Índice general
Estudios sobre el libro de Levítico
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(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
Las ofrendas: una sola Persona
1 - Capítulo 1 — El holocausto
1.1 - Introducción
Antes de fijarnos en los detalles del tema que nos va a ocupar, tenemos que tomar en consideración, primeramente, la posición que ocupa Jehová en el libro de Levítico, y, a continuación, el orden en que se suceden en él los sacrificios que constituyen el tema de la primera parte del libro.
«Llamó Jehová a Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión». Había hablado desde lo alto del Sinaí, y la posición que así había tomado sobre le santo monte imprimía a sus comunicaciones un carácter particular. En la montaña de fuego Dios dio una «ley de fuego» (Deut. 33:2). Pero en el Levítico Jehová habla desde el tabernáculo que hemos visto erigir, al final del libro anterior. «Finalmente erigió el atrio alrededor del tabernáculo y del altar, y puso la cortina a la entrada del atrio. Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión… y la gloria de Jehová lo llenaba… Porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas» (Éx. 40:33-38).
El tabernáculo era la habitación del Dios de la gracia. Jehová podía establecer allí su morada, porque estaba rodeado de lo que representaba de manera viviente el fundamento de sus relaciones con su pueblo. Si se hubiera manifestado en medio de Israel con la gloria terrible con que se reveló sobre el monte Sinaí, no habría podido ser más que para consumirlos en un momento como «pueblo de dura cerviz». Pero Jehová se retiró detrás de la cortina, tipo de la carne de Cristo (Hebr. 10:20), y se situó en el propiciatorio, donde la sangre de la expiación, y no «la rebelión y la dura cerviz» de Israel (Deut. 31:27), se presentaba a su vista y respondía a las exigencias de su naturaleza. Esa sangre llevada dentro del santuario, por el sumo sacerdote, era el tipo de la sangre preciosa que purifica de todo pecado; y aunque Israel, según la carne, no discernía nada de todo eso, esa sangre, no obstante, justificaba el hecho de que Dios pudiese morar en medio de su pueblo: «santifica para la purificación de la carne» (Hebr. 9:13).
Tal es, pues, la posición que Jehová ocupa en el libro de Levítico, posición que no se debe olvidar, si se quiere tener exacto conocimiento de las revelaciones que este libro encierra. Esas revelaciones llevan, todas, el sello de una inflexible santidad, unida a la gracia más pura. Dios es santo, sea cual fuere el lugar desde donde habla. Es santo sobre el monte Sinaí, y es santo en el propiciatorio; pero en el primer caso su santidad está ligada a «un fuego consumidor», mientras que, en el segundo, va unida a la gracia paciente. La unión de la perfecta santidad y de la perfecta gracia es lo que caracteriza la redención que es en Cristo Jesús, redención que se encuentra prefigurada de diversas maneras en el libro de Levítico.
Es preciso que Dios sea santo, aun condenando eternamente a los pecadores impenitentes; pero la plena revelación de su santidad en la salvación de los pecadores hace resonar en el cielo un concierto de alabanzas: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, y su buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). Esta dosología, o este himno de alabanza, no pudo resonar cuando fue promulgada «la ley de fuego», porque, si, como no podemos dudar, a la ley del Sinaí se unía la «gloria a Dios en las alturas», esta ley no traía a «la tierra paz», ni «buena voluntad para con los hombres», siendo ella la declaración de lo que los hombres deben ser, antes de que Dios pueda complacerse en ellos. Mas cuando vino «el Hijo» a ocupar un puesto como hombre en la tierra, las inteligencias celestes pudieron expresar la plena satisfacción del cielo en Él, como en Aquel cuya persona y obra podían reunir, de la manera más perfecta, la gloria divina y la bendición del hombre.
1.2 - Orden de las ofrendas
Ahora debemos decir una palabra acerca del orden en que se suceden los sacrificios en los primeros capítulos de nuestro libro. Dios pone en primer lugar el holocausto, y termina por la expiación por la culpa; termina por donde nosotros empezamos. Este orden es notable y muy instructivo. Cuando, por primera vez, la espada de la convicción penetra en el alma, la conciencia examina los pecados pasados que pesan sobre ella, la memoria dirige sus miradas hacia atrás sobre las páginas de la vida pasada y las ve ennegrecidas por innumerables transgresiones contra Dios y contra los hombres. En este período de su historia el alma se ocupa menos de la fuente de donde proceden sus transgresiones, que del hecho abrumador y palpable de que tal y tal acto ha sido cometido por ella; por esto tiene necesidad de saber que Dios, en su gracia, ha provisto un sacrificio en cuya virtud «toda ofensa» puede ser gratuitamente «perdonada»; y este sacrificio, Dios nos lo presenta en la «expiación por la culpa».
Mas a medida que el alma progresa en la vida divina, viene a ser consciente de que estos pecados que ha cometido, no son más que los retoños de una raíz, las distintas aberturas de una misma fuente y, además, que el pecado en la carne es la raíz o la fuente. Este descubrimiento conduce a un ejercicio interior mucho más profundo aun, y que nada puede apaciguar si no es un conocimiento más profundo también de la obra de la cruz, en la cual Dios mismo «condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3). El lector notará que no se trata, en este pasaje de la Epístola a los Romanos, de “los pecados durante la vida”, sino de la raíz de donde provienen, es a saber, «al pecado en a carne». Es esta una verdad que tiene inmensa importancia. Cristo no solamente «murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3) sino que «por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21). Tal es la doctrina de la «expiación».
Cuando por el conocimiento de la obra de Cristo la paz ha entrado en el corazón y en la conciencia, nos podemos alimentar de Cristo, que es el fundamento de nuestra paz y de nuestro gozo en la presencia de Dios. Hasta llegar a esto, hasta que veamos todas nuestras transgresiones perdonadas, y nuestro pecado juzgado, no podemos disfrutar de paz ni de gozo. Es preciso que conozcamos la expiación por la culpa, y la expiación por el pecado, antes de que podamos apreciar la ofrenda de paz, o de regocijo o de acción de gracias. Por esto, el orden en que «las ofrendas de paz» está colocado responde al orden según el cual nos apropiamos a Cristo espiritualmente.
El mismo orden perfecto se vuelve a encontrar en cuanto al lugar asignado a la oblación a Jehová, «la ofrenda será flor de harina». Cuando un alma ha sido conducida a gustar la dulzura de la comunión espiritual con Cristo, cuando sabe alimentarse de Él, en paz y con reconocimiento en la presencia de Dios, esta alma se siente presa de un ardiente deseo de conocer más los gloriosos misterios de su persona, y Dios, en su gracia, responde a este deseo mediante la oblación vegetal «ofrenda» de flor de harina, tipo de la perfecta humanidad de Cristo.
Después de todos los otros sacrificios viene finalmente «el holocausto», el coronamiento de todo, la figura de la obra de la cruz cumplida bajo la mirada de Dios, y expresando la invariable devoción del corazón de Cristo. Más adelante estudiaremos todos estos sacrificios detalladamente; aquí no hacemos más que considerar el orden relativo en que están colocados, orden verdaderamente admirable desde cualquier lado que lo miremos, y que empieza y acaba por la cruz. Si siguiendo el orden exterior, empezamos por el holocausto, vemos en esta ofrenda a Cristo sobre la cruz cumpliendo la voluntad de Dios, realizando la expiación y dándose a Sí mismo enteramente por la gloria de Dios. Si, por el contrario, siguiendo el orden interior, remontamos de nosotros mismos a Dios, y empezamos por la expiación por el pecado, vemos en esta ofrenda a Cristo sobre la cruz llevando nuestros pecados, aboliéndolos según la perfección de su sacrificio expiatorio; en todo, en el conjunto, lo mismo que en los detalles, brillan la excelencia, la belleza y la perfección de la divina y adorable persona del Salvador. Todo está hecho para despertar en nuestros corazones un profundo interés por el estudio de estos tipos preciosos, que son la sombra cuyo cuerpo es Cristo.
Que Dios, que nos dio el libro de Levítico, quiera ahora suministrarnos la explicación por el Espíritu en viva potestad, de forma que cuando lo hayamos recorrido, bendigamos su nombre por tantas y tan admirables imágenes que nos habrá mostrado de la Persona y de la obra de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria desde ahora y para siempre. Amén.
1.3 - El holocausto: Cristo en su muerte, todo para Dios
El holocausto nos presenta un tipo de Cristo que se ofreció «a sí mismo sin mancha a Dios» (Hebr. 9:14); por esto el Espíritu Santo le asigna el primer lugar entre los sacrificios. Si el Señor Jesús se ofreció para cumplir la obra gloriosa de la expiación, fue porque el objeto supremo que perseguía ardientemente en esta obra era la gloria de Dios: «He aquí, vengo… El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:6-8). Estas palabras fueron la sublime divisa de Jesús, en cada uno de los actos, en cada una de las circunstancias de su vida, y nunca encontraron más completa y evidente expresión que en la obra de la cruz. Cualquiera que fuera la voluntad de Dios, Cristo vino para hacer esta voluntad. ¡Gracias sean dadas a Dios! Nosotros sabemos cuál es nuestra parte en el cumplimiento de «esta voluntad»; porque por ella, «hemos sido santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (Hebr. 10:10). La obra de Cristo se dirigía siempre y, ante todo, a Dios. Cristo encontraba su dicha en cumplir sobre la tierra la voluntad de Dios, y esto era lo que ninguno, antes que Él, había hecho. Por la gracia, algunos habían hecho «lo recto ante los ojos de Jehová» (1 Reyes 15:5, 11; 14:8). Pero nadie había hecho la voluntad de Dios siempre, perfecta e invariablemente, sin titubear. Jesucristo fue el hombre obediente: fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:8). «Él afirmó su rostro para ir a Jerusalén» (Lucas 9:51). Y más tarde, al ir del huerto de Getsemaní a la cruz del Calvario, expresó la sumisión absoluta de su corazón con estas palabras: «La copa que me ha dado mi Padre; ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11).
Ciertamente había un perfume de olor suave en esta sumisión absoluta de Jesús a Dios. La existencia de un hombre perfecto, sobre la tierra, cumpliendo la voluntad de Dios, aun en la muerte, era para el cielo un asunto digno del más alto interés. ¿Quién podía sondear las profundidades de ese corazón sumiso que se manifiesta ante Dios al mirar a la cruz? ¡Nadie sino solo Dios! pues en esto, como en todo lo que toca a su gloriosa persona, es cierto que «nadie conoce al Hijo, sino el Padre» (Mat. 11:27), y nadie puede conocer al Padre hasta que el Hijo se lo revele. El espíritu del hombre puede aprender, en mayor o menor grado, cualquiera de las verdades de la ciencia que existe «bajo el sol». La ciencia humana es del dominio de la inteligencia del hombre; pero nadie conoce al Padre hasta que el Hijo lo revele, por la potestad del Espíritu Santo, por medio de la Palabra escrita. El Espíritu Santo se complace en revelar al Hijo, en tomar de las cosas de Jesucristo y hacérnoslas saber, y estas cosas las poseemos en toda su belleza y su plenitud en la Escritura. No puede haber ninguna nueva revelación, porque el Espíritu Santo enseñó «todas las cosas» a los apóstoles, y les condujo a «toda la verdad» (Juan 14:26; 16:13). No puede haber más que «toda la verdad», así que toda pretensión de nuevas revelaciones, de un descubrimiento de una nueva verdad, es decir, no contenida en el canon de los libros divinamente inspirados, no es más que un vano esfuerzo del hombre, que quiere añadir alguna cosa a lo que Dios llama «toda la verdad». El Espíritu Santo puede, sin duda, descubrir y aplicar con nuevo y extraordinario poder la verdad contenida en la Escritura, pero esto es absolutamente distinto de la impía presunción que abandona el campo de la revelación divina, para encontrar en otra parte principios, ideas o dogmas que tengan autoridad sobre la conciencia.
En los Evangelios se nos presenta a Cristo bajo los diversos aspectos de su carácter, de su persona y de su obra; y los hijos de Dios, en todas las edades, se han complacido en valerse y abrevarse en las revelaciones de Aquel que es el objeto de su amor y de su confianza, y a quien son deudores de todo, durante el tiempo y la eternidad. Pero, relativamente, es bien corto el número de los que han sido inducidos a considerar las ceremonias y los ritos de la economía levítica, como llenos de las más detalladas enseñanzas sobre tan glorioso asunto. Las ofrendas del Levítico, en particular, han sido consideradas, muy a menudo, como antiguos documentos acerca de las costumbres judaicas, no teniendo ningún otro valor para nosotros, ni comunicando ninguna luz espiritual a nuestros entendimientos. No obstante, es preciso reconocer que las páginas del Levítico, en apariencia tan poco atractivas y tan cargadas de detalles ceremoniales, tienen, como las sublimes profecías de Isaías, su lugar entre «lo que anteriormente fue escrito» y que lo fue «para nuestra enseñanza» (Rom. 15:4). Es preciso, pues, que estudiemos el contenido de este libro, como también toda la Escritura, con un espíritu humilde, despojado del Yo, con respetuosa dependencia de la enseñanza de Aquel que habla; prestando una atención constante al gran objeto, al alcance y a la analogía general del contenido de la Revelación, dominando nuestra imaginación para que no se extravíe con algún entusiasmo profano; y si, por la gracia de Dios, entramos así en el estudio de los tipos o figuras del Levítico, encontraremos en ellos una mina profunda y de las más ricas.
1.4 - La víctima
Pasemos ahora al examen del holocausto, que, como hemos indicado, representa a Cristo ofreciéndose a sí mismo, sin mancha, a Dios. «Si su ofrenda fuere holocausto vacuno, macho sin defecto lo ofrecerá» (v. 3). La gloria esencial de la persona de Cristo forma la base del cristianismo. Cristo comunica esta dignidad y esta gloria que le pertenecen a todo lo que hace y a cada una de las funciones que desempeña. Ninguna función podía añadir nada a la gloria de Aquel que es, «sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos» (Rom. 9:5), Dios «manifestado en carne» (1 Tim. 3:16), el glorioso «Emanuel… Dios con nosotros» (Mat. 1:23; Is. 7:14), «El Verbo» eterno, «el Creador» y «el Conservador» del universo. Todas las funciones de Cristo, como sabemos, se reúnen en su humanidad; y tomando esa humanidad descendió de aquella gloria que tenía al lado del Padre, desde antes de la fundación del mundo. Descendió, de este modo, presentándose en una escena en que todo le era contrario, a fin de glorificar perfectamente a Dios. Vino para ser «consumido» por un santo e inextinguible celo por la gloria de Dios (Sal. 69:9), y para efectuar el cumplimiento de sus consejos eternos.
1.5 - Cristo, sí mismo, ofreciéndose a Dios
El «macho», «sin defecto», «de un año», es un tipo de nuestro Señor Jesucristo, ofreciéndose a sí mismo, para el perfecto cumplimiento de la voluntad de Dios. En esta ofrenda no debía haber nada que denotase debilidad o imperfección. Para el holocausto era menester un «macho de un año» (comp. Éx. 12:5). Cuando examinemos las otras ofrendas veremos que estaba permitido en algunos casos ofrecer una hembra; no que Dios pudiera tolerar nunca un defecto en la ofrenda, porque esta, ante todo y en todos los casos, debía ser «sin defecto»; sino que Dios dejó en ciertos casos una latitud que no hacía más que expresar la imperfección inherente a la inteligencia del adorador. El holocausto era un sacrificio del orden más elevado, porque representaba a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios; ofreciéndose entera y exclusivamente para la mirada y para el corazón de Dios. He aquí un punto que es preciso comprender bien. Solo Dios podía estimar, en su justo valor, la persona y la obra de Cristo. Solo él podía apreciar plenamente la cruz y el sacrificio perfecto de Cristo del cual es la expresión. La cruz, tipificada por el holocausto, encerraba algo que solo el pensamiento divino podía comprender; tenía profundidades que ni mortal, ni ángel podía sondear, y hablaba con una voz que no era más que para el oído del Padre y que se dirigía directa y exclusivamente a Él. Había entre la cruz del Calvario y el trono de Dios comunicaciones que exceden en mucho a las más altas capacidades de las inteligencias creadas.
«De su voluntad lo ofrecerá a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová… y será aceptado para expiación suya» (comp. Lev. 22:18-19). El carácter del holocausto que la Escritura hace resaltar aquí, nos hace contemplar la cruz bajo un aspecto que no es suficientemente entendido. Estamos inclinados a mirar la cruz simplemente como el lugar donde la gran cuestión del pecado fue tratada y terminada entre la justicia eterna y la víctima sin mancha, como el lugar donde nuestro crimen fue expiado y donde Satanás fue gloriosamente vencido. La cruz es en efecto todo eso, pero es más todavía: es el lugar donde el amor de Cristo por el Padre se manifestó y se expresó en lenguaje tal, que solo el Padre lo podía comprender, y es bajo este último aspecto que la cruz está prefigurada en la ofrenda del holocausto, que es una ofrenda esencialmente voluntaria. Si no hubiera sido cuestión más que de la imputación del pecado y de sufrir la ira de Dios a causa del mismo, la ofrenda, moralmente, no podía abandonarse a la voluntad de aquel que la ofrece, sino que tendría que ser necesaria y absolutamente obligatoria. Nuestro Señor Jesucristo no podía desear ser hecho «pecado» (2 Cor. 5:21), no podía desear sufrir la ira de Dios y quedar privado de la claridad de su faz, y este hecho, por sí solo, nos muestra, de la manera más evidente, que la ofrenda del holocausto no representaba a Cristo sobre la cruz, llevando el pecado, sino a Cristo sobre la cruz, cumpliendo la voluntad de Dios.
Las mismas palabras de Cristo nos enseñan que contemplaba la cruz bajo esos dos diferentes aspectos. Cuando consideraba la cruz como el lugar de la expiación del pecado, cuando anticipaba los sufrimientos que, según este punto de vista, encerraba, dijo: «Padre, si quieres, aleja esta copa de mí» (Lucas 22:42), se estremecía al contemplar lo que para Él entrañaba su obra; su alma santa y pura retrocedía ante el pensamiento de ser hecho pecado, y su corazón amante retrocedía a la sola idea de perder, por un momento, la luz del rostro de Dios.
1.6 - El amor de Cristo por el Padre
Pero la cruz tenía otro aspecto para Cristo. Se le presentaba como un lugar donde podía revelar los profundos secretos de su amor hacia el Padre, como un lugar donde “de buen grado” y “voluntariamente” podía tomar la copa que el Padre le había dado a beber, y vaciarla hasta las heces. Sin duda, la vida entera de Cristo exhalaba un perfume de olor agradable que subía sin cesar hasta el trono del Padre. Él hacía siempre las cosas que agradan al Padre; hacía siempre la voluntad de Dios, mas el holocausto no representa a Cristo en su vida, por precioso que haya sido cada uno de sus actos durante ella, sino a Cristo en su muerte, y en su muerte, no como Aquel que es «hecho maldición por nosotros» (Gál. 3:13), sino como Aquel que presenta al corazón del Padre un perfume infinitamente agradable. Esta verdad reviste a la cruz de un atractivo particular para el hombre espiritual, y comunica a los sufrimientos de nuestro amado Salvador un poderoso interés. El pecador encuentra en la cruz una respuesta divina a las necesidades más profundas y a los deseos más ardientes de su corazón y su conciencia. El verdadero creyente encuentra en la cruz lo que cautiva todos los afectos de su corazón, lo que se apodera de todo su ser moral. Los ángeles encuentran en la cruz un objeto de continua admiración y desean mirar de más cerca estas cosas (comp. 1 Pe. 1:11-12). Todo esto es verdad; mas hay algo en la cruz que sobrepuja en mucho las más altas concepciones de los santos o de los ángeles, a saber, la profunda devoción del corazón del Hijo, ofrecida al corazón del Padre y apreciada solo por Él; y tal es el aspecto de la cruz que está prefigurado, por modo sorprendente, en la ofrenda del holocausto
Quisiera hacer observar que, si admitimos, como algunos, que Cristo llevó durante toda su vida el pecado del hombre, la hermosura propia de la ofrenda del holocausto desaparece por completo. Desaparece el carácter “voluntario” de la ofrenda; pues ¿cómo puede considerarse acto voluntario la entrega de su vida, si fuese hecha por uno que por la necesidad misma de su posición estuviera obligado a dejar esa misma vida? Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, seguramente su muerte hubiera sido un acto necesario, y no hubiera podido ser lo que es, acto voluntario. Todavía más; se puede afirmar que no hay una ofrenda entre todas que no perdiera su integridad y su hermosura, admitiendo la falsa y funesta doctrina de un Cristo llevando el pecado en su vida. El holocausto, lo repetimos, y nunca podemos darle demasiada importancia, no nos presenta a Cristo llevando el pecado, o sufriendo la ira de Dios, sino a Cristo en su sacrificio voluntario manifestado en su muerte en la cruz. El Hijo de Dios cumplió, por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre, lo hizo «adrede», según lo que dice Él mismo: «Por esto el Padre me ama, por cuanto yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que la pongo de mí mismo. Tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar (Juan 10:17-18). Pero Isaías, contemplando a Cristo como ofrenda por el pecado, dice: «Porque su vida es quitada de la tierra» (Hec. 8:33, versión de los Setente de Isaías 53:8). Luego ¿hablaba Cristo de llevar el pecado, hablaba de la expiación, cuando decía de su vida: «Nadie me la quita, sino que la pongo de mí mismo»? «Nadie» me la quita, ni hombre, ni ángel, ni demonio, ni cualquier otro. Dejar su vida era, de su parte, un acto voluntario; la dejaba a fin de volverla a tomar. «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (Sal. 40:8). Tal era el lenguaje de Aquel que, prefigurado en el holocausto, encontraba su gozo en ofrecerse a sí mismo, sin mancha, por el Espíritu Eterno, a Dios.
Así, pues, es de la más alta importancia comprender bien cuál es el objeto principal que Cristo perseguía en la obra de la redención: la paz del creyente no puede menos que afirmarse con ello. Cumplir la voluntad de Dios; establecer los consejos de Dios, manifestar la gloria de Dios, tal era el primer y profundo pensamiento del corazón consagrado del Salvador, que miraba y estimaba todas las cosas en relación con Dios. Cristo no se detuvo jamás a considerar de que modo le afectaría a sí mismo un acto o una circunstancia cualquiera. Él «se despojó a sí mismo… se humilló a sí mismo» (Fil. 2:7-8), renunció a todo; por esto, al término de su carrera pudo elevar los ojos al cielo y decir: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4). Es imposible contemplar este aspecto de la obra de Cristo de que hablamos aquí, sin que el corazón se sienta atraído hacia Él y lleno de los afectos más dulces hacia su persona. El comprender que Cristo tuvo a Dios por primer objeto en la obra de la cruz, no menoscaba en nada el sentir que tenemos de su amor por nosotros, sino muy al contrario. Este amor y nuestra salvación en él no podían fundarse más que sobre la gloria de Dios que él establecía con su muerte. La gloria de Dios debe constituir el sólido fundamento de todo. «Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra» (Núm. 14:21). Sabemos que esta gloria eterna de Dios y la felicidad eterna de la criatura están inseparablemente unidas en el consejo divino, de manera que, si la primera está asegurada, la felicidad de la criatura debe estarlo también.
1.7 - Identificación del adorador con el holocausto
«Y pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto, y será aceptado para expiación suya». El acto de la imposición de las manos significa una completa identificación. Por este acto significativo, la ofrenda y aquel que la presentaba se hacían uno, y en el holocausto esta unidad hacía agradable a los ojos de Dios a aquel que lo ofrecía, en la medida del valor y la aceptación de la ofrenda que presentaba. La aplicación de esto a Cristo y al creyente pone de manifiesto una verdad de las más preciosas, extensamente desarrollada en el Nuevo Testamento, es a saber: la identificación eterna del creyente con Cristo y su aceptación en Él. «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17; 5:20). Se requiere no menos que esto. Aquel que no está en Cristo, está en sus pecados. No hay término medio, o bien estáis en Cristo, o bien estáis fuera de él, en vuestros pecados. No se puede estar parcialmente en Cristo, aunque no hubiera más que el espesor de un cabello entre vosotros y Cristo, os encontráis en un estado positivo de ira y condenación. Pero, si estáis en él, por el contrario, sois «como él es» delante de Dios, y considerados como él en presencia de la santidad infinita. Y «estáis completos en él» (Col. 2:10). «Nos colmó de favores en el Amado» (Efe. 1:6), «miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30). «El que se une al Señor, un solo espíritu es con él» (1 Cor. 6:17). Tal es la enseñanza sencilla y clara de la Palabra de Dios. Así, pues, no es posible que la «Cabeza» y los miembros sean aceptables en medidas diferentes. La Cabeza y los miembros son uno. Dios los tiene por uno; por consiguiente, son uno. Esta verdad es a la vez el fundamento de la confianza más alta y de la humildad más profunda, da la más completa certidumbre «para que tengamos confianza en el día del juicio» (1 Juan 4:17), siendo así que es imposible que se traiga acusación contra Aquel con quien somos identificados y produce en nosotros un profundo sentimiento de nuestra nulidad, por cuanto que nuestra unión con Cristo está fundada sobre la muerte del «viejo hombre» y sobre la abolición completa de todos sus derechos y de todas sus pretensiones.
Ya, pues, que la Cabeza y los miembros son aceptados en conjunto, y como ocupando la misma posición en el favor de Dios, es evidente que todos los miembros tienen parte en una misma salvación, en una misma vida, en una misma justicia, en un mismo favor. No hay grados en la justificación. El niño en Cristo tiene parte en la misma justificación que el santo de avanzada experiencia. El primero está en Cristo, e igualmente el segundo, y como en esto reside el único fundamento sobre el que descansa la vida, es esto también el solo fundamento sobre el que descansa la justificación. No existen dos especies de vida, ni dos especies de justificación; lo que hay, sin duda, son diversos grados de goce de esta justificación, diversos grados en el conocimiento de su plenitud y de su extensión, y más o menos inteligencia y capacidad para manifestar su poder sobre el corazón y sobre la vida. Se confunde frecuentemente estas cosas con la justificación misma, que, puesto que es divina, es necesariamente eterna, absoluta, invariable, al abrigo de las fluctuaciones, de los sentimientos humanos y de las experiencias humanas.
Todavía más: lo que se denomina progreso en la justificación es cosa que, en realidad, no existe. El creyente no es más justificado hoy que lo era ayer, y no lo será más mañana que lo es hoy. Aquel que está «en Cristo Jesús» está tan completamente justificado aquí abajo como si estuviera ante el trono de Dios. Está «completo en Cristo» es «como» Cristo, según el testimonio de Cristo mismo está «todo limpio» (Juan 13:10). ¿Qué podrá tener más antes de entrar en la gloria? Podrá hacer y, si anda según el Espíritu, hará progresos en el conocimiento y en el gozo de esta gloriosa realidad; pero en cuanto a la cosa misma de que se trata, del momento en que, por el poder del Espíritu Santo, aquel que ha creído el Evangelio pasa de un positivo estado de injusticia y condenación a un positivo estado de justicia y aceptación, fundado sobre la divina y perfecta obra de Cristo; tal como en el holocausto, la aceptación del adorador estaba fundada en el valor de su ofrenda. No era cuestión de lo que él era, sino de lo que era el sacrificio. «Y será aceptado para expiación suya».
1.8 - El sacrificio
«Entonces degollará el becerro en la presencia de Jehová; y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión» (v. 5). Estudiando la doctrina del holocausto es preciso no olvidar nunca que la gran verdad que se revela en esta ofrenda no es la expiación que Cristo ha hecho para responder a la necesidad del pecador, sino la presentación a Dios de lo que le era infinitamente agradable, la ofrenda voluntaria que Cristo ha hecho de sí mismo a Dios. La muerte de Cristo tal como se halla prefigurada en el holocausto, no manifiesta la naturaleza odiosa del pecado, sino que aparece expresando la devoción inalterable inquebrantable de Cristo por el Padre. Cristo no está representado como llevando el pecado bajo el peso de la ira de Dios, sino como el objeto de la satisfacción completa del Padre, en la ofrenda voluntaria y de agradable olor que le hacía de sí mismo. «La propiciación», en el holocausto, no es solamente proporcionada a las exigencias de la conciencia del hombre, sino al ardiente deseo del corazón de Cristo, que, al precio del sacrificio de su vida, ha querido cumplir la voluntad de Dios y asegurar la ejecución de sus eternos designios.
Ninguna fuerza, ni de hombre, ni de demonio, pudo hacer vacilar a Cristo en la ejecución de este deseo. Cuando Pedro, en su ignorancia y con palabras de falsa ternura, procuraba disuadirle de afrontar la vergüenza y el oprobio de la cruz, le dijo: «¡Apártate de mi vista, Satanás! ¡Me eres tropiezo; porque no piensas en lo que es de Dios, sino en lo que es de los hombres!» (Mat 16:22-23). De igual modo dijo en otra ocasión a sus discípulos: «Ya no hablaré mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí; pero para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y como me mandó el Padre, así hago» (Juan 14:30-31).
El lugar y las funciones asignadas a los hijos de Aarón en el holocausto, están en perfecta armonía con lo que acabamos de decir respecto a la significación especial de esta ofrenda: «ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar», «pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego», «acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar». Son estos actos muy notables, sobre todo, cuando lo comparamos con la ofrenda por el pecado, en la cual no se mencionan los hijos de Aarón. «Los hijos de Aarón» representan la Iglesia, no como un cuerpo, sino como casa espiritual, o familia de sacerdotes. Esto es fácil de comprender, porque si Aarón es un tipo de Cristo, la casa de Aarón es también un tipo de la de Cristo. Así leemos en el capítulo 3 de la Epístola a los Hebreos: «Pero, como Hijo, sobre su casa; cuya casa somos nosotros» (v. 6). Y más, «Aquí estoy con los hijos que Dios me ha dado» (Hebr. 2:13). Es el privilegio de la Iglesia, en tanto que el Espíritu Santo la conduce y enseña, a contemplar este aspecto de Cristo que se nos presenta en el primero de los tipos del Levítico, y a complacerse en Él. «Con certidumbre nuestra comunión es con el Padre» (1 Juan 1:3), que en su bondad nos llama a compartir sus pensamientos con respecto a Cristo. Es verdad que nunca podemos elevarnos a la altura de esos pensamientos, pero podemos tener parte en ellos por el Espíritu Santo que mora en nosotros.
1.9 - Los sacerdotes
«Y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión». Aun aquí encontramos un tipo de la Iglesia, considerada siempre como compañía de sacerdotes, trayendo el memorial de un sacrificio cumplido, y presentándolo allí donde cada adorador tenía entrada. Pero no debemos olvidar que la sangre que los sacerdotes ofrecen aquí es la sangre del holocausto, y no la de la ofrenda por el pecado. Es la Iglesia entrando, por el poder del Espíritu Santo, en el pensamiento de la profunda y perfecta devoción que Cristo ha manifestado hacia Dios, no es un pecador convencido acogiéndose al valor de la sangre de Aquel que ha llevado el pecado. No es necesario decir que la Iglesia se compone de pecadores, y de pecadores convictos de pecado; pero «los hijos de Aarón» no representan los pecadores convictos de pecado; representan a los santos rindiendo culto; es como sacerdotes que tienen que intervenir en el holocausto. Algunos se equivocan en este punto. Piensan que, ya que un hombre que, por la gracia de Dios y por el Espíritu Santo, está puesto en estado de tomar parte en la adoración, por este hecho se niega a reconocer que es un pobre e indigno pecador. Esto es un gran error. En sí mismo el creyente no es nada, pero en Cristo es un adorador purificado. Ha entrado en el santuario, no como un culpable pecador, sino como sacerdote rindiendo culto con «vestiduras» de gloria y belleza. Ocuparme de mi culpabilidad en la presencia de Dios, no es de mi parte, como cristiano, humildad acerca de mí mismo, sino incredulidad acerca del sacrificio.
Quienquiera que sea, el lector se ha podido convencer de que la idea de la imputación del pecado no entra en la ordenanza del holocausto, y que Cristo no aparece en esta ofrenda como llevando el pecado y como bajo el peso de la ira de Dios. Es cierto que está escrito: «y será aceptado para expiación suya», pero «la expiación» se mide aquí, y no será demasiado repetirlo, no por lo profundo y enorme de la culpabilidad del pecador, sino por la perfecta ofrenda que Cristo ha hecho de sí mismo a Dios y por la infinita satisfacción que Dios encuentra en Aquel que así se ha ofrecido. Esto nos da la idea más elevada de la expiación. Si contemplo a Cristo como ofrenda por el pecado, veo la expiación hecha según las exigencias de la justicia divina acerca del pecado; pero si miro el holocausto, la obra propiciatoria se me presenta revestida de toda la perfección de la buena voluntad y aptitud de Cristo en cumplir la voluntad de Dios, y de la perfección de la complacencia de Dios en Cristo y en su obra. ¡Qué perfecta debe ser una expiación que es el fruto de la consagración de Cristo a Dios! ¿Habrá algo que pueda superar a este sacrificio del Hijo, y a esta satisfacción del Padre? Seguramente que no; y es este un asunto digno de ocupar para siempre a la gran familia sacerdotal, cuando esta se reúna en el atrio de Jehová.
1.10 - La preparación del sacrificio
«Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas». El acto ceremonial de «desollar» es particularmente expresivo; consistía en quitar la parte exterior de la víctima a fin de que lo interior se pusiera de manifiesto. No era suficiente que la ofrenda fuese «sin defecto» exteriormente; era necesario también que el interior, con todas sus ligaduras y coyunturas, fuese puesto al descubierto. Solamente es para el holocausto que, de un modo especial, se ordena este acto, el cual está perfectamente de acuerdo con el conjunto del tipo, en lo que tiende a hacer resaltar particularmente la perfecta sumisión de Cristo hacia el Padre. Su obra procede de lo más profundo de su ser; y cuanto más se sondeaban esas profundidades, más se revelaban los secretos de su vida interior, y se manifestaba más claramente que una sumisión completa a la voluntad de su Padre, y un sincero deseo de buscar su gloria eran los móviles que hacían obrar al gran Modelo de la ofrenda del holocausto. Cristo fue, ciertamente, un verdadero holocausto.
«Y lo dividirá en sus piezas». Este acto presenta una verdad algo semejante a la que se enseña en «el perfume aromático molido» (Éx. 30:34-38, Lev. 16:12).
El Espíritu Santo se complace en detenerse mucho en lo que constituye el perfume y el suave olor del sacrificio de Cristo, no solamente considerándolo como un todo sino también teniendo en cuenta los más pequeños detalles, en sus diversas partes y en él todo el holocausto era sin falta, y así también era Cristo.
«Y los hijos del sacerdote Aarón pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes hijos de Aarón acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar». Esto era un gran privilegio para la familia sacerdotal. El holocausto se ofrecía a Dios; se quemaba [1] completamente sobre el altar, de modo que el hombre no tenía en él ninguna parte; pero los hijos de Aarón, el sacerdote, siendo asimismo sacerdotes, aparecen aquí colocados alrededor del altar de Dios, para contemplar la llama de un sacrificio agradable a Dios, elevándose a Él en olor grato. Era esta una gloriosa posición, una gloriosa comunión, un glorioso servicio, en el acto del sacrificio, un tipo evidente de lo que Dios ha dado a la Iglesia que tiene comunión con Él, en la que mira el cumplimiento perfecto de su voluntad, en la muerte de Cristo.
Cuando contemplamos la cruz de Nuestro Señor Jesucristo como pecadores convencidos del pecado, vemos en esta cruz lo que responde a todas nuestras necesidades; bajo este punto de vista la cruz da a la conciencia perfecta paz. Pero como sacerdotes, como adoradores purificados, podemos también considerar la cruz bajo otro aspecto, es a saber, como el cumplimiento de la resolución santa que Cristo había tomado de cumplir la voluntad del Padre, hasta la muerte. Como pecadores convencidos del pecado, estamos ante el altar de bronce, y encontramos la paz, por la sangre de la propiciación que ha sido derramada sobre el mismo; pero como sacerdotes, estamos allí para contemplar y admirar la perfección de este holocausto, el perfecto abandono y la perfecta ofrenda que Cristo, el hombre perfecto, ha hecho de sí mismo a Dios.
[1] Puede ser útil informar aquí al lector de que la palabra hebrea traducida por «quemar», en la ley del holocausto, es completamente diferente de la que se emplea por «quemar» en la ley del sacrificio por el pecado. Siendo este asunto de particular interés, citaré algunos pasajes en los que se encuentra esta palabra. La palabra hebrea empleada cuando se trata del holocausto significa «incienso» o «quemar incienso», y se encuentra en los siguientes pasajes con una u otra inflexión: Levítico 6:8: «Y todo el incienso… y lo hará arder sobre el altar». –Deuteronomio 33:10: «Pondrán el incienso delante de ti, y el holocausto sobre tu altar». –Éxodo 30:1: «Harás asimismo un altar para quemar el incienso». –Salmo 66:15: «Holocaustos de animales engordados te ofreceré, con sahumerio de carneros». –Jeremías 44:21: «El incienso que ofrecisteis en las ciudades de Judá». –Cantar de los Cantares 3:6: «Sahumada de mirra y de incienso». Se podrían multiplicar las citas, pero las que acabamos de indicar serán suficientes para hacer comprender cual es el empleo de la palabra de que hablamos en la ley del holocausto.
La palabra hebrea traducida por «quemar» en relación con la ofrenda por el pecado, significa quemar, en general, y se encuentra en los siguientes pasajes: Génesis 11:3: «Hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego». –Levítico 10:16: «Y Moisés preguntó por el macho cabrío de la expiación, y se halló que había sido quemado». –2 Crónicas. 16:14: «e hicieron un gran fuego en su honor». De este verbo deriva el nombre «Serafín», que traducido literalmente es «los abrasadores» (Is. 6). La misma palabra designa también las «serpientes ardientes» (Núm. 21).
Así la ofrenda por el pecado no solo era quemada en un lugar distinto del holocausto, sino que el Espíritu Santo emplea distinta palabra para expresar el acto por el que era consumida. Esta distinción no es indiferente, y creemos que la sabiduría del Espíritu Santo se manifiesta tanto en el empleo que hace de las dos palabras de que hablamos como en cualquiera otro punto en que hace resaltar la diferencia que existe entre las dos ofrendas. El lector espiritual dará también a esta distinción el valor que le corresponde.
No tendremos más que una idea muy incompleta del misterio de la cruz, si no vemos en ella más que lo que responde a las necesidades del hombre como pecador. Hay en la muerte de Cristo profundidades que se hallan fuera del alcance del hombre, y que solo Dios ha podido sondear. Es, pues, importante observar, que cuando el Espíritu Santo nos ofrece figuras de la cruz, nos da, primeramente, el tipo que nos la hace ver bajo aquella de sus fases que tiene a Dios por objeto. El hombre puede llegarse a esta fuente única de delicias, puede abrevarse siempre; puede encontrar en ella la satisfacción de los deseos más elevados de su alma, de las facultades de su nueva naturaleza; pero a pesar de todo, hay en la cruz profundidades que solo Dios puede conocer y apreciar. He aquí por qué la ofrenda del holocausto ocupa el primer lugar en el orden de los sacrificios. Además, el hecho mismo de que Dios haya instituido una figura de la muerte de Cristo, que es la expresión de lo que esta muerte es para él mismo, contiene múltiples enseñanzas para el hombre espiritual.
Ningún hombre, ni ningún ángel, puede sondear hasta el fondo el misterio de la muerte de Cristo; pero podemos discernir, a lo menos, algunos caracteres que por sí solos exponen lo que esta muerte preciosa significa para el corazón de Dios. Es en la cruz donde Dios recoge su más rica cosecha de gloria. De ninguna otra manera hubiera podido ser glorificado como lo ha sido en la muerte de Cristo. Es en la entrega voluntaria que Cristo hizo de sí mismo a Dios que la gloria divina brilla en todo su fulgor; y es en esta ofrenda que Cristo ha hecho de sí mismo, que fue puesto el sólido fundamento de todos los consejos divinos; la creación era insuficiente para esto. La cruz ofrece también al amor divino un conducto por el que puede deslizarse con justicia y, por ella, Satanás es para siempre confundido, y «despojando a las autoridades y a las potestades, las exhibió en público, triunfando sobre ellas en la cruz» (Col. 2:15). Estos son los gloriosos frutos de la cruz; y cuando estamos ocupados en estos asuntos, vemos que era conveniente que hubiera una figura de la cruz que la representase en lo que era exclusivamente para Dios; y que es conveniente también que este tipo ocupe el primer lugar entre todos los demás.
1.11 - Un sacrificio hecho por fuego: un olor agradable
«Y lavará con agua los intestinos y las piernas, y el sacerdote hará arder todo sobre el altar; holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová». Este lavado que se ordena aquí hace el sacrificio, en figura, tal como Cristo era esencialmente; hacía el sacrificio puro interior y exteriormente. Siempre estuvieron perfectamente de acuerdo los motivos interiores de Cristo y su conducta exterior; esta fue siempre la expresión de sus motivos interiores. Todo en él tendía a un solo fin, a la gloria de Dios. Los miembros de su cuerpo obedecían a su corazón consagrado y cumplían perfectamente los deseos de aquel corazón, que no latía más que para Dios y para su gloria en la salvación de los hombres. Con razón el sacerdote podía hacer «arder todo sobre el altar»; todo estaba, en figura, puro, no estando destinado más que a ser ofrecido a Dios sobre su altar. Había sacrificios de los cuales el sacerdote percibía su parte; y otros en los que el que los ofrecía percibía también su parte, pero el holocausto se consumía «todo» sobre el altar. Era para Dios solo.
Los sacerdotes podían acomodar la leña y el fuego, y ver subir la llama, siendo esto un gran privilegio para ellos, pero no comían del sacrificio. Solo Dios era el objeto de Cristo, en el aspecto de su muerte representado por el holocausto, y no podemos comprender este hecho con bastante sencillez. Desde el momento en que el macho sin defecto era presentado voluntariamente a la puerta del tabernáculo, hasta que, por la acción del fuego, quedaba reducido a ceniza sobre el altar, podemos ver a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios. Dios tiene, en esta obra que Cristo ha cumplido, un gozo propio, gozo en el que ninguna inteligencia creada podría entrar. Esto está confirmado en «la ley del holocausto», de la que nos resta hablar.
1.12 - La ley del holocausto
«Habló aún Jehová a Moisés, diciendo: Manda a Aarón y a sus hijos, y diles: Esta es la ley del holocausto: el holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar toda la noche, hasta la mañana; el fuego del altar arderá en él. Y el sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá calzoncillos de lino sobre su cuerpo; y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio. Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará» (Lev. 6:1-6). El fuego que sobre el altar consumía el holocausto y las grosuras de los sacrificios de paz era la justa expresión de la santidad divina que encontraba en Cristo y en su sacrificio un alimento conveniente. El fuego que no debía apagarse jamás (lo cual representaba la acción de la santidad divina ejerciendo juicio) debía mantenerse continuamente. El fuego ardía sobre el altar de Dios, en medio de las sombras y silencio de la noche.
«El sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá…» etc. Aquí el sacerdote toma, en figura, el lugar de Cristo, estando representada la justicia personal por la blanca túnica de lino. Cristo habiéndose entregado él mismo a la muerte de cruz, a fin de cumplir la voluntad de Dios, subió a los cielos, en virtud de su propia justicia eterna, llevando consigo el memorial de la obra que había cumplido. Las cenizas atestiguaban que el sacrificio estaba consumado y que había sido aceptado por Dios; se echaban al lado del altar, para dar testimonio de que el fuego había consumido el sacrificio y que no solo estaba consumido sino también aceptado. Las cenizas del holocausto declaraban la aceptación del sacrificio; las cenizas de la ofrenda por el pecado declaraban el juicio sobre el pecado.
Muchos puntos sobre los que ahora no nos hemos parado reaparecerán ante nuestra vista en el transcurso de nuestro estudio, y así tendrán para nosotros más claridad, más valor y poder. Poniendo en contraste unas ofrendas con otras se da, a cada una, más relieve. Consideradas en conjunto nos suministran una visión completa de Cristo. Son como espejos, dispuestos de tal manera que reflejan, bajo diferentes aspectos, la imagen del verdadero y solo perfecto sacrificio. Ninguna figura por sí sola puede representarle en su plenitud. Es preciso que le podamos contemplar en su vida y en su muerte, como hombre y como víctima, en relación con Dios, y en relación con nosotros; y es así como le representan, en figura, las ofrendas del Levítico. Dios ha misericordiosamente respondido de esta manera a las necesidades, quiera él también ahora aumentarnos la inteligencia que necesitamos para comprender lo que ha preparado para nosotros, para que gocemos de ello.
¡Que ahora también sea iluminada nuestra inteligencia, para comprender y gozar lo que nos ha preparado!
2 - Capítulo 2 — La ofrenda de oblación vegetal: Cristo en su vida
Nos toca ahora examinar la «oblación» u ofrenda vegetal representando de manera muy precisa al «hombre Cristo Jesús» (1 Tim.2:5). El holocausto representa a Cristo en su muerte; la ofrenda de la que nos ocupamos le representa en su vida. Ni en una ni en otra es cuestión del acto de llevar el pecado. En el holocausto, vemos la propiciación, pero no vemos en él nada de llevar el pecado, ni de imputación del mismo, ni de manifestación de la ira divina. Esto nos lo demuestra el hecho que se consumía todo sobre el altar, porque si hubiera que expiar el pecado, la víctima tendría que ser quemada fuera del campamento (comp. Lev. 4:11-12 con Hebr. 13:11).
Pero en la ofrenda de oblación vegetal no hay ni siquiera derramamiento de sangre, sino que en ella vemos simplemente un bello tipo de Cristo, viviendo, andando y sirviendo aquí en la tierra. Este hecho, por si solo, es suficiente para inducir a todo cristiano espiritual a considerar esta ofrenda seria y atentamente, y con espíritu de oración. La pura y perfecta humanidad de nuestro Señor es un tema que se impone al examen concienzudo de todo verdadero cristiano. Es de temer que muchos cristianos no tienen una idea bastante clara o determinada respecto a este santo misterio. Las expresiones que se oyen, o que se leen algunas veces, bastan para probar que la doctrina fundamental de la encarnación no es comprendida o tenida en cuenta tal como la Palabra la presenta. Tales expresiones proceden probablemente de una inexacta apreciación de la naturaleza real de las relaciones de Cristo y del verdadero carácter de sus padecimientos, pero cualquiera que sea su origen, deben juzgarse a la luz de las Santas Escrituras, y por consiguiente desecharse. Sin duda muchos de los que las emplean retrocederían indignados y horrorizados ante la doctrina que suponen o apoyan tales términos, si se les expusiera tal como es en realidad; así, pues, guardémonos de acusar de infidelidad, en una verdad fundamental, a tal o cual cristiano, en quien no hay más, tal vez, que inexactitud de lenguaje.
Hay, sin embargo, una consideración que debe pesar sobre las apreciaciones morales de todo cristiano, a saber, el carácter vital de la doctrina de la humanidad de Cristo; doctrina que pone el fundamento mismo del cristianismo y, por esto, Satanás, desde el principio, ha puesto tanto empeño en inducir a las almas al error en este punto. Casi todas las herejías capitales descubren la intención satánica de minar la verdad en cuanto a la persona de Cristo. Sucede también, con frecuencia, que hombres piadosos, queriendo combatir estos errores, caen en errores opuestos. Esto nos enseña la necesidad que tenemos de atenernos a los mismos términos de que ha usado el Espíritu Santo, para descubrirnos un misterio a la vez tan sagrado y tan profundo. En efecto, creemos que, en todos los casos, la sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras y la energía de la vida divina en el alma son la mejor salvaguardia contra toda especie de error.
Para que el alma pueda preservarse de error respecto a la doctrina de Cristo, no tiene necesidad de profundos conocimientos teológicos; basta que la palabra de Cristo habite abundantemente en ella y que el Espíritu de Cristo desarrolle en ella su eficacia, para que Satanás no encuentre ningún lugar donde pueda introducir sus sombrías y horribles sugestiones. Si el corazón se complace en el Cristo que revelan las Escrituras, rechazará seguramente todos los falsos cristos que Satanás le presente. Si nos alimentamos de las realidades de Dios, desecharemos sin vacilación las falsificaciones de Satanás. Este es el mejor medio de escapar de los lazos del error bajo cualquier forma que se presente. «Las ovejas oyen su voz… y le siguen; porque conocen su voz; mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Juan 10:3-5, 27). No es necesario conocer la voz de los extraños para desviarse de ellos; basta, para esto, conocer la voz del «buen Pastor»; esto es lo que nos preservará de la influencia seductora de toda voz extraña. Así, pues, sintiéndonos llamados a prevenir a nuestros lectores contra toda voz extraña con relación al divino misterio de la humanidad de Cristo, no parece necesario discutir sus aserciones peligrosas o falsas; preferimos, con la gracia de Dios, procurar a nuestros hermanos armas contra ellas, desarrollando la doctrina de la Escritura sobre este asunto.
Uno de los puntos más débiles de nuestro cristianismo es la falta de una más intensa y completa comunión con la perfecta humanidad de nuestro Señor Jesucristo. De aquí que experimentamos tanta esterilidad, tanta inquietud y extravío en nuestra marcha. ¡Ah! si nosotros estuviéramos penetrados, merced a una fe más sencilla, de esta verdad, de que es un Hombre real que está sentado a la diestra de la Majestad en los cielos: un Hombre en quien la simpatía es perfecta, cuyo amor es incomprensible, en quien el poder es sin límites, en quien la sabiduría es infinita, cuyos recursos son inagotables, cuyas riquezas son insondables, cuyo oído está siempre abierto a todas nuestras peticiones, cuyo corazón está lleno para nosotros de una ternura infalible, seríamos a la vez más felices y nos elevaríamos más sobre las cosas visibles; seríamos más independientes de todo lo que procede de la criatura, fuese cual fuese el conducto que nos lo comunicase.
Todo lo que el corazón puede desear, lo poseemos en Jesús. ¿Suspira en busca de verdadera simpatía? ¿Dónde podrá encontrarla sino en Aquel que mezclaba sus lágrimas a las lágrimas de las desoladas hermanas de Betania? ¿Aspira al gozo de un verdadero afecto? No puede encontrarlo sino en el corazón que expresa su amor en las gotas de sangre que caían de su rostro en Getsemaní. ¿Busca la protección de un poder eficaz? No tiene más que mirar a Aquel que creó los mundos. ¿Siente la necesidad de una sabiduría infalible para que le guíe? Acérquese al que es la sabiduría personificada y que «nos fue hecho sabiduría por parte de Dios» (1 Cor. 1:30). En una palabra, lo tenemos todo en Cristo. El pensamiento divino y los afectos divinos han encontrado un objeto perfecto en «el hombre Cristo Jesús» y, seguramente, si hay en la persona de Cristo lo que puede satisfacer plenamente a Dios, tiene que haber también lo que nos satisfaga a nosotros, y lo que nos satisface a medida que, por la gracia del Espíritu Santo, andamos en comunión con Dios.
2.1 - El hombre perfecto
Nuestro Señor Jesucristo ha sido el único hombre perfecto que ha pisado esta tierra; era perfecto en todo, perfecto en pensamientos, en palabras y en obras. En él todas las cualidades morales se encontraban y armonizaban en divina y, por consiguiente, perfecta proporción. Ningún rasgo de su carácter predominaba a expensas de los demás; se unían en él, de modo admirable, una majestad que inspiraba temor respetuoso, y una dulzura tal que su sola presencia llenaba el alma de dicha. Los escribas y los fariseos tuvieron que oír sus abrumadores reproches, mientras que la pobre samaritana (Juan 4), y la mujer «pecadora» (Lucas 7:39) se sentían, sin darse cuenta, irresistiblemente atraídas hacia él. Sí, todo se encontraba en él en bella armonía; y esto se puede notar en todas las escenas de su vida sobre la tierra. Podía, por ejemplo, decir a sus discípulos en presencia de los cinco mil hombres hambrientos: «Dadles vosotros de comer» (Lucas 9:13), y después que estuvieron saciados: «Recoged los pedazos que sobran, para que no se pierda nada» (Juan 6:12). La generosidad y la economía son aquí perfectas, sin que una dañe a la otra: cada una brilla en su propia esfera. No podía despedir en ayunas a las multitudes hambrientas que le seguían y, por otro lado, no podía consentir que ni una pequeña parte de «lo que Dios ha creado» (1 Tim. 4:4) se malgastase.
La misma mano que está siempre abierta con generosidad, para subvenir a todas las necesidades del hombre, está estrictamente cerrada a todo derroche. Esta es una lección para nosotros en quienes, con frecuencia, la generosidad degenera en inexcusable prodigalidad; y, por otra parte, ¡cuán a menudo nuestra economía descubre un espíritu de avaricia! A veces también nuestros corazones rehúsan abrirse generosamente ante las necesidades que se ofrecen a nuestra vista, mientras que en otras ocasiones disipamos por vanidad y extravagancia lo que hubiera podido satisfacer a muchos de nuestros semejantes en su necesidad. Querido lector, estudiemos cuidadosamente el divino modelo que nos ofrece la vida del «hombre Cristo Jesús»; es saludable y edificante para «el hombre interior» (Efe. 3:16), el ocuparse de Aquel que fue perfecto en todos sus caminos y que en todo «tenga la preeminencia» (Col. 1:18).
Vedlo en el huerto de Getsemaní postrado en profunda humildad, de la que él solo podía dar ejemplo, pero en presencia de la compañía guiada por el traidor, muestra una calma y una majestad que los hace retroceder y caer por tierra. Delante de Dios su actitud es la postración; delante de sus jueces y acusadores, una dignidad inquebrantable; aun allí, todo es perfecto, todo divino. La misma perfección se nota también en el modo admirable con que se concilian en él sus relaciones con Dios y sus relaciones humanas. Podía decir: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?» y, al mismo tiempo, podía descender con ellos a Nazaret, donde fue un perfecto modelo de sumisión a la autoridad paterna (véase Lucas 2:49-51). Podía decir a su madre: «¿qué tiene que ver eso conmigo o contigo?» (Juan 2:4) y, sin embargo, sobre la cruz, en medio de su indecible agonía, mostraba el tierno afecto que sentía por ella, confiándola a los cuidados de su discípulo amado. En el primer caso, Cristo, con el espíritu de un perfecto nazareo, se separaba de todo para cumplir la voluntad de su Padre: mientras que, en el segundo, deja desbordar los afectuosos sentimientos de un corazón humano perfecto. La devoción del nazareo, lo mismo que los afectos del hombre, eran perfectos; no podían perjudicarse uno a otro; los dos brillaban con esplendente claridad, cada uno en su propia esfera.
Así, pues, la sombra, el tipo de este hombre perfecto se nos ofrece bajo la figura de la «flor de harina» que formaba la base principal de la ofrenda. No había en ella nada áspero, nada desigual, nada tosco al tacto; cualquiera que fuese la presión exterior, la superficie estaba siempre unida. Así Cristo no estaba nunca turbado por las circunstancias; no estaba nunca inquieto, nunca vacilante o agitado, nunca perdía la serenidad. Cualesquiera que fuesen los acontecimientos que sobrevinieran, los afrontaba con esa perfecta igualdad tan notable, figurada por la «flor de harina». Todas estas cosas, es obvio, presentan a Cristo en señalado contraste con sus siervos, aun los más fieles y sumisos. Moisés, por ejemplo, «era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra» (Núm. 12:3), sin embargo, en un momento de ira, «habló precipitadamente con sus labios» «porque hicieron rebelar a su espíritu» (Sal. 106:33). En Pedro vemos un celo y una energía que a veces rebasaban la medida, pero también vemos en otras ocasiones una cobardía que le hacía perder la ocasión de rendir testimonio, por temor al desprecio; estaba pronto a hacer protestas de una devoción que cuando llegaba el momento de la prueba, había desaparecido. Juan, que más que ningún otro respiraba la atmósfera de la presencia inmediata de Cristo, manifiesta más de una vez un espíritu sectario, intolerante y ambicioso (Lucas 9:49, 52-55, Marcos 10:35-37).
En Pablo, el más abnegado de sus siervos, descubrimos también grandes desigualdades; dirigió al sumo sacerdote palabras injuriosas que en seguida tuvo que rectificar (Hec. 23:3-5). Escribe una carta a los corintios, y desde luego se arrepiente de haberlo hecho, pero después cambió de opinión y se ratificó en lo primero (2 Corintios 7:8). En todos vemos algún defecto, excepto en Aquel que es «señalado entre diez mil» (Cant. 5:10).
Estudiando la ofrenda de oblación vegetal, para dar más claridad y sencillez a nuestros pensamientos, convendrá que consideremos, en primer lugar, los ingredientes que la componían; en segundo término, las diversas formas en que se ofrecía y, por último, las personas que en ella tenían parte.
2.2 - Los ingredientes que componen la ofrenda vegetal
2.2.1 - La flor de harina «amasada con aceite»
La «flor de harina» puede considerarse como la base de la ofrenda, y en ella, como hemos visto, tenemos un tipo de la humanidad de Cristo, en quien se encuentran todas las perfecciones. El Espíritu Santo se complace en descubrir las glorias de la Persona de Cristo, en presentarlo en su excelencia incomparable, en ponerlo ante nosotros en contraste con todo lo restante. Le pone en contraste con Adán mismo en su estado de inocencia y de honor, pues está escrito: «El primer hombre fue de la tierra, terrenal; el segundo hombre es del cielo» (1 Cor. 15:47). El primer Adán, aun antes de la caída, era «de la tierra», pero el segundo Hombre vino «del cielo».
En esta ofrenda, el aceite es un tipo del Espíritu Santo. Pero el aceite, empleado de dos modos, nos presenta al Espíritu Santo bajo un doble aspecto, en relación con la encarnación del Hijo. La flor de harina estaba amasada con el aceite; y se vertía aceite sobre ella. Tal era el tipo; y en la realidad, vemos al Señor Jesucristo, «engendrado» del Espíritu Santo, y después «ungido» por el Espíritu Santo (comp. Mat. 1:18-23, con 3:16). La exactitud, aquí tan palpable, es verdaderamente maravillosa. Es un solo y mismo Espíritu que prescribe los ingredientes del tipo y que dirige los acontecimientos en el Señor. Aquel que nos dio con asombrosa precisión las sombras y los tipos del libro del Levítico, nos ha descrito también el glorioso objeto de esos tipos en los relatos del Evangelio. Es el mismo Espíritu el que sopla a través de las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento, y quien nos capacita para ver con qué exactitud se corresponden.
La concepción del cuerpo de Cristo, por el Espíritu Santo, en el seno de la Virgen, es uno de los más profundos misterios que pueden presentarse a la atención del entendimiento renovado. Este misterio está plenamente revelado en el Evangelio de Lucas, y es muy característico, porque del principio al fin de este Evangelio el objeto especial del Espíritu Santo parece ser mostrarnos, en todos sus aspectos, y de modo divinamente tierno, «al Hombre Cristo Jesús». Mateo nos presenta «el Hijo de Abraham», «el Hijo de David». En Marcos hallamos el divino Siervo, el Obrero celestial. En Juan tenemos «el Hijo de Dios», la Palabra eterna, la Vida, la Luz, Aquel por quien fueron hechas todas las cosas. Pero el gran tema del Espíritu Santo en el Evangelio de Lucas es el «Hijo del hombre».
Cuando el ángel Gabriel hubo anunciado a María el favor que le había sido conferido relativo a la gran obra de la encarnación, María, con un espíritu de sencilla ignorancia, a la vez que, de duda, preguntó: «¿Cómo será esto, ya que no conozco varón?» Evidentemente pensaba que el nacimiento del glorioso Personaje que estaba a punto de aparecer debía efectuarse según el curso ordinario de la naturaleza; y este pensamiento fue lo que, en la gran bondad de Dios, dio ocasión al mensajero celeste para añadir algunas palabras que derraman una luz de las más preciosas sobre la verdad fundamental de la encarnación. También la respuesta del ángel a la pregunta de la Virgen es del más grande interés, y merece meditarse cuidadosamente. «El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también la santa Criatura que nacerá, será llamada Hijo de Dios» (Lucas 1:35).
Este bello pasaje nos enseña que el cuerpo humano del que se revistió el Hijo eterno de Dios fue formado por «el poder del Altísimo», «un cuerpo me preparaste» (Hebr. 10:5). Era un verdadero cuerpo humano, realmente «sangre y carne» (Hebr. 2:14). No hay aquí nada absolutamente que pueda prestar un fundamento cualquiera a las vanas y fastidiosas teorías del gnosticismo, o del misticismo; no, nada que autorice las frías abstracciones de la primera, ni las fábulas de la segunda; todo es aquí profundamente, sólidamente, divinamente real. Aquello que nuestros corazones necesitaban es lo que Dios ha dado. La promesa más antigua había declarado que la simiente de la mujer quebrantaría la cabeza de la serpiente, y esta predicción no podía cumplirse más que por un hombre real, un ser en quien la naturaleza humana fuese tan real, como pura e incorruptible. El ángel Gabriel dijo: «concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo» (Lucas 1:31) [2]. Por otra parte, para no dejar ningún lugar a error en cuanto al modo de esta concepción, añade algunas palabras que prueban indiscutiblemente que la «sangre y carne» de las que el Hijo eterno «participó», siendo absolutamente reales, eran absolutamente incapaces de adquirir o comunicar la menor mancha. La humanidad de nuestro Señor Jesucristo era en toda la extensión de la palabra «la santa Criatura» y como era enteramente sin falta, no había en él, por consiguiente, ningún principio de mortalidad. No podemos concebir la mortalidad sino en relación con el pecado; y la humanidad de Cristo no tenía nada de común con el pecado, ni personal ni relativamente. El pecado le fue imputado sobre la cruz, es allí que «por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21). Pero la ofrenda de vegetal no es el tipo de Cristo llevando el pecado. Le prefigura en su vida perfecta sobre la tierra; vida en la que, sin duda, sufrió, pero nunca llevando el pecado, no como sustituto, ni de parte de Dios. Importa mucho esclarecer bien este punto. Ni el holocausto ni la ofrenda de vegetal representa a Cristo cargado con nuestros pecados. En esta le vemos viviendo: en aquel le vemos muriendo; pero ni en una ni en otra se ocupa de la imputación del pecado, ni de incurrir en la ira de Dios a causa del mismo. En una palabra, presentar a Cristo como el sustituto de los pecadores en otro lugar, que sobre la cruz, es despojar su vida de toda su belleza y excelencia divinas; es quitar a la cruz su carácter y su lugar. Además, esto arrojaría una confusión inextricable sobre los tipos del Levítico.
[2] «Pero cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gál. 4:4). Es este un pasaje de mucha importancia atendiendo a que presenta a nuestro Señor, como Hijo de Dios y como Hijo del Hombre: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer». ¡Precioso testimonio!
Por esta razón quisiéramos poder persuadir a todos nuestros lectores para que supieran tener un santo celo respecto a la verdad vital de la Persona y de las relaciones del Señor Jesucristo. Si se está en el error respecto a esto, todo el resto del cristianismo está en peligro; Dios no puede dar la sanción de su presencia a lo que no tiene esta verdad por base. La Persona de Cristo es el centro viviente, el centro divino, a cuyo alrededor el Espíritu Santo cumple todas sus operaciones. Si abandonáis la verdad en cuanto a Cristo, estáis como un buque sin anclas, llevado sin timón y sin brújula, sobre el inmenso y tempestuoso océano, y en inminente peligro de estrellarse contra los escollos del arrianismo [3], de la infidelidad, o del ateísmo. Poned en duda la eternidad de Cristo como Hijo de Dios, su deidad, o su humanidad inmaculada, y abriréis la exclusa a las olas destructoras y a los errores mortales. Nadie se figure que se trata de un asunto solo conveniente para servir de tema de discusión a los teólogos y eruditos; que se trata de una cuestión curiosa, de un misterio abstruso, o de un dogma sobre el cual nos es permitido tener diversos puntos de vista. No, es una verdad fundamental, que es preciso retener con el poder del Espíritu Santo; que es necesario defender a toda costa, que es preciso confesar en todo tiempo y en todos los casos, cualesquiera que pudieran ser las consecuencias.
[3] El arrianismo es una doctrina que el sacerdote Arrius sostenía y propagaba, en la cual confesaba que la persona del Señor Jesús era inferior al Padre, negaba su eterna divinidad, diciendo que era una criatura creada.
Debemos, pues, recibir sencillamente en nuestros corazones, por la gracia del Espíritu Santo, la revelación que el Padre nos hace del Hijo; entonces nuestras almas serán eficazmente preservadas de los lazos del enemigo, bajo cualquier forma que se presenten. Este enemigo puede encubrir las seducciones o ardides del arrianismo o del socinianismo [4], las hierbas y las hojas de un sistema de interpretación a la vez especioso, plausible y seductor; pero el corazón verdaderamente piadoso descubre muy pronto que este sistema tiende a deshonrar al Salvador a quien todo lo debe, y sin vacilación lo rechaza y lo devuelve a la fuente impura de donde manifiestamente procede. Nosotros podemos apartarnos de las teorías humanas; pero no podemos, de ningún modo, apartarnos de Cristo, del Cristo de Dios, del Cristo de las afecciones de Dios, del Cristo de los consejos de Dios, del Cristo de la Palabra de Dios.
[4] Es una doctrina enseñada por Faustus Socinus (1539-1604), según la cual se niega la Trinidad (Dios en tres Personas distintas), así como la divinidad de Cristo, como no habiendo existido antes de su nacimiento como hombre, etc.
Nuestro Señor Jesucristo, Hijo eterno de Dios, Dios manifestado en carne, Dios sobre todas las cosas bendito eternamente, tomó un cuerpo que era esencial y divinamente puro, incapaz de adquirir ninguna mancha, enteramente exento de todo principio de pecado y de mortalidad. La humanidad de Cristo era tal que si le hubiera sido posible (lo que no lo era, según diremos) no consultar más que su interés personal, hubiera podido volver al cielo de donde había venido, y al que pertenecía. Diciendo esto, hacemos abstracción de los decretos eternos del amor redentor, o del amor invariable del corazón de Jesús; de su amor por Dios, de su amor por los elegidos de Dios, o de la obra que era necesaria para ratificar la alianza eterna de Dios con la simiente de Abraham, y con la creación entera. Cristo mismo nos enseña que «era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día» (Lucas 24:46). Era necesario que sufriese para la manifestación y el perfecto cumplimiento del gran misterio de la redención. El misericordioso Redentor quería llevar «muchos hijos a la gloria» (Hebr. 2:10). No quería quedar «solo», es por esto que, como «el grano de trigo cayendo en tierra... muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Cuanto mejor comprendamos la verdad en lo concerniente a la persona de Cristo, tanto mejor apreciamos y comprendemos su obra de gracia.
Cuando el apóstol habla de Cristo, como habiendo sido perfeccionado «por medio de padecimientos», le considera como nuestro «Autor de la salvación» (Hebr. 2:10), no como el Hijo eterno, que, en lo que se refiere a su personalidad y su naturaleza, era divinamente perfecto, sin que fuese posible añadir nada a lo que era. Lo mismo vemos cuando Jesús dice: «Expulso demonios y hago curaciones hoy y mañana, y el tercer día acabo mi obra» (Lucas 13:32). Aludía entonces al hecho de su resurrección en poder, por la cual sería manifestado como el consumidor de la obra completa de la redención. En cuanto a lo que le concernía personalmente, podía decir, aun saliendo del jardín de Getsemaní, «¿O acaso piensas tú que no puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de doce legiones de ángeles? Pero ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que es necesario que así suceda?» (Mat. 26:53-54). Conviene que el alma entienda claramente este asunto; es bueno reconocer la armonía que existe entre los pasajes que nos representan a Cristo con la dignidad esencial de su Persona y en la divina pureza de su naturaleza, y aquellos que nos lo presentan en sus relaciones con su pueblo y cumpliendo la gran obra de la redención. A veces encontramos esos dos aspectos diferentes combinados en el mismo pasaje; por ejemplo, en Hebreos 5:8-9: «Y aunque era Hijo, aprendió la obediencia por las cosas que sufrió. Y consumada su perfección, llegó a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen». No perdamos, por tanto, de vista que ninguna de estas relaciones en las que Cristo entró voluntariamente, ya sea para manifestar el amor de Dios a un mundo perdido, ya como siervo de los consejos divinos, ninguna puede, en cualquier grado que fuese, alterar en nada la pureza esencial, la excelencia y la gloria de su Ser. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también la santa Criatura que nacerá, será llamada Hijo de Dios» (Lucas 1:35). Magnífica revelación del profundo misterio de la pura y perfecta humanidad de Cristo, la gran realidad de la «flor de harina mezclada con aceite» (Lev. 2:4).
Observemos aquí la imposibilidad de toda unión entre la humanidad, tal como aparece en nuestro Señor Jesucristo, y la humanidad, tal como se encuentra en nosotros. Lo que es puro no puede unirse jamás a lo que es impuro. Hay incompatibilidad absoluta entre lo que es incorruptible y lo que es corruptible; lo espiritual y lo carnal, lo celeste y lo terrestre, no podrán combinarse jamás armoniosamente. Resulta, pues, que la encarnación no era como algunos han osado pretender, Cristo tomando nuestra naturaleza caída en unión consigo mismo. Si hubiera hecho esto, la muerte en la cruz no hubiera sido necesaria. En este caso no se ve porqué el Salvador se sentía «inmensamente triste, hasta la muerte» (véase Mat. 26:38 y Marcos 14:34) hasta que el bautismo sangriento se cumplió; no se ve porque «el grano de trigo» debía caer en la tierra y morir. Es de gran importancia que todo cristiano espiritual comprenda esto bien. Era enteramente imposible que Cristo se uniese a nuestra naturaleza pecadora. Escuchad lo que el ángel dice a José, en el primer capítulo del Evangelio según Mateo: «José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa; porque lo que en ella es engendrado es del Espíritu Santo» (cap. 1: 20). Así la susceptibilidad natural de José, lo mismo que la piadosa ignorancia de María, da lugar a un más amplio desarrollo del santo ministerio de la humanidad de Cristo, y sirve al mismo tiempo para proteger esta humanidad contra todos los ataques blasfemos del enemigo.
¿Cómo se realiza, pues, la unión de los creyentes con Cristo? ¿Es con Cristo en su encarnación, o en su resurrección? En su resurrección, sin ninguna duda, como lo prueba este pasaje: «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere» (Juan 12:24). Antes de la muerte de Cristo, no había unión posible entre Él y los suyos. Es con el poder de una nueva vida que los creyentes se unen al Señor. Estaban muertos en el pecado y él, en su perfecta gracia, descendió del cielo, y aunque siendo puro y sin pecado, fue hecho «pecado – murió al pecado» (2 Cor. 5:21; Rom. 6:10), «ha sido manifestado para la anulación del pecado» (Hebr. 9:26), resucitó triunfante sobre el pecado y de todas sus consecuencias, y en la resurrección viene a ser el jefe de una nueva raza. Adán era el jefe de la antigua creación, que cayó con él. Cristo, muriendo, se colocó bajo la carga que pesaba sobre los suyos, y respondiendo cumplidamente a todo lo que había contra ellos, triunfó sobre todo, resucitó y los introdujo con él en la nueva creación, de la cual es el centro y el glorioso Jefe. Por esto leemos: «El que se une al Señor, un solo espíritu es con él» (comp. 1 Cor. 6:17). «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:4-6). «porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30). «Y a vosotros, estando muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándonos todos los delitos» (Col. 2:13).
Podríamos multiplicar las citas, pero las que preceden bastan para demostrar ampliamente que no era en la encarnación, sino en la muerte, que Cristo se colocó de modo que los creyentes puedan ser vivificados con él ¿Podrá negarse la importancia de esta cuestión? Debemos examinarla bien a la luz de las Escrituras y considerarla en todo su alcance sobre la Persona de Cristo, sobre su vida, sobre su muerte, sobre nuestro estado natural en la vieja creación, y sobre nuestro lugar, por gracia, en la nueva. Es de gran interés pesar bien todas estas fases del asunto, y esperamos que se le dará la debida importancia. Por lo menos, podemos asegurar que el que ha escrito estas páginas no hubiera trazado una sola línea en apoyo de esta doctrina, si no la considerase como una de las de mayor trascendencia. La revelación divina es un todo, unido de tal manera, también ajustado por la mano del Espíritu Santo para formar un conjunto tan armónico en todas sus partes, que si se cambia una sola verdad se altera todo el resto. Esta consideración debiera bastar para precaver al cristiano contra todo atentado que pudiera deteriorar este magnifico edificio, en el que cada piedra debe estar colocada en el lugar que Dios le ha señalado; luego, incontestablemente, la verdad relativa a la Persona de Cristo es en él la clave de la bóveda.
2.2.2 - La flor de harina «sobre la cual echará aceite»
Habiendo así intentado desarrollar la verdad representada en figura por la «flor de harina», llegamos a otro punto de gran interés que se encuentra en estas palabras: «echarás sobre ella aceite». Aquí tenemos una figura de la unción de nuestro Señor Jesucristo por el Espíritu Santo. No solo fue formado el cuerpo del Señor Jesús misteriosamente por el Espíritu Santo, sino que aun este vaso puro e inmaculado fue ungido para el servicio, por la misma potestad. «Aconteció que, cuando todo el pueblo era bautizado, Jesús también fue bautizado, y mientras oraba el cielo se abrió 22 y descendió sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como paloma; y se oyó una voz del cielo, que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Lucas 3:21-22).
La unción de nuestro Señor Jesucristo, por el Espíritu Santo, antes que entrase en su ministerio público es de una gran importancia práctica para todos aquellos que sinceramente desean ser bendecidos y fieles siervos de Dios. Aunque en cuanto a su humanidad fue concebido por el Espíritu Santo, aunque fue en su propia personalidad, «Dios fue manifestado en carne», aunque la plenitud de la divinidad habitaba en él corporalmente, sin embargo, se debe observar, que cuando se presenta como hombre para hacer sobre la tierra la voluntad de Dios cualquiera que fuese, como anunciar la buena nueva, enseñar en las sinagogas, curar los enfermos, limpiar los leprosos, echar fuera demonios, alimentar a los hambrientos o resucitar los muertos, lo hacia todo por el Espíritu Santo. El vaso santo y celestial en que al Hijo de Dios le plugo aparecer sobre la tierra, estaba formado, llenado, ungido y conducido por el Espíritu Santo.
Para nosotros es esta una lección a la vez santa y profunda, indispensable y saludable. Nosotros somos propensos a correr sin ser enviados, a obrar por la sola energía de la carne. A menudo, un ministerio aparente no es más que la actividad inquieta y no santificada de una naturaleza que jamás ha sido juzgada en la presencia de Dios. Ciertamente, tenemos gran necesidad de estudiar con mucha atención nuestra divina «ofrenda de flor de harina», a fin de comprender con más exactitud el significado de «flor de harina, sobre la cual echará aceite». Tenemos necesidad de meditar más en Cristo quien, aunque poseía en sí mismo el poder divino hizo, no obstante, todas sus obras, operó todos sus milagros por el Espíritu eterno y, finalmente, por este mismo Espíritu «se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Hebr. 9:14). Él podía decir: «por el Espíritu de Dios yo echo fuera los demonios» (Mat. 12:28).
Nada tiene un valor real, si no es lo cumplido por el poder del Espíritu Santo. Un hombre puede escribir, pero si su pluma no es guiada por el Espíritu Santo, sus obras no tendrán ningún resultado duradero. Un hombre puede hablar con elocuencia, pero si sus labios no han recibido la unción del Espíritu Santo, su palabra no echará raíces en los corazones. Es este un pensamiento muy serio, que, debidamente considerado, nos conduciría a velar en adelante sobre nosotros mismos y a vivir en una más continua dependencia del Espíritu Santo. Lo que necesitamos es despojarnos de nosotros mismos, a fin de dar lugar al Espíritu Santo para obrar sobre nosotros y por nosotros. Es imposible que un hombre lleno de sí mismo pueda ser vaso del Espíritu Santo. Cuando contemplamos el ministerio de nuestro Señor Jesucristo, vemos que en todas las circunstancias obraba por el poder inmediato del Espíritu Santo. Viviendo como hombre sobre la tierra, demostró que el hombre debía no solo vivir de la Palabra, sino también obrar por el Espíritu de Dios. Aunque, como hombre, su voluntad era perfecta, aunque sus pensamientos, sus palabras, sus obras, todo era perfecto en él, no obstante, siempre obraba por la autoridad de la Palabra y por la potestad del Espíritu Santo. Ojalá podamos en esto, como en todo lo restante, seguir más fielmente sus huellas. Entonces seguramente nuestro ministerio será más eficaz, nuestro testimonio más fecundo en buenos frutos, nuestra conducta más completamente para la gloria de Dios.
2.2.3 - El incienso
Otro ingrediente de la ofrenda de vegetal llama ahora nuestra atención, y es «el incienso». Hemos visto que la «flor de harina» era la base de la ofrenda, el aceite y el incienso eran los principales accesorios; la relación que existe entre estas dos últimas cosas es muy instructiva. «El aceite» figura el poder del ministerio de Cristo; «el incienso» representa el objeto. La primera nos enseña que lo hacía todo por el Espíritu de Dios, la segunda, que lo hacía todo para la gloria de Dios. El incienso representa lo que en la vida de Cristo era exclusivamente para Dios. Esto es lo que indica claramente el segundo versículo: «y la traerá a los sacerdotes, hijos de Aarón; y de ello tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo el incienso, y lo hará arder sobre el altar para memorial; ofrenda encendida es, de olor grato a Jehová» (Lev. 2:2). Así fue en la verdadera ofrenda de vegetal, Jesucristo, Hombre. En su vida santa tuvo siempre lo que era exclusivamente para Dios. Todos sus pensamientos, todas sus palabras, todas sus miradas, todos sus actos, exhalaban un perfume que se elevaba directamente a Dios. Y así, como en el tipo, era el fuego del «altar» el que hacía salir el suave olor del incienso; en la realidad, cuanto más probado estaba en las circunstancias de su vida, tanto más también se manifestaba que en su humanidad no había nada que no pudiera subir, en perfume de agradable olor, hasta el trono de Dios. Si en el holocausto contemplamos a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios, en la ofrenda de vegetal le vemos presentando a Dios toda la excelencia esencial de su naturaleza humana y de sus actos. Un hombre perfecto y obediente sobre la tierra, haciendo la voluntad de Dios, obrando por la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu, he aquí lo que era como un suave olor, que necesariamente debía ser agradable a Dios. El hecho de que «todo el incienso» era consumido sobre el altar determina bien todo su alcance y sentido.
2.2.4 - La sal
Solo nos resta considerar el último accesorio inseparable de la ofrenda de vegetal, a saber: «la sal» «Y sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios; en toda ofrenda tuya ofrecerás sal». La expresión «la sal del pacto», representa su carácter permanente. Dios mismo la ha ordenado de tal modo que nada puede alterarla jamás; que ninguna influencia puede corromperla nunca. Desde el punto de vista espiritual y práctico, no se sabría apreciar demasiado un ingrediente semejante: «Vuestra palabra sea siempre con gracia, sazonada con sal» (Col. 4:6). Todas las palabras del Hombre perfecto manifestaban el poder de este principio; eran no solo palabras de gracia, sino también palabras de una eficacia penetrante, palabras divinamente propias para preservar de toda mancha y de toda influencia corruptora. No pronunció nunca una palabra que no estuviese penetrada del olor del «incienso», y al mismo tiempo «sazonada con sal». El primero era de los más agradables a Dios, el segundo de los más sutiles al hombre.
A menudo el corazón corrompido y el gusto viciado del hombre no podían soportar la acritud de la ofrenda de vegetal divinamente sazonada. Lo prueba la escena que pasó en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:16-29). Allí todos podían darle testimonio y maravillarse de «las palabras de gracia que salían de su boca», pero cuando pasó a sazonar sus palabras con sal, tan necesaria para preservar a su auditorio de la influencia deletérea de su orgullo nacional, se llenaron de ira, y quisieron despeñarlo de la montaña sobre la que estaba edificada la ciudad.
Lo mismo vemos en Lucas 14. Sus palabras «de gracia» habían atraído «grandes multitudes» (v. 25) cerca de Él; entonces mezcla «la sal», exponiendo, con santa fidelidad, lo que esperaba en esta vida a los que le seguían. «Venid, que ya está preparado» (v. 17); he aquí «la gracia». Pero en seguida: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (v. 33); he aquí lo que era «la sal». La gracia es atractiva, pero «buena es la sal» (v. 34). Los discursos presentando la gracia pueden ser populares; los discursos sazonados con sal nunca lo serán. En ciertas épocas y en ciertas circunstancias el puro Evangelio de la gracia de Dios puede ser, durante un tiempo, buscado por la multitud; pero cuando se aplica «la sal», con celo y devoción, solo quedan los que han sido tocados por la potestad de la Palabra.
2.3 - Los ingredientes excluidos de la ofrenda vegetal
2.3.1 - La levadura
Después de haber examinado así los ingredientes que constituían la ofrenda de vegetal, diremos algunas palabras sobre los que de ella estaban excluidos.
El primero era «la levadura». «Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura» (v. 11). De un extremo a otro del libro divinamente inspirado, sin ninguna excepción, la «levadura» representa el mal. En el capítulo 7, versículo 13, de este libro, como veremos muy pronto, formaba parte de la ofrenda que acompañaba al sacrificio de paz, después, en el capítulo 23, encontramos aun la levadura en los dos panes ofrecidos el día de Pentecostés; pero en cuanto a la ofrenda de vegetal, la levadura estaba cuidadosamente excluida. No debía haber nada ácido, nada que hiciera levantar la masa, nada que expresara el mal, en lo que representaba al «hombre Cristo Jesús». En él, no había nada agrio, ni engreimiento moral; todo era puro, sólido, sincero. A veces su palabra podía cortar hasta lo vivo, pero en sí misma, no era nunca agria ni orgullosa. Su modo de proceder atestiguaba siempre que en realidad andaba en la presencia de Dios.
Entre los que por la fe pertenecen a Cristo, sabemos muy bien cuán a menudo la levadura se muestra con todas sus propiedades y sus efectos. No ha habido nunca sobre la tierra más que un solo Ser que haya realizado la ofrenda de vegetal perfectamente sin levadura; y, gracias a Dios, esta ofrenda realizada es para nosotros, para nutrirnos en el santuario de la presencia divina, en comunión con Dios. Ningún ejercicio puede ser realmente más edificante y dar mayor refrigerio al entendimiento renovado que el meditar en la perfección sin levadura de la humanidad de Cristo, que contemplar la vida y el ministerio de Aquel que fue absoluta y esencialmente sin levadura, en sus pensamientos, en sus afectos y en sus deseos. Él fue constantemente el Hombre perfecto, sin pecado, sin tacha, y cuanto más, por el poder del Espíritu, podamos comprender estas cosas, tanto más profunda y bendita también será la experiencia que haremos de la gracia que condujo a este Ser perfecto a ponerse él mismo bajo todas las consecuencias de los pecados de su pueblo, como lo hizo en la cruz. Pero esta última consideración se refiere al punto de vista bajo el cual nos presenta a nuestro Señor el sacrificio de la expiación. En la ofrenda de vegetal, no es cuestión del pecado. No es la figura de una víctima expiatoria, sino de un Hombre real, perfecto, sin tacha, engendrado y ungido por el Espíritu Santo, poseyendo una naturaleza sin levadura, viviendo una vida sin levadura, haciendo subir siempre hacia Dios el perfume de su propia y personal excelencia, y observando entre los hombres una conducta caracterizada por la «gracia, sazonada con sal».
2.3.2 - La miel
Había aun otra substancia, tan positivamente excluida de la ofrenda de vegetal como la levadura; era la «miel». «Porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar ofrenda para Jehová» (v. 11). Así como la levadura es la expresión de lo que es positivamente malo en la naturaleza, podemos considerar la «miel» como el símbolo significativo de lo que en apariencia es dulce y atractivo. Ni una ni otra es aceptada por Dios, las dos cosas estaban excluidas de la ofrenda de vegetal, las dos también eran incompatibles con el altar. Los hombres pueden, a ejemplo de Saúl, hacer distinción entre lo que a sus ojos es «vil y despreciable» (1 Sam. 15:9), y lo que es precioso; pero el juicio de Dios pone al vivaracho y gracioso Agag en el mismo rango que el último de los hijos de Amalec (véase 1 Sam. 15). Sin duda, hay a menudo en el hombre buenas cualidades morales y se deben tomar en cuenta según lo que valen. «¿Hallaste miel? Come lo que te basta» (Prov. 25:16). Pero recuerda que no había lugar para ella ni en la ofrenda de vegetal ni en la Persona del Señor. Aquí había la plenitud del Espíritu Santo, el buen olor del incienso, había la acción preservadora de la «la sal del pacto». Todas estas cosas acompañaban a la «flor de harina» en la Persona de la verdadera «ofrenda vegetal» pero no la «miel».
¡Qué lección para nuestros corazones, qué volumen de sana instrucción tenemos aquí! Nuestro Señor Jesucristo sabía dar a la naturaleza y a las relaciones naturales el lugar que les convenía. Él sabía cuál era la cantidad de «miel» suficiente. Podía decir a su madre: «¿No sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?» (Lucas 2:49) y, sin embargo, podía decir al discípulo amado: «He ahí tu madre» (Juan 19:27). En otras palabras, los derechos de la naturaleza no debían nunca usurpar la consagración a Dios de todas las energías de la humanidad perfecta de Cristo. María, y otras con ella, hubieran podido figurarse que sus relaciones humanas con el Salvador le daban algún derecho, o alguna influencia, fundados en motivos puramente naturales. «Llegaron su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Una multitud estaba sentada alrededor de él, y le dijeron: He aquí tu madre y tus hermanos te buscan fuera» (Marcos 3:31-32). ¿Cuál fue la respuesta de Aquel que realizaba en perfección la ofrenda de vegetal? ¿Sacrificó su obra a los llamamientos de la naturaleza? De ningún modo. Si lo hubiera hecho, hubiera sido mezclar «miel» a la ofrenda, lo cual no podía ser. Obrando fielmente, rechazó la miel en esta ocasión y en todas las demás en que los derechos de Dios debían respetarse en primer lugar y, en cambio, la potestad del Espíritu, el buen olor del «incienso» y las virtudes enérgicas de la «sal», resaltaron de un modo bendito: «Pero él les respondió: ¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. 35 Porque el que cumple la voluntad de Dios, este es mi hermano, y hermana, y madre» [5] (Marcos 3:33-35).
[5] Importa comprender que, en este bello pasaje, el hacer la voluntad de Dios pone al alma en una relación con Cristo; esto era lo que sus hermanos, según la carne, no conocían, a lo menos entonces: no venían a Él más que por motivos puramente naturales. Era verdad con relación a sus hermanos, así como con relación a cualquier otro, que a menos que «nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3) El mero hecho de ser madre de Jesús no la hubiera salvado. Le era necesaria una fe personal en Cristo, igual que a cualquier otro miembro de la caída raza de Adán. Debía, naciendo de nuevo, pasar de la vieja creación a la nueva. Conservando las palabras de Cristo en su corazón es como fue salvada esta mujer bienaventurada. Sin duda, fue muy «favorecida» (Lucas 1:28) de la parte de Dios siendo elegida como vaso para tan gloriosa misión, pero en seguida debía decir: «mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador», lo mismo que cualquiera otra alma. Ella está en el mismo terreno, lavada en la misma sangre, revestida de la misma justicia, y cantará el mismo cántico de redención que todos los demás redimidos por el Señor.
Este simple hecho dará más fuerza y claridad a una consideración que ya hemos apuntado, es a saber que la encarnación no consistía para Cristo en tomar nuestra naturaleza en unión consigo mismo. Esta verdad merece considerarse seria y atentamente. Resalta plenamente en 2 Corintios 5:14-17: «Porque el amor de Cristo nos apremia, llegando a esta conclusión: Que uno murió por todos, entonces todos murieron; y murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí mismos, sino para el que por ellos murió y fue resucitado. Por tanto, nosotros, desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y si incluso a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron, he aquí que todas las cosas han sido hechas nuevas».
Pocas cosas hay que el siervo de Dios encuentra más difíciles en la práctica que la exactitud espiritual tan necesaria para regular los derechos naturales de tal suerte que no usurpen los del Maestro. En nuestro Salvador, como sabemos, esto se conciliaba de modo divino. En cuanto a nosotros, sucede a menudo que los deberes verdaderamente según Dios son abiertamente descuidados para hacer lo que nosotros nos imaginamos ser el servicio de Cristo. Aun en medio de una aparente obra evangélica, se descuida a menudo la doctrina de Dios. No debe perderse nunca de vista que el punto de partida de la verdadera devoción está siempre colocado de modo que proteja completamente todos los derechos de la piedad.
Si ocupo un lugar que exige mis servicios desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, no tengo derecho, durante esas horas, a salir, ni aun para hacer una visita cristiana o para predicar el Evangelio. Si estoy en el comercio, debo emplearme fiel y piadosamente. “Yo me siento”, dirá alguno, “llamado a predicar el Evangelio, y encuentro que mi empleo o mi comercio es un peso y un obstáculo”. Pues bien: si sois llamados y calificados por Dios, para la obra evangélica y no podéis conciliar las dos cosas, entonces, renunciad a vuestro empleo, reducid o dejad vuestro comercio de una manera verdaderamente piadosa, e id en el nombre del Señor a predicar. He aquí la abnegación, he aquí la devoción según Dios. Fuera de esto, aun con buenas intenciones, no hay más que confusión, en realidad. Gracias a Dios, tenemos un ejemplo perfecto delante de nosotros, en la vida de nuestro Señor Jesucristo, tal como tenemos amplia dirección para el nuevo hombre en la Palabra de Dios, de manera que podemos caminar, sin extravíos, en las diversas posiciones que la Providencia divina nos pueda llamar a ocupar y en las diversas obligaciones que el gobierno moral de Dios ha unido a estas relaciones.
2.4 - Cocción de la ofrenda vegetal: un sacrificio por fuego de grato olor
El segundo punto que tenemos que considerar es el modo de disponer o preparar la ofrenda de vegetal. Esta preparación, como leemos, se verificaba por la acción del fuego. La ofrenda de vegetal podía ser «cocida en horno», «cocida en sartén» o «cocida en cazuela». El acto de cocer sugiere la idea de padecimiento. Pero atendiendo a que la ofrenda de vegetal se llama «de olor grato», término que jamás se emplea en la expiación o en el sacrificio por el delito, es evidente que no se encuentra aquí la idea de padecer por el pecado, de sufrir la ira de Dios a causa del pecado, de padecer de parte de la Justicia infinita, como sustituto de los pecadores. Estas dos ideas de «olor grato» y de sufrimiento por el pecado, son absolutamente incompatibles, según la economía levítica. El introducir la idea de sufrimiento por el pecado sería destruir completamente el tipo de la ofrenda de vegetal.
Meditando sobre la vida de nuestro Señor Jesucristo, que, como ya hemos dicho, es el objeto especial prefigurado en la ofrenda de vegetal, podemos señalar en ella tres distintos géneros de padecimientos, a saber: padecimiento por la justicia, padecimiento en virtud de la simpatía, y padecimiento por anticipación.
2.4.1 - El sufrimiento por la justicia
Como Siervo Justo de Dios, sufrió en medio de una escena donde todo era contrario, pero esto es diametralmente opuesto a sufrir por el pecado. Importa en extremo distinguir bien estas dos clases de padecimientos; porque de su confusión resultan graves errores. Sufrir como Justo viviendo en medio de los hombres, por el amor de Dios, es una cosa; y padecer en por los hombres, de parte de Dios, es otra bien distinta. Nuestro Señor Jesucristo sufrió por la justicia durante su vida; sufrió por el pecado en su muerte. Durante su vida los hombres y Satanás dirigieron todos sus esfuerzos contra Él, y todavía en la cruz desplegaron todas sus fuerzas, pero cuando hubieron hecho todo lo que estaba en su poder, cuando en su mortal enemistad hubieron alcanzado el último límite de la oposición humana y diabólica, aun había, a más de todo esto, una región de impenetrable obscuridad y horror, que el Portador del pecado debía atravesar para el cumplimiento de su obra. Durante su vida anduvo siempre en la luz, sin sombras, de la faz de Dios; mas sobre el madero, las sombrías tinieblas del pecado sobrevinieron ocultándole esta luz, e hicieron salir de su boca ese grito misterioso: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Fue aquel un momento absolutamente excepcional en los anales de la eternidad. De vez en cuando, durante la vida de Cristo en la tierra, el cielo se abrió para dar paso a la expresión de la complacencia de Dios en él, mas sobre la cruz, Dios le abandonó, porque él había puesto su alma en oblación por el pecado. Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, entonces no habría ninguna diferencia entre la cruz y su existencia anterior sobre la tierra. ¿Por qué no estuvo abandonado por Dios antes de la cruz? ¿Qué diferencia había entre Cristo sobre la cruz y Cristo sobre el santo monte de la transfiguración? ¿Estaba abandonado por Dios en el monte? ¿Llevaba él entonces el pecado? Son estas cuestiones muy sencillas a las que debían contestar los que sostienen que Cristo estuvo cargado con nuestros pecados durante toda su vida.
El hecho es, sencillamente, que nada, absolutamente nada, ya sea en la humanidad de Cristo, ya sea en sus relaciones diversas, podía ponerle en unión con el pecado, o con la ira de Dios o con la muerte. Él fue hecho «pecado» sobre la cruz, donde sufrió la ira de Dios, dejando su vida, como una expiación plenamente suficiente del pecado; pero no es esta la cuestión en el tipo de la ofrenda de vegetal. Tenemos en ella, es verdad, la acción de cocer, la acción del fuego, pero no es aquí la ira de Dios. La ofrenda de vegetal no era una oblación por el pecado sino una ofrenda de «olor grato». Así la significación está bien determinada y, además, una sana y correcta interpretación de esta figura contribuirá a hacernos retener constantemente, con santo celo, la preciosa verdad de la humanidad sin mancha de Cristo y el verdadero carácter de sus asociaciones. Suponerle llevando siempre el pecado durante su vida, y siempre bajo la maldición de la ley y bajo la ira de Dios, es ponerse en contradicción con toda la verdad divina relativa a la encarnación; verdad anunciada por el ángel y repetida frecuentemente por el apóstol inspirado. Además, esto es destruir el objeto y el carácter de la vida de Cristo, es despojar la cruz de su gloria distintiva, es rebajar la noción del pecado y de la expiación. En una palabra, es quitar la clave de la bóveda a la arcada de la Revelación, y dejar todo lo que nos rodea en una ruina y una confusión irremediables.
2.4.2 - El sufrimiento por simpatía
Pero nuestro Señor Jesucristo sufría también por simpatía, y este género de sufrimiento nos hace penetrar en la intimidad de su corazón lleno de ternura. Los dolores y las miserias humanas hacían vibrar siempre una cuerda sensible en las profundidades de su amor. Era imposible que un corazón humano, perfecto, no se compadeciese, según su divina capacidad, de las miserias que el pecado había legado a la posteridad de Adán. Aunque personalmente exento de la causa y del efecto, aunque pertenecía al cielo y vivía una vida celestial sobre la tierra, no dejaba por eso de descender, por el poder de una viva simpatía, a los profundos abismos de los sufrimientos humanos; sí, él sentía el dolor mucho más vivamente que los que lo sufrían, y era precisamente porque su humanidad era perfecta. Además, era capaz de considerar la pena y su causa exactamente según su naturaleza y su grado en la presencia de Dios. Sentía como ningún otro ha sentido. Sus sentimientos, sus afectos, sus simpatías, todo su Ser moral y mental, eran perfectos, así ningún hombre puede decir, ni aun concebir, lo que un tal Ser debe haber padecido atravesando un mundo como el nuestro. Veía la familia humana luchando bajo el peso abrumador de la culpabilidad y la miseria; veía toda la creación gimiendo bajo el yugo; el grito de los cautivos llegaba a sus oídos, las lágrimas de las viudas se ofrecían a sus miradas, la desnudez y la pobreza tocaban su corazón sensible; la enfermedad y la muerte le hacían conmoverse «en su espíritu» (Juan 11:33), sus padecimientos por simpatía sobrepujaban toda inteligencia humana.
He aquí un pasaje que nos parece apropiado para hacer resaltar el carácter de los padecimientos de que hablamos. «Llegada la tarde, le trajeron muchos endemoniados; y echó fuera los demonios con una palabra; y sanó a todos los que tenían algún mal; de modo que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: Él mismo tomó nuestras debilidades, y cargó con nuestras enfermedades» (Mat. 8:16-17). Esto era pura simpatía; era la capacidad de compartir, que en él era perfecta. No tenía él mismo enfermedades, mas por simpatía, perfecta simpatía, «tomó nuestras debilidades, y cargó con nuestras enfermedades». Esto es lo que ningún otro, sino solo un hombre perfecto, hubiera podido hacer. Nosotros podemos simpatizar unos con otros; pero solo Jesucristo podía apropiarse como suyas las enfermedades y dolencias humanas.
Luego si él hubiera llevado estos dolores en virtud de su nacimiento o de sus relaciones con Israel y con los hombres en general, perderíamos toda la belleza y el valor de sus simpatías voluntarias. No habría lugar a una acción voluntaria, si estuviera colocado bajo una necesidad absoluta. Pero, por otra parte, cuando le vemos completamente exento, sea personal, sea relativamente de toda miseria humana y de lo que es la causa de ella, podemos comprender, en alguna medida a lo menos, está gracia y esta compasión perfecta que le condujeron a tomar nuestras enfermedades, a llevar nuestras dolencias por una verdadera y poderosa simpatía. Hay pues evidente diferencia entre Cristo padeciendo porque simpatizaba voluntariamente con las miserias humanas, y Cristo sufriendo como sustituto de los pecadores. Los sufrimientos de la primera especie aparecen a través de la vida entera del Redentor; los de la segunda están limitados a su muerte.
2.4.3 - Los sufrimientos por anticipación
Consideremos, finalmente, los padecimientos de Cristo por anticipación. Vemos la cruz proyectando su sombra fúnebre sobre toda su carrera y produciendo un género de vivísimos sufrimientos que, por tanto, deben distinguirse de sus sufrimientos expiatorios igual que de sus sufrimientos por causa de la justicia, o de sus sufrimientos por simpatía. Citaremos un pasaje en apoyo de este aserto. «Saliendo, se fue, según su costumbre, al monte de los Olivos; y los discípulos también lo siguieron. Cuando llegó al lugar, les dijo: Orad, para que no entréis en tentación. Él se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra y oraba de rodillas, diciendo: Padre, si quieres, aleja esta copa de mí; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y le apareció un ángel del cielo que lo fortalecía. En su angustioso combate oraba con mayor fervor; y su sudor llegó a ser como grandes gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lucas 22:39-44). Otra vez leemos: «Tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse, y a angustiarse. Entonces les dijo: Mi alma está inmensamente triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Yendo un poco más adelante, cayó sobre su rostro, y oró, diciendo: ¡Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa! Pero no sea como yo quiero, sino como tú. Vino a sus discípulos, y los halló dormidos; y dijo a Pedro: ¿De modo que no habéis podido velar conmigo una sola hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu en verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Se fue de nuevo, por segunda vez, y oró diciendo: ¡Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad!» (Mateo 26:37-42).
Es evidente, con arreglo a estos pasajes, que el Señor tenía entonces en perspectiva algo que no había encontrado antes. Había para él una «copa» completamente llena de lo que no había bebido aun. Si hubiera estado durante toda su vida cargado con nuestros pecados ¿de dónde podría venir esta horrible “agonía”, producida por el pensamiento de estar en contacto con el pecado y de tener que sufrir la ira de Dios a causa del mismo? ¿Qué diferencia habría entre Cristo, en Getsemaní, y Cristo sobre el Calvario, si durante toda su vida hubiera llevado el pecado? Había, ciertamente, entre estas dos posiciones una diferencia esencial, proviniendo justamente de que Cristo no llevaba el pecado durante su vida entera. Esta diferencia, hela aquí: en Getsemaní, anticipaba la cruz; en el Calvario, sufría realmente en la cruz. En Getsemaní, «le apareció un ángel del cielo que lo fortalecía», en el Calvario, fue abandonado por todos. Allí no había ningún ministerio de los ángeles. En Getsemaní se dirigió a Dios como a su «Padre», gozando así plenamente de la comunión de esta relación inefable, pero en el Calvario, clamó diciendo: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?». Aquí, aquel que llevaba nuestros pecados mira a lo alto y ve el trono de la Justicia eterna envuelto en profundas tinieblas, y la faz de la Santidad eterna escondida de él, porque «por nosotros lo hizo pecado».
Esperamos que nuestros lectores comprenderán sin dificultad esto de que hablamos, y estudiarán este asunto por sí mismos. Podrán seguir detalladamente los tres géneros de sufrimiento de la vida de nuestro Señor y distinguirlos de sus sufrimientos de muerte, o de sus sufrimientos por el pecado. Se convencerán de que aun después que los hombres y Satanás hubieron hecho sus últimos esfuerzos contra Cristo, le quedaba aun un género de sufrimiento absolutamente especial, a saber: sufrir de parte de Dios a causa del pecado; sufrir como sustituto de los pecadores. Antes de la cruz podía mirar siempre al cielo y gozar de la claridad de la faz del Padre. En sus horas más sombrías, encontraba siempre fuerzas y consolación en lo alto. Su camino sobre la tierra era rudo y penoso. ¿Cómo podía ser de otro modo en un mundo donde todo estaba en oposición con su pura y santa naturaleza? Tuvo que sufrir «tal contradicción de los pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:3). Tuvo que ver caer sobre sí los vituperios de los que vituperaban a Dios (Rom. 15:3). No era comprendido, eran mal interpretadas todas sus palabras y sus hechos, se le envidiaba, se le acusaba de ser un insensato y de tener demonio. Fue traicionado, negado, abandonado, burlado, ultrajado, abofeteado, menospreciado, coronado de espinas, desechado, condenado y clavado en el patíbulo entre dos malhechores. Todas estas cosas las sufrió de parte de los hombres, juntamente con los indecibles terrores con que Satanás buscaba rendir su alma, pero digámoslo aun una vez con la mayor certeza; cuando el hombre y Satanás hubieron agotado todo lo que ellos tenían de poder y de odio, nuestro Señor y Salvador debía pasar por un sufrimiento a cuyo lado no era nada lo demás; sufrimiento que consistía en ocultársele la faz de Dios, en que durante tres horas de tinieblas y de espantosa obscuridad tuvo que sufrir lo que nadie más que Dios puede conocer.
Luego, cuando las Escrituras hablan de nuestra comunión con los padecimientos de Cristo, esto se refiere únicamente a sus sufrimientos por la justicia, a sus padecimientos por parte de los hombres. Cristo sufrió por el pecado para que nosotros no tuviéramos que sufrir por él. Soportó la ira de Dios, para que nosotros no la tuviéramos que soportar. Este es el fundamento de nuestra paz. Pero con relación a los sufrimientos de parte de los hombres, experimentaremos siempre que cuanto más fielmente sigamos las huellas de Cristo, más también tendremos que sufrir por esta causa, pero esto es, para el cristiano, un don, un privilegio, un favor, un honor (véase Fil. 1:29-30). Seguir las huellas de Cristo, tener la misma parte que él ha tenido, estar colocado de modo que simpaticemos con él, estos son los privilegios del orden más elevado. ¡Quiera Dios que estuviésemos más íntimamente iniciados! Pero nosotros, ¡tristemente!, nos contentamos con pasar como Pedro siguiendo «de lejos» (Lucas 22:54) al Señor, de mantenernos a distancia de un Cristo despreciado y paciente. Esta tibieza es sin duda una gran pérdida para nosotros. Si la comunión de los padecimientos de Cristo nos fuese más familiar, la corona aparecería con resplandor más espléndido ante los ojos de nuestra alma. Cuando evitamos esta comunión de padecimientos con Cristo, nos privamos de la profunda alegría que inspira su presencia ahora, al mismo tiempo que de la fuerza moral de la esperanza de su próxima gloria.
2.5 - La parte de los sacerdotes
Habiendo examinado los ingredientes que componían la ofrenda de vegetal y las diversas formas bajo las cuales se podía ofrecer, solo nos resta ocuparnos de las personas que en ella tenían parte. Eran el jefe y los miembros de la familia sacerdotal. «Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová» (Lev. 2:10). Como en el holocausto hemos visto, los hijos de Aarón se nos presentan como figura de los verdaderos creyentes, no como de los pecadores convictos, sino como sacerdotes que adoran; igualmente los vemos en la ofrenda de vegetal, alimentándose de los restos de lo que, por decirlo así, había servido a la mesa del Dios de Israel. Era este un privilegio tan distinguido como santo de que solo los sacerdotes podían gozar, como está claramente señalado en la «ley de la ofrenda», que citaremos completa: «Ésta es la ley de la ofrenda: La ofrecerán los hijos de Aarón delante de Jehová ante el altar. Y tomará de ella un puñado de la flor de harina de la ofrenda, y de su aceite, y todo el incienso que está sobre la ofrenda, y lo hará arder sobre el altar por memorial en olor grato a Jehová. Y el sobrante de ella lo comerán Aarón y sus hijos; sin levadura se comerá en lugar santo; en el atrio del tabernáculo de reunión lo comerán. No se cocerá con levadura; la he dado a ellos por su porción de mis ofrendas encendidas; es cosa santísima, como el sacrificio por el pecado, y como el sacrificio por la culpa. Todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella. Estatuto perpetuo será para vuestras generaciones tocante a las ofrendas encendidas para Jehová; toda cosa que tocare en ellas será santificada» (6:7-11).
Aquí se nos ofrece una hermosa figura de la Iglesia, alimentándose en «el lugar santo» de las perfecciones de Jesucristo, Hombre, con la potestad de la santidad práctica. Esta es nuestra porción, por la gracia de Dios, pero recordemos que debe comerse «sin levadura». No podemos alimentarnos de Cristo si nos complacemos en un pecado cualquiera: «Toda cosa que tocare en ella será santificada». Esto debe hacerse en el lugar santo. Nuestra posición, nuestra marcha, nuestra conducta, nuestras personas, nuestras relaciones, nuestros pensamientos deben ser santos, si queremos podernos alimentar de la ofrenda de vegetal. Finalmente, «todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella». Es decir, que, según la Palabra se necesita una verdadera energía sacerdotal para gozar de esta santa porción. Los hijos de Aarón expresan la idea de energía en la acción sacerdotal; mientras que sus hijas representan la debilidad o flaqueza (comp. Núm. 18:8-13). Había cosas que podían comer los hijos que las hijas no podían. Nuestros corazones debían desear ardientemente la medida más alta de energía sacerdotal, a fin de que estuviésemos en estado de llenar las funciones sacerdotales más elevadas y de participar en el orden más elevado del alimento sacerdotal.
Para concluir, solo añadiremos que como, por la gracia somos hechos «participantes de la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4), podemos, si vivimos con la energía de esta naturaleza, seguir las huellas de Aquel que está prefigurado en la ofrenda de vegetal. Si renunciamos a nosotros mismos, si nos despojamos del yo, cada uno de nuestros actos puede despedir un olor agradable a Dios. Así es como Pablo consideraba la liberalidad de los filipenses (Fil. 4:18). Los más pequeños, igual que los más grandes servicios, pueden, por el poder del Espíritu Santo, presentar el olor de Cristo. Hacer una visita, escribir una carta, ejercer el ministerio público de la Palabra, dar un vaso de agua fría a un discípulo, o algunos centavos a un pobre, lo mismo que los ordinarios actos de comer y beber, todo puede exhalar el suave perfume del nombre y de la gracia de Jesucristo.
Así, también, si mortificamos la naturaleza carnal, somos capaces de manifestar principios y elementos incorruptibles, como, por ejemplo, palabras sazonadas con la sal de una comunión habitual con Dios. Mas en todas estas cosas tropezamos y faltamos. Contristamos al Espíritu de Dios con nuestra conducta. También estamos inclinados a agradarnos a nosotros mismos o a buscar la aprobación de los hombres en nuestros mejores servicios; y hay en nosotros gran negligencia de «sazonar» nuestra conversación. De aquí viene que carecemos constantemente del aceite, del incienso y de la sal; mientras que al mismo tiempo se muestra en nosotros la tendencia a dejar aparecer y obrar la levadura o la miel de la naturaleza. No ha habido más que una sola «ofrenda» perfecta; pero, gracias sean dadas a Dios, somos aceptados y hechos agradables en Él. Nosotros somos la familia del verdadero Aarón; nuestro lugar está en el santuario, donde podemos gozar de nuestra santa porción. ¡Glorioso lugar! ¡Bendita porción! ¡Haga Dios que disfrutemos de ellos mucho más que nunca! ¡Dichosos nosotros, si pudiéramos tener nuestros corazones más apartados del mundo y más cerca de Cristo, si pudiéramos tener más habitualmente nuestras miradas fijas en él, de modo que las vanidades que nos rodean no tuviesen atractivo para nosotros, y que no nos preocuparan o agitaran la multitud de circunstancias diarias que tenemos que atravesar! Quiera Dios que podamos gozarnos en el Señor siempre, sea en los días de sol y de luz, o en los días de obscuridad, cuando las dulces brisas del estío vienen a refrescarnos o cuando las tempestades del invierno se desencadenan a nuestro alrededor, cuando bogamos sobre la superficie de un tranquilo lago y cuando somos sacudidos sobre una mar tempestuosa. Gracias a Dios, «Hemos hallado a aquel» (Juan 1:45) que será eternamente nuestra porción suficiente. Pasaremos la eternidad contemplando las divinas perfecciones del Señor Jesús. Nuestros ojos ya no se apartarán nunca más de él, una vez que le hayamos visto tal como él es.
¡Que el Espíritu Santo opere potentemente en nosotros para fortalecernos «en el hombre interior»! ¡Que nos haga capaces de alimentarnos de esta perfecta ofrenda de vegetal, cuyo memorial ha satisfecho a Dios mismo! Este es nuestro santo y feliz privilegio. ¡Haga el Señor que podamos realizarlo siempre más, siempre mejor!
3 - Capítulo 3 — El sacrificio de paz: La comunión
Cuanto más atentamente examinamos las ofrendas, más nos convencemos de que ninguna de ellas presenta por sí sola un tipo completo de Cristo. Solamente reuniéndolas todas se puede formar una idea algo exacta. Cada ofrenda, como es de suponer, tiene rasgos que le son peculiares. El sacrificio de paz difiere en muchos puntos del holocausto, y una distinción clara y exacta de los puntos en que un tipo difiere de los otros, ayudará mucho a comprender la significación especial.
3.1 - Diferencia entre el holocausto y el sacrificio de paz
Así, comparando el sacrificio de paz con el holocausto vemos que el triple acto de desollar la víctima, de dividir «en sus piezas» y de lavar «con agua sus intestinos y sus piernas» (Lev. 1:6, 9), se omite completamente en aquel, mientras se prescribe en este. En el holocausto, como hemos visto, encontramos a Cristo ofreciéndose a Sí mismo a Dios y siendo aceptado; por consiguiente, el tipo debía representar a Cristo dándose enteramente a Dios, y aun a Cristo dejándose sondear, hasta el fondo del alma, por el fuego de la justicia divina. En el sacrificio de paz, el pensamiento principal es la comunión del adorador. No representa a Cristo como objeto exclusivo de contentamiento para Dios, sino a Cristo como objeto de gozo para el adorador, en comunión con Dios. Por esto toda la acción es aquí menos intensa. Ningún alma, por grande que fuera su amor, podía elevarse a la altura de la sumisión completa de Cristo a Dios, o de la aceptación de Cristo por Dios. Solo Dios podía contar las pulsaciones del corazón que latía en el seno de Jesús y por esto, era necesario un tipo que representara ese rasgo de la muerte de Cristo, es decir, su entera y voluntaria devoción a Dios. Este tipo lo tenemos en el holocausto, único sacrificio en el que vemos la triple acción antes mencionada.
Así, también, en cuanto al carácter de la víctima. En el holocausto debía ser «macho sin defecto» (1:3), mientras que en el sacrificio de paz podía ser «macho o hembra», aunque, igualmente, «sin defecto». La naturaleza de Cristo debía siempre ser la misma, ya que fuese Dios solo, o el adorador en comunión con Dios, los que le gozasen. Esta naturaleza no puede cambiar. La sola razón por la que se podía tomar una «hembra» para el sacrificio de paz, es porque en él se trataba de representar la capacidad del adorador para gozar de este Ser bendito, que en Sí mismo es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8).
Además, en el holocausto, leemos: «El sacerdote hará arder todo sobre el altar» (Lev. 1:9), mientras que, en el sacrificio de paz, solamente una parte era quemada, a saber: «la grosura que cubre los intestinos, y toda la grosura que está sobre las entrañas, y los dos riñones y la grosura que está sobre ellos, y sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de los intestinos que está sobre el hígado» (cap. 3:3-4). Aquí encontramos una notable significación. La mejor parte del sacrificio era puesta sobre el altar de Jehová. El interior, las fuerzas más recónditas, las tiernas simpatías de Jesús, no eran más que para Dios, que era el único que podía gozar de ellas perfectamente. Aarón y sus hijos comían «el pecho que se mece y la espaldilla elevada». [6] (Examínese atentamente Lev. 7:28-36).
[6] El «pecho» y la «espalda» son los emblemas del amor y del poder: del afecto y de la fuerza.
Todos los miembros de la familia sacerdotal, en comunión con su jefe, tenían cada uno su porción del sacrificio de paz. Y ahora todos los verdaderos creyentes constituidos, por gracia, sacerdotes de Dios, pueden alimentarse de los afectos y de la fuerza del verdadero sacrificio de paz: pueden gozar de la dichosa seguridad de que tienen su corazón amante y su potente espalda, para consolarles y sostenerles continuamente. [7]
[7] Hay mucha fuerza y belleza en el versículo 31: «mas el pecho será de Aarón y de sus hijos». Todos los verdaderos creyentes tienen el privilegio de poder alimentarse de los afectos de Cristo; del amor inmutable de este corazón que late por ellos con amor inalterable y eterno.
«Esta es por la porción de Aarón y la porción de sus hijos, de las ofrendas encendidas a Jehová, desde el día que él los consagró para ser sacerdotes de Jehová, la cual mandó Jehová que les diesen, desde el día que él los ungió de entre los hijos de Israel, como estatuto perpetuo en sus generaciones» (v. 35-36).
3.2 - Una parte común con Dios y con los sacerdotes
Todos estos puntos constituyen una diferencia notable entre el holocausto y el sacrificio de paz. Pero si se reúnen, presentan, con gran claridad, las dos ofrendas a los ojos del espíritu. En la ofrenda de paz hay algo más que la sumisión perfecta de Cristo a la voluntad de Dios. El adorador se introduce, y no solo para mirar, sino para comer. Esto es lo que da un carácter más marcado a esta ofrenda. Cuando consideramos a nuestro Señor Jesucristo en el holocausto, vemos en él un Ser cuyo corazón no miraba más que a la gloria de Dios y al cumplimiento de su voluntad. Pero si le consideramos en el sacrificio de paz, encontramos uno que tiene un lugar en su corazón amante y sobre su potente espalda para un pecador indigno y miserable. En el holocausto, el pecho y la espalda, las piernas y el vientre, la cabeza y la grasa, todo era quemado sobre el altar; todo subía en olor grato a Jehová.
Pero en el sacrificio de paz, la parte que nos concierne queda para nosotros. Y no es en la soledad que nos nutrimos de lo que responde a nuestras necesidades individuales; de ningún modo. Lo comemos en comunión con Dios y en comunión con nuestros hermanos “sacerdotes”. Comemos con el pleno y feliz conocimiento de que el mismo sacrificio que alimenta nuestra alma, ha refrigerado ya el corazón de Dios, y que la misma porción que nos alimenta, alimenta también todos los corazones que adoran al Señor como nosotros lo hacemos. Aquí está representada la comunión: la comunión con Dios y la comunión de los santos. No habla de ningún aislamiento en el sacrificio de paz; Dios tenía su porción y la familia sacerdotal tenía también la suya. Lo mismo sucede en cuanto al Modelo perfecto del sacrificio de paz. El mismo Jesús que es el objeto de las delicias del cielo, es una fuente de gozo, de fuerza y de consuelo para el corazón del creyente; y no solo para cada corazón en particular, sino también para la Iglesia de Dios en conjunto. Dios, en su gracia inefable, ha dado a los suyos el mismo objeto que Él tiene: «Y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3).
Es verdad que nuestros pensamientos, en cuanto a Cristo, no pueden verse nunca a la altura de los pensamientos de Dios: nuestra estima de su Persona será siempre muy inferior a la suya; y por esto, en el tipo, la familia de Aarón no podía comer el sebo. Aunque es cierto que no podemos alcanzar la altura de los pensamientos de Dios acerca de Cristo y su sacrificio, es con el mismo objeto que nos ocupamos. Por lo tanto, la familia de Aarón tenía «el pecho que se mece y la espaldilla elevada». Todo esto es muy propio para consolar y regocijar el corazón. Nuestro Señor Jesucristo, Aquel que estuvo muerto, pero que vive «por los siglos de los siglos» (Apoc. 1:18), es el solo objeto ante los ojos y los pensamientos de Dios; y en su perfecta gracia, nos ha dado una parte en esta misma Persona gloriosa.
Cristo es también nuestro objeto: el objeto de nuestros corazones en nuestros cánticos. «Haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20), subió al cielo y envió al Espíritu Santo, este «otro Consolador» (Juan 14:16), para el poderoso ministerio por el cual podemos alimentarnos del «pecho y la espaldilla» de nuestro divino «Sacrificio de paz»: él es, en efecto, nuestra paz, y es nuestro gozo saber que es tal la buena voluntad que tiene Dios en la obra del que hizo nuestra paz, que el suave olor de nuestro sacrificio de paz regocija su corazón. Esto es lo que da a esta figura un atractivo particular; Cristo, como holocausto, despierta la admiración del corazón; Cristo, como sacrificio de paz, establece la paz de la conciencia y responde a las grandes y numerosas necesidades del alma. Los hijos de Aarón podían estar alrededor del altar de los holocaustos, podían ver subir la llama hasta el Dios de Israel; podían ver el sacrificio reducido a cenizas; a esta vista podían inclinar sus cabezas y adorar, pero no se llevaban nada para sí mismos. No así en el sacrificio de paz. En él veían una ofrenda que no solo era de olor grato para Dios, sino que también les proporcionaba una porción sustanciosa, de la que podían alimentarse en feliz y santa comunión.
3.3 - El gozo de la comunión
Sin duda, es una gran alegría para todo verdadero sacerdote saber (para servirnos del lenguaje de la figura) que antes que él reciba el pecho y la espaldilla, Dios ha tenido su porción. Este pensamiento da unción, energía, solemnidad y grandeza al culto y a la comunión. Nos descubre la asombrosa gracia de Dios que nos ha dado el mismo objeto, el mismo tema, la misma dicha que a sí mismo. Nada menos que esto puede satisfacer al Padre que quiere que el pródigo participe del becerro grueso consigo. No quiere que se siente en otro lugar que a su propia mesa ni tenga otra porción que aquella de la que Él mismo se alimenta. El sacrificio de paz es la traducción de estas palabras: «Convenía alegrarse y regocijarse». ¡Tal es la preciosa gracia de Dios! Sin duda, tenemos motivos para estar alegres de participar de una gracia semejante, pero cuando podemos oír a Dios diciendo: «Comamos y alegrémonos» (Lucas 15:23, 32), nuestros corazones deberían desbordar en alabanzas y acciones de gracias. La alegría de Dios en la salvación de los pecadores y su alegría en la comunión de los santos, son dos aspectos cuya consideración es muy propia para excitar la admiración de los hombres y de los ángeles durante toda la eternidad.
3.4 - Diferencia entre la ofrenda de vegetal y el sacrificio de paz
Habiendo comparado así el sacrificio de paz con el holocausto, considerémosle ahora en sus relaciones con la ofrenda de vegetal. Aquí la principal diferencia consiste en que en el sacrificio de paz había derramamiento de sangre, cosa que no había en la ofrenda de vegetal. Sin embargo, las dos eran ofrendas de olor grato y estrechamente ligadas entre sí, como lo vemos en el versículo 12 del capítulo 7. Estas relaciones y estos contrastes son a la vez muy instructivos e importantes.
Solo en la comunión con Dios se puede gozar el alma de la contemplación de la humanidad perfecta de nuestro Señor Jesucristo. Es preciso que el Espíritu Santo comunique, como también es preciso que dirija por la Palabra, nuestra capacidad para mirar al «hombre Cristo Jesús». Cristo hubiera podido ser revelado como «Hijo en semejanza de carne de pecado» (Rom. 8:3), hubiera podido vivir y trabajar en esta tierra; hubiera podido brillar en medio de las tinieblas de este mundo con todo el resplandor celestial que pertenece a su Persona; hubiera podido pasar rápidamente, como un brillante meteoro, sobre el horizonte de este mundo, y con todo esto estar fuera del alcance y de la vista del pecador.
El hombre no podría experimentar la alegría profunda que da la comunión con todo esto, sencillamente porque no tendría base sobre la que pudiese descansar esta comunión. En el sacrificio de paz, esta base está plena y claramente establecida: «Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda, y la degollará a la puerta del tabernáculo de reunión; y los sacerdotes hijos de Aarón rociarán su sangre sobre el altar alrededor» (Lev. 3:2). Este sacrificio nos ofrece lo que no hallamos en la ofrenda de vegetal, es decir: un fundamento sólido para la comunión del adorador con toda la plenitud, el valor y la hermosura de Cristo, desde el momento que el Espíritu Santo le capacita para entrar en esta comunión. Estando sobre el terreno elevado en que nos coloca «la preciosa sangre de Cristo» (1 Pe. 1:19), podemos examinar, con corazón tranquilo y espíritu de adoración, las escenas maravillosas que se refieren a la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si no tuviéramos de Cristo más que el aspecto que nos revela la ofrenda de vegetal, nos faltaría el derecho en cuya virtud y el fundamento sobre el cual podemos hoy contemplarle y gozar de él. Si no hubiera derramamiento de sangre, no habría ni derecho ni fundamento para el pecador. Pero en Levítico 7:12 se relaciona la ofrenda de vegetal con el sacrificio de paz, y por esto nos enseña que cuando nuestras almas han encontrado la paz, podemos hacer nuestras delicias de Aquel que hizo «la paz» (Col. 1:20) y que «es nuestra paz» (Efe. 2:14).
Pero hay que notar que, aun habiendo en el sacrificio de paz derramamiento y aspersión de sangre, el acto de llevar el pecado no es representado. Cuando consideramos a Cristo en el sacrificio de paz no aparece llevando nuestros pecados como ocurre en las ofrendas por el pecado y por la culpa, pero, habiéndolos llevado, se nos presenta como el fundamento de nuestra feliz y apacible comunión con Dios. Si fuese cuestión de llevar el pecado, no se diría «es ofrenda de olor grato a Jehová» (cap. 3:5; comp. con el cap. 4:10-12). Mas, aunque en este caso no es la intención significar el acto de llevar nuestros pecados, no obstante, hay aquí saludable refrigerio para aquel que se reconoce pecador, sin lo cual no podría tener ninguna parte en ello.
Para tener comunión con Dios, es preciso que estemos «en la luz», y ¿cómo podremos estar en ella? Solamente en virtud de esta preciosa verdad que «la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). Cuanto más estemos en la luz, tanto mejor reconoceremos y sentiremos todo lo que le es contrario y tanto mejor también apreciaremos el valor de esta sangre que nos hace aptos para estar en ella. Cuanto más cerca andemos de Dios, tanto mejor conoceremos «las inescrutables riquezas de Cristo» (Efe. 3:8). Es muy necesario que estemos bien establecidos en esta verdad; que nosotros no estamos en la presencia divina más que como participantes de la vida divina y amparados por la justicia divina. El Padre no podía recibir al hijo pródigo a su mesa más que revestido de «la mejor ropa» y en toda la integridad de la relación de hijo, en la que le veía.
Si el hijo pródigo hubiera conservado sus harapos, o si hubiera sido colocado en la casa como un «jornalero», no hubiéramos oído jamás estas dulces palabras: «comamos y alegrémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado». Esto mismo ocurre con todos los verdaderos creyentes. Su vieja naturaleza no se reconoce como existente delante de Dios. Él la considera muerta y ellos deben hacer otro tanto. Está muerta para Dios, muerta por la fe, y como tal es preciso colocarla donde se colocan los muertos. No es mejorando nuestra vieja naturaleza que llegamos a la presencia divina; es poseyendo una nueva naturaleza. No fueron remendados los harapos de su primera condición, cuando el hijo pródigo obtuvo un lugar en la mesa de su padre, sino siendo revestido de un vestido que nunca había visto y como nunca hubiera imaginado. No trajo este vestido de la «un país lejano», no se lo procuró al paso, sino que el padre lo tenía para él en su casa. El hijo pródigo no lo hizo, ni ayudó a hacerlo; el padre se lo suministró y se alegró de vérselo. Así fue como se reunieron alrededor de la mesa para comer «el becerro cebado» en feliz comunión (Lucas 15:11-32).
3.5 - La ley del sacrificio de paz
Llegamos ahora a la «ley del sacrificio de paz», en la que encontramos nuevos elementos de gran interés. La citaremos completa: «Y esta es la ley del sacrificio de paz que se ofrece a Jehová: si se ofreciere en acción de gracias, ofrecerá por sacrificio en acción de gracias tortas sin levadura amasadas con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite, y flor de harina frita en tortas amasadas con aceite. Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz. Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz. Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día. Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente; y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere llevará su pecado. Y la carne que tocare a alguna cosa inmunda, no se comerá; al fuego será quemada. Toda persona limpia podrá comer la carne; pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona sera cortada de entre su pueblo. Además, la persona que tocare alguna cosa inmunda, inmundicia de hombre, o animal inmundo, o cualquier abominación inmunda, y comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, aquella persona será cortada de entre su pueblo» (Lev. 7:11-21).
3.6 - Distinción entre «el pecado en la carne» y «el pecado sobre la conciencia»
Es de la mayor importancia establecer distinción entre el pecado en la carne y el pecado sobre la conciencia. Si confundimos estas dos cosas, nuestras almas serán perturbadas y nuestro culto debilitado. Un examen atento de 1 Juan 1:8-10 arrojará mucha luz sobre este asunto, que es muy esencial comprender bien, para apreciar, en su justo valor, la doctrina entera del sacrificio de paz, y especialmente el asunto particular a que hemos llegado. Nadie tendrá tanta conciencia de su pecado como el hombre que anda en la luz. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». En el versículo anterior leemos: «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado». Aquí la distinción entre el pecado en nosotros y el pecado sobre nosotros está bien marcada y establecida. Pretender que aún hay pecado sobre el creyente, en la presencia de Dios, es dudar de la eficacia de la sangre de Jesús y negar la verdad de la Palabra divina.
Si la sangre de Jesucristo puede purificar por completo, entonces la conciencia del creyente está completamente purificada. Así es como la Palabra de Dios presenta la cuestión, y nosotros debemos recordar siempre que es de Dios mismo de quien hemos de aprender cual es, a sus ojos, la verdadera condición del creyente. Estamos más dispuestos a decir a Dios lo que somos en nosotros mismos que a dejarle decir lo que somos en Cristo. En otros términos, estamos más preocupados de nuestros sentimientos sobre nosotros mismos que de la revelación que Dios nos hace de sí mismo. Dios nos habla en virtud de lo que Él es en sí mismo y de lo que Él ha cumplido en Cristo. Tal es la naturaleza de esta revelación que la fe comprende y que llena el alma de una perfecta paz. La revelación de Dios es una cosa, mis sentimientos acerca de mí mismo son otra muy distinta.
Pero la misma palabra que nos dice que no tenemos pecado sobre nosotros, nos dice con la misma fuerza y claridad que tenemos el pecado en nosotros. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros». Todo aquel que tiene «la verdad» en él sabrá que tiene también «el pecado» en sí, porque la verdad revela cada cosa tal como es. ¿Qué debemos, pues, hacer? En el poder de la nueva naturaleza, tenemos el privilegio de poder andar de tal manera, que «el pecado» que habita en nosotros no se manifieste en forma de «pecados». La posición del cristiano es una posición de victoria y libertad. Está libertado no solo de la culpa del pecado, sino aun del pecado como principio dominante en su vida. «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, está justificado del pecado… No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus malos deseos… Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom. 6:6-14). El pecado está allí con toda su fealdad nativa, pero el creyente «murió al pecado». ¿Cómo? Está muerto en Cristo. Por naturaleza estaba muerto en el pecado, por gracia está muerto al pecado. ¿Qué derecho puede haber sobre un hombre muerto? Ninguno. «Cristo murió al pecado una vez» (v. 10) y el creyente es muerto con Él. «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios» (v. 8-10). ¿Qué resulta de esto para los creyentes? «Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (v. 11). Tal es, ante Dios, la posición inalterable del creyente, de forma que tiene el alto privilegio de gozar de la libertad del pecado, como dominador sobre él, aunque el pecado habite en él.
3.7 - La confesión de los pecados
Pero «Y si alguno peca» (1 Juan 2:1) ¿qué tiene que hacer? A esta pregunta el apóstol inspirado da una respuesta de las más claras y benditas: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). La confesión es el medio por el cual la conciencia es liberada. El apóstol no dice: «Si pedimos perdón, Dios es bastante bueno y misericordioso para perdonarnos». Sin duda, hay una gran dulzura, para un hijo, en confiar el sentimiento de sus necesidades a su padre, en decirle sus debilidades, en confesarle sus extravíos, sus defectos y sus faltas. Todo esto es verdad, y también es igualmente verdad que nuestro Padre es tierno y misericordioso para responder a toda debilidad e ignorancia de sus hijos, pero, aunque todo eso sea verdad, el Espíritu Santo declara, por boca del apóstol, que «Si confesamos… él es fiel y justo para perdonar». La confesión es, pues, lo que Dios exige. Un cristiano que hubiera pecado en pensamiento, palabra u obra, podría orar durante días y meses para pedir el perdón y, sin embargo, no tener la seguridad fundada sobre 1 Juan 1:9, de que está perdonado; mientras que desde el instante que confiese sinceramente sus pecados delante de Dios, no es más que un acto de fe el saber que está perdonado y perfectamente purificado.
3.8 - La diferencia entre pedir perdón y confesar los pecados
Hay una inmensa diferencia moral entre pedir perdón y confesar nuestros pecados; ya lo consideremos en relación con el carácter de Dios, con el sacrificio de Cristo, o con el estado del alma. Es muy posible que la oración de un cristiano pueda contener, en el fondo, si no en la forma, la confesión de su pecado, cualquiera que sea, y entonces esto resulta lo mismo. Sin embargo, siempre vale más atenernos estrictamente a la Escritura, en lo que pensamos, decimos y hacemos. Es evidente que cuando el Espíritu Santo habla de confesión, no significa esta palabra la oración. Y es igualmente evidente que sabe bien que hay elementos espirituales en la confesión, y resultados prácticos de la misma que no pertenecen a la oración. De hecho, ocurre a menudo que el hábito de importunar a Dios para obtener el perdón de los pecados, manifiesta la ignorancia en que se está, en cuanto al modo en que Dios se ha revelado en la Persona y en la obra de Cristo, y en cuanto a la relación en la cual el sacrificio de Cristo ha colocado al creyente, y en cuanto al divino medio de tener la conciencia aliviada de la carga y purificada de la mancha del pecado.
Dios quedó perfectamente satisfecho, por la cruz de Cristo, en cuanto a todos los pecados del creyente. Sobre esta cruz fue ofrecida una completa expiación por todo pecado en la naturaleza del creyente y sobre su conciencia. Por este motivo Dios no tiene necesidad de otra propiciación. No hace falta ninguna otra cosa para atraer su corazón hacia aquel que cree. Nosotros no tenemos que suplicarle que sea «fiel y justo», cuando su fidelidad y su justicia han sido tan gloriosamente demostradas, manifestadas y satisfechas en la muerte de Cristo. Nuestros pecados no pueden llegar nunca a la presencia de Dios, puesto que Cristo que los llevó, y los quitó, está en su lugar. Pero, si pecamos, nuestra conciencia lo sentirá; deberá sentirlo; sí, el Espíritu Santo nos lo hará sentir. Él no podrá dejar sin juzgar ni un solo ligero pensamiento nuestro. ¿Qué pues? ¿Nuestro pecado se ha abierto un camino hasta la presencia de Dios? ¿Ha encontrado un lugar en la pura luz del lugar santísimo? ¡No lo quiera Dios! Nuestro «abogado» está allí; «Jesucristo el justo» (cap. 2:1), para mantener en toda su integridad las relaciones en que nos encontramos. Pero, aunque el pecado no puede afectar los pensamientos de Dios con relación a nosotros, afecta a nuestros pensamientos, con relación a Dios. [8]
[8] El lector recordará que el asunto tratado aquí deja completamente intacta la importante y práctica verdad enseñada en Juan 14:21-23, a saber: el amor particular del Padre por un hijo obediente, y la comunión especial de un tal hijo con el Padre y el Hijo. ¡Sea esta verdad grabada en nuestros corazones por el Espíritu Santo!
Aunque no puede llegar hasta su presencia, puede llegar hasta nosotros del modo más triste y más humillante. Aunque no puede esconder al Abogado a los ojos de Dios, puede esconderlo a los nuestros. Se amontona como un sombrío y espeso nubarrón en nuestro horizonte espiritual, de manera que nuestras almas no pueden regocijarse a la claridad bendita de la faz de nuestro Padre. No puede alterar nuestras relaciones con Dios, pero puede alterar muy seriamente el gozo que tenemos en ellas. ¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? La Palabra contesta: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (cap. 1:9). Por la confesión se descarga nuestra conciencia; el dulce sentimiento de nuestra relación se restablece, la sombría nube se disipa, la influencia fría y seca desaparece y nuestros pensamientos acerca de Dios se rectifican.
Tal es el método divino, y podemos decir con toda verdad que el corazón que sabe lo que es el ser colocado en el terreno de la confesión, sentirá la divina potestad de las palabras del apóstol: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1). Además, hay un modo de orar para pedir perdón que demuestra que se pierde de vista el fundamento perfecto del perdón que nos ha sido otorgado en virtud del sacrificio de la cruz. Si Dios perdona los pecados, es preciso que sea «fiel y justo» haciéndolo. Pero es muy evidente que nuestras oraciones, por fervientes y sinceras que fuesen, no podrían formar la base de la fidelidad y de la justicia de Dios perdonándonos nuestros pecados. Nada, salvo la obra de la cruz, podía hacerlo. Allí fue donde la fidelidad y la justicia de Dios fueron plenamente establecidas, y esto con relación inmediata a nuestros pecados positivos, como también con relación a la raíz de ellos, en nuestra naturaleza. Dios ya juzgó nuestros pecados en la persona de nuestro sustituto «sobre el madero» (1 Pe. 2:24); y en el acto de la confesión nos juzgamos a nosotros mismos.
La confesión es esencial para obtener el perdón divino y la restauración. El menor pecado que quedara sobre la conciencia sin confesar y no juzgado, interrumpiría completamente nuestra comunión con Dios. El pecado en nosotros no tiene necesariamente este efecto; pero si permitimos al pecado quedar sobre nosotros, no podemos tener comunión con Dios. Él quitó nuestros pecados de tal manera, que puede tenernos en su presencia; y en tanto que estemos en su presencia el pecado no nos turbará. Pero si nos alejamos de Él y pecamos, aunque solo sea en pensamiento, nuestra comunión queda interrumpida indefectiblemente, hasta que, por la confesión, quedamos desembarazados de nuestro pecado. Todo eso, apenas hay necesidad de decirlo, está enteramente fundado sobre el sacrificio perfecto y la justa intercesión de nuestro Señor Jesucristo.
3.9 - El juicio de sí mismo
Finalmente, en cuanto a la diferencia que existe entre la oración y la confesión, en cuanto al estado del corazón ante Dios y al sentimiento que tiene de la odiosidad del pecado, esta diferencia no podía ser exagerada. Es mucho más fácil pedir, de una manera general, el perdón de nuestros pecados que confesar estos pecados. La confesión implica el juzgarse a si mismo; pedir perdón no implica siempre este juicio. Esto solo basta para demostrar la diferencia. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más importantes y más saludables de la vida cristiana, y, por consiguiente, todo lo que tiende a causarlo debe ser altamente apreciado por todo cristiano serio.
La diferencia que hay entre pedir perdón y confesar el pecado se ejemplifica sin cesar en nuestras relaciones con los niños. Si un niño ha hecho algún mal, hallará menos dificultad en pedir a su padre que le perdone que en confesar su falta francamente y sin reservas. El niño puede pedir perdón y, sin embargo, dar cabida en su espíritu a muchas disculpas que tiendan a disminuir el sentimiento de su falta; piensa, tal vez secretamente, que, después de todo, no hay motivo para afear de tal manera su conducta, aunque sea conveniente que pida perdón a su padre, mientras que, confesando su falta, hay el juicio de sí mismo. Además, pidiendo perdón, el niño puede estar influenciado principalmente por el deseo de escapar a las consecuencias del mal que ha hecho, mientras que los padres juiciosos buscarán producir una justa apreciación de aquel mal, la cual no puede existir sino ligada a la completa confesión de la falta, unida a la condenación de sí mismo.
Lo mismo sucede en cuanto a las dispensaciones de Dios acerca de sus hijos; cuando caen en alguna falta, quiere que todo pecado se exponga y se juzgue ante Él, por el mismo que lo ha cometido; quiere que no solo temamos las consecuencias del pecado, que son inmensas, sino que odiemos el pecado mismo, porque es odioso a sus ojos. Si cuando cometemos el pecado, pudiéramos ser perdonados sencillamente pidiendo perdón, nuestro sentimiento y nuestra aversión al pecado no serían, ni con mucho, tan intensos, y, como consecuencia, nuestra apreciación de la comunión que gozamos no sería tan alta. El efecto moral de todo esto sobre el estado de nuestro espíritu, lo mismo que sobre nuestra conducta y nuestra marcha práctica, debe ser evidente para todo cristiano experimentado. [9]
[9] El caso de Simón el mago, Hechos 8, puede presentar alguna dificultad al lector. Pero, es claro que un hombre que estaba «en hiel de amargura y bajo la influencia de la iniquidad» no puede ofrecerse como modelo a los hijos de Dios. Su caso no tiene nada que ver con la doctrina de 1 Juan 1:9. No estaba en las relaciones de hijo, y por consiguiente no era objeto de la intercesión de Cristo. Añadiremos aun, que el asunto de la oración del Señor no implica nada en lo que se dice más arriba. No quisiéramos salir de los límites del pasaje que nos ocupa. Debemos evitar poner reglas de hierro. Un alma puede clamar a Dios en todo tiempo para pedirle lo que necesita, porque Él está siempre presto a escuchar y a responder a nuestros ruegos.
3.10 - «El pecado» y «los pecados»
Todo este encadenamiento de pensamientos está íntimamente ligado y plenamente justificado por dos grandes principios que encontramos en «la ley» del sacrificio de paz. En el versículo 13 del capítulo 7 del Levítico leemos: «Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz»; y, sin embargo, en el versículo 20 se dice: «Pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo». Aquí tenemos bien claramente las dos cosas, a saber: el pecado en nosotros, y el pecado sobre nosotros. «La levadura» estaba permitida, porque había pecado en la naturaleza del adorador; «la inmundicia» estaba prohibida, porque no debía haber ningún pecado sobre la conciencia del adorador.
Donde hay pecado no puede haber comunión. En cuanto al pecado que está en nosotros, Dios ha provisto la sangre de la expiación; es por esto que esta ordenado acerca del pan leudo del sacrificio de paz: «Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz» (v. 14). En otros términos, «la levadura» en la naturaleza del adorador estaba perfectamente expiada por «la sangre» del sacrificio. El sacerdote a quien pertenecía el pan leudo debía ser aquel que rociaba la sangre. Dios ha alejado de su vista nuestro pecado para siempre. Aunque el pecado esté en nosotros, no reposan sobre él sus miradas, sino en la sangre, y por esto, puede permitirnos tener la más íntima comunión con Él.
Pero si dejamos al pecado que está en nosotros desarrollarse bajo la forma de «pecados», entonces es preciso que haya confesión, perdón y purificación, antes de que podamos comer nuevamente de la carne del sacrificio de paz. La exclusión del adorador a causa de las inmundicias señaladas en el ceremonial, responde ahora a la privación de la comunión en el creyente a causa de pecados no confesados. El intento de tener comunión con Dios en nuestros pecados implicaría la idea blasfema de que Él puede ir en compañía del pecado. «Si nosotros decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad» (1 Juan 1:6).
A la luz de esta verdad, comprenderemos fácilmente el grave error en que caemos cuando nos imaginamos que es señal de espiritualidad ocuparnos de nuestros pecados. El pecado o los pecados, ¿podrán ser el fundamento o el asunto de nuestra comunión con Dios? Seguramente que no. Acabamos de ver, por el contrario que cuanto más está el pecado delante de nosotros, más se interrumpe nuestra comunión con Dios. La comunión no puede existir más que «en la luz», y ciertamente no hay pecado en la luz. Allí nada se ve sino la sangre que ha quitado nuestros pecados y nos ha reconciliado, y el Abogado que nos guarda cerca de Dios.
El pecado ha sido borrado para siempre allí donde Dios y el adorador permanecen en una santa intimidad. ¿Qué es lo que constituía el fondo de la comunión entre el padre y el hijo pródigo? ¿Eran los harapos de este? ¿Eran las algarrobas de «un país lejano»? De ningún modo. No era nada de lo que el hijo pródigo tenía consigo. Era la rica provisión del amor del padre, «el becerro cebado». Igual sucede con respecto a Dios y todo verdadero adorador. Se alimentan juntos en una comunión santa y elevada, de Aquel cuya sangre preciosa les ha asociado para siempre en esta luz a la cual ningún pecado se puede acercar más.
No creamos, pues, que la verdadera humildad se muestra o se desarrolla considerando y profundizando nuestros pecados. Esto produciría un carácter sombrío y melancólico sin verdadera santidad. La humildad más profunda procede de otra fuente. ¿Cuándo fue más humilde el hijo pródigo? ¿Fue cuando «recapacitando» en el país lejano, o cuando el padre se arrojó a su cuello, y entró en la casa paterna? ¿No es evidente que solo la gracia, que nos eleva a las mayores alturas de la comunión con Dios, es capaz de conducirnos a las más grandes profundidades de una verdadera humildad? Sin ninguna duda. La humildad que procede del perdón de nuestros pecados será siempre más profunda que aquella que procede del descubrimiento de estos pecados. La primera nos pone en relación con Dios, la segunda se relaciona con el yo. Para ser verdaderamente humilde es preciso andar con Dios, con el conocimiento y el poder de la relación en que nos ha colocado. Nos ha hecho hijos suyos, y siempre que andemos como tales, seremos verdaderamente humildes.
3.11 - La cena del Señor
Antes de dejar esta parte de nuestro asunto, deseamos llamar la atención especialmente sobre la cena del Señor ya que, siendo un acto importante de la comunión de la Iglesia, puede considerarse en relación con la doctrina del sacrificio de paz. La celebración inteligente de la cena dependerá siempre del conocimiento de su carácter puramente eucarístico o de acción de gracias. Es muy especialmente una fiesta de acción de gracias, de acción de gracias por una redención cumplida. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?» (1 Cor. 10:16). Por lo tanto, un alma encorvada bajo la pesada carga del pecado, no puede con inteligencia espiritual celebrar la cena del Señor, puesto que este hecho expresa el alejamiento completo del pecado por la muerte de Cristo: «la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26).
La muerte de Cristo es, para la fe, el fin de todo lo que pertenecía a nuestro estado en la antigua creación; luego ya que la cena «anuncia» esta muerte debe ser considerada como el memorial del hecho glorioso de que la carga del pecado del creyente fue llevada por Aquel que la quitó para siempre. Declara que la cadena de nuestros pecados, que una vez nos ligó, fue rota para siempre por la muerte de Cristo, y no podrá nunca jamás atarnos de nuevo. Nos reunimos alrededor de la mesa del Señor con toda la alegría de vencedores. Miramos atrás a la cruz, donde se libró y se ganó la batalla; y miramos adelante, a la gloria, donde entraremos en los resultados eternos y completos de la victoria.
Es verdad que tenemos «levadura» en nosotros, pero no tenemos ninguna mancha sobre nosotros. No debemos fijar nuestras miradas en nuestros pecados, sino en Aquel que los llevó en la cruz y que los quitó para siempre. No debemos «engañarnos a nosotros mismos» con el vano pensamiento de que «no tenemos pecado» en nosotros, pero no debemos tampoco negar la verdad de la Palabra de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo, rehusando regocijarnos con la preciosa verdad de que no tenemos pecado sobre nosotros, porque «la sangre de Jesús su Hijo, nos limpia de todo pecado».
Es verdaderamente deplorable ver qué sombría nube cubre la mesa del Señor a juicio de muchos cristianos de profesión. Este hecho, así como muchos otros, muestra a qué grado de ignorancia se puede llegar respecto a las verdades más elementales del Evangelio. Sabemos, en efecto, que cuando la cena se toma por una razón cualquiera que no sea el conocimiento de la salvación, de la alegría del perdón, del sentimiento del rescate, el alma se envuelve en nubes más y más espesas. Lo que es un memorial de Cristo se emplea para dejarle a un lado. Lo que recuerda una redención cumplida se emplea como medio redentor. Así es como se abusa de las ordenanzas y como las almas son sumergidas en las tinieblas, la confusión y el error.
3.12 - El valor de la sangre de Cristo
¡Cuán diferente de esto es la bella ordenanza del sacrificio de paz! Esta última, considerada en su significación típica, nos demuestra que desde el momento en que la sangre era derramada, Dios y el adorador podían alimentarse juntos en feliz y apacible comunión. No era menester más para esta comunión. La paz estaba establecida por la sangre, y sobre esta base descansaba la comunión. Una sola duda sobre el establecimiento de la paz será el golpe de muerte de la comunión. Si nos ocupamos en vanos esfuerzos para hacer la paz con Dios, somos extraños por completo a la comunión y al culto. Si la sangre del sacrificio de paz no ha sido derramada, es imposible que podamos alimentarnos con «el pecho que se mece», o con «la espaldilla elevada». Por otra parte, si la sangre ha sido derramada, entonces la paz ya está hecha; para la fe esto es bastante y, por consiguiente, por la fe tenemos comunión con Dios, en el conocimiento y el gozo de una redención cumplida. Nosotros gustamos la dulzura del gozo mismo de Dios en lo que Él obró. Nos alimentamos de Cristo en toda la plenitud y toda la felicidad de la presencia de Dios.
3.13 - El culto
Este último punto está unido a otra verdad importante indicada en «la ley del sacrificio de paz», y este depende de aquel: «Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día». Es decir, que la comunión del adorador no debe separarse nunca del sacrificio sobre el cual se funda esta comunión. Mientras se tenga la energía espiritual necesaria para mantener esta relación, el culto y la comunión subsistirán agradables y aceptables. Nosotros debemos estar cerca del sacrificio en el espíritu de nuestros entendimientos, en los afectos de nuestros corazones y en la experiencia de nuestras almas. Esto es lo que dará poder y duración a nuestro culto. Puede ser que empecemos cualquier acto nuestro con el corazón completamente ocupado por Cristo, y antes de terminar puede ser que estemos ocupados en lo que hacemos o decimos, o con las personas que nos escuchan; y de este modo caemos en lo que puede llamarse «el pecado de vuestro sacerdocio» (Núm. 18:1).
Esto es muy solemne y debiera conducirnos a la vigilancia. Podemos empezar nuestro culto en el Espíritu y terminarlo en la carne. Debiéramos guardarnos siempre de traspasar los límites del poder del Espíritu para el momento actual. Si el Espíritu Santo nos inspira «cinco palabras» (Véase Ecl. 5:2) de adoración o de acción de gracias, pronunciemos estas cinco palabras y callémonos. Si continuamos, comemos la carne de nuestro sacrificio después del tiempo fijado, y en lugar de ser «aceptado», es en realidad una «abominación». Recordemos esto y seamos vigilantes. Que esto, no obstante, no nos alarme; Dios quiere que seamos conducidos por el Espíritu, y así, llenos de Cristo en todo nuestro culto. Él no puede aceptar más que lo que es divino, y por esto, no quiere que le presentemos más que lo que es divino.
«Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente» (cap. 7:16). Cuando el alma se eleva a Dios, en un acto voluntario de culto, tal culto proviene de una más abundante cantidad de energía espiritual que cuando procede simplemente de alguna gracia particular recibida al momento mismo. Si se ha recibido algún favor especial de la mano del Señor, en el instante, el alma se elevará en acción de gracias. En este caso, el culto está suscitado por esta gracia, y ligado a esta gracia, cualquiera que sea, y no va más lejos. Pero cuando el corazón es llevado por el Espíritu Santo a cualquier expresión voluntaria o deliberada de alabanza, el culto tendrá un carácter más duradero, en todo caso el culto espiritual se unirá siempre al precioso sacrificio de Cristo.
«Y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere, llevará su pecado» (v. 17-18). Nada tiene valor a los ojos de Dios más que lo que está íntimamente unido a Cristo. Mucho de lo que tiene apariencia de culto no es más que la excitación y la expresión de sentimientos naturales. Puede haber una gran devoción aparente, que no sea, en el fondo, más que una piedad carnal. La carne puede excitarse, religiosamente hablando, por variedad de cosas, tales como la pompa y el esplendor de las ceremonias, por los cánticos y las actitudes, los ropajes y las ricas vestiduras, por una liturgia elocuente y por los diversos atractivos de un espléndido ritualismo y, con todo, puede haber una total ausencia de culto espiritual. Sucede bastante a menudo, que los mismos gustos que son excitados y satisfechos por las formas pomposas de un culto que se llama religioso, encontrarían un alimento más conveniente aun en la ópera o en los conciertos. Aquellos que desean recordar que «Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (Juan 4:24), deben ponerse en guardia contra esto.
Lo que se llama religión se reviste, en nuestros días, de los más poderosos atractivos. Desechando las tosquedades de la edad media, llama en su ayuda todos los recursos de un gusto depurado de un siglo culto e ilustrado. La escultura, la música y la pintura vierten sus ricos tesoros en su seno, para que, por su medio, pueda preparar un poderoso narcótico para arrullar a las multitudes ignorantes en un sopor que no será interrumpido más que por los indecibles horrores de la muerte, del juicio y del lago de fuego. También esta religión puede decir: «Sacrificios de paz había prometido, hoy he pagado mis votos… he adornado mi cama con colchas recamadas con cordoncillo de Egipto; He perfumado mi cámara con mirra, áloes y canela» (Prov. 7:14, 17). Así es como una religión corruptora atrae, por su poderosa influencia, a los que no quieren escuchar la voz celestial de la sabiduría.
Lectores, guardaos de todas estas cosas, velad sobre esto, para que vuestro culto esté inseparablemente unido a la obra de la cruz; velad en esto, que Cristo sea el fundamento; Cristo el medio, y el Espíritu Santo, el poder de vuestro culto. Guardaos de que vuestros actos exteriores de culto no se extiendan más allá de este poder interior. Es necesaria mucha vigilancia para evitar este mal. Sus manejos secretos son de los más difíciles de descubrir y de combatir. Podemos empezar un himno con verdadero espíritu de culto, y por debilidad espiritual, antes de llegar al final, podemos caer en el mal que responde al acto ceremonial de comer, al tercer día, la carne del sacrificio de paz. Nuestra única salvaguardia es estar cerca de Jesús. Si elevamos nuestros corazones en «acciones de gracias» por algún favor especial, hagámoslo en la potestad del nombre y del sacrificio de Cristo. Si nuestras almas se elevan en adoración «voluntaria», que sea en la energía del Espíritu Santo. De este modo, nuestro culto tendrá es frescor, ese perfume, esa profundidad, esa altura moral que deben resultar del hecho de tener al Padre por objeto, al Hijo por base, y al Espíritu Santo por poder del culto.
¡Qué sea así, oh Señor, en todos los que te adoran, hasta que nos encontremos, en espíritu, alma y cuerpo en seguridad en tu eterna presencia, fuera del alcance de toda acción perniciosa del falso culto y de la religión corrompida, y también fuera del alcance de los diferentes impedimentos que provienen de estos cuerpos de pecado y de muerte, que llevamos en nosotros!
Nota. –Debe observarse que, aunque el sacrificio de paz esté colocado en tercer lugar, no obstante, «la ley» nos es dada después de todas las otras. Esta circunstancia no es insignificante. En ninguna de las ofrendas la comunión del adorador está tan completamente desarrollada como en el sacrificio de paz. En el holocausto, hallamos a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios. En la ofrenda de vegetal, tenemos la perfecta humanidad de Cristo. Después, pasando al sacrificio por la expiación, vemos que responde perfectamente al pecado en su raíz. En la ofrenda por la expiación de la culpa, se encuentra una respuesta plena y completa para todos los pecados actuales de la vida. Pero la doctrina de la comunión del adorador no está desarrollada en ninguna de estas ofrendas. Era en el «sacrificio de paz» donde debía hacerse, y esto explica, según creemos, el lugar que ocupa «la ley» de este sacrificio. Viene al final de todas las demás, enseñándonos con esto, que cuando es cuestión de que el alma se alimente de Cristo, es necesario que este sea un Cristo completo, considerado en todas las fases posibles de su vida, de su carácter, de su persona, de su obra, de sus oficios. Además, que cuando habremos acabado para siempre con el pecado y los pecados, haremos nuestras delicias de Cristo y nos alimentaremos de Él durante la eternidad. Nos parece que nuestro estudio de los sacrificios sería incompleto, si omitiésemos una circunstancia tan digna de notarse como esta. Si la «ley del sacrificio de paz» estuviera dada en el orden que se presenta el sacrificio mismo, vendría inmediatamente después de la ley de la ofrenda de vegetal; pero en lugar de esto la ley de «la expiación» y del «sacrificio por la culpa» vienen en seguida; después la ley del sacrificio de paz pone término a todo.
4 - Capítulos 4 al 5:13 — Sacrificio por el pecado
4.1 - La sangre de la víctima
Habiendo considerado las ofrendas de «olor grato», llegamos ahora a los «sacrificios expiatorios». Se dividían en dos clases, a saber: expiación por el pecado, y expiación por la culpa. En los primeros había tres grados: primeramente, la ofrenda por el «sacerdote ungido» y la ofrenda por «toda la congregación». Estas dos ofrendas eran semejantes en sus ritos y ceremonias (comp. v. 3-12 con los v. 13-21). El resultado era el mismo, ya fuese el representante de la congregación, o la congregación misma, los que hubiesen pecado. En uno y otro caso, se comprendían tres cosas: el santuario de Dios en medio del pueblo, la adoración de la congregación y la conciencia individual. Luego, como las tres cosas dependían de la sangre vemos que, en el primer grado de la expiación, se hacían tres cosas con la sangre. Se hacía aspersión «siete veces delante de Jehová, hacia el velo del santuario» (v. 6). Esto garantizaba las relaciones de Jehová con el pueblo y su estancia en medio de ellos. A continuación, leemos: «Y el sacerdote pondrá de esa sangre sobre los cuernos del altar del incienso aromático, que está en el tabernáculo de reunión delante de Jehová» (v. 7). Esto garantizaba el culto de la congregación. Poniendo la sangre sobre «el altar de oro» (véase Éx. 30:1-5), la verdadera base del culto estaba amparada, de forma que la llama del incienso y su suave olor podrían subir continuamente. Por fin, «y echará el resto de la sangre del becerro al pie del altar del holocausto, que está a la puerta del tabernáculo de reunión» (v. 7). Aquí encontramos lo que responde plenamente a las exigencias de la conciencia individual, pues el altar de bronce era el lugar donde todos tenían acceso. Era el lugar donde Dios encontraba al pecador.
En los otros dos casos, por «un jefe», o por «alguna persona del pueblo», no era más que una cuestión de conciencia individual; por esto no se hacía más que una cosa con la sangre. Era enteramente derramada «al pie del altar del holocausto» (comp. v. 7 con los v. 25-30). Hay en todo esto una precisión divina que pide toda la atención del lector, si desea comprender bien los maravillosos detalles de este tipo. [10] El efecto del pecado individual no podía extenderse más allá de la conciencia del individuo. El pecado de un «jefe» o de alguno «del pueblo», no podía tener influencia sobre «el altar del incienso aromático», lugar de adoración del sacerdote. No podía llegar tampoco hasta «el velo del santuario», límite sagrado de la habitación de Dios en medio de su pueblo. Es necesario considerar bien esto. Nunca se debe suscitar la cuestión de nuestros pecados o faltas en el lugar del culto. Es preciso arreglarlo con Dios allí donde cada uno puede acercarse a Él personalmente. Muchos se equivocan en este punto. Van a la congregación o al lugar ostensible del culto sacerdotal con su conciencia manchada, y así debilitan toda la congregación y turban todo el culto. Se debía prestar a esto una gran atención y guardarse cuidadosamente de ello. Tenemos necesidad de una gran vigilancia a fin de que nuestra conciencia pueda estar siempre en la luz.
[10] Entre la ofrenda por «un jefe» y la que se hacía por alguna persona «del pueblo» hay esta diferencia: que la primera era «un macho sin defecto»; la segunda una «hembra sin defecto». El pecado de uno de los jefes debía ejercer necesariamente mayor influencia que el de una persona del común, por esto era necesaria una más poderosa aplicación del valor de la sangre. En el capítulo 5: versículo 13 encontramos casos que no exigían más que una aplicación, inferior aun, de la expiación, (casos de juramento, o de tocar cosa inmunda) por los cuales la décima parte de un efa de flor de harina se admitía como expiación (véase cap. 5:13). ¡Qué contraste entre la expiación ofrecida por el macho cabrío de uno de los jefes y el puñado de harina de un pobre! Y, sin embargo, en este caso igual que en el otro está escrito: «Y le será perdonado».
El lector debe observar que el capítulo 5:1-13, trata la misma materia que el capítulo 4. Los dos están encerrados bajo el mismo título y presentan la doctrina de la expiación en todas sus aplicaciones desde el macho cabrío hasta el puñado de harina. Cada clase de ofrenda está anunciada por estas palabras: «Y habló Jehová a Moisés». Así, por ejemplo, «las ofrendas de olor grato» (cap. 1-3) tienen por introducción estas palabras: «Y llamó Jehová a Moisés». Estas palabras no están repetidas hasta el capítulo 4:1, donde sirven de introducción a las ofrendas expiatorias. Las encontramos en el capítulo 5:14, donde sirven de introducción a las ofrendas por las culpas y pecados por yerro «en las cosas santificadas a Jehová», y aun en el capítulo 6:1, donde sirven de introducción a las ofrendas de expiación por la culpa cometida contra el prójimo.
Esta clasificación es de admirable sencillez y ayudará al lector a comprender las diversas clases de ofrendas. En cuanto a los diferentes grados de cada clase, ya sea «un becerro», «una cabra», «un cordero», «de aves» o «un puñado de la flor de harina», parecen ser otras tantas aplicaciones diversas de la misma gran verdad.
Y cuando caemos, como desgraciadamente nos ocurre muchas veces, tenemos en seguida que acercarnos a Dios en secreto, a fin de que la verdadera adoración y posición de la asamblea puedan conservarse plena y claramente delante del alma.
4.2 - El pecado por error (o ignorancia)
Después de haber expuesto así lo que concierne a los tres grados de la expiación, examinemos en detalle los principios comprendidos en el primero. Haciéndolo, podremos formarnos una justa idea de los principios de todos los demás. Sin embargo, antes de empezar este examen deseamos llamar la atención de nuestros lectores sobre un punto muy esencial indicado en el versículo segundo del capítulo cuarto. Está contenido en esta expresión: «Cuando alguna persona pecare por yerro». Esto nos presenta una verdad de las más preciosas, en relación con la expiación operada por el Señor Jesucristo. Meditando en esta expiación, vemos en ella mucho más que la simple satisfacción de las exigencias de la conciencia, aunque esta conciencia hubiera alcanzado el más alto grado de una extrema sensibilidad. Nosotros tenemos el privilegio de ver en ella lo que ha satisfecho plenamente todos los derechos de la santidad divina, de la justicia divina y de la majestad divina. La santidad de la morada de Dios, y el fundamento de su relación con su pueblo, no hubieran podido ser nunca reglamentadas según la medida de la conciencia del hombre, aunque esta fuese tan elevada como puede llegar a ser. Hay muchas cosas que la conciencia humana omitiría, muchas cosas que podrían escapar al conocimiento del hombre, muchas cosas que su corazón podría estimar lícitas, pero que Dios no podría tolerar, y que, por consiguiente, llegarían a interponerse entre el hombre y Dios, para impedirle aproximarse a Él y rendirle culto. Por esto, si la expiación de Cristo no se aplicase más que a los pecados que el hombre puede discernir y reconocer, nos encontraríamos muy alejados del verdadero fundamento de la paz. Tenemos necesidad de comprender que el pecado ha sido expiado según la justicia de Dios, que los derechos de su trono han sido perfectamente satisfechos, que el pecado, visto a la luz de su inflexible santidad, ha sido divinamente juzgado. Esto es lo que da al alma una paz duradera. Por los pecados de error o de ignorancia del creyente, se ha realizado una expiación igual que por sus pecados conocidos. El sacrificio de Cristo es la base de sus relaciones y de su comunión con Dios, según la apreciación de Dios mismo.
El conocimiento claro de esto es de un inmenso valor. Hasta que no se haya comprendido bien este aspecto de la expiación, no puede haber verdadera paz y no se sentirá bien la extensión y la plenitud de la obra de Cristo, ni la verdadera naturaleza de las relaciones que se le sujetan. Dios sabía lo que tenía que hacer para que el hombre pudiera estar en su presencia sin temor, y ha provisto perfectamente a ello por la obra de la cruz. Nunca hubiera podido haber comunión entre Dios y el hombre, si Dios no hubiera acabado con el pecado, según su juicio, porque aun después que la conciencia del hombre hubiera estado satisfecha, siempre cabría esta pregunta: “¿Está Dios satisfecho?” Y si esta pregunta no se hubiera podido contestar afirmativamente, la comunión nunca hubiera existido. [11] El corazón se diría sin cesar que, en los detalles de la vida, se manifiestan ciertas cosas que la santidad divina no puede tolerar. Es verdad que puede ser que hagamos estas cosas «por yerro», pero esto no cambia en nada su carácter ante Dios, ya que todo le es conocido. Habría pues dudas, aprensiones y temores continuos. A todas estas cosas responde divinamente el hecho de que el pecado ha sido expiado no según nuestra ignorancia, sino conforme a la sabiduría de Dios. Esta seguridad da gran descanso al alma y a la conciencia. Todas las exigencias de Dios sobre nosotros han sido satisfechas por su obra. Él mismo ha provisto el remedio, y por lo tanto cuanto más delicada se hace la conciencia del cristiano, bajo la acción de la Palabra y del Espíritu de Dios, mejor comprende todo lo que conviene al santuario; aumenta la sensibilidad para discernir todo lo que es incompatible con la presencia divina; se apropia con mucha más claridad, profundidad y fuerza el valor infinito de este sacrificio de expiación por el pecado, que no solamente sobrepasa los últimos límites de la conciencia humana, sino que aun responde con perfección absoluta a todas las exigencias de la santidad divina.
[11] Deseamos muy especialmente que se recuerde que lo expuesto en el texto, es simplemente la expiación. No dudamos que el lector cristiano sabe muy bien que la posesión de la «naturaleza divina» es esencial a la comunión con Dios. Yo tengo necesidad no solo de un derecho para acercarme a Dios, sino aun de una naturaleza que pueda gozar de él. El alma que «cree en el nombre del Hijo único de Dios», tiene uno y otra (véase Juan 1:12-13; 3:36; 5:24; 20:31; 1 Juan 5:11-13).
4.3 - Exigencia de la santidad divina e ignorancia del creyente
Nada puede demostrar más evidentemente la incapacidad del hombre de deshacerse del pecado, que el hecho de existir «pecados por ignorancia» (V.M.). ¿Cómo podrá deshacerse de lo que no conoce? ¿Cómo podrá disponer en su voluntad de lo que no ha entrado nunca ni aun en los límites de su conciencia? Imposible. La ignorancia en que el hombre está acerca del pecado, prueba su incapacidad total para deshacerse de él. Si no lo conoce ¿qué puede hacer en este respecto? Nada. Es tan débil como ignorante. No es esto todo. El hecho de que haya «pecado por ignorancia» demuestra muy claramente la incertidumbre que debe acompañar a todo ensayo de solución de la cuestión del pecado, el cual no puede aplicarse a nociones más elevadas que las que pueden resultar de la conciencia humana más delicada. Nunca puede haber paz duradera sobre esta base. Quedará siempre la penosa impresión de que todo no va bien. Si el corazón no es conducido a un estado de reposo permanente por el testimonio de la Escritura de que los derechos inflexibles de la justicia divina han sido satisfechos, tendrá necesariamente un sentimiento de malestar, y todo sentimiento de este género es un obstáculo en nuestro culto, en nuestra comunión y en nuestro testimonio. Si estoy inquieto en cuanto a la solución de este asunto del pecado, no puedo, de ningún modo tributar culto; no puedo gozar de la comunión con Dios ni con su pueblo, ni puedo tampoco ser un testigo inteligente de Cristo. Es preciso que el corazón esté tranquilo delante de Dios, en cuanto a la perfecta remisión de los pecados, antes de que podamos «adorarle en espíritu y en verdad». Si el sentimiento de la culpabilidad pesa sobre la conciencia habrá terror en el corazón y, seguramente, un corazón aterrado no puede ser un corazón feliz y adorador. Solamente de un corazón lleno de ese dulce y santo reposo que proporciona la sangre de Cristo, puede subir hasta el Padre un culto sincero y aceptable. El mismo principio se aplica a nuestra comunión con el pueblo de Dios, a nuestro servicio, y a nuestro testimonio en medio de los hombres. Todo debe descansar sobre el fundamento de una paz establecida, y esta paz descansa sobre el fundamento de una conciencia completamente purificada, y esta conciencia purificada descansa sobre la base de la perfecta remisión de todos nuestros pecados, ya sean conocidos ya ignorados.
4.4 - Comparación entre el holocausto y la expiación
Vamos ahora a comparar la expiación con el holocausto, lo cual nos ofrecerá dos aspectos muy diferentes de Cristo; pero a pesar de esta diferencia, es un solo y mismo Cristo; por esto, en uno y otro caso, el sacrificio era «sin defecto». Esto es fácil de comprender. Bajo cualquier aspecto que contemplemos a nuestro Señor Jesucristo, es siempre el mismo Ser perfecto, puro, santo y sin mancha. Es verdad que en su abundante gracia tuvo a bien cargar sobre sí el pecado de su pueblo, pero aun entonces era un Cristo perfecto y sin mancha; y se necesitaría una impiedad diabólica para valerse de la profundidad de su humillación, para empeñar la gloria personal de Aquel que así se humilló La excelencia esencial, la pureza inalterable y la divina gloria de nuestro muy amado Señor aparecen con igual fuerza en la expiación, como en el holocausto. En cualquier relación que se nos presente, cualquiera que sea el oficio que llene, en cualquiera obra que cumpla, en cualquier posición que ocupe, sus glorias personales irradian con todo su esplendor divino.
Esta verdad, de un solo y mismo Cristo, sea en la ofrenda para el holocausto, sea en la expiación por el pecado, se ve no solo en el hecho de que en los dos casos la ofrenda era «sin defecto», sino también en la «ley de la expiación», en la que leemos: «Esta es la ley del sacrificio expiatorio: en el lugar donde se degüella el holocausto, será degollada la ofrenda por el pecado delante de Jehová; es cosa santísima» (Lev. 6:18). Los dos tipos figuran un solo y gran Arquetipo, aunque lo presentan bajo aspectos de su obra muy diferentes. En el holocausto, Cristo responde a los afectos de Dios, en la expiación responde a las profundas necesidades del hombre. El primero nos lo presenta como Aquel que cumplió la voluntad de Dios, el segundo, como Aquel que llevó el pecado del hombre. En el primero aprendemos cual es el valor del sacrificio, en el segundo cual es la odiosidad del pecado. Con esto basta en cuanto a las dos ofrendas en general. Un examen minucioso de los detalles no hará más que confirmar esta aserción general.
Cuando nos ocupamos del holocausto, vimos que era una ofrenda voluntaria; «de su voluntad lo ofrecerá». [12] Mas en la expiación no se trata de buen grado o voluntariamente.
[12] Algunos encontrarán, tal vez, alguna dificultad en que la expresión «de su voluntad» se refiere al adorador y no al sacrificio; pero esto no puede, de ningún modo, afectar a la doctrina expuesta en el texto y que está fundada en el hecho de que una palabra especial empleada en la ofrenda del holocausto, se omite en la de la expiación. El contraste subsiste, ya apliquemos esta palabra al que ofrece, ya la apliquemos a la ofrenda.
N. T.—No hay que olvidar que Cristo, el Arquetipo, era a la vez sacrificio y oferente.
Esto está en perfecto acuerdo con el objeto especial del Espíritu Santo en el holocausto, de representarle como ofrenda voluntaria. Era el alimento y la bebida de Cristo hacer la voluntad de Dios cualquiera que fuese. Nunca pedía saber que ingredientes había en la copa que su Padre le ponía entre las manos. Le bastaba que el Padre lo hubiera preparado. Tal era nuestro Señor Jesucristo, como prefigurado por la ofrenda del holocausto. Pero en la de la expiación se desenvuelve otro género de verdades. Este tipo nos presenta a Cristo, no como a Aquel que cumplió «de buen agrado» la voluntad de Dios, sino como Aquel que llevó la terrible carga del «pecado», como Aquel que sufrió todas sus espantosas consecuencias, entre las que era, para Él, la más terrible, que Dios le ocultase su faz; la expresión «de su voluntad» no estaría en armonía con el objeto del Espíritu en la expiación. Esta palabra estaría tan fuera de lugar en este tipo, como está divinamente colocada en el holocausto. Su empleo y su omisión son igualmente divinos, y testifican uno y otra la perfecta y divina precisión de los tipos del Levítico.
Este punto de contraste, que acabamos de considerar, explica, o más bien armoniza dos expresiones empleadas por nuestro Señor. En una ocasión dijo: «la copa que me ha dado mi Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11) y después: «¡Padre mío, si es posible, pase de mi esta copa!» (Mat. 26:39). La primera de estas expresiones era el perfecto cumplimiento de estas palabras con las cuales empezó su carrera: «El hacer, oh Dios, tu voluntad, me ha agradado» (Sal. 40:8; Hebr. 10:7); y, además, es la expresión de Cristo, como ofrenda para el holocausto. La segunda, al contrario, es la exclamación de Cristo, cuando contemplaba lo que iba a ser de Él, como sacrificio de expiación. Más adelante veremos lo que era esta posición y lo que Él veía tomándola; pero es interesante e instructivo encontrar toda la doctrina de estas dos ofrendas, encerrada, en cierto modo, en el hecho de que una sola palabra sea puesta en una y omitida en la otra. Si en el holocausto vemos la perfecta sumisión con que Cristo se ofreció Él mismo, para cumplir la voluntad de Dios; en la expiación vemos con que profunda abnegación tomó sobre Sí todas las consecuencias del pecado del hombre y como se identificó con el hombre tan distanciado de Dios. Se complacía en hacer la voluntad de Dios. Se estremeció ante la idea de perder por un momento la luz de su faz bendita. Ninguna ofrenda, por sí sola, hubiera podido presentarle bajo estas dos fases. Nos era necesario un tipo que nos lo mostrase como el que se complace en hacer la voluntad de Dios, y nos hacía falta otro que nos lo mostrase como Aquél cuya santa naturaleza retrocedía ante las consecuencias del pecado imputado. Gracias a Dios, tenemos uno y otro en estas dos ofrendas. Por esto, cuanto más profundizamos en la sumisión del corazón de Cristo a Dios, mejor comprendemos su horror hacia el pecado y viceversa. Cada uno de estos tipos pone en relieve al otro, y el empleo de la palabra «voluntariamente», en uno, y no en el otro, fija el carácter principal de cada uno.
Mas tal vez se dirá: «¿No era la voluntad de Dios que Cristo se ofreciese a sí mismo en sacrificio de expiación por el pecado?» Y, si es así ¿cómo podía tener la menor repugnancia en cumplir esta voluntad? Seguramente era según «determinado consejo» (Hec. 2:23) de Dios, que Cristo sufrió, y además era la alegría de Cristo hacer la voluntad de Dios. Pero ¿cómo debemos comprender la expresión: «...si es posible, que pase de mí esta copa»? (Mat. 26:39) ¿No es la exclamación de Cristo? Y, ¿no hay un tipo especial para aquel que lo ha expresado? Ciertamente. Habría una gran omisión en los tipos de la economía mosaica, si no hubiera uno para representar a nuestro Señor Jesucristo en la exacta actitud moral señalada por esta exclamación. El holocausto no nos lo presenta de esta manera; no hay una sola circunstancia refiriéndose a esta ofrenda que pueda corresponder a tal lenguaje. Solo la expiación ofrece la figura apropiada del Señor Jesucristo exhalando estos acentos de intensa agonía, porque solo en ella encontramos las circunstancias que evocaron tales acentos, desde lo profundo de su alma sin mancha. La sombra terrible de la cruz, con su ignominia, su maldición y su exclusión de la luz de la faz de Dios, pasaba delante de su espíritu, y no podía ni aun contemplarla sin exclamar: «...si es posible, que pase de mí esta copa». Pero apenas ha pronunciado estas palabras, cuando su profunda sumisión se muestra en estas otras: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú». ¡Qué «copa» amarga la que pudo hacer salir de un corazón perfectamente sumiso las palabras: «Pase de mí»! ¡Qué perfecta sumisión cuando en presencia de una copa tan amarga, el corazón podía exclamar ¡«no se haga mi voluntad, sino la tuya»! (Lucas 22:42)
4.5 - La imposición de las manos: identificación con la víctima
Vamos a considerar ahora el acto típico de poner «su mano» sobre la ofrenda, (es decir la imposición de las manos). Este acto era común al holocausto y a la expiación; pero en el primero, identificaba a la persona que ofrecía el sacrificio con una ofrenda sin mancha; en el segundo, este acto implicaba la traslación del pecado de la persona oferente a la cabeza de la ofrenda. Así era en el tipo, y cuando consideramos la realidad en Cristo, aprendemos una verdad de las más consoladoras y edificantes; verdad que, si fuese más comprendida y realizada, proporcionaría una paz mucho más constante que la que se goza generalmente.
¿Cuál es, pues, la doctrina expresada en el acto de imponer las manos? Es esta: Cristo fue hecho pecado por nosotros, «para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Se puso por nosotros con todas sus consecuencias, para que nosotros pudiéramos tener su lugar, con todas las suyas. Fue tratado como pecado sobre la cruz, para que nosotros pudiéramos ser tratados como justicia, en presencia de la santidad infinita. Fue arrojado de la presencia de Dios, porque, por imputación, tenía sobre Él el pecado, para que nosotros pudiéramos ser recibidos en la morada de Dios, y en su seno, porque por imputación tenemos una justicia perfecta. Tuvo que sufrir que Dios le ocultase su rostro a fin de que nosotros pudiéramos regocijarnos a la luz de esta faz. Tuvo que experimentar tres horas de tinieblas para que nosotros entrásemos en la luz eterna. Fue abandonado por Dios durante algún tiempo, a fin de que nosotros pudiéramos gozar de su presencia para siempre. Todo lo que nos correspondía, como pecadores perdidos, fue puesto sobre Él, para que todo lo que le correspondía, por haber cumplido la obra de la redención, pudiera ser nuestra parte. Todo estaba contra Él cuando fue suspendido del madero, para que nada pudiese estar contra nosotros. Él se identificaba con nosotros en la realidad de la muerte y del juicio, a fin de que nosotros pudiéramos ser identificados con Él en la realidad de la vida y la justicia. Bebió la copa de la ira con el objeto de que nosotros pudiéramos beber la copa de la salvación, la copa de la gracia infinita. Fue tratado según nuestros méritos, para que nosotros fuéramos tratados según los suyos.
Tal es la maravillosa verdad ilustrada por el acto ceremonial de la imposición de las manos. Cuando el adorador había puesto su mano sobre la cabeza de la víctima para el holocausto, ya no se trataba de lo que era o de lo que merecía; se trataba únicamente de lo que era la ofrenda al juicio de Jehová. Si la víctima era sin defecto, la persona que la ofrecía lo era también, si la víctima era aceptada, aquel que la ofrecía lo era también. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos les hacía ser uno a los ojos de Dios. Él veía al oferente a través de la ofrenda. Así era en el holocausto, pero en la expiación, cuando el oferente había puesto la mano sobre la cabeza de la víctima, era asunto de la condición del oferente y lo que merecía. La víctima era tratada según los méritos del que la ofrecía. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos les constituía uno a los ojos de Dios. En la expiación se tenía que arreglar el asunto del pecado de aquél que la ofrecía; en el holocausto, el que lo ofrecía era aceptado. Esto establecía una inmensa diferencia entre uno y otro. Por esto, aunque el acto de imponer las manos fuese común a los dos tipos, y aunque este acto expresase lo mismo en los dos casos, a saber, la identificación, no obstante, las consecuencias eran tan diversas como es posible. El Justo tratado como el injusto, el injusto aceptado en el Justo. «Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). He aquí la doctrina. Nuestros pecados llevaron a Cristo a la cruz, pero Él nos lleva a Dios. Y si Él nos lleva a Dios, es por su propia aceptación como resucitado de entre los muertos habiendo quitado nuestros pecados según la perfección de su obra. Él llevó nuestros pecados lejos del santuario de Dios, para poder acercarnos, introducirnos, aun en el lugar santísimo, con toda seguridad de corazón, teniendo la conciencia purificada de toda mancha del pecado por su preciosa sangre.
Cuanto más comparemos todos los detalles de la ofrenda del holocausto y de la expiación, mejor comprenderemos la verdad de lo que hemos dicho más arriba respecto al acto de imponer las manos y a sus resultados en uno y otro caso. En el primer capítulo de este volumen, hemos notado el hecho de que «los hijos de Aarón» se ven en el holocausto, pero no en la expiación. Como sacerdotes tenían el privilegio de estar alrededor del altar y de contemplar la llama de un sacrificio grato a Jehová, elevándose a Él. Pero en la expiación se trataba primeramente del juicio solemne del pecado, y no del culto o de la admiración de los sacerdotes, y por esto los hijos de Aarón no aparecen en ella. Como pecadores convencidos, tenemos relación con Cristo, como la realidad del sacrificio de la expiación. Como sacerdotes rindiendo culto, revestidos de las vestiduras de salud, contemplamos a Cristo, como la realidad del holocausto.
Además, nuestros lectores observarán que la víctima para el holocausto era «degollada». Era «dividida en sus piezas», pero no lo era la de la expiación. «Los intestinos y las piernas» del holocausto eran lavados con agua, cosa completamente omitida en la expiación. Finalmente, el holocausto era quemado sobre el altar; el sacrificio para la expiación era quemado fuera del campo. Estos puntos son otras tantas diferencias que provienen sencillamente del carácter distintivo de las ofrendas. Sabemos que en la Palabra de Dios no hay nada que no tenga una significación especial; y todo lector inteligente y atento de las Escrituras notará estas distinciones y, habiéndolas notado, procurará comprender su verdadero alcance. Puede haber ignorancia de este alcance, pero no debía haber indiferencia en este respecto. Dejar a un lado un solo punto de las páginas inspiradas en general, y en particular y, sobre todo, de las que nos ocupamos, que son tan ricas en enseñanzas, sería deshonrar al divino Autor, y privar a nuestras almas de un gran provecho espiritual.
Debiéramos pararnos en los menores detalles, ya fuese para adorar la sabiduría de Dios que allí se manifiesta, ya para confesar nuestra ignorancia a su vista, y humillarnos por ella. Pasar por encima con un espíritu de indiferencia, sería en cierto modo afirmar que el Espíritu Santo se ha tomado el trabajo de hacer escribir cosas que no encontramos dignas de intentar comprender, y ningún cristiano recto osaría pensar tal cosa. Si el Espíritu Santo, dándonos la ley de la expiación, ha omitido los ritos mencionados anteriormente, ritos que ocupan un lugar esencial en la ley del holocausto, debe seguramente tener su razón para hacerlo, y debe haber en ello una significación importante.
Esto es lo que debemos tratar de comprender; y sin duda, estas diferencias tienen un objeto especial que el pensamiento de Dios había designado a cada ofrenda. La expiación muestra el aspecto de la obra de Cristo, donde se le ve tomando judicialmente el lugar que moralmente nos correspondía. Por esta razón no podemos encontrar allí esta expresión intensa de lo que era en todos los motivos secretos que le hacían obrar, simbolizado en el acto típico de «degollar». Ni podía haber esta amplia exposición de lo que él era en todo su ser, y en los menores rasgos de su carácter, que se ve en el acto de «dividir sus piezas». Y finalmente, no podía haber allí esta manifestación de lo que él era en persona, en práctica e intrínsecamente, representada por el acto muy significativo de «lavar con agua los intestinos y las piernas».
Todas estas cosas pertenecen a la fase del holocausto de nuestro muy amado Señor, y solamente a ella, porque allí le vemos ofreciéndose Él mismo, a la mirada, al corazón y en el altar de Jehová, sin que se trate de la imputación del pecado, de ira o de juicio. En la expiación, por el contrario, en lugar de haber como idea preeminente lo que Cristo es, encontramos lo que es el pecado. En lugar del valor de Jesucristo, se encuentra la odiosidad del pecado. En el holocausto, siendo Cristo mismo quien se ofrece a Dios y es aceptado, encontramos todo lo necesario para manifestarle en todos sus aspectos. En la expiación, siendo el pecado juzgado por Dios, encontramos precisamente todo lo contrario. Todo esto es tan sencillo que no exige ningún esfuerzo intelectual para comprenderlo. Deriva o procede naturalmente del carácter distintivo del tipo.
4.6 - La grosura de la víctima, imagen de la excelencia de Cristo en su muerte por el pecado
Sin embargo, aunque el objeto principal de la expiación sea prefigurar lo que Cristo fue hecho por nosotros, y no lo que era en Sí mismo, hay, no obstante, un rito, refiriéndose a este tipo, que representa de la manera más expresiva cuán agradable era Él personalmente a Dios. Este rito está indicado por las palabras siguientes: «Y tomará del becerro para la expiación toda su grosura, la que cubre los intestinos, y la que está sobre las entrañas, los dos riñones, la grosura que está sobre ellos, y la que está sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de sobre el hígado, de la manera que se quita del buey del sacrificio de paz; y el sacerdote la hará arder sobre el altar del holocausto» (cap. 4:8-10). Así la excelencia intrínseca de Cristo no está omitida, ni aun en la expiación. La grosura quemada sobre el altar es la figura apta de la divina apreciación del valor de Cristo, cualquiera que fuese la actitud que en su perfecta gracia tomase por nosotros; fue hecho pecado por nosotros, y la expiación es el tipo divino que le representa bajo este aspecto. Siendo el Señor Jesucristo, el Elegido de Dios, su santo Hijo, perfectamente puro y eterno, el que fue hecho pecado, la grosura de la expiación fue quemada sobre el altar como materia muy propia a ese fuego que figuraba tan bien la santidad divina. A pesar de esta consideración, vemos que contraste hay entre la expiación y el holocausto. En este último se quemaba sobre el altar no solo la grosura, sino la víctima entera, porque representaba a Cristo sin relación alguna con el pecado. En el primero, solo la grosura debía quemarse sobre el altar, porque se trataba de llevar el pecado, aunque Cristo lo llevó. Las glorias divinas de la Persona de Cristo brillan aun en medio de las sombras más negras de aquel madero, al cual consintió ser clavado, como maldición por nosotros. La odiosidad del pecado, al cual, en el ejercicio de su amor divino, asoció su persona bendita sobre la cruz, no podía impedir que el agradable olor de sus méritos subiera hasta el trono de Dios. Así es como se nos declara el profundo misterio de la faz de Dios oculta a Cristo hecho pecado, y del corazón de Dios gozándose en lo que Cristo era en sí mismo. Esto es lo que da a la expiación un especial encanto. Los vivos rayos de la gloria personal de Cristo resplandecían en medio de las lúgubres tinieblas del Calvario, su valor personal resurgiendo de las mayores profundidades de su humillación; las delicias de Dios en Aquél de quien debía ocultar su faz en virtud de su inflexible justicia y su santidad; todo esto se expresa por el hecho de quemar sobre el altar la grosura de la expiación.
4.7 - El cuerpo de la víctima quemado fuera del campamento
Habiendo ya indicado en primer lugar lo que se hacía de la «sangre», y también lo que se hacía «de la grosura» vamos ahora a considerar lo que se hacía de «la carne». «Y la piel del becerro y toda su carne… todo el becerro sacará fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña; en donde se echan las cenizas será quemado» (v. 11-12). En este hecho tenemos el rasgo principal de la expiación; lo que la distingue a la vez del holocausto y del sacrificio de paz. Su carne no era quemada sobre el altar como en el holocausto, ni comida por el sacerdote o el adorador como en el sacrificio de paz. Era quemada enteramente fuera del campo. [13] «Mas no se comerá ninguna ofrenda de cuya sangre se metiere en el tabernáculo de reunión para hacer expiación en el santuario; al fuego será quemada» (Lev. 6:30). «Porque los cuerpos de los animales, cuya sangre es presentada por el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo como ofrenda por el pecado, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta» (Hebr. 13:11-12).
[13] Lo que aquí se dice no corresponde más que a los sacrificios de expiación, cuya sangre era llevada al lugar santo. Había otras ofrendas para expiación de las que comían Aarón y sus hijos (véase Lev. 6:26-29; Núm. 18:9-10).
4.8 - Aplicación práctica para el culto
Comparando lo que se hacía de la «sangre», con lo que se hacía de la «carne» o del «cuerpo» de la víctima, dos órdenes de verdades se presentan a nuestros ojos, es a saber: el culto, y el estado del discípulo. La sangre metida en el santuario es el fundamento del primero. El cuerpo quemado fuera del campamento es la base del segundo. Antes de que podamos rendir culto con paz de conciencia y libertad de corazón, es preciso que sepamos sobre la autoridad de la Palabra y por la potestad del Espíritu que la cuestión del pecado ha sido resuelta para siempre por la sangre de la divina expiación; que esta sangre ha sido rociada en perfección ante Jehová; que todas las exigencias de Dios y todas nuestras necesidades, como pecadores perdidos y culpables, han sido satisfechas para siempre. Esto es lo que da una paz perfecta, y con el gozo de esta paz rendimos culto a Dios. Cuando un Israelita de antaño había ofrecido el sacrificio de la expiación, su conciencia reposaba en tanto que el sacrificio era capaz de darle reposo. Es verdad que no era más que una paz temporal, puesto que era el fruto de un sacrificio temporal. Pero está claro que cualquiera que fuese la clase de paz que el sacrificio proporcionase, aquél que lo ofrecía podía gozarse en ella. Por consiguiente, siendo nuestro sacrificio divino y eterno, es también nuestra paz divina y eterna. Tal como es el sacrificio, tal es la paz de la cual es fundamento. Un judío no tenía nunca la conciencia purificada para siempre, porque no tenía un sacrificio eternamente eficaz. Podía, en cierto sentido, tener su conciencia purificada para un día, un mes, o un año, pero no podía tener su conciencia purificada para siempre. «Pero Cristo habiendo venido, sumo sacerdote de los bienes anunciados, a través de mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho a mano, es decir, no de esta creación, ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención. Porque si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra, cuando rocía a los impuros, los santifica para purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo (quien mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios) limpiará nuestra conciencia de obras muertas, para servir al Dios vivo!» (Hebr. 9:11-14).
Aquí tenemos una presentación completa y explícita de la doctrina. La sangre de los toros y de los machos cabríos proporcionaba una redención temporaria, la sangre de Cristo proporciona una redención eterna. La primera purificaba exteriormente, la segunda interiormente. Aquella purificaba la carne por un tiempo, esta, la conciencia para siempre. No es el asunto, el carácter o la condición de aquel que ofrece, sino el valor del sacrificio. No se trata de saber si un cristiano es mejor que un judío, sino si la sangre de Cristo vale más que la de un toro. Seguramente vale más, infinitamente más. El Hijo de Dios comunica todo el valor de su divina persona al sacrificio que ha ofrecido, y si la sangre de un toro purificaba la carne por un año ¿«cuánto más» la sangre del Hijo de Dios purificará para siempre la conciencia? Si aquella quitaba algunos pecados, ¿cuánto más esta los quitará todos?
Ahora bien ¿cómo era que el alma de un judío tenía paz durante algún tiempo, después que había ofrecido su expiación? ¿Cómo sabía que el pecado especial, por el cual había presentado su sacrificio, estaba perdonado? Porque Dios había dicho: «Y será perdonado». La paz de su alma, en cuanto a este pecado particular, reposaba sobre el testimonio del Dios de Israel y sobre la sangre de la víctima. Lo mismo ahora; la paz del creyente, relativa a todo pecado, descansa sobre la autoridad de la palabra de Dios, y sobre «la preciosa sangre de Cristo». Si un judío había pecado y descuidaba ofrecer su expiación, hubiera sido «cortado de entre su pueblo» (Lev. 17:9); pero cuando tomaba su lugar como pecador, cuando ponía la mano sobre la cabeza de una víctima para expiación, entonces la víctima era «cortada» en su lugar, y él era liberado según el valor del sacrificio. La víctima era tratada como el que la ofrecía merecía serlo y, por consiguiente, si este último no hubiera sabido que su pecado le era perdonado, hubiera hecho a Dios mentiroso y tratado de inútil la sangre del sacrificio divinamente ordenado.
Y si esto era verdad para aquél que no podía descansar más que sobre la sangre de un macho cabrío, ¿«cuánto más» se aplica a aquel que puede reposar sobre la preciosa sangre de Cristo? El creyente ve en Cristo al que ha sido juzgado por todos sus pecados; que, suspendido en la cruz, llevó todo el peso de sus pecados; al que habiéndose hecho responsable de estos pecados, no podría estar allí donde está ahora, si toda la cuestión del pecado no hubiera sido arreglada según los requisitos de la justicia infinita. Cristo tomó el lugar del creyente sobre la cruz; de tal manera se identificaba este con Él, todos los pecados del creyente le fueron entonces tan completamente imputados, que toda culpabilidad del creyente, toda idea de ira o de juicio, a los que estaba expuesto, fueron quitados para siempre. Todo se arregló sobre el madero entre la Justicia divina y la Víctima sin mancha. Y ahora, el creyente está tan absolutamente identificado con Cristo sobre el trono, como Cristo estuvo identificado con él sobre la cruz. La justicia ya no tiene ningún agravio que alegar contra el creyente, porque no tiene ningún agravio que alegar contra Cristo, ni ahora ni nunca jamás. Si una acusación pudiera ser válida contra el creyente, esto sería poner en duda la realidad de la identificación de Cristo con él sobre la cruz, y la perfección de la obra de Cristo en su favor. Si cuando el adorador de antaño volvía a su casa, después de haber ofrecido su expiación, alguien le hubiera acusado del pecado mismo por el cual había inmolado su víctima ¿cuál hubiera sido su respuesta? Sencillamente esta: “El pecado ha sido expiado con la sangre de la víctima, y Jehová ha pronunciado estas palabras: Y será perdonado”. La víctima había muerto en su lugar, y él vivía en lugar de la víctima
4.9 - Cristo, el Modelo perfecto
Tal era el tipo, y en cuanto al Modelo perfecto, cuando la mirada de la fe reposa sobre Cristo, como sacrificio de expiación, ve a Aquel que, habiendo tomado una perfecta vida humana, ha dejado esta vida sobre la cruz porque en aquella ocasión se le imputaba el pecado. Pero ve también a Aquel que teniendo en sí mismo el poder de la vida eterna y divina, sale de la tumba y ahora comunica su vida de resurrección, su vida divina y eterna, a todos los que creen en su nombre. El pecado desaparece, porque desaparece la vida a la que estaba unido. Y ahora, en lugar de la vida a la cual estaba unido el pecado, todos los verdaderos creyentes poseen la vida a la cual está ligada la justicia. Con referencia a la vida resucitada y victoriosa de Cristo la cuestión del pecado no se puede introducir, y esta es la vida que poseen los creyentes. No hay otra vida. Fuera de Él todo está muerto; porque fuera, todo está bajo el poder del pecado. «El que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Juan 5:12), y aquel que tiene la vida, tiene también la justicia. Las dos cosas son inseparables, porque Cristo es una y otra.
Si el juicio y la muerte de Cristo sobre la cruz eran realidades, entonces la vida y la justicia del creyente son realidades. Si el pecado imputado era una realidad para Cristo, la justicia imputada es una realidad para el creyente. Son tan reales una como otra, porque si no fuera así, Cristo hubiera muerto en vano. El verdadero e inquebrantable fundamento de la paz es este: que las exigencias de la naturaleza de Dios, en cuanto al pecado, fueron perfectamente satisfechas. La muerte de nuestro Señor Jesucristo las ha satisfecho todas y las ha satisfecho para siempre ¿Qué es lo que lo prueba, y lo prueba de una manera tan evidente que basta a tranquilizar la conciencia despertada? El gran hecho de la resurrección. Un Cristo resucitado proclama la entera liberación del creyente; su perfecta absolución de todo cargo posible «el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25). Un cristiano que no sabe que su pecado es quitado, y quitado para siempre, hace poco caso de su divino sacrificio de expiación. Niega u olvida que ha tenido la perfecta presentación –la aspersión hecha por siete veces– con sangre delante de Dios.
4.10 - Nuestra posición como consecuencia de la obra de la cruz
Y ahora, antes de dejar este punto fundamental que acaba de ocuparnos, quisiéramos hacer un llamamiento serio al corazón y a la conciencia de nuestros lectores Queridos amigos, ¿habéis sido inducidos a reposar sobre este santo y feliz fundamento? ¿Sabéis que la cuestión de vuestro pecado, y de vuestros pecados, ha sido resuelta para siempre? ¿Habéis visto la sangre expiatoria de Jesucristo quitar de sobre vosotros toda culpabilidad y arrojarla al profundo mar del olvido de Dios? La justicia divina ¿tiene aún alguna cosa contra vosotros? ¿Estáis libres de las indecibles torturas de una conciencia culpable? No os deis reposo, os ruego, hasta que podáis dar feliz respuesta a esta pregunta. Estad seguros de que es el dichoso privilegio del más débil de los hijos en Cristo, el regocijarse en una plena y eterna remisión de sus pecados, a causa de una perfecta expiación y, por consiguiente, el que enseña otra cosa rebaja el sacrificio de Cristo al nivel del de los «machos cabríos y de toros» (Hebr. 9:13). Si no podemos saber que nuestros pecados son perdonados, ¿dónde está la buena nueva del Evangelio? El cristiano ¿no tiene ninguna ventaja sobre el judío, en cuanto a la expiación? Este último tenía el privilegio de saber que la propiciación era hecha para él por un año por la sangre de un sacrificio anual. El primero ¿no puede tener certidumbre alguna? Sin ninguna duda. Pues bien, si hay certidumbre para él, es preciso que sea eterna, puesto que descansa sobre un sacrificio eterno.
Esto, y solo esto, es la base del culto. La completa seguridad de tener perdonado el pecado, produce, no un espíritu de confianza en sí mismo, sino un espíritu de alabanza, de acción de gracias y de adoración. Produce no un espíritu de satisfacción personal, sino de satisfacción en Cristo, el cual, gracias a Dios, es el espíritu que caracteriza a los rescatados durante toda la eternidad. Nos conduce, no a hacer poco caso del pecado, sino a hacer mucho caso de la gracia que lo ha perdonado perfectamente, y de la sangre que lo ha anulado por completo. Es imposible que se pueda contemplar la cruz, que se pueda ver el lugar que Cristo tomó allí, meditar en los padecimientos que allí soportó, pensar en las tres terribles horas de tinieblas, y que se pueda, al mismo tiempo, mirar el pecado como algo de poca importancia. Cuando se han comprendido bien todas estas cosas, por el poder del Espíritu Santo, deben seguirse dos resultados, a saber: el horror hacia el pecado bajo todas sus formas, y un sincero amor por Cristo, por su pueblo y su causa.
4.11 - Salgamos hacia Él, fuera del campamento
Consideremos ahora lo que se hacía de la «carne» o del cuerpo de la víctima, en el cual encontramos, como ya hemos dicho, la verdadera base del discipulado. «Todo el becerro sacará fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña» (cap. 4:12). Este acto debe considerarse bajo dos puntos de vista; primero, como expresando el lugar que nuestro Señor Jesucristo tomó por nosotros, llevando el pecado, y después, expresando el lugar donde fue llevado por un mundo que lo desechaba. Sobre este último punto queremos llamar la atención de nuestros lectores.
La lección que el apóstol da en Hebreos 13 de que Cristo «padeció fuera de la puerta» es profundamente significativa, «Así que salgamos a él, fuera del campamento, llevando su oprobio» (v. 12-13). Si los sufrimientos de Cristo nos han asegurado una entrada en el cielo, el lugar donde Él padeció representa nuestro rechazo de la tierra. Su muerte nos ha proporcionado una ciudad en lo alto, el lugar donde murió nos priva de una ciudad aquí abajo. [14] «Él padeció fuera de la puerta», y por eso dejó a un lado a Jerusalén, como centro de las operaciones divinas. Ahora ya no hay un lugar consagrado sobre la tierra. Cristo ocupó su lugar como víctima, fuera de los límites de la religión de este mundo, de su política y de todo lo que le pertenece. El mundo lo ha odiado y rechazado. Por esto dice la Escritura: «Salid» (2 Cor. 6:17). Esta es la divisa concerniente a todo lo que los hombres constituyen como «campamento», cualquiera que sea este lugar. Si los hombres erigen una “santa ciudad” debéis buscar un Cristo desechado «fuera de la puerta». Si los hombres forman un campamento religioso, cualquiera que sea el nombre que se le quiera dar, debéis «salir» de él a fin de encontrar un Cristo rechazado. Una ciega superstición puede excavar las ruinas de Jerusalén para buscar allí reliquias de Cristo. Ya lo ha hecho y lo hará todavía. Afectará haber descubierto y honrar el lugar donde estuvo su cruz y su sepulcro. La codicia natural aprovechándose de la superstición, ha hecho durante siglos un tráfico lucrativo con el astuto pretexto de honrar los llamados santos lugares de la antigüedad. Pero un solo rayo de luz de la lámpara divina de la Revelación bastará para haceros ver que es preciso «salir» de todo esto a fin de encontrar un Cristo desechado y de gozar la comunión con Él.
[14] La Epístola a los Efesios presenta el aspecto más elevado de la situación de la Iglesia, y esto no solo en cuanto al derecho sino también en cuanto a la manera. El derecho es seguramente la sangre; pero la manera está expresada así: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:4-6).
Sin embargo, nuestros lectores recordarán que el grito tan impresionante de: «Salid», implica mucho más que el simple alejamiento de los groseros absurdos de una ignorante superstición, o de las astucias de una sagaz codicia. Muchos pueden hablar con energía y elocuencia en contra de todas estas cosas, encontrándose, no obstante, muy lejos de estar dispuestos a obedecer el mandamiento del apóstol. Cuando los hombres forman un «campamento» y se reúnen alrededor de un pendón, teniendo por armas algún dogma verdadero e importante, o alguna excelente institución, cuando pueden recurrir a un credo ortodoxo, a un plan de doctrina avanzado y luminoso, a un ritual espléndido, capaz de satisfacer las más ardientes aspiraciones de la naturaleza devota del hombre, cuando una o muchas de estas cosas existen, es necesaria una gran inteligencia espiritual para discernir la fuerza real y la verdadera aplicación de esta palabra: «Salgamos»; y mucha energía y decisión espiritual para conformarse con ella. Es, no obstante, necesario discernirla y conformarse con ella, porque es absolutamente cierto que la atmósfera de un campamento (cualesquiera que sean su fundamento y su bandera) es contraria a la comunión personal con un Cristo desechado, y ninguna de las llamadas ventajas religiosas contrabalanceará jamás la pérdida de esta comunión. Tenemos tendencia a caer en formas frías y estereotipadas. Siempre ha ocurrido así en la Iglesia profesa. Estas formas pueden haber sido verdaderamente poderosas en el origen. Pueden haber resultado de positivas visitaciones del Espíritu de Dios. Lo peligroso es estereotipar la forma, cuando el Espíritu y la fuerza han desaparecido. Esto es, en principio, establecer un campamento. El sistema judío podía alabarse de un origen divino. Un judío podía enseñar con orgullo el templo con su pomposo sistema de culto, su sacerdocio, sus sacrificios, todos sus ornamentos y sus utensilios y probar que todo había sido ordenado por el Dios de Israel. Podía, como decimos, citar el capítulo y el versículo para todo lo que tenía relación con el sistema al cual estaba unido. ¿Cuál es el sistema de la antigüedad, de la edad media o de los tiempos modernos, que pueda presentar tan altas y tan poderosas pretensiones, o dirigirse al corazón con una autoridad tan imponente? Y, no obstante, la orden era de «salir».
Es este un asunto de los más serios. Nos concierne a todos, porque todos estamos inclinados a deslizarnos de la comunión con un Cristo viviente a una rutina muerta. De aquí la fuerza moral de estas palabras: «Así que salgamos a él». Esto no es: “Salgamos de un sistema para entrar en otro; dejemos ciertas opiniones para abrazar otras; dejemos tal sociedad para juntarnos a otra”. No, sino salgamos de todo lo que puede llamarse un campamento «a él» que «padeció fuera de la puerta». El Señor Jesucristo está ahora tan fuera de la puerta como cuando padeció allí ya hace cerca de veinte siglos. ¿Por quién fue llevado fuera de la puerta? Por “el mundo religioso” de entonces; y el mundo religioso de entonces era, en espíritu y en principio, el mundo religioso de hoy. El mundo siempre es el mundo. «nada hay nuevo debajo del sol» (Ec. 1:9). Cristo y el mundo no son uno. El mundo se ha revestido del manto del cristianismo, pero solo es para que su odio contra Cristo pueda desenvolverse en formas más peligrosas. No nos engañemos a nosotros mismos. Si queremos ir con un Cristo desechado, es preciso que seamos un pueblo desechado. Si nuestro Maestro «padeció fuera de la puerta» no podemos esperar reinar dentro de ella. Si seguimos sus pasos ¿a dónde nos conducirán? Seguramente, no a las posiciones elevadas de este mundo sin Dios y sin Cristo.
Es un Cristo menospreciado, un Cristo rechazado, un Cristo fuera del campamento. ¡Oh, salgamos, pues, a él, queridos lectores cristianos, llevando su oprobio! No nos complazcamos con los rayos del favor de este mundo, visto que crucificó y que tiene siempre un odio implacable al muy amado, al cual lo debemos todo, aquí y en la eternidad, y que nos ama con un amor que el mundo no puede comprender. No sostengamos, ni directa ni indirectamente, lo que se cubre con el nombre sagrado de Cristo, pero que en realidad odia su persona, odia sus caminos, odia su verdad, odia la simple mención de su advenimiento. Seamos fieles a nuestro Señor ausente. Vivamos para Aquel que ha muerto por nosotros. Teniendo nuestras conciencias en paz por su sangre, que los afectos de nuestro corazón se enlacen alrededor de su persona, de manera que nuestra separación «del presente siglo malo» (Gál. 1:4) no sea solo resultado de fríos principios, sino una separación efectuada porque el objeto de nuestro afecto no se encuentre aquí.
¡Quiera el Señor preservarnos de la influencia de este egoísmo consagrado y prudente, tan común hoy día, que no querría estar sin religión, pero que no es por eso menos enemigo de la cruz de Cristo! Lo que necesitamos, para poder resistir con éxito a esta terrible forma del mal, no son miras particulares, o principios especiales, o singulares teorías, o una fría ortodoxia intelectual. Lo que necesitamos es una profunda devoción a la Persona del Hijo de Dios; una entera y cordial consagración de nosotros mismos, cuerpo, alma y espíritu, a su servicio, un ardiente deseo de su gloriosa venida. Tales son, queridos lectores, las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos. Uníos, pues, a nosotros para decir desde lo más profundo de nuestros corazones: «¡Oh Señor! ¡Vivifica tu obra, completa el número de tus elegidos, apresura tu reino! ¡Ven, Señor Jesús!»
5 - Capítulo 5:14-19 y 6:1-7 — Los sacrificios de culpabilidad
5.1 - Las faltas contra Dios
Estos versículos contienen la doctrina de los sacrificios de expiación de la culpa, que se dividían en dos clases distintas, a saber: las faltas contra Dios y las faltas contra el hombre. «Cuando alguna persona cometiere falta, y pecare por yerro en las cosas santas de Jehová, traerá por su culpa a Jehová un carnero sin defecto de los rebaños, conforme a tu estimación en siclos de plata del siclo del santuario». Aquí tenemos el caso de una falta positiva, cometida con relación a las cosas santas que pertenecían a Jehová; y aunque fuese cometida «por yerro», no podía pasarse en silencio. Dios puede perdonar cualquier ofensa, pero no puede dejar pasar impunemente una sola jota ni una tilde. Su gracia es perfecta y por consiguiente puede perdonarlo todo. Su santidad es perfecta y por consiguiente no puede dejar pasar nada. No puede tolerar la iniquidad, pero puede borrarla, y esto según la perfección de su gracia y según las perfectas exigencias de su santidad.
Es un gran error suponer que con tal que un hombre siga los dictados de su conciencia, está en el buen camino y en seguridad. La paz que reposa sobre tal base será eternamente destruida cuando la luz del tribunal de Cristo resplandezca sobre la conciencia. Dios no puede rebajar sus derechos a semejante nivel. La balanza del santuario está arreglada con una escala muy diferente a la que puede suministrar aun la conciencia más delicada. Ya hemos tenido ocasión de insistir sobre este pensamiento hablando de la expiación, pero nunca insistiremos demasiado en este punto. En esto se comprenden dos cosas: primero, una justa percepción de lo que es realmente la santidad de Dios, y después un reconocimiento del fundamento de la paz del creyente en la presencia divina.
Ya se trate de mi estado o de mi conducta, de mi naturaleza o de mis actos, Dios solo puede ser juez de lo que le corresponde y de lo que corresponde a su santa presencia. La ignorancia humana, ¿puede presentar excusas cuando se trata de las exigencias divinas? ¡No lo quiera Dios! Se ha cometido una falta «en las cosas santas de Jehová» sin que la conciencia del hombre le haya conocido. ¿Qué, pues? ¿No se inquietará más? ¿Se puede disponer tan a la ligera de lo que pertenece a Dios? No, por cierto. Esto sería subversivo a toda relación con Dios. Los justos son llamados a celebrar la memoria de la santidad de Dios (Sal. 97:12). ¿Cómo pueden hacerlo? Porque su paz ha sido asegurada sobre el fundamento de la completa justificación y del perfecto establecimiento de esta santidad. De esto se deduce que cuanto más elevadas sean sus ideas sobre esta santidad, más profunda y más segura deberá ser su paz. Esta es una verdad de las más preciosas. El hombre no regenerado nunca podrá regocijarse de la santidad divina si no puede ignorarla completamente, su deseo será rebajarla lo más posible. Tal hombre se consolará con el pensamiento de que Dios es bueno, que Dios es misericordioso, que es paciente, pero nunca le veréis regocijarse porque Dios es santo. Todos sus pensamientos sobre la bondad de Dios, su gracia y su misericordia, son profanos, porque quisiera encontrar en sus diversos atributos una excusa para continuar viviendo en sus pecados.
El hombre regenerado, por el contrario, se transporta de alegría pensando en la santidad de Dios. Ve la entera o completa expresión de ella en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Esta santidad es la que ha puesto el fundamento de su paz, y no solamente esto, sino que participa y hace de ella sus delicias, aborreciendo el pecado con perfecto odio. Los instintos de la naturaleza divina lo repugnan y aspiran a la santidad. Sería imposible gozar de una verdadera paz y libertad de corazón, si no supiéramos que todas las exigencias unidas a las «cosas santas de Jehová» han sido perfectamente satisfechas por nuestro divino sacrificio de expiación de la culpa. Se elevaría siempre en el corazón el penoso sentimiento de que estas exigencias han sido olvidadas y ofendidas por nuestras numerosas debilidades y faltas. En nuestros mejores servicios, en nuestros momentos más santos, en nuestros ejercicios más piadosos, podemos mezclar culpabilidad en «las cosas santas de Jehová», y “lo que no debe hacerse”. ¡Cuántas veces las horas de culto público y de devoción particular están turbadas por la frialdad y distracción! Por esto necesitamos la seguridad de que todas nuestras ofensas han sido divinamente borradas por la preciosa sangre de Cristo. Así encontramos en el Señor Jesucristo el que ha satisfecho plena y perfectamente nuestras necesidades, como pecadores por naturaleza y culpables de hecho. Encontramos en Él la respuesta perfecta a todos los deseos de una conciencia culpable y a todas las exigencias de la santidad infinita, relativas a todos nuestros pecados y a todas nuestras ofensas, de modo que el creyente puede tener la conciencia tranquila y el corazón liberado en la plena luz de esta santidad que es demasiado pura para ver la iniquidad o para mirar el pecado.
«Y pagará lo que hubiere defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte, y lo dará al sacerdote; y el sacerdote hará expiación por él con el carnero del sacrificio por el pecado, y será perdonado» (cap. 5:16). En «la quinta parte» de que se habla aquí, tenemos un carácter de la verdadera expiación de la culpa que tememos que sea muy poco apreciado. Cuando pensamos en todas las faltas y todas las ofensas que hemos cometido contra el Señor, y cuando recordamos cuán perjudicado ha sido Dios en sus derechos por este mundo inicuo, contemplamos la obra de la cruz, porque en ella Dios ha recobrado no solamente lo que había perdido, sino que aun ha obtenido una ganancia real. Ha ganado más por la Redención que lo que había perdido por la caída. Recoge una más rica cosecha de gloria, de honor y de alabanza en los campos de la Redención que la que hubiera recogido en los de la Creación. «Los hijos de Dios» pueden entonar un cántico de alabanzas mucho más magnífico alrededor de la tumba vacía de Jesús de lo que hubieran podido hacerlo contemplando la acabada obra del Creador. No solo fue perfecta la expiación, sino que se ha obtenido una eterna victoria por la obra de la cruz. Es esta una verdad maravillosa. ¡Dios gana por la obra del Calvario! ¿Quién lo hubiera podido imaginar? Cuando contemplamos al hombre y a la creación de la que era señor, yaciendo en ruinas al pie del enemigo ¿como pudiéramos concebir que de entre estas ruinas Dios recogiese despojos más ricos y nobles que ningunos de los que nuestro mundo hubiera podido ofrecer antes de la caída? ¡Bendito sea el nombre de Jesús por todo esto! Es a Él que se lo debemos. Es por su preciosa cruz que puede anunciarse una verdad tan asombrosa y tan divina. Seguramente esta cruz encierra una sabiduría misteriosa. «la cual ninguno de los jefes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de gloria» (1 Cor. 2:8). No es, pues, sorprendente que los afectos de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires y de los santos, estuviesen siempre unidos a esta cruz y a Aquel que en ella fue clavado. No es sorprendente que el Espíritu Santo haya pronunciado esta sentencia solemne, pero justa: «Si alguien no ama al Señor, sea anatema. ¡Maranata!» (1 Cor. 16:22). El cielo y la tierra harán eco con un alto y eterno «amén» a este anatema. No es sorprendente que Dios haya decretado irrevocablemente que «para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:10-11).
5.2 - Las faltas contra el hombre
La misma ley con relación a la «quinta parte» se aplica al caso de alguna ofensa cometida contra un hombre, pues leemos: «Cuando una persona pecare e hiciere prevaricación contra Jehová, [15] y negare a su prójimo lo encomendado o dejado en su mano, o bien robare o calumniare a su prójimo, o habiendo hallado lo perdido después lo negare, y jurare en falso; en alguna de todas aquellas cosas en que suele pecar el hombre, entonces, habiendo pecado y ofendido, restituirá aquello que robó, o el daño de la calumnia, o el depósito que se le encomendó, o lo perdido que halló, o todo aquello sobre que hubiere jurado falsamente; lo restituirá por entero a aquel a quien pertenece, y añadirá a ello la quinta parte, en el día de su expiación» (Lev. 5:20-26).
[15] Encontramos un hermoso principio en la expresión «contra Jehová». Aunque el asunto en cuestión fuese un agravio hecho al prójimo, no obstante, Jehová lo miró como una ofensa contra sí mismo. Todo debe considerarse en relación con Jehová. Poco importa a quién concierne directamente, Jehová debe tener el primer lugar. Así cuando la conciencia de David fue traspasada por la flecha de la convicción, viendo lo que había hecho con Uría, exclamó: «Pequé contra Jehová» (2 Sam. 12:13). Este principio no debilita en nada los derechos del hombre ofendido.
El hombre, lo mismo que Dios, saca una ventaja positiva de la cruz. Contemplando esta cruz, el creyente puede decir: “A pesar de todas las injusticias que se me han hecho, todas las faltas que se han cometido conmigo, aunque he sido engañado, y que se me ha hecho mal, tengo un provecho en la cruz. No solo he vuelto a ganar lo que había perdido, sino aún mucho más”. Así, sea que pensemos en la persona ofendida o en el ofensor, en un caso dado, quedamos igualmente sorprendidos de los gloriosos triunfos de la Redención. Este Evangelio produce resultados eminentemente benéficos que llenan el alma de la feliz seguridad de que todas «las iniquidades han sido perdonadas» (Rom. 4:7), y que la raíz de donde proceden ha sido juzgada. El Evangelio de la gloria de Dios es únicamente el que puede hacer volver al hombre a un mundo que ha sido testigo de sus pecados, de sus ofensas y de sus injusticias; el que le puede hacer volver cerca de todos los que, de alguna manera, han padecido por su causa; le hace volver allí armado de gracia no solo para reparar sus errores, sino para que la ola de la beneficencia inunde todos sus actos para poder amar a sus enemigos, hacer bien a los que le odian, y orar por los que le maldicen y persiguen. He aquí lo que es la preciosa gracia de Dios, obrando de acuerdo con nuestro gran sacrificio de expiación de la culpa; he aquí cuáles son sus preciosos y extraordinarios frutos.
He aquí una respuesta que triunfa sobre el sofista que dice: «¿Permaneceremos en el pecado, para que la gracia abunde?» (Rom. 6:1). No solamente la gracia destruye el pecado en su raíz, sino que transforma al pecador; de maldición que era antes, le hace bendición; de foco de corrupción moral, le transforma en conducto de la divina misericordia; de emisario de Satanás, en mensajero de Dios; de hijo de tinieblas, en hijo de luz, de egoísta buscador de placeres, en hombre que renuncia a sí mismo y que ama a Dios; de esclavo de sus codicias carnales, en celoso servidor de Cristo; de avaro de corazón frío, en benéfico ministro de las necesidades de sus semejantes. Lejos, pues, de nosotros las frases banales y trilladas: “¿No tenemos nada que hacer?” “Es una manera muy cómoda y muy fácil de ser salvo”. “Según este evangelio podemos vivir como nos plazca”. Que todos los que emplean tal lenguaje consideren al que hurtaba, transformado en dador generoso, y que se callen para siempre (véase Efe. 4:28). No saben lo que significa la gracia, porque nunca han sentido sus influencias elevadas y santificantes. Olvidan que mientras que la sangre de la víctima por la culpa purifica la conciencia, la ley de este sacrificio manda al culpable restituir a aquél a quien ha agraviado con «por entero» y «la quinta parte» por añadidura. ¡Noble testimonio rendido a la gracia y a la justicia del Dios de Israel! ¡Hermosa manifestación de los resultados de este maravilloso plan de redención por el cual el culpable es perdonado y el ofendido resulta ganancioso! Si la conciencia ha encontrado la paz por la sangre de la cruz, en cuanto a los derechos de Dios es preciso que la conducta también esté de acuerdo con la santidad de la cruz en cuanto a los derechos de la justicia práctica. Estas cosas no debían separarse nunca. Dios las ha juntado para que el hombre no las separe jamás. Un corazón gobernado por una moral puramente evangélica no tendrá nunca la idea de disolver esta santa unión. Es fácil hacer profesión de los principios de la gracia y renegar de su práctica y su poder. Es fácil decir que se reposa sobre la sangre del sacrificio de la expiación de la culpa, reteniendo «por entero» y «la quinta parte». Esto es completamente vano. «el que no practica la justicia… no es de Dios» (1 Juan 3:10).
Nada deshonra tanto la pura gracia del Evangelio, como suponer que un hombre puede pertenecer a Dios, mientras que su conducta y su carácter no llevan el sello de la santidad práctica. «Dios conoce vuestros corazones» (véase Lucas 16:15) no encuentro alguna cita que diga 'Dios conoce vuestras obras' como en el artículo, sin duda; pero Dios ha dado en su santa Palabra signos con los cuales podemos discernir los que le pertenecen: «Pero el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19). No tenemos derecho a suponer que un inicuo pertenece a Dios. Los santos instintos de la naturaleza divina se rebelan a tal suposición. A menudo se encuentra dificultad en explicarse ciertas obras malas en los que no se puede menos de considerar como cristianos. La Palabra de Dios decide el asunto de una manera tan clara y tan perentoria que no queda ninguna duda en cuanto a este punto. «En esto son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo: El que no practica la justicia, ni ama a su hermano, no es de Dios» (1 Juan 3:10). Es bueno recordar esto en este siglo de relajamiento y de indulgencia personal. Hay mucha profesión superficial, sin virtud, a la cual el verdadero cristiano debe resistir firmemente y atestiguar con severidad –testimonio resultante de la continua exhibición de «estando llenos del fruto de justicia, que es por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (Fil. 1:11). Es deplorable ver a tanta multitud seguir el camino trillado, la senda ancha y fácil de la profesión religiosa, no dando señales de amor ni de santidad en su conducta. Lectores cristianos, seamos fieles. Censuremos, con una vida de renunciamiento y de sincera benevolencia, el egoísmo y la culpable inactividad de una falsa profesión evangélica y por tanto mundana. ¡Que Dios dé a todo su verdadero pueblo abundante gracia para estas cosas!
5.3 - La comparación de las dos clases de sacrificios por la culpa
Vamos ahora a comparar las dos clases de sacrificios de expiación de la culpa, a saber: el sacrificio por la culpa «en las cosas santas de Jehová», y el que tenía relación con un pecado cometido en las transacciones y relaciones ordinarias de la vida humana. Comparándolos, encontramos uno o dos puntos que solicitan nuestra atención. Ante todo, debemos observar que la expresión: «Si alguna persona cometiere falta, y pecare por yerro», que se encuentra en el primero, se omite en el segundo. La razón es evidente. Los derechos que están en relación con las cosas santas de Jehová, están muy por encima de la mayor sensibilidad humana. Puede ocurrir que estos derechos estén constantemente pisados, sin que el delincuente se aperciba de ello. La convicción del hombre nunca puede ser la regla en el santuario de Dios. Esto es una gracia indecible. Solo la santidad de Dios es la que debe determinar la medida, cuando se trata de los derechos de Dios. Pero la conciencia humana puede comprender por completo una exigencia humana, y puede reconocer con facilidad todo lo que a esta exigencia se refiere. ¡Cuántas veces hemos ofendido a Dios en «las cosas santas» sin haberlo notado en nuestra conciencia, sin tener ni aun capacidad para apercibirnos de ello! (véase Mal. 3:8). No es, pues, lo mismo cuando se trata de los derechos del hombre, que cuando se trata de los de Dios. La conciencia humana puede conocer la falta que el ojo humano puede ver, y que el corazón humano puede sentir.
Un hombre «por ignorancia» de las leyes que gobernaban el santuario de entonces, podía cometer una ofensa contra aquellas leyes sin apercibirse, hasta que mayor claridad iluminase su conciencia. Pero un hombre no podía «por yerro» decir una mentira, jurar falsamente, cometer un acto de violencia, engañar a su prójimo, o encontrar una cosa perdida y negarlo. Todos estos actos eran evidentes y palpables, al alcance de la menor sensibilidad. Por esto la expresión «por yerro» se aplica «a las cosas santas de Jehová», y se omite en cuanto a los negocios humanos. ¡Qué bendición saber que la preciosa sangre de Cristo ha resuelto todas las cuestiones, sea con relación a Dios, sea respecto a los hombres! ¡Nuestros pecados por ignorancia, y nuestros pecados conocidos! Aquí es donde descansa el fundamento profundo e inquebrantable de la paz del creyente. La cruz ha contestado a todo.
Además, cuando era cuestión de ofensa «en las cosas santas de Jehová», el sacrificio sin mancha se menciona en primer término, después, «por entero» y «la quinta parte». Este orden se invierte cuando se trata de los negocios ordinarios de la vida (comp. cap. 5:15-16 con cap. 6:4-7). La razón es igualmente evidente. Cuando se habían ofendido los derechos divinos, la sangre de la expiación era lo principal; mientras que cuando eran los derechos humanos los ofendidos, la restitución ocupaba naturalmente el primer lugar en el espíritu. Pero este último caso implicaba igual que el primero las relaciones del alma con Dios, y por eso también entraba el sacrificio, aunque en último lugar. Si ofendo a mi prójimo, esta ofensa interrumpirá mi comunión con Dios, y esta comunión no puede restablecerse sino en virtud de la expiación. La restitución sola no bastaría. Podía satisfacer al hombre ofendido, pero no podría restablecer la comunión con Dios. Puedo devolver «por entero» y añadirle «la quinta parte» diez mil veces y, sin embargo, no librarme de mi pecado, porque «y sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). No obstante, si es una falta contra mi prójimo, la restitución debe preceder. «Por tanto, si estás presentando tu ofrenda sobre el altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y ve a reconciliarte primero con tu hermano, y luego regresa, y presenta tu ofrenda» (Mat. 5:23-24; [16]).
[16] Comparando Mateo 5:23-24 con Mateo 18:21-22, vemos el modo admirable con que las faltas y las injusticias debían arreglarse entre dos hermanos. El ofensor era mandado desde el altar a arreglarse con el ofendido; porque no puede haber comunión con el Padre en tanto que mi hermano «tiene algo contra» mí. Observemos también de qué modo el ofendido debía recibir al ofensor. «Entonces se acercó Pedro, y le dijo: Señor ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano si me ofende?, ¿hasta siete? Jesús le contestó: No te digo hasta siete; sino hasta setenta» (Mat. 18:21-22). Tal es la regla divina respecto a las cuestiones entre los hermanos. «soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, haced también vosotros» (Col. 3:13).
El orden divino prescrito en la ofrenda por la culpa tiene mucha más importancia de la que parece a primera vista. Los deberes que resultan de nuestras relaciones con los hombres no deben descuidarse. Deben ocupar siempre un lugar conveniente en el corazón. Esto es lo que claramente nos enseña el sacrificio de expiación por la culpa. Cuando un israelita por cualquier acto culpable turbaba sus relaciones con Jehová, el orden que debía seguir era primero el sacrificio y después la restitución. Cuando, por algún acto culpable, había turbado sus relaciones con su prójimo, el orden que debía seguir era primero la restitución y después el sacrificio. ¿Quién osará decir que es esta una distinción sin importancia? ¿La inversión del orden no ofrece una lección que por ser divina es esencial? Sin ninguna duda. Todos los detalles tienen su significado, siempre que sigamos las inspiraciones del Espíritu Santo y que no pretendamos sacar el sentido con la ayuda de nuestras pobres imaginaciones. Cada ofrenda presenta un carácter especial y característico de Jesucristo y de su obra, para cada uno de estos, ya sea vegetal o el de sacrificio de paz. Se seguiría que los siete primeros capítulos del Levítico no son más que una vana redundancia repitiendo cada uno de ellos el mismo asunto. ¿Quién aceptaría alguna de estas afirmaciones? ¿Qué espíritu cristiano sufriría que se infiriese tal insulto a las páginas sagradas? Un racionalista, o un neólogo, podía exponer ideas tan frívolas y detestables, pero aquellos a quienes el Espíritu ha enseñado a creer que toda la Escritura «es inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16), considerarán los diversos tipos en su orden específico, como otros tantos cofrecillos de formas variadas donde el Espíritu Santo conserva cuidadosamente, para el pueblo de Dios, «las riquezas» insondables de Cristo (véase Col. 1:27; 2:2; Efe. 3:16). No hay ninguna repetición fastidiosa, ninguna superfluidad. Todo es de una variedad rica, divina, celestial; y lo que necesitamos es conocer personalmente el gran Modelo a fin de comprender las bellezas y de apreciar los delicados matices de cada tipo. Desde que el corazón comprende que es Cristo lo que tenemos en cada tipo, puede detenerse con un interés espiritual en los más minuciosos detalles. En cada uno encuentra un sentido y una belleza; en todos descubre a Cristo. Así como en la naturaleza el telescopio y el microscopio presentan al ojo sus maravillas especiales, así ocurre en la palabra de Dios. Ya la consideremos en conjunto, ya examinemos cada parte, encontramos siempre motivo para provocar la alabanza y la acción de gracias en nuestros corazones.
Lectores cristianos, haga Dios que el nombre del Señor Jesús sea más precioso a nuestros corazones. Así apreciaremos todo lo que habla de Él, todo lo que lo representa, todo lo que arroja nueva claridad sobre su excelencia singular y su incomparable belleza.
6 - Capítulos 6:8-23 y 7:1-38 — La ley de las diversas ofrendas
El final del capítulo 6, lo mismo que todo el capítulo 7, contiene la ley de las diversas ofrendas de que ya nos hemos ocupado. La ley de la expiación, y del sacrificio de expiación por la culpa presentan, no obstante, algunos puntos que merecen atraer nuestra atención antes que dejemos esta importante parte de nuestro libro.
La santidad personal de Cristo no se presenta en ninguna de las ofrendas más marcadamente que en la expiación. «Habla a Aarón y a sus hijos, y diles: Esta es la ley del sacrificio expiatorio; en el lugar donde se degüella el holocausto, será degollada la ofrenda por el pecado delante de Jehová; es cosa santísima… Todo lo que tocare su carne, será santificado… Todo varón de entre los sacerdotes la comerá; es cosa santísima» (cap. 6:25-29). Lo mismo encontramos al hablar de la ofrenda de vegetal. «Es cosa muy santa. Como el sacrificio por el pecado, así es el sacrificio por la culpa» (cap. 7:6-7). Esto es muy notable. El Espíritu Santo no tenía necesidad en el holocausto de poner tanto celo en la salvaguardia de la santidad de Cristo; pero ante el temor de que el alma perdiese de vista esta santidad contemplando el lugar que el Señor ha tomado en la expiación por el pecado, las palabras «es cosa muy santa», tantas veces repetidas, están para recordárnoslo. Es verdaderamente edificante y consolador el ver la santidad esencial y divina de la Persona de Cristo brillar con intensa claridad en medio de las profundas tinieblas del Calvario. La misma idea se nota en «la ley de la expiación de la culpa» (cap. 7:1-6). Cuando Jesucristo fue hecho pecado sobre el madero, es cuando aparece más visiblemente como «el Santo de Dios» (Lucas 4:34). La odiosidad y negrura de aquello con que se identificó sobre la cruz hacían resaltar más claramente que era «santísimo». Aunque llevando el pecado, era sin pecado. Aunque sufriendo la ira de Dios, era las delicias del Padre. Aunque privado de la claridad de Dios habitaba en el seno del Padre. ¡Precioso misterio! ¿Quién sondeará sus inmensas profundidades? Y, cuán maravilloso es encontrarlo tan exactamente figurado en la «ley de la expiación».
Además, nuestros lectores deben fijarse en el sentido de la frase «todo varón de entre los sacerdotes la comerá». El acto ceremonial de comer la víctima por el pecado, o la víctima por la culpa, expresaba una completa identificación. Pero, para comer la víctima por el pecado, para hacer de los pecados de otro los suyos propios, era necesario un alto grado de energía sacerdotal, como lo expresan las palabras: «Todo varón de entre los sacerdotes». «Dijo más Jehová a Aarón: He aquí yo te he dado también el cuidado de mis ofrendas; todas las cosas consagradas de los hijos de Israel te he dado por razón de la unción, y a tus hijos, por estatuto perpetuo. Esto será tuyo de la ofrenda de las cosas santas, reservadas del fuego; toda ofrenda de ellos, todo presente suyo, y toda expiación por el pecado de ellos, y toda expiación por la culpa de ellos, que me han de presentar, será cosa muy santa para ti y para tus hijos. En el santuario la comerás; todo varón comerá de ella; cosa santa será para ti. Esto también será tuyo: la ofrenda elevada de sus dones, y todas las ofrendas mecidas de los hijos de Israel, he dado a ti y a tus hijos y a tus hijas contigo, por estatuto perpetuo; todo limpio en tu casa comerá de ellas» (Núm. 18:8-11).
Era necesaria una más abundante medida de energía sacerdotal para comer de la víctima por el pecado o la culpa, que para comer de las ofrendas elevadas y agitadas de sus dones. Las «hijas» de Aarón podían comer de estas últimas. Únicamente «los hijos» podían comer de las otras. En general la palabra «varón» expresa algo en relación con la idea divina: la palabra «mujer» con el desarrollo humano. La primera presenta la cosa en toda su fuerza; la segunda en su imperfección. ¡Cuán pocos entre nosotros tienen una energía sacerdotal suficiente para hacernos capaces de apropiarse los pecados y culpas de otro! Nuestro Señor Jesucristo lo ha hecho perfectamente. Él se apropió los pecados de su pueblo y sufrió la pena por ellos sobre la cruz. Está tan completamente identificado con nosotros, que sabemos con plena y feliz certeza, que toda la cuestión del pecado y de la culpa ha sido divinamente resuelta. Si la identificación de Cristo fue perfecta, entonces la solución fue perfecta también, y que la identificación era perfecta, lo proclama la escena del Calvario: «Cumplido está» (Juan 19:30). El pecado, las culpas, las exigencias de Dios, las exigencias del hombre, todo fue eternamente arreglado, y ahora una paz perfecta es la porción de los que, por gracia, reciben como verdadero el testimonio de Dios. Es tan sencillo como Dios pudiera realizar todo esto, y el alma que lo cree es feliz. La paz y dicha del creyente dependen por entero de la perfección del sacrificio de Cristo. No se trata del modo de recibirlo, de lo que piensa o de lo que siente respecto a esto. Se trata sencillamente de que reciba por la fe el testimonio en cuanto al valor del sacrificio. Bendito sea el Señor por este camino de la paz tan sencillo y tan perfecto. ¡Ojalá nuestras almas turbadas sean guiadas a entenderlo por el Espíritu Santo!
Terminaremos aquí nuestras meditaciones sobre uno de los más ricos pasajes de las Escrituras. No hemos podido rebuscar más que algunas espigas; apenas hemos traspuesto la entrada de una mina inagotable. No obstante, si hemos logrado que el lector haya considerado por primera vez las ofrendas, como otras tantas representaciones diversas del gran Sacrificio, si por ello se ha sentido impulsado a arrojarse a los pies del gran Maestro para aprender a apreciar mejor sus profundidades vivificadoras, habremos conseguido un objeto por el cual deberemos estar vivamente agradecidos.
7 - Capítulos 8 y 9 — El sacerdocio: una persona
7.1 - Consideraciones generales
Habiendo considerado la doctrina de los sacrificios tal como se desarrolla en los siete primeros capítulos de este libro, llegamos ahora al sacerdocio. Estos dos asuntos están íntimamente ligados. El pecador necesita un sacrificio; el creyente necesita un sacerdote. Nosotros encontramos uno y otro en Cristo, que, después de ofrecerse a sí mismo a Dios sin mancha entró en las funciones de su ministerio sacerdotal en el santuario celestial. No tenemos necesidad de ningún otro sacrificio, ni de ningún otro sacerdote. Jesús es divinamente suficiente. Él comunica el valor y la dignidad de su propia Persona a todos los oficios que desempeña, a todas las obras que realiza. Cuando le vemos como sacrificio, sabemos que tenemos en él todo lo que un sacrificio perfecto podía ser; y cuando le vemos como sacerdote, sabemos que todas las funciones del sacerdocio están perfectamente cumplidas por él. Como sacrificio pone a los creyentes en íntima y permanente relación con Dios, y como sacerdote les mantiene allí según la perfección de lo que él es. El sacerdocio es para los que ya tienen ciertas relaciones con Dios. Como pecadores por naturaleza y de hecho hemos sido «acercados a él por la sangre de Cristo» (Efe. 2:13), somos puestos en relación positiva con él; estamos delante de él como los frutos de su obra. De una manera digna, él quitó nuestros pecados, a fin de que pudiéramos estar en su presencia, en alabanza a su nombre, como monumentos de lo que cumplió por el poder de su muerte y de su resurrección.
Pero, aunque estamos tan completamente libres de todo lo que podría estar contra nosotros; aunque estamos tan perfectamente aceptados en el Amado; aunque tan perfectos en Cristo; aunque tan soberanamente elevados, somos, no obstante, en nosotros mismos, tanto tiempo como vivimos en la tierra, pobres y débiles criaturas, dispuestas a extraviarse, prestas a caer, expuestas a diversas tentaciones, pruebas y asechanzas. Como tales tenemos necesidad del ministerio incesante de nuestro «Sumo Sacerdote», cuya presencia en el santuario de lo alto nos mantiene en toda la integridad de la situación y de la relación en la que, por gracia, estamos colocados. «Viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25). No podríamos sostenernos en pie ni un solo instante aquí abajo, si él no viviera por nosotros en lo alto. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Juan 14:19). «Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida» (Rom. 5:10). La «muerte» y la «vida» están inseparablemente ligadas en la economía de la gracia. Pero notad que la vida viene después de la muerte.
Es a la vida de Cristo resucitado de entre los muertos, y no a su vida en la tierra, que el apóstol hace alusión en el versículo que acabamos de citar. Esta distinción es esencial y digna de llamar la atención del lector. La vida de nuestro Señor sobre la tierra era infinitamente preciosa, esto no necesitamos decirlo, pero no entró en la esfera de sus funciones sacerdotales antes de haber cumplido la obra de la Redención. Y no podía ser de otro modo, porque «es evidente que nuestro Señor ha surgido de Judá, tribu de la cual nada dice Moisés acerca de sacerdotes» (Hebr. 7:14). «Porque todo sumo sacerdote es constituido para ofrecer tanto dones como sacrificios; por lo cual es necesario que este también tenga algo que ofrecer. Así pues, si estuviera sobre la tierra, ni sería sacerdote, porque hay los que ofrecen los dones según la ley» (Hebr. 8:3-4). «Pero Cristo habiendo venido, sumo sacerdote de los bienes anunciados, a través de mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho a mano, es decir, no de esta creación, ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención… Porque no entró Cristo en un lugar santo hecho a mano, reproducción del verdadero, sino en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros» (Hebr. 9:11-12, 24).
El cielo, y no la tierra, es la esfera del ministerio sacerdotal de Cristo, y entró allí cuando se hubo ofrecido a sí mismo sin mancha a Dios. No entró nunca en el templo terrestre como sacerdote. Subía a menudo al templo para enseñar, pero nunca para sacrificar allí u ofrecer perfumes. Nadie fue nunca establecido por Dios para ejercer los cargos del sacerdocio sobre la tierra, salvo Aarón y sus hijos. «Si estuviese sobre la tierra ni sería sacerdote». Este es un punto de gran interés y de mucho valor en relación con la doctrina del sacerdocio. El cielo es la esfera y la Redención la base del sacerdocio de Cristo. Salvo en el sentido de que todos los creyentes son sacerdotes (1 Pe. 2:5), no hay sacerdotes sobre la tierra. Si un hombre no podía probar que descendía de Aarón, si no podía remontar su genealogía hasta esta fuente antigua, no tenía ningún derecho a ejercer el oficio sacerdotal. La misma sucesión apostólica, si se la pudiera probar, no tendría absolutamente ningún valor, ya que los apóstoles mismos no eran sacerdotes, si no es en el sentido que acabamos de decir. La piedra más pequeña de la casa espiritual, el miembro más débil, es tan sacerdote como el mismo apóstol Pedro. Es un sacerdote espiritual; adora en un templo espiritual, sirve a un altar espiritual, ofrece un sacrificio espiritual, se reviste de vestiduras espirituales. «vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5). «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre. Pero, de hacer el bien y de la ayuda mutua, no os olvidéis; porque en tales sacrificios se complace Dios» (Hebr. 13:15-16).
Si un descendiente directo de la familia de Aarón se convirtiera a Cristo, entraría en un género enteramente nuevo de servicio sacerdotal. Y, notadlo bien, los pasajes que acabamos de citar presentan las dos grandes clases de sacrificios espirituales que el sacerdote espiritual tiene el privilegio de ofrecer. Hay el sacrificio de alabanza a Dios y el sacrificio de hacer bien entre los hombres. Una doble corriente sale continuamente del cristiano que realiza su carácter y su oficio de sacerdote; una corriente de alabanza de gratitud subiendo hasta el trono de Dios y una corriente de activa beneficencia fluyendo de él a un mundo necesitado. El sacerdote espiritual se sostiene con una mano levantada hacia Dios, presentando el perfume de alabanza y gratitud; y la otra muy abierta para aliviar con una sincera benevolencia todas las formas de las miserias humanas. Si estas cosas fueran mejor comprendidas, ¿qué santa elevación y qué gracia moral no comunicarían al carácter cristiano? Elevación, puesto que el corazón estaría siempre dirigido hacia la fuente divina de todo lo que puede elevar; gracia moral, porque el corazón estaría siempre abierto a todo lo que reclama sus simpatías. Estas dos cosas son inseparables. El contacto inmediato del corazón con Dios debe necesariamente elevarlo y ensancharlo. Mas, al contrario, si se camina a distancia de Dios, el corazón se comprimirá y se envilecerá. Una comunión íntima con Dios, la realización habitual de nuestra dignidad de sacerdotes, es el único remedio eficaz contra las tendencias envilecedoras y egoístas de nuestra vieja naturaleza.
7.2 - Consagración de Aarón ante toda la congregación
Después de estas consideraciones generales sobre el sacerdocio, mirado bajo sus dos aspectos principal y secundario, llegamos al examen del contenido de los capítulos 8 y 9 del Levítico. «Habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma a Aarón y a sus hijos con él, y las vestiduras, el aceite de la unción, el becerro de la expiación, los dos carneros, y el canastillo de los panes sin levadura; y reúne toda la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión. Hizo, pues, Moisés como Jehová le mandó, y se reunió la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión». Una gracia especial se revela aquí. Toda la congregación es convocada a la puerta del tabernáculo de reunión, a fin de que todos tengan el privilegio de ver a aquél a quien se le había de confiar la carga de sus más importantes intereses. Los capítulos 28 y 29 del Éxodo nos enseñan la misma verdad general al tratar de las vestiduras y sacrificios sacerdotales, pero en el Levítico le es permitido a la congregación seguir con sus propios ojos cada detalle del solemne e importante servicio de consagración. Aun el miembro más humilde de la asamblea tenía este privilegio. Desde el primero hasta el último podían contemplar la persona del sumo pontífice, el sacrificio que ofrecía y las vestiduras que llevaba. Cada uno tenía sus necesidades particulares y el Dios de Israel quería que todos viesen y supiesen que estaban ampliamente provistas sus necesidades por los diversos atributos del sumo sacerdote que estaba ante ellos. Las vestiduras sacerdotales eran la expresión típica de estos atributos. Cada parte de la vestidura estaba destinada y adaptada a representar alguna cualidad especial propia para interesar profundamente a la congregación entera y a cada miembro en particular. La túnica bordada, el cinto, el manto, el efod, el cinto del efod, el pectoral, el urim y el tumim, la mitra y la lámina de oro (la diadema santa), todo declaraba las diversas virtudes, atributos y funciones de aquel que debía representar la congregación y sostener los intereses en la presencia divina.
7.3 - Cristo, nuestro Sumo Sacerdote
Así es como, con el ojo de la fe, el creyente puede contemplar su Sumo Sacerdote en los cielos y ver en él las realidades divinas de las cuales las vestiduras de Aarón no eran más que las sombras. Nuestro Señor Jesucristo es el Santo, el Ungido, aquel que lleva las santas vestimentas. Él es todo esto, no en virtud de vestiduras exteriores que se pueden poner o quitar, sino en virtud de las gracias eternas y divinas de su Persona, de la inmutable eficacia de su obra y de la excelencia imperecedera de sus oficios sagrados. Esto es lo que hace tan especialmente precioso el estudio de las figuras de la economía mosaica. En todas ellas el alma iluminada por el Espíritu ve a Cristo. La sangre del sacrificio y la vestidura del sumo sacerdote lo representan igualmente y fueron una y otra destinadas por Dios a figurarlo. Si surge una cuestión de conciencia, la sangre del sacrificio responde según las justas exigencias del santuario. La gracia ha satisfecho las exigencias de la santidad. Y si se trata de las necesidades del creyente en su vida terrenal, las ve divinamente satisfechas en las vestiduras oficiales del sumo sacerdote.
Podríamos decir que hay dos maneras de contemplar la posición del creyente, dos aspectos bajo los cuales se presenta esta posición en la Palabra, y es preciso tenerlos en cuenta, para poder percibir la verdadera idea del sacerdocio. El creyente está representado formando parte de un Cuerpo del que Cristo es la cabeza. Este Cuerpo, con Cristo su cabeza, está representado formando un solo hombre completo. El creyente ha sido vivificado con Cristo, resucitado con Cristo, y sentado en Cristo en los cielos. Es uno con Él, completo en Él, acepto en Él; posee su vida y está en su favor delante de Dios. Todos los pecados están borrados. No tiene ninguna mancha. Es completamente hermoso y amable a los ojos de Dios. (véanse 1 Cor. 12:12-13; Efe. 2:5-10; Col. 2:6-15; 1 Juan 4:17).
A continuación, se considera al creyente en su posición de necesidad, de debilidad, de dependencia en este mundo. Está siempre expuesto a las tentaciones, inclinado a extraviarse, sujeto a tropezar y a caer. También, pues, tiene necesidad constante de la perfecta simpatía y del poderoso ministerio del Sumo Sacerdote, que se mantiene siempre en la presencia de Dios, en el pleno valor de su Persona y de su obra, y que representa al creyente y defiende su causa ante el trono.
Es necesario considerar bien estos dos aspectos del creyente, a fin de ver no solo el lugar elevado y privilegiado que ocupa con Cristo en lo alto, sino también la abundante provisión que tiene allí para responder a todas sus necesidades y debilidades aquí en la tierra. Esta distinción podría aún formularse de otra manera: El creyente está representado como siendo de la Iglesia, y en el reino. En el primer estado el cielo es su morada, su porción, el asiento de sus afectos. En el último estado está sobre la tierra, lugar de prueba, de responsabilidad y de combate. Por esto el sacerdocio es un recurso divino para los que, aun siendo de la Iglesia y perteneciendo al cielo, están, no obstante, en el reino y caminando sobre la tierra. Esta distinción es muy sencilla, y cuando está bien comprendida, explica numerosos pasajes de la Escritura que ofrecen grandes dificultades a muchos. [17]
[17] La comparación de la Epístola a los Efesios con la Primera Epístola de Pedro proporcionará al lector una instrucción preciosa relativa al doble aspecto de la posición del creyente. La primera lo presenta como sentado en los cielos; la segunda como un peregrino sufriendo sobre la tierra.
Estudiando los capítulos que tenemos a la vista, observamos que hay tres cosas sobresalientes, a saber: la autoridad de la Palabra, el valor de la sangre y el poder del Espíritu. Son estos temas de una importancia indecible; asuntos, cada uno de los cuales merece ser considerado por todo cristiano, como de vital interés.
7.4 - «Esto es lo que Jehová ha mandado hacer»
Primeramente, en cuanto a la autoridad de la Palabra, es muy interesante ver que, en la consagración de los sacerdotes, lo mismo que en toda la serie de los sacrificios, dependemos directamente de la autoridad de la Palabra de Dios. «Y dijo Moisés a la congregación: Esto es lo que Jehová ha mandado hacer» (cap. 8:5). Además: «Entonces Moisés dijo: Esto es lo que mandó Jehová; hacedlo y la gloria de Jehová se os aparecerá» (cap. 9:6). Prestemos oído atento a estas palabras. Examinémoslas con cuidado y oración. Son palabras de un valor inestimable. «Esto es lo que mandó Jehová». No se dice: “esto es lo que era preciso o conveniente hacer” ni “esto es lo que ha sido ordenado por la voz de vuestros padres, por el decreto de los ancianos o por la opinión de los doctores”. Moisés no reconocía tales fuentes de autoridad. Para él no había más que una fuente de autoridad santa, elevada, soberana; era esta la Palabra de Jehová; y quería que cada miembro de la asamblea estuviese en contacto directo con esta fuente bendita. Esto daba seguridad al corazón y estabilidad a todos los pensamientos. No quedaba ningún lugar para la tradición, de voz incierta, ni para el hombre, con sus dudas y discusiones. Todo era claro, concluyente, perentorio. Jehová había hablado, y lo que había que hacer era escuchar lo que Él había dicho y obedecerle. Ni la tradición, ni la conveniencia encuentran lugar en el corazón que ha aprendido a apreciar y a reverenciar la Palabra de Dios y a obedecerle.
Y ¿cuál debía ser el resultado de esta estricta adhesión a la palabra de Dios? Un resultado verdaderamente bendito: «Y la gloria de Jehová se os aparecerá». Si no hubieran escuchado la Palabra, la gloria no habría aparecido. Estas dos cosas estaban intrínsecamente ligadas. La más ligera desviación de lo que «mandó Jehová» habría impedido a los rayos de la gloria divina aparecer ante la congregación de Israel. Si se hubiera introducido un solo rito o una sola ceremonia no ordenados por la Palabra, o si se hubiera omitido algo de lo que esta Palabra había mandado, Jehová no habría manifestado su gloria. No podía sancionar con la gloria de su presencia la negligencia o el desprecio de su Palabra. Puede soportar la ignorancia y la debilidad, pero no puede sancionar la desobediencia o la negligencia.
¡Oh si todo esto fuese más seriamente considerado en este siglo de tradiciones y de reglas! Quisiéramos con todo afecto y con el vivo sentimiento de nuestra responsabilidad personal hacia el lector, exhortarlo a prestar la más seria atención a la importancia de una estricta, y hasta diríamos, de severa adhesión, y una respetuosa sumisión a la palabra de Dios. Que el lector pruebe todas las cosas por esta regla y arroje todo lo que no se le ajuste; que lo pese todo con esta balanza y deje a un lado lo que no es de buen peso. Si fuésemos el medio de conducir una sola alma a comprender bien qué lugar pertenece a la Palabra de Dios, no habríamos escrito este libro en vano.
Lector, deténgase; y en presencia de Aquel que sondea los corazones, haceos esta sencilla pregunta: “En esto que yo sanciono con mi presencia o que adopto en mi conducta, ¿hay alguna desviación o negligencia de la palabra de Dios?” Haced de esto una ocupación solemne y personal delante del Señor. Estad seguros que es de la mayor importancia. Si descubrís que habéis tenido parte en alguna cosa que no lleva el sello distintivo de la sanción divina, desechadla al instante y para siempre. Sí, desechadla, aunque se presente revestida del imponente manto de la antigüedad, acreditada por la voz de la tradición y poniendo a la vez por delante los motivos tan irresistibles de la conveniencia. Si no podéis decir de todo aquello en que estáis comprometidos, «porque así me ha sido mandado» (cap. 8:35), entonces desechadlo sin vacilar, renunciad a ello para siempre. Recordad estas palabras: «De la manera que hoy se ha hecho, mandó hacer Jehová» (v. 34). Sí, recordad el «de la manera» y el «así» y velad para que estén ligados en vuestros caminos, en vuestra marcha y en vuestros pensamientos, y no los dejéis separarse nunca.
7.5 - El octavo día
«Y Aarón y sus hijos hicieron todas las cosas que mandó Jehová por medio de Moisés» (cap. 8:36). «Y entraron Moisés y Aarón en el tabernáculo de reunión, y salieron y bendijeron al pueblo; y la gloria de Jehová se apareció a todo el pueblo. Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se prosternaron sobre sus rostros» (cap. 9:23-24). Aquí tenemos una escena del «octavo día» (v.1), una escena de la gloria de la resurrección. Aarón, habiendo ofrecido el sacrificio, eleva sus manos para bendecir al pueblo, después Moisés y Aarón entran en el tabernáculo y desaparecen mientras que todo el pueblo espera fuera. Finalmente, Moisés y Aarón, representando a Cristo en su doble carácter de Sacerdote y Rey, salen y bendicen al pueblo. La gloria aparece en todo su esplendor; el fuego consume el holocausto, y toda la congregación adora y se postra ante la presencia del Señor de toda la tierra.
Todo eso se cumplió a la letra en el caso de la consagración de Aarón y sus hijos, y, además, era el resultado de una estricta adhesión a la palabra de Jehová. Pero antes de dejar esta parte del asunto, quisiéramos recordar al lector que todo el contenido de estos capítulos no es más que «una sombra de los bienes venideros»; esto puede decirse de toda la economía mosaica (Hebr. 10:1). Aarón y sus hijos reunidos representan a Cristo y la casa sacerdotal. Aarón solo representa a Cristo en sus funciones sacerdotales y de intercesión. Moisés y Aarón juntos representan a Cristo como Rey y Sacerdote. «El octavo día» representa el día glorioso de la resurrección, cuando el pueblo de Israel verá al Mesías sentado sobre su trono, como Sacerdote y Rey; y cuando la gloria de Jehová llenará toda la tierra como las aguas cubren el mar. Estas verdades sublimes están ampliamente desarrolladas en las Escrituras; brillan como joyas de un brillo celestial, desde la primera a la última de las páginas inspiradas; pero ante el temor de que algún lector las tome como una novedad sospechosa, le remito a los pasajes siguientes, como otras tantas pruebas escriturarias: Números 14:21; Isaías 9:6-7; 11; 25:6-12; 32:1-2; 35; 37:31-32; 40:1-5; 54; 59:16-21; 60-66; Jeremías 23:5-8; 30:10-24; 33:6-22; Ezequiel 48:35; Daniel 7:13-14; Oseas 14:4-9; Sofonías 3:14-20; Zacarías 3:8-10; 6:12-13; 14.
7.6 - La sangre de la víctima
Pasemos a la segunda parte de nuestro tema, a saber: la eficacia de la sangre, el cual está ampliamente desarrollado y ocupa un lugar prominente. Ya consideremos la doctrina del sacrificio o la del sacerdocio, vemos que el derramamiento de sangre ocupa un lugar muy importante. «Luego hizo traer el becerro de la expiación, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del becerro de la expiación, y lo degolló; y Moisés tomó la sangre, y puso con su dedo sobre los cuernos del altar alrededor, y purificó el altar; y echó la demás sangre al pie del altar, y lo santificó para reconciliar sobre él» (cap. 8:14-15). «Después hizo que trajeran el carnero del holocausto, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero; y lo degolló; y roció Moisés la sangre sobre el altar alrededor» (v. 18-19). «Después hizo que trajeran el otro carnero, el carnero de las consagraciones, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero. Y lo degolló; y tomó Moisés de la sangre, y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el dedo pulgar de su mano derecha, y sobre el dedo pulgar de su pie derecho. Hizo acercarse luego los hijos de Aarón, y puso Moisés de la sangre sobre el lóbulo de sus orejas derechas, sobre los pulgares de sus manos derechas, y sobre los pulgares de sus pies derechos; y roció Moisés la sangre sobre el altar alrededor» (v. 22-24).
El significado de los diversos sacrificios ha sido expuesto en los primeros capítulos de este volumen, pero en los pasajes que hemos citado, resalta el lugar importante que la sangre ocupaba en la consagración de los sacerdotes. Era preciso que la oreja estuviese rociada con sangre para escuchar las comunicaciones divinas, que la mano hubiera sido teñida con sangre para ejecutar los servicios del santuario, y que el pie estuviese manchado con sangre para andar por los atrios de la casa de Jehová. Todo estaba perfectamente ordenado. El derramamiento de sangre era el gran fundamento de todo sacrificio por el pecado, y la sangre estaba relacionada con todos los vasos del ministerio y con todas las funciones del sacerdocio. En todo el conjunto del servicio levítico, notamos el valor, la eficacia, el poder y la continua aplicación de la sangre. «Y, según la ley, casi todo es purificado con sangre» (Hebr. 9:22). Cristo entró en virtud del valor de su propia sangre en el mismo cielo. Aparece sobre el trono de la majestad en los cielos, en virtud de lo que cumplió sobre la cruz. Su presencia sobre el trono atestigua el valor y la aceptación de su sangre expiatoria. Está allí por nosotros. ¡Bendita seguridad! Vive siempre. No cambia jamás, y nosotros estamos en él y como él es. Él nos presenta al Padre en su propia perfección eterna, y el Padre se complace en nosotros presentados de tal manera, tal como se complace en Aquel que nos presenta. Esta identificación está típicamente representada por «Aarón y sus hijos» poniendo las manos sobre la cabeza de cada una de sus víctimas. Estaban todos delante de Dios, por el valor de un mismo sacrificio. Ya fuese «el becerro de la expiación», «el carnero del holocausto», o «el carnero de las consagraciones», ellos ponían juntos las manos sobre cada uno. Es verdad que solo Aarón había sido ungido antes del derramamiento de la sangre. Estaba revestido con las vestiduras de su oficio y ungido con el santo óleo antes que lo fuesen sus hijos. La razón es evidente. Aarón solo es el tipo de Cristo en su excelencia incomparable y en su dignidad propia, y sabemos que Cristo apareció en todo su valor personal y fue ungido por el Espíritu Santo antes del cumplimiento de su obra expiatoria. En todas las cosas Él tiene el primer lugar (Col. 1:18). No obstante, más tarde hay la más completa identificación entre Aarón y sus hijos, como hay la más completa identificación entre Cristo y los suyos. «Porque tanto el que santifica como los que son santificados, son todos de uno» (Hebr. 2:11). La distinción personal realza el valor de la unidad mística.
7.7 - El poder del Espíritu
Esta verdad de la distinción y al mismo tiempo de la unidad de la Cabeza y de los miembros nos conduce naturalmente a nuestro tercer y último punto, a saber: el poder del Espíritu. Podemos notar todo lo que se verifica entre la unción de Aarón y la de sus hijos con él. La sangre es derramada, la grosura consumida sobre el altar, y el pecho agitado ante Jehová. En otros términos, el sacrificio se ha realizado, el buen olor sube hasta Jehová, y Aquel que lo ha ofrecido sube, en el poder de la resurrección y toma su lugar en las alturas.
Todo esto se realiza entre la unción de la Cabeza y la unción de los miembros. Leamos y comparemos los pasajes. Primeramente, en cuanto a Aarón solo, leemos: «Y puso sobre él la túnica, y le ciñó con el cinto; le vistió después el manto, y puso sobre él el efod, y lo ciñó con el cinto del efod, y lo ajustó con él. Luego le puso encima el pectoral, y puso dentro del mismo los Urim y Tumim. Después puso la mitra sobre su cabeza, y sobre la mitra, en frente, puso la lámina de oro, la diadema santa, como Jehová había mandado a Moisés. Y tomó Moisés el aceite de la unción y ungió el tabernáculo y todas las cosas que estaban en él, y las santificó. Y roció de él sobre el altar siete veces, y ungió el altar y todos sus utensilios, y la fuente y su base, para santificarlos. Y derramó del aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón, y lo ungió para santificarlo» (cap. 8:7-12).
Tenemos aquí a Aarón solo. El aceite de la unción es derramado sobre su cabeza al mismo tiempo que sobre todos los vasos del tabernáculo. El pueblo entero puede presenciar cómo se reviste al sumo sacerdote de sus vestiduras oficiales, de la mitra, y después recibe la unción; y no solo esto, sino que a medida que se le ponía cada parte de la vestidura, que se realizaba cada acto, que se celebraba cada ceremonia, podía ver que todo estaba basado en la autoridad de la Palabra. No había en todo ello nada vago, nada arbitrario, nada producido por la imaginación humana. Todo había sido ordenado divinamente, proveyendo a las necesidades del pueblo y proveyendo de tal manera que se podía decir: «Esto es lo que mandó Jehová».
En la unción de Aarón solo, previa a la efusión de sangre, tenemos, pues, un tipo de Cristo, que hasta que se ofreció Él mismo sobre la cruz estuvo enteramente solo. No podía haber unión entre él y los suyos, sino sobre la base de la muerte y de la resurrección. Esta verdad de tanta importancia ya la hemos mencionado y tratado algo en relación con el asunto del sacrificio; pero aumenta su fuerza e interés cuando se la ve tan claramente en relación con el asunto del sacerdocio. Sin efusión de sangre no había remisión; el sacrificio no estaba completo. Así, también, sin derramamiento de sangre Aarón y sus hijos no podían ser ungidos juntos. Lectores, notad este hecho, que, estad seguros de ello, es digno de la mayor atención. Guardémonos siempre de pasar a la ligera ningún detalle de la economía levítica: cada uno de ellos tiene una voz y un sentido especial, y el que ha destinado y desenvuelto este orden de cosas, puede explicar al corazón y a la inteligencia lo que este orden quiere decir.
«Luego tomó Moisés del aceite de la unción, y de la sangre que estaba sobre el altar, y roció sobre Aarón, y sobre sus vestiduras, sobre sus hijos, y sobre las vestiduras de sus hijos con él; y santificó a Aarón y sus vestiduras, y a sus hijos, y las vestiduras de sus hijos con él» (cap. 8:30). ¿Por qué no son ungidos con él los hijos de Aarón en la ocasión citada en el versículo 12? Sencillamente porque la sangre no había sido derramada. Cuando la sangre y el aceite pudieron asociarse, entonces Aarón y sus hijos podrían ser ungidos y santificados juntos, pero no antes. «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Juan 17:19). El lector que pudiera pasar a la ligera una circunstancia tan notable o decir que no tiene ninguna significación, debe aún aprender a apreciar debidamente los tipos del Antiguo Testamento; «sombra de los bienes venideros» (Hebr. 10:1). Y, por otra parte, aquel que admite que hay un sentido oculto bajo estos detalles, pero que, no obstante, rehúsa el medio de comprenderlo, hace un gran agravio a su alma, y demuestra poco interés por los preciosos oráculos de Dios.
«Y dijo Moisés a Aarón y a sus hijos: Hervid la carne a la puerta del tabernáculo de reunión; y comedla allí con el pan que está en el canastillo de las consagraciones, según yo he mandado, diciendo: Aarón y sus hijos la comerán. Y lo que sobre de la carne y del pan, lo quemaréis al fuego. De la puerta del tabernáculo de reunión no saldréis en siete días, hasta el día que se cumplan los días de vuestras consagraciones; porque por siete días seréis consagrados. De la manera que hoy se ha hecho, mandó hacer Jehová para expiaros. A la puerta, pues, del tabernáculo de reunión estaréis día y noche por siete días, y guardaréis la ordenanza delante de Jehová, para que no muráis; porque así me ha sido mandado» (v. 31-35). Estos versículos ofrecen un hermoso tipo de Cristo y de los suyos alimentándose juntos del resultado de la expiación cumplida. Aarón y sus hijos, habiendo sido ungidos juntos, en virtud de la sangre derramada, se nos presentan aquí encerrados durante «siete días» en el recinto del tabernáculo. Notable figura de la posición actual de Cristo y de sus miembros durante toda esta dispensación, encerrados con Dios y esperando la manifestación de la gloria. ¡Bendita posición y bendita participación! ¡Dichosa esperanza! Estar asociado con Cristo, encerrado con Dios, esperar el día de la gloria y esperando la gloria, alimentarse de las riquezas de la gracia divina, en la potestad de la santidad; estas son bendiciones de las más preciosas, privilegios de los más elevados. ¡Oh!, si fuéramos capaces de comprenderlos bien, si tuviéramos corazones para gozar de ellos, un sentimiento más profundo de su importancia. ¡Que se separen nuestros corazones de todo lo que pertenece a este presente siglo corrompido para que podamos alimentarnos del contenido «del canastillo de las consagraciones» que es nuestro alimento propio como sacerdotes en el santuario de Dios!
7.8 - La gloria del reinado del Milenio
«En el día octavo, Moisés llamó a Aarón y a sus hijos, y a los ancianos de Israel; y dijo a Aarón: Toma de la vacada un becerro para expiación, y un carnero para holocausto, sin defecto, y ofrécelos delante de Jehová. Y a los hijos de Israel hablarás, diciendo: Tomad un macho cabrío para expiación, y un becerro y un cordero de un año, sin defecto, para holocausto. Asimismo, un buey y un carnero para sacrificio de paz, que inmoléis delante de Jehová, y una ofrenda amasada con aceite; porque Jehová se aparecerá hoy a vosotros» (cap. 9:1-4).
Han pasado los «siete días» durante los cuales Aarón y sus hijos estaban retirados en el tabernáculo; toda la congregación se introduce, y la gloria de Jehová se manifiesta. Esto completa la escena. Las sombras de los bienes venideros pasan ante nosotros en su orden divino. «El día octavo» es una sombra de aquella hermosa mañana milenaria, que clareará sobre la tierra, cuando el pueblo de Israel verá el verdadero Sacerdote saliendo del santuario (donde está ahora oculto a los ojos de los hombres), acompañado del grupo de sacerdotes, compañeros de su retiro, y participantes felices de su gloria manifiesta. En una palabra, como sombra o tipo, no podía ser más completo. En primer lugar, Aarón y sus hijos, lavados con el agua; figuras de Cristo y de su Iglesia considerados en el decreto eterno de Dios, santificados juntamente (cap. 8:6). Después tenemos el modo y el orden según el cual se debía proceder.
Aarón es vestido y ungido en el aislamiento; figura de Cristo santificado y enviado al mundo y ungido del Espíritu Santo (v. 7-12, comp. Lucas 3:21-22, Juan 10:36; 12:24). En seguida tenemos la presentación y aceptación del sacrificio, en virtud del cual Aarón y sus hijos eran ungidos y santificados juntos (v. 14-29), tipo de la cruz en su aplicación a los que constituyen ahora la familia sacerdotal de Cristo, que están unidos a él, ungidos con él, escondidos con él, y esperando con él «el día octavo», cuando se manifestará con ellos en todo el resplandor de la gloria que le pertenece según el consejo eterno de Dios (Juan 14:19; Hec. 2:33; 19:1-7; Col. 3:1-4). Finalmente, encontramos a Israel conducido al pleno goce de los resultados de la expiación cumplida. Están congregados delante de Jehová. «Después alzó Aarón sus manos hacia el pueblo y lo bendijo; y después de hacer la expiación, el holocausto y el sacrificio de paz, descendió» (cap. 9:1-22)
Ahora podemos preguntarnos ¿qué es lo que queda por hacer? Únicamente que la piedra más alta sea puesta con aclamaciones de victoria e himnos de alabanza. «Y entraron Moisés y Aarón en el tabernáculo de reunión, y salieron y bendijeron al pueblo; y la gloria de Jehová se apareció a todo el pueblo. Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron y se postraron sobre sus rostros» (v. 23-24). Era el grito de la victoria, la actitud de la adoración. Todo estaba hecho.
El sacrificio, el sacerdote, con sus vestiduras y su mitra, la familia sacerdotal, asociada a su jefe; la bendición sacerdotal, la aparición del Rey y el Sacerdote, en una palabra, nada faltaba; por esto la gloria divina se manifestó, y todo el pueblo se postró adorando. Es, en suma, una escena verdaderamente magnífica, una sombra maravillosamente bella de los bienes venideros. Y no olvidemos que todo lo que está representado por tipos, será, antes de que pase mucho tiempo, plenamente realizado. Nuestro Sumo Sacerdote pasó a los cielos, en la plena virtud y potestad de una expiación cumplida. Allí está oculto ahora, y con él lo están, en principio, todos los miembros de la familia sacerdotal; pero cuando los «siete días» hayan pasado, el «día octavo» arrojará sus rayos sobre la tierra, y entonces el remanente de Israel, arrepentido y a la espera, saludará con un grito de victoria la presencia visible del Real Sacerdote; y en íntima unión con él, se verá una multitud de adoradores ocupando la posición más elevada.
He aquí cuáles son «los bienes venideros», cosas que seguramente vale la pena esperar; cosas dignas del Dios que las da, cosas por las cuales será eternamente glorificado y su pueblo eternamente bendito.
8 - Capítulo 10 — El hombre corrompe las instituciones divinas
Las páginas de la historia de la humanidad han estado siempre deplorablemente manchadas. Son, del principio al final, los anales de las culpas, de las faltas, de los crímenes del hombre. En medio de las delicias del jardín de Edén, el hombre prestó oído a las mentiras del tentador (Gén. 3). Después de haber sido preservado del juicio por la mano de amor y la elección de Dios, e introducido en una tierra renovada, es hecho culpable del pecado de intemperancia (Gén. 9:21). Cuando hubo sido conducido al país de Canaán, por el brazo extendido de Jehová, «dejaron a Jehová y adoraron a Baal y Astarot» (Jueces 2:13). Colocado en el más alto grado del poder y de la gloria terrestre, teniendo riquezas inauditas a sus pies y todos los recursos del mundo a su disposición, dio su corazón a las hijas de los incircuncisos (1 Reyes 11:1-8). Apenas habían sido promulgadas las verdades benditas del Evangelio, cuando fue necesario que el Espíritu Santo pusiera en guardia a los santos contra «lobos voraces», «la apostasía» y toda especie de pecados (Hec. 20:29; 2 Tes. 2:3; 1 Tim. 4:1-3; 2 Tim. 3:1-5; 2 Pe. 2; Judas). Y, para colmo de todo esto, tenemos el testimonio profético de la apostasía humana, en medio de los esplendores de la gloria milenaria (Apoc. 20:7-10).
Así es como el hombre lo malea todo. Ponedle en una posición de suprema dignidad, y él se degradará. Dadle los mayores privilegios, y abusará de ellos. Repartid con profusión bendiciones alrededor de él, y se mostrará ingrato. Colocadle en medio de las instituciones más propias para impresionar los corazones, y las corromperá. ¡Tal es el hombre! Tal es la naturaleza humana bajo sus más bellas formas y en las circunstancias más favorables.
8.1 - «Nadab y Abiú»
Estamos, pues, preparados para oír, sin gran sorpresa, las palabras que encabezan este capítulo: «Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, y pusieron fuego en ellos, sobre el cual pusieron incienso, y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó». ¡Qué contraste con la escena final del capítulo anterior! Allí todo se había hecho «como Jehová lo había mandado», y su resultado fue la manifestación de la gloria. Aquí se hace algo “que él nunca les mandó”, y el resultado es el juicio. Apenas cesó de resonar el último de los cánticos de victoria, se prepararon los elementos de un culto corrompido. Apenas colocados en la posición según el mandamiento de Dios, la abandonan deliberadamente, por descuido en cuanto al mandamiento divino. Apenas han comenzado estos sacerdotes, cuando ya faltan gravemente en el cumplimiento de sus santas funciones.
Y ¿en qué consistía su falta? ¿eran falsos sacerdotes? ¿eran usurpadores de este oficio? De ningún modo. Eran los hijos de Aarón, verdaderos miembros de la familia sacerdotal, sacerdotes debidamente ordenados. Los vasos de su ministerio y sus vestiduras oficiales también se hallaban en el orden establecido. ¿En qué consistía, pues, su pecado? ¿Habían manchado con sangre humana las cortinas del tabernáculo, o profanado el sagrado recinto con cualquier crimen opuesto al sentido moral? Nada hace sospecharlo, solamente se nos dice: «Y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó». Este era su pecado. Se alejaron, en su culto, de la sencilla palabra, del ritual ordenado por Jehová, que claramente les había instruido acerca del género y del modo de este culto. Ya hemos dicho cuán divinamente completa era la palabra del Señor relativa a todos los detalles del servicio de los sacerdotes. Todo estaba tan bien determinado que no quedaba ninguna ocasión que el hombre creyese poder llenar, imaginando cualquier rito que le pareciese conveniente. «Esto es lo que mandó Jehová»; he aquí lo suficiente. Este mandamiento lo hacía todo muy claro y sencillo. Nada se exigía del hombre más que un espíritu de obediencia implícita al mandamiento divino. Pero es en esto que el hombre falló. El hombre siempre ha mostrado repugnancia a andar por el estrecho sendero de una estricta adhesión a la sencilla palabra de Dios. Los atajos parecen tener siempre encantos irresistibles para el corazón humano. «Las aguas hurtadas son dulces, y el pan comido en oculto es sabroso» (Prov. 9:17). Tal es el lenguaje del enemigo; pero el corazón humilde y obediente sabe muy bien que el camino de la sumisión a la palabra de Dios es el único que conduce a «las aguas» que son realmente «dulces» o «al pan» que verdaderamente pueda llamarse «sabroso». Nadab y Abiú podían pensar que una especie de «fuego» era tan buena como otra, pero no era su deber decidir aquel punto. Ellos debieron atenerse a la palabra de Jehová, pero en lugar de eso, recurrieron a su propia decisión y recogieron los amargos frutos de su propia voluntad. «Y no saben que allí están los muertos; que sus convidados están en lo profundo del Seol» (Prov. 9:18).
8.2 - El juicio de Dios en su casa
«Y salió fuego de delante de Jehová que los quemó, y murieron delante de Jehová». ¡Cuán serio y solemne es esto! Jehová habitaba en medio de su pueblo, para gobernar, juzgar y obrar según los derechos de su naturaleza. Al final del capítulo 9 leemos: «Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar». Jehová demostraba así que aceptaba un sacrificio verdadero. Pero en el capítulo 10 vemos su juicio cayendo sobre los sacerdotes extraviados. Es una doble acción del mismo fuego. El holocausto subió en olor grato; el «fuego extraño» fue desechado como abominación. Jehová era glorificado por el primero; pero hubiera sido una deshonra para Él aceptar el segundo. La gracia divina aceptaba lo que era un tipo del precioso sacrificio de Cristo, y se complacía en él, la santidad divina desechaba lo que era fruto de la voluntad corrompida del hombre; voluntad que nunca es más horrorosa y abominable que cuando se inmiscuye en las cosas de Dios.
«Entonces dijo Moisés a Aarón: Esto es lo que habló Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en la presencia de todo el pueblo seré glorificado». La dignidad y la gloria de toda la economía mosaica dependían del estricto mantenimiento de los justos derechos de Jehová. Si estos derechos se olvidaban o se descuidaban todo estaba perdido. Si se permitía al hombre faltar en una cosa, manchando el santuario de la presencia divina con un «fuego extraño», se violaba a la vez lo demás. Solo debía subir del incensario del sacerdote el fuego puro, encendido sobre el altar de Dios, al que se añadía «incienso... en polvo fino» (Éx. 30:35-36; Lev. 16:12). Hermosa figura del culto verdaderamente santo, del que el Padre es el objeto, Cristo el tema, y el Espíritu Santo la potestad. No puede permitirse que el hombre introduzca sus ideas o sus inventos en el culto de Dios. Todos sus esfuerzos no conducen más que a la presentación de un «fuego extraño», de un incienso impuro, de un culto falso. Lo mejor que puede hacer en este sentido no es más que una abominación a los ojos de Dios.
No nos referimos aquí a los honrados esfuerzos de espíritus serios que buscan la paz con Dios; a los esfuerzos sinceros de conciencias rectas, aunque no iluminadas, para llegar al conocimiento del perdón de los pecados, por las obras de la ley o por las ordenanzas de un sistema religioso. Sin duda, tales personas llegarán, por la extrema bondad de Dios, a conocer y a gozarse en una salvación tan grande. Estos esfuerzos prueban claramente que se busca la paz con ahínco, aunque prueban también que aún no la han hallado. No hay nadie que haya andado en pos de los más débiles fulgores iluminando su inteligencia, sin alcanzar una luz más perfecta. «porque a todo aquel que tiene, le será dado» (Mat. 25:29), y «la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto» (Prov. 4:18).
Todo esto es tan sencillo como alentador, pero no toca en nada la cuestión de la voluntad del hombre y de sus impíos inventos, con relación al servicio y al culto de Dios. Tales invenciones deben hacer inevitablemente que sobrevengan pronto o tarde los juicios de un Dios justo, que no puede sufrir que sus derechos sean despreciados. «En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado». Los hombres serán tratados según su profesión. Los que buscan con rectitud, ciertamente encontrarán; pero cuando los hombres se acercan como adoradores, ya no deben considerarse como buscadores sino como haciendo profesión de haber encontrado, y entonces si de su incensario sacerdotal se esparce humo profano, si ofrecen a Dios los elementos de un culto falso, si hacen profesión de pisar sus atrios sin estar lavados ni santificados ni humillados; si colocan sobre su altar los productos de su voluntad corrompida ¿cuál será el resultado? El juicio. Sí; pronto o tarde, el juicio vendrá; puede tardar, pero vendrá. No podría ser de otro modo. Y no solo vendrá el juicio, sino que el cielo desechará inmediatamente todo culto que no tenga al Padre por objeto, a Cristo por tema y al Espíritu Santo como potestad. La santidad de Dios está tan pronta a desechar todo «fuego extraño» como su gracia está pronta a aceptar los más débiles suspiros de un corazón sincero. Es preciso que juzgue todo culto falso, aunque «no quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humea» (Mat. 12:20). Este pensamiento es muy solemne, cuando se recuerdan los miles de incensarios con fuego extraño en los vastos dominios de la cristiandad. ¡Quiera el Señor, en su abundante gracia, aumentar el número de los verdaderos adoradores, que adoran al Padre en Espíritu y en verdad! (Juan 4:24). Es infinitamente mejor pensar en el verdadero culto que se eleva de corazones sinceros hasta el trono de Dios, que pararse, aunque no sea más que un instante, en el culto corrompido, que atraerá dentro de poco los juicios divinos. Todos los que conocen, por gracia, el perdón de sus pecados, en virtud de la sangre expiatoria de Jesucristo, pueden adorar al Padre en Espíritu y en verdad. Conocen el verdadero objeto, el verdadero tema, el verdadero poder del culto. Estas cosas no pueden conocerse más que de un modo divino. No son resultado del corazón natural, ni de la tierra, son espirituales y celestiales. Una gran parte de lo que pasa entre los hombres en el culto de Dios, no es, después de todo, más que un «fuego extraño». No tiene ni el fuego puro, ni el incienso puro, y por eso el cielo no puede aceptarlo; y aunque no se vea caer el juicio divino sobre los que ofrecen tal culto, como cayó sobre Nadab y Abiú, es solamente porque «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no teniéndole en cuenta sus ofensas» (2 Cor. 5:19). No es porque el culto sea agradable a Dios, sino porque Dios es misericordioso. Sin embargo, se acerca rápidamente el tiempo cuando el fuego extraño se apagará para siempre; cuando el trono de Dios ya no será ultrajado por las nubes de incienso impuro ofrecido por adoradores impuros; cuando todo lo que es falso será abolido y cuando el universo entero no será más que un vasto y magnífico templo, en el cual el solo verdadero Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, será adorado por los siglos de los siglos.
Esto es lo que los redimidos esperan, y, gracias a Dios, dentro de poco todos sus ardientes deseos serán plenamente satisfechos, y satisfechos para siempre; sí, satisfechos de tal modo que cada uno de ellos dirá como la reina de Sabá: «que ni aun se me dijo la mitad» (1 Reyes 10:7). ¡Quiera el Señor acelerar tan feliz momento!
Volvamos ahora a nuestro tan serio capítulo, y procuremos sacar algunas de sus saludables instrucciones, porque son verdaderamente saludables en un siglo como este, en el que el «fuego extraño» abunda tanto en torno nuestro.
8.3 - «Y Aarón calló»
Hay algo extraordinariamente admirable y notable en el modo de recibir Aarón el rudo golpe de la justicia de Dios. «Y Aarón calló». Era una escena solemne. Sus dos hijos heridos por la muerte a su lado, heridos por el fuego del juicio divino [18]. Acababa de verlos revestidos de sus vestiduras de gloria y de belleza, lavados, engalanados y ungidos. Habían estado con él delante de Jehová, para ser consagrados en su oficio sacerdotal. Habían ofrecido, en unión con él, los sacrificios mandados. Habían visto los rayos de la gloria divina radiando del propiciatorio, habían visto caer el fuego de Jehová sobre los sacrificios y consumirlos. Habían oído las exclamaciones de triunfo lanzadas por la congregación. Todo esto acababa de pasar ante sus ojos, y ahora sus dos hijos yacían delante de él heridos de muerte. El fuego de Jehová que había sido alimentado no hacía mucho por un sacrificio aceptable, había caído en juicio sobre ellos, y ¿qué podía decir? Nada. «Y Aarón calló». «Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste» (Sal. 39:9). Era la mano de Dios, y aunque pudiese parecer muy pesada, a juicio de la carne y de la sangre, no podía, sin embargo, más que bajar la cabeza en silencio y con respetuoso asenso. «Enmudecí… porque tú lo hiciste». Era la actitud más apropiada en presencia del juicio divino. Aarón sentía probablemente que los mismos postes de su casa eran sacudidos por el trueno del juicio divino, y por tanto solo podía permanecer en silenciosa admiración en medio de esta escena aterradora. Privar a un padre de sus dos hijos, y de tal manera y en tales circunstancias, no era un hecho ordinario, era un comentario extraordinariamente admirable a estas palabras del Salmista: «Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él» (Sal. 89:7). ¿Quién no temerá ¡oh Señor! y quién no glorificará tu nombre? Aprendamos a pisar los atrios de Jehová descalzos los pies y con toda reverencia; que nuestro incensario de sacerdotes contenga solamente el perfume pulverizado de las varias perfecciones de Cristo y sea la llama santa encendida por el poder del Espíritu divino. Cualquier otra cosa es, no solo inútil, sino perjudicial. Todo lo que viene de la energía natural, todo lo que resulta del trabajo de la voluntad humana, el incienso más suave imaginado por el hombre, el ardor más intenso de una devoción natural, todo eso tenderá a «fuego extraño» y atraerá los solemnes juicios del Señor Dios Todopoderoso. ¡Oh! tengamos siempre corazones verdaderamente sinceros y un espíritu de adoración en presencia de nuestro Dios y Padre.
[18] Temiendo que a algunos lectores se les presente alguna duda respecto a la salvación de Nadab y Abiú, creemos que nunca debían suscitarse cuestiones de esta naturaleza. En casos como los de Nadab y Abiú (Lev. 10), de Coré y su compañía (Núm. 16), de todo el pueblo cuyos cuerpos cayeron en el desierto, excepto Josué y Caleb (Núm. 14 y Hebr. 3), de Acán y su familia (Josué 7), de Ananías y Safira (Hec. 5), de los que fueron juzgados por abusos cometidos en la mesa del Señor (1 Cor. 11), y en los demás casos semejantes, nada se menciona en cuanto a la salvación del alma. Debemos ver en ellos solamente actos solemnes del gobierno de Dios en medio de su pueblo. Esto libra el espíritu de toda duda. Jehová habitaba entonces sobre el arca entre los querubines, para juzgar a su pueblo en todos los asuntos; y el Espíritu Santo habita ahora en la Iglesia a fin de dirigirla y gobernarla en todo, conforme a la perfección de su presencia. Está Él tan real y personalmente presente que fue a él a quien mintieron Ananías y Safira, y que él ejecutó el juicio sobre ellos. Era una manifestación de sus actos de gobierno tan positiva y tan inmediata como la que tenemos en el asunto de Nadab y Abiú, de Acán o de cualquier otro.
Es esta una gran verdad que conviene comprender bien. Dios está no solamente por sus siervos, sino con ellos y en ellos. Debemos contar con Él para todas las cosas, sean grandes o pequeñas.
Está presente para consolar y para aliviar; para castigar y para juzgar; para contestar a las necesidades de cada momento. Es suficiente para todo. ¡Que la fe cuente con él! «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Y seguramente allí donde él está tenemos todo lo que nos hace falta.
Sin embargo, no se desanimen o alarmen los corazones tímidos, si son rectos. Sucede con gran frecuencia que los que realmente debían alarmarse, manifiestan indiferencia, mientras que aquellos para los que el Espíritu de gracia no tendría más que palabras de consuelo y de ánimo, se aplican equivocadamente las severas advertencias de las Santas Escrituras. Sin duda el corazón manso y contrito, que tiembla a la palabra del Señor, está en buen estado, pero debemos recordar que un padre advierte a su hijo, no porque no lo mire como hijo suyo sino, precisamente, por lo contrario; y una de las mejores pruebas de esta relación es la disposición a recibir la advertencia y a aprovecharla. La voz del padre, aun cuando sea la voz de grave amonestación, llegará al corazón del hijo, pero no ciertamente para despertar en él dudas acerca de su parentesco con aquel que habla. Si un hijo dudase de sus relaciones de hijo cada vez que su padre le reprende, sería digno de compasión. El juicio que acababa de caer sobre la familia de Aarón no le hacía dudar de que fuese realmente un sacerdote. No tenía otro resultado que enseñarle cómo debía portarse en esta alta y santa posición.
8.4 - Actitud de los sacerdotes ante el juicio de Dios sobre el sacerdocio
«Entonces Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar e Ithamar, sus hijos: No descubráis vuestras cabezas, ni rasguéis vuestros vestidos en señal de duelo, para que no muráis, ni se levante la ira sobre toda la congregación; pero vuestros hermanos, toda la casa de Israel, sí lamentarán por el incendio que Jehová ha hecho. Ni saldréis de la puerta del tabernáculo de reunión, porque moriréis; por cuanto el aceite de la unción de Jehová está sobre vosotros. Y ellos hicieron conforme al dicho de Moisés» (v. 6-7).
Aarón, Eleazar e Ithamar debían permanecer inmóviles en su lugar elevado, en su dignidad sagrada, en su posición de santidad sacerdotal. Ni el pecado, ni el juicio, que había sido su consecuencia, debía afectar a los que llevaban las vestiduras pontificales y que estaban ungidos con el «aceite de... Jehová». Este santo óleo les había colocado en un recinto sagrado, donde las influencias del pecado, de la muerte y del juicio no podían alcanzarles. Los que estaban fuera, a distancia del santuario, los que no tenían posición de sacerdotes, ellos podían lamentarse «por el incendio», pero Aarón y sus hijos debían continuar cumpliendo sus santas funciones, como si nada hubiese pasado. Los sacerdotes del santuario no debían llorar, como en presencia de la muerte, sino inclinar sus cabezas ungidas en presencia del juicio divino. «El fuego de Jehová» (véase Núm. 11:1) podía salir y hacer su obra solemne de juicio, pero para un sacerdote fiel, poco importaba lo que este fuego había venido a hacer, sea que expresara la aprobación divina, consumiendo un sacrificio, sea que demostrase el desagrado divino, consumiendo a los que ofrecieron «fuego extraño», el sacerdote no tenía más que adorar. Este «fuego» era una manifestación muy conocida de la presencia divina, y ya que obrase “en gracia o en juicio” el deber de todos los sacerdotes era adorar. «Misericordia y juicio cantaré; a ti cantaré yo, oh Jehová» (Sal. 101:1).
En todo esto hay una santa y seria lección para el alma. Los que han sido conducidos a Dios, por la eficacia de la sangre y por la unción del Espíritu Santo, deben moverse en una esfera fuera de los alcances de las influencias naturales. La proximidad de Dios da al alma tal conocimiento de todos sus caminos, tal sentimiento de la justicia de todas sus dispensaciones, que podemos dar culto en su presencia aun cuando un golpe de su mano nos ha quitado el objeto de nuestro más tierno afecto. Se dirá tal vez: “¿Debemos ser estoicos?” pero pregunto por mi parte: ¿Es que Aarón y sus hijos eran estoicos? No, eran sacerdotes. ¿No sentían como los otros hombres? Sí; pero adoraban como sacerdotes. Esta es una idea muy profunda que descubre un horizonte de pensamientos, de sentimientos y de experiencias, en el cual el hombre natural no se podrá mover nunca, del cual no conoce absolutamente nada, a pesar de todo el refinamiento, todo el sentimentalismo de que se alaba. Es preciso que andemos con toda la verdadera energía del sacerdote en el santuario de Dios para poder comprender la profundidad, el sentido y la fuerza de estos santos misterios.
El profeta Ezequiel fue llamado antiguamente a aprender esta difícil lección. «Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo del hombre, he aquí que yo te quito de golpe el deleite de tus ojos; no endeches, ni llores, ni corran tus lágrimas. Reprime el suspirar, no hagas luto de mortuorios; ata tu turbante sobre ti, y pon tus zapatos en tus pies, y no te cubras con rebozo, ni comas pan de enlutados… y a la mañana hice como me fue mandado» (Ez. 24:15-18). Se dirá que todo esto era una «señal» (v. 24) para Israel. Es verdad, pero esto prueba que, en el testimonio profético, igual que en el culto sacerdotal, debemos elevarnos por encima de todas las exigencias y de todas las influencias de la naturaleza y de la tierra. Los hijos de Aarón y la mujer de Ezequiel habían sido juzgados de un solo golpe, y, no obstante, ni el sacerdote ni el profeta debía descubrir su cabeza, ni verter una sola lágrima.
Amado lector, ¿qué progresos hemos hecho nosotros en esta profunda ciencia? El lector y el que escribe tienen, sin duda, la misma humillante confesión que hacer. Muy a menudo “andamos como hombres” y “comemos el pan de los hombres”. Muy a menudo nos dejamos despojar de nuestros privilegios de sacerdotes, por los manejos de la naturaleza y las influencias de la tierra. Importa velar para guardarse de estas influencias. Nada, excepto la conciencia de la proximidad de Dios como sacerdotes, puede preservar el corazón del poder del mal, o mantener en él la espiritualidad. Todos los creyentes son sacerdotes, y nada puede quitarles su posición como tales. Pero, aunque no pueden perderla, pueden faltar gravemente en el cumplimiento de sus funciones. No se distinguen bastante bien estas dos cosas. Unos no viendo más que la preciosa verdad de la seguridad del creyente, olvidan la posibilidad de faltar en el cumplimiento de sus funciones sacerdotales. Otros, al contrario, mirando sobre todo las faltas, osan poner en duda la seguridad.
Deseamos que el lector se guarde de estas dos ideas erróneas. Es preciso para esto que esté bien fundado en la doctrina divina de la salvación eterna de todo miembro de la verdadera casa sacerdotal, pero también debe recordar que es muy susceptible de faltar, y que tiene, por lo mismo, necesidad de velar y orar constantemente para no caer en tentación. Ojalá que todos los que han sido llevados al conocimiento de la alta posición de sacerdotes de Dios sean preservados, por su gracia, de toda especie de faltas y pecados, que consisten, sea en manchas personales, sea en la presentación de alguna de las variadas formas de «fuego extraño» que tanto abunda en la iglesia profesa.
8.5 - Abstención de todo lo que excita a la carne
«Y Jehová habló a Aarón diciendo: Tú, y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión, para que no muráis; estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio, y para enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Jehová les ha dicho por medio de Moisés» (v. 8-11).
El efecto del vino es excitar la carne, y toda excitación de este género perjudica a la serenidad y equilibrio del alma, que es esencial para cumplir convenientemente los oficios sacerdotales. Lejos de emplear medios para excitar la naturaleza, deberíamos obrar como si no existiese. Únicamente entonces nos hallaremos en el estado moral que se requiere para servir en el santuario, para formar un juicio imparcial entre lo que es inmundo y lo que es limpio, y para explicar y comunicar el pensamiento de Dios. Cada uno debe juzgar por sí mismo lo que, en su caso particular, obraría como el vino o la bebida fuerte [19]. Las cosas que excitan nuestra naturaleza son, en verdad, de muy distintos géneros: la fortuna, la ambición, la política, los numerosos objetos de emulación en el mundo que nos rodea. Todas estas cosas obran con poder excitando nuestra naturaleza, y nos inutilizan por completo para todo servicio sacerdotal. Si el corazón está lleno de sentimientos de orgullo, de codicia o de envidia, es absolutamente imposible gozar el aire puro del santuario, o cumplir las sagradas funciones del sacerdocio. Los hombres hablan de la versatilidad del espíritu humano o de la facilidad con que pasa prontamente de una cosa a otra. Pero por muy versátil que sea el genio de un hombre, no puede hacerle capaz de pasar de un círculo profano de asuntos comerciales, literarios o políticos, al santo retiro del santuario en la presencia divina; ni al ojo ofuscado por aquellas escenas, lo puede hacer capaz de discernir, con la exactitud del sacerdote, la diferencia entre «lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio». No, queridos lectores, los sacerdotes de Dios deben permanecer alejados del «vino y sidra». Su camino es un camino de santa separación y de abstracción. Deben estar elevados muy por encima de la influencia de los goces terrenales, así como de los dolores terrenales. Lo único que deben hacer con «vino superior» es derramar «libación de vino superior ante Jehová en el santuario» (Núm. 28:7). En otras palabras, la alegría de los sacerdotes de Dios no es la alegría de la tierra sino del cielo, la alegría del santuario. «El gozo de Jehová es vuestra fuerza» (Neh. 8:10).
[19] Algunos piensan que, dado el lugar que ocupa esta orden sobre el vino, Nadab y Abiú estaban, tal vez, bajo la influencia de la bebida cuando ofrecieron «fuego extraño». Sea como fuere, debemos estar agradecidos al encontrar aquí un principio precioso respecto a nuestra conducta como sacerdotes espirituales. Debemos abstenernos de todo lo que produzca en nuestro ser espiritual el mismo efecto que el vino produce sobre el ser físico. Apenas necesitamos decir que el cristiano debe ser de los más vigilante en cuanto al uso del vino o de las bebidas fuertes. Hace temblar el ver a un cristiano esclavo de un vicio cualquiera que sea. Esto prueba que no mortifica y sujeta su cuerpo, y está en gran peligro de ser «descalificado» (1 Cor. 9:27).
Haga Dios que meditemos más estas santas instrucciones. Tenemos, sin duda, gran necesidad de ellas. Si descuidamos nuestras responsabilidades como sacerdotes, todo se resentirá de ello. Cuando contemplamos el campamento de Israel, vemos que estaba dispuesto en tres círculos, cuyo centro era el santuario. Había primero el círculo de los guerreros (Núm. 1, 2). Después los círculos de los levitas alrededor del tabernáculo (Núm. 3, 4), y, finalmente, había el círculo interior de los sacerdotes, que oficiaban en el lugar santo. Recordemos que el creyente está llamado a moverse en todos estos círculos. Él lucha y combate como un guerrero (Efe. 6:11-17; 1 Tim. 1:18; 6:12; 2 Tim. 4:7). Sirve como levita entre sus hermanos, según su capacidad y en su esfera (Mat. 25:14, 15; Lucas 19:12-13). Finalmente, sacrifica y adora, como sacerdote, en el lugar santo (Hebr. 13:15-16, 1 Pe. 2:5-9). Este último oficio durará para siempre. Comportándonos debidamente en este círculo sagrado, todas las otras relaciones y responsabilidades se habrán cumplido debidamente. Por consiguiente, todo lo que nos incapacita para nuestras funciones sacerdotales –todo lo que nos aleja del centro de este círculo interior, donde tenemos el privilegio de estar– en una palabra, todo lo que tiende a alterar nuestras relaciones de sacerdotes, o a obscurecer nuestra visión de sacerdotes, debe necesariamente hacernos impropios para el servicio al que se nos llama a cumplir, y a la guerra a la somos llamados a hacer.
Estas son consideraciones importantes. Detengámonos en ellas seriamente. Debemos guardar un corazón recto –una conciencia pura– un ojo simple –una visión espiritual no turbada. Los intereses del alma en el lugar santo deben buscarse fielmente y con celo; sin esto, todo irá mal. La comunión particular con Dios debe conservarse; sin esto, seremos inútiles como siervos y vencidos como guerreros. Es en vano que nos agitemos y corramos de acá para allá para lo que llamamos servicio, o que hagamos bellas frases sobre la armadura y la lucha del cristiano. Si no conservamos nuestras vestiduras sacerdotales sin manchas, y si no nos guardamos de todo lo que excita nuestra naturaleza, caeremos ciertamente. El sacerdote debe guardar su corazón con cuidado, si no, el levita flaqueará y el guerrero será derrotado.
Lo repetimos, es asunto de cada uno aclarar para sí de lo que para él constituye «el vino y la bebida fuerte», de lo que le excita, lo que embota sus percepciones espirituales, o turba su visión sacerdotal. Puede ser un mercado, una exposición de animales, un periódico, puede ser la menor bagatela. No importa lo que sea, si tiende a excitar, nos hace ineptos para el ministerio sacerdotal. Y si no tenemos aptitud para el sacerdocio, no la tendremos tampoco para todo lo restante, porque nuestro éxito por todos lados y en todos los detalles de nuestro servicio, dependerá siempre de la medida en que cultivemos un espíritu de culto. Debemos juzgarnos a nosotros mismos y ejercer una vigilancia sobre nuestros hábitos, nuestra conducta, nuestros pensamientos, nuestros gustos, y nuestras compañías; y cuando, por la gracia, descubramos cualquier cosa, sea lo que fuere, que tenga la menor tendencia a apartarnos de los santos ejercicios del santuario, desechémosla, cueste lo que cueste. No nos dejemos esclavizar por un hábito. La comunión con Dios debe ser lo más precioso a nuestros corazones; y en la medida que apreciemos esta comunión, velaremos y oraremos y estaremos en guardia contra todo lo que pueda privarnos de ella, contra todo lo que pueda excitarla, turbarla o alterarla [20].
[20] Algunos pensarán, tal vez, que el pasaje de Levítico 10:9, permite ocasionalmente el uso de las cosas que tienden a excitar el espíritu natural, porque dice, «no beberás vino ni sidra, cuando hubieres de entrar en el tabernáculo del testimonio». A esto respondemos que el santuario no es un lugar que el cristiano debe visitar ocasionalmente, sino un lugar en el que debe habitualmente servir y adorar. Es la esfera en la que debe “vivir, moverse y tener su ser”. Cuanto más vivimos en la presencia de Dios, menos podemos sufrir el estar alejados de ella; y ninguno de los que conocen la felicidad que proporciona, se permitirá fácilmente aquello que pueda privarle de su goce. No hay en toda la tierra nada, que, a juicio de un cristiano espiritual, pueda equivaler a una hora de comunión con Dios.
8.6 - ¿Cómo permanecer en la presencia divina cuando la carne se ha manifestado?
«Y Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar y a Itamar sus hijos que habían quedado: Tomad la ofrenda que queda de las ofrendas encendidas a Jehová, y comedla sin levadura junto al altar, porque es cosa muy santa. La comeréis, pues, en lugar santo; porque esto es para ti y para tus hijos, de las ofrendas encendidas a Jehová, pues que así me ha sido mandado» (v. 12-13).
Hay pocas cosas que nos sean más difíciles que mantenernos a la altura divina, cuando las debilidades humanas se manifiestan. Somos como David cuando Jehová hirió a Uza, porque había extendido su mano al arca. «Y David temió a Dios aquel día, y dijo: ¿Cómo he de traer a mi casa el arca de Dios?» (1 Crón. 13:12). Es sumamente difícil doblarse ante el juicio divino y al mismo tiempo mantener los principios divinos. El riesgo está en bajar la medida moral, descender de esta alta región al terreno humano. Debemos guardarnos cuidadosamente de este mal, tanto más peligroso, porque se reviste de las formas de la modestia, de la desconfianza en sí mismo y de la humildad. A pesar de todo lo que había pasado, Aarón y sus hijos debían comer la ofrenda de vegetal en el lugar santo. Debían comerla, no porque ya había pasado todo debidamente, sino «porque esto es para tí» y «así me ha sido mandado». Aunque había habido pecado, no obstante, su lugar estaba en el tabernáculo, y los que estaban allí tenían ciertas cosas a ellos “asignadas”, según el orden divino. Aunque el hombre hubiera faltado mil y mil veces la palabra de Jehová no podía faltar, y esta palabra aseguraba a todos los sacerdotes fieles ciertos privilegios de los que podían gozar. Los sacerdotes de Dios, ¿no debían tener nada que comer, ningún alimento sacerdotal, porque se había cometido una falta? Los que habían quedado, ¿debían carecer de alimento porque Nadab y Abiú habían ofrecido un «fuego extraño»? No, seguramente; Dios es fiel, y no permitirá nunca que queden hambrientos en su presencia bendita. El hijo pródigo pudo extraviarse, errar, gastar toda su hacienda y llegar a la indigencia, pero será siempre una verdad, que en la casa de su padre había abundancia de pan.
«Comeréis asimismo en lugar limpio, tú y tus hijos y tus hijas contigo, el pecho mecido y la espaldilla elevada, porque por derecho son tuyos y de tus hijos, dados de los sacrificios de paz de los hijos de Israel… y será por derecho perpetuo tuyo y de tus hijos, como Jehová lo ha mandado» (v. 14-15). ¡Qué fuerza y qué estabilidad tenemos aquí! Todos los miembros de la familia del sacerdote, las «hijas» igual que los «hijos», todos, cualquiera que fuese la medida de su energía o su capacidad, debían alimentarse del «pecho» y de la espalda, figuras de los afectos y de la fuerza del verdadero Sacrificio de paz, como resucitado de entre los muertos y presentado ante Dios. Este precioso privilegio les pertenecía ya que les había sido «dado por derecho perpetuo... como Jehová lo ha mandado». Esto lo hace todo “seguro y firme” ocurra lo que ocurra. Los hombres pueden faltar y pecar, pueden llegar a ofrecer el «fuego extraño», pero la casa sacerdotal de Dios no puede verse privada de la rica y misericordiosa porción que el amor divino le ha proporcionado y que la fidelidad divina le ha garantizado «por derecho perpetuo».
No obstante, debemos hacer una distinción entre los privilegios que pertenecían a todos los miembros de la familia de Aarón, «hijas» e «hijos», y aquellos de los que solo podían gozar los varones de esta familia. Ya hemos hecho alusión a este punto al tratar de las ofrendas. Ciertas bendiciones son comunes a todos los creyentes solamente por serlo; y hay otras que piden una mayor medida de conocimiento espiritual y de energía sacerdotal para ser comprendidas y gustadas. Luego, es inútil, es aun culpable, pretender gozar de esta más alta medida, cuando en realidad no la poseemos. Una cosa es tener firmes los privilegios «dados» por Dios, y que nunca pueden faltar, y otra es pretender una capacidad espiritual que nunca hemos alcanzado. Sin duda, debemos desear ardientemente la más alta medida de comunión sacerdotal, el orden más elevado de los privilegios sacerdotales, pero es muy diferente desear una cosa que pretender tenerla.
8.7 - Omisión en el servicio
Este pensamiento aclarará la última parte de este capítulo. «Y Moisés preguntó por el macho cabrío de la expiación, y se halló que había sido quemado; y se enojó contra Eleazar e Itamar, los hijos que habían quedado de Aarón, diciendo: ¿Por qué no comisteis la expiación en lugar santo? Pues es muy santa, y la dio él a vosotros para llevar la iniquidad de la congregación, para que sean reconciliados delante de Jehová. Veis que la sangre no fue llevada dentro del santuario; y vosotros debías comer la ofrenda en el lugar santo, como yo mandé. Y respondió Aarón a Moisés: He aquí hoy han ofrecido su expiación y su holocausto delante de Jehová; pero a mí me han sucedido estas cosas, y si hubiera yo comido hoy del sacrificio de expiación ¿sería esto grato a Jehová? Y cuando Moisés oyó esto, se dio por satisfecho» (v. 16-20).
Las «hijas» de Aarón no tenían permiso para comer de «la expiación». Este gran privilegio no pertenecía más que a los «hijos», y era figura de la forma más elevada del servicio sacerdotal. Comer de la expiación expresaba el identificarse con el que lo ofrecía, y para esto se necesitaba una capacidad sacerdotal y una energía que estaba representada por «los hijos de Aarón». Sin embargo, es evidente que en esta ocasión Aarón y sus hijos no estaban en una condición espiritual para elevarse hasta esa santa altura, aunque debían estarlo. «Me han acontecido estas cosas», dijo Aarón. Sin duda, era una falta deplorable, pero Moisés «lo oyó y se dio por satisfecho». Vale mucho más ser sinceros en la confesión de nuestras culpas y de nuestras negligencias, que tener pretensiones de una fuerza espiritual que de hecho no tenemos.
Así, pues, el décimo capítulo del Levítico comienza por un pecado positivo y termina con un pecado de omisión. Nadab y Abiú ofrecen «fuego extraño» y Eleazar e Ithamar son incapaces de comer de la «expiación». El pecado atrae el juicio divino, el pecado por yerro u omisión, se mira con indulgencia divina. No podía haber tolerancia para el «fuego extraño». Era menospreciar abiertamente el mandamiento expreso de Dios. Evidentemente hay gran diferencia entre la transgresión deliberada de un mandamiento positivo, y la simple incapacidad de elevarse a la altura de un privilegio divino. El primer caso es ofender abiertamente a Dios; el segundo es una falta que se comete privándose de una propia bendición. No debiera ocurrir lo uno ni lo otro, pero la diferencia entre los dos es fácil de comprender.
Quiera el Señor, en su gracia infinita, hacernos morar siempre en el oculto retiro de su santa presencia, viviendo en su amor y alimentándonos de su verdad. Así seremos preservados del «fuego extraño» y del «vino y sidra»; es decir, de todo culto falso, y de la excitación carnal, bajo todas sus formas. Así también seremos capaces de conducirnos rectamente, en todos los detalles del ministerio sacerdotal, y de gozar de todos los privilegios de esta elevada posición. La comunión del cristiano con su Señor se ve afectada fácilmente por las influencias de un mundo malvado. Se desarrollará bajo la benéfica acción de la atmósfera del cielo; pero deberá cerrarse resueltamente al soplo glacial del mundo. Recordemos estas cosas y procuremos estar siempre en el recinto sagrado de la presencia divina. Allí todo es puro, seguro y feliz.
9 - Capítulo 11 — Leyes sobre animales puros e impuros
9.1 - Introducción
El libro del Levítico puede llamarse con razón “Guía del sacerdote”, porque este es el carácter que tiene. Está lleno de principios para la dirección de los que desean gozar de la proximidad de Dios ejerciendo el sacerdocio. Si Israel hubiera continuado andando con Jehová, según la gracia por la cual los había sacado de la tierra de Egipto, le hubieran sido «reino de sacerdotes, y gente santa» (Éx. 19:6). Pero no lo hicieron, sino que se alejaron de Él. Se colocaron bajo la ley, y no pudieron observarla. Por esto, Jehová tuvo que elegir cierta tribu, y en ella una familia determinada, y en esta familia un hombre, y a él y a su casa fue concedido el gran privilegio de acercarse a Dios como sacerdotes.
Los privilegios de tal posición eran inmensos; pero tenía también sus graves responsabilidades. Exigía incesantemente el ejercicio de un espíritu de discernimiento. «Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos» (Mal. 2:7). El sacerdote debía no solo llevar el juicio de la congregación delante de Jehová, sino también explicar las ordenanzas de Jehová a la congregación. Debía estar siempre dispuesto a ser el intermediario para las comunicaciones entre Jehová y el pueblo. No solo debía conocer para sí mismo los pensamientos de Dios, sino también interpretarlos al pueblo. Todo esto requería necesariamente una vigilancia continua, una atención sostenida, un estudio constante de las páginas inspiradas, a fin de impregnarse bien de todos los preceptos, juicios, estatutos, mandamientos, y de todas las leyes y ordenanzas del Dios de Israel, para ser el instructor de la congregación en cuanto a “las cosas que debían ser hechas”.
No quedaba ni el lugar más pequeño para los juegos de la imaginación, ni para introducir las plausibles inducciones del hombre, ni para las hábiles invenciones de las conveniencias humanas. Todo estaba prescrito con la precisión divina y la autoridad perentoria de un «así ha dicho Jehová». Minuciosa y completa como era la explicación de los sacrificios, de los ritos y de las ceremonias no dejaba nada que hacer a la elaboración del cerebro humano. No le estaba permitido, ni aun decidir qué especie de sacrificio debía ofrecerse en ciertas ocasiones, ni de qué manera debía presentarse este sacrificio. Jehová lo había previsto todo. Ni la congregación ni el sacerdote tenía la menor autoridad para decretar, o sugerir un solo detalle en la larga serie de las ordenanzas de la economía mosaica. La palabra de Jehová lo ordenaba todo; el hombre no tenía más que obedecer.
Para un corazón obediente esto constituye una gran ventaja. Nunca se apreciará bastante el privilegio de poder recurrir a los oráculos de Dios, y de encontrar en ellos, día tras día, las más amplias instrucciones sobre todos los detalles concernientes a la fe y al servicio. Lo que necesitamos es una voluntad sumisa, un espíritu humilde, un corazón sencillo. Las enseñanzas divinas son tan completas como podemos desear; no tenemos necesidad de otra cosa. Creer, aunque solo sea por un instante, que resta algo que la sabiduría humana pueda o deba suplir, es un insulto hecho a los libros sagrados. No se puede leer el Levítico sin admirar al extremo cuidado que muestra el Dios de Israel para proporcionar a su pueblo las instrucciones más detalladas en cuanto a todo lo que se refiere a su servicio y a su culto. El lector más superficial encontrará, por lo menos, esta interesante lección.
Ahora más que en ninguna otra época necesitan los cristianos aprender esta lección. De todas partes se elevan dudas sobre la divina suficiencia de las Escrituras. En algunos casos estas dudas se expresan abiertamente y con propósito deliberado; en otros, con menos franqueza se insinúan secretamente, y se presentan por medio de alusiones o inferencias. Se dice, directa o indirectamente, al navegante cristiano que el mapa divino no es suficiente para los múltiples y complicados detalles del viaje; que en el océano de la vida se han operado tantos cambios desde la formación de esta carta, que en muchos casos resulta defectuosa para las necesidades de la navegación moderna. Se le dice que las corrientes, las mareas y las costas de este océano son enteramente diferentes ahora de lo que eran hace algunos siglos, y que, por consiguiente, es preciso que haya recursos apropiados a las necesidades de la navegación moderna, a fin de suplir con esto lo que falta en la antigua carta, la cual (se conviene en ello) era perfecta en la época en que fue hecha.
Nuestro vivo deseo es que el lector cristiano pueda contestar con toda seguridad a este grave insulto inferido al precioso volumen inspirado, en el que cada línea viene del seno del Padre, siendo escrito por hombres inspirados por el Espíritu Santo. Deseamos que pueda responder, ya se le presente bajo la forma de una audaz blasfemia, ya bajo la de una sabia y plausible inducción. Sea cual fuere el manto con que se cubra, debe su origen al enemigo de Cristo, al enemigo de la Biblia al enemigo del alma. Si, en efecto, la Palabra de Dios no fuera suficiente ¿dónde estamos? ¿a qué lado nos volveremos? ¿A quién nos dirigiremos cuando tengamos necesidad de socorro y de luz, si el libro de nuestro Padre es defectuoso? Dios nos dice que su libro nos hace «apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:17). El hombre sostiene lo contrario, y dice que hay muchas cosas sobre las cuales la Biblia calla, y, no obstante, tenemos necesidad de saber. ¿A quién creeremos? ¿A Dios o al hombre? Nuestra respuesta a los que ponen en duda la divina suficiencia de la Biblia es sencillamente esta: “O no eres hombre de Dios, o aquello para lo que buscas autorización no es una buena obra”. Esto es muy claro, y nadie podrá verlo de otro modo considerando cuidadosamente 2 Timoteo 3:17. ¡Ojalá tengamos un sentimiento más profundo de la plenitud, de la majestad y de la autoridad de la Palabra de Dios! Tenemos mucha necesidad de ser corroborados en este asunto. Deseamos un sentimiento tan vivo, tan vigoroso y tan constante de la autoridad suprema del canon sagrado y de su completa suficiencia para todos los tiempos, todos los climas, todas las posiciones, todos los estados personales, sociales y eclesiásticos, que podamos resistir todos los esfuerzos del enemigo para despreciar el valor de este inestimable tesoro. Que nuestros corazones estén más al unísono con estas palabras del Salmista: «La suma de tu palabra es verdad, y eterno es todo juicio de tu justicia» (Sal. 119:160).
Estos pensamientos se han despertado en nosotros, examinando el undécimo capítulo del Levítico. En él vemos a Jehová haciendo una descripción maravillosamente detallada de animales, aves, peces y reptiles y dando a su pueblo distintas señales para que pudieran conocer lo que era limpio y lo que era inmundo. Los dos últimos versículos de este notable capítulo nos dan el resumen completo: «Esta es la ley acerca de las bestias, y las aves, y todo ser viviente que se mueve en las aguas, y todo animal que se arrastra sobre la tierra, para hacer diferencia entre lo inmundo y lo limpio, y entre los animales que se pueden comer y los animales que no se pueden comer» (v. 46-47).
9.2 - Animales que rumian y que tienen la pezuña hendida
Respecto a los animales cuadrúpedos, dos cosas eran necesarias para que fuesen limpios: era preciso que rumiasen y que tuvieran la pezuña hendida. «De entre los animales, todo el que tiene pezuña hendida y que rumia, éste comeréis» (v. 3). Una sola de estas señales hubiera sido insuficiente para constituir la pureza ceremonial; las dos debían hallarse reunidas. Aunque estas dos señales bastaban para dirigir al israelita, en cuanto a la distinción de los animales limpios y de los inmundos, independientemente de toda mención del sentido o de los motivos de estos caracteres, el cristiano encuentra verdades del orden espiritual contenidas en estas ordenanzas ceremoniales.
¿Qué nos enseñan, pues, estas dos señales de un animal limpio? La acción de rumiar expresa el acto de “digerir interiormente” lo que se come; mientras que la pezuña hendida representa el carácter de la marcha exterior. Hay, como sabemos, íntima relación entre estas dos cosas en la vida del cristiano. Aquel que pace en los verdes pastos de la palabra de Dios, y digiere lo que allí come; aquel que combina la tranquila meditación del estudio con oración, manifestará también el carácter de una marcha que es a gloria de Aquel que ha querido darnos su palabra para dirigir nuestros caminos y formar nuestros hábitos.
9.3 - Digerir la Palabra
Es de temer que muchos de los que leen la Biblia no digieran la palabra. Hay una inmensa diferencia entre estas dos cosas. Se puede leer capítulo tras capítulo, libro tras libro, y no digerir una sola línea. Podemos leer la Biblia, como si cumpliésemos una fría y vana rutina, pero por falta de facultades rumiantes, de órganos digestivos, no sacamos de ello ningún provecho, y debemos guardarnos de ello. El ganado que pace la hierba verde nos puede enseñar una saludable lección. Primero, recoge diligentemente el refrescante pasto, después, se acuesta tranquilo para rumiarlo. Bella y admirable imagen de un cristiano, alimentándose del precioso contenido del volumen inspirado, digiriéndolo después interiormente. ¡Quiera Dios que esto sea más general entre nosotros! Si estuviéramos más habituados a hacer de la Palabra el alimento necesario y diario de nuestras almas, estaríamos seguramente en un estado más vigoroso y más sano. Guardémonos de hacer de la lectura de la Biblia una forma muerta, un frío deber, un trabajo de rutina religiosa. La misma precaución es necesaria en cuanto a la exposición de la Palabra en público. Que los que explican las Escrituras a sus semejantes se alimenten de ellas y las digieran primero para sí mismos. Que lean y rumien, no solo para los demás, sino para sí mismos. Es triste ver un hombre continuamente ocupado en procurar alimento a beneficio de otros, mientras que él se muere de hambre. Y que los que asisten al ministerio público de la Palabra, no lo hagan maquinalmente y por hábito, sino con sincero deseo de aprender y digerir interiormente lo que oyen. Entonces los que enseñan y los que son enseñados estarán en buen estado, la vida espiritual será alimentada y sostenida, y se manifestará el verdadero carácter de la conducta cristiana.
9.4 - La vida interior y la marcha exterior van juntas
Pero recordemos que el precepto exige que además de la acción de rumiar, tenga el animal la pezuña hendida. El que no conociera perfectamente la “Guía del sacerdote”, el inexperto en cuanto a las ordenanzas divinas, viendo un rumiante, podía, a la ligera, declararlo limpio, lo cual hubiera sido un grave error. Un estudio más cuidadoso de la fórmula divina, le hubiera enseñado muy pronto que debía observar también la marcha del animal; buscar la huella de la pezuña hendida. «Pero de los que rumian o que tienen pezuña, no comeréis estos: el camello, porque rumia pero no tiene pezuña hendida, lo tendréis por inmundo». (v. 4-6). Igualmente, la pezuña hendida no bastaba para declararlo limpio; tenía que ser rumiante. «También el cerdo, porque tiene pezuñas, y es de pezuñas hendidas, pero no rumia, lo tendréis por inmundo» (v. 7). En una palabra, estas dos cosas eran inseparables en todo animal limpio, y en cuanto a la aplicación espiritual, es de la más alta importancia desde el punto de vista práctico. La vida interior y la marcha exterior deben estar íntimamente unidas. Se puede hacer profesión de amar la Palabra de Dios y de alimentarse de ella, de estudiarla y de rumiarla, de hacer de ella el pasto de su alma, pero si las huellas de su marcha sobre el sendero de la vida no son como pide la Palabra, no está limpio. Y, por otra parte, se puede andar con exactitud farisaica; pero si la marcha no es el resultado de la vida oculta, no vale nada en sí misma. Es preciso que haya dentro el principio divino que toma y digiere el rico pasto de la Palabra de Dios, sin la cual la huella de sus pasos no servirá de nada. El valor de cada uno de estos caracteres depende de su unión inseparable con el otro. Esto nos trae vivamente a la memoria un serio pasaje de la primera epístola de Juan, en el cual el apóstol nos da las dos señales con las cuales podemos conocer a los que son de Dios: «En esto son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo: El que no practica la justicia, ni ama a su hermano, no es de Dios» (1 Juan 3:10). Aquí tenemos los dos grandes rasgos característicos de la vida eterna que poseen todos los verdaderos creyentes, a saber: «la justicia» y «el amor», el signo exterior y el interior. Los dos deben estar juntos. Algunos cristianos abogan solo para lo que llaman el amor; otros por la justicia. Según Dios, no puede existir lo uno sin lo otro. Si lo que se llama amor existe sin la justicia práctica, no será en realidad más que una disposición del espíritu débil y relajado, que tolerará toda especie de error y de mal. Y si lo que se llama justicia existe sin el amor, sería una disposición del alma severa, orgullosa, farisaica, egoísta, asentada en la miserable base de la reputación personal. Pero allí donde obra con energía la vida divina, se encontrará siempre la caridad interior, unida a una sincera justicia práctica. Estos dos elementos son esenciales para la formación del verdadero carácter cristiano. Es preciso que haya el amor que se muestra por todo lo que es de Dios, y, al mismo tiempo, la santidad que retrocede con horror ante todo lo que es de Satanás.
9.5 - Animales que viven en las aguas
Veamos ahora lo que el ceremonial levítico enseña en cuanto a «todos los animales que viven en las aguas». Aun aquí encontramos la doble marca. «Esto comeréis de todos los animales que viven en las aguas: todos los que tienen aletas y escamas en las aguas de la mar, y en los ríos, estos comeréis. Pero todos los que no tienen aletas ni escamas en la mar y en los ríos, así de todo lo que se mueve como de toda cosa viviente que está en las aguas, lo tendréis en abominación» (v. 9-10). Dos cosas eran necesarias para que un pez fuese limpio, en el sentido ceremonial de la palabra, «las aletas y escamas», que evidentemente representaban cierta aptitud para el elemento en el que debía moverse el animal.
Pero aún había más. Creemos que tenemos el privilegio de poder discernir, por medio de las propiedades naturales con que Dios ha dotado a las criaturas que viven en las aguas, ciertas cualidades espirituales que pertenecen a la vida cristiana. Si al pez le son necesarias las «aletas» para moverse en el agua, y las «escamas» para resistir la acción de este elemento, el cristiano también tiene necesidad de la fuerza espiritual que le hace marchar adelante a través del mundo que le rodea, y al mismo tiempo le hace resistir su influencia. Estas cualidades son muy preciosas para el cristiano. Las aletas y las escamas tienen mucha significación; y ofrecen mucha instrucción para el creyente. Nos representan, bajo la forma ceremonial, dos cosas de las que tenemos gran necesidad, a saber: la energía espiritual para ir adelante a través del elemento que nos rodea, y la fuerza para preservarnos de su acción. De nada serviría una sin la otra. Es inútil poseer la fuerza necesaria para avanzar, si no podemos resistir la influencia del mundo, y aunque fuésemos capaces de resistir la influencia mundana, no obstante, si no tenemos fuerza para avanzar, somos defectuosos.
La conducta de un cristiano debe demostrar que es extranjero y peregrino sobre la tierra. Su divisa debe ser «adelante»; siempre y únicamente adelante. Cuales quiera que sean sus circunstancias, sus miradas deben dirigirse a una morada más allá de este mundo perecedero. Está dotado, por gracia, de la facultad espiritual de ir adelante, de pasar enérgicamente todos los obstáculos, y de realizar las ardientes aspiraciones de un alma nacida de arriba. Y abriéndose así vigorosamente su camino hacia adelante; “forzando su camino hasta el cielo”, es preciso que guarde su hombre interior revestido y cerrado cuidadosamente a todas las influencias de fuera.
¡Oh si tuviéramos más deseos de avanzar, más aspiraciones de lo alto, más santa sumisión del alma a las cosas de arriba y mayor alejamiento de este mundo vano! Si, merced a estas meditaciones sobre las sombras ceremoniales del libro del Levítico, llegamos a desear más ardientemente estos dones, que nos son tan necesarios, tendremos motivo para bendecir al Señor por ello.
9.6 - Las aves
Del versículo 13 al 24 de este capítulo encontramos la ley relativa a las aves. Todas las carnívoras eran inmundas. Todas las omnívoras, o las que comían de todo, eran inmundas. Todas las que, aunque dotadas de la facultad de elevarse en los cielos se arrastraban, no obstante, sobre la tierra, eran inmundas. En cuanto a esta última clase había algunos casos excepcionales (v. 21-22), pero la regla general, el principio fijo, la ordenanza inmutable, era muy explícita. «Todo insecto alado que anduviere sobre cuatro patas, tendréis en abominación» (v. 20). Todo esto es de una enseñanza muy sencilla para nosotros. Las aves que podían alimentarse de carne, las que podían tragar todo lo que se presentase, y todas las aves que se arrastraban debían ser inmundas para el Israel de Dios, porque el Dios de Israel las había declarado tales, y el corazón espiritual no tendrá dificultad en reconocer la justicia de semejante ordenanza. No solamente podemos ver en la naturaleza de las tres clases de aves aquí citadas el sabio motivo que las hacía declarar inmundas, sino que vemos también la admirable representación de aquello de que todo cristiano verdadero debe guardarse absolutamente. Debe rechazar todo lo que es de una naturaleza carnal. Además, no puede alimentarse de todo lo que se le presenta. Debe «discernir las cosas que difieren», debe «mirar lo que oye» (v. 47); es preciso que ejerza juicio espiritual sobre todas las cosas, discerniéndolas según los gustos celestes (comp. Hebr. 5:14). Finalmente, es preciso que se sirva de sus alas, es preciso que se eleve por medio de las de la fe y busque su lugar en la esfera celestial a que pertenece. En una palabra, no debe haber nada bajo, nada confuso, nada sucio, en el cristiano.
9.7 - Los reptiles
En cuanto a los reptiles, he aquí la regla general. «Y todo reptil que se arrastra sobre la tierra es abominación; no se comerá» (v. 41). ¡Cuán admirable la gracia benévola de Jehová, quien se digna dar instrucciones acerca de un reptil! No quería dejar a su pueblo en indecisión acerca de la cosa más pequeña. El guía del sacerdote contiene las más detalladas instrucciones sobre todos los puntos. Quería Dios que su pueblo se conservase puro de toda inmundicia resultante del contacto con lo sucio. Ellos no se pertenecían a sí mismos, y, por lo tanto, no debían obrar como bien les pareciese. Pertenecían a Jehová, su nombre era invocado sobre ellos, estaban identificados con Él. Su palabra debía ser en todas las cosas su regla de conducta. Por ella debían aprender a juzgar del estado ceremonial de los cuadrúpedos, de las aves, de los peces y de los reptiles. No debían, en esta materia, apoyarse en sus propios pensamientos, ejercer su facultad de raciocinio, o dejarse guiar por sus propias imaginaciones. La palabra de Dios debía ser su única guía. Los demás pueblos podían comer lo que quisieran, pero Israel gozaba el gran privilegio de no comer más que lo que agradaba a Jehová.
9.8 - La santidad de Dios y la santidad del creyente
El pueblo de Dios no solo debía guardarse cuidadosamente de comer lo inmundo, sino que aun el simple contacto le estaba prohibido (véanse los v. 8, 24, 26-28, 31-41). Era imposible que un miembro del Israel de Dios tocara lo que era inmundo sin contraer inmundicia. Este principio está ampliamente desarrollado en la ley y los profetas: «Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Pregunta ahora a los sacerdotes acerca de la ley, diciendo: si alguno llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida, ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: No. Y dijo Hageo: Si un inmundo a causa de cuerpo muerto tocare alguna cosa de estas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: Inmunda será» (Hag. 2:11-13). Jehová quería que su pueblo fuese santo por todos conceptos. No debían comer, ni tocar nada que fuera inmundo. «No hagáis abominables vuestras personas con ningún animal que se arrastra, ni os contaminéis con ellos, ni seáis inmundos por ellos». Después viene la poderosa razón de esta detallada ordenanza: «Porque yo soy Jehová vuestro Dios, vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo; así que no contaminéis vuestras personas con ningún reptil que se arrastre sobre la tierra. Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios; seréis, pues, santos, porque yo soy santo» (v. 43-45).
Es conveniente observar que la santidad personal de los siervos de Dios, su entera separación de toda especie de inmundicia, proviene de sus relaciones con Él. No se basa en el principio: «retírate, no te acerques a mí, porque yo soy más santo que tú»; sino sencillamente sobre este: «Dios es santo» (véase cap. 19:2), por esto todos los que están en relación con Él, deben ser santos también. Por todos conceptos es digno de Dios que su pueblo sea santo. «Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). ¡Qué puede convenir a la morada de Jehová sino la santidad? Si se hubiera preguntado a un israelita ¿Por qué retrocedes así ante ese reptil que se arrastra por el sendero? hubiera contestado: “Jehová es santo, y yo le pertenezco: Él ha dicho: No lo toques”. Igualmente, si se pregunta ahora a un cristiano por qué se mantiene alejado de tantas cosas en las que los hombres del mundo toman parte, su respuesta debe ser sencillamente: «Mi Padre es santo». Esta es la verdadera base de la santidad personal. Cuanto más contemplemos el carácter divino y comprendamos el poder de nuestras relaciones con Dios en Cristo por la energía del Espíritu Santo, tanto más santos seremos en la práctica. No puede haber progreso en el estado de santidad en que entra el creyente; pero hay y debe haber progreso en la apreciación, en la experiencia y en la manifestación práctica de esta santidad. Estas cosas nunca deberían confundirse.
Todos los creyentes están en la misma condición de santidad o de santificación, pero su medida práctica puede variar hasta lo infinito. Esto es fácil de comprender; nuestra condición resulta de que hemos sido acercados a Dios por la sangre de la cruz; la santidad práctica depende de la medida en que nos mantenemos cerca de Dios, por el poder del Espíritu. Esto no es pretender un grado de santidad personal más elevado que el de otros, ni ser de algún modo mejor que el prójimo. Tales pretensiones son, desde luego, despreciables a los ojos de toda persona inteligente. Pero si Dios, en su gracia infinita, se baja hasta nosotros y nos eleva a la santa altura de su presencia bendita, en unión con Cristo, ¿no tiene el derecho de prescribirnos cual ha de ser nuestro carácter? ¿Quién osaría poner en duda una verdad tan evidente? Y por otra parte ¿no debemos procurar conservar este carácter que nos prescribe? ¿Debemos ser acusados de presunción si lo hacemos? ¿Era presunción para un israelita el rehusar tocar «un reptil»? No, pero habría sido una audaz y peligrosa presunción el hacerlo. Podía ser, es verdad, que no pudiera hacer comprender y apreciar a un extranjero incircunciso, el motivo de su conducta, pero lo que importaba era que Jehová había dicho: «No lo toques». No era que un israelita, por sí mismo, fuese más santo que un extranjero, sino porque Jehová era santo, e Israel le pertenecía. Eran necesarios el ojo y el corazón de un discípulo circunciso de la ley de Dios, para discernir lo que era limpio y lo que no lo era. Un extranjero no veía en ello ninguna diferencia. Así debe ocurrir siempre: únicamente los hijos de la sabiduría son los que la pueden justificar y aprobar sus celestes enseñanzas.
9.9 - La gracia, Pedro en Hechos 10
Antes de dejar el capítulo undécimo de Levítico, nos será útil compararlo con el capítulo 10 de los Hechos, versículos 11-16. Cuán extraño le debió parecer a Pedro, educado desde su infancia en los principios del ritual mosaico, ver un gran lienzo descendiendo del cielo «en el cual había de todos los cuadrúpedos y reptiles de la tierra y aves del cielo», y no solo ver el gran lienzo sino aun oír una voz diciendo: «Levántate, Pedro, mata y come». ¡Cosa maravillosa: comer sin ningún examen de las pezuñas y de los instintos! No había necesidad de ello; el gran lienzo y su contenido habían descendido del cielo. Esto era bastante. El judío podía atrincherarse detrás de las estrechas barreras de las ordenanzas judaicas, y exclamar: «Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás»; pero la ola de la gracia divina se elevaba majestuosamente por encima de estas barreras, a fin de abrazar en su vasto contorno “toda clase de personas”, y de elevarlos al cielo con la potestad y sobre la autoridad de estas preciosas palabras: «Lo que Dios purificó, no lo llames tú impuro». Poco importaba lo que había en el gran lienzo, si Dios lo había purificado. El Autor del libro de Levítico iba a elevar los pensamientos de su siervo por encima de las barreras que este libro había erigido, hasta toda la magnificencia de la gracia celestial. Quería enseñarle que la verdadera pureza; la que el cielo pedía, no debía consistir en el acto de rumiar y en el hecho de tener la pezuña hendida o en tal o cual marca ceremonial, sino en estar lavada en la sangre del Cordero, que limpia de todo pecado, y que hace al creyente bastante limpio para pisar el pavimento de zafiro de los celestes atrios.
Era una hermosa lección dada a un judío. Era una lección divina a cuya luz debían desvanecerse las sombras de la antigua economía. La mano de la gracia soberana ha abierto la puerta del reino, pero no para admitir a aquel que sea impuro. Nada impuro puede entrar en el cielo; luego el criterio de la pureza no podía ser ya una pezuña hendida, sino únicamente esto: «Lo que Dios purificó». Cuando Dios purifica a un hombre, debe ciertamente, estar limpio. Pedro había sido enviado para abrir el reino a los gentiles, como lo había abierto ya a los judíos, y su corazón judío tenía necesidad de ensancharse. Tenía necesidad de elevarse sobre las sombras de un tiempo que ya había pasado, en la luz esplendorosa que irradiaba de un cielo abierto en virtud de un sacrificio cumplido y perfecto. Tenía necesidad de salir de la estrecha corriente de los prejuicios judaicos y de ser llevado en el seno de este océano de gracia que iba a esparcirse sobre todo un mundo perdido. Tenía también que aprender que la medida que debía determinar la verdadera pureza no era carnal, ceremonial y terrestre, sino espiritual, moral y celestial. Podemos, pues, decir que eran grandes lecciones las que recibió el apóstol de la circuncisión en la azotea de la casa de Simón el curtidor. Eran eminentemente propias para dulcificar, para dilatar y elevar un espíritu que había sido formado en medio de las influencias deprimentes del sistema judaico. Damos gracias al Señor por estas preciosas lecciones. Le damos gracias por la bella y rica posición en que nos ha colocado, por la sangre de la cruz. Le bendecimos porque no estamos trabados por los «no tomes, ni gustes, ni toques» (Col. 2:21), sino que su Palabra nos declara que «todo lo que Dios ha creado es bueno, y no hay nada que desechar, si se recibe con acciones de gracias; porque es santificado mediante la palabra de Dios y la oración» (1 Tim. 4:4-5).
10 - Capítulo 12 — Purificación de la mujer que da a luz
10.1 - El hombre concebido y nacido en el pecado
Esta corta sección de nuestro libro nos da, a su manera, la doble lección de “la ruina del hombre y del remedio de Dios”. Pero, aunque la forma sea particular, la lección es de las más claras y de las más propias para impresionar. Es a la vez profundamente humillante y divinamente consoladora. El efecto de toda Escritura, directamente explicada y aplicada a nuestra alma por el poder del Espíritu Santo, es conducirnos fuera de nosotros mismos a Cristo. Por allí por donde veamos nuestra naturaleza caída, por cualquier punto de su historia que la consideremos, sea en su concepción, en su nacimiento o en cualquier otra fase a lo largo de su carrera desde el vientre hasta la tumba, lleva el doble sello de debilidad e inmundicia. Esto es lo que se olvida muchas veces en medio de la ostentación de las pompas, de las riquezas y de los esplendores de la vida humana. El corazón del hombre es fértil en medios de cubrir su humillación. Busca de diversas maneras el medio de adornar, de dorar su desnudez y de revestirse con apariencias de fuerza y de gloria; pero todo esto no es más que vanidad. Basta verle a su entrada en el mundo, pobre y débil criatura, o cuando sale de él para tornar a la tierra, para tener la prueba más convincente de la nada de todo su orgullo, de la vanidad de toda su gloria. Aquellos cuyo camino a través de este mundo ha sido iluminado por lo que el hombre llama la gloria, entraron en él en la desnudez y en la debilidad y salieron por la enfermedad y la muerte.
Pero no es solo esto. La condición del hombre, lo que le caracteriza a su entrada en la vida, no es solo la debilidad, sino también el pecado. «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5), y «¿cómo será limpio el que nace de mujer?» (Job 25:4). En el capítulo que tenemos a la vista, aprendemos que la concepción y el nacimiento de un «varón» ocasionaba «siete días» de inmundicia ceremonial para la madre, con treinta y tres días de exclusión del santuario, y que estos períodos eran dobles en el caso de ser «hija». Esto ¿no nos enseña algo? ¿no podemos sacar de ello una lección humillante? ¿no se nos declara con un lenguaje fácil de comprender, que el hombre es una «cosa inmunda» (Hec. 11:8), y que necesita la sangre de la expiación para purificarlo? El hombre se imagina que puede hacerse una justicia propia. Ensalza orgullosamente la dignidad de la naturaleza humana. Puede tomar un aire altanero y un andar arrogante, recorriendo la escena de la vida; pero si quiere meditar sobre el corto capítulo del libro que nos ocupa, su orgullo, su vanidad, su dignidad y su propia justicia se desvanecerán prontamente, y en su lugar encontrará la sólida base de toda verdadera dignidad, lo mismo que el fundamento de la divina justicia, en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
10.2 - Solo la muerte de Cristo puede lavar perfectamente la mancha que se contrae al nacimiento natural del hombre
La sombra de la cruz pasa ante nosotros en este capítulo, bajo un doble aspecto, primero, en la circuncisión del «niño», por la cual entraba como miembro en el Israel de Dios; y después, en el holocausto y expiación, por los cuales la madre quedó limpia de toda inmundicia, reintegrada a la congregación y hecha capaz de nuevo de acercarse al santuario y de ponerse en contacto con las cosas santas. «Cuando los días de su purificación fueren cumplidos, por hijo o por hija, traerá un cordero de un año para holocausto, y un palomino o una tórtola para expiación, a la puerta del tabernáculo de reunión, al sacerdote; y él los ofrecerá delante de Jehová, y hará expiación por ella, y será limpia del flujo de su sangre. Ésta es la ley para la que diere a luz hijo o hija» (v. 6-7). La muerte de Cristo, en sus dos grandes aspectos, se presenta aquí a nuestro pensamiento, como la única cosa que podía responder a la necesidad de lavar perfectamente la mancha que el nacimiento natural del hombre producía. El holocausto representa la muerte de Cristo según la apreciación divina; el sacrificio de expiación, por otra parte, representa la muerte de Cristo en relación con las necesidades del pecador.
10.3 - La sangre expiatoria de Cristo puesta a disposición del más humilde, del más pobre, del más débil
«Y si no tiene lo suficiente para un cordero, tomará entonces dos tórtolas o dos palominos, uno para holocausto y otro para expiación; y el sacerdote hará expiación por ella, y será limpia» (v 8). Solo el derramamiento de sangre podía purificar. La cruz es el único remedio para la enfermedad y la impureza del hombre. Donde quiera que sea comprendida esta obra gloriosa por la fe, se goza de una purificación completa. Esta percepción puede ser débil; la fe puede ser vacilante; las experiencias pobres; pero recuerde el lector, para regocijo y consolación de su alma, que no es la profundidad de sus experiencias, la estabilidad de su fe, o la fuerza de su comprensión, lo que le purifica, sino únicamente, el valor divino, la inmutable eficacia de la sangre de Jesús. Esto proporciona gran reposo al alma. El sacrificio de la cruz es el mismo para cada miembro del Israel de Dios, cualquiera que sea su posición en la asamblea. Las tiernas consideraciones del Dios de misericordia se veían en el hecho de que la sangre de una tórtola era tan eficaz para el pobre, como la del cordero para el rico. El pleno valor de la obra expiatoria era igualmente demostrado por las dos ofrendas. Si no hubiera sido así, el humilde israelita, comprendido en alguno de los casos en que la ley ceremonial le declaraba inmundo, hubiera podido exclamar, contemplando los numerosos rebaños de algún rico: “¿Qué haré? ¿Cómo me purificaré? ¿Cómo podré recobrar mi lugar y mis privilegios en la congregación? No tengo ni ganados, ni vacadas; soy pobre y menesteroso”. Pero, gracias a Dios, este caso estaba previsto. Un palomino o una tórtola era suficiente. La misma gracia perfecta y admirable se encuentra en el caso del leproso, en el capítulo 14 de nuestro libro. «Mas si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará. Asimismo ofrecerá una de las tórtolas o uno de los palominos según pueda… Esta es la ley para el que hubiere tenido plaga de lepra, y no tuviere más para su purificación» (v. 21, 30-32). La gracia sale al encuentro del menesteroso en cualquier lugar donde esté y tal como es. La sangre expiatoria está puesta al alcance del más humilde, del más pobre y del más débil. Todos los que tienen necesidad de ella pueden alcanzarla. «Si fuere pobre» ¿qué pues? ¿que sea rechazado? ¡Oh no! el Dios de Israel no podía obrar de esta manera con los pobres y los indigentes. Hay gran consuelo para estos últimos en la bella expresión «si no tiene lo suficiente», «no tuviere para tanto», ¡Qué gracia más perfecta! «A los pobres es anunciado el Evangelio». Nadie puede decir: “La sangre de Cristo no está a mi alcance”. Se puede preguntar a cada uno: ¿quisieras que se te acercase? «Haré que se acerque mi justicia; no se alejará», dice el Señor (Is. 46:13). ¿Hasta qué punto está cerca? Tan cerca, que es para «que no hace obras, pero cree en el que justifica al impío» (Rom. 4:5). Y aún «La palabra está cerca de ti». Tan cerca que «si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom. 10:8-9). Lo mismo dice también esta bella y conmovedora invitación: «A todos los sedientos: Venid a las aguas, y los que no tienen dinero» (Is. 55:1).
¡Qué gracia incomparable brilla en estas expresiones: para «el que no hace obras» y «los que no tienen dinero»! Son tan conformes a la naturaleza de Dios, como opuestas a la del hombre. La salvación es tan gratuita como el aire que respiramos, y ¿hemos creado nosotros el aire? ¿Acaso hemos combinado nosotros los elementos que lo componen? No, pero gozamos de él, y gozándolo podemos vivir y obrar por Aquel que lo ha creado. Lo mismo ocurre en el asunto de la salvación. La recibimos sin haber hecho nada. Gozamos de las riquezas de otro, descansamos sobre la obra cumplida por otro y, además, alimentándonos y descansando así, es como somos capaces de trabajar por Aquel sobre cuya obra reposamos y de cuyas riquezas gozamos. Es esta una gran paradoja del Evangelio, inexplicable para el legalismo, pero admirablemente sencilla para la fe. La gracia divina se deleita proveyendo a las necesidades de los que no tienen medios de proveerlas ellos mismos.
10.4 - José y María, los padres de Jesús eran pobres
Pero encontramos aun otra lección preciosa en este duodécimo capítulo de Levítico. No solamente vemos en él la gracia de Dios hacia los pobres, sino que comparando los últimos versículos con Lucas 2:24, aprendemos hasta qué asombrosa profundidad se bajó Dios para manifestar esta gracia. Nuestro Señor Jesucristo, Dios manifestado en carne, el Cordero puro y sin defecto, el Santo, que no conoció pecado, «nacido de mujer» (Gál. 4:4), y esta mujer ¡maravilloso misterio! después de haber llevado en su seno y puesto en el mundo este cuerpo humano, puro, perfecto, santo y sin defecto, debió someterse a las ceremonias ordinarias y cumplir los días de su purificación, según la ley de Moisés. Y no solo vemos la gracia divina en el hecho de que ella debiera purificarse, sino en la forma en que esto se cumplió; «y para ofrecer el sacrificio, conforme a la ley del Señor: Un par de tórtolas, o dos palominos». Esta sencilla circunstancia nos enseña que los padres putativos del Señor Jesús eran pobres hasta el punto de estar obligados a aprovechar el bondadoso permiso dado a los que no tenían medio de ofrecer «un cordero de un año para holocausto». El Señor de gloria, el Dios Todopoderoso, poseedor del cielo y de la tierra, Aquel a quien pertenecen «...los millares de animales en los collados» (Sal. 50:10) y todas las riquezas del universo, aparece en este mundo, que sus manos habían creado, en las difíciles circunstancias que acompañan a una vida muy humilde. La economía levítica hace concesiones a los pobres, y la madre de Jesús se aprovecha de ellas. Hay en esto una profunda lección para el corazón humano. El Señor Jesús no hizo su entrada en el mundo en medio de los grandes y los nobles. Fue muy especialmente un hombre pobre. «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9).
¡Ojalá podamos alimentarnos siempre con alegría de esta preciosa gracia de nuestro Señor Jesucristo, por la cual hemos sido enriquecidos para este tiempo y para la eternidad! Él se vació de todo lo que el amor puede dar, para que nosotros fuésemos llenos; se desnudó para que nosotros fuésemos vestidos, murió para que nosotros viviésemos. En la grandeza de su gracia, descendió de lo alto de la gloria divina hasta las profundidades de la humana pobreza, para que pudiéramos ser elevados del estiércol de la ruina natural, para tomar nuestro lugar entre los príncipes de su pueblo para siempre. ¡Oh! ¡Que el sentimiento de esta gracia, producido en nuestros corazones por el poder del Espíritu Santo, nos constriña a abandonarnos más completamente a Aquel a quien debemos nuestra felicidad presente y eterna, nuestras riquezas, nuestra vida, nuestro todo!
11 - Capítulos 13 y 14 — La ley del leproso
11.1 - Introducción
Entre todas las funciones que, según la ley de Moisés, debía desempeñar el sacerdote, ninguna exigía una atención más paciente, una adhesión más estricta a la guía divina, que la comprobación y tratamiento conveniente de la lepra. Este hecho debe ser evidente para aquel que estudie con alguna atención la importante parte de nuestro libro a que hemos llegado.
Dos cosas exigían la solicitud vigilante del sacerdote, a saber: la pureza de la congregación, y la gracia que no podía admitir la exclusión de un miembro cualquiera, a menos de mediar motivos claramente determinados. La santidad no podía permitir que un hombre cualquiera que debía ser excluido, morase en la congregación; y, por otra parte, la gracia no quería que ninguno estuviese fuera debiendo estar dentro. Por esto, el sacerdote tenía la más urgente necesidad de practicar la paciencia, la vigilancia, la calma, la sabiduría y la ternura. Ciertos síntomas podían parecer de poca importancia, siendo realmente muy graves, y otros podían parecer lepra sin serlo en absoluto. Era preciso la mayor atención, y la mayor sangre fría. Un juicio precipitado, una conclusión demasiado pronta, podía entrañar las más serias consecuencias, ya para la congregación, ya para alguno de sus miembros.
Esto explica la frecuente repetición de frases como las siguientes: «Y el sacerdote mirará», «el sacerdote encerrará al llagado por siete días» – «y al séptimo día el sacerdote lo mirará» – «le volverá a encerrar por otros siete días» – «y al séptimo día el sacerdote le reconocerá de nuevo». No se debía juzgar o decidir de ningún caso precipitadamente. No se debía formar ninguna opinión de oídas. El examen personal, el discernimiento sacerdotal, la tranquila reflexión, la estricta adhesión a la palabra escrita, es a saber: al guía santo e infalible, todas estas cosas eran formalmente exigidas del sacerdote, si quería formarse un juicio sano sobre cada caso. No debía dejarse guiar por sus propios pensamientos, sus propios sentimientos, su propia sabiduría, cual fuera el caso. Tenía minuciosas instrucciones en la Palabra, establecidas para que se sometiese a ellas. Cada detalle, cada trazo, cada movimiento, cada variación y cada síntoma particular, todo estaba previsto divinamente, de manera que el sacerdote no tenía más que conocer bien la Palabra y conformarse a ella en todos sus puntos para evitar muchos errores. Basta con lo dicho en cuanto al sacerdote y sus santas responsabilidades.
11.2 - La lepra
Consideremos ahora la enfermedad de la lepra, desarrollada en un individuo, en una vestidura o en una casa. Desde el punto de vista físico no hay nada más repugnante que esta enfermedad y, siendo incurable, ofrece una figura de las más vivas y aterradoras del pecado: del pecado en nosotros, del pecado en nuestras circunstancias, del pecado en una asamblea. ¡Qué lección para el alma que una enfermedad tan horrorosa y humillante sea empleada para representar el mal moral, sea en un miembro de la Iglesia de Dios, sea en las circunstancias de uno de estos miembros, sea en la congregación misma!
11.3 - La lepra en un hombre
Primeramente, en cuanto a la lepra en un individuo o, en otros términos, en cuanto a la acción del mal moral o a lo que podía parecer mal en algún miembro de la asamblea, es un asunto de grave y seria importancia; un asunto que exige la mayor atención y toda solicitud de parte de los que desean de corazón el bien de las almas y la gloria de Dios, ligada con el bienestar y la pureza de la Iglesia como Cuerpo, y de cada uno de sus miembros en particular.
Conviene observar que, aunque los principios generales de la lepra y de su purificación se aplican, en sentido secundario, a todo pecador, no obstante, en la porción de la Escritura que nos ocupa, el asunto está relacionado con los que eran el pueblo reconocido de Dios. El individuo que aquí se ve sometido al examen del sacerdote, es un miembro de la Asamblea de Dios. Importa mucho comprender bien esto. La Asamblea de Dios debe conservarse pura porque es Su habitación. Ningún leproso puede habitar en el sagrado recinto de la morada de Jehová.
11.3.1 - Responsabilidad del sacerdote
Pero observad el cuidado, la vigilancia, la paciencia perfecta recomendados al sacerdote, por miedo de que alguna cosa que no era lepra fuese tratada como tal, o que alguna cosa que fuera lepra realmente, fuese tolerada. Muchas afecciones podían aparecer «en la piel», que era el lugar de la manifestación, «como llaga de lepra», las cuales, después de una paciente investigación del sacerdote, resultarían solamente superficiales. Por esto, era necesario poner mucha atención. Cualquier grano podía aparecer en la superficie el cual, aunque pidiendo los cuidados de aquel que obraba por Dios, no era realmente inmundo: y en cambio, lo que no parecía ser más que un grano superficial, podía ser algo más profundo que la piel, algo que fuese a la vez interno, algo que afectara los elementos ocultos del cuerpo. Todo esto exigía la mayor solicitud de parte del sacerdote (véase v. 2-11). Una pequeña negligencia, un ligero olvido, podía tener consecuencias desastrosas. Podía ocasionar la inmundicia de la asamblea por la presencia de un leproso real, o bien, la expulsión, por alguna otra enfermedad, de un verdadero miembro del Israel de Dios.
Hay en todo esto un rico fondo de instrucción para el pueblo de Dios. Hay aquí una diferencia entre las enfermedades personales, y la positiva energía del mal; entre los defectos y las imperfecciones de la conducta y la actividad del pecado en los miembros. Sin duda, importa velar sobre nuestras debilidades; porque si no nos guardamos respecto a esto y si no las juzgamos pueden llegar a ser la fuente de un mal positivo (v. 14-28). Todo lo que es de nuestra naturaleza debe ser juzgado y rechazado. No debemos ser indulgentes para con las debilidades personales que están en nosotros mismos, aunque debemos ser muy indulgentes para con las que están en los demás. Semejante al «una hinchazón», en el caso del israelita (v. 19-20), pueden llegar a ser la fuente de una verdadera inmundicia, la causa de una exclusión de la congregación. Toda debilidad, cualquiera que sea su carácter, debe ser vigilada por temor de que llegue a ser ocasión de pecado. Una cabeza «calva» no era lepra, pero la lepra podía declararse allí y, por consiguiente, era necesario vigilarla. Hay mil cosas que no son malas en sí mismas, pero pueden llegar a ser ocasión de pecado, si no se tiene sobre ellas la debida vigilancia. Y no se trata solamente de lo que, a nuestro parecer, pueden llamarse tachas o defectos y flaquezas personales, sino aun de cosas de las que nuestros corazones están dispuestos a gloriarse. La agudeza de genio, la vivacidad de espíritu, pueden llegar a ser la fuente y el centro de la inmundicia. Cada uno tiene una tendencia de la que debe guardarse, alguna cosa que hace que deba estar en continua observación. ¡Cuán dichosos somos de poder referir a un Padre cariñoso nuestras flaquezas y dolores! Tenemos el precioso privilegio de poder entrar en todo tiempo a la presencia del amor infatigable, siempre accesible, que no descansa jamás y no reprocha, para expresar todo lo que pesa sobre el corazón, obtener gracia para ser ayudados en todas nuestras necesidades y alcanzar completa victoria sobre toda maldad. No tenemos motivos para desanimarnos mientras veamos sobre la puerta de la tesorería de nuestro Padre esta inscripción: Él «da gracia a los humildes» (Sant. 4:6). ¡Preciosa inscripción! Su valor no tiene límites, es incalculable, es infinito.
11.3.2 - La plaga de lepra
Vamos a ver ahora lo que se hacía en cada uno de los casos en que la plaga de la lepra era indudablemente reconocida. El Dios de Israel podía soportar las enfermedades y los defectos, pero en el momento en que la enfermedad llegaba a ser un caso de inmundicia, ya fuese en la cabeza, en la barba, en la frente o en cualquiera otra parte, no podía ser tolerada en la santa congregación. «Y el leproso en quien hubiere llaga llevará sus vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro; y habitará solo; fuera del campamento será su morada» (v. 45-46). He aquí cuál era la condición, la ocupación y el lugar del leproso. Los vestidos deshechos, la cabeza descubierta, embozado y gritando: ¡Inmundo! ¡inmundo! y morando fuera del campamento en la soledad del desierto vasto y terrible. ¿Qué podía haber más humillante, más pesado que esto? «habitará solo». Era indigno de la comunión y de la sociedad de sus semejantes. Estaba excluido del único lugar en el mundo entero donde se conocía y disfrutaba la presencia de Jehová.
Lector, contempla en el pobre y solitario leproso el tipo expresivo de aquel en quien está obrando el pecado. Esto es verdaderamente lo que significa. No es, como pronto veremos, un pecador perdido, impotente, culpable y convencido, en quien el pecado y la miseria están enteramente descubiertos y que, por consiguiente, se siente muy necesitado del amor de Dios y de la sangre de Cristo. No; vemos en el leproso puesto aparte, un hombre en quien el pecado obra con eficacia; un hombre en quien la energía del mal ejerce su dominio. Esto es lo que mancha y excluye del gozo de la presencia de Dios y de la comunión de los santos. Mientras obra el pecado, no puede haber comunión ni con Dios ni con su pueblo. «Habitará solo; fuera del campamento será su morada». ¿Hasta cuándo? «Todo el tiempo que la llaga estuviere en él». Hay aquí una gran verdad práctica. La acción del mal es el golpe de muerte de la comunión. Puede haber apariencias exteriores, el puro formalismo, la fría profesión, pero no puede haber allí comunión mientras obre el mal. No importa el carácter o la cuantía del mal. Aunque no fuera más que un pensamiento ligero, mientras continúe obrando, impide la comunión y la interrumpe, aunque solo sea temporalmente. Cuando se forma el grano, cuando sale a la superficie, cuando se descubre enteramente, es cuando puede combatirse y quitarse por la gracia de Dios, y por la sangre del Cordero.
11.3.3 - Completamente cubierto de lepra
Esto nos lleva a uno de los puntos más interesantes de esta cuestión, a un punto que parecerá una verdadera paradoja a todos los que no comprenden la manera como Dios obra con relación a los pecadores. «Mas si brotare la lepra cundiendo por la piel, y cubriere toda la piel del llagado desde su cabeza hasta sus pies, hasta donde pueda ver el sacerdote, entonces este le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio» (cap. 13:12-13). Desde el momento que un pecador ocupa su verdadero lugar ante Dios, está terminada la cuestión. Desde que manifiesta su verdadero carácter, desaparecen todas las dificultades. Quizá tenga que pasar por penosas experiencias antes de llegar a esto; experiencias resultantes de negarse a ocupar su verdadero lugar, confesando toda la verdad sobre lo que él es; pero desde el instante en que se decide a decir de todo su corazón: «Tal como soy», la gracia gratuita de Dios llega hasta él. «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano» (Sal. 32:3-4). ¿Cuánto tiempo duró este penoso estado? Hasta que el mal oculto en el interior salió abiertamente a la superficie. «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (v. 5).
Es muy interesante observar la serie de ordenanzas dictadas por Dios con relación al leproso, desde el instante en que los primeros síntomas despertaban sospechas respecto a la aparición de la enfermedad, hasta que esta cubría por completo al hombre «desde su cabeza hasta sus pies». No había prisa, ni indiferencia; Dios entra siempre en juicio con paso lento y mesurado; pero cuando entra, es preciso que obre según los derechos de su naturaleza. Puede examinar con paciencia; puede esperar «siete días», y si se muestra la más ligera variación en los síntomas, puede esperar «otros siete días»; pero desde el momento en que está probado que es positivamente la acción de la lepra, no puede tener más tolerancia; «fuera del campamento será su morada». ¿Hasta cuándo? Hasta que la enfermedad haya salido enteramente a la superficie. «Si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado». Este es un punto muy precioso y muy interesante. La más pequeña mancha de lepra era intolerable a los ojos de Dios y, no obstante, cuando, el hombre estaba completamente cubierto de ella desde la cabeza a los pies, entonces era declarado limpio; es decir, era un sujeto que podía tener parte en la gracia de Dios y en la sangre de la expiación.
11.3.4 - Cristo lo ha consumado todo
Así sucede con el pecador. Dios «muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio» (Hab. 1:13), y, sin embargo, desde el momento en que un pecador se pone en su verdadero lugar, como completamente perdido, culpable, e inmundo, no teniendo ningún punto en que la mirada de la santidad divina pueda fijarse con placer, como un ser tan malo que no puede ser peor, desde este instante la cuestión está divinamente resuelta. La gracia de Dios es para los pecadores, y cuando nos reconocemos pecadores, nos contamos entre los que Cristo vino a salvar. Cuanto más claramente se nos demuestre que somos pecadores, más claramente quedará probado nuestro derecho al amor de Dios y a la obra de Cristo. «Porque también Cristo padeció una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). Luego, si somos «injustos», formamos parte de aquellos por los cuales murió Cristo, y tenemos derecho a todos los beneficios de su muerte. «No hay justo alguno sobre la tierra», y como estamos «sobre la tierra», es evidente que somos «injustos», y es asimismo evidente, que Cristo murió por nosotros, que padeció por nuestros pecados, y ya que Cristo murió por nosotros, poseemos el feliz privilegio de poder entrar en el gozo inmediato de los frutos de su sacrificio. No puede ser más evidente, y no exige ningún esfuerzo. No se nos exige que seamos diferentes de lo que somos. No somos llamados a sentir, experimentar o realizar cosa alguna por nosotros mismos. La Palabra de Dios nos asegura que Cristo murió por nosotros, tales como somos, y si murió por nosotros, estamos tan seguros como lo está él mismo. No hay nada contra nosotros, Cristo lo ha satisfecho todo. No solo sufrió por nuestros «pecados», sino que «ha quitado el pecado». Ha abolido todo el sistema en el cual estábamos, como hijos del primer Adán, y nos ha colocado en una nueva posición en su compañía; y allí estamos delante de Dios, libres de toda imputación de pecado y de todo temor de juicio.
Tal como soy, sin más decir
Que en tu sangre yo creí,
Ya que me invitas vengo así,
Cordero de Dios vengo a Ti.
11.3.5 - Completa seguridad por medio de la Palabra
¿Cómo podemos saber que su sangre fue derramada por nosotros? Por las Escrituras, fuente bendita, segura y eterna de conocimiento. Cristo padeció por los pecados. Nosotros somos pecadores. Cristo murió, «el Justo por los injustos». Nosotros somos injustos. Luego, la muerte de Cristo se nos aplica tan completamente, tan inmediatamente, tan divinamente como si cada uno de nosotros fuera el único pecador de la tierra. No se trata de nuestra apropiación, de nuestra comprensión, de nuestros sentimientos. Muchas almas se atormentan con estas ideas. ¡Cuántas veces oímos expresiones como estas: “¡Oh, yo creo que Cristo murió por los pecadores, pero no puedo darme cuenta que mis pecados son perdonados! ¡No puedo aplicarme, no puedo apropiarme, no puedo experimentar el beneficio de la muerte de Cristo!” Todo esto es del yo y no de Cristo. Es el sentimiento y no la Escritura. Si buscamos de un extremo a otro del santo volumen, no encontraremos en él ni una sola sílaba que diga que somos salvos por la experiencia, o por la apropiación. El Evangelio es eficaz a todos los que se reconocen perdidos. Cristo murió por los pecadores. Esto es precisamente lo que somos. Luego murió por nosotros. ¿Cómo lo sabemos? ¿Es porque lo sentimos? No. ¿Cómo entonces? Por la palabra de Dios. «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4); todo se cumplió «conforme a las Escrituras». Si fuera según nuestros sentimientos, seríamos muy desgraciados, porque nuestros sentimientos rara vez son los mismos durante todo el día; pero las Escrituras son siempre las mismas. «Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos… has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas» (Sal. 119:89 y 138:2).
Sin duda es una gran dicha poder sentir y experimentar; pero si ponemos estas cosas en lugar de Cristo, no tendremos ni estas cosas ni el Cristo que las da. Si nos ocupamos de Cristo, seremos felices, pero si ponemos nuestra dicha en lugar de Cristo, no tendremos ni una cosa, ni otra. Esta es la triste condición espiritual de millones de personas. En lugar de reposar sobre la inquebrantable autoridad de las Escrituras, miran siempre a sus propios corazones, por lo cual siempre vacilan, y, por consiguiente, siempre son desgraciados. Un estado de duda es un estado de tortura. Pero ¿cómo podemos salir de nuestras dudas? Sencillamente creyendo en la divina autoridad de la Palabra. ¿De quién dan testimonio las Escrituras? De Cristo (Juan 5:39). Declaran que Cristo entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación (Rom. 4:25). Cristo es el que lo resuelve todo. La misma palabra que nos dice que somos injustos, nos dice también que Cristo murió por nosotros. No puede pedirse mayor claridad. Si no fuéramos injustos, la muerte de Cristo no sería para nosotros; pero siendo injustos, es lo que necesitamos, y se nos aplica divinamente. Si procuramos mejorarnos nosotros mismos, es porque no nos hemos aplicado espiritualmente lo que dice en Levítico 13:12-13. No hemos acudido al Cordero de Dios «tales como somos». Cuando el leproso está cubierto de llagas desde la cabeza a los pies, es cuando está como debe ser. Entonces y solo entonces es cuando la gracia puede salir a su encuentro. El sacerdote «le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado». ¡Preciosa verdad! «pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20). Mientras creamos que hay en nosotros la más pequeña parte que no esté afectada por la terrible enfermedad, no nos habremos despojado de nosotros mismos. Únicamente cuando nos damos cuenta de nuestro verdadero estado es cuando comprendemos realmente lo que significa la salvación por la gracia.
Cuando consideremos las ordenanzas relativas a la purificación del leproso, en el capítulo 14 de nuestro libro, comprenderemos mejor la fuerza de todo esto. Diremos ahora algunas palabras sobre la cuestión de la lepra en los vestidos, mencionada en el capítulo 13:47-59.
11.4 - La lepra en la vestidura
La vestidura o la piel sugiere la idea de las circunstancias o de los hábitos de un hombre. Este es un punto de vista muy importante para la vida práctica. Debemos estar en guardia contra el desarrollo del mal en nuestros caminos lo mismo que contra el mal en nosotros mismos. Vemos la misma investigación paciente con respecto a una vestidura que en el caso de una persona. No hay ninguna precipitación, como tampoco ninguna indiferencia. «Y el sacerdote mirará la plaga, y encerrará la cosa plagada por siete días» (v. 50). No debe haber ni apatía, ni negligencia. El mal puede introducirse de mil maneras en nuestros hábitos y en nuestras circunstancias; por esto, en cuanto percibimos en cualquier cosa algún síntoma sospechoso, debemos someterla a una investigación sacerdotal, reflexiva y paciente. Es preciso que esté encerrada durante «siete días», a fin de tener el tiempo necesario para manifestarse completamente. «Y al séptimo día mirará la plaga, y si se hubiere extendido la plaga en el vestido, en la urdimbre o en la trama, en el cuero, o en cualquiera obra que se hace de cuero, lepra maligna es la plaga; inmunda será. Será quemado el vestido…» (v. 51-52). El hábito pernicioso debe abandonarse en el instante en que se descubre. Si nos encontramos en una mala posición, tenemos el deber de dejarla. La acción de quemar el vestido expresa el juicio sobre el mal, sea en los hábitos, sea en las circunstancias del hombre. No se debe jugar con el mal. En ciertos casos el vestido debía ser «lavado», lo cual expresa la acción de la palabra de Dios sobre los hábitos de un hombre. «El sacerdote mandará que laven donde está la plaga, y lo encerrará otra vez por siete días» (v. 54). Se necesita una paciente atención para asegurarse de los efectos de la Palabra. «Y el sacerdote mirará después que la plaga fuere lavada; y si pareciere que la plaga no ha cambiado de aspecto… la quemarás al fuego» (v. 55, 57). Cuando hay algo irremediable y absolutamente malo en nuestra posición o en nuestros hábitos, debemos renunciar a ello enteramente. «Mas si el sacerdote la viere, y pareciere que la plaga se ha oscurecido después que fue lavada, la cortará del vestido» (v. 56). La Palabra puede producir bastante efecto para que un hombre abandone lo que sea malo en su conducta, o en su posición, haciendo que este mal desaparezca; pero si, a pesar de todo, el mal persiste, debe ser condenado juntamente con todo lo que se le relaciona.
Este pasaje encierra grandes y abundantes enseñanzas. Debemos estar en guardia respecto a la posición que ocupamos, las circunstancias en que estamos, los hábitos que contraemos y el carácter que tomamos, porque todas estas cosas exigen una especial vigilancia. Todo síntoma sospechoso debe ser cuidadosamente vigilado, para que no se convierta en «lepra maligna» (v. 51-52) o « corrosión penetrante» (v. 55), por la cual nosotros mismos y otros muchos seríamos contaminados. Podemos estar en una posición a la cual vayan unidas algunas cosas malas, que puedan abandonarse, sin abandonar la posición; pero podemos también encontrarnos en una posición en la que es imposible «morar con Dios» (véase Juan 14:23). Si somos íntegros para con Dios, se allanarán todas las dificultades; si el deseo del corazón es gozar de la presencia divina descubriremos, inmediatamente, qué cosas tienden a privarnos de esta gracia inefable. Busquemos una mayor intimidad con Dios, y guardémonos cuidadosamente de toda forma de inmundicia, sea en nuestras personas, sea en nuestros hábitos, sea en nuestras relaciones.
11.5 - La purificación del leproso
11.5.1 - El oficio del sacerdote
Vamos ahora a considerar las bellas y significativas ordenanzas relativas a la purificación del leproso, que nos ofrecen, en figura, algunas de las verdades más preciosas del Evangelio.
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Esta será la ley para el leproso cuando se limpiare: Será traído al sacerdote, y este saldrá fuera del campamento» (cap. 14:1-3). Ya hemos visto cuál era el lugar designado al leproso, estaba fuera del campamento, a distancia de Dios, de su santuario y de su congregación. Además, moraba en lúgubre soledad, en condición de inmundo. Estaba fuera del alcance de todo socorro humano, y, en cuanto a sí mismo, no podía hacer más que comunicar inmundicia al que lo tocare. Era, pues, completamente imposible que pudiera hacer cosa alguna para purificarse. Si no podía más que ensuciar con su contacto ¿cómo podría limpiarse a sí mismo? ¿Cómo hubiera podido contribuir o cooperar a su purificación? Imposible. Como leproso inmundo, no podía hacer nada por sí mismo, todo debía ser hecho para él. No podía abrirse camino hasta Dios, pero Dios podía abrirse camino hasta él. No había ningún socorro para él, ni en sí mismo ni en sus semejantes. Es evidente que un leproso no podía limpiar a otro, y lo es también que, si un leproso tocaba a una persona limpia, la hacía inmunda. Su único recurso estaba en Dios. Tenía que deberlo todo a la gracia. Por esto leemos: «El sacerdote saldrá fuera del campamento». No se dice «el leproso irá». Separado por completo de todo trato y de toda relación ¿de qué hubiera servido decir al leproso, has de ir, o has de hacer? Relegado a la soledad del desierto ¿dónde podría ir? Cubierto de manchas incurables ¿qué podía hacer? Podía suspirar por la sociedad de sus semejantes, y desear ser limpio, pero sus suspiros eran los de un leproso aislado e impotente. Podía hacer esfuerzos para limpiarse, pero estos esfuerzos no tenían otro resultado que poner su mal de manifiesto, y contribuir a propagar la inmundicia. Antes de que pudiera ser declarado «limpio» (v. 7), era necesario que se realizase una obra en su favor, obra que no podía ni hacer ni ayudar a hacer, obra que otro debía efectuar por él. El leproso debía «permanecer tranquilo» y ver al sacerdote hacer una obra en cuya virtud podía quedar perfectamente limpio. El sacerdote lo hacía todo; el leproso no hacía nada.
11.5.2 - El Sacerdote perfecto
«El sacerdote mandará luego que se tomen para el que se purifica dos avecillas vivas, limpias, y madera de cedro, grana e hisopo. Y mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes» (v. 4-5). En la soledad del sacerdote fuera del campo, saliendo de la morada de Dios, vemos al Señor Jesús descendiendo del seno del Padre, su morada eterna, a nuestra tierra manchada, donde nos veía hundidos en la lepra envilecedora del pecado. Semejante al buen Samaritano «llegó... y acercándose» (Lucas 10:33-34) a nosotros allí donde estábamos. No se quedó a mitad de camino, no recorrió solamente nueve décimas partes del trayecto hasta llegar a nosotros, sino que anduvo todo el camino. Esto era indispensable. Según las santas exigencias del trono de Dios, no hubiera podido limpiarnos de nuestra lepra, si se hubiera quedado en el seno del Padre. Podía crear mundos por el poder de su palabra; pero cuando se trataba de limpiar a los hombres de la lepra del pecado, era preciso algo más. «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito» (Juan 3:16). Cuando se trata de crear mundos, Dios no tiene más que hablar. Cuando se trata de salvar a los pecadores, tiene que dar a su Hijo. «En esto fue manifestado el amor de Dios en nosotros, en que Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:9-10).
Pero la venida y la encarnación del Hijo estaban lejos de ser todo lo que hacía falta. Si el sacerdote no hubiera hecho más que salir del campamento y mirar la miserable condición del leproso, esto no le hubiera servido de gran cosa. El derramamiento de sangre era absolutamente necesario para que la lepra fuese quitada. Era necesaria la muerte de una víctima «sin defecto» (v. 10), porque «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Y adviértase que la efusión de sangre era la base real de la purificación del leproso. No era esta una circunstancia accesoria que de acuerdo con otras contribuía a la purificación del leproso. De ningún modo. El sacrificio de la vida era el hecho principal y de la mayor importancia. Esto cumplido, el camino estaba abierto; toda barrera quitada y Dios podía obrar con perfecta gracia en el leproso. Es preciso fijarse en este punto si se quiere comprender bien la gloriosa doctrina de la sangre.
11.5.3 - El ave degollada: Cristo en su muerte
«Y mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes». Aquí tenemos el reconocido tipo de la muerte de Cristo, «quien mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios», y «fue crucificado en debilidad» (Hebr. 9:14; 2 Cor. 13:4). La obra más grande, la más importante, la más gloriosa, que jamás se operó en el vasto universo de Dios, fue cumplida «en debilidad». ¡Oh lectores! ¡Cuán terrible debe ser el pecado a juicio de Dios, puesto que su Hijo único tuvo que descender y ser clavado en el madero, un espectáculo para los hombres, para los ángeles y para los demonios, para que vosotros y yo pudiéramos ser salvos! ¡Y qué figura del pecado tenemos en la lepra! ¿Quién hubiera pensado que el pequeño «tumor blanco» apareciendo sobre la persona de algún miembro de la congregación fuese de tan graves consecuencias? Pero este pequeño «tumor blanco» no era nada menos que el germen del mal que se manifestaba. Era el indicio de la terrible actividad del pecado en la naturaleza; y antes de que esa persona fuese apta de nuevo para ocupar un lugar en la congregación o de gozar de nuevo de la comunión con un Dios santo, el Hijo de Dios tuvo que dejar los cielos y descender a los lugares más bajos de la tierra, a fin de hacer una completa expiación por lo que no se mostraba más que bajo la forma de un pequeño «tumor blanco». Recordemos esto: el pecado es una cosa terrible, a juicio de Dios. Él no puede tolerar ni un solo pensamiento culpable. Para que este pensamiento pueda ser perdonado, fue necesario que Cristo muriese sobre la cruz. El pecado más pequeño, si algún pecado puede llamarse pequeño, no pidió menos que la muerte del Hijo eterno de Dios. Pero, gracias sean dadas a Dios, lo que el pecado exigía, el amor redentor lo ha dado gratuitamente; y ahora, Dios es glorificado más por el perdón del pecado que lo hubiera podido ser si Adán hubiera conservado su inocencia original. Dios es más glorificado por la salvación, el perdón, la justificación, la conservación y la glorificación final de hombres pecadores, que lo hubiera podido ser por una humanidad inocente en el gozo de las bendiciones de la creación. Tal es el precioso misterio de la Redención. ¡Que nuestros corazones, por el poder del Espíritu Santo, comprendan y profundicen este precioso misterio!
11.5.4 - El ave viva llevando la sangre: Cristo resucitado en el cielo
«Después tomará la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, y los mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes; y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio; y soltará la avecilla viva en el campo» (v. 6-7). Después que la sangre ha sido derramada, el sacerdote puede entrar inmediata y plenamente en su obra. Hasta aquí, leemos: «El sacerdote mandará», pero ahora obra por sí mismo. La muerte de Cristo es la base de su servicio sacerdotal. Habiendo entrado en el lugar santo con su propia sangre, obra como nuestro gran Sacerdote, aplicando a nuestra alma los preciosos resultados de su obra expiatoria y manteniéndonos en la plena y divina integridad de la posición en que su sacrificio nos colocó. «Porque todo sumo sacerdote es constituido para ofrecer tanto dones como sacrificios; por lo cual es necesario que este también tenga algo que ofrecer. Así pues, si estuviera sobre la tierra, ni sería sacerdote» (Hebr. 8:3-4).
No podríamos encontrar una figura más perfecta de la resurrección de Cristo que la que nos ofrece «la avecilla viva», que se soltaba en el campo. No se soltaba hasta después de la muerte de su compañera; porque las dos avecillas representan un solo Cristo, en dos momentos de su obra bendita, a saber: su muerte y su resurrección. Diez millones de aves soltadas no hubieran servido de nada al leproso. Esta ave viva, elevándose a los cielos, llevando sobre sus alas la señal que representaba la expiación cumplida, era la que proclamaba el gran hecho de que la obra estaba terminada, el fundamento puesto. Lo mismo sucede en relación con nuestro Señor Jesucristo. Su resurrección declara el glorioso triunfo de la Redención. «resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras». Ha «resucitado para nuestra justificación» (1 Cor. 15:4; Rom. 4:25). Esto es lo que alegra el corazón oprimido y alivia la conciencia atormentada. Las Escrituras nos aseguran que Jesús fue clavado sobre la cruz, cargado con nuestros pecados; pero las mismas Escrituras nos aseguran que todos los que ponen su confianza en Jesucristo, están tan exentos de toda imputación de pecado como él; que están tan libres de la ira o de la condenación como lo está él; que son en él, uno con él, aceptados en él, vivificados, resucitados, sentados junto con él. Tal es el bienhechor testimonio de la Palabra de verdad; tal es el testimonio de Dios que no puede mentir. (Véase Rom. 6:6-11; 8:1-4; 2 Cor. 5:21; Efe. 2:5-6; Col. 2:10-15; 1 Juan 4:1-7).
11.5.5 - Completa liberación
Pero otra verdad de las más importantes se nos presenta en el versículo 6 de este capítulo. No solo vemos nuestra completa liberación de la culpa y de la condenación admirablemente representada por el avecilla viva y soltada, sino que vemos también nuestra completa liberación de todos los atractivos de la tierra y de todas las influencias de la naturaleza. «La grana» es la expresión que convendría a los primeros, mientras que la madera de «cedro y el hisopo» representarían bien los segundos. En la cruz concluyen todas las glorias del mundo. Dios la presenta como tal, y como tal la reconoce el creyente. «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado a mí, y yo al mundo» (Gál. 6:14). En cuanto a la madera de «cedro y el hisopo» nos ofrecen, por decirlo así, los dos extremos del vasto dominio de la naturaleza. Salomón «disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared» (1 Reyes 4:33). Desde el cedro majestuoso que corona las laderas del Líbano, hasta el humilde hisopo, los dos extremos y todo lo que está entre ellos, la naturaleza en toda su variedad, todo se coloca bajo el poder de la cruz; de suerte que el cristiano ve en la muerte de Cristo el fin de su culpabilidad, el fin de toda la gloria terrestre, y el fin de todos los órdenes de la naturaleza, de la vieja creación entera. ¿Y de qué debe ocuparse? De Aquel que es el Arquetipo de esta ave viviente, con las plumas teñidas en sangre, elevándose hacia los cielos abiertos. ¡Hermoso asunto que satisface todas las aspiraciones del alma! Un Cristo resucitado que ha subido al cielo, triunfante y glorioso, llevando sobre su Persona sagrada las señales de la expiación cumplida. Es a él que debemos dirigir nuestras miradas; no hay otro; él es el objeto exclusivo del amor de Dios; es el centro de la alegría del cielo, el tema de la adoración de los ángeles (véase Hebr. 1:6). No tenemos necesidad de ninguna de las glorias de la tierra, de ninguno de los atractivos de la naturaleza. Podemos verlos apartados para siempre, con nuestros pecados, por la muerte de Cristo. Podemos pasar sin la tierra y la naturaleza, porque hemos recibido en su lugar «las inescrutables riquezas de Cristo».
11.5.6 - La sangre rociada
«Y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio; y soltará la avecilla viva en el campo». Cuanto más estudiemos el contenido del capítulo 13, tanto más veremos cuán imposible le era al leproso hacer absolutamente nada para su purificación. Todo lo que podía hacer era estar «embozado» (13:45), y todo lo que podía decir era: ¡Inmundo! ¡inmundo! Correspondía a Dios, y solo a Dios, buscar un medio y cumplir una obra por la cual el leproso quedara perfectamente limpio: y además, pertenecía a Dios, y solo a él, declarar «limpio» al leproso. Por esto está escrito, «y rociará siete veces» y «le declarará limpio». No dice “el leproso rociará y se declarará limpio o se imaginará estar limpio”. Esto no podía hacerse. Dios era el Juez, Dios era el Médico, Dios era el Purificador. Él solo sabía lo que era la lepra, cómo podía quitarse, y cuándo debía ser declarado limpio el leproso. El leproso hubiera podido pasar toda su vida cubierto de lepra y, no obstante, ignorar completamente cuál era su enfermedad. Era la Palabra de Dios; las Escrituras de verdad, el testimonio divino, el que declaraba toda la verdad en cuanto a la lepra, y nadie más que esta misma autoridad podía declarar al leproso limpio, y esto solamente sobre el firme y sólido principio de la muerte y la resurrección. Los tres puntos que encierra el versículo 7 están íntimamente relacionados, la sangre rociada, el leproso declarado limpio, y el ave viva puesta en libertad. No hay ni una sola palabra sobre lo que el leproso debía hacer, pensar, decir o sentir. Bastaba que fuese un leproso, cuya enfermedad se manifestase claramente, juzgado y cubierto de lepra desde la cabeza a los pies. Para él esto era bastante; todo lo demás correspondía a Dios.
11.5.7 - Suficiencia de la muerte y de la resurrección de Cristo
Es de la mayor importancia para aquel que busca ansiosamente la paz, comprender bien la verdad desarrollada en esta parte de nuestro tema. ¡Cuántas almas se inquietan imaginándose u oyendo afirmar que se trata de sentir, de comprender y de apropiarse, en lugar de ver, como en el caso del leproso, que la aspersión de la sangre era tan independiente de él y tan divina, como el derramamiento de esta sangre! No dice “el leproso se aplicará, se apropiará o comprenderá, y entonces será purificado”. De ningún modo. El plan de la liberación era divino; el sacrificio necesario para esto era divino; el derramamiento de sangre era divino, la aspersión de la sangre era divina el resultado era divino, en una palabra, todo era divino. No quiere esto decir que debemos despreciar la realización o, para hablar más correctamente, la comunión, por el Espíritu Santo, con los preciosos resultados de la obra de Cristo por nosotros. Lejos de esto, muy pronto veremos el lugar que a esto está asignado en la economía divina. Pero, así como el leproso no era limpio por la comprensión, tampoco nosotros somos salvos por ella. El Evangelio que nos salva es que «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4). Aquí no hay nada sobre el cumplimiento, por nuestra parte, de esta obra salvadora. Sin duda es bueno experimentarla en nosotros mismos. El que ha estado a punto de ahogarse, se alegra de sentir que se encuentra en un barco salvavidas; pero es evidente que es salvo por el barco y no por lo que siente. Lo mismo ocurre con el pecador que cree en el Señor Jesús. Es salvo por la muerte y la resurrección. ¿Es por lo que él experimenta? No; sino porque Dios lo dice. Es «conforme a las Escrituras». Cristo ha muerto y ha resucitado, y sobre este principio Dios declara limpio al pecador.
“El mismo Dios me dice,
Que no hay condenación,
Pues Cristo con su sangre,
Hizo mi redención”.
He aquí lo que proporciona al alma inmensa paz. Tenemos que confiar en el sencillo testimonio de Dios, que nada puede conmover. Este testimonio tiene relación con la obra misma de Dios. Él mismo ha hecho todo lo necesario a fin de que fuésemos declarados limpios a sus ojos. Nuestro perdón no depende ni de nuestras experiencias ni por «obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho» porque nuestras obras de justicia no valen para nuestra salvación más que nuestros crímenes. En una palabra, depende exclusivamente de la muerte y la resurrección de Cristo. ¿Cómo lo sabemos? Porque Dios lo dice. Es «conforme a las Escrituras».
Este tema de la pretendida necesidad de nuestras experiencias y sentimientos para lograr la salvación demuestra, de un modo evidente, el apego de nuestros corazones a las obras de la ley. Nosotros queremos tener algo del yo, en el asunto, y así turbamos deplorablemente nuestra paz y nuestra libertad en Cristo. Por esto nos detenemos tanto sobre la bella ordenanza de la purificación del leproso, y especialmente sobre la verdad contenida en el capítulo 14:7. Era el sacerdote que hacía el rociamiento de sangre, y era el sacerdote quien declaraba que el leproso estaba limpio. Lo mismo ocurre en el caso del pecador; desde el instante en que el pecador se coloca en su verdadero terreno, la sangre de Cristo y el testimonio de Dios se le aplican, sin que se oponga ningún obstáculo, ni haya ninguna dificultad. Pero, desde el momento que se interpone la creencia de que el hombre ha de sentir, experimentar o hacer, la paz se turba, el corazón se abate, el espíritu se ofusca. Cuanto más acabamos con el yo, y nos ocupamos de Cristo, tal como se nos presenta en «las Escrituras», tanto más estable será nuestra paz. Si el leproso hubiera mirado a sí mismo cuando el sacerdote lo declaraba limpio, ¿hubiera encontrado razón alguna para este aserto? Seguramente que no. El rociamiento de sangre era la base de la declaración divina y nada de lo que había en el leproso o en relación con él. No se preguntaba al leproso como se sentía o lo que pensaba; no se le preguntaba si tenía un profundo sentimiento de la fealdad de su enfermedad. Era manifiestamente leproso, y esto bastaba. Aquella sangre se había derramado para él, y aquella sangre lo limpiaba. ¿Cómo lo sabía? ¿Era porque lo sentía? No, sino porque el sacerdote se lo declaraba de parte de Dios, y con la autoridad de Dios. El leproso era declarado limpio según el mismo principio por el que el ave era puesta en libertad. La misma sangre que teñía las plumas de esta ave viva era rociada sobre el leproso. Así quedaba perfectamente resuelta la cuestión de un modo independiente del leproso, de sus pensamientos, de sus sentimientos y de sus experiencias. Tal es el tipo, y cuando pasamos de él al Arquetipo, vemos que nuestro Señor Jesucristo entró en el cielo y puso sobre el trono de Dios la eterna atestación de una obra cumplida, en virtud de la cual, el creyente tiene entrada allí. Es una verdad gloriosa divinamente inspirada, para disipar de los corazones inquietos toda especie de duda, todo temor, todo pensamiento angustioso. Un Cristo resucitado es el objeto exclusivo de Dios, y en él ve a todo verdadero creyente. ¡Que toda alma regenerada encuentre una paz durable en esta verdad libertadora!
11.5.8 - El lavado con agua por medio de la Palabra
«Y el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todo su pelo, y se lavará con agua, y será limpio; y después entrará en el campamento, y morará fuera de su tienda siete días» (v. 8). Una vez declarado limpio, el leproso puede empezar a hacer lo que antes no hubiera podido ni siquiera intentar, a saber, lavarse, lavar sus vestidos, rapar todo su pelo; y habiendo hecho esto, ocupar su lugar en el campamento, esto es en manifiesta relación con el Dios de Israel, cuya presencia hacía necesaria la expulsión del leproso. Habiéndole sido aplicada la sangre en su virtud expiatoria, se requiere el lavado con agua, que expresa la acción de la Palabra sobre el carácter, los hábitos, la conducta, para hacer al individuo moral y prácticamente limpio, no solo a los ojos de Dios sino también a los de la congregación, para ocupar un lugar en la asamblea pública.
Pero es preciso observar que el hombre, aunque rociado con sangre y lavado con agua, y, por consiguiente, teniendo derecho a un lugar en la asamblea pública, no tenía aún permiso para entrar en su propia tienda. No podía entrar en el pleno goce de los privilegios particulares y personales que pertenecían a su posición propia y privada en el campamento. En otros términos, aunque conociendo la Redención por la efusión y aspersión de sangre y reconociendo la Palabra como regla de su conducta, debía llegar, por el poder del Espíritu, a un conocimiento pleno y práctico de su lugar especial, de su porción y sus privilegios en Cristo. Hablamos acerca de la doctrina del tipo, y sentimos cuanto importa comprender bien la verdad que encierra. Se la descuida muy a menudo. Hay muchas almas que reconocen la sangre de Cristo como la única base del perdón, y la Palabra de Dios como la única que debe purificar y reglamentar su marcha, sus hábitos y sus asociaciones, y que, no obstante, están lejos de conocer a fondo, por el poder del Espíritu, el valor y la excelencia de Aquel cuya sangre ha quitado sus pecados y cuya Palabra debe purificar su vida. Están en relaciones visibles y actuales, pero no en la potestad de la comunión personal. Es absolutamente cierto que todos los creyentes están en Cristo y que, como tales, tienen derecho a gozar de las verdades más elevadas. Además, tienen al Espíritu Santo como poder de la comunión. Aunque es muy cierto lo que hemos dicho, no hay en todos los cristianos este completo alejamiento de todo lo que nos liga a la carne, alejamiento que es absolutamente esencial al poder de la comunión con Cristo, en todos los aspectos de su carácter y de su obra. Esta comunión no será debidamente gozada hasta «el octavo día» (v. 8), día glorioso de la resurrección, cuando «conoceré perfectamente como fui conocido» (1 Cor. 13:12). Entonces cada uno en particular y todos reunidos entraremos en el pleno goce de la comunión con Cristo, en todas las fases preciosas de su Persona y los rasgos de su carácter, desarrollados en los versículos 10-20 del capítulo que nos ocupa. Tal es nuestra esperanza, pero desde ahora mismo, a medida que realizamos, por la fe y por el poder del Espíritu, que habita en nosotros, la muerte de la carne y de todo lo que la atrae, podemos alimentarnos y gozar de Cristo como la porción de nuestras almas en el lugar de la comunión individual.
11.5.9 - El fin del viejo hombre
«Y el séptimo día raerá todo el pelo de su cabeza, su barba y las cejas de sus ojos y todo su pelo, y lavará sus vestidos, y lavará su cuerpo en agua, y será limpio» (v. 9). Es claro que el leproso era tan puro, a los ojos de Dios, el primer día, cuando se le había rociado con sangre siete veces, es decir, con perfecta eficacia, como lo era el séptimo día. ¿En qué, pues, consistía la diferencia? No en su condición o posición actual sino en su comunión o inteligencia personal. El séptimo día debía comprender que no solo tenía que desaparecer la lepra de su carne, sino también debían desaparecer los adornos de la naturaleza, todo lo que pertenecía a su vieja condición. Una cosa es saber en principio que Dios nos ve muertos, y otra muy diferente es «considerarnos» (Rom. 6:11) como muertos; despojarnos en la práctica del viejo hombre, y de sus concupiscencias, mortificar nuestros miembros que están sobre la tierra. Esto es probablemente lo que entienden muchas personas piadosas cuando hablan de santificación progresiva. La idea es buena, en sí misma, aunque no la comprendan de hecho como la exponen las Escrituras. El leproso era declarado limpio desde el instante en que la sangre era rociada sobre él; y, no obstante, debía limpiarse. ¿Cómo era esto? En el primer caso, era limpio al juicio de Dios, en el segundo, debía estar limpio en práctica, y en su carácter público. Lo mismo ocurre con el creyente. Es identificado con Cristo, y, por lo tanto, está «lavado, santificado y justificado», «colmado de favores», «completo» (1 Cor. 6:11; Efe. 1:6; Col. 2:10). Tales son su posición y su estado invariables delante de Dios. Está tan perfectamente santificado como justificado por que Cristo es la medida de una y otra, según la Palabra de Dios. Pero la realización de todo esto en el alma del creyente y la manifestación que de ello hace en su vida y en su testimonio abren otro horizonte al pensamiento. Por esto se dice: «Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1). Somos llamados a «limpiarnos» aplicándonos la Palabra, por el Espíritu, precisamente porque Cristo nos ha limpiado con su sangre preciosa. «¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino mediante agua y sangre, Jesucristo; no solo con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo» (1 Juan 5:6, 8). Aquí tenemos la expiación por la sangre, la purificación por la Palabra y el poder por el Espíritu, fundadas sobre la muerte de Cristo, y distintamente prefiguradas por las ordenanzas relativas a la purificación del leproso.
11.5.10 - El día octavo
11.5.10.1 - Sacrificio por la culpa
«El día octavo tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha; y tres décimas de efa de flor de harina para ofrenda amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar, con aquellas cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión; y tomará el sacerdote un cordero y lo ofrecerá por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida delante de Jehová» (v. 10-12). Aquí está representada toda la serie de las ofrendas, pero se degüella primero la víctima por la culpa; porque el leproso se consideraba como un verdadero transgresor. Esto es verdad en todos los casos. Habiendo todos pecado contra Dios, tenemos necesidad de Cristo porque ha expiado nuestras ofensas sobre la cruz. «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24). El primer aspecto bajo el que se presenta Cristo al pecador, es como Arquetipo de la expiación por la culpa.
La sangre sobre la oreja derecha, la mano derecha y el pie derecho
«Y el sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho» (v. 14). «La oreja»: ese miembro culpable que tan a menudo había servido de medio de comunicación para la vanidad, el extravío y aun la impureza, la oreja debía ser purificada por la sangre de la víctima por la culpa. Por ella se perdona la culpabilidad que hemos contraído por este miembro, según la estimación en que tiene Dios la sangre de Cristo. «La mano derecha», que con tanta frecuencia se había extendido para cometer actos de vanidad, de extravío y aun de impureza, debe ser limpiada por la sangre de la víctima expiatoria. Por ella se perdona la culpabilidad que hemos contraído por este miembro, según la estimación en que tiene Dios la sangre de Cristo. «El pie», que había corrido tan a menudo por los caminos de la vanidad, del extravío y aun de la impureza, debe ahora ser limpiado por la sangre de la víctima expiatoria, de manera que la culpabilidad que hemos contraído por este miembro sea perdonada, según la estimación en que tiene Dios la sangre de Cristo. Sí, todo, todo, todo, estoy perdonado, todo está borrado, todo está olvidado, esta arrojado y hundido, como el plomo, en el fondo de las aguas del eterno olvido. ¿Quién lo sacará otra vez a la superficie? Los ángeles, los hombres, o los demonios ¿podrán bucear en estas aguas insondables, para sacar estas transgresiones del «pie», de la «mano», o de la «oreja» que el amor redentor ha arrojado allí? ¡Oh no! ¡gracias a Dios! están borradas y borradas para siempre. Somos mucho más dichosos que si Adán no hubiera pecado nunca ¡Preciosa verdad! Haber sido lavados por la sangre vale mucho más que estar revestidos de inocencia.
El log de aceite
Pero Dios no solo borra los pecados merced a la sangre expiatoria de Cristo. Esto es ya mucho, pero hay algo mayor todavía. «Asimismo el sacerdote tomará del log de aceite, y echará sobre la palma de su mano izquierda, y mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete veces delante de Jehová. Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa. Y lo que quedare del aceite que tiene en su mano, lo pondrá sobre la cabeza del que se purifica; y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová» (v. 15-18). Así que nuestros miembros no solo son limpiados por la sangre de Cristo, sino consagrados a Dios por el poder del Espíritu. La obra de Dios no es solamente negativa sino también positiva. La oreja ya no debe ser el medio de comunicar la inmundicia, sino que debe estar pronta a escuchar la voz del «Buen Pastor» (Juan 10:14, 27). La mano ya no debe usarse más como instrumento de injusticia, sino que debe extenderse para actos de justicia, de gracia y de verdadera santidad. El pie no debe pisar los senderos del extravío, sino correr por el camino de los santos mandamientos de Dios. Finalmente, el hombre entero debe estar consagrado a Dios por el poder del Espíritu Santo.
Es muy interesante observar que «el aceite» se ponía sobre «la sangre» de la «expiación de la culpa». La sangre de Cristo es la base de las operaciones del Espíritu Santo. La sangre y el aceite van juntos. Como pecadores no podemos conocer nada del aceite, sino sobre la base de la sangre. El aceite no hubiera podido ponerse sobre el leproso sin que la sangre de la expiación por la culpa se le hubiera aplicado primero. «...habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13). La divina exactitud y precisión del tipo despierta la admiración del creyente. Cuanto más atentamente lo estudiamos, cuanto más concentramos en él la luz de las Escrituras, más descubrimos su belleza su fuerza y su fidelidad. Como se puede ver, todo está en perfecto acuerdo con las analogías que se observan en la Palabra de Dios. No se necesita ningún esfuerzo para comprenderlo. Tomemos a Cristo como llave para abrir el rico tesoro de los tipos, exploremos el precioso contenido a la luz de la lámpara celestial del Libro inspirado, sea el Espíritu Santo nuestro intérprete, así seremos edificados, iluminados y bendecidos.
11.5.10.2 - El sacrificio por el pecado
«Ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pecado, y hará expiación por el que se ha de purificar de su inmundicia» (v. 19). Este pasaje nos ofrece una figura de Cristo, no solo como el que ha llevado nuestros pecados, sino también como el que ha puesto fin al pecado en su raíz, como el que ha destruido todo el sistema del pecado; «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29), «él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:2). Como expiación por la culpa, Cristo ha borrado todas nuestras ofensas. Como sacrificio por el pecado ha destruido la gran raíz de donde procedían estas ofensas. Lo ha satisfecho todo; pero nosotros le conocemos primero como ofrenda por la culpa, porque en primer lugar sentimos necesidad de él como tal. Es la «conciencia de nuestros pecados» (véase Hebr. 10:2, 22) lo que primeramente nos turba, y a ello ha provisto nuestra preciosa Ofrenda por la culpa. Después, a medida que vamos avanzando, descubrimos que todos estos pecados procedían de una misma raíz o tronco; pero también a esto ha provisto nuestro precioso sacrificio por el pecado. El orden presentado en el caso del leproso es perfecto. Es precisamente el mismo orden que volvemos a encontrar en la experiencia de toda alma. La ofrenda por la culpa viene primero, y luego la expiación por el pecado.
11.5.10.3 - El holocausto
«Después degollará el holocausto». Esta ofrenda nos ofrece el aspecto más elevado de la muerte de Cristo. En ella se nos presenta Cristo, sí mismo, ofreciéndose sin tacha a Dios, sin relación especial ni con la culpa ni con el pecado. Es Cristo yendo hacia la cruz con devoción voluntaria, y ofreciéndose allí sí mismo en sacrificio de olor grato a Dios.
11.5.10.4 - La ofrenda de vegetal
«Y hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacerdote expiación por él, y será limpio» (v. 20). La ofrenda de vegetal (la flor de harina amasada con aceite) es el tipo de «Jesucristo hombre», en su perfecta vida humana. En el caso del leproso purificado, está íntimamente ligado con el holocausto; lo mismo encontramos en la experiencia de todo convertido. Cuando sabemos que nuestras ofensas están perdonadas y que la raíz o principio de pecado está juzgada, es cuando, según nuestra medida, y por el poder del Espíritu, podemos gozar de la comunión con Dios en lo referente a este Ser bendito que vivió una vida humana perfecta y que sí mismo se ofreció sin tacha a Dios sobre la cruz. Las cuatro clases de ofrenda se presentan ante nosotros en su orden divino en la purificación del leproso, a saber: la expiación por la culpa, el sacrificio por el pecado, el holocausto y la ofrenda de vegetal, mostrando cada una un aspecto particular de nuestro muy amado Señor Jesucristo.
Aquí termina el relato de las disposiciones de Jehová respecto del leproso, y ¡cuán maravilloso es este relato! ¡Cuán admirable exposición del carácter extremadamente odioso del pecado! Pero ¡de la gracia y de la santidad de Dios, del valor de la Persona de Cristo, y de la eficacia de su obra! Es sumamente interesante observar los rasgos de la gracia divina saliendo del recinto sagrado del santuario, para ir hasta el lugar inmundo donde estaba el leproso, la cabeza descubierta, embozado, y con los vestidos desgarrados. Dios visitaba al leproso allí donde se encontraba, pero no le dejaba en aquel lugar. Avanzaba hacia él, presto a cumplir una obra en cuya virtud podía conducir al leproso a un lugar más elevado, a una comunión más íntima que la que antes había conocido. En virtud de esta obra, el leproso era conducido de su lugar de inmundicia y de soledad hasta la puerta misma del tabernáculo de reunión, el lugar de los sacerdotes, para gozar allí de los privilegios sacerdotales (comp. Éx. 29:20-21, 32). ¿Cómo hubiera podido elevarse a tal altura? Por sí mismo, imposible. Por lo que hubiera podido hacer él, se habría podrido y muerto en su lepra, si la soberana gracia del Dios de Israel no hubiera descendido, para elevar del estiércol al miserable y colocarlo entre los príncipes de su pueblo. Si en algún caso queda plenamente probada y resuelta la cuestión de los esfuerzos, de los méritos y de la justicia humana, es incontestablemente en el caso del leproso. Sería perder el tiempo discutir tal cuestión en presencia de un caso semejante. Debe ser evidente aun para el lector más superficial, que nada, excepto la gracia, reinando por la justicia, podía responder a la condición del leproso y a sus necesidades. ¡Y de qué manera gloriosa y triunfante obraba esta gracia! Descendía hasta las más hondas profundidades, a fin de elevar al leproso a las mayores alturas. Ved lo que este perdía y ved lo que ganaba. Perdía todo lo que era de su naturaleza, y ganaba la sangre de la expiación y la gracia del Espíritu (típicamente, se entiende). Su ganancia era verdaderamente incalculable. Si nunca hubiera sido puesto fuera del campamento, nunca habría alcanzado tan infinita riqueza. Tal es la gracia de Dios, tal es el poder y el valor, la virtud y la eficacia, de la sangre de Jesús.
¡Cómo nos recuerda todo esto al hijo pródigo! En él, también, la lepra había obrado y salido a la superficie; estaba fuera, en la provincia apartada, en la inmundicia, donde sus propios pecados y el extremado egoísmo de las gentes que le rodeaban habían creado la soledad en torno de él. Pero, como todos sabemos, gracias al amor tierno y profundo de un padre, el hijo pródigo encontró un lugar más alto y gustó una comunión más elevada que la que antes había disfrutado. Nunca antes habían matado al «becerro cebado» para él; ni se le había puesto «la mejor ropa» (Lucas 15:22-23). Y ¿de dónde procedía esto? ¿era debido a los méritos del hijo pródigo? ¡Oh no! Era debido solamente al amor del Padre.
Querido lector, ¿puedes leer la narración de las dispensaciones de Dios hacia el leproso, en Levítico 14, o la de la conducta del Padre con el hijo pródigo, en Lucas 15, sin sentir más intensamente el amor que hay en el seno de Dios, que se manifiesta en la Persona y en la obra de Cristo, que se revela en la Escritura de verdad, y que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente? ¡Señor, danos una comunión más íntima y más constante contigo mismo!
11.6 - Todos iguales ante Dios
Del versículo 21 al 32 tenemos «la ley para el que hubiere tenido plaga de lepra, y no tuviere más para su purificación». Esta ley se refiere a los sacrificios del «octavo día», y no a las «dos aves vivas, limpias» del versículo 4. En ningún caso se podían suprimir estas, porque representaban la muerte y la resurrección de Cristo, como el único fundamento sobre el cual Dios puede recibir a un pecador que se vuelve a Él. Por otra parte, los sacrificios del «octavo día», estando ligados a la comunión del alma, deben afectarse hasta cierto punto por el estado del alma. Pero cualquiera que sea este estado, la gracia de Dios se manifiesta, como se ve en estas palabras conmovedoras: «no tuviere para tanto» y, además, las «dos tórtolas» conferían al «pobre» los mismos privilegios que los dos corderos al rico, puesto que unas y otros representaban «la preciosa sangre de Cristo» (1 Pe. 1:19), que es de una eficacia infinita, inalterable y eterna al juicio de Dios. Nosotros estamos delante de Dios sobre la base de la muerte y de la resurrección. Hemos sido igualmente reconciliados; pero no todos gozamos del mismo grado de comunión, no todos alcanzamos el mismo grado de conocimiento del valor de Cristo en todas las fases de su obra. Podríamos hacerlo si quisiéramos, pero nos dejamos desviar de diferentes maneras. El mundo y la carne, con sus influencias respectivas, obran sobre nosotros de una manera nociva. El Espíritu es contristado y no gozamos de Cristo como podríamos gozar de él. Es inútil suponer que nos alimentemos de Cristo si vivimos según nuestros deseos naturales. No; si queremos nutrirnos habitualmente de Cristo, es preciso que renunciemos a nosotros mismos, que nos juzguemos y que podamos decir: «Ya vivo no yo, sino que vive Cristo en mí» (Gál. 2:20). No se refiere este pasaje a la salvación; no se refiere al leproso introducido en el campamento, lugar de las relaciones manifiestas entre Dios y su pueblo, de ningún modo. Se trata solamente de la comunión del alma, de su goce de Cristo. En cuanto a esto, la mayor medida está a nuestro alcance. Podemos conseguir el conocimiento de las verdades más elevadas; pero si nuestra medida es pequeña, la gracia de nuestro Padre, que no reprocha, susurra estas dulces palabras: «y no tuviere para tanto». Todos tenemos los mismos derechos, pero nuestras capacidades pueden variar; pero, gracias a Dios, cuando entramos en su presencia, los deseos más ardientes de la nueva naturaleza son satisfechos. Todos los poderes más intensos de la nueva naturaleza se ponen en acción. ¡Probemos estas cosas día tras día en las felices experiencias de nuestras almas!
11.7 - La lepra en una casa
Terminaremos esta sección tocando brevemente el asunto de la lepra en una casa.
El lector observará que un caso de lepra en una persona o en una vestidura podía presentarse en el desierto, pero para que se presentase en una casa, era preciso que fuese en el país de Canaán. «Cuando hayáis entrado en la tierra de Canaán, la cual yo os doy en posesión, si pusiere yo plaga de lepra en alguna casa de la tierra de vuestra posesión… el sacerdote mandará desocupar la casa antes que entre a mirar la plaga, para que no sea contaminado todo lo que estuviere en la casa; y después el sacerdote entrará a examinarla. Y examinará la plaga; y si se vieren manchas en las paredes de la casa, manchas verdosas o rojizas, las cuales parecieren más profundas que la pared, el sacerdote saldrá de la casa a la puerta de ella, y cerrará la casa por siete días» (v. 34-38).
Considerando la casa como figura de una asamblea, encontramos en este pasaje las prescripciones divinas sobre el tratamiento del mal moral, o de los síntomas del mal, en una congregación. Observamos la misma calma, la misma paciencia en cuanto a la casa, que en cuanto a la persona o a los vestidos. No había prisa ni indiferencia, ya se tratase de una casa, de un vestido, o de un individuo. El hombre que observaba algo anormal en su casa, no debía mirar con apatía ningún síntoma sospechoso que se mostrase en las paredes, y tampoco debía pronunciar él mismo un juicio sobre esos síntomas; examinarlos y juzgar era trabajo del sacerdote. Desde el instante en que aparecía algo sospechoso, el sacerdote tomaba una actitud judicial respecto a aquella casa. La casa estaba sometida a juicio, aunque no condenada. Antes de que se pudiera llegar a una decisión, debía transcurrir el término perfecto. Podía ocurrir que los síntomas no fuesen sino superficiales, lo cual no exigía ninguna acción.
«Y al séptimo día volverá el sacerdote y la examinará; y si la plaga se hubiere extendido en las paredes de la casa, entonces mandará el sacerdote, y arrancarán las piedras en que estuviere la plaga, y las echarán fuera de la ciudad en lugar inmundo» (v. 39-40). Antes de condenar «la tal casa», debía hacerse la prueba arrancando solamente las piedras leprosas.
«Y si la plaga volviere a brotar en aquella casa, después que hizo arrancar las piedras y raspar la casa, y después que fue recubierta, entonces el sacerdote entrará y la examinará; y si pareciere haberse extendido la plaga en la casa, es lepra maligna en la casa; inmunda es. Derribará, por tanto, la tal casa, sus piedras, sus maderos y toda la mezcla de la casa; y sacarán todo fuera de la ciudad a lugar inmundo» (v. 43-45). El caso era desesperado, el mal incurable; todo el edificio tenía que ser demolido.
«Y cualquiera que entrare en aquella casa durante los días en que la mandó cerrar, será inmundo hasta la noche. Y el que durmiere en aquella casa, lavará sus vestidos; también el que comiere en la casa lavará sus vestidos» (v. 46-47). Esta es una verdad muy seria. El contacto mancha. Recordémoslo. Es un principio que encontramos muy repetido en la economía levítica, y seguramente no es ahora menos aplicable.
«Mas si entrare el sacerdote y la examinare, y viere que la plaga no se ha extendido en la casa después que fue recubierta, el sacerdote declarará limpia la casa, porque la plaga ha desaparecido» (v. 48). El quitar las piedras manchadas, etc., había contenido los progresos del mal y hecho innecesario todo juicio ulterior. La casa ya no debía considerarse bajo la acción judicial, y siendo limpia por la aplicación de la sangre, era de nuevo propia para ser habitada.
11.7.1 - Juicio del mal en una asamblea
Pasemos ahora a considerar las enseñanzas morales de todo esto. Es a la vez interesante, solemne y práctico. Tomemos como ejemplo la iglesia en Corinto. Era una casa espiritual compuesta de piedras espirituales; pero el ojo de águila del apóstol veía sobre sus muros ciertos síntomas de la naturaleza más sospechosa. ¿Permaneció indiferente? No, por cierto. Estaba tan penetrado del espíritu del Arquitecto, que no podía permanecer indiferente un solo instante ante este estado peligroso. Pero si no fue indiferente, tampoco fue precipitado. Mando que se arrancase la piedra leprosa y que se desconchase a fondo la casa. Habiendo obrado con esta fidelidad, esperó pacientemente el resultado. Y ¿cuál fue este? Mejor de lo que se podía esperar. «Pero Dios, que consuela a los abatidos, nos consoló con la llegada de Tito, y no solo con su llegada, sino también por el consuelo con que fue consolado por vosotros: nos refirió vuestra añoranza, vuestro pesar y vuestro celo por mí; de manera que me alegré más... En todo habéis mostrado vuestra inocencia en este asunto» (comp. 1 Cor. 5 con 2 Cor. 7:6-11). He aquí un hermoso ejemplo. El cuidadoso celo del apóstol fue debidamente recompensado; la plaga estaba detenida y la congregación libre de la influencia corruptora de la enfermedad moral. Tomemos otro ejemplo no menos solemne: «Escribe al ángel de la iglesia en Pérgamo: Esto dice el que tiene la espada aguda de dos filos: Sé dónde habitas, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe, ni aun en los días en que Antipas, mi fiel testigo, fue matado entre vosotros, donde Satanás habita. Pero tengo contra ti unas pocas cosas: que tienes ahí a los que sostienen la doctrina de Balaam, que enseñó a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, incitándolos a comer de lo sacrificado a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que igualmente sostienen la doctrina de los nicolaítas» (Apoc. 2:12-16). El divino Sacerdote se mantiene aquí en una actitud judicial respecto a su casa de Pérgamo. No podía permanecer indiferente a la vista de síntomas tan alarmantes; pero usa de gracia y de paciencia, y les da tiempo para arrepentirse. Si las advertencias, las reprimendas y la disciplina no sirven para nada, entonces el juicio deberá seguir su curso.
Estas cosas están llenas de instrucción práctica en cuanto a la doctrina de la asamblea. Las siete iglesias de Asia ofrecen diversas y admirables ilustraciones de la casa bajo el juicio sacerdotal. Deberíamos estudiarlas cuidadosamente y con oración, porque son de inmenso valor. No deberíamos mirar a nuestras conveniencias, cuando se manifiesta algo de naturaleza sospechosa en la asamblea. Muchas veces estamos tentados de decir: “Esto no me corresponde”, pero es deber de todos los que aman al Señor cuidar celosa y piadosamente de esta casa; y si retrocedemos ante el ejercicio de este deber no redundará en nuestro honor y provecho en el día del juicio.
No teniendo que tratar más tal asunto en estas páginas, solo diremos para terminar esta sección, que creemos firmemente que este asunto de la lepra tiene un gran alcance de otorgamiento, no solo sobre la casa de Israel, sino también sobre la iglesia profesa [21].
[21] Compárese en cuanto a Israel y al templo de Jehová Levítico 14:43-45; 1 Reyes 9:6-9; Jeremías 26:18; 52:13; Lamentaciones 4:1; y Mateo 24:2; y en cuanto a la Iglesia como casa, 1 Corintios 3:16-17; 2 Timoteo 2:20-21; Apocalipsis 3:14-16, etc.
12 - Capítulo 15 — Impureza inherente a la naturaleza humana
Este capítulo trata de varias impurezas ceremoniales de naturaleza mucho menos grave que la lepra. Esta se nos presenta como expresión de la fuerza corruptora de nuestra naturaleza, mientras que el capítulo 15 enumera ciertas cosas que son sencillamente debilidades inevitables, pero que, como provienen en algún modo de la naturaleza humana, nos manchan y reclaman los remedios de la gracia divina. La presencia de Dios en la congregación exigía un alto grado de santidad y pureza moral. Debían combatirse todos los impulsos de nuestra naturaleza corrompida. Las cosas que en el hombre parecían ser debilidades inevitables tenían un fondo de inmundicia, y requerían la purificación, porque Jehová estaba en el campamento. Nada nocivo, nada inconveniente, podía permanecer ante el rostro puro y sagrado del Dios de Israel. Las naciones incircuncisas de alrededor no hubieran comprendido tan santas enseñanzas; pero Jehová quería que Israel fuese santo porque él era el Dios de Israel. Si eran distinguidos y privilegiados hasta el punto de gozar de la presencia de un Dios santo, era necesario que fuesen un pueblo santo.
Una de las cosas que causan la admiración del alma es la celosa solicitud de Jehová en cuanto a los hábitos y prácticas de su pueblo. Él los guardaba dentro y fuera, dormidos y despiertos, de día y de noche. Él velaba por su alimento, cuidaba de sus vestidos y de los más pequeños detalles de sus quehaceres particulares. Si aparecía alguna ligera mancha sobre una persona, era necesario examinarla al instante cuidadosamente. En una palabra, nada de lo que podía afectar al bienestar o la pureza de aquellos a quienes Jehová se había asociado, y en medio de los cuales habitaba, estaba olvidado. Él se interesaba por sus negocios más triviales; velaba cuidadosamente en todo lo que les concernía, fuese pública, social o individualmente.
Para un incircunciso, eso hubiera sido una carga insoportable. Tener un Dios de una santidad infinita en su camino durante el día, y alrededor de su lecho durante la noche, habría sido, para él, una sumisión intolerable; pero para aquel que amaba verdaderamente la santidad, para aquel que amaba a Dios, nada podía ser más delicioso. Este se regocija en la dulce seguridad de que Dios está siempre cerca; y se complace en la santidad que está a la vez garantizada y exigida por la presencia de Dios.
Lector ¿ocurre así contigo? ¿Amas la presencia divina, y la santidad que esta presencia reclama? ¿Te permites algo que sea incompatible con la santidad de la presencia de Dios? Tus pensamientos, tus sentimientos y tus acciones, ¿están en armonía con la pureza y elevación del santuario? Leyendo este capítulo 15 del Levítico ¿recuerdas que fue escrito para tu enseñanza? Debes leerlo bajo la influencia del Espíritu, porque para ti tiene una aplicación espiritual. Leerlo de otra manera es torcer el sentido en tu perjuicio, o para servirnos de una frase ceremonial es cocer «un cabrito en la leche de su madre» (véase Deut. 14:21).
12.1 - Toda la Escritura es… útil (2 Timoteo 3:16)
Tal vez preguntarás, ¿qué instrucción puedo sacar de esta parte de la Escritura? ¿Qué aplicación puede tener para mí? En primer lugar, te preguntamos ¿no admites que fue escrita para tu enseñanza? Esperamos que no lo dudes en vista de que el apóstol inspirado declara tan expresamente que «Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito» (Rom. 15:4). Muchos parecen olvidar esta importante declaración, a lo menos, en lo concerniente al libro de Levítico. Creen que nada pueden aprender de los ritos y ceremonias de un tiempo que ha pasado, y especialmente de ritos y ceremonias tales como los que contiene el capítulo 15. Pero cuando recordamos que el Espíritu Santo es el que hizo escribir este capítulo, que cada párrafo, cada versículo y cada línea es divinamente «inspirada... y útil», esto debe incitarnos a buscar su sentido. Sin duda, el que es hijo de Dios debe leer lo que Dios escribió. Es cierto que se necesita un poder espiritual para saber cómo, y una sabiduría de lo alto para saber cuándo se debe leer un capítulo como este, pero lo mismo puede decirse también de un capítulo cualquiera. Lo cierto es que, si fuéramos suficientemente espirituales, suficientemente elevados por encima de las cosas de la tierra, no deduciríamos más que ideas y principios puramente espirituales de este capítulo y de otros análogos. Si un ángel del cielo leyese esta porción de las Escrituras ¿cómo la consideraría? Solamente bajo una luz espiritual y celeste; solamente como conteniendo la más pura y la más alta moralidad. Y ¿por qué no hacemos nosotros lo mismo? Sin duda, no tenemos idea de la ofensa que inferimos al Volumen Sagrado consintiendo que una porción suya esté tan enteramente descuidada como lo ha estado el libro del Levítico. Seguramente si este libro no debiera leerse, no habría debido escribirse. Si no fuera «útil», no habría encontrado lugar en el canon de la inspiración divina; pero, puesto que ha placido «al único sabio Dios» (Rom. 16:27) dictar [22] este libro, sus hijos deben complacerse en leerlo. Sin duda se necesita una sabiduría espiritual, un santo discernimiento, y este sentido moral exquisito que solo puede darnos la comunión con Dios para poder juzgar cuándo debe leerse tal capítulo. Dudaríamos de que fuese persona de tacto y de buen juicio, la que se levantase a leer el capítulo 15 del Levítico en una reunión ordinaria. Pero ¿por qué? ¿es porque no es divinamente inspirado, y como tal, «útil»? De ningún modo, sino porque la mayor parte de los oyentes no serían bastante espirituales para comprender sus puras y santas lecciones.
[22] Puede decirse «dictar» cuando se trata del Levítico, porque desde el principio al fin, excepto uno o dos capítulos históricos (9 y 10:1-7), leemos estas palabras antes de cada subdivisión «Y Jehová habló a Moisés, diciendo» por esto podemos decir que es la porción de la Escritura más directamente inspirada por Dios.
¿Qué es, pues, lo que debemos aprender de este capítulo? En primer lugar, nos enseña a velar con santo celo sobre todo lo que proviene de la naturaleza humana. Todo impulso, todo lo que emana de nuestra naturaleza, mancha. La naturaleza humana caída es una fuente impura, y todo lo que procede de ella es inmundo. No puede producir nada puro, santo, o bueno. Es esta una lección frecuentemente repetida en el libro del Levítico, y particularmente enseñada en este capítulo.
12.2 - El agua y la sangre
Pero, ¡bendita sea la gracia que ha provisto tan eficaz remedio a las inmundicias de la carne! Los medios de que se vale se nos presentan bajo dos formas distintas en la Palabra de Dios, y especialmente en la porción de esta Palabra de la cual nos ocupamos, son el «agua» y la sangre. Uno y otro se unen en la muerte de Cristo. La sangre que expía y el agua que purifica salieron del costado herido de Cristo en la cruz (Comp. Juan 19:34 con 1 Juan 5:6). «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). Y la palabra de Dios limpia nuestros hábitos, nuestra conducta y nuestros caminos. Así nos mantenemos en un estado propio a la comunión y al culto, aunque pasando por un mundo donde todo es inmundicia, y llevando en nosotros una naturaleza cuyos impulsos nos contaminan constantemente.
Ya hemos notado que este capítulo trata de una clase de impurezas ceremoniales, de carácter menos grave que la lepra. Por esto la expiación no está prefigurada aquí por un becerro o por un cordero, sino por el menor de los sacrificios, a saber: por «dos tórtolas». Pero, por otra parte, la virtud purificadora de la Palabra está constantemente recordada por los actos ceremoniales de «lavar», “limpiar”, y “enjuagar”. «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra». «Maridos, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amó a la iglesia y entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra» (Sal. 119:9; Efe. 5:25-26). El agua ocupaba un lugar muy importante en el sistema levítico de purificación, y como tipo de la Palabra, no puede ser más interesante e instructivo.
Podemos, pues, sacar preciosas lecciones del capítulo 15 del Levítico. Aprendemos de una manera admirable la extrema santidad de la presencia divina. Ni una mancha, ni una tacha puede tolerarse un solo instante en esta región tan santa. «Así apartaréis de sus impurezas a los hijos de Israel, a fin de que no mueran por sus impurezas por haber contaminado mi tabernáculo que está entre ellos» (v. 31) Otra vez aprendemos en dicho capítulo que la naturaleza humana es una fuente inagotable de inmundicia; está irremediablemente corrompida, y no solamente está corrompida, sino que corrompe. Velando o durmiendo, sentada, parada, o acostada, nuestra naturaleza es sucia y mancha. Su solo contacto comunica la inmundicia. Esta es una lección profundamente humillante para la orgullosa humanidad, pero es así. El Levítico pone un espejo fiel ante nuestra naturaleza. No deja a «la carne» nada en que pueda gloriarse. Los hombres pueden envanecerse de su civilización, de su sentido moral, de su dignidad; estudien el tercer libro de Moisés, y en él verán lo que todo esto vale realmente a juicio de Dios.
Finalmente, en él aprendemos de nuevo el valor expiatorio de la sangre de Cristo y la virtud purificadora y santificadora de la preciosa Palabra de Dios. Cuando, habiendo pensado en la pureza irreprochable del santuario, reflexionamos sobre la inmundicia incurable de nuestra naturaleza, y nos preguntamos ¿cómo podemos entrar y morar en él?; la respuesta se encuentra en «la sangre y el agua» que salieron del costado de Cristo crucificado, de un Cristo que entregó su vida a la muerte por nosotros, a fin de que viviésemos por Él. «Porque tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre» y, gracias a Dios, «los tres están de acuerdo» (1 Juan 5:8). El Espíritu no nos da un mensaje diferente que el que encontramos en la Palabra, y la Palabra y el Espíritu de acuerdo nos declaran el precio infinito y la eficacia de la sangre.
¿No podemos, pues, decirnos que el capítulo 15 del Levítico fue escrito para nuestra enseñanza? ¿No ocupa un lugar bien definido y útil en el divino canon? Seguramente, y dejaría un vacío si se hubiese omitido. Nos enseña lo que no podríamos aprender de la misma manera en ningún otro sitio. Es cierto que todas las Escrituras nos enseñan la santidad de Dios, la impureza de nuestra naturaleza, la eficacia de la sangre, el valor de la Palabra; pero el capítulo que acabamos de estudiar presenta esas grandes verdades a nuestro espíritu, y las graba sobre nuestro corazón de un modo especial.
Apreciemos como es debido cada porción del volumen de nuestro Padre. Que cada uno de sus testimonios nos sea más dulce que la miel y que la que destila del panal, y que cada uno de sus «justos juicios» (Salmo 19:10; 119:7) ocupe su debido lugar en nuestras almas.
13 - Capítulo 16 — El gran día de las expiaciones
13.1 - Introducción
Este capítulo desarrolla algunos de los principios más importantes que merecen la atención de un alma regenerada. Presenta la doctrina de la expiación con una fuerza y una plenitud admirables. Podemos afirmar que el capítulo 16 del Levítico puede incluirse entre las porciones más preciosas y más importantes de la Inspiración, si es que podemos hacer comparaciones allí donde todo es divino.
Considerado este capítulo históricamente, nos ofrece un relato de las ceremonias del gran día de las expiaciones en Israel por cuyo medio se establecían y mantenían las relaciones de Jehová con la congregación, y eran expiados los pecados, las faltas y debilidades del pueblo, de manera que Jehová Dios podía habitar entre ellos. La sangre que era derramada en este día solemne formaba la base del trono de Jehová en medio de la congregación. En virtud de esta sangre, un Dios santo podía hacer su morada en medio del pueblo a pesar de todas sus impurezas. «En el mes séptimo, a los diez días del mes» (v.29) era un día único en Israel. No había otro día semejante en todo el año. Los sacrificios de este día eran el fundamento de los caminos de Dios en gracia, en misericordia, en paciencia y en longanimidad.
Aprendemos, además, en esta sección de la historia inspirada, que «el camino del lugar santísimo aún no había sido manifestado» (Hebr. 9:8). Dios estaba oculto detrás de un velo, y el hombre tenía que mantenerse a distancia. «Habló Jehová a Moisés después de la muerte de los dos hijos de Aarón, cuando se acercaron delante de Jehová, y murieron. Y Jehová dijo a Moisés: Di a Aarón tu hermano, que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo, delante del propiciatorio que está sobre el arca, para que no muera, porque yo apareceré en la nube sobre el propiciatorio» (v. 1-2).
El camino no estaba abierto para que el hombre pudiera acercarse en todo tiempo a la presencia divina, no había ningún medio en toda la serie de las ceremonias mosaicas que le permitiese morar allí constantemente. Dios estaba encerrado dentro, lejos del hombre, y el hombre estaba fuera, lejos de Dios; y «la sangre de machos cabríos y de terneros» (Hebr. 9:12) no podían proporcionar un lugar donde el hombre pudiera estar siempre en la presencia de Dios. Era preciso para eso un sacrificio de un orden más elevado y de una sangre más preciosa. «Porque la ley, teniendo una sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las realidades, nunca puede perfeccionar a los que se acercan con los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año. De otro modo habrían cesado de ofrecerse, pues los que rinden culto, una vez purificados, ya no tendrían más conciencia de pecados. Pero en estos sacrificios se hace un recuerdo de pecados cada año. Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados» (Hebr. 10:1-4). Ni el sacerdocio levítico, ni los sacrificios levíticos podían conducir a la perfección. La insuficiencia estaba grabada sobre los últimos, la debilidad sobre los primeros, la imperfección sobre unos y otros. Un hombre imperfecto no podía ser un sacerdote perfecto, y un sacrificio imperfecto no podía hacer perfecta ninguna conciencia. Aarón no era competente para sentarse dentro del velo, y los sacrificios que ofrecía no podían desgarrarlo.
Basta con lo dicho en cuanto al punto de vista histórico de este capítulo. Considerémoslo ahora bajo el punto de vista típico.
13.2 - Aarón: tipo de Cristo
«Con esto entrará Aarón en el santuario: con un becerro para expiación, y un carnero para holocausto» (v. 3). Aquí tenemos de nuevo los dos grandes aspectos de la obra expiatoria de Cristo, poniendo a salvo y manteniendo la gloria divina y respondiendo perfectamente a las mayores necesidades del hombre. No se menciona en todos los servicios de este día único y solemne, ni una ofrenda de vegetal, ni un sacrificio de paz. Ni la vida humana perfecta del Señor, ni la comunión del alma con Dios en consecuencia de su obra cumplida, se encuentra aquí presentada. En una palabra, el único objeto de este capítulo es la «expiación», y está en un doble aspecto; primero, satisfaciendo todos los derechos de Dios, derechos de su naturaleza, de su carácter, de su trono; y después, expiando perfectamente la culpabilidad del hombre, y respondiendo a todas sus necesidades. Debemos recordar estos dos puntos si queremos formarnos una idea clara de la verdad presentada en este capítulo, o de la doctrina del gran día de las expiaciones. «Con esto entrará Aarón en el santuario» con la expiación que respondía a la gloria de Dios, bajo todos conceptos, sea en cuanto a sus planes de amor redentor hacia la Iglesia, hacia Israel y hacia la creación entera, sea en cuanto a los derechos del gobierno moral de su pueblo; y con la expiación que respondía perfectamente a la condición perversa y miserable del hombre. Estas dos fases de la expiación se nos presentarán constantemente en el estudio de este capítulo; de modo que por mucha que se les conceda, nunca les daremos demasiada importancia.
«Se vestirá la túnica santa de lino, y sobre su cuerpo tendrá calzoncillos de lino, y se ceñirá el cinto de lino, y con la mitra de lino se cubrirá. Son las santas vestiduras; con ellas se ha de vestir después de lavar su cuerpo con agua» (v. 4). Aarón lavado con agua pura, y revestido de los vestidos blancos de lino, nos ofrece un tipo notable y persuasivo de Cristo emprendiendo la obra de la expiación. Se muestra personal y característicamente puro y sin tacha. «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Juan 17:19). Es para nosotros un precioso privilegio el poder contemplar, por decirlo así, la persona de nuestro divino Sacerdote en toda su santidad esencial. El Espíritu Santo se complace en mostrar a Cristo a los ojos de su pueblo; y bajo cualquier aspecto que le contemplemos, vemos en él el mismo perfecto, puro, glorioso e incomparable Jesús «señalado entre diez mil, y todo él es deseable» (Cant. 5:10, 16). Él no tenía necesidad de hacer, de llevar, nada para ser puro y sin tacha; no tenía necesidad ni de agua ni de lino fino. Era en esencia y en práctica «el Santo de Dios» (Marcos 1:24). Lo que Aarón hacía y lo que llevaba, el baño y la investidura de sus hábitos, no son más que débiles sombras de lo que Cristo es. La ley no tenía más que la «sombra de los bienes venideros y no la imagen misma de las realidades» (Hebr. 10:1). Gracias a Dios, nosotros no tenemos solamente la sombra, sino la eterna y divina realidad: Cristo mismo.
13.3 - Aarón y su casa: imagen de la Iglesia
«Y de la congregación de los hijos de Israel tomará dos machos cabríos para expiación, y un carnero para holocausto. Y hará traer Aarón el becerro de la expiación que es suyo, y hará la reconciliación por sí y por su casa» (v. 5-6). Aarón y su casa representan la Iglesia, no como el «cuerpo» sino como una casa sacerdotal. No es la Iglesia como la vemos representada en las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses, sino más bien como la encontramos representada en la Primera Epístola de Pedro en este pasaje tan conocido. «Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (cap. 2:5). Lo mismo encontramos en la Epístola a los Hebreos. «Pero Cristo, como Hijo, sobre su casa la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y la gloria de la esperanza» (cap. 3:6). Debemos recordar que en el Antiguo Testamento no hay ninguna revelación del misterio de la Iglesia. Hay tipos y figuras, pero ninguna revelación positiva. Este maravilloso misterio de los judíos y de los gentiles formando «un solo cuerpo», «un hombre nuevo» (Efe. 2:15-16), unido a un Cristo glorificado en el cielo, no podía, evidentemente, ser revelado hasta que Cristo hubiera ascendido al cielo. Pablo fue muy especialmente el encargado de declarar este misterio, como nos lo dice en el capítulo 3:1-12 de la Epístola a los Efesios, pasaje que recomendamos a la seria atención del lector cristiano.
13.4 - Los dos machos cabríos
«Después tomará los dos machos cabríos y los presentará delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y echará suertes Aarón sobre los dos machos cabríos; una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel. Y hará traer Aarón el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová, y lo ofrecerá en expiación. Mas el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Azazel, lo presentará vivo delante de Jehová para hacer la reconciliación sobre él, para enviarlo a Azazel al desierto» (v. 7-10). Tenemos en estos dos machos cabríos las dos fases ya mencionadas de la expiación. «La suerte por Jehová» caía sobre uno, y la suerte del pueblo caía sobre el otro. En cuanto al primero, no se trataba de las personas o de los pecados que debían ser perdonados, ni de los planes de gracia de Dios hacia sus elegidos. Estas cosas, casi no necesitamos decirlo, son de una importancia infinita, pero no están comprendidas en el caso del macho cabrío, sobre el que caía la suerte «por Jehová». Este tipifica la muerte de Cristo como aquel en quien Dios ha sido perfectamente glorificado respecto al pecado en general. Esta gran verdad está plenamente expuesta por la notable expresión «La suerte por Jehová». Dios tiene una parte especial en la muerte de Cristo, una parte propia; una parte que no desmerecería aun cuando ningún pecador se salvase. Para concebir la fuerza de este aserto, es preciso recordar cuánto se ha deshonrado a Dios en este mundo. Su verdad ha sido desdeñada, su autoridad despreciada, su majestad desconocida, su ley desobedecida, sus derechos olvidados, su nombre blasfemado, su carácter denigrado.
13.5 - «La suerte por Jehová»
Pues bien, la muerte de Cristo ha vindicado a Dios en todos sus derechos, ha glorificado a Dios en el mismo lugar donde se le ha ofendido. Ha vindicado perfectamente la majestad, la verdad, la santidad, el carácter de Dios, ha satisfecho divinamente las exigencias de su trono; ha expiado el pecado; ha administrado un remedio divino a todo el mal que el pecado ha introducido en el universo; ha puesto la base sobre la cual Dios puede obrar en gracia, en misericordia y en amor hacia la humanidad. Garantiza la expulsión y la perdición eternas del príncipe de este mundo; pone el fundamento imperecedero del gobierno moral de Dios. En virtud de la cruz, Dios puede obrar según su propia soberanía. Puede desplegar las glorias incomparables de su carácter y los atributos adorables de su naturaleza. En el ejercicio de una justicia inflexible hubiera podido destinar la familia humana al lago de fuego con el diablo y sus ángeles; pero en este caso ¿dónde estarían su amor, su gracia, su misericordia, su longanimidad, su compasión, su paciencia y su perfecta bondad?
Y, por otra parte, si Dios hubiera ejercido estos preciosos atributos sin que se realizara la expiación ¿dónde estarían la justicia, la verdad, la majestad, la santidad, los derechos, o, en una palabra, la gloria moral completa de Dios? ¿Cómo hubieran podido encontrarse «la misericordia y la verdad?» o ¿cómo hubieran podido «la justicia y la paz» besarse? ¿Cómo hubiera podido brotar «la verdad de la tierra» o «la justicia mirar desde los cielos»? (Sal. 85:10-11). Imposible. Solo la expiación de nuestro Señor Jesucristo podía glorificar a Dios, y lo ha hecho plenamente. Ha reflejado toda la gloria del carácter divino como nunca hubiera podido estarlo en medio de los esplendores de una creación inocente. En perspectiva y en recuerdo de este sacrificio, Dios ha sido paciente con este mundo cerca de 6.000 años. En virtud de este sacrificio, los más impíos de entre los hijos de los hombres «viven, se mueven y existen», comen, beben y duermen. El bocado que el infiel blasfemo lleva a su boca, lo debe al sacrificio que no conoce, pero que impíamente ridiculiza. El sol y las lluvias que fecundan los campos del ateo, los disfruta en virtud del sacrificio de Cristo. Sí, el mismo aliento que el infiel y el ateo emplean en blasfemar la Palabra de Dios o en negar su existencia, lo deben al sacrificio de Cristo. Si no fuera por este precioso sacrificio, en lugar de blasfemar sobre la tierra, estarían en la gehena.
Debemos advertir que no hablamos aquí del perdón o de la salvación de los individuos. Esta es otra cosa muy distinta, y se relaciona, como sabe todo verdadero cristiano, con la confesión del nombre de Jesús y con la firme creencia de que Dios le resucitó de los muertos (Rom. 10:9). Esto es muy evidente, y creemos está bien comprendido, pero no tiene ninguna relación con el aspecto de la expiación que estamos estudiando, y que está tan admirablemente figurado por el «macho cabrío sobre el que cayere la suerte por Jehová». Son dos asuntos distintos; el perdón y la salvación que Dios concede al pecador, por una parte, y por otra, la paciencia que tiene con el hombre y las bendiciones temporales que le otorgue. Tanto para uno como para otro, se requiere el sacrificio de la cruz; pero cada uno bajo un aspecto completamente distinto.
13.6 - Consecuencias de la expiación para toda la humanidad
Esta distinción es muy importante, tanto que cuando se la pierde de vista, es imposible comprender bien la doctrina completa de la expiación. Y no solo esto, sino que de este punto depende la clara comprensión de los caminos de Dios gobernando el pasado, el presente y el futuro. Y, finalmente, en él se encuentra la clave de un gran número de pasajes que ofrecen dificultades considerables a muchos cristianos. Citaremos, dos o tres de estos pasajes como ejemplos.
«He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29), al cual se une un pasaje análogo en la Primera Epístola de Juan, donde se habla del Señor Jesucristo como «la propiciación por nuestros pecados; y... [23] por los de todo el mundo» (cap. 2:2). En estos dos pasajes se habla de Jesucristo como el que ha glorificado perfectamente a Dios con relación al «pecado» y al «mundo» en la acepción más amplia de estas palabras. Se le ve como el gran Arquetipo del «macho cabrío sobre el que cayere la suerte por Jehová». Esto nos revela un aspecto de los más preciosos de la expiación hecha por Cristo, que a menudo es descuidado o poco comprendido. Cuando se aplican estos pasajes de la Escritura, u otros semejantes, a los individuos y al perdón de los pecados, la mente se extravía por insuperables dificultades.
[23] No se trata aquí de «los pecados... de todo el mundo», como muchas versiones dicen equivocadamente (Versión JND: «… pero también por el mundo entero»). La doctrina expuesta es solo esta: en la primera parte del versículo se presenta a Cristo como la propiciación por los pecados de su pueblo; pero en la segunda, no se trata de pecados o de personas sino del pecado y del mundo en general. De hecho, el versículo entero presenta a Cristo como el Arquetipo de los dos machos cabríos, como el que ha llevado los pecados de su pueblo y como el que ha glorificado perfectamente a Dios con relación al pecado en general, y ha encontrado un medio para obrar con misericordia para con el mundo entero, y para la liberación y la bendición finales de toda la creación.
Lo mismo ocurre considerando todos los pasajes en los cuales se presenta la gracia de Dios hacia el mundo en general. Están fundados en el punto de vista de la expiación de que nos ocupamos ahora. «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que cree en él, no perezca, mas tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Juan 3:16-17). «Exhorto, pues, ante todo, que se hagan peticiones, oraciones, intercesiones, acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todas las autoridades; para que vivamos tranquila y sosegadamente, con toda piedad y honestidad. Esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad. Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús; el que se dio a sí mismo en rescate por todos; este testimonio se ha dado a su debido tiempo» (1 Tim. 2:1-6). «Porque la gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres» (Tito 2:11). «Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos» (Hebr. 2:9). «El Señor no retarda su promesa, como algunos lo piensan; sino que es paciente con vosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe. 3:9).
13.7 - Dios es glorificado y puede hacer gracia
No hay ninguna necesidad de cambiar el sentido tan claro de estos pasajes. Son un testimonio evidente e inequívoco de la gracia divina hacia todos, sin la menor alusión a la responsabilidad del hombre, de una parte; o a los consejos eternos de Dios, de otra. Estas verdades están tan clara, plena e incontestablemente enseñadas, una como otra, en la Palabra. El hombre es responsable, y Dios es soberano. Todos los que se someten a las Escrituras admiten esto. Pero, al mismo tiempo, es de la mayor importancia reconocer toda la extensión de la gracia de Dios y de la cruz de Cristo. Esto glorifica a Dios y quita al hombre toda excusa. El hombre se excusa con los decretos de Dios y la imposibilidad en que está el hombre de creer sin la influencia divina. Estos argumentos prueban que no se hace caso de Dios, porque si se sintiese el deseo de conocer a Dios, él está bastante cerca para que le encuentren los que le buscan. La gracia de Dios y la expiación de Cristo son tan comprensivas como se puede desear. «Cada uno», «todo aquel» y «todos» son los términos de que Dios mismo se vale, y nadie está excluido. Si Dios manda un mensaje de salvación a un hombre, seguramente se lo destina; y ¿puede haber algo más impío que desechar la gracia de Dios, hacerle mentiroso y, además, dar por excusa de semejante acto, los misteriosos designios de Dios? Sería mejor decir claramente: “No creo la Palabra de Dios, y no quiero ni su gracia, ni su salvación”. Esto sería más franco y más comprensible; pero encubrir su odio a Dios y a su verdad con el manto de una teología falsa, para que no se vea más que una fase de la verdad, es el más alto grado de la hipocresía. Llega hasta el punto de hacernos sentir que Satanás no es nunca más diabólico que cuando aparece con la Biblia en la mano.
Si fuese cierto que los secretos designios y consejos de Dios pueden impedir a los hombres que reciban el Evangelio que él ha mandado anunciarles, entonces ¿según qué principio de justicia sufrirán «la pena de una perdición eterna», por no haber obedecido a este Evangelio? (2 Tes. 1:6-10). ¿Hay en las sombrías regiones de los perdidos una sola alma que pueda arrojar sobre los consejos de Dios la causa de su perdición? ¡Oh, no! Dios ha provisto tan ampliamente por el sacrificio de Cristo, no solamente para la salvación de los que creen, sino también para la presentación de su gracia a los que rechazan el Evangelio, que no hay ninguna excusa. No es porque un hombre no puede, sino porque no quiere creer, que sufrirá el castigo de una destrucción eterna. No hay error más fatal que el que comete el hombre que, so pretexto de los decretos de Dios, rehúsa deliberadamente la gracia que Dios le ofrece; y esto es tanto más peligroso cuando viene a constituir un sistema que se apoya sobre los dogmas de una teología unilateral. La gracia de Dios es libre para todos, y si preguntamos ¿Cómo puede ser esto? la respuesta es: «La suerte por Jehová» ha caído sobre la verdadera víctima, a fin de que Dios pueda ser perfectamente glorificado en cuanto al pecado bajo su aspecto más amplio, y ser libre de obrar en gracia hacia todos, y de hacer predicar el Evangelio a toda criatura. Esta gracia y esta predicación deben tener una base sólida, y esta base se encuentra en la expiación; y aun cuando el hombre la rechace, Dios es glorificado por el ejercicio de la gracia, y por el ofrecimiento de salvación a causa de la base sobre la que reposan una y otra. Él es glorificado, y lo será durante la eternidad. «¡Ahora está turbada mi alma! ¿Y qué diré? ¡Padre, sálvame de esta hora! Pero para esto vine a esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre! Entonces vino una voz del cielo, que decía: Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré. La multitud que estaba allí y oyó decía que había sido un trueno; otros decían: Un ángel le ha hablado. Respondió Jesús y dijo: Esta voz no se ha oído por mi causa, sino por la vuestra. Ahora es el juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo. Y yo, si soy elevado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Juan 12:27-32).
Hasta aquí no nos hemos ocupado más que de una cosa; «el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová», y un lector superficial podría pensar que lo que debe seguir inmediatamente, es lo que tiene relación con el macho cabrío Azazel, que nos presenta el otro gran aspecto de la muerte de Cristo, o su aplicación a los pecados del pueblo. Pero antes de pasar a este asunto, se presenta un pasaje que confirma la preciosa verdad de que nos acabamos de ocupar, esto es, el hecho de que la sangre del macho cabrío degollado, lo mismo que la del becerro, era esparcida encima y ante el trono de Jehová, a fin de mostrar que todas las exigencias de este trono estaban satisfechas por la sangre de la expiación y que esta misma respondía ampliamente a todas las exigencias de la administración moral de Dios.
13.8 - La sangre de la expiación es llevada dentro del velo
«Y hará traer Aarón el becerro que era para expiación suya, y hará la reconciliación por sí y por su casa, y degollará en expiación el becerro que es suyo. Después tomará un incensario lleno de brasas de fuego del altar de delante de Jehová, y sus puños llenos del perfume aromático molido, y lo llevará detrás del velo. Y pondrá el perfume sobre el fuego delante de Jehová, y la nube del perfume cubrirá el propiciatorio que está sobre el testimonio, para que no muera» (v. 11-13). Aquí tenemos una presentación muy clara y admirable; la sangre de la expiación es llevada dentro del velo, al lugar santísimo, y rociada sobre el trono del Dios de Israel. La nube de la presencia divina estaba allí; y a fin de que Aarón pudiera comparecer en la presencia inmediata de la gloria y no morir, «la nube del perfume» se eleva y cubre «el propiciatorio», sobre el cual se debía hacer aspersión por «siete veces», con la sangre expiatoria. El «perfume aromático molido» representa el buen olor de la Persona de Cristo, el olor suave de su precioso sacrificio.
«Tomará luego de la sangre del becerro, y rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre. Después degollará el macho cabrío en expiación por el pecado del pueblo, y llevará la sangre detrás del velo adentro, y hará de la sangre como hizo con la sangre del becerro, y la esparcirá sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio» (v. 14-15). «Siete» es el número perfecto, y la aspersión de sangre hecha por siete veces delante de la cubierta nos enseña que cualquiera que sea la aplicación del sacrificio de Cristo, sea a las cosas, a los lugares o a los individuos, es perfecta, según la apreciación divina. La sangre que asegura la salvación de la Iglesia, la «casa», del verdadero Aarón; la sangre que asegura la salvación de la «congregación» (v. 17) de Israel; la sangre que asegura la restauración y la bendición finales de toda la creación; esta sangre ha sido ofrecida ante Dios, esparcida y aceptada, según toda la perfección, el olor suave y el valor de Cristo. Por el poder de esta sangre, Dios puede cumplir todos sus consejos eternos de gracia; puede salvar la Iglesia y elevarla a las mayores alturas de la gloria, a despecho de todo el poder del pecado y de Satanás; puede traer las dispersas tribus de Israel; puede unir Judá y Efraín; puede cumplir todas las promesas hechas a Abraham a Isaac y a Jacob; puede salvar y bendecir a millones innumerables de entre los gentiles; puede restablecer y bendecir la vasta creación; puede esparcir los rayos de su gloria para alumbrar el universo para siempre; puede desplegar a la vista de los ángeles, de los hombres y de los demonios su gloria personal y eterna; la gloria de su carácter, la gloria de sus obras, la gloria de su gobierno. Todo esto puede y quiere hacerlo; pero el único pedestal sobre el que este inmenso edificio de gloria descansará para siempre, es la sangre de la cruz; esta sangre preciosa, querido lector cristiano, que ha hablado de paz, de una paz divina y eterna a tu alma y a tu conciencia, ante la santidad infinita. La sangre con la que se hace aspersión sobre la conciencia del creyente ha sido esparcida «siete veces» ante el trono de Dios. Cuanto más nos acercamos a Dios, más vemos el valor y la importancia de la sangre de Jesucristo. Si miramos el altar de bronce, encontramos allí la sangre, si miramos el mar de bronce, allí encontramos la sangre; si miramos el altar de oro, allí encontramos la sangre; Si miramos el velo del tabernáculo, encontramos allí la sangre; pero en ningún sitio encontramos tan preciosas enseñanzas con relación a la sangre como detrás del velo ante el trono de Jehová, en la inmediata presencia de la gloria divina.
«Ante nuestro Padre para siempre,
La sangre de Cristo en el cielo habla».
«Así purificará el santuario, a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones y de todos sus pecados; de la misma manera hará también al tabernáculo de reunión, el cual reside entre ellos en medio de sus impurezas» (v. 16). Siempre encontramos la misma verdad. Es preciso atender a los derechos del santuario. Es preciso que los atrios de Jehová, igual que su trono, den testimonio del valor de la sangre. El tabernáculo, en medio de las impurezas de Israel, debía estar protegido por todos lados por los divinos recursos de la expiación. En todas las cosas Jehová cuida de su propia gloria. Los sacerdotes y su servicio, el lugar del culto y todo lo que en él estaba contenido, substituían en virtud de la sangre, el Santo no hubiera podido morar, ni un instante, en medio de la congregación si no hubiera sido por el poder de la sangre. Era esto lo que le permitía habitar, obrar y reinar en medio de un pueblo culpable.
«Ningún hombre estará en el tabernáculo de reunión cuando él entrare a hacer la expiación en el santuario, hasta que él salga, y haya hecho la expiación por sí, por su casa y por toda la congregación de Israel» (v. 17). Era necesario que Aarón ofreciese un sacrificio por sus propios pecados igual que por los pecados del pueblo. No podía entrar en el santuario más que en virtud de la sangre. En el versículo 17 tenemos un tipo de la expiación operada por Cristo en su aplicación a la Iglesia y a la congregación de Israel. La Iglesia entra ahora «en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús» (Hebr. 10:19). En cuanto a Israel aun hoy día «un velo cubre sus corazones» (2 Cor. 3:15). Ellos están aún alejados, aunque mediante la cruz pueden obtener el perdón y ser restablecidos cuando se vuelvan al Señor. Propiamente dicho, todo el período actual es para ellos el día de las expiaciones. El verdadero Aarón ha entrado en el cielo mismo con su propia sangre, para comparecer en la presencia de Dios por nosotros. Pronto saldrá de allí para hacer que la congregación de Israel entre en el pleno goce de todos los resultados de su obra cumplida. Entre tanto, su casa, es decir, todos los verdaderos creyentes, están asociados con Él, teniendo libertad para entrar en el santuario, habiendo sido aproximados, por la sangre de Jesús.
«Y saldrá al altar que está delante de Jehová, y lo expiará, y tomará de la sangre del becerro y de la sangre del macho cabrío, y la pondrá sobre los cuernos del altar alrededor. Y esparcirá sobre él de la sangre con su dedo siete veces, y lo limpiará, y lo santificará de las inmundicias de los hijos de Israel» (v. 18-19). Se hacía pues aspersión de sangre en todo, desde el trono de Dios, dentro del velo, hasta el altar que estaba en el atrio del tabernáculo del testimonio.
13.9 - El camino del Lugar Santísimo está abierto por medio de la sangre de Cristo
«Era necesario que las figuras de lo que hay en los cielos fuesen purificadas con estas cosas, pero que las realidades celestiales lo sean con mejores sacrificios que estos. Porque no entró Cristo en un lugar santo hecho a mano, reproducción del verdadero, sino en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros. Ni para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como el sumo sacerdote entra en el lugar santo cada año con sangre ajena; puesto que le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde la fundación del mundo; pero ahora, una sola vez en la consumación de los siglos, él ha sido manifestado para la anulación del pecado mediante su sacrificio. Y como está reservado a los hombres morir una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos, y aparecerá la segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que le esperan» (Hebr. 9:23-28).
No hay más que un camino para entrar en el lugar santísimo, y es un camino rociado con sangre. Es inútil intentar entrar en él por otro medio cualquiera. Los hombres pueden esforzarse para abrirse una senda por sus obras, orando, haciendo limosnas, etc., en una palabra: tratar de entrar por el camino de las formas y de las ordenanzas, o, tal vez, por un sendero en parte formas y en parte Cristo; pero en vano. Dios habla de un camino y de uno solo, y este camino fue abierto a través del velo desgarrado del cuerpo del Salvador. Es por ese camino que han pasado los millones de redimidos, de siglo en siglo. Los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los santos de todas las épocas desde Abel hasta nuestros días, han seguido este camino bendito y han encontrado por él acceso seguro y sin reserva. El único sacrificio de la cruz es divinamente suficiente para todos. Dios no pide más ni acepta menos. Añadir algo, sea lo que fuere es deshonrar a aquel a quien Dios ha declarado que tomaba contentamiento, sí, a aquel que es infinitamente glorificado; quitar, sea lo que fuere, es negar la culpabilidad y la ruina del hombre, y menoscabar la justicia y grandeza de la eterna Trinidad.
13.10 - El macho cabrío «Azazel»
«Cuando hubiere acabado de expiar el santuario y el tabernáculo de reunión y el altar, hará llegar el macho cabrío vivo; y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto» (v. 20-22).
Aquí tenemos el segundo asunto ligado a la muerte de Cristo, a saber: el completo y final perdón de su pueblo. Si la muerte de Cristo constituye la base de la gloria de Dios, constituye, también, la base del perdón perfecto de los pecados de todos los que ponen en ella su confianza. Este último objeto de la expiación es secundario e inferior, aunque nuestros pobres corazones sean propensos a considerarlo como el aspecto más elevado de la cruz. Esto es un error. La gloria de Dios está en primer lugar; nuestra salvación, en el segundo. Lo primero, lo más precioso para Cristo, era la conservación de la gloria de Dios. Esto es lo que persiguió desde el principio hasta el fin sin desviarse jamás de su objeto y con una fidelidad a toda prueba. «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar» (Juan 10:17). «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará en sí mismo, y enseguida lo glorificará» (Juan 13:31-32). «Oídme, costas, y escuchad, pueblos lejanos. Jehová me llamó desde el vientre, desde las entrañas de mi madre tuvo mi nombre en memoria. Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba; y me dijo: Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré» (Is. 49:1-3).
La gloria de Dios era, pues, el objeto supremo del Señor Jesucristo, en su vida y en su muerte. Vivió y murió para glorificar el nombre de su Padre. La Iglesia, ¿pierde algo con esto? No. ¿E Israel? No. ¿Y los gentiles? Tampoco. Su salvación y su bendición no podían estar mejor aseguradas que estando subordinadas a la gloria de Dios. Escuchad la respuesta divina dada al Cristo, el verdadero Israel, en el pasaje sublime que acabamos de citar. «Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:6).
Y, ¿no es muy precioso saber que Dios es glorificado por la abolición de nuestros pecados? Podemos preguntar ¿Dónde están nuestros pecados? Fueron quitados. ¿Cómo? Por el sacrificio de Cristo en la cruz, por el cual Dios fue glorificado por la eternidad. Ciertamente; los dos machos cabríos del día de las expiaciones nos presentan dos aspectos de un solo hecho. El primero de estos aspectos se dirige a la gloria de Dios; el segundo al perdón de los pecados. Son tan perfectos, uno como otro. Estamos tan perfectamente perdonados como Dios es perfectamente glorificado por la muerte de Cristo. ¿Hay un solo asunto por el cual Dios no haya sido glorificado en la cruz? Ni uno. No hay tampoco un solo asunto sobre el cual no estemos perfectamente perdonados. Nos incluimos en esto porque, aunque la congregación de Israel sea el objeto primario contemplado en la bella y admirable ordenanza del macho cabrío, Azazel, no obstante, se puede decir sin reserva que toda alma que cree en el Señor Jesucristo está tan perfectamente perdonada como Dios está perfectamente glorificado por el sacrificio de la cruz. ¿Qué parte de los pecados de Israel llevaba el macho cabrío, Azazel? Todos. ¡Preciosa palabra! No quedaba ninguno. Y ¿a dónde los llevaba? «A tierra inhabitada», a una tierra donde no se los podría encontrar nunca porque no habría nadie para buscarlos. ¡Qué figura más perfecta! ¿Es posible hallar una representación más admirable del sacrificio de Cristo bajo estos dos aspectos? Imposible. Podemos contemplar este cuadro con intensa admiración, y contemplándolo exclamar: “En verdad, es el pincel del Maestro”.
13.11 - Todos nuestros pecados están perdonados
Lector ¿sabes que todos tus pecados están perdonados en virtud de la perfección del sacrificio de Cristo? Si crees sencillamente, en su nombre, están perdonados. Están borrados, y borrados para siempre. No digas como tantas almas inquietas: «Temo no experimentarlo». De un extremo a otro del Evangelio no encontraréis ni una sola vez esta palabra “experimentar”. No somos salvos por nuestras experiencias, sino por Cristo; y para tener a Cristo en toda su plenitud y todo su valor, es preciso creer ¡solamente creer! Y ¿cuál será el resultado? Los adoradores, limpios de una vez, «no tendrían más conciencia de pecado». Observad esto, «no tendrían más conciencia de pecado» (Hebr. 10:2). Este debe ser el resultado, ya que el sacrificio de Cristo es perfecto, tan perfecto que Dios es glorificado en él. Es, pues, evidente que la obra de Cristo no necesita que le añadamos nada para ser perfecta. En este caso también se podría decir que la obra de la creación no fue completa hasta que Adán la disfrutó en el jardín del Edén. Es cierto que experimentó algo, pero ¿qué? Una obra que ya era perfecta. Deseamos que sea esta desde ahora la experiencia de vuestras almas si no la ha sido antes. Que podáis ahora y siempre reposar con toda sencillez en Aquel que «con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14). Y ¿cómo son santificados? ¿Es por su experiencia? No, sino por la obra perfecta de Cristo.
13.12 - La realización para Israel
Habiendo tratado de desarrollar la maravillosa doctrina expuesta en este capítulo según las luces que Dios nos ha dado, vamos a estudiar, para concluir, un punto sobre el cual deseamos llamar la atención de nuestros lectores. Está contenido en las palabras siguientes: «Y esto tendréis por estatuto perpetuo: En el mes séptimo, a los diez días del mes, afligiréis vuestras almas, y ninguna obra haréis, ni el natural ni el extranjero que mora entre vosotros. Porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová. Día de reposo es para vosotros, y afligiréis vuestras almas; por estatuto perpetuo» (v. 29-31).
Esto tendrá pronto su completo cumplimiento en el remanente salvado de Israel, como lo predijo el profeta Zacarías: «Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Megido… En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia… Y acontecerá que en ese día no habrá luz clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido de Jehová, que no será ni día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz. Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia la mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre… En aquel día estará grabado sobre las campanillas de los caballos: Santidad a Jehová… y no habrá en aquel día más mercader en la casa de Jehová de los ejércitos» (Zac. 12 al 14).
¡Qué día más hermoso! No es extraño que se mencione con tanta frecuencia en el pasaje citado arriba. Será un «hermoso sábado de reposo», cuando el residuo llevando luto y con el espíritu de la verdadera penitencia se reunirá alrededor del manantial abierto y entrará en el resultado completo y final del gran día de las expiaciones. Ellos «afligirán sus almas», sin duda, porque ¿cómo podrían obrar de otro modo, cuando fijarán su mirada arrepentida en Aquel «a quien traspasaron»? Jerusalén tendrá una época desbordante de salvación después de su larga y triste noche de dolor. Su desolación anterior será olvidada, y sus hijos, restablecidos en sus antiguas moradas, descolgarán sus arpas de los sauces, y cantarán de nuevo los dulces cánticos de Sion a la apacible sombra de sus viñas y de sus higueras.
Gracias a Dios, este tiempo está cerca. Cada puesta de sol nos acerca a este feliz día de reposo. Está escrito: «Ciertamente vengo en breve» (Apoc. 22:20), y a nuestro alrededor todo parece decirnos que «se han acercado aquellos días, y el cumplimiento de toda visión» (Ez. 12:23). ¡Ojalá podamos ser «sobrios, y velar en oración»! (1 Pe. 4:7). ¡Conservémonos puros del mundo, y así el espíritu de nuestro entendimiento, los afectos de nuestro corazón, y la experiencia de nuestra alma, estén prestos para el encuentro del celestial Esposo! Mientras tanto, nuestro lugar está fuera del campamento, y, gracias a Dios por ello. Sería para nosotros una gran pérdida estar en el campamento. La misma cruz que nos conduce dentro del velo, nos arroja fuera del campamento. Cristo también, fue llevado allí, y allí estamos con él, pero fue recibido en el cielo, y nosotros estamos allí con él. ¿No es una dicha estar fuera de todo lo que rechaza a nuestro Señor y Maestro? Seguramente, y cuanto más conozcamos este presente siglo malvado, más, también, agradeceremos el tener nuestro lugar fuera del mundo con él.
14 - Capítulo 17 — La vida pertenece a Dios
El lector encontrará en este capítulo dos puntos especiales: primeramente, que la vida pertenece a Jehová; y después, que el poder de la expiación está en la sangre. Jehová daba una gran importancia a estas dos cosas. Quería que se grabasen en el espíritu de cada miembro de la congregación.
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y a sus hijos, y a todos los hijos de Israel, y diles: Esto es lo que ha mandado Jehová: Cualquier varón de la casa de Israel que degollare buey o cordero o cabra, en el campamento o fuera de él, y no lo trajere a la puerta del tabernáculo de reunión para ofrecer ofrenda a Jehová delante del tabernáculo de Jehová, será culpado de sangre el tal varón; sangre derramó; será cortado el tal varón de entre su pueblo» (v. 1-4). Era un asunto de los más solemnes; pero se pudiera preguntar: ¿qué importaba que se ofreciera un sacrificio de una manera diferente de la que estaba prescrita? Era no menos que despojar a Jehová de sus derechos, y ofrecer a Satanás lo que se debía a Dios. Alguien podía decir: ¿No se puede ofrecer el sacrificio en un lugar, igual que en otro? La respuesta es: «La vida pertenece a Dios», y los derechos que sobre ella tiene deben ser reconocidos en el lugar que ha designado «delante del tabernáculo de Jehová». Este era el único lugar donde se encontraban Dios y el hombre y el sacrificar en otra parte demostraba que el corazón no quería a Dios.
La enseñanza que encontramos en este pasaje es muy sencilla. Hay un lugar destinado por Dios para encontrar allí al pecador, y es la cruz, arquetipo del altar de bronce. Allí y solo allí es donde fueron debidamente reconocidos los derechos de Dios sobre la vida. Desechar este punto de encuentro, es atraer el juicio sobre sí mismo. Es hollar los justos derechos de Dios y arrogarse un derecho de vida que todos han perdido. Esto es lo que importa reconocer.
«Y el sacerdote esparcirá la sangre sobre el altar de Jehová a la puerta del tabernáculo de reunión, y quemará la grosura en olor grato a Jehová» (v. 6). La sangre y la grasa pertenecían a Jehová. Esto es lo que Jesús cumplió plenamente. Él entregó su vida a Dios, a quien todas sus fuerzas ocultas estaban igualmente consagradas. Él fue voluntariamente al altar, y allí dejó su preciosa vida, y el buen olor de su excelencia intrínseca subió hasta el trono de Dios. ¡Amado Jesús, nos es muy dulce recordarte a cada paso!
14.1 - Es la sangre la que hace propiciación por el alma
El segundo punto al cual hemos aludido más arriba está claramente indicado en el versículo 11: «Porque la vida de la carne en la sangre está; y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona». La relación entre estos dos puntos es de las más interesantes. Cuando el hombre ocupa su lugar como destituido de todo título a la vida, cuando reconoce plenamente los derechos que Dios tiene sobre él, entonces el divino mensaje es: «Yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas». Sí; la expiación es el don de Dios al hombre, y observad que esta expiación está en la sangre y solo en la sangre. «La misma sangre hará expiación de la persona». No es la sangre y alguna otra cosa. La palabra no puede ser más explícita. Atribuye la expiación a la sangre exclusivamente. «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Fue la muerte de Cristo que desgarró el velo. Es «por la sangre de Jesús» que tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo» (Hebr. 10:19). «En quien tenemos la redención, el perdón de nuestros pecados» (Efe. 1:7; Col. 1:14). Habiendo hecho «la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20). «Vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo» (Efe. 2:13). «La sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). «Han lavado y han blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Apoc. 7:14). «Y ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero» (Apoc. 12:11).
Quisiéramos llamar seriamente la atención de nuestros lectores sobre la preciosa y vital doctrina de la sangre. Deseamos que le conceda toda la importancia que merece. La sangre de Cristo es la base de todo. Es el principio sobre el que descansa la justicia de Dios justificando a un pecador impío que cree en el nombre del Hijo de Dios, y es el principio sobre el que descansa la confianza del pecador para acercarse a un Dios Santo, cuyos ojos son tan puros que no pueden tolerar el mal. Dios sería justo condenando al pecador; pero por la muerte de Cristo puede ser justo y justificar a los que creen; puede ser un Dios justo y, al mismo tiempo, un Salvador. La justicia es un atributo inherente a la esencia divina, en armonía con su carácter revelado. De forma que, si no hubiera habido la cruz, este atributo de Dios hubiera exigido la muerte y el juicio del pecador; pero en la cruz esta muerte y este juicio fueron llevados por el Substituto del pecador, de manera que Dios, aunque santo y justo, es perfectamente consecuente justificando a un pecador por la fe; todo esto mediante la sangre de Jesús; no puede ser con menos, ni hace falta más. «La misma sangre hará expiación de la persona».
Es decisivo. Es el plan sencillísimo de Dios para la justificación. El plan del hombre es mucho más complicado; y no solo es complicado y difícil, sino que atribuye la justificación a alguna cosa diferente de lo que encontramos en la Palabra. Desde el tercer capítulo del Génesis hasta el final del Apocalipsis, se nos presenta la sangre de Cristo como el único fundamento de la justificación. Por la sangre, y nada más que por la sangre, obtenemos el perdón, la paz, la vida, la justicia. El libro del Levítico entero y particularmente el capítulo del que nos acabamos de ocupar, es un comentario sobre la doctrina de la sangre. Parece extraño tener que insistir sobre un hecho tan evidente para todo lector de las Escrituras imparcial y sin preocupación. Pero es así; nuestros corazones están inclinados a extraviarse del simple testimonio de la Palabra. Somos prontos a adoptar opiniones, a veces sin examinarlas con calma a la luz de los testimonios divinos. De este modo caemos en la confusión, en las tinieblas, en el error.
Aprendamos a dar a la sangre de Cristo el lugar que le es debido. Es tan preciosa a los ojos de Dios que no consiente que se añada o mezcle nada. «Porque la vida de la carne en la sangre está; y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona».
15 - Capítulos 18 al 20 — Un pueblo santo, como Jehová es santo
Esta porción de Levítico nos enseña muy claramente lo que Jehová exigía en cuanto a santidad y pureza moral en aquellos que había puesto en relación consigo mismo; y, al mismo tiempo, estos capítulos ofrecen un cuadro de los más humillantes de las enormidades de que es capaz la naturaleza humana.
«Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles: Yo soy Jehová vuestro Dios» (18:1-2). Aquí tenemos la base de todo el edificio de conducta moral que presentan estos capítulos. Las obras de los Israelitas debían reglamentarse según el principio que Jehová era su Dios. Eran llamados a portarse de una manera digna de una posición tan alta y tan santa. Dios tenía derecho a prescribir el carácter especial y la norma de conducta que convenía a un pueblo al cual se había dignado asociar su nombre. De aquí la repetición de estas expresiones: «Yo soy Jehová», «Yo soy Jehová vuestro Dios», «Yo soy santo, yo Jehová vuestro Dios». Jehová era su Dios, y él era santo, por consiguiente, ellos también estaban llamados a ser santos. Su nombre estaba asociado a su carácter y a sus costumbres.
15.1 - Lo que debe distinguir a Israel de los egipcios y de los cananeos
Este es el verdadero principio de la santidad para los hijos de Dios de todos los tiempos. Deben regirse y caracterizarse por la revelación que él ha hecho de sí mismo. Su conducta debe depender de lo que él es, y no de lo que ellos son por sí mismos. Esto anula enteramente el principio expresado por estas palabras: «Apártate, yo soy más santo que tú», principio tan justamente desechado por toda alma juiciosa. No se trata de una sencilla comparación de un individuo con otros, se trata de una sencilla declaración de la conducta que espera Dios de los que le pertenecen. «No haréis como hacen en la tierra de Egipto, en la cual morasteis; ni haréis como hacen en la tierra de Canaán, a la cual yo os conduzco; ni andaréis en sus estatutos» (v. 3). Los egipcios y los cananeos estaban sumergidos en el mal. Y ¿cómo podían saberlo los israelitas? ¿quién se los había de decir? y ¿cómo podían saber que tenían razón ellos, y los otros no? Estas preguntas son interesantes, y la respuesta es tan sencilla como importantes las preguntas. La palabra de Jehová era la regla por la cual debían resolverse definitivamente las cuestiones de bien y de mal a juicio de todo miembro del Israel de Dios. No era, de ningún modo, el juicio de un israelita, puesto en oposición al juicio de un egipcio o de un cananeo, pero era el juicio de Dios, ante todo. El egipcio y el cananeo podían tener sus propias prácticas y sus propias opiniones, pero Israel debía tener las prácticas y las opiniones prescritas en la Palabra de Dios. «Mis ordenanzas pondréis por obra, y mis estatutos guardaréis, andando en ellos. Yo Jehová vuestro Dios. Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos. Yo Jehová» (v. 4-5).
Deseamos que nuestros lectores tengan un concepto claro, profundo y completo de esta verdad. La Palabra de Dios es la que debe decidir toda cuestión moral y gobernar todas las conciencias. Sus decisiones solemnes deben ser inapelables. Cuando Dios habla, todos los corazones deben someterse. Los hombres pueden formar y sostener sus opiniones, pueden adoptar y defender sus prácticas, pero uno de los rasgos más hermosos del carácter del «Israel de Dios» (Gál. 6:16) es un profundo respeto y una sumisión implícita a «toda palabra que sale de la boca del Señor» (Mat. 4:4). La manifestación de este rasgo precioso tal vez los exponga a ser acusados de dogmatismo y de presunción por los que nunca han pensado seriamente en este asunto; pero, en realidad, nada se parece menos al dogmatismo que la simple sujeción a la clara verdad de Dios; nada se parece menos a la presunción que el respeto por las enseñanzas de la Palabra; nada se parece menos a la confianza en sí mismo que la sumisión a la autoridad divina de las Santas Escrituras.
Es verdad que siempre habrá necesidad de tener cuidado en cuanto a la manera y al tono con que manifestamos la base de nuestras convicciones y nuestra conducta. Debemos manifestar que somos dirigidos, no por nuestras propias opiniones, sino por la Palabra de Dios. Hay gran peligro de dar importancia a una opinión únicamente porque nosotros la hemos adoptado. Conviene guardarse de esto. El yo puede entremeterse y mostrar su fealdad en la defensa de nuestras opiniones, igual que en otra cosa cualquiera; pero debemos desecharlo en todas sus formas, y en todas las cosas regirnos por: «Así ha dicho Jehová».
Por otra parte, no debemos esperar que todos estén prestos a admitir la autoridad de los estatutos y juicios divinos. A medida que se anda en la integridad y en la energía de la naturaleza divina, se reconoce, aprecia y reverencia la Palabra de Dios. Un egipcio o un cananeo hubiera sido incapaz de comprender el sentido, o de apreciar el valor de los estatutos y de las ordenanzas que debían dirigir la conducta del pueblo circuncidado de Dios, pero esto no afectaba nada a la obediencia de Israel. Jehová había establecido con ellos relaciones especiales, y estas relaciones tenían sus privilegios y sus responsabilidades distintas. «Yo soy Jehová vuestro Dios». Esto debía ser la base de su conducta. Debían andar de una manera digna de Aquel que había llegado a ser su Dios, y que había hecho de ellos su pueblo. No quiere esto decir que fuesen mejores que los otros pueblos. De ningún modo. Los egipcios y los cananeos hubieran podido pensar que los israelitas se consideraban superiores rehusando a adoptar las costumbres de una u otra nación. Pero no, la razón de su proceder y el principio de su moralidad particular estribaba en estas palabras: «Yo soy Jehová, vuestro Dios».
En este hecho de tan gran importancia Jehová ponía ante su pueblo una base de conducta que era inquebrantable, y una regla de moralidad que era tan elevada y duradera como el mismo trono eterno. Desde el momento en que entraba en relaciones con su pueblo, era preciso que la ética y las costumbres de este revistieran un carácter digno de él. No se trataba de lo que eran en sí mismos o en relación a los otros, sino de lo que Dios era en relación a todos. Esto establece una diferencia esencial. Hacer del yo el principio de acción o la regla de la moral, es no solo una loca presunción, sino el medio seguro de hacer descender a un hombre en la escala moral. Si tenemos el yo por objeto, necesariamente descenderemos cada día más y más; pero, por otra parte, si colocamos al Señor ante nuestra vista, nos elevaremos más y más alto, a medida que, por el poder del Espíritu Santo, crezcamos en conformidad con ese modelo perfecto que se muestra a los ojos de la fe en las páginas sagradas. Ciertamente debíamos postrarnos en el polvo, sintiendo a que inmensa distancia estamos todavía del modelo que nos es propuesto; pero, sin embargo, no debemos contentarnos nunca con una regla menos elevada, y no estaremos satisfechos hasta que seamos hechos conformes, en todas las cosas, con Aquel que fue nuestro Sustituto sobre la cruz y que es nuestro Modelo en la gloria.
15.2 - Lo que el hombre es capaz de practicar
Tal es el gran principio que encontramos en el capítulo que nos ocupa; principio de una importancia inefable para los cristianos desde el punto de vista práctico. Es inútil entrar en una exposición detallada de los estatutos, pues, se explican ellos mismos en los términos más claros. Solo quisiéramos hacer notar que estos estatutos se dividen en dos clases distintas: los que demuestran hasta qué vergonzosas enormidades puede dejarse llevar el corazón humano, y los que ponen de manifiesto la exquisita ternura y cuidados preventivos del Dios de Israel.
En cuanto a los primeros, es evidente que el Espíritu de Dios nunca hubiera dado leyes con el objeto de prevenir delitos que no existiesen. No se construye un dique allí donde no hay inundación que temer o que combatir. El Espíritu no se ocupa de ideas abstractas, sino positivas realidades. El hombre, en efecto, es capaz de cometer cada uno de los vergonzosos crímenes mencionados en esta fiel parte del libro de Levítico. Si no lo fuera ¿por qué se le diría que se guardase de ello? Un código así no convendría, de ningún modo, a los ángeles, porque son incapaces de cometer tales pecados; pero conviene al hombre, porque tiene en su naturaleza el germen de estos pecados. Esto es profundamente humillante; es una nueva declaración de que el hombre está en completa ruina. Desde lo mollera de la cabeza a la planta de sus pies, no hay ni una pequeña parte moralmente sana, cuando se la considera a la luz de la presencia divina. El ser para el cual Jehová juzgó necesario hacer escribir los capítulos 18 al 20 de Levítico debe ser un abominable pecador; pero este ser es el hombre, el escritor y el lector de estas líneas. Es evidente que «los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:8). Gracias a Dios, el creyente no «sino en el Espíritu». Fue separado completamente de su posición en la vieja creación, y fue introducido en la nueva, donde los pecados morales de que se habla en estos capítulos no podían existir. Es verdad que queda la vieja naturaleza, pero tenemos el feliz privilegio de «mortificarla» (Col. 3:5) como cosa muerta y de andar con el poder constante de la nueva creación, donde «todas las cosas son de Dios» (véase 1 Cor. 12:6). En esto consiste la libertad cristiana, libertad de andar, en todos sentidos, en esta bella creación, donde no se podría encontrar ningún rasgo de mal; libertad sagrada de andar en santidad y pureza ante Dios y los hombres; libertad de pisar los elevados senderos de la santidad personal sobre los cuales los rayos de la faz divina vierten su brillante resplandor. He aquí lo que es la libertad cristiana. Es la libertad, no para cometer el pecado, sino para gustar las dulzuras celestes de una vida de verdadera santidad y de elevación moral. Apreciemos más que hasta aquí esta preciosa gracia del cielo, la libertad cristiana.
15.3 - Consideración para con el pobre y el extranjero
Ahora, una palabra sobre la segunda clase de estatutos contenidos en esta sección, a saber, los que testifican de un modo tan conmovedor la ternura y solicitud de Dios. «Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu tierra segada. Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo Jehová vuestro Dios» (cap. 19:9-10). Esta misma ordenanza la volveremos a encontrar en el capítulo 23; pero allí la veremos bajo el punto de vista de la dispensación. Aquí la contemplamos en su aspecto moral, manifestando la gracia preciosa del Dios de Israel. Él pensaba en «el pobre y en el extranjero» y quería que su pueblo pensase igualmente en ellos. Cuando estaban recogidas las gavillas doradas y los racimos maduros, el Israel de Dios debía acordarse del «pobre» y del «extranjero», porque Jehová era el Dios de Israel. El segador y el vendimiador no debían dejarse dominar por un espíritu de avaricia, que hubiera despojado los rincones del campo, y los sarmientos de la viña, sino más bien por un espíritu de largueza y sincera beneficencia, que dejaba una gavilla y racimos «para el pobre y para el extranjero», a fin de que ellos también pudieren regocijarse en la bondad sin límites de Aquel a cuya mano abierta todos pueden mirar con confianza.
En el libro de Rut encontramos el hermoso ejemplo de un hombre que practicaba a la letra esta piadosa ordenanza. «Y Booz le dijo (a Rut) a la hora de comer: Ven aquí, y come del pan, y moja tu bocado en el vinagre. Y ella se sentó junto a los segadores, y él le dio del potaje, y comió hasta que se sació, y le sobró. Luego se levantó para espigar. Y Booz mandó a sus criados, diciendo: Que recoja también espigas entre las gavillas, y no la avergoncéis; y dejaréis también caer para ella algo de los manojos, y lo dejaréis para que lo recoja, y no la reprendáis» (Rut 2:14-16). ¡Qué gracia más admirable! Es conveniente para combatir el egoísmo que domina en nuestros corazones estar en contacto con tales principios y práctica. El deseo de este noble israelita era que la «extranjera» encontrase abundancia de grano, y que no pareciese que era resultado de su benevolencia para con ella sino fruto de su trabajo espigando. Procedió en todo con verdadera delicadeza. Esto era ponerla en relación inmediata con el Dios de Israel, y hacerla depender de Aquel que había provisto a las necesidades del «espigador». Booz cumplía esta ley de misericordia de la que Rut recogía las ventajas. La misma gracia que había dado el campo a Booz, daba las espigas a la joven extranjera. Eran, uno y otra, deudores a la gracia. Ella era el feliz objeto de la bondad de Jehová. Él era el privilegiado administrador de la hermosa institución de Jehová. Todo estaba en el orden moral más admirable. La criatura era bendita y Dios glorificado. ¿Quién no reconocerá que es saludable para nosotros respirar semejante atmósfera?
15.4 - El justo salario del obrero
Veamos ahora otra de las leyes de esta sección: «No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana» (cap. 19:13). ¡Qué tierna solicitud encontramos aquí! El Señor Todopoderoso, que mora en la eternidad, conoce los pensamientos que nacen en el corazón de un pobre obrero. Tiene en cuenta sus esperanzas, respecto al fruto del trabajo de su jornada. Es natural que el obrero espere su salario, cuenta con él, la comida de la familia de él depende. ¡No se lo retengáis! ¡No mandéis al obrero a su casa con el corazón oprimido, para apesadumbrar también el corazón de su mujer y de sus hijos! ¡Dadle siempre aquello por lo que ha trabajado, aquello a que tiene derecho y a lo que espera! Es marido, es padre, y ha soportado el peso y el calor del día para que su mujer y sus hijos no tengan que acostarse en ayunas; no le contrariéis. Dadle lo que se le debe. Así es como nuestro Dios atiende a los suspiros del trabajador, y provee a que su esperanza no sea defraudada. ¡Qué ternura, qué amor más profundo! La sola contemplación de tales leyes basta para impulsarnos a la beneficencia. ¿Quién podría leer estos pasajes sin conmoverse? ¿Quién podría leerlos y luego despedir a un pobre obrero sin preocuparse de él, sin saber si él y su familia tienen con qué satisfacer su hambre?
Nada es más entristecedor para un corazón tierno que la falta de consideración afectuosa hacia los pobres, que se encuentra tan a menudo en los ricos. Estos pueden sentarse para tomar sus opíparas comidas, después de haber rechazado de su puerta a algún jornalero que había ido a pedir la justa paga de su honrado trabajo. No piensan en la cruel decepción que sufre, y en la que lleva a su familia. Esto es terrible. Tal modo de obrar es abominable a los ojos de Dios y de todos aquellos que en alguna medida participan de su carácter. Si queremos saber lo que Dios piensa de esto, no tenemos más que prestar oído a estos acentos de santa indignación: «He aquí, el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, y del que les habéis privado, clama; y los clamores de los obreros han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (Sant. 5:4). «El Señor de los ejércitos» oye el clamor del obrero afligido y engañado en su esperanza. Su tierno amor se manifiesta en las instituciones de su gobierno moral, y aun cuando el corazón no se conmoviera por el amor que revelan estas instituciones, su justicia, al menos, debía dirigir la conducta. Dios no puede sufrir que los derechos de los pobres sean cruelmente ultrajados por los que, endurecidos por sus riquezas y estando libres de toda necesidad, son insensibles a los llamamientos de la compasión e incapaces de simpatizar con los que tienen que pasar los días en fatigosos trabajos y en medio de la pobreza. Los pobres son el objeto especial de la solicitud de Dios. Él se ocupa de ellos muchas veces en los estatutos de su administración moral, y he aquí lo que se dice expresamente de Aquel que dentro de poco tomará las riendas del gobierno en su gloria manifiesta. «Porque él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviera quien le socorra, tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas; y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos» (Sal. 72:12-14).
¡Ojalá saquemos algún provecho del estudio de estas verdades tan preciosas y tan aplicables a nuestra vida! Que estas verdades tan preciosas conmuevan nuestros corazones e influyan en nuestra conducta. Vivimos en un mundo sin corazón, y hay en nosotros mucho egoísmo, no somos bastante sensibles a las necesidades de los demás; estamos inclinados a descuidar a los pobres en medio de nuestra abundancia. A menudo olvidamos que aquellos mismos cuyo trabajo contribuye a nuestro bienestar viven, tal vez, en la mayor pobreza. Pensemos en estas cosas y guardémonos de triturar «las caras de los pobres» (Is. 3:15). Si las leyes y las ordenanzas de la economía mosaica despertaban en los judíos los sentimientos afectuosos hacia los pobres y les enseñaban a tratar a los hijos del trabajo con afecto y benevolencia, ¡cuánto más la ética más elevada y más espiritual de la dispensación evangélica debería producir en el corazón y en la vida de cada cristiano sentimientos de generosidad hacia la indigencia en todas sus formas!
Es verdad que se necesita mucha prudencia y precaución para que no saquemos a un hombre de la posición honrosa que ocupe dependiendo de los frutos preciosos y positivos de un honrado trabajo; esto sería un grave error en lugar de un beneficio. El ejemplo de Booz debiera servirnos de modelo respecto a esto. Dejaba que Rut trabajase espigando, pero cuidaba de que su trabajo fuese productivo. Este es un principio muy útil y muy sencillo. Dios quiere que el hombre trabaje de un modo u otro, y obramos contra su voluntad cuando hacemos que uno de nuestros semejantes deje de vivir de su trabajo, para hacerle depender de una mal entendida beneficencia. El primer género de vida es tan honrado y elevado como inmoral y despreciable es el segundo. No hay pan tan dulce como el que se ha ganado noblemente; pero es preciso que los que ganan su pan tengan bastante. Se alimenta y cuida a los caballos, y con tanta más razón se deberá hacer lo mismo con el que trabaja desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la tarde.
Alguien dirá, tal vez, que hay dos lados a esta cuestión, y es verdad. Entre los pobres se encuentran muchas cosas que debilitan los sentimientos benéficos y de verdadera simpatía. Hay muchas cosas que tienden a endurecer el corazón y a cerrar la mano; pero vale más ser engañado noventa y nueve veces por cien, que cerrar las entrañas a la compasión de un solo desgraciado, digno de ella. Nuestro Padre celestial hace salir su sol sobre los malos y sobre los buenos, y envía su lluvia sobre los justos y sobre los injustos. Los mismos rayos que regocijan el corazón de algún creyente, se esparcen también sobre el sendero de algún impío pecador, y el mismo aguacero que cae en el campo de un verdadero creyente, enriquece también los surcos de algún infiel blasfemo. He aquí lo que debe ser nuestro modelo. «Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:48). Solo contemplando al Señor y andando en la fuerza de su gracia, podremos ir al encuentro de todas las formas de la miseria humana con corazón compasivo y mano abierta. Solo cuando bebemos en la fuente inagotable del amor y de la bondad divina podemos continuar aliviando las necesidades de nuestros semejantes sin desanimarnos por las frecuentes manifestaciones de la depravación humana. Nuestras pobres y pequeñas fuentes pronto se agotarían si no estuvieran mantenidas en relación no interrumpida con la fuente que brota siempre.
15.5 - Actitud para con el sordo y el ciego
El estatuto que a continuación se presenta a nuestro examen testifica también, de un modo conmovedor, la tierna solicitud del Dios de Israel: «No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios. Yo Jehová» (v. 14). Dios pone freno a los impulsos de impaciencia que una naturaleza indisciplinada no dejaría de experimentar ante la enfermedad de la sordera. ¡Cuán bien podemos comprender esto! El hombre natural no gusta de tener que repetir sus palabras, como exige la enfermedad del sordo. Jehová había pensado en esto y proporcionaba remedio. ¿Cómo? «Sino que tendrás temor de tu Dios». Cuando nuestra paciencia sea puesta a prueba por una persona sorda, acordémonos del Señor, y miremos a él que nos dará su gracia para dominar la impaciencia.
La segunda parte de este versículo revela un humillante grado de maldad en la naturaleza humana. Poner una piedra de tropiezo en el camino del ciego es casi la crueldad más infame que se puede imaginar, y, no obstante, el hombre es capaz de ella. Si no lo fuese, no sería exhortado de esta manera. Sin duda que este, como otros muchos estatutos, es susceptible de una aplicación espiritual, pero esto no quita nada al sentido literal del principio expuesto. El hombre es capaz de poner una piedra de tropiezo ante uno de sus semejantes afligido de ceguera. ¡Así es el hombre! Seguramente el Señor sabía lo que había en el hombre cuando escribió los estatutos y juicios del libro de Levítico.
Quisiéramos dejar a nuestros lectores meditar solos sobre el final de esta sección. Verán al hacerlo que cada enseñanza contiene una doble lección; lección sobre las perversas tendencias de nuestra naturaleza, y también sobre la tierna solicitud de Jehová [24].
[24] Los versículos 16 y 17 merecen una atención especial. «No andarás chismeando entre tu pueblo». Es una recomendación que conviene a los hijos de Dios de todos los tiempos. Un chismoso hace un mal incalculable. Se ha dicho con razón que hace mal a tres personas, a sí mismo, a aquel que le escucha, y a aquel de quien habla. Esto es lo que hace de una manera directa, y en cuanto a las consecuencias indirectas ¿quién podrá enumerarlas? Guardémonos cuidadosamente de este horrible pecado. No dejemos nunca escapar un chisme a nuestros labios, ni nos paremos nunca a escucharlo. Rechacemos siempre con rostro airado la lengua detractora, como «el viento del norte ahuyenta la lluvia» (Prov. 25:23).
En el versículo 17 vemos lo que debemos hacer en lugar de chismear: «Razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado». En lugar de decir mal del prójimo a otro, somos llamados a ir a él directamente a reprenderle, si hay lugar a ello. Este es el método divino. El método de Satanás es ir murmurando.
16 - Capítulos 21 y 22 — Lo que debería caracterizar a los sacerdotes
Estos capítulos muestran detalladamente cuales eran las exigencias divinas con relación a los que tenían el privilegio de acercarse como sacerdotes para ofrecer «el pan de su Dios». Aquí, como en la sección anterior, vemos la conducta como resultado de sus relaciones con Dios, y no como la causa. Conviene tener esto muy presente. Los hijos de Aarón eran sacerdotes de Dios, en virtud de su nacimiento. Tanto unos como otros gozaban de este privilegio; no era una posición adquirida; no se trataba de un progreso ni de algo que uno tuviera y otro no. Todos los hijos de Aarón eran sacerdotes, lo eran por nacimiento. Su capacidad de comprender esta posición, de gozar de ella, y de los privilegios que de ella dependían, era otra cosa. Uno podía ser un niño, y otro podía haber llegado a la madurez, al vigor de un hombre hecho. El primero era naturalmente incapaz de comer de la comida sacerdotal, siendo un niñito, que necesitaba «leche» y no «alimento sólido» (Hebr. 5:12); pero era tan verdadero miembro de la familia sacerdotal como el hombre que pisaba con pie firme los atrios de la casa de Jehová, y que se alimentaba del «pecho mecido» y de «la espaldilla elevada» del sacrificio (Lev. 10:14).
Esta distinción es fácil de comprender en el caso de los hijos de Aarón, y, por consiguiente, servirá para ilustrar con sencillez la verdad relativa a los miembros de la verdadera familia sacerdotal que preside nuestro Sumo Sacerdote, y a la cual pertenecen todos los verdaderos creyentes. (Hebr. 3:6). Todo hijo de Dios es sacerdote. Está alistado al servicio de la casa sacerdotal de Cristo. Puede ser muy ignorante, pero su posición como sacerdote no descansa en el conocimiento, sino en que tenga vida. Sus experiencias pueden ser muy pobres pero su lugar como sacerdote no depende de las experiencias, sino de que tenga vida. Su capacidad puede ser muy limitada, pero sus relaciones como sacerdote no proceden de una vasta capacidad, sino de que tenga vida. Es nacido de Dios para la posición y para las relaciones del sacerdote. No se ha introducido por sí mismo en tal estado. No es por sus propios esfuerzos que ha llegado a ser sacerdote. Es sacerdote por nacimiento. El sacerdote espiritual, con todas las funciones espirituales que se le refieren, es el adjunto necesario del nacimiento espiritual. La facultad de gozar de los privilegios y de cumplir las funciones de una posición, no debe confundirse con la posición misma: deben distinguirse bien las dos cosas. Una cosa es la relación otra la facultad.
Además, considerando la familia de Aarón, vemos que nada podía romper los vínculos entre él y sus hijos. Muchas cosas podían impedir el pleno goce de los privilegios anexos a estos vínculos de parentesco. Podía ocurrir que un hijo de Aarón se contaminara «por un muerto», que se manchase formando una alianza profana, que tuviese defecto corporal, que fuese «ciego o cojo», o que fuese «enano». Cualquiera de estas enfermedades afectaría necesariamente el goce de sus privilegios y el cumplimiento de las funciones que pertenecían a esta relación de parentesco, porque leemos: «Ningún varón de la descendencia del sacerdote Aarón, en el cual haya defecto, se acercará para ofrecer las ofrendas encendidas para Jehová. Hay defecto en él; no se acercará para ofrecer el pan de su Dios. Del pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas, podrá comer. Pero no se acercará tras el velo, ni se acercará al altar, por cuanto hay defecto en él; para que no profane mi santuario, porque yo Jehová soy el que los santifico» (cap. 21:21-23). Pero ninguna de estas cosas podía menoscabar las relaciones fundadas sobre los principios de la naturaleza humana. Aunque un hijo de Aarón fuese enano, no era por eso menos hijo de Aarón. Es verdad que como enano estaba privado de muchos de los preciosos privilegios, de muchas de las altas dignidades del sacerdocio; pero, aunque así fuese, era hijo de Aarón. No podía gozar del mismo grado de comunión, ni desempeñar las mismas funciones del servicio sacerdotal, que el que había llegado a la perfecta estatura del hombre hecho, pero era miembro de la familia sacerdotal, y, por lo tanto, le estaba permitido comer del «pan de su Dios». Las relaciones eran reales, aunque el desarrollo fuese tan defectuoso.
La aplicación espiritual de este pasaje es tan sencilla como práctica. Una cosa es ser hijo de Dios, y otra, estar en el goce de la comunión y del culto sacerdotales. Esta comunión es turbada, a menudo, de diferentes modos. Dejamos que las circunstancias, que nuestros pensamientos y que lo que nos rodea obre sobre nosotros con perniciosa influencia. No todos los cristianos conocen, en práctica la misma elevación de conducta, la misma intimidad de comunión, la misma proximidad consciente de Cristo. Muchos de entre nosotros tenemos que deplorar nuestros defectos espirituales. Hay los que andan cojeando, los que tienen el sentido de la vista defectuoso, los que no alcanzan el crecimiento debido. A veces nos contaminamos con el mal, nos debilitamos y entorpecemos con relaciones profanas. En una palabra: así como los hijos de Aarón, aunque sacerdotes por nacimiento, estaban, no obstante, privados de muchos privilegios por las impurezas legales, y los defectos físicos, así también nosotros, aunque sacerdotes de Dios por el nacimiento de lo alto, estamos privados de muchos de los grandes y santos privilegios de nuestra posición, por las impurezas morales y las enfermedades espirituales. Estamos despojados de muchas de nuestras dignidades por la falta de desarrollo espiritual. Hace falta que tengamos el «ojo simple», más vigor espiritual y una consagración sincera y cordial. Somos salvos por la libre gracia de Dios, en virtud del perfecto sacrificio de Cristo. «Somos hijos de Dios» por la fe en Cristo Jesús. Pero la salvación y la comunión son dos cosas muy diferentes. La relación filial es una cosa, y la obediencia, otra muy distinta.
Conviene distinguir estas cosas cuidadosamente. El capítulo del que nos ocupamos pone de manifiesto muy claramente esta distinción. Porque un hijo de Aarón tuviese «quebradura de pie, o rotura de mano» ¿tenía que estar privado de su relación de hijo? No, ciertamente. ¿Estaba privado de su posición sacerdotal? De ningún modo. Al contrario, he aquí lo que dice la Palabra: «El pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas podrá comer». ¿Qué era, pues, lo que perdía por su enfermedad corporal? No le estaba permitido desempeñar algunas de las funciones más elevadas del culto sacerdotal. «Pero no se acercará tras el velo, ni se acercará al altar». Eran graves privaciones, y aunque se podía objetar que el hombre no tenía poder para evitar estos defectos físicos, no por esto varía en nada la cuestión. Jehová no podía tener un sacerdote defectuoso ante su altar, ni un sacrificio defectuoso sobre su altar. Era necesario que sacerdote y sacrificio fuesen perfectos. «Ningún varón de la simiente de Aarón sacerdote, en el cual hubiere defecto, se acercará para ofrecer las ofrendas encendidas para Jehová» (cap. 21:21). «Ninguna cosa en que haya defecto ofreceréis, porque no será acepto por vosotros» (cap. 22:20).
16.1 - Aplicación práctica
Pues bien, nosotros tenemos a la vez el sacerdote perfecto, y el sacrificio perfecto, en la persona de nuestro muy amado Salvador Jesucristo. Habiéndose ofrecido «a sí mismo sin mancha a Dios» (Hebr. 9:14), ha pasado como nuestro Sumo Sacerdote a los cielos, donde vive eternamente para interceder por nosotros. La Epístola a los Hebreos trata detalladamente estos dos puntos; pone en admirable contraste el sacrificio y el sacerdocio del sistema mosaico, y el Sacrificio y el Sacerdocio de Cristo. En él tenemos la perfección divina, ya lo consideremos como Víctima, ya como Sacerdote. Tenemos en él todo lo que Dios podía pedir y todo aquello que el hombre necesitaba. Su sangre preciosa ha quitado nuestros pecados, y su poderosa intercesión nos mantiene en toda la perfección del lugar donde su sangre nos ha introducido. Estamos «completos en él» (Col. 2:10), y, no obstante, por nosotros mismos, somos tan débiles, tan vacilantes, son tantas nuestras enfermedades y faltas, estamos tan inclinados a errar y tropezar en nuestro camino, que no podríamos estar en pie ni un solo instante si no fuera porque él vive «siempre para interceder» por nosotros (Hebr. 7:25).
Ya nos hemos ocupado de esto en los primeros capítulos del presente libro y, por lo tanto, no creemos necesario insistir en ello. Los que comprenden las grandes verdades fundamentales del cristianismo y tienen alguna experiencia de la vida cristiana, comprenderán como es que, aunque «completos en él, quien es la cabeza de toda autoridad y potestad» (Col. 2:10), tenemos, sin embargo, necesidad, mientras estamos en esta tierra, en medio de las debilidades, de las luchas y de los combates de la tierra, de la poderosa intercesión de nuestro adorable y divino Sumo Sacerdote. El creyente está «lavado, … santificado, y ... justificado» (1 Cor. 6:11), es acepto o colmado de favores «en el Amado» (Efe. 1:6). En cuanto a su persona no puede venir a juicio (véase Juan 5:24 donde se debe leer juicio, krisin, y no condenación, katakrisin). La muerte y el juicio no existen para el creyente, porque está unido a Cristo que lo ha sufrido todo en su lugar. Todas estas cosas son verdad incluso para el miembro más débil, más ignorante y más imperfecto de la familia de Dios; pero sin embargo, como lleva consigo una naturaleza malvada y tan completamente arruinada que ninguna disciplina puede corregirla ni ningún remedio curarla, como habita un cuerpo de pecado y de muerte, que está rodeado de influencias malignas, como está llamado a luchar continuamente contra las fuerzas reunidas del mundo, de la carne y del diablo, no podría sostenerse, ni mucho menos progresar, si no estuviese sostenido por la poderosa intercesión de su Sumo Sacerdote, que lleva los nombres de su pueblo sobre su pecho y su espalda.
Sabemos que a muchos les es difícil conciliar la idea de la posición perfecta del creyente en Cristo con la necesidad de un sacerdocio. “Si es perfecto”, dicen, “¿qué necesidad tiene de un sacerdote?” Las dos cosas están tan claramente demostradas en la Palabra como son compatibles la una con la otra, y comprendidas en la experiencia de todo cristiano bien instruido. Es de la mayor importancia comprender con claridad y exactitud la perfecta armonía de estos dos aspectos de la verdad. El creyente es perfecto en Cristo, pero en sí mismo es una pobre y débil criatura, expuesta siempre a caer. De aquí la inefable dicha de tener, a la diestra de la Majestad en los cielos uno que se cuida de todo lo que le concierne; uno que le sostiene continuamente por la diestra de su justicia (Is. 41:10); uno que no le abandonará nunca (Hebr. 13:5); uno que puede salvar perfectamente y hasta el fin (Hebr. 7:25); uno que «es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8); uno que le hará pasar en triunfo a través de todas las dificultades y todos los peligros que le rodean, y uno que, finalmente, le presentará delante de su gloria irreprensible «con gran alegría» (Judas 24). ¡Bendita por siempre sea la gracia que ha provisto tan ampliamente a todas nuestras necesidades por la sangre de una víctima sin mancha y por la intercesión de un divino Sumo Sacerdote!
Querido lector cristiano; esforcémonos en andar de manera que nos conservemos sin mancha de las impurezas del mundo y que nos mantengamos apartados de todos los malos pensamientos y relaciones, a fin de que podamos gozar de los mayores privilegios, y desempeñar las funciones más elevadas de nuestra posición de miembros de la familia sacerdotal, cuya cabeza es Cristo. Tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús… teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios» (Hebr. 10:19, 21). Nada puede quitarnos estos privilegios. Pero nuestra comunión puede ser turbada, nuestro culto puede ser impedido, nuestras santas funciones descuidadas. Estas cuestiones ceremoniales sobre las que se advierte a los hijos de Aarón, tienen sus correspondientes en la economía cristiana. Si se les exhortaba a guardarse de todo contacto inmundo, nosotros lo somos también, si se les exhortaba a guardarse de alianzas profanas, nosotros lo somos igualmente. Si eran exhortados a guardarse de toda impureza ceremonial, nosotros somos exhortados a guardarnos «de toda impureza de carne y de espíritu» (2 Cor. 7:1). Si ellos debían verse privados del goce de sus mayores privilegios sacerdotales por los defectos corporales o crecimiento imperfecto, con nosotros ocurre lo mismo por las imperfecciones morales, y el crecimiento espiritual imperfecto.
¿Quién osará poner en duda la importancia práctica de estos principios? ¿No es evidente que cuanto más apreciemos las bendiciones ligadas a esta casa sacerdotal de la que hemos sido hechos miembros, en virtud de nuestro nuevo nacimiento, más nos guardaremos de todo lo que, de alguna manera, tienda a quitarnos el gozo? Sin duda. Esto es lo que hace el estudio de esta sección tan útil para nuestra vida. ¡Ojalá sintamos su poder por la aplicación del Espíritu Santo! Entonces gozaremos de nuestra categoría de sacerdotes. Y así desempeñaremos fielmente nuestras funciones de sacerdotes. Seremos capaces de presentar nuestros «cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rom. 12:1). Seremos capaces de ofrecer «un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15). Como miembros de la «casa espiritual» y del «sacerdocio santo», seremos capaces de ofrecer «sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5). Seremos capaces de anticipar, en alguna medida, el tiempo feliz en el que los aleluyas de una adoración profunda y ferviente subirán desde la creación rescatada hasta el trono de Dios y del Cordero, durante toda la eternidad.
17 - Capítulo 23 — Las siete fiestas de Jehová
17.1 - Introducción: El día de reposo
Hemos llegado a uno de los capítulos más profundos y más extensos, por los asuntos que trata, de los libros santos, y, por lo tanto, requiere un estudio serio y atento. Contiene la descripción de las siete grandes fiestas o solemnidades periódicas que dividían el año en Israel. En otras palabras, nos ofrece un cuadro perfecto de las dispensaciones de Dios hacia Israel durante el tiempo de su tan extraordinaria historia.
Tomando las fiestas por separado, tenemos el Día de reposo (sábado), la Pascua, la fiesta de los ázimos, la fiesta de las primicias, la fiesta de las trompetas, el día de la expiación y la fiesta de los tabernáculos. Entre todas son ocho; pero se puede ver muy bien que el sábado ocupa un lugar único e independiente. Se menciona el primero; su carácter particular y las circunstancias que lo acompañan están explicadas; y en seguida leemos: «Estas son las fiestas solemnes de Jehová, las convocaciones santas, a las cuales convocaréis en sus tiempos» (v. 4). De forma que, propiamente hablando, el lector atento observará que la primera gran festividad de Israel era la Pascua, y la séptima, la fiesta de los tabernáculos. Es decir, y esto teniendo en cuenta su forma típica, tenemos primeramente la redención y finalmente la gloria milenaria. El cordero pascual figuraba la muerte de Cristo (1 Cor. 5:7), y la fiesta de los tabernáculos representaba «los tiempos de la restauración de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde la antigüedad» (Hec. 3:21).
Tales eran las fiestas que abrían y cerraban el año judaico. La expiación es la base, la gloria es la cúspide del edificio, mientras que entre estos dos puntos encontramos prefiguradas la resurrección de Cristo (v. 10-14), la reunión de la Iglesia (v. 15-21); el despertar de los israelitas al sentimiento de su gloria perdida (v. 24-25); su arrepentimiento y su cordial recepción del Mesías (v. 27-32). Y para que ningún trazo falte en esta gran representación típica, encontramos aún un medio para que los gentiles puedan entrar al fin de la cosecha y espigar en los campos de Israel (v. 22). Todo esto hace sublime y perfecto este cuadro, y despierta la más profunda admiración en el corazón de todos los que aman las Escrituras. ¿Puede haber algo más completo? La sangre del Cordero y la santidad basada en ella, la resurrección de Cristo de entre los muertos y su ascensión a los cielos; la venida del Espíritu Santo con poder en Pentecostés para formar la Iglesia, el despertar del remanente, su arrepentimiento y su restauración, la bendición del «pobre y ...extranjero», la manifestación de la gloria, el descanso y la felicidad del reino. Tales son las cosas contenidas en este capítulo verdaderamente maravilloso, y del cual vamos a hacer ahora un detenido estudio. Sea el Espíritu Santo nuestro Maestro y nuestro Guía.
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: habla a los hijos de Israel, y diles: Las fiestas solemnes de Jehová, las cuales proclamaréis como santas convocaciones, serán estas: Seis días se trabajará, mas el séptimo día será de reposo, santa convocación; ningún trabajo haréis; día de reposo es de Jehová en dondequiera que habitéis» (v. 1-3). Conviene observar el lugar señalado aquí a la festividad del día de reposo (sábado). Jehová iba a dar una figura de todas sus dispensaciones en gracia hacia su pueblo, y antes de empezar, presenta el día de reposo como la expresión significativa del descanso que queda para el pueblo de Dios. Era una solemnidad real que debía ser observada por Israel, pero era también un tipo de lo que aún tiene que venir, cuando todas las obras grandes y gloriosas prefiguradas en este capítulo hayan sido cumplidas. Es el descanso de Dios en el cual pueden entrar ahora, en espíritu, todos los que creen, pero que aún no ha llegado en cuanto a su verdadero y completo cumplimiento (Hebr. 4). Ahora trabajamos, pronto descansaremos. En un sentido el creyente entra en el reposo; en otro sentido trabaja por entrar en él. Ha encontrado su reposo en Cristo, pero trabaja para entrar en su reposo en la gloria. Ha encontrado un completo reposo de espíritu en lo que Cristo ha hecho por él, y su mirada reposa en ese día de reposo eterno en el cual entrará cuando todos sus trabajos y sus combates en el desierto hayan pasado. No podría descansar en medio de un mundo de trabajos y miserias. Descansa en Cristo el Hijo de Dios que tomó forma de siervo, y reposando así, es llamado a trabajar como obrero con Dios, con la completa seguridad que cuando su labor haya terminado, gozará de un reposo perfecto y eterno, en las moradas de luz inalterable y de completo bienestar, donde no entrarán el trabajo y el dolor. ¡Esperanza bendita! ¡Que brille más y más a los ojos de la fe! ¡Qué trabajemos tanto más fielmente cuanto más seguros estamos de este precioso descanso final! Hay, es verdad, gozo anticipado del eterno día de reposo, pero estos goces anticipados nos hacen desear con más ardor la venturosa realidad, el día de reposo que nunca será interrumpido, la «santa convocación» que no se disolverá nunca.
Ya hemos observado que en este capítulo el día de reposo ocupa un lugar aparte e independiente; esto se ve con claridad desde las primeras palabras del versículo 4, donde Jehová parece empezar de nuevo con esta expresión: «Estas son las fiestas solemnes de Jehová», como para dejar el día de reposo aparte de las siete fiestas que siguen, aunque es en realidad el tipo del reposo, en el cual lo prefigurado por estas fiestas introduce al alma.
17.2 - La Pascua
«Estas son las fiestas solemnes de Jehová, las convocaciones santas, a las cuales convocaréis en sus tiempos: En el mes primero, a los catorce del mes, entre las dos tardes, pascua es de Jehová» (v. 4-5). Así que tenemos aquí la primera de las siete solemnidades periódicas, el sacrificio del cordero pascual cuya sangre había liberado al Israel de Dios de la espada del ángel destructor, en la noche terrible en la que murieron los primogénitos de los egipcios. Es el conocido tipo de la muerte de Cristo, y de aquí viene el lugar que ocupa al principio de este capítulo. Es la base, porque no podemos conocer reposo, santidad ni comunión si no es por el principio de la muerte de Cristo. Es muy interesante y admirable observar que después de hablar del reposo de Dios, se nos presenta a continuación la sangre del Cordero pascual, como para decir: «allí está el reposo, pero este es vuestro derecho al reposo». Sin duda el trabajo nos hará capaces de gozar del reposo, pero es la sangre lo que nos da derecho a gozar de él.
17.3 - La fiesta de los panes sin levadura
«Y a los quince días de este mes es la fiesta solemne de los panes sin levadura a Jehová; siete días comeréis panes sin levadura. El primer día tendréis santa convocación; ningún trabajo de siervos haréis. Y ofreceréis a Jehová siete días ofrenda encendida; el séptimo día será santa convocación, ningún trabajo de siervo haréis» (v. 6-8). El pueblo era convocado alrededor de Jehová, en la santidad práctica basada en una redención cumplida, y mientras estaban así reunidos, el buen olor del sacrificio subía desde el altar de Israel, hasta el trono de su Dios. Esto nos ofrece una bella representación de la santidad que Dios busca en la vida de sus rescatados. Reposa en el sacrificio, y sube íntimamente ligada al suave y agradable olor de la Persona de Cristo. «Ningún trabajo de siervo haréis, y ofreceréis a Jehová siete días ofrenda encendida». ¡Qué contraste! La obra servil hecha por la mano del hombre, y ¡el buen olor del sacrificio de Cristo! La santidad práctica del pueblo de Dios no es una obra servil. Es la viva manifestación de Cristo en ellos por el poder del Espíritu Santo. «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21). He aquí la verdadera idea. Cristo es nuestra vida, y toda manifestación de esta vida está, a juicio de Dios, impregnada de la fragancia de Cristo. Esto puede parecer poco a juicio del hombre, pero desde el momento que es un reflejo de Cristo, nuestra vida, es infinitamente preciosa a los ojos de Dios. Sube hasta él, y no puede ser olvidada. En la vida del creyente se produce el «fruto de justicia, que es por Jesucristo» (Fil. 1:11), y ningún poder de la tierra o de la gehena puede impedir que suban en buen olor hasta el trono de Dios.
Es necesario observar bien el contraste entre el «trabajo de siervo» y la manifestación de la vida de Cristo. El tipo es admirable. Cesaba toda obra servil en la congregación, pero el buen olor del holocausto subía hasta Dios. Estos eran los dos grandes rasgos característicos de la fiesta de los panes sin levadura. El trabajo del hombre cesaba y el perfume del sacrificio subía como tipo de la vida de santidad práctica del creyente. ¡Qué respuesta más convincente hay aquí para el legalista, por un lado, y para el que obra por antinomia, por otro! El primero queda reducido al silencio por las palabras: «Ningún trabajo de siervo», y el segundo por la siguiente expresión: «Y ofreceréis a Jehová siete días ofrenda encendida». Las obras más perfectas del hombre son “serviles”, pero el menor racimo de los «frutos de justicia» es a la gloria y honra de Dios. Durante toda la vida del creyente no debe haber ninguna obra servil; nada que tenga los elementos odiosos y degradantes del legalismo. No debe haber más que la presentación continua de la vida de Cristo, desarrollada y manifestada por el poder del Espíritu Santo. Durante los «siete días» de la segunda solemnidad de Israel, no debía haber nada de «levadura», pero, en cambio, el buen olor de la «ofrenda encendida» debía presentarse a Jehová. ¡Ojalá podamos comprender por completo la enseñanza práctica de este tipo tan importante!
17.4 - La fiesta de las primicias
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, y seguéis su mies, traeréis al sacerdote una gavilla por primicia de los primeros frutos de vuestra siega. Y el sacerdote mecerá la gavilla delante de Jehová, para que seáis aceptos; el día siguiente del día de reposo la mecerá. Y el día que ofrezcáis la gavilla, ofreceréis un cordero de un año, sin defecto, en holocausto a Jehová. Su ofrenda será dos décimas de efa de flor de harina amasada con aceite, ofrenda encendida a Jehová en olor muy grato; y su libación será de vino, la cuarta parte de un hin. No comeréis pan, ni grano tostado, ni espiga fresca, hasta este mismo día, hasta que hayáis ofrecido la ofrenda de vuestro Dios; estatuto perpetuo es por vuestras edades en dondequiera que habitéis» (v. 9-14).
«Pero ahora Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20). La bella ordenanza de la presentación de la gavilla de los primeros frutos representaba la resurrección de Cristo, que, en «la víspera del día de reposo, que amanece para el primer día de la semana», salió triunfante de la tumba habiendo cumplido la obra gloriosa de la Redención. Su resurrección fue una resurrección «de entre los muertos», y en ella tenemos las arras y el tipo de la resurrección de los suyos. «las primicias, Cristo; después los que son de Cristo, a su venida» (1 Cor. 15:23). Cuando Cristo aparecerá, su pueblo resucitará «de entre los muertos» (ek nekron) es decir, aquellos de su pueblo que duermen en Jesús. «Los demás muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron los mil años» (Apoc. 20:5). Cuando, inmediatamente después de su transfiguración, nuestro Señor habló de su «resurrección de [entre] los muertos», los discípulos se preguntaron qué quería eso decir (véase Marcos 9:9). Todo judío ortodoxo creía en la doctrina de la «resurrección de los muertos» (anastasis nekron). Pero la idea de una «resurrección de entre los muertos» (anastasis ek nekron) no podía ser comprendida por los discípulos; y no hay duda que muchos han experimentado grandes dificultades con respecto a un misterio tan profundo.
Sin embargo, si nuestros lectores quieren estudiar y comparar, orando, 1 Corintios 15 con 1 Tesalonicenses 4:13-18, encontrarán preciosas instrucciones sobre esta verdad tan interesante. Puede también leer Romanos 8:11: «Pero si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu que habita en vosotros». Se ve por estos pasajes que la resurrección de la Iglesia se verificará según los mismos principios que la resurrección de Cristo. La Escritura declara que, sea la cabeza, sea el cuerpo, son resucitados «de entre los muertos»; la primera gavilla y todas las gavillas que siguen están moralmente unidas.
Debe ser evidente, para cualquiera que reflexione sobre este asunto, a la luz de las Escrituras, que hay una diferencia muy esencial entre la resurrección del creyente y la resurrección del incrédulo. Uno y otro resucitarán, pero en Apocalipsis 20:5 se demuestra que transcurrirá un período de mil años entre estos dos acontecimientos, de manera que difieren tanto en principio como en cuanto a la época. Algunos encuentran dificultad al estudiar este punto, porque nuestro Señor, en Juan 5:28, habla de «la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz». ¿Cómo preguntan, puede haber un intermedio de 1.000 años entre las dos resurrecciones, ya que está dicho que las dos ocurrirán en una hora? La contestación es muy sencilla. En el versículo 25 se habla del despertar de las almas muertas, como teniendo lugar en una «hora»; y esta obra se hace durante un período de 2.000 años. Si un período de cerca de 2.000 años puede estar representado por la palabra «hora» ¿qué objeción puede hacerse a la idea de que 1.000 años estén representados de la misma manera? Ninguna, seguramente, sobre todo cuando está positivamente declarado que «Los demás muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron los mil años».
Además, cuando vemos que se menciona una «primera resurrección» (Apoc. 20:6) ¿no es evidente que todos no deben resucitarse al mismo tiempo? ¿Por qué hablar de una «primera» si no hay más que una? Se dirá, tal vez, que “la primera resurrección tiene relación con el alma”, pero ¿dónde hay un solo pasaje en la Escritura en apoyo de este aserto? Este hecho solemne se verificará del modo siguiente: Cuando la «voz del arcángel» y la «trompeta de Dios» (1 Tes. 4:16) se harán oír, los rescatados que duermen en Jesús resucitarán para ir a su encuentro en la gloria. Los pecadores muertos, quienesquiera que sean, desde los días de Caín hasta el fin, permanecerán en sus tumbas durante los 1.000 años de bendiciones milenarias; y, al fin de este período glorioso y bendito, saldrán y comparecerán ante el «gran trono blanco», para ser «juzgados cada uno conforme a sus obras» (Apoc. 29:11, 13) y para pasar del trono del juicio al lago de fuego. ¡Terrible pensamiento!
Lector, ¿en qué estado se encuentra tu alma preciosa? ¿Has visto con los ojos de la fe la sangre del Cordero pascual, vertida para garantizarte abrigo en esa hora terrible? ¿Has visto la gavilla de las primicias recogida en el granero celeste, como señal de que tú también serás recogido así algún día? Estos asuntos son serios; extremadamente serios. No los rechaces. Mira si ahora estás bajo el abrigo de la sangre de Jesús. Recuerda que no puedes espigar una sola espiga de los campos de la Redención antes de haber visto la verdadera gavilla mecida ante Dios. «Y no comeréis pan, ni grano tostado, ni espiga fresca, hasta este mismo día, hasta que hayáis ofrecido la ofrenda de vuestro Dios». No se podía tocar la cosecha hasta que las primicias se hubieran ofrecido y con ellas un holocausto y un presente.
17.5 - La fiesta de Pentecostés
«Y contaréis desde el día que sigue al día de reposo, desde el día en que ofrecisteis la gavilla de la ofrenda mecida; siete semanas cumplidas serán. Hasta el día siguiente del séptimo día de reposo contaréis cincuenta días; entonces ofreceréis el nuevo grano a Jehová. De vuestras habitaciones traeréis dos panes para ofrenda mecida, que serán de dos décimas de efa de flor de harina, cocidos con levadura, como primicias para Jehová» (v. 15-17). Esta era la fiesta de Pentecostés y representaba el pueblo cristiano reunido por el Espíritu Santo para presentarse ante Dios en virtud de los méritos de Cristo. La Pascua representaba la muerte de Cristo; en las primicias encontramos prefigurada la resurrección de Cristo, y en la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo para formar la Iglesia. Todo estaba prefigurado de un modo perfecto. La muerte y la resurrección de Cristo debían efectuarse antes de que se pudiese formar la Iglesia. Hasta que no se hubiera ofrecido la gavilla (o puñado) no podían amasarse los panes.
El lector debe fijarse en la expresión «cocidos con levadura». ¿Por qué debía cocerse así? Porque representaban a los que, aunque llenos del Espíritu Santo y adornados de sus dones y sus gracias, tenían, no obstante, el mal en sí mismos. La Iglesia, en el día de Pentecostés disfrutaba por completo de los beneficios de la sangre de Cristo, estaba coronada de los dones del Espíritu Santo, pero aun así había levadura en ella. La potestad del Espíritu Santo no podía evitar que estuviese el mal en los hijos de Dios; podían combatirlo u ocultarlo, pero no por eso desaparecía. Esto está representado en el tipo por la levadura en los dos panes, y encuentra su expresión en la historia de la Iglesia, porque, aunque el Espíritu Santo descendió sobre la congregación, vemos la obra de la carne mintiendo al Espíritu Santo. La carne es carne, y no será jamás otra cosa. El Espíritu Santo no descendió, el día de Pentecostés, para mejorar la naturaleza humana o para anular en ella el mal, que es incurable, sino para bautizar a los creyentes en un solo Cuerpo y unirlos a su Cabeza que está en el cielo.
Ya hemos dicho, en el capítulo que trata del «sacrificio de paz», que la levadura estaba en él permitida. Por este medio, Dios reconocía la existencia del mal en el adorador, lo mismo vemos en la ordenanza de los «dos panes mecidos»; debían cocerse «con levadura», para representar el mal existente en el antitipo.
Pero, gracias sean dadas a Dios que, si ha reconocido la existencia del mal, también le ha proporcionado remedio. Esto es lo que da paz y consolación al alma. Es consolador saber que Dios conoce lo peor que hay en nosotros, y, además, que ha dado el remedio, según su conocimiento, y no solamente según el nuestro. «Y ofreceréis con el pan siete corderos de un año, sin defecto, un becerro de la vacada, y dos carneros; serán holocausto a Jehová, con su ofrenda y sus libaciones, ofrenda encendida de olor grato a Jehová» (v. 18). Aquí encontramos, en unión de los panes con levadura, la ofrenda de un sacrificio sin defecto, representando la grande e importante verdad de que es la perfección de Cristo, y no nuestra culpabilidad lo que está siempre ante los ojos de Dios. Observemos especialmente estas palabras: «Y ofreceréis con el pan siete corderos… sin defecto». ¡Preciosa verdad! Eminentemente preciosa, aunque revestida de formas típicas. Que nos sea dado comprenderla, apropiárnosla, hacer de ella el apoyo de nuestra conciencia, el alimento y el refrigerio de nuestro corazón, las delicias de nuestra alma. No yo, sino Cristo.
Se objetará, tal vez, que el hecho que Cristo sea un Cordero sin mancha no basta para quitar la culpabilidad de una conciencia manchada; que una ofrenda de olor grato no serviría, por sí sola, de nada a un pecador. A esta objeción posible responde plenamente la misma ordenanza, haciéndola desaparecer por completo. Es muy cierto que un holocausto no hubiera bastado cuando se trataba de lo representado por la «levadura». Por esto añade: «ofreceréis además un macho de cabrío por expiación, y dos corderos de un año en sacrificio de ofrenda de paz» (v. 19). «La expiación» era la respuesta a lo representado por la levadura en los dos panes; se aseguraba «la paz», de manera que se podía gozar de la comunión, y todo se elevaba en unión del «olor grato» del holocausto a Jehová.
Igualmente, el día de Pentecostés, la Iglesia fue presentada en todo el valor y la excelencia de Cristo, por el poder del Espíritu Santo. Aunque teniendo en sí misma la levadura de la vieja naturaleza, esta levadura no era tenida en cuenta, porque la divina Ofrenda expiatoria había respondido perfectamente por ella. La potestad del Espíritu Santo no quitó la levadura, pero el mal que ella representaba ya estaba expiado por la sangre del Cordero. Es esta una distinción de las más interesantes e importantes. La obra del Espíritu en el creyente no quita el mal que en él habita. Le hace capaz de descubrir, de juzgar y de dominar el mal; pero la potestad del Espíritu no puede anular el mal que existe en él, aunque, gracias a Dios, la conciencia esté en una paz perfecta, ya que la sangre de nuestra Ofrenda expiatoria ha resuelto para siempre esta cuestión. De modo que Dios, en lugar de tener presente nuestra maldad, la ha arrojado lejos de su vista para siempre, y nos acepta según toda la aceptación de Cristo, que sí mismo se ofreció en sacrificio de olor agradable a Dios, a fin de poderle glorificar perfectamente en todas las cosas y ser para siempre el alimento de su pueblo.
Después de Pentecostés se desliza un largo período sin que haya ningún movimiento entre el pueblo. Hay, sin embargo, la alusión «al pobre y al extranjero» en esta bella ordenanza que ya hemos considerado en su aspecto moral. Aquí podemos considerarla bajo el punto de vista de la dispensación. «Cuando segareis la mies de vuestra tierra, no segaréis hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu siega; para el pobre y para el extranjero la dejarás. Yo Jehová vuestro Dios» (v. 22). Aquí se dispone que el extranjero pueda espigar en los campos de Israel. Los gentiles habrán de ser conducidos a participar de la bondad superabundante de Dios. Cuando los graneros y los lagares de Israel estarán llenos, quedarán preciosas gavillas y ricos racimos para que los gentiles los puedan recoger.
Sin embargo, no debemos suponer que, bajo la figura de un extranjero espigando en los campos de Israel, están representadas las bendiciones espirituales de que la Iglesia está dotada, en los lugares celestiales, en Cristo. Estas bendiciones son tan nuevas para la posteridad de Abraham como para los gentiles. Estas bendiciones no son las espigas de Canaán, sino las glorias del cielo, las glorias de Cristo. La Iglesia no solo es bendecida por Cristo sino con Cristo y en Cristo. La esposa de Cristo no tendrá que ir después de la cosecha a recoger como una extranjera las espigas y los racimos de los campos y viñas de Israel. No, ella tiene mayores bendiciones, más rico gozo, dignidades más elevadas que lo que Israel jamás ha conocido. No tiene que espigar sobre la tierra como una extranjera, sino gozar de la rica y feliz morada del cielo, a la cual pertenece. Esta es la «cosa mejor» que Dios, en su sabiduría y en su gracia, «ha reservado» (véase Hebr. 11:40) para ella. Sin duda, será un feliz privilegio para «el extranjero», poder espigar cuando la recolección de Israel haya terminado. Pero la porción de la Iglesia es incomparablemente más bella, ya que es la Esposa del Rey de Israel que compartirá su trono, su gozo, sus honores y sus glorias; que le es semejante, y estará con él, para siempre. Las moradas eternas en la mansión del Padre en lo alto, y no los rincones sin espigar de los campos de Israel aquí en la tierra, son la porción de la Iglesia. Tengamos esto siempre presente en el espíritu, para poder vivir de una manera digna de tan noble y tan santo destino.
17.6 - La fiesta de las trompetas (Números 29:1)
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: habla a los hijos de Israel y diles: En el mes séptimo, al primero del mes tendréis día de reposo, una conmemoración al son de trompetas, y una santa convocación. Ningún trabajo de siervos haréis; y ofreceréis ofrenda encendida a Jehová» (Lev. 23:23-25). Las palabras: «Y habló Jehová a Moisés» sirven como introducción a otro asunto; y esto, dicho sea de paso, es de gran utilidad para clasificar los asuntos de este capítulo y del libro en general. Así vemos que el día de reposo (sábado), la pascua, y la fiesta de los panes sin levadura constituyen la primera parte. Las primicias, los panes con levadura mecidos para ofrenda, y la ordenanza sobre las espigas la segunda.
A continuación, tenemos un largo intervalo del que nada se dice; después viene la conmovedora fiesta de las trompetas, el primer día del séptimo mes. Esta solemnidad nos conduce hasta el tiempo que rápidamente se acerca, cuando el remanente de Israel tocará «las trompetas» (Núm. 29:1) para memorial, recordando su gloria largo tiempo perdida, y exhortándose a buscar a Jehová.
17.7 - El día de las expiaciones
La fiesta de las trompetas está íntimamente ligada con otra gran solemnidad, a saber: «El día de las expiaciones». «A los diez días de este mes séptimo será el día de expiación; tendréis santa convocación, y afligiréis vuestras almas, y ofreceréis ofrenda encendida a Jehová. Ningún trabajo haréis en este día; porque es día de expiación, para reconciliaros delante de Jehová vuestro Dios… Día de reposo será a vosotros, y afligiréis vuestras almas, comenzando a los nueve días del mes en la tarde; de tarde a tarde guardaréis vuestro reposo» (v. 27-32). Así, después de la conmemoración al son de trompetas, se desliza un intervalo de ocho días; después tenemos el día de las expiaciones, al cual se unen la aflicción del alma, la expiación del pecado y la cesación del trabajo. Todas estas cosas encontrarán pronto su lugar en la historia futura del remanente judío. «Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos» (Jer. 8:20). Tal será la conmovedora lamentación del remanente de Israel cuando el Espíritu de Dios toque sus corazones y sus conciencias. «Y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón, en el valle de Megido, y la tierra se lamentará, cada linaje aparte...» (Zac. 12:10-14).
¡Cuán profundo duelo, qué intensa aflicción, qué sincero arrepentimiento habrá bajo la acción poderosa del Espíritu Santo, cuando las conciencias del remanente de Israel recordarán los pecados del pasado, sus descuidos del día de reposo, sus violaciones de la ley, la matanza de los profetas, la crucifixión del Hijo, su resistencia al Espíritu! Todas estas cosas se presentarán ante la conciencia iluminada y despierta, y producirán una profunda aflicción en el alma. Pero la sangre expiatoria responderá por todo. «En aquel día habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zac. 13:1). Les será dado sentir su culpabilidad y afligirse por ella, y llegaran a comprender, también, la eficacia de la sangre y a encontrar una paz perfecta, un día de reposo para sus almas.
Cuando Israel haya llegado a este estado, en el último día, ¿qué tenemos que esperar para ellos? La gloria seguramente. Cuando la «ceguera» haya sido quitada, y el «velo» levantado, cuando los corazones de los que forman el remanente de Israel hayan vuelto a Jehová, entonces los brillantes rayos del «Sol de Justicia» (Mal. 4:2) resplandecerán trayendo en sus alas salvación a un pobre pueblo afligido y penitente. Sería necesario todo un volumen para tratar este asunto detalladamente. Las experiencias, las luchas, las pruebas, las dificultades y las bendiciones finales del remanente judío están ampliamente descritas en los Salmos y los profetas. Es preciso reconocer la existencia del remanente de Israel antes de poder estudiar seriamente los Salmos y los profetas y sacar de ellos un provecho real. No es que nosotros no podamos aprender mucho de estas porciones del Volumen inspirado, porque «toda la Escrituras... es útil» (2 Tim. 2:16), pero la manera más segura de hacer un buen uso de una porción cualquiera de la Palabra de Dios, es comprender bien su aplicación primaria. Porque si aplicamos a la Iglesia, o Cuerpo celestial, los pasajes que se refieren al remanente judío o cuerpo terrestre, nos extraviamos con respecto a uno y a otro. En efecto, ocurre frecuentemente que se ignora por completo la existencia de un cuerpo como el remanente judío, y que se pierde enteramente de vista la verdadera posición y la esperanza de la Iglesia. Son estos graves errores que el lector debe evitar. No crea el lector, por un solo instante, que se trata de teorías inventadas solamente para ocupar la atención de los curiosos y sin ningún provecho práctico. No puede haber suposición más falsa. ¿Qué? ¿No tiene importancia real para nosotros saber si gozaremos del reposo en las moradas de lo alto, o si pasaremos aquí abajo por los juicios apocalípticos?
¿Quién puede admitir una idea tan falsa? El hecho es que no es fácil encontrar verdades más prácticas que las que describen los destinos del remanente terrestre y de la Iglesia celestial. No diremos aquí nada más sobre este asunto, pero el lector lo encontrará muy digno de un estudio profundo y atento. Terminaremos esta sección con una mirada a la fiesta de los tabernáculos, última solemnidad del año judío.
17.8 - La fiesta de los tabernáculos
«Y habló Jehová a Moisés, diciendo: habla a los hijos de Israel y diles: A los quince días de este mes séptimo será la fiesta solemne de los tabernáculos a Jehová por siete días… Pero a los quince días del mes séptimo, cuando hayáis recogido el fruto de la tierra, haréis fiesta a Jehová por siete días; el primer día será de reposo; y el octavo día será también día de reposo. Y tomaréis el primer día ramas con fruto de árbol hermoso, ramas de palmeras, ramas de árboles frondosos, y sauces de los arroyos, y os regocijaréis delante de Jehová vuestro Dios por siete días. Y le haréis fiesta a Jehová por siete días cada un año; será estatuto perpetuo por vuestras generaciones; en el mes séptimo la haréis. En tabernáculos habitaréis siete días; todo natural de Israel habitará en tabernáculos, para que sepan vuestros descendientes que en tabernáculos hice yo habitar a los hijos de Israel cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo Jehová vuestro Dios» (v. 33-43).
Esta fiesta nos ofrece por adelantado una imagen de los tiempos de las glorias de Israel en el último día y, por tanto, pone el más bello remate a la serie de las fiestas. La recolección había terminado, los graneros estaban llenos, y Jehová quería que el pueblo expresara su alegría con una fiesta. Pero parece que no quisieron comprender muy bien el pensamiento divino en relación con esta sublime ordenanza. Olvidaron que habían sido extranjeros y peregrinos, y de aquí vino su largo olvido de esta fiesta. Desde los días de Josué, hasta el tiempo de Nehemías, la fiesta de los tabernáculos no se había celebrado una sola vez. Estaba reservado al pequeño remanente que volvió de la cautividad de Babilonia hacer lo que no se había hecho ni en los brillantes días de Salomón. «Y toda la congregación que volvió de la cautividad hizo tabernáculos, y en tabernáculos habitó; porque desde los días de Josué hijo de Nun hasta aquel día, no habían hecho así los hijos de Israel. Y hubo alegría muy grande» (Neh. 8:17). ¡Cuán alegre debía ser para los que habían suspendido sus arpas en los sauces de Babilonia, encontrarse bajo la sombra de los sauces de Canaán! Era ello una agradable anticipación del tiempo prefigurado por la fiesta de los tabernáculos, cuando las tribus restablecidas de Israel reposarán bajo esas enramadas milenarias que la mano fiel de Jehová levantará para ellos en el país que ha jurado dar a Abraham y a su posteridad para siempre. Dichoso el día cuando los del cielo y los de la tierra se encontrarán, como está dicho, «en el primer día» y el «octavo día» de la fiesta de los tabernáculos. «Yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra. Y la tierra responderá al trigo, al vino y al aceite, y ellos responderán a Jezreel» (Oseas 2:21-22).
Hay en el último capítulo de Zacarías un hermoso pasaje que prueba bien claramente que la verdadera celebración de la fiesta de los tabernáculos pertenece a la gloria que será manifestada en los días finales. «Y todos los que sobrevivieren de las naciones que vinieron contra Jerusalén, subirán de año en año para adorar al Rey, a Jehová de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos» (cap. 14:16). ¡Qué escena! ¿Por qué quitarle su belleza característica por un vago sistema de interpretación llamado espiritual? Seguramente Jerusalén quiere decir Jerusalén, gentiles quiere decir gentiles, y la fiesta de los tabernáculos, quiere decir la fiesta de los tabernáculos. ¿Hay en esto algo increíble? Nada, seguramente, salvo para la razón humana que rehúsa todo lo que está fuera de su débil alcance. La fiesta de los tabernáculos se celebrará de nuevo en el país de Canaán, y los rescatados subirán para tomar parte en estas santas y gloriosas solemnidades. Entonces las guerras de Jerusalén habrán terminado y se habrá puesto fin al estruendo de las batallas. La lanza y la espada serán transformadas en instrumentos de labranza. Israel reposará a la fresca sombra de sus parras y de sus higueras, y toda la tierra se regocijará bajo el reinado del «príncipe de Paz» (Is. 9:6). Tal es la perspectiva que nos ofrecen las infalibles páginas de la inspiración. Las figuras la presentan, los profetas la anuncian, la fe la cree y la esperanza la anticipa.
NOTA: —Al final del capítulo que estudiamos leemos: «Así habló Moisés a los hijos de Israel sobre las fiestas solemnes de Jehová». Este era su verdadero carácter, su título primitivo; pero en el Evangelio según Juan son llamadas «las fiestas de los judíos». Durante largo tiempo habían dejado de ser las fiestas solemnes de Jehová, porque él estaba excluido de ellas. Le desecharon; por esto, en Juan 7:2, cuando los hermanos de Jesús le dijeron que subiera a «la fiesta de los judíos, llamada de los tabernáculos», les responde «mi tiempo no ha llegado todavía» (v. 6), y cuando subió fue «como en secreto» (v. 10), para ocupar su lugar alejado de las ceremonias oficiales, para invitar a toda alma sedienta a ir a él y beber. Aquí hay una lección muy importante. Las instituciones divinas muy pronto degeneran en manos de los hombres; pero es una gran dicha saber que el alma sedienta que siente la sequedad de un sistema de rutinario formalismo religioso, puede refugiarse cerca de Jesús para saciar su sed gratuitamente, en la fuente inagotable, para llegar a ser, a su vez, medio de bendiciones para los demás.
18 - Capítulo 24 — Israel es conservado para el país de Canaán
En este corto capítulo hay muchas cosas que deben llamar la atención de todo cristiano espiritual. En el capítulo 23 hemos visto la historia de las dispensaciones de Dios hacia Israel desde el sacrificio del verdadero Cordero pascual hasta el reposo y la gloria en el reino milenario. En el capítulo que tenemos ahora ante nosotros, tenemos dos grandes ideas, primero, el testimonio y el memorial de las doce tribus (mantenidos continuamente ante Dios por el poder del Espíritu y por la eficacia del sacrificio de Cristo); después, la apostasía de Israel según la carne, y el juicio divino que es la consecuencia. Es preciso comprender bien la primera, para poder comprender la segunda.
18.1 - El aceite para el alumbrado y la lámpara que alumbra continuamente
«Habló Jehová a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente. Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová; es estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Sobre el candelero limpio pondrá siempre en orden las lámparas delante de Jehová» (v. 1-4). El «aceite puro de olivas machacadas», representa la gracia del Espíritu Santo, basada sobre la obra de Cristo, representada a su vez por el «candelero de oro puro, labrado a martillo» (Éx. 37:17). Era necesario que la «oliva» fuese «machacada» para dar el «aceite» y que el oro fuese «labrado» para formar el candelero. En otros términos, la gracia y la luz del Espíritu están basadas en la muerte de Cristo y mantenidas en su luz y poder por el sacerdocio de Cristo. La lámpara de oro esparcía su luz en todo el recinto del santuario; durante las largas horas de la noche, cuando las tinieblas reinaban sobre la nación, y todos estaban sumergidos en el sueño. En todo esto tenemos una viva representación de la fidelidad de Dios hacia su pueblo, cualquiera que fuera su condición exterior. Las tinieblas y el sueño podían extenderse sobre ellos, pero la lámpara debía arder «continuamente». El sumo sacerdote tenía la responsabilidad de velar para que la luz constante del testimonio ardiese durante las tristes horas de la noche. «Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová» «continuamente». La conservación de esta luz no estaba confiada a los cuidados de Israel. Dios había dispuesto quien velara continuamente.
18.2 - La unidad del pueblo de Israel
Más adelante leemos: «Y tomarás flor de harina, y cocerás de ella doce tortas; cada torta será de dos décimas de efa. Y las pondrás en dos hileras, seis en cada hilera, sobre la mesa limpia delante de Jehová. Pondrás también sobre cada hilera incienso puro y será para el pan por perfume, ofrenda encendida a Jehová. Cada día de reposo lo pondrá continuamente en orden delante de Jehová, en nombre de los hijos de Israel, como pacto perpetuo. Y será de Aarón y de sus hijos, los cuales lo comerán en el lugar santo; porque es cosa muy santa para él, de las ofrendas encendidas a Jehová, por derecho perpetuo» (v. 5-9). No se menciona la levadura en estos panes, podemos afirmar que representan a Cristo en relación inmediata con «las doce tribus de Israel». Estaban expuestos en el santuario delante de Jehová, sobre la mesa limpia, durante siete días, después de los cuales eran el alimento de Aarón y de sus hijos, ofreciendo una nueva y notable imagen de la condición de Israel a los ojos de Jehová, cualquiera que fuese su aspecto exterior. Las doce tribus están continuamente delante de él. Su memorial jamás puede perecer. Están colocadas en un orden divino en el santuario, cubiertas del puro incienso de Cristo y reflejadas desde la mesa limpia sobre la cual descansan bajo los rayos resplandecientes de las lámparas de oro que brillan con claridad inalterable durante las horas más sombrías de la noche moral de la nación.
Conviene que nos aseguremos de que no sacrificamos un juicio sano, o la verdad divina, en el altar de la imaginación, cuando osamos interpretar de este modo los utensilios místicos del santuario. En Hebreos 9:23 vemos que todas estas cosas eran «figuras de lo que hay en los cielos»; y en Hebreos 10:1, que eran la «sombra de los bienes venideros». Estamos, pues, autorizados para creer que hay cosas «en los cielos» que responden a las «figuras»; que hay una sustancia que responde a «la sombra». En una palabra, estamos autorizados para creer que hay «en los cielos» lo que corresponde a las «siete lámparas», a «la mesa limpia», y a «las doce tortas». Esto no es una invención humana, sino una verdad divina de la que la fe se ha alimentado en todo tiempo. ¿Qué significaba el altar de Elías construido con «doce piedras» (1 Reyes 18:31) en la cima del monte Carmelo? No era otra cosa que la expresión de su creencia en la verdad de la que eran «la figura» o «la sombra», los doce panes. Creía en la unidad indisoluble de la nación, mantenida ante Dios en la eterna inmutabilidad de la promesa hecha a Abraham, a Isaac y a Jacob, cualquiera que fuese la condición exterior del pueblo. El hombre hubiera buscado en vano la manifestación de la unidad de las doce tribus, pero la fe podía ver siempre en el recinto sagrado del santuario los doce panes, cubiertos de incienso puro, colocados en un orden perfecto sobre la mesa limpia, e incluso cuando todo estaba envuelto en las sombras de media noche, la fe, a la luz de las siete lámparas de oro, podía distinguir la gran verdad figurada, a saber: la indisoluble unidad de las doce tribus.
Lo mismo que ocurría entonces, ocurre hoy. La noche es triste y sombría. No hay un solo rayo que pueda hacer distinguir a la vista la unidad de las tribus de Israel. Están dispersas entre las naciones y perdidas a los ojos del hombre. Pero su memorial está delante de Jehová. La fe lo reconoce, porque sabe que todas las promesas de Dios son «sí y amén en Cristo Jesús» (véase 1 Cor. 1:19-20). Ve por la perfecta luz del Espíritu el memorial de las doce tribus fielmente conservado en el santuario en lo alto. Escuchad estos nobles acentos de la fe: «Ahora soy juzgado a causa de la esperanza de la promesa dada por Dios a nuestros padres; la cual esperan alcanzar algún día nuestras doce tribus, sirviendo a Dios con celo día y noche» (Hec. 26:6-7). Si el rey Agripa hubiera preguntado a Pablo: “¿Dónde están las doce tribus?” ¿Hubiera podido enseñárselas? No. Pero ¿es porque no se los podía ver? No, sino porque Agripa no tenía ojos para verlas. Las doce tribus estaban fuera del alcance de la vista de Agripa. Se necesitaba la vista de la fe y la luz del Espíritu de Dios para poder ver los doce panes colocados sobre la mesa limpia en el santuario de Dios. Pero estaban allí, y allí los veía Pablo, aunque el momento en que expresaba su sublime convicción fuese tan sombrío. La fe no se deja gobernar por las apariencias. Se coloca sobre la alta roca de la Palabra eterna de Dios, y con toda la calma y seguridad de esta santa elevación, se nutre de la palabra inmutable de Aquel que no puede mentir. La incredulidad mira estúpidamente a un lado y a otro preguntando: “¿Dónde están las doce tribus”? O ¿cómo podrán ser encontradas y restablecidas? Es imposible responder. No porque no haya respuesta que dar, sino porque la incredulidad es completamente incapaz de comprender la respuesta. La fe está tan cierta de que el memorial de las doce tribus de Israel está ante los ojos de su Dios, como está cierta de que los doce panes eran expuestos cada sábado sobre la mesa de oro. Pero ¿quién podrá convencer de esto al incrédulo? ¿Quién hará creer semejante verdad a los que se dejan gobernar en todas las cosas por la razón o el sentido común, y que no saben lo que es esperar contra esperanza? La fe encuentra divinas certidumbres y eternas realidades en medio de cosas donde la razón y el sentido común no ven absolutamente nada. ¡Oh! Que tengamos una fe más profunda. ¡Comprendamos con un fervor más intenso toda palabra que proceda de la boca del Señor, y alimentémonos de ella con la sencillez de un niño!
18.3 - La apostasía de Israel según la carne y el juicio divino
Llegamos ahora al segundo punto de este capítulo, a saber: la apostasía de Israel según la carne y el divino juicio que fue su consecuencia.
«El hijo de una mujer israelita, el cual era hijo de un egipcio, salió entre los hijos de Israel; y el hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campamento; y el hijo de la mujer israelita blasfemó el Nombre, y maldijo; entonces lo llevaron a Moisés... Y lo pusieron en la cárcel, hasta que les fuese declarado por palabra de Jehová; Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Saca al blasfemo fuera del campamento, y todos los que le oyeron pongan sus manos sobre la cabeza de él, y apedréelo toda la congregación... Y habló Moisés a los hijos de Israel, y ellos sacaron del campamento al blasfemo y lo apedrearon. Y los hijos de Israel hicieron según Jehová había mandado a Moisés» (v. 10-23).
El lugar especial asignado a este relato por el escritor sagrado es significativo e interesante. No dudamos que le ha sido señalado para presentarnos otra fase del cuadro que tenemos en los primeros versículos del capítulo. Israel según la carne ha pecado gravemente contra Jehová. El nombre de Jehová ha sido blasfemado entre los gentiles. La ira divina ha caído sobre la nación, los juicios de un Dios ofendido pesan sobre ella. Pero se acerca el día cuando la sombría y espesa nube del juicio se disipará y cuando las doce tribus, en su unidad indisoluble, se presentarán ante todas las naciones como el asombroso monumento de la fidelidad y bondad de Jehová. «En aquel día dirás: Cantaré a ti, oh Jehová; pues aunque te enojaste contra mí, tu indignación se apartó, y me has consolado. He aquí Dios es salvación mía; me aseguraré y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí. Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: Cantad a Jehová, aclamad su nombre, haced célebres en los pueblos sus obras, recordad que su nombre es engrandecido. Cantad Salmos a Jehová, porque ha hecho cosas magníficas; sea sabido esto por toda la tierra. Regocíjate y canta, oh moradora de Sion; porque grande es en medio de ti el Santo de Israel» (Is. 12). «Hermanos, para que no seáis sabios a vuestro juicio propio, no quiero que ignoréis este misterio: que endurecimiento parcial ha acontecido a Israel hasta que entre la plenitud de los gentiles; y así todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador; y apartará de Jacob la impiedad; y este es mi pacto para con ellos, cuando yo quite sus pecados. En cuanto al evangelio, son enemigos por vuestra causa; pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres. Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios. Porque como vosotros en otro tiempo fuisteis desobedientes a Dios, mas ahora obtuvisteis misericordia por la desobediencia de estos, así también estos son ahora desobedientes, para que por la misericordia que a vosotros se os concedió, ellos también alcancen la misericordia. Porque Dios encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, y será recompensado? Porque de él, y por medio de él, y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén» (Rom. 11:25-36).
Se podrían multiplicar los pasajes para probar que, aunque Israel esté bajo el juicio de Dios a causa del pecado, no obstante, «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios», porque, aunque el blasfemo sea apedreado fuera del real, los doce panes permanecen intactos en el santuario. Las voces de los profetas declaran, y las voces de los apóstoles repiten la gloriosa verdad de que «todo Israel será salvo», no porque no hayan pecado, sino «porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Hec. 13:32). Los cristianos debemos cuidarnos de no desdeñar «la promesa hecha a los padres». Si se olvidan o aplican mal estas promesas, nuestro reconocimiento de la divina integridad y exactitud de las Escrituras se debilitará necesariamente. Si se puede descuidar una parte, lo mismo se puede hacer con otra. Si se puede interpretar vagamente un pasaje, lo mismo se puede hacer con otro, y así perderíamos la certidumbre bendita que constituye el fundamento de nuestro reposo respecto a todo lo que el Señor ha declarado. Algo más diremos acerca de esto al ocuparnos de los últimos capítulos de este libro.
19 - Capítulo 25 — Canaán conservado para la casa de Israel
19.1 - Cuando hayáis entrado en la tierra…
El lector encontrará una íntima relación moral entre este capítulo y el anterior. En el capítulo 24 se pone de manifiesto que a Israel le está reservado morar en el país de Canaán. En el capítulo 25 que el país de Canaán está reservado para morada de Israel. Reuniendo los dos, encontramos la declaración de una verdad que ningún poder de la tierra o de la gehena puede destruir: Todo Israel será salvo, y el país no será destruido a perpetuidad. La primera de estas declaraciones anuncia un principio que ha resistido como una roca en medio de un océano de interpretaciones diversas; mientras que la segunda declara un hecho que muchas naciones incircuncisas han intentado, aunque en vano, ignorar.
El lector observará, sin duda, la frase especial que encabeza este capítulo: «Jehová habló a Moisés en el monte de Sinaí». La mayor parte de las comunicaciones contenidas en el libro de Levítico son características porque emanaban del «tabernáculo de reunión» (cap. 1:1). Esto se explica fácilmente. Estas comunicaciones tenían una relación especial con el servicio, la comunión y el culto de los sacerdotes o con el estado moral del pueblo, y por esta razón se hacían naturalmente en el «tabernáculo de reunión», el centro de todo lo que pertenecía, de algún modo, al servicio sacerdotal. Pero la comunicación que encontramos en este capítulo se hace desde un lugar muy diferente. «Jehová habló a Moisés en el monte de Sinaí». Sabemos que en la Escritura cada expresión tiene un sentido especial y propio, por tanto, tenemos motivo para esperar «del monte de Sinaí» un género de comunicación diferente del que nos llega desde «el tabernáculo de reunión». Y, en efecto, el capítulo a que hemos llegado trata de los derechos de Jehová como Señor de toda la tierra. Ya no es el culto y la comunión de una casa sacerdotal o el gobierno interno de la nación, sino los derechos de Dios en su gobierno; el derecho que tiene a dar a determinado pueblo cierta porción de la tierra que deben ocupar como vasallos. En una palabra, no es Jehová en el «tabernáculo», lugar de culto; sino Jehová «en el monte de Sinaí», trono de gobierno.
19.2 - El año de reposo
«Jehová habló a Moisés en el monte de Sinaí, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Cuando hayáis entrado en la tierra que yo os doy, la tierra guardará reposo para Jehová. Seis años sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y cogerás sus frutos. Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para Jehová; no sembrarás tu tierra, ni podarás tu viña. Lo que de suyo naciere en tu tierra segada, no lo segarás, y las uvas de tu viñedo no vendimiarás; año de reposo será para la tierra. Mas el descanso de la tierra te dará para comer a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu criado, y a tu extranjero que morare contigo; y a tu animal, y a la bestia que hubiere en tu tierra, será todo el fruto de ella para comer» (v. 1-7).
Aquí tenemos, pues, el rasgo característico de la tierra de Jehová. Quería que gozase de un año de reposo, y en este año debía haber una prueba de la rica profusión con que bendeciría a los que la ocupaban. ¡Dichosos y privilegiados vasallos! ¡Qué honor depender inmediatamente de Jehová! ¡libres de tributo, sin ningún impuesto ni ninguna tasa! Seguramente se podía decir: “¡dichoso el pueblo que disfruta de tales beneficios! ¡Dichoso el pueblo del que Jehová es el Dios!” Sabemos que los israelitas faltaron, no tomando entera posesión de este país afortunado que Jehová les daba. Él se lo había dado entero; se lo había dado para siempre. Ellos no tomaron más que una parte, y esto por algún tiempo. De todos modos, allí está; allí está la propiedad, aunque hayan sido arrojados de ella por el momento los que la poseían. «La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo» (v. 23). ¿Qué quiere decir esto, sino que Canaán pertenece especialmente a Jehová, y que él quiere que las tribus de Israel la ocupen? Es verdad que «toda la tierra es del Señor», pero no se trata de esto. Es evidente que le ha placido, en sus insondables consejos, tomar una posesión especial del país de Canaán, y someter este país a un tratamiento particular, separarlo de todos los otros países, llamándolo suyo, y distinguirlo con juicios, ordenanzas y fiestas solemnes periódicas, cuya sola contemplación esclarece la inteligencia y conmueve el corazón. ¿Dónde leemos que haya en toda la superficie del globo un país que goce de un año de reposo continuo, de un año de la más rica abundancia? El racionalista puede preguntar: “¿Cómo se pueden hacer estas cosas?” El escéptico puede dudar que sean posibles, pero la fe recibe una respuesta satisfactoria de la misma boca de Jehová. «Y si dijereis: ¿Qué comeremos el séptimo año? He aquí no hemos de sembrar, ni hemos de recoger nuestros frutos; entonces yo os enviaré mi bendición el sexto año, y ella hará que haya fruto por tres años. Y sembraréis el año octavo, y comeréis del fruto añejo; hasta el año noveno, hasta que venga su fruto, comeréis del añejo» (v. 20-22). El hombre natural podía decir: ¿qué haremos para nuestras siembras?» La respuesta de Dios era: «Yo os enviaré mi bendición». La «bendición» de Dios vale 1.000 veces más que las «siembras» del hombre (Prov. 10:22). No quería dejarles padecer hambre en su año de reposo. Debían alimentarse de los frutos de su bendición mientras celebraban su año de reposo, año que representaba el día de reposo eterno que queda para el pueblo de Dios.
19.3 - El año de Jubileo
«Y contarás siete semanas de años, siete veces siete años, de modo que los días de las siete semanas de años vendrán a serte cuarenta y nueve años. Entonces harás tocar fuertemente la trompeta en el mes séptimo a los diez del mes; el día de la expiación haréis tocar la trompeta por toda vuestra tierra» (v. 8-9). Es muy interesante observar de cuantas maneras diversas estaba prefigurado en la economía judaica el reposo milenario. Cada séptimo día era un día de reposo, cada séptimo año era un año de reposo, y al cabo de siete veces siete años había un jubileo. Cada una de estas solemnidades típicas presentaba a la mirada de la fe la perspectiva bendita de un tiempo en el que el trabajo y la pena cesarán, cuando el «sudor del rostro» (Gén. 3:19) no será necesario para satisfacer el hambre; sino cuando una tierra milenaria, enriquecida por las abundantes lluvias de la gracia divina y fertilizada por los brillantes rayos del sol de justicia, verterá su abundancia en los graneros y lagares del pueblo de Dios. ¡Dichoso tiempo! ¡Pueblo feliz! ¡Cuán dulce es estar seguro de que estas cosas no son cuadros pintados por la fantasía o juegos de la imaginación. sino verdades reales de la revelación divina, de las cuales debe gozar la fe, que es «la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Hebr. 11:1).
Entre todas las solemnidades judaicas, el jubileo parece haber sido la más conmovedora y la más alegre. Estaba íntimamente ligada al gran día de las expiaciones. Cuando la sangre de la víctima había sido derramada, el son libertador de la trompeta del jubileo se hacía oír en las colinas y valles del país de Canaán. Este sonido tan deseado tenía por objeto despertar la nación en el centro mismo de su ser moral, conmover el alma hasta sus mayores profundidades y hacer correr un río de alegría divina e inefable por toda la extensión del país. «El día de la expiación haréis tocar la trompeta por toda vuestra tierra». No debía quedar ni un rincón sin ser visitado por el alegre sonido de la trompeta. El aspecto del jubileo era tan vasto como el aspecto de la expiación sobre la cual se basaba.
«Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo, y volveréis cada uno a su posesión, y cada cual volverá a su familia. El año cincuenta os será jubileo; no sembraréis, ni segaréis lo que naciere de suyo en la tierra, ni vendimiaréis sus viñedos, porque es jubileo; santo será a vosotros; el producto de la tierra comeréis. En este año de jubileo volveréis cada uno a vuestra posesión» (v. 10-13). En todas las clases y en todas las condiciones el pueblo podía sentir la santa y bienhechora influencia de esta noble institución. El desterrado volvía a su país, el cautivo era emancipado, el deudor perdonado, cada familia abría su seno para recibir de nuevo a los miembros largo tiempo alejados, cada heredad o posesión encontraba su antiguo propietario. Al son de la trompeta, señal tan deseada, el cautivo se escapaba; el esclavo arrojaba lejos de sí sus cadenas, el homicida involuntario volvía a su casa; los pobres y los arruinados entraban en posesión de las heredades que habían perdido. Enseguida que el vibrante sonido de la trompeta se dejaba oír, la ola poderosa de las bendiciones crecía majestuosamente, y extendía sus ondas bienhechoras hasta los lugares más apartados del país favorecido por Jehová.
19.4 - La tierra (Canaán) mía es
«Y cuando vendiereis algo a vuestro prójimo, o comprareis de mano de vuestro prójimo, no engañe ninguno a su hermano. Conforme al número de los años después del jubileo comprarás de tu prójimo; conforme al número de los años de los frutos te venderá él a ti. Cuanto mayor fuere el número de los años, aumentarás el precio, y cuanto menor fuere el número, disminuirás el precio; porque según el número de las cosechas te venderá él. Y no engañe ninguno a su prójimo, sino temed a vuestro Dios; porque yo soy Jehová vuestro Dios» (v. 14-17). El año del jubileo recordaba al comprador y al vendedor que el país pertenecía a Jehová, y no se podía vender. Le podían vender “las cosechas”, pero nada más. Jehová no podía ceder el país a nadie. Es muy importante que se grabe bien este pensamiento en nuestra mente, porque abre un vasto horizonte a nuestro pensamiento. Si el país de Canaán no debe ser vendido, si Jehová declara que le pertenece para siempre, ¿para qué lo quiere? ¿Quiénes deben ser sus poseedores? Aquellos a quienes lo dio por alianza eterna, para poseerlo mientras dure la luna, a saber, de edad en edad.
No hay en toda la tierra, a juicio de Dios, un lugar semejante al país de Canaán. Allí estableció Jehová su trono y su santuario, allí oficiaban sus sacerdotes continuamente ante él, allí se hizo oír la voz de sus profetas anunciando la ruina actual y la restauración y la gloria futuras; allí comenzó, continuó y terminó su carrera de precursor del Mesías, Juan el Bautista; allí nació de mujer el Salvador; allí fue bautizado; allí predicó y enseñó; allí trabajó y murió, desde allí, también, subió triunfante a la diestra de Dios; allí descendió el Espíritu Santo con poder en Pentecostés; desde allí se extendió el Evangelio hasta los extremos de la tierra; allí descenderá muy pronto el Señor de gloria, y pondrá su pie en «el monte de los Olivos» (Zac. 14:4); allí será restablecido su trono y restaurado su culto. En una palabra, sus miradas y su corazón están siempre allí; el polvo de Jerusalén es precioso para él; es el centro de sus pensamientos y de sus operaciones en cuanto a esta tierra, y es su propósito hacerla una joya de excelencia eterna, la alegría de muchas generaciones.
Lo repetimos, es sumamente importante comprender bien estas interesantes verdades en cuanto al país de Canaán; Jehová ha dicho de este país: «Mío es». ¿Quién se lo tomará? ¿Dónde está el rey o el emperador, dónde el poder humano o diabólico que podrá arrancar esa «tierra deseable» del poderoso brazo de Jehová? Es verdad que ha sido un motivo de debates, una manzana de discordias para todas las naciones. Ha sido, y lo será todavía, el teatro y el centro de guerras crueles y sangrientas. Pero por encima del estruendo de las batallas y de las querellas de las naciones, el oído de la fe percibe con claridad y potestad divinas estas palabras: Esta «tierra mía es». Jehová no puede renunciar a este país ni a sus «doce tribus», las cuales deben heredarlo para siempre. Piensen en esto los lectores y reflexionen en ello seriamente. Guardémonos de todo raciocinio vago y de toda interpretación errada en cuanto a esto. Dios no ha rechazado a su pueblo ni al país que ha jurado darle en posesión perpetua. Las «doce tortas» del capítulo 24:5 de Levítico testifican la verdad de este aserto; y «el jubileo» de Levítico 25 da testimonio de la verdad del otro. El memorial de las «doce tribus de Israel» (véase Éx. 28:12) está siempre delante del Señor, y se acerca rápidamente el momento en el que la trompeta del jubileo resonará en las montañas de Palestina.
Entonces, en realidad, el cautivo arrojará lejos de sí las cadenas ignominiosas que ha llevado tan largo tiempo. Entonces el desterrado volverá a su feliz país del que ha estado alejado. Entonces toda deuda será anulada, desaparecerá toda carga, y será enjugada toda lágrima. «Porque así dice Jehová: He aquí que yo extiendo sobre ella (Jerusalén) paz como un río, y la gloria de las naciones como torrente que se desborda; y mamaréis, y en los brazos seréis traídos, y sobre las rodillas seréis mimados. Como aquél a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo. Y veréis, y se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos reverdecerán como la hierba; y la mano de Jehová para con sus siervos será conocida, y se enojará contra sus enemigos. Porque he aquí que Jehová vendrá con fuego, y sus carros como torbellino, para descargar su ira con furor, y su reprensión con llama de fuego. Porque Jehová juzgará con fuego y con su espada a todo hombre; y los muertos de Jehová serán multiplicados… Porque yo conozco sus obras y sus pensamientos; tiempo vendrá para juntar a todas las naciones y lenguas; y vendrán, y verán mi gloria. Y pondré entre ellos señal, y enviaré de los escapados de ellos a las naciones, a Tarsis, a Ful y Lud que disparan arco, a Tubal y Javán, a las costas lejanas que no oyeron de mí, ni vieron mi gloria; y publicarán mi gloria entre las naciones. Y traerán a todos vuestros hermanos de entre todas las naciones, por ofrenda a Jehová, en caballos, en carros, en literas, y en mulos y en camellos, a mi santo monte de Jerusalén, dice Jehová, al modo que los hijos de Israel traen la ofrenda en utensilios limpios a la casa de Jehová. Y tomaré también de ellos para sacerdotes y levitas, dice Jehová. Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de día de reposo en día de reposo, vendrán todos a adorar delante de mí, dijo Jehová» (Is. 66:12-23).
Ahora consideremos por un momento el efecto práctico del jubileo, su influencia en las transacciones de hombre a hombre. «Y cuando vendiereis algo a vuestro prójimo, o comprareis de mano de vuestro prójimo, no engañe ninguno a su hermano. Conforme al número de los años después del jubileo comprarás de tu prójimo; conforme al número de los años de los frutos te venderá él a ti». La escala de los precios debía reglamentarse por el jubileo. Si este glorioso acontecimiento estaba cerca, el precio era bajo; si estaba lejos, elevado. Todos los contratos humanos en cuanto a las tierras eran anulados desde el instante en que sonaba la trompeta del jubileo, porque la tierra era de Jehová, y el jubileo lo volvía todo a su condición primera.
Esto nos enseña una hermosa lección. Si nuestros corazones conservan la esperanza constante de la venida del Señor, pondremos poco precio a todas las cosas terrestres. Es moralmente imposible que estemos esperando al Hijo viniendo del cielo, sin ser desligados de las cosas de este mundo. «Que vuestra amabilidad sea conocida de todos los hombres. ¡El Señor está cerca!» (Fil. 4:5). Se puede adoptar “la doctrina del milenio”, como se la llama, o la doctrina “de la segunda venida” y seguir siendo un hombre del mundo; pero aquel que vive en la espera habitual de la aparición de Cristo, debe alejarse de lo que será juzgado y destruido cuando él venga. No se trata aquí de la brevedad e incertidumbre de la vida humana, que es tan cierta, ni del carácter breve y poco satisfactorio de las cosas de aquí abajo, que son igualmente ciertas. Se trata de algo mucho más poderoso y de mayor influencia que todo esto: «El Señor está cerca». Que nuestros corazones sean conmovidos y nuestra conducta en todas las cosas inspiradas por esta preciosa y purificadora verdad.
20 - Capítulo 26 — El gobierno de Dios para con Israel
Este capítulo requiere algunas breves explicaciones. Contiene una narración solemne y conmovedora de las bendiciones unidas a la obediencia, por un lado, y de las consecuencias terribles de la desobediencia, por otro. Si Israel hubiera andado en obediencia, hubiera sido invencible. «Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasará por vuestro país. Y perseguiréis a vuestros enemigos, y caerán a espada delante de vosotros. Cinco de vosotros perseguirán a ciento, y ciento de vosotros perseguirán a diez mil, y vuestros enemigos caerán a filo de espada delante de vosotros. Porque yo me volveré a vosotros, y os haré crecer, y os multiplicare, y afirmaré mi pacto con vosotros. Comeréis lo añejo de mucho tiempo, y pondréis fuera lo añejo para guardar lo nuevo. Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Yo Jehová vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para que no fueseis sus siervos, y rompí las coyundas de vuestro yugo, y os he hecho andar con el rostro erguido» (v. 6-13).
La presencia de Dios debía haber sido siempre su escudo y su broquel. Ninguna arma forjada contra ellos hubiera prosperado. Pero la presencia divina no podía proteger más que a un pueblo obediente. Jehová no podía sancionar con su presencia la desobediencia y la maldad. Las naciones idólatras de alrededor podían confiar en su valor y sus recursos militares. Israel no podía reposar más que en el brazo de Jehová, y este brazo nunca podía extenderse para proteger la impiedad y la rebelión. Su fuerza era andar con Dios en un espíritu de dependencia y obediencia. Mientras marchaban de esta manera, tenían a su alrededor una muralla de fuego para protegerles contra todo enemigo y todo peligro.
Pero Israel cayó. A pesar del cuadro solemne y horroroso puesto ante sus ojos, en los versículos 14-33 de este capítulo, abandonaron a Jehová y sirvieron a otros dioses, y así trajeron sobre sí mismos los terribles juicios con que habían sido amenazados, y cuya sola lectura basta para hacer temblar. Están aun a la hora presente bajo el peso de estos juicios. Desterrados, dispersos y hollados, son el monumento de la inflexible justicia y verdad de Jehová. Dan a todas las naciones de la tierra una grave lección sobre el objeto del gobierno moral de Dios; lección que estas naciones harían bien en estudiar atentamente, lección que nuestros mismos corazones deberían también profundizar.
Estamos muy propensos a confundir dos cosas que están claramente separadas en la Palabra, a saber: el gobierno de Dios y la gracia de Dios. Esta confusión conduce a malos resultados. Debilita en nosotros el sentimiento de la majestad y de la solemnidad de su gobierno, así como el de la pureza, de la plenitud y de la elevación de su gracia. Es verdad que en su gobierno Dios se reserva el derecho soberano de obrar en paciencia, en longanimidad y en misericordia; pero el ejercicio de estos atributos en relación con su trono de gobierno, no debe confundirse jamás con los actos incondicionales de la gracia pura y absoluta.
El capítulo que tenemos delante es una exposición del gobierno divino y, sin embargo, encontramos en él cláusulas como esta: «Y confesarán su iniquidad, y la iniquidad de sus padres, por su prevaricación con que prevaricaron contra mí; y también porque anduvieron conmigo en oposición, yo también habré andado en contra de ellos, y los habré hecho entrar en la tierra de sus enemigos; y entonces se humillará su corazón incircunciso, y reconocerán su pecado. Entonces yo me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra. Pero la tierra será abandonada por ellos, y gozará sus días de reposo, estando desierta a causa de ellos; y entonces se someterán al castigo de sus iniquidades; por cuanto menospreciaron mis ordenanzas, y su alma tuvo fastidio de mis estatutos. Y aun con todo esto, estando ellos en tierra de sus enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré para consumirlos, invalidando mi pacto con ellos; porque yo Jehová soy su Dios. Antes me acordaré de ellos por el pacto antiguo, cuando los saqué de la tierra de Egipto a los ojos de las naciones, para ser su Dios. Yo Jehová» (v. 40-45).
Este pasaje nos presenta a Dios gobernando y respondiendo en su paciente misericordia a los más débiles suspiros de un corazón herido y arrepentido. La historia de los jueces y de los reyes ofrece numerosos ejemplos del ejercicio de este atributo bendito del gobierno divino. Muchas veces el alma de Jehová fue afligida «a causa de la aflicción de Israel» (Jueces 10:16), y les envió libertador tras libertador, hasta que al fin no pudo soportarles más tiempo, y el honor de su trono exigía su expulsión de un país que eran indignos de poseer.
20.1 - La gracia de Dios para con Israel
Todo esto se relaciona con el gobierno. Pero pronto Israel será puesto en posesión del país de Canaán en virtud de la gracia incondicional e inmutable, gracia ejercida en justicia divina, por la sangre de la cruz. No será por las obras de la ley, ni por las instituciones de una economía pasajera, sino por la gracia que reina por justicia, por Cristo Jesús, Señor nuestro. Por esto, no volverán a ser expulsados de sus posesiones. Ningún enemigo les turbará, gozarán de un reposo perfecto protegidos por el escudo del favor de Jehová. Su posesión del país será según la eterna estabilidad de la gracia divina y la eficacia de la sangre de la alianza eterna. Serán salvos «en Jehová con salvación eterna» (Is. 45:17).
Que el Espíritu de Dios nos conduzca a un conocimiento más profundo de la verdad divina, y nos dé mayor capacidad para juzgar las cosas que difieren la una de la otra, y exponer la palabra de verdad (2 Tim. 2:15).
21 - Capítulo 27 — La propiciación: la misma medida para todos
Esta última porción de nuestro libro trata del «voto», o del acto voluntario por el cual una persona sí misma se consagraba, o lo que le pertenecía, a Jehová, «Habló Jehová a Moisés, diciendo; habla a los hijos de Israel y diles: Cuando alguno hiciere especial voto a Jehová, según la estimación de las personas que se hayan de redimir, lo estimarás así… según el siclo del santuario» (v. 1-3).
En el caso de una persona que se ofreciese a sí misma, o su bestia, su casa, su campo a Jehová, se presentaba una cuestión de capacidad o de valor; por eso, había cierta escala de estimación, según la edad. Moisés, como representante de los derechos de Dios, era llamado a estimar, en cada caso, según la regla del santuario. Si un hombre hace un voto, es preciso que sea probado por la medida de la justicia, y, además, debemos establecer diferencia entre la capacidad y el derecho. En Éxodo 30:15 leemos en cuanto al dinero del santuario: «Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo, cuando dieren la ofrenda a Jehová para hacer expiación por vuestras personas». Cuando se trataba de expiación todos estaban al mismo nivel. Siempre debe ser así. Nobles y plebeyos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, viejos y jóvenes, todos tienen un título común. «No hay diferencia» (Rom. 10:12). Todos subsisten igualmente sobre el principio del valor infinito de la sangre de Cristo.
Puede haber una inmensa diferencia en cuanto a la capacidad, en cuanto al título no la hay. Puede haber una inmensa diferencia en cuanto al conocimiento, en cuanto a los dones y los frutos, en cuanto al título no la hay. El retoño y el árbol, el hijo y el padre, el convertido de ayer y el creyente establecido, están todos sobre el mismo terreno. «Ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá». No se podía dar nada de más ni se podía admitir menos. Tenemos «plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús» (Hebr. 10:19). He aquí nuestro título. Una vez dentro, nuestra capacidad de rendir culto dependerá de nuestra energía espiritual. Cristo es nuestro título, el Espíritu Santo nuestra capacidad. El yo no interviene ni en uno ni en otro. ¡Qué gracia más perfecta! Entramos por la sangre de Jesús; gozamos por el Espíritu Santo de lo que allí encontramos. La sangre de Jesús abre la puerta; el Espíritu Santo nos guía por la casa. La sangre de Jesucristo abre el estuche, el Espíritu Santo despliega el precioso contenido. La sangre de Jesucristo nos da el joyero, el Espíritu Santo nos hace capaces de apreciar las raras y preciosas joyas que contiene.
21.1 - El servicio: la medida según la capacidad de cada uno
El presente capítulo trata únicamente de la capacidad o el valor. Moisés tenía cierta medida que no podía rebajar; tenía cierta regla de la que no se podía salir. Si uno podía alcanzar, bien; si no, tenía que ocupar el lugar que le correspondía.
¿Qué era necesario, pues, hacer con la persona que no alcanzaba la altura de los derechos expresados por el representante de la justicia divina? Escuchad la consoladora respuesta «Pero si fuere muy pobre para pagar tu estimación, entonces será llevado ante el sacerdote, quien fijará el precio; conforme a la posibilidad del que hizo el voto, le fijará precio el sacerdote» (v. 8). En otros términos, si se trata de los esfuerzos por parte del hombre para satisfacer las exigencias de la justicia, entonces es necesario que los satisfaga. Pero si un hombre se siente totalmente incapaz de satisfacer estas exigencias, no le resta más que recurrir a la gracia, que lo recibirá tal como es. Moisés es el representante de los derechos de la justicia divina. El sacerdote es el exponente de los recursos de la gracia divina. El pobre que era incapaz de presentarse ante Moisés caía en los brazos del sacerdote. Siempre encontramos lo mismo. Si no podemos «trabajar la tierra», podemos «mendigar», y desde el momento que nos ponemos en el lugar de mendigos, ya no se trata de lo que somos capaces de ganar, sino de lo que Dios nos quiere dar. La gracia coronará la obra de Cristo durante la eternidad. ¡Cuán dichoso es ser deudor a la gracia! ¡Qué dicha recibir cuando Dios se glorificaba dando! Cuando se trata del hombre, vale infinitamente más cavar la tierra que pedir, pero cuando se trata de Dios, es precisamente lo contrario.
21.2 - La conclusión concierne a Israel
Queremos aún añadir otro pensamiento, y es que, según nos parece, este capítulo entero se refiere de un modo especial a la nación de Israel. Está íntimamente ligado con los dos capítulos precedentes. Los israelitas habían hecho un «voto» al pie del monte de Horeb, pero fueron incapaces de responder a las exigencias de la ley, eran mucho más pobres que «la estimación de Moisés». Pero gracias a Dios, participarán de las ricas provisiones de la gracia divina. Habiendo reconocido su absoluta incapacidad para «trabajar la tierra», no tendrán vergüenza de mendigar, y entonces experimentarán la inmensa dicha de depender de la gracia soberana de Jehová, la cual se extiende como una cadena de oro «desde el siglo hasta el siglo» (Sal. 90:2). Es bueno ser pobre, cuando el conocimiento de nuestra pobreza sirve para desplegar ante nuestra vista las riquezas inagotables de la gracia divina. Esta gracia no se niega nunca a favorecer al desvalido: no rechaza a nadie por ser demasiado pobre. Puede satisfacer las mayores necesidades del hombre, y, al mismo tiempo, glorificarse con ello. Esto es verdad en todos los casos. Es verdad para todo pecador individual, y es verdad en cuanto a Israel que, habiendo sido estimado por el legislador, ha sido encontrado «más pobre que su estimación». La gracia es el gran y único remedio para todos. Es la base de nuestra salvación, la base de una vida de piedad práctica, y la base de las esperanzas imperecederas que nos animan en medio de las pruebas y de las luchas de este mundo de pecado. Tengamos un sentimiento muy profundo de la gracia, y un deseo más ardiente de la gloria.
Terminamos aquí nuestras meditaciones sobre este libro tan importante y precioso. Si Dios se sirve de las páginas que preceden para despertar interés en algún lector en esta porción de la Escritura, en todo tiempo demasiado descuidada por la Iglesia, no habrán sido escritas en vano.