
En la figura del Jordán hay, por tanto, otro tipo distinto al del fin de nuestra vida individual en este mundo. Debemos considerarla como una gran figura de la muerte de Cristo, de igual modo que el mar Rojo y la sangre del Cordero pascual también son figuras de esa muerte, aunque bajo otro aspecto. La sangre del Cordero había puesto a Israel al abrigo del juicio de Dios que caería sobre Egipto. Las aguas del mar Rojo habían liberado a Israel de Egipto y de todo su poder. Pero aún debían atravesar el Jordán; debían poner la planta de sus pies en la tierra prometida y conservar allí su lugar, a pesar de la oposición de sus enemigos. Debían combatir por cada pulgada de tierra en Canaán.
¿Cuál es el sentido de esta última condición? ¿Debemos combatir por el cielo? Cuando un cristiano duerme en el Señor y su espíritu se va para estar con Cristo en el paraíso, ¿tendrá que combatir allí? Evidentemente, no. ¿Qué nos enseña, pues, el paso por el Jordán y las guerras de Canaán? Sencillamente esto: Jesús murió; dejó este mundo; no solo murió por nuestros pecados, sino que rompió todas las cadenas que nos ataban a este mundo, de manera que hemos muerto al mundo, al pecado y a la ley. Desde el punto de vista de Dios y según el juicio de la fe, ya no tenemos nada que ver con el mundo, como tampoco un muerto tiene nada que ver con el mundo. Somos exhortados a tenernos por muertos al mundo y vivos para Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. Vivimos según el poder de la vida nueva que poseemos a través de nuestra unión con un Cristo resucitado. Pertenecemos al cielo; y para guardar nuestra posición de hombres celestiales debemos combatir contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestes, en la esfera misma que nos es propia y de la cual aquellas aún no han sido desalojadas. Si nos contentamos con andar como hombres (1 Cor. 3:3), con detenernos ante el Jordán, con vivir como los que pertenecen a este mundo, como los «habitantes de la tierra», y si no aspiramos a nuestra porción y posición celestes, entonces no conoceremos nada de la lucha descrita en Efesios 6:12. Pero si procuramos vivir como hombres del cielo que estamos actualmente en la tierra, comprenderemos el sentido de esta lucha, que es la realidad figurada por las guerras de Israel en Canaán.
Cuando lleguemos al cielo no tendremos que combatir, pero si deseamos vivir una vida celestial en la tierra, si procuramos comportarnos como muertos para el mundo y vivos para Aquel que descendió por nosotros a las frías aguas del Jordán, entonces el combate está ante nosotros. Satanás hará toda clase de esfuerzos para impedirnos vivir según el poder de nuestra vida celestial; esto es lo que conduce a la lucha. Él procurará hacernos andar como los que tienen una posición terrenal, como ciudadanos de este mundo que solo piensan en luchar por sus propios derechos a fin de mantener su rango y dignidad. De este modo Satanás nos conducirá a negar en la práctica la gran y fundamental verdad cristiana de que hemos muerto y resucitado con Cristo.
Si el lector examina el capítulo 6 de la Epístola a los Efesios, verá cómo el escritor inspirado presenta este interesante asunto. Por lo demás, hermanos, fortaleceos en el Señor y en el poder de su fuerza. «Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las artimañas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, después de haber superado todo, estar firmes» (v. 10-13).
14.5 - La verdadera lucha cristiana
Esta es la verdadera lucha cristiana. No se trata aquí de los deseos de la carne, o de las fascinaciones del mundo, aunque seguramente tengamos que velar contra esas cosas, sino de las «artimañas del diablo». No, por cierto, de su poder, que ya fue quebrantado para siempre, sino de los medios sutiles y de los lazos por los cuales procura impedir que los cristianos hagan efectiva su posición y su herencia celestiales.
Y nosotros descuidamos mucho la práctica de esta lucha. No procuramos asirnos a las cosas para las cuales hemos sido asidos por Cristo; nos contentamos con saber que estamos al abrigo del juicio, gracias a la sangre del Cordero. No comprendemos el profundo significado del mar Rojo y del Jordán; no captamos, en la práctica, su importancia espiritual. Andamos como los hombres, cosa por la que el apóstol censuraba a los corintios. Vivimos y obramos como si perteneciéramos a este mundo, mientras que la Escritura enseña y nuestro bautismo expresa que hemos muerto al mundo, y que hemos sido resucitados juntamente con Cristo por la fe en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col. 2:12).
¡Que el Espíritu Santo nos guíe a captar la realidad de estas cosas! ¡Que nos presente los preciosos frutos del país celestial que es nuestro en Cristo y nos fortalezca con su propia fuerza en el hombre interior, de tal manera que podamos atravesar el Jordán confiados y poner sin temor nuestros pies en el Canaán espiritual! Como cristianos vivimos muy por debajo de nuestros privilegios; dejamos que las cosas visibles nos quiten el goce de aquellas que no se ven. ¡Oh, que podamos tener una fe más firme para tomar posesión de todo cuanto Dios nos ha dado tan ampliamente en Cristo!
14.6 - La paga de la incredulidad o de la fe
«Y los varones que Moisés envió a reconocer la tierra, y que al volver habían hecho murmurar contra él a toda la congregación, desacreditando aquel país, aquellos varones que habían hablado mal de la tierra, murieron de plaga delante de Jehová. Pero Josué hijo de Nun y Caleb hijo de Jefone quedaron con vida, de entre aquellos hombres que habían ido a reconocer la tierra» (v. 36-38).
Es asombroso pensar que, entre aquella inmensa congregación de 600.000 hombres, además de las mujeres y los niños, tan solo se encontraran 2 hombres que tenían fe en el Dios vivo. Naturalmente que no hablamos de Moisés, sino únicamente de la congregación. Toda ella, salvo 2 excepciones muy notables, estaba dominada por un espíritu de incredulidad. No podían creer que Dios los introduciría en el país; pensaban, por el contrario, que Dios los había llevado al desierto para hacerlos morir allí; y podemos decir con certeza que cosecharon los frutos de su triste incredulidad. Los 10 testigos falsos «murieron de plaga», y los millares que aceptaron su falso testimonio fueron obligados a volver al desierto para andar de un sitio a otro durante 40 años, a morir y a ser enterrados allí.
Solo Josué y Caleb permanecieron en el bendito terreno de la fe en el Dios vivo, de esa fe que llena el alma de coraje y de la más gozosa confianza. De estos 2 hombres podemos decir que cosecharon según su fe. Dios siempre honra la fe que él ha dado al alma. Este es su propio don y, podemos decirlo con respeto, no puede menos que reconocerlo dondequiera que se encuentre. Josué y Caleb pudieron resistir, por el simple poder de la fe, a una espantosa corriente de incredulidad. Conservaron su confianza en Dios frente a todas las dificultades; por eso Dios honró su fe de una manera notable al final, ya que, mientras los cadáveres de sus hermanos se convertían en polvo sobre la arena del desierto, ellos pisaron las colinas cubiertas de viñedos y los fértiles valles de la tierra prometida. Los otros habían dicho que Dios los había sacado de Egipto para dejarlos morir en el desierto, y su fin fue según su palabra. Josué y Caleb habían declarado que Dios podía introducirlos en el país, y su porción fue también según sus palabras.
Aquí tenemos un principio muy importante: «Conforme a vuestra fe os sea hecho» (Mat. 9:29). Acordémonos de esto: Dios se deleita en la fe. Le gusta que le creamos y siempre honrará a los que confían en él. Por el contrario, la incredulidad lo aflige, lo irrita, lo deshonra y llena de tinieblas y muerte al alma. Es un pecado horrendo dudar del Dios vivo que no puede mentir, o tener dudas cuando él ha hablado. El diablo, desde el principio, es el autor de todas las preguntas dudosas (Gén. 3:1). Se complace en hacer vacilar la confianza del alma, pero no tiene ningún poder sobre el que confía sencillamente en Dios. Sus dardos de fuego jamás pueden alcanzar al que se ampara tras el escudo de la fe. ¡Cuán precioso es vivir confiados en Dios! Eso hace dichoso al corazón y llena la boca de alabanzas y acciones de gracias. Esta confianza desvanece cualquier nube, cualquier niebla, y alumbra nuestro camino con la bendita luz que emana del rostro de nuestro Padre.
Por otra parte, la incredulidad llena el corazón de toda clase de dudas, nos hace mirar dentro de nosotros mismos, oscurece nuestra senda y nos vuelve verdaderamente miserables.
El corazón de Caleb estaba lleno de una gozosa confianza, mientras que los de sus hermanos estaban llenos de quejas y amargas murmuraciones. Siempre será así; si queremos ser felices, debemos ocuparnos de Dios y de lo que le concierne, y si queremos ser infelices, solo tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Veamos el capítulo 1 de Lucas. ¿Qué cerró la boca de Zacarías el sacerdote? La incredulidad. ¿Qué era lo que llenaba el corazón y abría la boca de María y Elisabet? La fe. Allí estaba la diferencia. Zacarías se hubiera podido unir a esas piadosas mujeres en sus cánticos de alabanza, si la sombría incredulidad no hubiese sellado sus labios. ¡Qué cuadro y qué lección! ¡Aprendamos a confiar más sencillamente en Dios! ¡Que el espíritu de la duda se aleje de nosotros! Que podamos, en medio de este mundo incrédulo, ser fuertes en la fe que glorifica a Dios.
14.7 - Israel es vencido por confiar en sus propias fuerzas
El último párrafo de nuestro capítulo nos enseña otra santa lección. Apliquemos a ella nuestros corazones con diligencia. «Y Moisés dijo estas cosas a todos los hijos de Israel, y el pueblo se enlutó mucho. Y se levantaron por la mañana y subieron a la cumbre del monte, diciendo: Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová; porque hemos pecado. Y dijo Moisés: ¿Por qué quebrantáis el mandamiento de Jehová? Esto tampoco os saldrá bien. No subáis, porque Jehová no está en medio de vosotros, no seáis heridos delante de vuestros enemigos. Porque el amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis a espada; pues por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová, por eso no estará Jehová con vosotros. Sin embargo, se obstinaron en subir a la cima del monte; pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento. Y descendieron el amalecita y el cananeo que habitaban en aquel monte, y los hirieron y los derrotaron, persiguiéndolos hasta Horma» (v. 39-45).
¡Qué cúmulo de contradicciones en el corazón humano! Cuando fueron exhortados a subir y poseer el país con el poder de la fe, retrocedieron y rehusaron avanzar. Se echaron al suelo y lloraron en vez de subir y conquistar. En vano el fiel Caleb les aseguró que Jehová los introduciría en el monte de su heredad y los asentaría en él; no quisieron subir porque no confiaban en Dios. Pero ahora, en su soberbia, en vez de agachar la cabeza y aceptar los designios de Dios, quieren subir confiando en sí mismos.
Querían vanamente andar sin tener con ellos al Dios vivo; mientras sin él no podían hacer nada. Cuando Dios quiso estar con ellos, temieron a los amalecitas; y ahora que no estaba con ellos, se obstinan en combatir contra aquel pueblo: «Henos aquí para subir al lugar del cual ha hablado Jehová». Esto era más fácil de decir que de hacer. Un israelita sin Dios no podía medirse con un amalecita. Cabe destacar que, cuando Israel rehúsa obrar con la energía de la fe, cuando cae bajo el poder de una incredulidad que deshonra a Dios, entonces Moisés les muestra las dificultades que ellos mismos habían alegado para desobedecer. Y les dice: «El amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros». Esto está lleno de instrucción. Habían excluido a Dios por su incredulidad y, en consecuencia, se trataba únicamente de una cuestión entre Israel y los cananeos. La fe, habría planteado la cuestión entre Dios y los cananeos. Así era, precisamente, cómo consideraban Josué y Caleb la situación cuando decían: «Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis» (v. 8-9).
Aquí está el gran secreto. La presencia de Jehová en medio de su pueblo garantizaba la victoria sobre sus enemigos. Pero si Dios no estaba con ellos, eran como agua derramada en tierra. Los 10 incrédulos habían declarado que ellos eran como langostas en presencia de los gigantes; ahora Moisés les declara, por decirlo así, que las langostas no pueden enfrentarse a los gigantes. Si, por un lado, es verdadera la frase: «Conforme a vuestra fe os sea hecho» (Mat. 9:29), por otro, también resulta verdad esta otra: «Se os hará según vuestra incredulidad».
Y ahora el pueblo se había envalentonado, creyendo ser algo mientras no era nada. ¡Qué ruina atreverse a marchar con sus propias fuerzas! ¡Qué derrota y qué confusión! ¡Qué riesgos y qué desprecio! ¡Qué humillación y qué destrozo! No se podía esperar otro resultado, por fuerza debía suceder lo que sucedió. El pueblo, en su incredulidad, abandonaba a Dios; Dios, a su vez, abandonaba al pueblo a su vana pretensión. Ellos no habían querido andar con Dios por la fe; Dios no quería andar con ellos por su incredulidad. «Pero el arca del pacto de Jehová, y Moisés, no se apartaron de en medio del campamento». Fueron sin Dios y por eso tuvieron que huir delante de sus enemigos.
Así sucede siempre. No hay ventaja posible en aparentar ser fuerte, en tener elevadas pretensiones, en creerse algo; no hay nada peor que el orgullo y la ostentación. Si Dios no está con nosotros, somos como el rocío de la mañana. Debemos aprender esto en la práctica. Debemos descender al fondo de nosotros mismos para comprender nuestra completa nulidad. El desierto, con sus variadas escenas y sus 1.000 experiencias, nos conduce a este resultado práctico. Allí aprendemos lo que es la carne; allí nuestra vieja naturaleza, en todos sus aspectos, se muestra tal como es; unas veces manifiesta su cobarde incredulidad y otras una falsa confianza. En Cades se niega a marchar cuando se le ordena hacerlo; en Horma persiste en marchar cuando se le dice lo contrario. Así es como los extremos se tocan en esta mala naturaleza que todos llevamos en nosotros mismos.
14.8 - Las lecciones de la humillación
Pero, amado lector cristiano, hay una lección especial que deberíamos aprender muy bien antes de dejar Horma. Es muy difícil andar humilde y pacientemente en la senda que nuestra caída ha hecho necesario que recorramos. La incredulidad de Israel a rehusar entrar al país hizo necesario, según la voluntad de Dios, que tuvieran que volver atrás y errar por el desierto durante 40 años. Y esto era a lo que ellos no querían someterse. Se resistieron, ya que no podían doblar la cerviz bajo el yugo que les era impuesto.
¡Cuán a menudo es este nuestro caso! Caemos, damos pasos en falso y, por consiguiente, nos enfrentamos a circunstancias difíciles; pero en vez de humillarnos bajo la poderosa mano de Dios para procurar andar con él en humildad y con un corazón contrito, nos volvemos obstinados y rebeldes. Echamos la culpa a las circunstancias en vez de juzgarnos a nosotros mismos, y en nuestra obstinación procuramos escapar de esas mismas circunstancias en vez de aceptarlas como una justa y necesaria consecuencia de nuestra conducta.
Pero tarde o temprano el espíritu orgulloso debe ser humillado. Si no tenemos fe para tomar posesión de la tierra prometida, entonces no hay nada más que hacer, sino someternos al juicio y recorrer el desierto con humildad y sencillez de corazón.
¡Bendito sea Dios! Él está con nosotros en este viaje por el desierto, pero no nos acompaña en la senda del orgullo y la pretensión. Jehová rehusó ir con Israel al monte de los amorreos; sin embargo, estaba dispuesto a volver a ellos, en su gracia paciente, para acompañarlos en toda su marcha a través del desierto. Aunque Israel no quería entrar en Canaán con Dios, Dios sí estaba dispuesto a volver al desierto con Israel. Nada podría superar la gracia que brilla en esto. Si Dios hubiera obrado con ellos según lo que merecían, por lo menos los hubiese dejado solos errando por el desierto. Pero, bendito sea su nombre para siempre, él no nos trata según nuestros pecados, ni nos devuelve según nuestras iniquidades. Sus pensamientos no son nuestros pensamientos. A pesar de toda la incredulidad, la ingratitud y las provocaciones de los hijos de Israel, aunque la vuelta al desierto fuera el fruto de su conducta, Jehová, en su gracia y amor, volvió con ellos para ser su compañero de viaje en el desierto durante 40 largos y tristes años.
Si, pues, el desierto enseña lo que es el hombre, también enseña lo que es Dios; y, además, nos muestra lo que es la fe; Josué y Caleb tuvieron que volver atrás con toda la congregación de sus hermanos incrédulos y permanecer durante 40 años lejos de su heredad, aunque estaban dispuestos a entrar en la tierra prometida por la gracia. A la carne le podría parecer una gran injusticia que 2 hombres de fe tuvieran que sufrir a causa de la incredulidad de otros. Pero la fe puede aguardar con paciencia. Además, ¿cómo habrían podido quejarse de esa marcha prolongada, viendo a Jehová dispuesto a compartirla con ellos? Imposible. Estaban dispuestos a esperar el momento fijado por Dios, ya que la fe nunca tiene prisa. La fe de los siervos iba a ser sostenida por la gracia de Jehová.
15 - Capítulo 15: El designio y las promesas de Dios son inmutables
Las palabras que abren este capítulo son particularmente notables cuando se las compara con el contenido del capítulo anterior. En aquel todo parece tenebroso y sin esperanza. Moisés tuvo que decir al pueblo: «No subáis, porque Jehová no está en medio de vosotros, no seáis heridos delante de vuestros enemigos» (cap. 14:42). Y Jehová les dijo: «Vivo yo… que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos… no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella… En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto» (cap. 14:28-32).
Así fue en cuanto al capítulo 14. El capítulo 15 prosigue la narración como si nada hubiera ocurrido, como si todo estuviese tan tranquilo, tan claro y seguro como solo Dios podía hacerlo. En él leemos: «Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra de vuestra habitación que yo os doy…» (v. 1-2). Este es uno de los pasajes más notables de este admirable libro. Ciertamente no hay en todo su contenido un pasaje más característico no solo del libro de los Números, sino de toda la Palabra de Dios. Cuando leemos la solemne sentencia: «No entraréis en la tierra», ¿cuál es la gran lección que nos da? Que somos muy tardos en aprender la completa indignidad del hombre: «Toda carne es como la hierba» (1 Pe. 1:24).
Pero cuando leemos palabras como: «Cuando hayáis entrado en la tierra de vuestra habitación que yo os doy», ¿cuál es la preciosa lección que nos enseñan? Seguramente esta: la salvación es del Señor. Por una parte, vemos la caída del hombre, y por otra la fidelidad de Dios. Si consideramos el asunto desde el punto de vista humano, la sentencia es: «No entraréis en la tierra». Pero si lo consideramos desde el punto de vista de Dios, podemos cambiar la frase y decir: Ciertamente «entraréis».
Así ocurre en la escena que se desenvuelve ante nuestros ojos y en todo el Libro inspirado, desde su comienzo hasta el fin. El hombre fracasa, pero Dios es fiel. El hombre lo echa a perder todo, pero Dios lo restaura todo. «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lucas 18:27). ¿Necesitaremos recorrer toda la Biblia para demostrarlo? ¿Tendremos que recordar al lector la historia de Adán en el paraíso, la de Noé después del diluvio o la de Israel en el desierto, en el país de Canaán, bajo la Ley, bajo el culto levítico? ¿Nos detendremos en la exposición de las faltas del hombre en el servicio profético, sacerdotal y real? ¿Expondremos el fracaso de la Iglesia profesa como Cuerpo responsable en la tierra? ¿No ha fallado el hombre siempre y en todo? ¡Lamentablemente, sí!
Este es el reverso del cuadro, el lado sombrío y humillante. Pero, bendito sea Dios, también hay un lado luminoso y alentador. Si hay un «no entraréis», también hay un «cuando hayáis entrado». Y ¿por qué? Porque Cristo ha entrado en escena y en él todo está asegurado infaliblemente para la gloria de Dios y la eterna bendición del hombre. El proyecto eterno de Dios es establecer a Cristo como «cabeza sobre todas las cosas» (Efe. 1:22). No hay nada en la que el primer hombre haya fallado que el segundo no restaure. Todo está establecido sobre una nueva base en Cristo. Él es la Cabeza de la nueva creación, el Heredero de todas las promesas hechas a Abraham, a Isaac y a Jacob con respecto al país. Heredero de todas las promesas hechas a David respecto al trono. El imperio será puesto sobre sus hombros y será revestido de sus glorias. Él es Profeta, Sacerdote y Rey. En otras palabras, Cristo restaura todo lo que Adán perdió y aporta mucho más de todo lo que Adán poseyó. Por eso, si consideramos al primer Adán y sus obras, la sentencia es: ¡«No entraréis!». ¡No permaneceréis en el paraíso, no conservaréis el imperio, no heredaréis las promesas, no entraréis en el país, no ocuparéis el trono, no entraréis en el reino!
Pero, por otro lado, si consideramos al postrer Adán y sus obras, toda la serie de negaciones anteriores debe ser gloriosamente invertida. El «no» ha de ser borrado de estas frases, ya que, en Cristo Jesús, «cuantas promesas de Dios hay, en él está el sí; y también en él el amén a Dios, para gloria suya por medio de nosotros». No hay ningún «no» cuando se trata de Cristo. Todo es «sí», todo está divinamente establecido; y porque es así, Dios ha puesto su sello, el sello del Espíritu que poseen ahora todos los creyentes: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, el que entre vosotros fue predicado por nosotros, por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue sí y no, sino que en él es sí. Porque cuantas promesas de Dios hay, en él está el sí; y también en él el amén a Dios, para gloria suya por medio de nosotros. Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios; que también nos selló, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor. 1:19-22).
Así que las primeras líneas del capítulo 15 de Números deben leerse a la luz de todo el Libro de Dios. Forma parte de toda la historia de los caminos de Dios con respecto al hombre en este mundo. Israel había perdido todo derecho al país. Lo que merecían los israelitas era que sus cuerpos cayesen en el desierto. Sin embargo, la gracia de Dios es tan grande y preciosa, que él podía hablarles de su entrada en el país y enseñarles lo que debían hacer allí.
Nada puede ser más bendito y alentador que esto. Dios se eleva por encima de toda falta y pecado del hombre. Es imposible que alguna de sus promesas deje de cumplirse. ¿Podría la conducta de la simiente de Abraham en el desierto hacer inútil el propósito eterno de Dios o impedir el cumplimiento de la promesa absoluta y sin condiciones hecha a los padres? Imposible. Si, por tanto, la generación que subió de Egipto rehusaba entrar en Canaán, Dios suscitaría, de las mismas piedras, una descendencia a aquel en favor del que su promesa debía cumplirse. Esto facilita la comprensión de la primera frase de nuestro capítulo que, con una belleza y una fuerza notables, sigue a las humillantes escenas del capítulo 14. En este último el sol de Israel parece descender en medio de nubes oscuras y amenazadoras; pero en el capítulo 15 se eleva con claridad serena, revelando y confirmando que «irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Dios no se arrepiente nunca de sus dones y del llamamiento hecho; de modo que, aunque una generación incrédula murmure y se rebele miles de veces, él cumplirá lo prometido.
He aquí el firme fundamento de la fe en todo tiempo, el puerto seguro del alma en medio del naufragio de todos los proyectos y empresas de los hombres. Todo se hace pedazos en manos del hombre; pero Dios en Cristo permanece. Aunque se coloque al hombre una y otra vez en las circunstancias más favorables, quedará en bancarrota; pero Dios ha levantado a Cristo en resurrección, y todos los que creen en él son colocados sobre una base enteramente nueva, son copartícipes con la Cabeza exaltada y glorificada, y allí quedan para siempre. Esta maravillosa asociación jamás podrá ser disuelta. Todo descansa sobre un fundamento que ni los poderes de la tierra ni los de la Gehena podrán quebrantar.
15.1 - Una seria advertencia
Estimado lector, ¿comprende la aplicación que debe hacerse a usted mismo? ¿Ha descubierto, a la luz de la presencia de Dios, que usted verdaderamente ha fracasado, que ha naufragado y que no tiene ninguna excusa que alegar? ¿Ha sido inducido a aplicarse personalmente las 2 frases en las que nos hemos detenido: «no entraréis» y «cuando hayáis entrado»? ¿Ha comprendido la fuerza de las palabras: «Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda»? (Oseas 13:9). En otras palabras, ¿se ha presentado a Jesús como un pecador caído, culpable, perdido, y ha encontrado en él la redención, la paz y el perdón?
Deténgase, amigo mío, y considérelo seriamente. Nunca olvidamos que nuestra misión no consiste solo en escribir un «Estudio sobre el libro de los Números». Pensamos en el alma del lector, y por eso, de vez en cuando nos sentimos obligados a hacer un llamado a su corazón y a su conciencia para solicitarle encarecidamente que, si aún no está convertido o si permanece indeciso, ponga a un lado nuestro libro y considere seriamente la gran cuestión de su estado actual y de su destino eterno. Ante esta cuestión todas las demás resultan insignificantes. ¿Qué son todos los planes que comienzan, continúan y terminan en la tierra, si se los compara con la eternidad y con la salvación de su alma inmortal? Todo eso es semejante a un poco de polvo en una balanza. «Porque ¿qué aprovechará a un hombre si gana todo el mundo, pero pierde su alma?» (Mat. 16:26). Si usted tuviera la fortuna del hombre más rico del mundo, si ocupara la cima más alta de la fama literaria o de la ambición política, si su nombre estuviera unido a todos los honores que las universidades de este mundo pueden otorgar, si sus sienes estuvieran ceñidas de laureles y su pecho cubierto con las medallas de 100 victorias, ¿de qué le serviría? Algún día tendrá que dejarlo todo y pasar desde el estrecho círculo del tiempo al océano infinito de la eternidad. Hombres muy ricos, de fama literaria, hombres que han merecido los elogios y aplausos de sus semejantes, cautivados por su elocuencia, que escalaron el pico más alto en la esfera naval, militar o forense, han desaparecido en la eternidad; y la pavorosa pregunta que podemos hacer en cuanto a ellos es: ¿Dónde está su alma?
Amado lector, basándose en los más serios motivos que sea posible presentar a un alma, le suplicamos que no abandone este tema antes de haber llegado a una conclusión correcta. Por el gran amor de Dios, por la cruz y los sufrimientos de Cristo, por el poderoso testimonio del Espíritu Santo, por la imponente solemnidad de una eternidad sin fin, por el inefable valor de su alma inmortal, por todos los goces del cielo, por todos los horrores del infierno, por estas 7 solemnes razones, le rogamos que acuda a Jesús. ¡No lo deje para después! ¡No discuta! ¡No argumente! Acuda a él ahora mismo, tal como es, con todos sus pecados y miseria, con su vida mal empleada, con todo el bagaje acusador de gracias desdeñadas, de ventajas de las que ha abusado y de ocasiones favorables desaprovechadas. Acuda a Jesús quien lo llama y está con los brazos abiertos y el corazón lleno de amor, dispuesto a recibirle. Acuda a Jesús, quien le muestra sus heridas que atestiguan la realidad de su muerte expiatoria en la cruz, le invita a depositar en él su confianza y le asegura que, si lo hace, jamás será confundido. ¡Que el Espíritu de Dios haga resonar ahora mismo este llamamiento en su corazón, y que no le dé reposo alguno antes de estar convertido a Cristo, reconciliado con Dios y sellado con el Espíritu Santo de la promesa!
15.2 - La gracia para Israel y para el extranjero
Al principio del capítulo 15 tenemos los votos, las ofrendas, los sacrificios de justicia y el vino del reino; todo ello fundado en la gracia soberana que brilla desde el primer versículo. Es un bello ejemplo, un magnífico símbolo del futuro estado moral de Israel. Esto nos recuerda las maravillosas visiones con que termina el libro del profeta Ezequiel. La incredulidad, la murmuración y la rebelión ya no existen; han sido olvidadas. Dios se acoge a sus consejos eternos y desde allí mira hacia adelante, al tiempo en que su pueblo le presentará una ofrenda de justicia y le pagará sus votos, al tiempo que los goces de su reino llenarán para siempre sus corazones (Ez. 43:3-12).
Observemos un rasgo notable de este capítulo: el lugar que ocupa «el extranjero», que es de lo más característico. «Y cuando habitare con vosotros extranjero, o cualquiera que estuviere entre vosotros por vuestras generaciones, si hiciere ofrenda encendida de olor grato a Jehová, como vosotros hiciereis, así hará él. Un mismo estatuto tendréis vosotros de la congregación y el extranjero que con vosotros mora; será estatuto perpetuo por vuestras generaciones; como vosotros, así será el extranjero delante de Jehová. Una misma ley y un mismo decreto tendréis, vosotros y el extranjero que con vosotros mora» (v. 14-16).
¡Qué lugar para el extranjero! ¡Qué lección para Israel! ¡Qué testimonio perpetuo para Moisés, amado y digno de elogios! El extranjero es puesto al mismo nivel que Israel: «Como vosotros, así será el extranjero», y añade: «Delante de Jehová». En Éxodo 12:48 leemos: «Mas si algún extranjero morare contigo, y quisiere celebrar la pascua para Jehová, séale circuncidado todo varón, y entonces la celebrará». Pues bien, en Números no se alude a la circuncisión. Y ¿por qué? Un punto tan importante ¿podría ser puesto a un lado? No; pero creemos que esta omisión está llena de significado. Aquí Israel había faltado a toda obligación. La generación rebelde debía ser puesta a un lado y cortada, pero el eterno plan de Dios, en su gracia, permanece, y todas sus promesas han de realizarse. «Y así todo Israel será salvo» (Rom. 11:26). Poseerá el país, ofrecerá ofrendas puras, pagará sus votos y saboreará el gozo del reino. ¿Bajo qué principio? Del de la gracia soberana. Y sobre un principio semejante «el extranjero» es introducido, y no solo introducido, sino que «como vosotros, así será el extranjero delante de Jehová».
¿Encuentra el judío algo censurable en esto? Que estudie los capítulos 13 y 14 de Números. Luego, cuando haya recibido en su alma la saludable lección, que medite acerca del capítulo 15. Estamos seguros de que entonces no procurará rechazar al «extranjero», sino que estará dispuesto a confesar que él mismo es deudor de la gracia, reconociendo así que la misma misericordia que se le ha otorgado puede también alcanzar al extranjero; entonces se regocijará yendo en su compañía a beber de la fuente de salvación abierta por la gracia soberana del Dios de Jacob.
La enseñanza de esta parte de nuestro libro nos recuerda vivamente el admirable plan de las dispensaciones desarrollado en Romanos 9 - 11, y especialmente esta magnífica conclusión: «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios. Porque como vosotros en otro tiempo fuisteis desobedientes a Dios, mas ahora obtuvisteis misericordia por la desobediencia de estos, así también estos son ahora desobedientes, para que por la misericordia que a vosotros se os concedió, ellos también alcancen la misericordia. Porque Dios encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, y será recompensado? Porque de él, y por medio de él, y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén» (Rom. 11:29-36).
15.3 - El pecado por error o por ignorancia
En los versículos 22 al 31 de nuestro capítulo 15 tenemos instrucciones acerca de los pecados por yerro (por error) y los pecados cometidos por soberbia, distinción muy seria e importante. Para los primeros se provee ampliamente, según la bondad y misericordia de Dios. La muerte de Cristo es presentada en esta parte del capítulo bajo sus 2 grandes aspectos: el holocausto y el sacrificio por el pecado; es decir, su aspecto en cuanto a Dios y en cuanto a nosotros. A continuación, tenemos todo el valor, el perfume de su vida y de su servicio perfecto como hombre en este mundo; esto es figurado por la torta y la libación (v. 24). En el holocausto vemos la expiación cumplida según el grado de la consagración de Cristo a Dios y del contentamiento que Dios siente en ella. En la ofrenda por el pecado se ve la expiación cumplida según la medida de las necesidades del pecador y de la naturaleza odiosa que el pecado tiene a los ojos de Dios. Tomadas en conjunto, las 2 ofrendas presentan la muerte expiatoria de Cristo en toda su plenitud. Luego, en la torta, vemos la vida perfecta de Cristo y la realidad de su naturaleza humana, manifestadas en todos los detalles de su andar y de su servicio en este mundo. La libación es el tipo de su completo abandono a Dios.
En cuanto a las ricas y maravillosas instrucciones, que se desprenden de las diferentes categorías de sacrificios presentadas en este pasaje, remitimos al lector que quiera estudiar más a fondo este asunto al «Estudio sobre el libro del Levítico». Exponemos aquí simplemente, de la manera más breve, lo que creemos que es el significado principal de cada ofrenda, pues sería repetir lo que ya hemos escrito antes con más detalles.
Añadiremos tan solo que los derechos de Dios exigen que se tomen en cuenta los pecados cometidos por error. Podríamos estar dispuestos a decir, o al menos a pensar, que tales pecados pueden ser pasados por alto. Dios no piensa así. Su santidad no debe ser rebajada a la medida de nuestra inteligencia. La gracia ha provisto para los pecados cometidos por error, pues la santidad exige que tales pecados sean juzgados y confesados. Todo corazón sincero alabará a Dios por ello. ¿Qué sería de nosotros si las precauciones de la gracia no fueran suficientes para satisfacer los derechos de la santidad divina? Sin duda, no podrían ser suficientes si no superaran el alcance de nuestra inteligencia.
15.4 - La ignorancia no anula nuestra responsabilidad
Sin embargo, es triste oír a muchos cristianos profesos excusarse por su ignorancia o servirse de ella para justificar la infidelidad y el error. En casos semejantes a menudo debemos preguntar: ¿Por qué ignoramos ciertas normas de conducta o derechos que Cristo tiene sobre nosotros? Supongamos que se presenta un caso que reclama de nosotros un juicio claro y exige cierta línea de conducta, y alegamos nuestra ignorancia. ¿Esto está bien? ¿Sirve de algo? ¿Anula ello nuestra responsabilidad? ¿Consentirá Dios que eludamos la cuestión de esa manera? ¡No! Podemos estar seguros que no lo hará. ¿Por qué somos ignorantes? ¿Hemos desplegado toda nuestra energía, hemos empleado todos los medios válidos y hecho todos los esfuerzos posibles para llegar al fondo de la cuestión, con el fin de obtener una solución correcta? Recordemos que los derechos de la verdad y de la santidad exigen todo esto de nuestra parte, y no debemos quedar satisfechos con menos. No podemos negar que, si se tratara de nuestros propios intereses, de nuestro nombre, de nuestra reputación, de nuestros bienes, nada nos impediría familiarizarnos con todo lo que hiciera referencia a ese caso. En tales circunstancias no alegaríamos por mucho tiempo nuestra ignorancia. Si fuera necesario informarnos, procuraríamos hacerlo. Haríamos todo lo posible para conocer los detalles, los pro y los contra, de la cuestión, y así formarnos un sano juicio al respecto.
Pues bien, ¿por qué alegaríamos ignorancia cuando se trata de los derechos de Cristo? ¿No prueba esto que cuando se trata de nosotros mismos somos diligentes, celosos, enérgicos, muy activos, mientras que, cuando se trata de Cristo, somos indiferentes, indolentes, negligentes? ¡Lamentablemente es una verdad muy humillante! ¡Quiera Dios que podamos verlo y sentirnos humillados! ¡Que el Espíritu Santo nos haga más vigilantes respecto de las cosas que conciernen a nuestro Señor Jesucristo! Que nuestro yo y sus intereses disminuyan y que Cristo y sus intereses crezcan cada día en nuestra estima. Que reconozcamos nuestra santa responsabilidad de examinar diligentemente cualquier cuestión en la que pueda estar involucrada la gloria de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, aunque sea en lo más mínimo. Nunca nos permitamos hablar, pensar u obrar como si creyéramos que lo que atañe a Cristo es un asunto indiferente para nosotros. ¡Que Dios, en su misericordia, nos guarde de ello! Apreciemos lo que nos concierne como algo secundario y que los derechos de Cristo tengan su suprema autoridad.
Lo que acabamos de decir sobre la ignorancia, lo hemos dicho sintiendo nuestra responsabilidad respecto a la verdad de Dios y del alma del lector. Sentimos la inmensa importancia práctica de ello. Creemos que muy a menudo alegamos ignorancia, cuando más bien deberíamos llamarla indiferencia, y eso es muy triste. Con seguridad, si nuestro Dios en su infinita bondad ha provisto ampliamente, incluso para los pecados cometidos por ignorancia, eso no justifica que nos refugiemos fríamente tras la excusa de nuestra ignorancia, cuando tenemos a nuestro alcance las enseñanzas más detalladas y tan solo nos falta la energía para aprovecharlas.
Quizá no nos hubiéramos detenido en este asunto si no estuviéramos convencidos de que hemos llegado a un momento crítico de nuestra historia como cristianos. No es que seamos impulsados a verlo todo negro. Es nuestro privilegio estar llenos de la más gozosa confianza y tener nuestros corazones y espíritus guardados siempre en la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento. «Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (2 Tim. 1:7).
15.5 - El pecado por soberbia
Nos es imposible cerrar los ojos ante el hecho de que los derechos de Cristo, el valor de la verdad y la autoridad de las Santas Escrituras son olvidados cada día, cada semana, cada año. Creemos que nos aproximamos a un momento en el que habrá tolerancia para todo, excepto para la verdad de Dios. Conviene, por lo tanto, velar cuidadosamente para que la Palabra de Dios ocupe su verdadero lugar en los corazones, y que la conciencia sea gobernada por su santa autoridad. Una conciencia sensible es un tesoro muy precioso que podemos llevar continuamente con nosotros; nos referimos a una conciencia que responde siempre con verdad a la acción de la Palabra de Dios, que se somete sin objeción a sus sencillas indicaciones. Cuando la conciencia se encuentra en este santo estado, tenemos en ella un poder regulador para obrar sobre nuestra conducta y sobre nuestro carácter. La conciencia puede ser comparada al regulador de un reloj. Puede suceder que las agujas del reloj estén equivocadas; pero, mientras el regulador tenga poder sobre el movimiento, siempre hay posibilidad de corregir la posición de las agujas. Si ese poder se interrumpe, se debe revisar el reloj entero. Así sucede con la conciencia. Mientras permanece sensible a la acción de la Escritura aplicada por el Espíritu Santo, siempre hay un poder regulador seguro y cierto; pero si la conciencia se vuelve insensible, dura o pervertida, si rehúsa dar una respuesta leal a las palabras: «Así ha dicho Jehová», entonces queda poca o ninguna esperanza. Se cae en un caso semejante al de nuestro capítulo. «Mas la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo. Por cuanto tuvo en poco la palabra de Jehová, y menospreció su mandamiento, enteramente será cortada esa persona; su iniquidad caerá sobre ella» (v. 30-31).
No es un pecado por error, sino un pecado voluntario o cometido por soberbia, para el cual no queda más que el implacable juicio de Dios. «Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación» (1 Sam. 15:23). Son palabras solemnes para el momento actual, cuando la voluntad del hombre se desenvuelve con una fuerza extraordinaria. Se considera que afirmar la voluntad es una muestra de poder; pero la Escritura nos enseña todo lo contrario. Los 2 grandes elementos de la perfección humana, de la perfecta firmeza, son la dependencia y la obediencia. A medida que uno se aparta de ellas, se aleja del verdadero espíritu y de la verdadera actitud que convienen al hombre. De ahí que cuando dirigimos nuestras miradas a Aquel que fue el hombre perfecto, Cristo Jesús, vemos estos 2 grandes rasgos plenamente establecidos y desarrollados de un extremo al otro. Este Amado jamás salió, ni por un momento, de su posición de dependencia perfecta y obediencia absoluta. Si quisiéramos demostrar esa verdad, la encontraríamos en todo el Evangelio. Tomemos la escena de la tentación; allí encontramos un ejemplo de esta vida bendita. La respuesta que invariablemente da al tentador es: «Escrito está». Ningún razonamiento, ningún argumento, ninguna pregunta. Él vivía de la Palabra de Dios. Venció a Satanás manteniendo firmemente la única postura verdadera del hombre: dependencia y obediencia. Él podía depender de Dios, y quería obedecerle. ¿Qué podía hacer Satanás en un caso como ese? Absolutamente nada.
Ese es nuestro modelo. Ya que tenemos la vida de Cristo, somos exhortados a vivir en una continua dependencia y obediencia hacia Dios. Eso es andar en el Espíritu; ese es el seguro y feliz sendero del cristiano. La independencia y la desobediencia van juntas. Son absolutamente anticristianas y las vemos en el primer hombre. En cambio, la dependencia y la obediencia pertenecen al segundo. Adán, en el huerto del Edén, quiso ser independiente. No estaba contento con ser hombre y permanecer en la única verdadera posición y en el único verdadero espíritu de un hombre; por eso desobedeció. Ahí está la razón de la caída de la humanidad, considéresela donde se quiera, ya sea antes o después del diluvio, sin la Ley o bajo la Ley. En los paganos, judíos o cristianos de nombre no hay más que independencia y desobediencia respecto de Dios. ¿Bajo qué carácter aparece el hombre hoy en día? Como el rey que hace su voluntad y como el «inicuo», el hombre sin ley.
Que se nos conceda la gracia de sopesar estas cosas con espíritu humilde y obediente. Dios ha dicho: «Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Is. 66:2). Que estas palabras penetren en nuestros oídos y calen hondo en nuestros corazones a fin de que la constante aspiración de nuestras almas sea: «Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí» (Sal. 19:13).
Queremos recordar, especialmente al joven lector cristiano, que la verdadera protección contra los pecados cometidos por error es el estudio de la Palabra; y contra los pecados cometidos por soberbia es someterse a ella. Todos necesitamos recordar estas cosas, pero especialmente nuestros hermanos más jóvenes, ya que hay una fuerte tendencia entre los jóvenes cristianos a seguir la corriente de este mundo y a dejarse influenciar por él. De ahí provienen la independencia, la testarudez, la impaciencia contra la vigilancia, la desobediencia a los padres, la obstinación, la arrogancia, los modales vanidosos, la presunción; cosas que son odiosas a los ojos de Dios y que están en completa oposición al espíritu del cristianismo. Exhortamos a nuestros jóvenes amigos a guardarse de tales cosas buscando la humildad. Recuerden que «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes» (Sant. 4:6; 1 Pe. 5:5).
15.6 - La profanación del sábado
Nos falta meditar sobre el caso del que profanaba el sábado y sobre la ordenanza del «cordón de azul».
«Estando los hijos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo (el sábado). Y los que le hallaron recogiendo leña, lo trajeron a Moisés y a Aarón, y a toda la congregación; y lo pusieron en la cárcel, porque no estaba declarado qué se le había de hacer. Y Jehová dijo a Moisés: Irremisiblemente muera aquel hombre; apedréelo toda la congregación fuera del campamento. Entonces lo sacó la congregación fuera del campamento, y lo apedrearon, y murió, como Jehová mandó a Moisés» (v. 32-36).
Este era sin duda un pecado cometido por soberbia, una desobediencia resuelta a un claro y textual mandamiento de Dios. Esto es lo que caracteriza al pecado cometido por soberbia y lo hace absolutamente inexcusable. No puede alegarse ignorancia ante un mandamiento divino. Pero quizás alguien pregunte: ¿Por qué metieron a ese hombre en la cárcel? Porque, aunque el mandamiento era explícito, como no estaba prevista una posible violación, todavía no se había pronunciado contra ella ninguna pena. Por hablar a la manera de los hombres, Dios no había contemplado una locura tal como la profanación del día de reposo por parte del hombre. En consecuencia, no había provisto formalmente nada para un caso de esa naturaleza. No tenemos necesidad de recordar que Dios conoce todas las cosas de principio a fin, pero en este asunto había dejado, a propósito, el caso indeciso hasta que se presentara la ocasión. Lamentablemente se presentó muy pronto, pues el hombre es capaz de todo. No le interesa el reposo de Dios. Encender fuego el sábado no era solo una infracción a la Ley; un acto así mostraba el más completo alejamiento del pensamiento del legislador, pues introducía en el día de reposo el fuego, el símbolo más evidente del juicio. El fuego, que es el emblema del juicio, no podía estar en relación con el reposo del sábado. Por tanto, no había más remedio que aplicar el juicio al que había violado el sábado, ya que «todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7).
15.7 - El cordón azul
«Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles que se hagan franjas en los bordes de sus vestidos, por sus generaciones; y pongan en cada franja de los bordes un cordón de azul. Y os servirá de franja, para que cuando lo veáis os acordéis de todos los mandamientos de Jehová, para ponerlos por obra; y no miréis en pos de vuestro corazón y de vuestros ojos, en pos de los cuales os prostituyáis. Para que os acordéis, y hagáis todos mis mandamientos, y seáis santos a vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para ser vuestro Dios. Yo Jehová vuestro Dios» (v. 37-41).
El Dios de Israel quería que su pueblo tuviera el recuerdo continuo de sus santos mandamientos. De ahí la magnífica institución del «cordón de azul», ordenada para ser un memorial celestial en las franjas de sus vestidos, a fin de que la Palabra de Dios estuviera siempre en sus pensamientos y en sus corazones. Cada vez que un israelita fijaba su mirada en el cordón de azul, debía pensar en Dios y mostrar una sincera obediencia a sus estatutos.
Ese era el gran objeto práctico del «cordón de azul». Pero cuando nos remitimos al versículo 5 del capítulo 23 de Mateo, vemos allí el triste uso que el hombre hizo de esta institución divina. «Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres; porque ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos». De este modo, la misma institución que había sido establecida para recordarles a Jehová y para llevarlos a una humilde obediencia a su preciosa Palabra, fue empleada para su propia gloria, nutriendo su orgullo religioso. «Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres». Ni un pensamiento para Dios. El espíritu original de la institución se había perdido completamente, pero la forma exterior era conservada con fines egoístas. A veces, podemos ver algo semejante a nuestro alrededor y aun entre nosotros mismos. Pensemos en ello seriamente. Y cuidemos de no convertir una realidad celestial en una mera forma, y lo que debería conducirnos a una humilde obediencia, en ocasión para glorificarnos a nosotros mismos.
16 - Capítulo 16: El sacerdocio
16.1 - La rebelión de Coré
A excepción del corto párrafo referente al que había profanado el sábado, el capítulo que acabamos de estudiar puede ser considerado como un paréntesis en la historia de Israel en el desierto. Nos transporta al futuro, cuando Israel, a pesar de todos sus pecados, de su locura, sus murmuros y sus rebeliones poseerá la tierra de Canaán y ofrecerá sacrificios de justicia y cánticos de alabanza al Dios de su salvación. Hemos visto en él a Jehová pasando por alto la incredulidad y la desobediencia (cap. 13 y 14), anticipando el cumplimiento pleno y final de su eterno designio y la realización de sus promesas a Abraham, Isaac y Jacob.
Seguidamente, el capítulo 16 continúa la historia del desierto, triste y humillante en cuanto al hombre, pero brillante y bendita si miramos la inagotable paciencia y la ilimitada gracia de Dios. Esas son las 2 grandes lecciones del desierto: lo que es el hombre, pero también lo que es Dios. Las 2 cosas se relacionan en las páginas del libro de los Números. Así, en el capítulo 14, nos está mostrado el hombre y sus caminos. Luego, en el capítulo 15, vemos a Dios y sus caminos; ahora, en el 16, volvemos de nuevo al hombre y los suyos. ¡Que podamos cosechar una instrucción profunda y sólida de esta doble lección!
«Coré hijo de Izhar, hijo de Coat, hijo de Leví, y Datán y Abiram hijos de Eliab, y On hijo de Pelet, de los hijos de Rubén, tomaron gente, y se levantaron contra Moisés con doscientos cincuenta varones de los hijos de Israel, príncipes de la congregación, de los del consejo, varones de renombre. Y se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová? (v. 1-3).
Aquí llegamos a la solemne historia de lo que el Espíritu Santo, por medio del apóstol Judas, llama «la rebelión de Coré» (v. 11). La rebelión se atribuye a Coré porque él fue el jefe religioso de la misma. Parece que poseía autoridad suficiente para reunir a su alrededor un gran número de hombres influyentes, príncipes, hombres llamados al consejo y varones de renombre. En pocas palabras, era una rebelión formidable y seria, y haremos bien si procuramos examinar su origen y su carácter moral.
Cuando se manifiesta un espíritu de deslealtad es siempre un momento de crisis para la historia de la Asamblea; porque si no es reprimido según Dios, tendrán lugar las más desastrosas consecuencias. En todas las asambleas hay elementos de oposición; basta un espíritu alborotador y dominador que obre sobre ese tipo de elementos para convertir en fuego devorador la llama que ardía en lo oculto. Siempre hay cientos y aun miles de individuos dispuestos a agruparse alrededor del estandarte de la revuelta en cuanto este se despliega, pero que no hubieran tenido la fuerza ni el valor de levantarlo ellos mismos. Satanás no echará mano del primer novato como instrumento de una obra semejante. Para ello necesita a un hombre astuto, diestro y enérgico, a un hombre de carácter fuerte que influya en el ánimo de sus semejantes y con una voluntad de hierro para proseguir en sus proyectos. Ciertamente Satanás reviste de esas características a los que emplea en sus empresas diabólicas. Sea como fuese, sabemos que los grandes conductores de todas las revueltas han sido hombres con una mente superior, capaces de gobernar a su capricho la turba inconstante que, como el océano que se deja levantar por todos los vientos de la tempestad. Esos hombres saben agitar las pasiones de los pueblos para servirse de ellos. La palanca más segura de que disponen para sublevar a las masas es la cuestión de sus derechos y de su libertad. Si logran persuadir a los pueblos de que su libertad está amenazada, o de que sus derechos son infringidos, se reunirán con seguridad a su alrededor un gran número de mentes inquietas y capaces de causar mucho mal.
16.2 - La acusación contra Moisés y Aarón
Este fue el caso de Coré y sus partidarios. Trataron de convencer al pueblo de que Moisés y Aarón se imponían como amos sobre sus hermanos y que atentaban contra sus derechos y privilegios como miembros de una santa congregación en la cual, según su criterio, todos estaban al nivel y tenían el mismo derecho de obrar.
«¡Basta ya de vosotros!… ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?» (v. 3). Básicamente esta era su acusación fundamental contra el hombre más manso de toda la tierra. Pero ¿qué era lo que Moisés se había adjudicado? La ojeada más rápida sobre la historia de este amado siervo hubiera bastado para convencer a una persona imparcial de que, lejos de apropiarse de dignidades o responsabilidades, se había mostrado demasiado dispuesto a rehusarlas cuando le fueron ofrecidas, y a desfallecer bajo su peso cuando se le impusieron. Por tanto, el que acusara a Moisés de querer abarcar mucho estaba probando sencillamente que ignoraba por completo el verdadero espíritu y carácter de este hombre. El que pudo decir a Josué: «¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su Espíritu sobre ellos» (cap. 11:29), no estaba dispuesto a apropiarse de nada.
Por otra parte, si Dios llama y prepara a un hombre para su obra, si llena un vaso para un servicio especial, ¿cómo y por qué, entonces, censurar el don y el cargo conferidos por Dios? Verdaderamente, no puede haber nada más absurdo. «No puede el hombre recibir nada, si no le es dado del cielo» (Juan 3:27). Sin ello es completamente inútil que un hombre cualquiera pretenda ser o tener algo; esa pretensión debe necesariamente desembocar en la nada. Tarde o temprano los ambiciosos serán puestos en su lugar y solo subsistirá lo que es de Dios.
Coré y su banda estaban disputando contra Dios, no contra Moisés y Aarón. Estos habían sido llamados por Dios para ocupar cierto cargo y cumplir una misión especial, y ¡desdichados si se hubieran negado!, pues ellos no fueron quienes habían aspirado a tal cargo o se habían apropiado de aquella obra, sino que habían sido consagrados por Dios. Esto hubiera debido bastar para resolver la cuestión para todos, pero no para los rebeldes, alborotadores y ocupados en sí mismos, quienes procuraban perjudicar a los verdaderos siervos de Dios con el fin de exaltarse a sí mismos. Este es siempre el caso de los promotores de sediciones y descontentos, cuyo objetivo verdadero es darse importancia. Hablan altivamente y de manera muy creíble de los derechos y privilegios comunes al pueblo de Dios, pero en realidad aspiran a ocupar una posición para la que no son aptos, y disfrutar de privilegios a los que no tienen ningún derecho.
En realidad, la cuestión es muy sencilla. Si Dios le ha dado a alguien una posición que ocupar o alguna obra que hacer, ¿quién se atreverá a contradecirlo? Que cada cual, pues, reconozca su lugar y lo ocupe; que reconozca la obra que le ha sido confiada y la cumpla. Es absurdo querer ocupar la posición o hacer la obra de otro. Así lo vimos al meditar acerca de los capítulos 3 y 4 de este libro. Es preciso que esto sea siempre una realidad. Coré tenía su obra y Moisés la suya. ¿Por qué debía uno envidiar al otro? Acusar al sol, a la luna y a las estrellas de darse demasiada importancia al brillar en el espacio que se les ha asignado sería tan insensato como acusar de presunción a un siervo revestido de los dones de Cristo que acepta la responsabilidad de su cargo.
16.3 - La función de cada uno en el Cuerpo de Cristo
Este principio tiene una gran importancia en cualquier asamblea, grande o pequeña, y en toda circunstancia en la que los cristianos son llamados a trabajar juntos. Es un error suponer que todos los miembros del Cuerpo de Cristo son llamados a ocupar lugares de distinción o que cada miembro pueda escoger su lugar en el Cuerpo. Esto depende absolutamente del decreto de Dios.
Esa es la clara enseñanza de 1 Corintios 12:14-18: «Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos. Si dijera el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo; no por esto deja de ser del cuerpo. Y si dijera la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo; no por esto deja de ser del cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuera oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero ahora Dios colocó a cada uno de los miembros en el cuerpo como él quiso».
Ahí se ve la verdadera y única fuente del ministerio en la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. «Dios ha colocado los miembros». No es un hombre quien nombra a otro; menos aún es un hombre quien se nombra a sí mismo. Se requiere el nombramiento divino y si este es realizado por el hombre, se usurpan los derechos de Dios.
Si examinamos este asunto a la luz de la maravillosa enseñanza de 1 Corintios 12, ¿qué diríamos si los pies acusasen a las manos, o si los oídos acusasen a los ojos de darse demasiada importancia? ¿No resultaría algo extremadamente ridículo?
Es verdad que estos miembros ocupan cada uno un lugar distinto en el cuerpo; pero ¿por qué? Porque Dios los ha colocado allí «como él quiso». ¿Y qué hacen ellos en esa posición diferenciada? La obra que Dios les ha encomendado que cumplan. ¿Con qué objeto? Por el bien de todo el cuerpo. No hay un solo miembro, por humilde que sea, que no se beneficie de la obra debidamente cumplida por un miembro distinguido. Por otra parte, este disfruta y aprovecha las funciones debidamente cumplidas por el miembro más humilde. Si los ojos pierden la agudeza visual, todos los miembros lo sentirán. Cualquier problema que tenga el miembro más insignificante, el miembro más honorable también sufrirá.
Por lo tanto, la cuestión no es saber si abarcamos poco o mucho, sino si cumplimos la obra que se nos ha asignado y ocupamos nuestro debido lugar. La edificación de todo el Cuerpo se efectúa mediante la fiel cooperación de todos los miembros, en la medida del trabajo de cada uno. Si esta gran verdad no es comprendida y puesta en práctica, la edificación, lejos de producirse, será obstaculizada; el Espíritu Santo será apagado y contristado, los derechos soberanos de Cristo serán negados, y Dios no será honrado. Todo cristiano debe obrar de acuerdo con este principio divino y testificar en contra de todo lo que lo oscurezca o lo niegue.
La introducción en la Casa de Dios de «cristianos» sin la vida divina ha conducido a la ruina del testimonio que Dios esperaba de su Iglesia. Esto debe ser, para los fieles, un estímulo poderoso para guardar y practicar la verdad de Dios, cuyo olvido, abandono y negación han causado la presente ruina (2 Tim. 2:20-21).
El cristiano está solemnemente obligado a someterse al pensamiento revelado por Dios. Alegar las circunstancias como excusa para hacer lo malo o para descuidar cualquier verdad de Dios es burlarse de la autoridad divina y hacer a Dios cómplice de nuestra desobediencia. No iremos más allá en nuestras consideraciones. Solo hemos recordado estos temas porque están ligados a nuestro capítulo. Es, sin duda, una de las páginas más solemnes de la historia de Israel en el desierto.
16.4 - La humilde actitud de Moisés
Cuando Moisés, el verdadero siervo de Dios, oyó las palabras sediciosas de Coré y su banda, «se postró sobre su rostro». En Éxodo 14 vimos a este amado siervo postrado cuando debió haber permanecido de pie. Pero en este caso fue lo mejor y más seguro que pudo haber hecho. No se consigue nada respondiendo a los descontentos y amotinados; vale más dejarlos en manos del Señor, porque en realidad es a él a quien tienen que rendir cuenta. Cuando Dios coloca a un hombre en cierto puesto y le asigna un trabajo determinado, si es acusado por sus semejantes por serle obediente, entonces, esa querella va dirigida contra Dios mismo, quien sabrá resolverla según su sabiduría. Esta verdad consuela al siervo de Dios y da altura moral cuando se le oponen almas envidiosas y turbulentas. Es casi imposible ocupar un lugar distinguido en el servicio, o ser empleado de una manera especial por Dios, sin exponerse a los ataques de ciertos hombres radicales y descontentos que no pueden soportar que alguien sea más honrado que ellos. Pero el verdadero modo de responder a estas personas consiste en inclinarse humildemente reconociendo su propia nulidad y dejar pasar sobre sí la corriente de la revuelta.
«Cuando oyó esto Moisés, se postró sobre su rostro; y habló a Coré y a todo su séquito, diciendo: Mañana mostrará Jehová (no será Moisés quien muestre) quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo acercará a sí. Haced esto: Tomaos incensarios, Coré y todo su séquito, y poned fuego en ellos, y poned en ellos incienso delante de Jehová mañana; y el varón a quien Jehová escogiere, aquel será el santo; esto os baste, hijos de Leví» (v. 4-7).
Esto era poner el asunto en buenas manos. Aquí vemos a Moisés poniendo los derechos soberanos de Jehová en primer lugar. Dios «mostrará» y Dios escogerá (v. 5). No dijo ni una palabra de sí mismo ni de Aarón. Todo el asunto dependía del nombramiento y selección hechos por Dios. Los 250 rebeldes son colocados frente al Dios vivo. Fueron convocados a presentarse ante él con sus incensarios, a fin de que toda la cuestión se examinara y se resolviera definitivamente ante aquel gran tribunal cuya decisión era inapelable. De nada hubiera servido, evidentemente, que Moisés y Aarón hubiesen pronunciado un juicio, ya que eran los demandados en la causa. Moisés deseaba que ambas partes fuesen citadas delante de Dios para juzgar y resolver ese difícil caso.
Esta era la verdadera humildad, la verdadera sabiduría. Siempre es conveniente, cuando las personas buscan una posición, dejársela ocupar a su gusto; pues seguramente la misma plaza a la que locamente aspiraron será el escenario de su derrota y confusión. A veces se ve a hombres que envidian a otros en cierto ámbito de actividad, ya que quisieran ocuparlo ellos. Que lo intenten, y seguramente al final caerán y saldrán llenos de vergüenza y confusión. El Señor los confundirá. Lo mejor que pueden hacer quienes están expuestos a los ataques de la envidia, es postrarse ante Dios y dejarle resolver la cuestión con los descontentos.
Es muy triste ver que estas escenas ocurren una y otra vez en el pueblo de Dios. El mejor remedio en tales casos es dejar que los rebeldes y ambiciosos corran libres cuan largo les permita la cuerda, ya que esto es, en realidad, dejarlos en manos de Dios quien, con toda seguridad, les tratará según su perfecto camino.
«Dijo más Moisés a Coré: Oíd ahora, hijos de Leví: ¿Os es poco que el Dios de Israel os haya apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congregación para ministrarles, y que te hizo acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos de Leví contigo? ¿Procuráis también el sacerdocio? Por tanto, tú y todo tu séquito sois los que os juntáis contra Jehová; pues Aarón, ¿qué es, para que contra él murmuréis?» (v. 8-11).
Aquí se nos muestra la verdadera causa de esta terrible conspiración. Vemos al hombre que la provocó y lo que se proponía. Moisés se dirigió a Coré y lo acusó de aspirar al sacerdocio. Es importante que el lector capte claramente este punto según la enseñanza de la Escritura. Es necesario que vea lo que era Coré, lo que era su obra y cuál era la finalidad de su turbulenta ambición. Necesita ver todas estas cosas si quiere comprender la verdadera fuerza y el verdadero sentido de la expresión de Judas: «La rebelión de Coré» (Judas 11).
16.5 - ¿A qué aspiraba Coré y qué enseñanza debemos sacar?
¿Quién era Coré? Era un levita que, como tal, fue llamado a servir y a enseñar. «Ellos enseñarán tus juicios a Jacob, y tu ley a Israel» (Deut. 33:10). El Dios de Israel os ha «apartado de la congregación de Israel, acercándoos a él para que ministréis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estéis delante de la congregación para ministrarles». Así era Coré y la esfera de su actividad. Pero ¿a qué aspiraba? Al sacerdocio: «¿Procuráis también el sacerdocio?».
Un observador superficial quizás no notaría que Coré buscaba algo para sí. Parecía defender los derechos de toda la asamblea. Pero Moisés, por el Espíritu de Dios, desenmascaró a este hombre y mostró que, con un pretexto verosímil, procuraba audazmente el sacerdocio para sí mismo. Conviene resaltar esto; por lo general, quienes hablan a gritos de las libertades, los derechos y los privilegios del pueblo de Dios, en realidad buscan su propia exaltación e intereses personales. Descontentos con hacer su propia obra, buscan un lugar que no les corresponde. Esto no siempre es visible, pero sin duda Dios lo descubrirá tarde o temprano. Nada es tan despreciable en la Asamblea como buscar un puesto para uno mismo. Esto ha de terminar inevitablemente en la decepción y la vergüenza. Lo mejor para cada uno es estar en el puesto que se le ha señalado y hacer la obra que se le ha confiado. Cuanto más humilde, tranquila y sencillamente se haga, mejor.
Coré no había aprendido este principio sencillo y sano. Descontento con su posición y su servicio asignados por Dios, pretendía algo que no le correspondía. Aspiraba a ser sacerdote. Su pecado era el de rebelión contra el sumo sacerdote de Dios. Esta era «la contradicción de Coré». Debido a que este hecho de la historia de Coré no es bien comprendido, ocurre a veces que se acusa del mismo pecado a quien trata de ejercer un don cualquiera conferido por la Cabeza de la Iglesia, sin el permiso de su jerarquía o de hombres. Un juicio así está completamente desprovisto de fundamento. Tomemos, por ejemplo, un hombre al cual Cristo le haya dado claramente el don de evangelista. ¿Debemos culparlo del pecado de Coré si, en virtud del don y de la misión de Dios, predica el Evangelio? ¿Deberá predicar o no? El don de Dios y su llamado ¿son suficientes para autorizarle? ¿Obra como rebelde el que predica el Evangelio en esas condiciones?
Lo mismo podría decirse con respecto al pastor o al maestro. ¿Es culpable del pecado de Coré al ejercer el don especial que ha recibido de la Cabeza de la Iglesia? El don de Cristo ¿no hace del hombre un ministro? ¿Qué le falta para el servicio? Para todo espíritu sin prejuicios (para todos los que se dejan enseñar por la Escritura) está muy claro que la posesión de un don, otorgado desde lo alto, basta para hacer de un hombre un ministro. Asimismo, es evidente que, aunque un hombre tenga todo cuanto es posible, si no tiene el don de parte de la Cabeza de la Iglesia, no es ministro. No comprendemos por qué surgen tantas dudas sobre asuntos tan claros.
No debe perderse de vista que hablamos de dones especiales para el servicio en la Iglesia [15]. Sin duda, todos los miembros del Cuerpo de Cristo tienen un ministerio que desempeñar, alguna obra que hacer. Esto lo comprenden todos los cristianos que tienen sabiduría. Es obvio que la edificación del Cuerpo no es solo fruto de la acción de algunos dones eminentes, sino de todos los miembros en sus posiciones respectivas, como leemos en Efesios 4:15-16. «Sino que, practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la cabeza, Cristo; de quien todo el cuerpo, bien coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo, según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor».
[15] Nota del traductor: El evangelista ejerce su don mayormente fuera de la Iglesia. Mediante su ministerio las almas que han venido al Señor son añadidas a la Asamblea.
Todo esto está claro. Pero en cuanto a los dones especiales, como el de evangelista, pastor, profeta o maestro, es Cristo quien los da. La sola y simple posesión de esos dones basta para que los hombres que los tienen sean considerados ministros (Efe. 4:12; 1 Cor. 12:11). Por otra parte, ni la mejor educación ni todas las instituciones humanas existentes serían capaces de hacer de un hombre un evangelista, un pastor o un maestro, a menos que haya recibido de la Cabeza de la Iglesia un don especial. Creemos haber dicho lo suficiente para probar que es un grave error acusar a hombres del horrendo pecado de Coré por ejercer libremente los dones que les han sido distribuidos por la Cabeza de la Iglesia. En realidad, pecarían gravemente si no los ejerciesen.
Hay una gran diferencia entre el ministerio (o servicio) y el sacerdocio. Coré no aspiraba a ser ministro; lo era. Él aspiraba a ser sacerdote, pero no podía serlo, ya que el sacerdocio pertenecía a Aarón y a sus hijos. Querer ofrecer sacrificios o cumplir cualquier otra función sacerdotal hubiera sido, de parte de cualquier otro que no fuese de esa casa, una usurpación temeraria. Aarón era tipo de nuestro gran Sumo Sacerdote que subió a los cielos, Jesús el Hijo de Dios. Los cielos son la esfera de su ministerio. «Así pues, si estuviera sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote» (Hebr. 8:4). «Porque es evidente que nuestro Señor ha surgido de Judá, tribu de la cual nada dice Moisés acerca de sacerdotes» (Hebr. 7:14). Ahora no hay sacerdotes en la tierra, salvo en el sentido de que todo creyente es un sacerdote. Así leemos: «Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real» (1 Pe. 2:9). Todo cristiano es sacerdote según el sentido de esta expresión. El más débil creyente en la Iglesia de Dios es tan sacerdote como lo era Pablo. Esto no es cuestión de capacidad o de poder espiritual, sino de posición. Todos los creyentes son sacerdotes y como tales son llamados a ofrecer sacrificios espirituales, según lo leemos en Hebreos 13:15-16: «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre. Pero, de hacer el bien y de la ayuda mutua, no os olvidéis; porque en tales sacrificios se complace Dios».
Ese es el sacerdocio cristiano. Lector, note cuidadosamente que aspirar a otra forma de sacerdocio fuera de esta, encargarse de alguna otra pretendida función sacerdotal, establecer otra casta cualquiera de sacerdotes, poner aparte a cierto número de hombres consagrados para obrar en favor de sus semejantes, o para cumplir, en su lugar, un culto o cualquier otro servicio sacerdotal ante Dios, es, en principio, exactamente el pecado de Coré. Hablamos del principio y no de las personas. El germen del pecado está allí, y el fruto tarde o temprano llegará a su plena madurez.
Este asunto tiene una enorme importancia y debe ser examinado a la luz de las Santas Escrituras, y en ningún modo bajo la influencia de la tradición o de la historia eclesiástica. ¿Cuáles son hoy en día los verdaderos culpables del pecado de Coré? ¿Los que buscan ejercer un don que solo es recibido de la Cabeza de la Iglesia, los que ejercen un ministerio porque una institución humana se lo confirió o los que se atribuyen a sí mismos un oficio sacerdotal, que depende únicamente de Cristo? Esta solemne cuestión solo puede plantearse y resolverse a la luz de la Palabra. ¡Que podamos examinarla con calma en la presencia de Dios y permanecer fieles a Aquel que no solo es nuestro Salvador, sino también nuestro soberano Señor!
16.6 - El juicio de Dios sobre Coré y los suyos
El resto del capítulo ofrece un cuadro muy conmovedor del juicio de Dios ejecutado sobre Coré y los suyos. Jehová resolvió muy pronto la cuestión suscitada por esos hombres rebeldes. El relato por sí mismo ya es horroroso. ¿Cómo habrá sido, pues, el hecho mismo? La tierra abrió su boca y tragó a los 3 principales promotores de la rebelión; el fuego de Jehová descendió y consumió a los 250 hombres que ofrecían el incienso (v. 35).
«Y dijo Moisés: En esto conoceréis que Jehová me ha enviado para que hiciese todas estas cosas, y que no las hice de mi propia voluntad. Si como mueren todos los hombres murieren estos, o si ellos al ser visitados siguen la suerte de todos los hombres, Jehová no me envió. Mas si Jehová hiciere algo nuevo, y la tierra abriere su boca y los tragare con todas sus cosas, y descendieren vivos al Seol, entonces conoceréis que estos hombres irritaron a Jehová» (v. 28-30).
De este modo Moisés plantea la cuestión únicamente entre Jehová y los rebeldes. Él puede recurrir a Dios y dejarlo todo en sus manos; este es el verdadero secreto del poder moral. El hombre que no procura nada para sí mismo, que no tiene otro fin u objeto que la gloria de Dios, puede esperar con confianza el desenlace de cualquier dificultad. Pero para ello, su ojo debe ser sencillo, su corazón íntegro y sus intenciones puras. Las falsas pretensiones, la envidia y la presunción no pueden subsistir cuando la tierra abre su boca y el fuego de Jehová lo devora todo en derredor. Es fácil hacerse el fanfarrón, alabarse a sí mismo y emplear palabras altisonantes cuando todo está en calma, pero en cuanto Dios aparece con su juicio terrible, el aspecto de las cosas cambia.
«Y aconteció que cuando cesó él de hablar todas estas palabras, se abrió la tierra que estaba debajo de ellos. Abrió la tierra su boca, y los tragó a ellos, a sus casas, a todos los hombres de Coré, y a todos sus bienes. Y ellos, con todo lo que tenían, descendieron vivos al Seol, y los cubrió la tierra, y perecieron de en medio de la congregación. Y todo Israel, los que estaban en derredor de ellos, huyeron al grito de ellos; porque decían: No nos trague también la tierra» (v. 31-34).
Ciertamente «¡terrible cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hebr. 10:31). «Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él» (Salmo 89:7). «Porque también nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:29). Cuánto mejor hubiera sido para Coré contentarse con su servicio levítico, que era del orden más elevado. Su labor como coatita era llevar algunos de los utensilios más preciosos del santuario. Pero él aspiró al sacerdocio y cayó al Seol.
Pero esto no fue todo. Apenas el suelo se hubo cerrado sobre los rebeldes, «salió fuego de delante de Jehová, y consumió a los doscientos cincuenta hombres que ofrecían el incienso» (v. 35). Fue una escena pavorosa, una terrible manifestación del juicio de Dios contra el orgullo y las pretensiones del hombre. Es inútil levantarse contra Dios, pues él resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. ¡Qué locura de las débiles criaturas querer levantarse contra el Dios Todopoderoso!
Si Coré y los que estaban con él hubieran sido humildes y sumisos a Dios, contentos con la posición que Dios les había señalado, hubiesen sido honrados por él y no hubieran llenado de espanto y luto el corazón de sus hermanos. Quisieron ser algo, no siendo nada en realidad, y cayeron en el abismo. En el gobierno moral de Dios, la destrucción sigue inevitablemente al orgullo. Extraigamos del estudio del capítulo 16 de Números un sentimiento más vivo del valor de un espíritu humilde y contrito. Vivimos momentos en los que el hombre tiende a enaltecerse más y más. «Superación» es la divisa más popular hoy en día. Estemos atentos a nuestra manera de interpretarla y aplicarla. «El que exalte será humillado» (Mat. 23:12). Si nos regimos por la regla del reino de Dios, veremos que el único modo de ser enaltecidos es descender. El que ahora ocupa el lugar supremo en los cielos es el que tomó voluntariamente el puesto más bajo en la tierra (Fil. 2:5-11).
Este es nuestro modelo como cristianos y en él está el antídoto divino contra el orgullo y la ambición sediciosa de los hombres de este mundo. No hay nada más triste que ver un espíritu presuntuoso, inquieto, vano e impaciente en los que hacen profesión de seguir a Aquel que era manso y humilde de corazón. Examinarse en la presencia de Dios y estar frecuentemente a solas con él es el gran remedio contra el orgullo y la satisfacción de sí mismo. ¡Que podamos conocer la realidad de esto en lo profundo de nuestras almas! Que el Señor en su bondad nos haga realmente humildes en todos nuestros caminos y considerarnos como nada a nuestros ojos.
16.7 - La gloria de Jehová aparece después del murmuro del pueblo
El último párrafo de nuestro capítulo demuestra, de la manera más evidente, el mal incorregible del corazón natural. Se podía esperar que después de las impresionantes escenas que habían ocurrido, la congregación hubiera aprendido lecciones profundas y duraderas. Después de haber visto a la tierra abrir su boca, de haber oído los desgarradores alaridos de los rebeldes que descendían al Seol, de haber visto el fuego de Jehová descender y consumir a los 250 príncipes de la asamblea, después de haber presenciado esas pruebas del juicio divino, ese despliegue del poder y de la majestad de Dios, podría suponerse que aquel pueblo, en adelante, marcharía mansa y humildemente, sin que en sus tiendas se volvieran a oír expresiones de descontento y rebelión, pero lamentablemente, por más que se quieran enseñar esas cosas, la carne es incurable. Esta verdad se revela en cada página del volumen divino; y se muestra igualmente en las últimas líneas del capítulo 16. «El día siguiente»; fijémonos en esto. No fue al cabo de un año, de un mes, ni siquiera de una semana que ocurrieron las espantosas escenas ante las cuales nos hemos detenido, sino: «El día siguiente, toda la congregación (no solamente algunos de espíritu temerario) de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón, diciendo: Vosotros habéis dado muerte al pueblo de Jehová. Y aconteció que cuando se juntó la congregación contra Moisés y Aarón, miraron hacia el tabernáculo de reunión, y he aquí la nube lo había cubierto, y apareció la gloria de Jehová. Y vinieron Moisés y Aarón delante del tabernáculo de reunión. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Apartaos de en medio de esta congregación, y los consumiré en un momento» (v. 41-45).
16.8 - La intercesión de Moisés y Aarón
Aquí tenemos un nuevo motivo de intercesión para Moisés. La congregación estaba amenazada de la destrucción total y no parecía haber ninguna esperanza. La paciencia de Dios parecía haberse agotado; la espada del juicio estaba a punto de caer sobre toda la congregación, y vemos, precisamente en ese momento, que los rebeldes y el pueblo encontraron su única esperanza en aquel sacerdocio que habían despreciado, y que los mismos hombres a quienes acusaban de hacer morir al pueblo de Dios, eran los instrumentos de Jehová para salvar sus vidas. «Y ellos se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado. Entonces tomó Aarón el incensario, como Moisés dijo, y corrió en medio de la congregación; y he aquí que la mortandad había comenzado en el pueblo; y él puso incienso, e hizo expiación por el pueblo, y se puso entre los muertos y los vivos; y cesó la mortandad» (v. 45-48).
Aquel sacerdocio, que había sido tan despreciado, era el único que podía salvar al pueblo rebelde y obstinado. Hay algo inefablemente bendito en este párrafo. Aarón, el sumo sacerdote de Dios, se colocó entre los muertos y los vivos, y de su incensario se elevó una nube de incienso que subió hasta Dios, figura relevante de Aquel más grande que Aarón quien, habiendo hecho por sí mismo una perfecta expiación por los pecados de su pueblo, está siempre delante de Dios con todo el perfume de su Persona y de su obra. Solo el sacerdocio podía conducir al pueblo a través del desierto; era el rico y adecuado recurso de la gracia divina. El pueblo era deudor a la intercesión del sumo sacerdote ya que había sido preservado de las justas consecuencias de sus rebeldes murmuros. Si hubiera sido tratado simplemente desde el punto de vista de la justicia, todo lo que se hubiese dicho sería: «Apartaos… y los consumiré en un momento» (v. 45).
Ese es el lenguaje de la pura e inflexible justicia; la destrucción inmediata es la obra de la justicia, pero la liberación completa y final es la gloriosa y característica obra de la gracia divina, la gracia que reina «por la justicia» (Rom. 5:21). Si Dios hubiese obrado con su pueblo únicamente según la justicia, su Nombre no hubiera sido plenamente glorificado, pues este Nombre implica, además de la justicia, el amor, la misericordia, la bondad, la clemencia, la longanimidad, la compasión profunda e inagotable. Y ninguna de estas cosas hubieran sido conocidas si el pueblo hubiese sido consumido en un momento y, por consiguiente, el nombre de Jehová no habría sido glorificado o plenamente demostrado. «Por amor de mi nombre diferiré mi ira, y para alabanza mía la reprimiré para no destruirte. He aquí te he purificado, y no como a plata; te he escogido en horno de aflicción. Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro» (Is. 48:9-11).
¡Cuán precioso es que Dios obre para nosotros, por nosotros y en nosotros para glorificar su Nombre! ¡Cuán maravilloso es también que su gloria resplandezca sobre todo, e incluso que solo se manifieste en toda su plenitud en el enorme plan formado por su corazón, en el cual se revela como un «Dios justo y Salvador!» (Is. 45:21). ¡Precioso nombre para un pobre pecador perdido! En él está contenido todo cuanto el hombre pueda necesitar tanto ahora como en la eternidad. Él lo extirpa de lo profundo de su miseria, pecador culpable digno de la Gehena; lo salva y lo lleva a través de incontables luchas, pruebas y dolores del desierto; y, finalmente, lo lleva arriba, a aquella mansión feliz y bendita en la cual jamás podrán penetrar el pecado y la tristeza.
17 - Capítulo 17: La confirmación del sacerdocio de Aarón
17.1 - Las varas de los príncipes y la de Aarón
Los capítulos 17 y 18 del libro que estudiamos forman una parte separada en la cual nos está presentada el origen, las responsabilidades y los privilegios del sacerdocio; el cual es una institución divina. «Y nadie se atribuye este honor, sino cuando es llamado por Dios, así como lo fue Aarón» (Hebr. 5:4). Esto se pone de manifiesto en el capítulo 17. «Luego habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y toma de ellos una vara por cada casa de los padres, de todos los príncipes de ellos, doce varas conforme a las casas de sus padres; y escribirás el nombre de cada uno sobre su vara. Y escribirás el nombre de Aarón sobre la vara de Leví; porque cada jefe de familia de sus padres tendrá una vara. Y las pondrás en el tabernáculo de reunión delante del testimonio, donde yo me manifestaré a vosotros. Y florecerá la vara del varón que yo escoja, y haré cesar de delante de mí las quejas de los hijos de Israel con que murmuran contra vosotros. Y Moisés habló a los hijos de Israel, y todos los príncipes de ellos le dieron varas; cada príncipe por las casas de sus padres una vara, en total doce varas; y la vara de Aarón estaba entre las varas de ellos» (v. 1-6).
¡Qué incomparable sabiduría brilla en este ajuste! ¡El asunto fue completamente quitado de las manos del hombre y colocado donde debía estar, esto es, en manos del Dios vivo! No se trataba de un hombre que se instituyera a sí mismo, o a otro; era Dios mismo instituyendo al hombre, según su propia elección en el oficio que Él había establecido. En otras palabras, el asunto debía ser resuelto por Dios mismo, de manera que todos los murmuros pudieran ser ahogados para siempre y que nadie pudiese acusar al Sumo Sacerdote de Dios de atribuirse demasiados poderes. La voluntad humana no tenía nada que ver en esta circunstancia solemne. Las 12 varas, todas en un mismo estado, fueron colocadas ante Jehová; el hombre se retiraba y dejaba obrar a Dios. No había lugar ni ocasión para la intervención humana. En la profunda soledad del santuario, lejos de todos los pensamientos del hombre, la gran cuestión del sacerdocio iba a ser fijada por la decisión del mismo Dios, y una vez fijada, jamás podría ser planteada de nuevo.
«Y Moisés puso las varas delante de Jehová en el tabernáculo del testimonio. Y aconteció que el día siguiente vino Moisés al tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de Aarón de la casa de Leví había reverdecido, y echado flores, y arrojado renuevos, y producido almendras» (v. 7-8). Figura admirable e impresionante de Aquel que debía ser «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). Las 12 varas estaban sin vida; pero Dios, el Dios vivo, entra en escena; y por ese poder que le es peculiar da vida a la vara de Aarón y la presenta llevando los exquisitos frutos de la resurrección.
17.2 - «Escrito está»
¿Quién podría negar esto? Los racionalistas pueden burlarse de ello y plantear 1.000 cuestiones. La fe contempla esta vara cargada de frutos y descubre en ella un símbolo atrayente de la nueva creación en la que todas las cosas son de Dios. La incredulidad puede discutir alegando la aparente imposibilidad de que un trozo de madera seca haya florecido y producido fruto en una noche. A los incrédulos, a los racionalistas y a los escépticos esto les parece imposible. ¿Por qué? Porque ellos siempre excluyen a Dios. Recordemos esto: la incredulidad excluye invariablemente a Dios, formula sus razonamientos y luego deduce sus conclusiones en la oscuridad de la noche. No hay ni un solo rayo de luz verdadera en la esfera donde se mueve la incredulidad. Esta excluye la única fuente de luz y deja al alma envuelta en las sombras de unas tinieblas profundas.
Es conveniente que el joven lector se detenga en ello y considere seriamente este hecho solemne; que reflexione acerca del efecto peculiar de la incredulidad, de la filosofía, del racionalismo o del escepticismo. Ese efecto comienza, prosigue y acaba excluyendo a Dios. El incrédulo se adelanta con un impío y audaz «cómo pudo ser» ante el misterio de la vara de Aarón que brota, florece y fructifica. Ese es el gran camino del incrédulo. Puede plantear 10.000 cuestiones, pero jamás resuelve ninguna. Enseña a dudar de todo y a no creer en nada.
La incredulidad es de Satanás, quien ha sido, es y será el gran cuestionador. Llena el corazón de toda clase de «quizás» y de «cómo», sumergiendo a las almas en profundas tinieblas. Si logra suscitar una pregunta, ya habrá conseguido su objetivo. Pero es completamente impotente frente a un alma que cree que Dios existe y que ha hablado. Esta es la noble respuesta de la fe a las preguntas de la incredulidad, la solución divina a todas las dificultades del incrédulo. La fe siempre introduce a Aquel que es excluido por la incredulidad. La fe piensa con Dios; la incredulidad piensa sin Dios.
Diremos, pues, al lector cristiano, particularmente si es joven: No admita ninguna pregunta cuando Dios ha hablado. Si lo hace, muy pronto Satanás lo tendrá bajo sus pies. Su único y suficiente recurso contra él está en la respuesta firme e inmutable: «Escrito está». ¿Qué ventaja podría tener el hombre si discutiera con Satanás basándose en sus experiencias, sus sentimientos o sus observaciones? Nuestro terreno debe ser exclusivamente este: Dios existe y ha hablado. Satanás no puede hacer nada contra ese poderoso e invencible argumento que anula a todos los demás, que lo confunde y que pronto lo hace huir.
Este hecho lo vemos notablemente demostrado en la tentación de nuestro Señor. El enemigo, con sus procedimientos habituales, se acerca al Amado para insinuar una duda: «Ya que eres Hijo de Dios» (Mateo 4:3, 6). ¿Acaso el Señor le responde? Diciendo: “Sé que soy el Hijo de Dios. Recibí este testimonio cuando los cielos se abrieron y el Espíritu descendió y me ungió. Siento y creo que soy el Hijo de Dios”. No; esa no es la manera de rechazar al tentador. «Escrito está» (v. 4, 7, 10) fue la respuesta, repetida 3 veces, del Hombre obediente y sumiso, y debe ser también la nuestra si queremos triunfar.
Si, pues, alguno pregunta con respecto a la vara de Aarón: “¿Cómo puede ocurrir una cosa así, contraria a las leyes naturales? ¿Cómo podría Dios trastornar los principios de la naturaleza?”. La respuesta de la fe es sublime en su simplicidad: Dios es todopoderoso y puede obrar según le plazca. El que llamó los mundos a la existencia puede, en un momento, hacer brotar, florecer y fructificar una vara. Si se introduce a Dios, al verdadero Dios, vivo y veraz, todo se volverá sencilla y claramente; póngalo a un lado y todo se sumergirá enseguida en una confusión desesperante. Querer someter al Todopoderoso Creador del inmenso universo a ciertas leyes de la naturaleza es nada menos que una blasfemia impía. Es casi peor que negar su existencia. Es difícil decir quién es peor, si el ateo que niega la existencia de Dios, o el racionalista que sostiene que Dios no puede obrar como crea conveniente.
Sentimos la inmensa importancia de examinar las causas reales de todas las teorías verosímiles que surgen en nuestros días. El espíritu humano se ocupa de formar sistemas, sacar conclusiones y razonar en términos que excluyen completamente el testimonio de las Santas Escrituras y separan a Dios de lo que él mismo ha creado. Es necesario que los jóvenes estén seriamente advertidos de todo ello. Debe mostrárseles la inmensa diferencia que existe entre los hechos de la ciencia y las conclusiones de los sabios. Un hecho es un hecho, dondequiera que se le encuentre, en la geología, en la astronomía o en cualquiera otra rama de la ciencia; pero los razonamientos, las conclusiones y las teorías son cosas muy diferentes. La Escritura jamás menoscabará los hechos reales que la ciencia haya comprobado, mientras que los razonamientos de los sabios se encuentran a menudo en oposición a la Escritura. Y cuando se presente el caso, debemos denunciar abiertamente la incredulidad, diciendo como el apóstol: «Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso» (Rom. 3:4).
Demos siempre a las Santas Escrituras el primer lugar en nuestros corazones y en nuestro espíritu. Inclinémonos con absoluta sumisión, no ante: “Así dice la iglesia”, “así dicen los padres” o “así dicen los maestros”; sino ante: «Así ha dicho el Señor»; «escrito está». Esa es nuestra única seguridad contra la corriente invasora de la incredulidad que amenaza con destruir las bases de los sentimientos piadosos en toda la extensión de la cristiandad. Solo escaparán los que son enseñados y gobernados por la Palabra del Señor. Quiera Dios aumentar su número.
17.3 - La vara de Aarón y la de Moisés
Volvamos al estudio de nuestro capítulo. «Entonces sacó Moisés todas las varas de delante de Jehová a todos los hijos de Israel; y ellos lo vieron, y tomaron cada uno su vara. Y Jehová dijo a Moisés: Vuelve la vara de Aarón delante del testimonio, para que se guarde por señal a los hijos rebeldes; y harás cesar sus quejas de delante de mí, para que no mueran. E hizo Moisés como le mandó Jehová, así lo hizo» (v. 9-11).
Así quedaba resuelta por Dios la cuestión. El sacerdocio estaba establecido sobre la gracia todopoderosa del Dios que saca la vida de la muerte. Es la fuente del sacerdocio. De nada hubiera servido tomar una de las 11 varas secas y hacer de ella la insignia del servicio sacerdotal. Todo el poder humano existente no hubiese podido dar vida a un palo muerto, o hacer de ese palo un canal de bendición para las almas. De igual modo no había en todas las 11 varas reunidas un solo brote o una sola flor. Pero allí donde había pruebas preciosas de un poder vivificante, rasgos refrescantes de vida y bendición divinas, frutos olorosos de gracia eficaz, allí y solo allí debía encontrarse el manantial de ese ministerio sacerdotal que podía conducir a través del desierto a un pueblo no solamente necesitado, sino también murmurador y rebelde.
¿Por qué la vara de Moisés no estaba entre las 12? La razón es sencilla. La vara de Moisés era símbolo del poder y de la autoridad. La de Aarón era símbolo de la gracia que «vivifica a los muertos y llama lo que no existe como existente» (Rom. 4:17). Pues bien, el poder y la autoridad solos no podían guiar al pueblo a través del desierto. El poder podía aniquilar al rebelde; la autoridad podía castigar al pecador; pero la misericordia y la gracia eran indispensables para una congregación de hombres, mujeres y niños necesitados, débiles y pecadores. La gracia, que podía hacer brotar almendras de una vara seca, podía también conducir a Israel a través del desierto. Solo en relación con la floreciente vara de Aarón Jehová podía decir: «Harás cesar sus quejas de delante de mí, para que no mueran». La vara de la autoridad podía quitar de en medio a los murmuradores, pero la vara de la gracia podía hacer cesar el murmuro.
El lector puede consultar con interés y provecho los primeros versículos del capítulo 9 de Hebreos, en lo referente a la vara de Aarón. El escritor inspirado, al hablar del arca del pacto, dice: «En la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto» (v. 4). La vara y el maná eran las provisiones de la gracia divina para los viajes y las necesidades de Israel en el desierto. Pero cuando llegamos a 1 Reyes 8:9, leemos: «En el arca ninguna cosa había sino las dos tablas de piedra que allí había puesto Moisés en Horeb, donde Jehová hizo pacto con los hijos de Israel, cuando salieron de la tierra de Egipto». Cuando hubo terminado la peregrinación por el desierto, y la gloria de los días de Salomón esparcía sus rayos sobre el país, la vara reverdecida y el maná fueron omitidos. No quedaba más que la Ley de Dios, base de su justo juicio en medio de su pueblo.
¡Qué hecho precioso! ¡Que el lector procure captar su profundo y bendito significado! Que sopese la diferencia entre la vara de Moisés y la de Aarón. Ya vimos la primera haciendo su obra característica en otros tiempos y en medio de otras escenas. También vimos al país de Egipto temblando bajo los golpes abrumadores de aquella vara. Una plaga tras otra caía sobre aquellas tierras por la acción de dicha vara. Vimos las aguas del mar Rojo separarse bajo ella, ya que era una vara de poder y de autoridad, pero impotente para apaciguar los murmuros de los hijos de Israel y conducir al pueblo a través del desierto. Solo la gracia podía hacer esto; la gracia pura, libre y soberana figurada en el reverdecimiento de la vara de Aarón.
Esta vara seca y muerta era la verdadera imagen del estado natural de Israel y de cada uno de nosotros. En ella no había savia, ni vida, ni poder. Podía decirse ciertamente: ¿Qué bien puede salir de ella? Ninguno, en absoluto, si la gracia no hubiera desplegado su poder vivificante. Lo mismo que sucedía con Israel en el desierto, sucede con nosotros ahora. ¿Cómo eran ellos guiados día tras día? ¿Cómo eran sostenidos en todas sus debilidades y necesidades? ¿Cómo eran perdonados sus pecados y su locura? La respuesta la encontramos en la vara de Aarón. La vara seca y muerta era la expresión del estado natural del corazón. Los brotes, las flores y los frutos mostraban la gracia viva y vivificante de Dios, donde estaba fundado el ministerio sacerdotal, el único que podía sostener a la congregación a través del desierto.
17.4 - Los ministerios en la Iglesia
Y hoy todavía sucede lo mismo: todo ministerio en la Iglesia de Dios es fruto de la gracia divina, un don de Cristo, Cabeza de la Iglesia. No hay otra fuente de ministerio; desde el apostolado hasta los más modestos dones proceden de Cristo. El gran origen de todo ministerio es mencionado en las palabras que Pablo dirige a los gálatas hablando de sí mismo: «Apóstol (no de parte de los hombres, ni mediante hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que lo resucitó de entre los muertos)» (Gál. 1:1).
Nótese bien, esta es la única fuente de la que mana todo ministerio, y no del hombre, de ninguna manera. Este puede recoger leña seca, trabajarla y labrarla a su gusto; puede consagrarla e instituirla dándole ciertos títulos oficiales resonantes. Pero, ¿de qué sirve esto? Solo son varas secas, muertas. Podemos decir ciertamente: ¿Dónde se ve en ellos un fruto? ¿Dónde una simple flor? ¿Dónde un brote solitario? Un solo retoño bastaría para probar que allí hay algo divino; pero, faltando esto, no puede haber ministerio vivo en la Iglesia de Dios. Solo un don otorgado por Cristo puede hacer de un hombre un ministro. Sin él es vano que uno se instituya o sea instituido como ministro.
¿Está de acuerdo el lector con este principio siendo tan claro para su alma como un rayo de sol, o tiene, por el contrario, alguna dificultad en admitirlo? Si es así, le rogamos que se despoje de todo prejuicio, sea cual sea su origen, que tome el Nuevo Testamento y estudie los capítulos 12 y 14 de 1 Corintios y Efesios 4:7-13. En esos pasajes encontrará desarrollado el tema del ministerio; allí verá que todo verdadero ministerio, ya sea el de apóstoles, profetas, maestros, pastores o evangelistas, es de Dios; todo fluye de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Si un hombre no posee un verdadero don de Cristo, no es un ministro. Todos los miembros del Cuerpo deben cumplir una obra. La edificación del Cuerpo está promovida por la propia acción de todos los miembros, sean eminentes, «débiles» o «menos decorosos». En otras palabras, todo ministerio es de Dios y dado por Dios, no por el hombre. En la Escritura no hay nada respecto a un ministerio de ordenación humana; todo es de Dios.
No debemos confundir los dones ministeriales con el oficio o cargo local. Vemos a los apóstoles, o sus delegados, ordenando a ancianos y designando diáconos; pero esto era algo totalmente distinto de los dones ministeriales. Esos ancianos y diáconos bien podían tener y ejercer al mismo tiempo algún don especial en el Cuerpo; los apóstoles no los ordenaron para ejercer esos dones, sino solamente para desempeñar los cargos a nivel local. El don espiritual procedía de Jesucristo, la Cabeza de la Iglesia, y era independiente del cargo local.
Es necesario, pues, distinguir entre don y cargo local. Reina la mayor confusión entre estas 2 cosas en toda la iglesia profesa; y como consecuencia el ministerio no es comprendido y los miembros del Cuerpo de Cristo no conocen su puesto ni sus funciones. La elección humana o la autoridad humana, en una u otra forma, se consideran esenciales en el ejercicio del ministerio en la Iglesia. Pero en realidad eso no se puede encontrar en la Escritura. Si lo hubiera, sería muy fácil exponerlo. Invitamos al lector a que cite una sola línea que demuestre que el llamamiento humano, la designación humana o la autoridad humana tengan algo que ver con el ejercicio de un ministerio. Nosotros afirmamos que no hay una cosa así en el Nuevo Testamento [16].
[16] Aun en el asunto del nombramiento de diáconos, en Hechos capítulo 6, vemos que era un acto apostólico. «Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buen testimonio, llenos del Espíritu y de sabiduría, a quienes pongamos en este cargo» (v. 3). A los hermanos les era permitido escoger a los hombres, ya que se trataba de manejar cosas materiales. Pero el señalamiento era divino. Y esto hacía referencia solamente al oficio de los diáconos, quienes tenían que atender los asuntos temporales de la Iglesia. Pero, respecto a la obra de evangelistas, pastores y maestros, era completamente independiente de la selección y de la autoridad humana, y descansaba simplemente en el don de Cristo (Efe. 4:11).
Bendito sea Dios, el ministerio en su Iglesia no es ni «de parte de los hombres, ni mediante hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que lo resucitó de entre los muertos» (Gál. 1:1). «Pero ahora Dios colocó a cada uno de los miembros en el cuerpo como él quiso» (1 Cor. 12:18). «Pero a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres.» ...Y él constituyó a unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; y a otros pastores y maestros; a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:7-13).
Aquí todos los grados de los dones ministeriales son colocados sobre un solo y mismo terreno, desde los apóstoles hasta los evangelistas y maestros; todos son conferidos por la Cabeza de la Iglesia, y una vez otorgados, convierten a sus poseedores en responsables; primero ante la Cabeza que está en los cielos y luego ante los miembros que están en la tierra. La idea de que el poseedor de un don especial de Dios deba hacerse consagrar por la autoridad humana no es más que un insulto a la majestad de Dios tan grande como si Aarón hubiera ido, con su vara reverdecida en mano, ante varios de sus semejantes para que ellos lo estableciesen en el sacerdocio. Aarón fue llamado por Dios, y esto le bastaba. Ahora también, todos los que poseen un don divino son llamados por Dios al ministerio, y solo tienen que desempeñarlo haciendo uso del don que han recibido.
El ministerio es de Dios en cuanto a su origen, a su poder y a su responsabilidad. No creemos que esta afirmación sea puesta en duda por los que tienen el gozo de ser enseñados exclusivamente por la Escritura. Todo ministro, sea cual fuere el don que posea, debe poder decir en su medida: “Dios me ha establecido en el ministerio”. Pero si un hombre dice esto sin poseer un determinado don, es tan malo o peor que el que poseyéndolo realmente, subordina el ejercicio de ese don a una autorización humana. Los hijos de Dios pueden ver fácilmente dónde se encuentra un don espiritual real, ya que su poder se manifestará segura y evidentemente allí donde se ejerza. El discernimiento y la sumisión a estos ministerios son asunto de los miembros del Cuerpo y constituyen su responsabilidad, como corresponde a los miembros del cuerpo hacer uso de sus articulaciones. Pero si los hombres pretenden un don o su poder sin tenerlo en realidad, su locura muy pronto será manifiesta a todos. Esto en cuanto al ministerio y al sacerdocio; la fuente de ambos es divina. El verdadero fundamento de ambos nos es descrito por la vara reverdecida. Aarón podía decir: “Dios me ha dado el sacerdocio”; y si se le exigían pruebas, podía mostrar la vara con sus frutos. Pablo podía decir: «Dios me ha establecido en el ministerio»; y si se le pedían títulos, podía mostrar miles de frutos vivos, resultado de su obra. Es necesario que sea así siempre en principio, en cualquier grado. El ministerio no debe ser solo de palabra, sino que debe ejercerse de hecho y en verdad. Dios no reconocerá las palabras, sino el poder.
Antes de dejar este tema, creemos que es muy importante subrayar bien la diferencia entre el ministerio y el sacerdocio. El pecado de Coré consistía en esto: no contento con ser ministro, aspiró a ser sacerdote; y el pecado de la cristiandad muestra el mismo carácter. En vez de dejar que el ministerio del Nuevo Testamento descanse sobre su propia base y muestre su carácter distintivo cumpliendo las funciones que le son propias, se ha hecho de él un sacerdocio, una casta sacerdotal en la que sus miembros deben distinguirse de sus hermanos por su manera de vestir, o por otros títulos, privilegios o prerrogativas.
17.5 - Todos los creyentes son sacerdotes
En oposición a esta confusión, todos los creyentes son sacerdotes, según la bendita enseñanza del Nuevo Testamento (1 Pe. 2:9; Apoc. 1:5-6; Hebr. 10:19-22; 13:15-16).
¡Cuán inaudito debió parecer a los santos con antecedente judío, quienes habían sido educados en las instituciones del tiempo de la Ley mosaica [17], verse exhortados a entrar en un sitio donde solo el más alto funcionario sacerdotal de Israel podía entrar una vez al año (Hebr. 9:7), y solo por unos instantes! ¡Enseñarles que debían ofrecer sacrificios y desempeñar las funciones especiales del sacerdocio! ¡Todo ello era maravilloso! Pues bien, así es en cuanto nos dejamos enseñar por la Escritura y no por los mandamientos, doctrinas y tradiciones de los hombres. No todos los cristianos son apóstoles, profetas, maestros, pastores o evangelistas; pero todos son sacerdotes. El miembro más débil de la Iglesia es tan sacerdote como Pedro, Pablo, Santiago o Juan. No hablamos de capacidad o de poder espiritual, sino de la posición que todos ocupan en virtud de la sangre de Cristo. En el Nuevo Testamento no se hace ninguna mención a cierta clase de hombres o casta privilegiada que esté colocada en una posición más elevada o más cercana a Dios que los demás hermanos. Todo eso está completamente opuesto al cristianismo, es una negación audaz de todos los preceptos de la Palabra de Dios y de las enseñanzas particulares de nuestro amado Señor y Maestro.
[17] N. del Ed.: «Ley mosaica» o «Ley de Moisés»: conjunto de las prescripciones que debían gobernar la vida de los israelitas.
Estas cosas tienen relación con los mismos cimientos del cristianismo. Basta con abrir los ojos y mirar a nuestro alrededor para ver los resultados prácticos de la confusión actual entre el ministerio y el sacerdocio. Se aproxima rápidamente el momento en el cual esos resultados tomarán un carácter todavía más espantoso y acabarán por atraer los juicios más terribles del Dios vivo. Aún no hemos visto toda la realidad de lo que en figura es la «rebelión de Coré» (Judas 11); sin embargo, pronto se pondrá de manifiesto.
Advertimos seriamente al lector cristiano a fin de que esté sobre aviso para no aprobar el grave error de mezclar 2 cosas tan distintas como son el ministerio y el sacerdocio. Le invitamos a examinar el tema a la luz de la Escritura, sometiéndose a la autoridad de la Palabra de Dios. Poco importa de qué se trate: de una institución venerable, de un arreglo útil, de una ceremonia conveniente consagrada por la tradición o aprobada por miles de hombres excelentes. Si esto no tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, es un error, un mal, una trampa del diablo para seducir nuestras almas y alejarnos de la sencillez que es según Cristo. Por ejemplo, si se nos dice que en la Iglesia de Dios hay un orden sacerdotal, una clase de hombres más santos, más elevados y más cercanos a Dios que sus hermanos, que los cristianos ordinarios, ¿no es esto el judaísmo resucitado y revestido de formas cristianas? ¿Y cuál será su efecto sino defraudar a los hijos de Dios en cuanto a sus privilegios, tenerlos a distancia de Dios y someterlos a esclavitud? Pero basta ya de este tema que el lector serio estudiará de cerca por sí mismo.
17.6 - El temor en presencia de la gracia divina
Las últimas líneas del capítulo 17 proporcionan una prueba notable de la rapidez con que el espíritu del hombre pasa de un extremo a otro. «Entonces los hijos de Israel hablaron a Moisés, diciendo: He aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos nosotros somos perdidos. Cualquiera que se acercare, el que viniere al tabernáculo de Jehová, morirá. ¿Acabaremos por perecer todos?» (v. 12-13). En el capítulo anterior vimos un orgullo temerario en la misma presencia de la majestad de Jehová, cuando debería haber habido una profunda humildad. Aquí, en presencia de la gracia divina y de sus recursos, vemos un temor y una desconfianza legalistas. Y siempre ha sido así. La simple naturaleza no comprende ni la santidad ni la gracia. En una ocasión oímos palabras como: «Toda la congregación, todos ellos son santos» (cap. 16:3); y en el momento siguiente: «He aquí nosotros somos muertos, perdidos somos, todos nosotros somos perdidos» (v. 12). El espíritu carnal se enorgullece cuando debería humillarse, y desconfía cuando debería confiar.
No obstante, todo esto se convierte, por la bondad de Dios, en una ocasión para revelarnos de manera perfecta y bendita tanto las santas responsabilidades como los preciosos privilegios del sacerdocio. ¡Qué bondad de parte de nuestro Dios, lo cual es conforme a su corazón, aprovechar los errores de su pueblo para darle a conocer más profundamente sus caminos! Esta es su prerrogativa, bendito sea su nombre: sacar el bien del mal, hacer que del devorador salga comida, y del fuerte, dulzura (Jueces 14:14). De este modo la contradicción de Coré da motivo a la gran abundancia de instrucciones proporcionadas por la vara de Aarón.
18 - Capítulo 18: El sacerdocio de Aarón y los levitas
Las primeras líneas del capítulo 18 contienen una exposición detallada de las funciones del sacerdocio de Aarón. Vamos a dirigir la atención del lector a este último punto.
«Jehová dijo a Aarón: Tú y tus hijos, y la casa de tu padre contigo, llevaréis el pecado del santuario; y tú y tus hijos contigo llevaréis el pecado de vuestro sacerdocio. Y a tus hermanos también, la tribu de Leví, la tribu de tu padre, haz que se acerquen a ti y se junten contigo, y te servirán; y tú y tus hijos contigo serviréis delante del tabernáculo del testimonio. Y guardarán lo que tú ordenes, y el cargo de todo el tabernáculo; mas no se acercarán a los utensilios santos ni al altar, para que no mueran ellos y vosotros. Se juntarán, pues, contigo, y tendrán el cargo del tabernáculo de reunión en todo el servicio del tabernáculo; ningún extraño se ha de acercar a vosotros. Y tendréis el cuidado del santuario, y el cuidado del altar, para que no venga más la ira sobre los hijos de Israel. Porque he aquí, yo he tomado a vuestros hermanos los levitas de entre los hijos de Israel, dados a vosotros en don de Jehová, para que sirvan en el ministerio del tabernáculo de reunión. Mas tú y tus hijos contigo guardaréis vuestro sacerdocio en todo lo relacionado con el altar, y del velo adentro, y ministraréis. Yo os he dado en don el servicio de vuestro sacerdocio; y el extraño que se acercare, morirá» (cap. 18:1-7).
Aquí encontramos una respuesta divina a la cuestión suscitada por los hijos de Israel: «¿Acabaremos por perecer todos?». «No», dice el Dios de gracia y de misericordia. ¿Y por qué no? Porque Aarón, y sus hijos con él, tendrán «el cuidado del santuario, y el cuidado del altar, para que no venga más la ira sobre los hijos de Israel». De este modo el pueblo estaba advertido de que en este mismo sacerdocio que había despreciado y contra el cual había hablado, era donde debía encontrar su seguridad.
18.1 - Los levitas bajo las órdenes de Aarón
Hemos de hacer notar cuidadosamente que los hijos de Aarón y la casa de su padre estaban asociados con este en las responsabilidades y en los santos privilegios. Los levitas fueron cedidos a Aarón como un don para desempeñar el servicio del tabernáculo del testimonio. Debían servir bajo las órdenes de Aarón, jefe de la casa sacerdotal. Esto da una enseñanza muy necesaria a los cristianos de nuestros días. Todos necesitamos recordar que cualquier servicio, para ser inteligente y aceptable, debe ser hecho con sumisión a la autoridad y a la dirección del Sacerdote. «Y a tus hermanos también, la tribu de Leví, la tribu de tu padre, haz que se acerquen a ti y se junten contigo, y te servirán» (v. 2). Esto imprime un carácter distintivo a todos los detalles del servicio del levita. Toda la tribu de los obreros estaba asociada y sumisa al sumo sacerdote. Todo estaba bajo su dirección y su control inmediato. Así también debe ser ahora en cuanto a los obreros de Dios. Todo servicio cristiano debe ser hecho de acuerdo con nuestro gran Sumo Sacerdote y con una santa sumisión a su autoridad, de lo contrario no tendrá ningún valor. Se puede trabajar mucho y desplegar una gran actividad, pero si Cristo no es el objetivo principal del corazón, si su dirección y su autoridad no son plenamente reconocidas, la obra no servirá para nada.
Por otra parte, el más pequeño servicio, la menor de las obras hecha bajo la mirada de Cristo, en relación directa con él, tiene valor a los ojos de Dios y recibirá su recompensa. ¡Cuán consolador y estimulante es esto para el corazón de todo obrero que trabaja con celo! Los levitas debían trabajar bajo la dirección de Aarón, y los cristianos deben trabajar bajo la de Cristo; somos responsables ante él. Es muy bueno y hermoso marchar de acuerdo con nuestros queridos compañeros de trabajo y estar sometidos unos a otros en el temor del Señor. Nada más lejos de nosotros que alimentar y aprobar un espíritu de independencia orgullosa, o cualquier otro estado de ánimo que entorpezca una alegre y cordial cooperación con nuestros hermanos en toda buena obra. Todos los levitas estaban junto «a Aarón» en su obra y, por lo tanto, estaban unidos unos a otros; debían trabajar juntos. Si un levita hubiera vuelto la espalda a sus hermanos, También se la habría vuelto a Aarón. Podríamos imaginarnos a un levita ofendido por cualquier detalle en la conducta de sus compañeros, diciéndose a sí mismo: “No puedo continuar con mis hermanos. Debo ir solo. Puedo servir a Dios y trabajar bajo las órdenes de Aarón, pero debo mantenerme apartado de mis hermanos porque me es imposible estar de acuerdo con ellos en la manera de trabajar”. Pero podemos ver fácilmente la falsedad de este razonamiento. Adoptar una línea de conducta así habría producido confusión. Todos eran llamados a trabajar juntos, por diferente que fuera su obra.
18.2 - Variedad de servicios bajo las órdenes de Cristo
Siempre se debe tener en cuenta que su tarea variaba, y que, además, cada uno debía trabajar bajo las órdenes de Aarón. Había una responsabilidad individual en la más armoniosa acción colectiva. Deseamos ciertamente alentar de todos modos la unidad en la acción; pero jamás debemos tolerar que esta usurpe el dominio del servicio personal o que intervenga en las relaciones directas e individuales del obrero con su Señor. La Iglesia de Dios ofrece un campo de trabajo muy extenso para todos los obreros del Señor. No debemos procurar reducirlos a todos a un nivel parecido, o restringir las diversas facultades de los siervos de Cristo confinándolas a los viejos carriles de nuestra propia creación, ya que esto nunca será bendecido. Puede haber la mayor variedad de acción individual si cada uno de nosotros recuerda que debemos servir juntos bajo la dirección de Cristo.
Este es el gran secreto: ¡Juntos bajo las órdenes de Cristo! Quiera Dios que podamos recordarlo siempre. Esto nos ayudará a reconocer y a apreciar el trabajo de los demás, por diferente que sea del nuestro; además nos preservará de cualquier sentimiento de orgullo en cuanto a nuestro servicio, sabiendo que unos y otros no somos más que cooperadores en un mismo e inmenso campo, y que el gran objetivo que el Señor se propone solo puede conseguirse si cada obrero sigue su línea especial de trabajo en feliz acuerdo con los demás.
Algunas personas tienen la tendencia dañina de despreciar cualquier actividad que no sea la suya propia. Guardémonos cuidadosamente de una cosa así. Si todos siguieran la misma línea, ¿dónde estaría esa preciosa variedad que distingue a la obra y a los obreros del Señor en el mundo? No se trata solo del género de trabajo, sino también del modo como cada cual lo desempeña. Dos evangelistas pueden predicar la misma verdad, con un vivo anhelo por la salvación de las almas, aunque haya diferencia en la manera en que procuren llegar al mismo fin. Atendamos a ello; esto puede aplicarse igualmente a cualquier servicio cristiano. No debería hacerse nada que no esté en la dependencia y bajo las órdenes de Cristo. Y todo lo que pueda hacerse así, será seguramente en comunión y acuerdo con los que andan con Cristo.
18.3 - La posición sacerdotal de Aarón y de los cristianos
Volviendo ahora a los hijos de Aarón, meditaremos acerca de la rica provisión que Dios había hecho para ellos en su bondad y las solemnes funciones asignadas a su posición sacerdotal.
«Dijo más Jehová a Aarón: He aquí yo te he dado también el cuidado de mis ofrendas; todas las cosas consagradas de los hijos de Israel te he dado por razón de la unción, y a tus hijos, por estatuto perpetuo. Esto será tuyo de la ofrenda de las cosas santas, reservadas del fuego; toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa santa será para ti» (v. 8-10).
Aquí tenemos un tipo del pueblo de Dios visto bajo otro aspecto. Ahora son presentados no como obreros, sino como adoradores; no como levitas sino como sacerdotes. Todos los creyentes, todos los hijos de Dios, son sacerdotes. Una casta sacerdotal especial es una cosa no solo desconocida en el cristianismo, sino claramente contraria a su espíritu y a sus principios. Ya hemos examinado este tema y citado varios pasajes de la Escritura con él relacionados. Tenemos un Sumo Sacerdote que «ha pasado a través de los cielos», pues si estuviese en la tierra ni siquiera sería sacerdote (comp. Hebr. 4:14 y 8:4). «Porque es evidente que nuestro Señor ha surgido de Judá, tribu de la cual nada dice Moisés acerca de sacerdotes» (Hebr. 7:14). Por consiguiente, un sacerdote oficiando aparte en la tierra, como tal, es una negación directa de la verdad de la Escritura, una completa anulación del hecho glorioso sobre el cual está fundado el cristianismo: la redención cumplida. Si hoy día hubiera necesidad de un sacerdote para ofrecer sacrificios por los pecados, con seguridad la redención no sería un hecho cumplido. Pero la Escritura, en centenares de pasajes, declara que la redención es un hecho cumplido, y, por consiguiente, no tenemos más necesidad de ofrendas por el pecado. «Pero Cristo habiendo venido, sumo sacerdote de los bienes anunciados, a través de mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho a mano, es decir, no de esta creación, ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención» (Hebr. 9:11-12). Leemos también en el capítulo 10: «Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (v. 14). Y también: «Y de sus pecados e iniquidades no me acordaré más. Y donde hay perdón de estas cosas, no hay más ofrenda por el pecado» (v. 17-18).
Estos pasajes resuelven la gran cuestión del sacerdocio y del sacrificio por el pecado. Los cristianos deben estar más familiarizados con esta verdad, y afirmados sobre ella, ya que forma parte de los mismos fundamentos del cristianismo. Este tema exige una atención seria y profunda por parte de los que desean caminar en la luz de la perfecta salvación, tomando y guardando la verdadera posición cristiana. En nuestros días se hacen grandes esfuerzos para injertar formas cristianas en el viejo tronco judío. Esto no es nuevo; pero actualmente parece que el enemigo se empeña en ello. Podemos notar una gran inclinación a esto en todo el mundo cristiano; y sobre todo se observa claramente esa inclinación en la institución de una especie de orden sacerdotal en la Iglesia de Dios. Se trata sin duda de una institución totalmente anticristiana, que niega el común sacerdocio de todos los creyentes. Si algunos hombres son ordenados para ocupar un lugar de especial proximidad y santidad, ¿dónde colocaremos al resto de los cristianos?
Esta es la cuestión, y en ella se evidencia la gran importancia y gravedad del tema. No vaya a suponer el lector que estamos defendiendo una teoría especial propuesta por cierta clase o secta de cristianos. Nada más lejos de nuestra intención. Instamos a su estudio porque estamos convencidos de que los mismísimos fundamentos de la fe cristiana están envueltos en la cuestión del sacerdocio. Creemos que a medida que los cristianos ven claro y están establecidos en el divino terreno de una redención ya cumplida, se separan cada vez más de los que desean restablecer un orden sacerdotal en la Iglesia de Dios. Y, por el contrario, cuando las almas no están esclarecidas y seguras, cuando no son espirituales, cuando hay apego al legalismo y hay un espíritu carnal o mundano, entonces se desea tener un sacerdocio humanamente establecido. No es muy difícil ver la razón de esto. Si un hombre no está en condiciones de acercarse a Dios, será un alivio para él emplear a otro para que se acerque a Dios en su lugar. Ciertamente, ningún hombre está en condiciones para acercarse a un Dios santo si no cree o si no sabe que sus pecados están perdonados, si no tiene una conciencia perfectamente purificada, si su alma se halla en un estado inseguro, oscuro y legalista. Para entrar con libertad en el santuario, es necesario que sepamos lo que la sangre de Cristo ha hecho por nosotros, que hemos sido hechos sacerdotes para Dios y que, en virtud de su muerte expiatoria, hemos sido llevados tan cerca de Dios que es imposible que nadie, y mucho menos una categoría o una casta de hombres pueda interponerse entre nosotros y nuestro Dios y Padre. «Al que nos ama, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (Apoc. 1:5-6). «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable». Y también: «Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:9, 5). «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre. Pero, de hacer el bien y de la ayuda mutua, no os olvidéis; porque en tales sacrificios se complace Dios» (Hebr. 13:15-16).
Aquí vemos las 2 grandes ramas del sacrificio espiritual que, como sacerdotes, tenemos el privilegio de ofrecer: las alabanzas a Dios y la ayuda a los hombres. El cristiano más joven, el de menos experiencia, el menos entendido es capaz de comprender estas cosas. ¿Habrá, en toda la familia de Dios, en toda la casa sacerdotal de nuestro divino Sumo Sacerdote, quien no pueda decir de corazón: ¡Alabado sea el Señor!, y que no pueda con sus manos hacer algún bien a su prójimo? Estos son el culto y el servicio sacerdotales comunes a todos los verdaderos cristianos. Es cierto que la medida del poder espiritual puede variar; pero todos los hijos de Dios son constituidos sacerdotes en el mismo y único rango.
18.4 - «Sobrellevad los unos las cargas de los otros» (Gál. 6:2)
Este capítulo nos ofrece una exposición muy completa de la parte dada a Aarón y a su casa como tipo de la porción espiritual del sacerdocio cristiano. Basta leer ese relato para comprender nuestra porción real. «Toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa santa será para ti» (v. 9-10).
Se necesita una gran capacidad espiritual para discernir la profundidad y el significado de este maravilloso pasaje. Comer del sacrificio por el pecado, o del sacrificio por la culpa, figurativamente, es identificarse con el pecado ajeno. Esa es una obra muy santa. Esta facultad de identificarse moralmente con el pecado de sus hermanos no es dada a todos. Y hacerlo en propiciación es totalmente imposible para nosotros. Cristo solo pudo hacerlo, y ¡bendito sea su nombre!, lo hizo a la perfección.
Pero una cosa es posible: tomar el pecado de mi hermano y llevarlo en espíritu ante Dios, como si fuera el mío propio. Esto está representado en la acción de los hijos de Aarón de comer el sacrificio por el pecado en un lugar muy santo. Eran los hijos quienes podían hacer esto. «Todo varón comerá de ella» [18]. Este era el oficio más elevado del servicio sacerdotal. «En el santuario la comerás». Necesitamos estar muy cerca de Cristo para alcanzar a comprender el sentido y la aplicación espirituales de todo esto. Es un ejercicio maravillosamente santo y bendito, y solo se puede conocer en la presencia inmediata de Dios. Nuestro corazón puede dar testimonio de lo poco que conocemos de ello realmente. Nuestra tendencia habitual es juzgar a nuestro hermano cuando este ha pecado, convertirnos en un censor rígido y considerar su falta como algo con lo que no tenemos nada que ver. Haciendo esto faltamos a nuestras funciones sacerdotales; rehusamos comer el sacrificio por el pecado en el lugar muy santo. La capacidad de identificarnos con un hermano extraviado, hasta poder cargar con su pecado como si fuera nuestro y llevarlo, en espíritu, ante Dios, es un fruto de la gracia. Este es, ciertamente, un orden superior del servicio sacerdotal, que requiere una gran medida del Espíritu y la mente de Cristo; solo un alma espiritual podrá comprenderlo claramente. ¡Lamentablemente, cuán pocos de nosotros somos realmente espirituales! «Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumpliréis así la ley de Cristo» (Gál. 6:1-2). ¡Que el Señor nos conceda la gracia de cumplir esta bendita «ley de Cristo»! ¡Cuán poco se parece a lo que se encuentra en nosotros! ¡Cómo condena nuestra dureza y nuestro egoísmo! ¡Oh, seamos más semejantes a Cristo en esto como en todo!
[18] Por principio general, el «hijo» representa el pensamiento divino; la «hija» el conocimiento humano de un asunto. El «macho» expone la cosa como Dios la da; la «hembra» la expone tal como nosotros la comprendemos y la mostramos.
18.5 - La porción de los hijos y las hijas de Aarón y nuestra porción en Cristo
Había otro oficio menos elevado del privilegio sacerdotal que el que acabamos de estudiar. «Esto también será tuyo: la ofrenda elevada de sus dones, y todas las ofrendas mecidas de los hijos de Israel, he dado a ti y a tus hijos y a tus hijas contigo, por estatuto perpetuo; todo limpio en tu casa comerá de ellas» (v. 11).
Las hijas de Aarón no debían comer las ofrendas por el pecado o las ofrendas por la culpa. Ellas eran provistas hasta el límite de su capacidad, pero había ciertas funciones que no podían cumplir, ciertos privilegios que estaban más allá de su alcance, ciertas responsabilidades demasiado pesadas para que ellas las pudieran sobrellevar. Es mucho más fácil unirse a alguien para presentar un holocausto que tomar sobre sí el pecado de otro. Este último acto exige una medida de energía sacerdotal que encuentra su tipo en los «hijos» de Aarón y no en las «hijas». Encontramos capacidades variadas en los miembros de la casa sacerdotal. Todos estamos, bendito sea Dios, en el mismo terreno, todos tenemos los mismos títulos y estamos en la misma relación, pero nuestras capacidades varían, y aunque todos deberíamos aspirar al grado más elevado del servicio sacerdotal, no sacaríamos ningún provecho pretendiendo lo que no poseemos.
No obstante, en el versículo 11 se enseña claramente una cosa: debemos estar limpios para poder disfrutar de los privilegios del sacerdocio o para comer los alimentos del sacerdote; limpios por la preciosa sangre de Cristo aplicada a nuestra conciencia y limpios por la aplicación de la Palabra, por el Espíritu, a nuestros hábitos, a nuestras asociaciones y a nuestros caminos. Cuando estamos limpios de esta forma, sea cual sea nuestra capacidad, la más rica provisión nos está asegurada por la gracia preciosa de Dios. Escuchemos las siguientes palabras: «De aceite, de mosto y de trigo, todo lo más escogido, las primicias de ello, que presentarán a Jehová, para ti las he dado. Las primicias de todas las cosas de la tierra de ellos, las cuales traerán a Jehová, serán tuyas; todo limpio en tu casa comerá de ellas» [19] (v. 12-13).
[19] Tómese simbólica y espiritualmente; tendrá una notable figura del alimento proporcionado a todos los hijos de Dios como una familia sacerdotal, esto es, Cristo en todo su valor y en toda su plenitud.
Aquí tenemos, sin duda, una porción principesca asignada a los sacerdotes de Dios. Debían tener la mejor parte y los primeros frutos de todo cuanto produjera la tierra de Jehová: «El vino que alegra el corazón del hombre, el aceite que hace brillar el rostro, y el pan que sustenta la vida del hombre» (Sal. 104:15).
¡Qué imagen de nuestra porción en Cristo! La oliva y la uva eran prensadas y el trigo era molido para alimentar y regocijar a los sacerdotes de Dios. Cristo, aquel que es la bendita realidad de lo figurado por todas estas cosas ha sido, en su gracia infinita, molido y golpeado hasta morir, para que por su muerte pudiera suministrar a su casa vida, fuerza y alegría. Él, el precioso grano de trigo, cayó en tierra y murió para que nosotros pudiéramos vivir. La cepa viva fue estrujada para llenar la copa de salvación que ahora bebemos y beberemos para siempre en la presencia de nuestro Dios.
¿Qué más nos falta sino una mayor aptitud para gozar de la riqueza y del valor de un Salvador crucificado, resucitado y glorificado? Bien podemos decir que tenemos de todo y en abundancia. Dios nos ha dado todo lo que nos podía dar, lo mejor que tenía. Nos ha llamado a sentarnos con él en una comunión santa, feliz, y a alimentarnos del becerro engordado. Ha hecho resonar en nuestros oídos y penetrar en nuestros corazones, en alguna medida, esas maravillosas palabras: «Comamos y alegrémonos» (Lucas 15:23).
¡Cuán admirable es pensar que nada podía satisfacer el corazón de Dios, salvo reunir a su pueblo a su alrededor para alimentarlo de lo que constituyen sus propias delicias! «Y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). ¿Qué más podía hacer por nosotros el amor de Dios? ¿Y para quién lo ha hecho? Para los que estaban muertos en sus delitos y pecados, para los extranjeros, los enemigos, los culpables rebeldes, para los «perros» gentiles (Mat. 15:26; Marcos 7:27), para los que estaban lejos de él, sin esperanza y sin Dios en el mundo, para los que no habrían merecido más que las eternas llamas del infierno. ¡Oh, qué gracia tan maravillosa! ¡Qué insondable profundidad de soberana misericordia! Y podríamos añadir: ¡Qué divino y precioso sacrificio expiatorio el que lleva a estos culpables a esa inefable bendición, haciéndonos sacerdotes para Dios, después de quitar de sobre todos nosotros nuestras “ropas sucias”, para así llevarnos purificados, vestidos y coronados ante su presencia para cantar sus alabanzas! ¡Alabémosle, pues! ¡Que nuestro corazón lo alabe y que nuestra vida lo glorifique! Aprendamos a disfrutar de nuestra posición y porción de sacerdotes. No podemos hacer nada mejor aquí, ni más elevado que ofrecer a Dios, por Jesucristo, el «fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15). Esta será nuestra perpetua ocupación en la morada donde pronto estaremos para vivir eternamente con Dios, nuestro bendito Salvador, aquel que «nos amó y sí mismo se entregó por nosotros» (Efe. 5:2).
En los versículos 15 al 19 tenemos las instrucciones referentes a «todo lo que abre matriz… así de hombres como de animales». Notemos que el hombre está colocado al mismo nivel que las bestias inmundas; tanto él como ellas debían ser rescatados. La bestia inmunda no era digna de Dios y el hombre tampoco, a menos que fuera rescatado con la sangre. El animal limpio no tenía que ser rescatado, era limpio para el uso de Dios y dado como alimento a toda la casa del sacerdote, tanto a hijos como a hijas. En esto tenemos un tipo de Cristo, en quien Dios encuentra el único objeto en el cual puede tomar un completo reposo y una entera satisfacción. ¡Maravilloso pensamiento! Esto es lo que nos ha dado a nosotros, su casa sacerdotal, para ser nuestro alimento, nuestra luz, nuestro gozo y nuestro todo para siempre [20].
[20] Para más detalles acerca del tema de Números 18:14-19, remitimos al lector a nuestro «Estudio sobre el libro del Éxodo», cap. 13.
18.6 - Para los sacerdotes y levitas no había heredad terrenal
El lector ya habrá notado en este capítulo, como en otros, que cada nuevo tema empieza con estas palabras: «Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón». Los versículos 20 al 32 nos enseñan que los sacerdotes y levitas, los adoradores y los obreros de Dios no debían tener heredad entre los hijos de Israel, sino que debían depender enteramente de Dios para su subsistencia. ¡Una situación de las más benditas! Nada podría ser más atrayente que el cuadro que allí nos está presentado. Los hijos de Israel debían traer sus ofrendas y depositarlas a los pies de Jehová quien, en su gracia infinita, mandaba a sus obreros que recogieran esas preciosas ofrendas, fruto de la abnegación de su pueblo, para que les sirvieran de alimento. Esta era para ellos el círculo de la bendición: Dios proveía a todas las necesidades de su pueblo; este tenía el privilegio de compartir con los sacerdotes y levitas los frutos abundantes de la generosidad de Dios; luego se permitía a estos últimos gustar el exquisito placer de presentar a Dios parte de los bienes que había derramado sobre ellos.
Todo esto es divino; es una figura notable de lo que deberíamos hacer siempre en la Iglesia de Dios en la tierra. Como ya hemos visto, en este libro el pueblo de Dios está presentado bajo 3 aspectos: como guerreros, como obreros y como adoradores. Bajo estos mismos aspectos también lo vemos en la actitud de una absoluta dependencia respecto del Dios vivo. En nuestras luchas, en el trabajo y en nuestro culto dependemos de Dios: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal. 87:7). ¿Qué más nos falta? ¿Volveremos nuestros ojos hacia el hombre o el mundo para buscar ayuda? ¡Que no sea así! Que nuestro único objetivo, en toda nuestra vida, en cada expresión de nuestro carácter y en cada parte de nuestro trabajo sea mostrar que Dios basta a nuestros corazones.
Verdaderamente es deplorable ver al pueblo de Dios y a los siervos de Cristo esperar del mundo sus medios de subsistencia, o temblar ante el pensamiento de que estos puedan faltarles. La Iglesia de Dios, en los días de Pablo, no se apoyaba en el gobierno romano para sostener a sus ancianos, sus maestros y sus evangelistas. ¡No, querido lector! La Iglesia dependía, para todas sus necesidades, de su divina Cabeza que está en los cielos y del Espíritu de Dios que está en la tierra. ¿Por qué no ha de ser así ahora? El mundo siempre es el mundo, y como la Iglesia no es del mundo, no debería buscar el oro o la plata del mundo. Dios cuidará de su pueblo y de sus siervos, con tal de que confíen en él. Podemos estar seguros de que el divinum donum (don divino) vale mucho más que el regium donum (don del gobierno) para la Iglesia. No hay comparación posible a los ojos de un cristiano espiritual.
¡Que todos los santos de Dios y los siervos de Cristo inclinen sus corazones a estas cosas! ¡Que el Señor nos otorgue la gracia de confesar en la práctica y delante del mundo impío, incrédulo y sin Cristo, que el Dios vivo basta para suplir todas nuestras necesidades, no solamente ahora sino también por la eternidad! ¡Dios nos lo conceda por amor de Cristo!
Continuará próximamente