14 - Zacarías y Elisabet

Lucas 1:5-25, 39-45, 57-80


person Autor: Harm WILTS 19

library_books Serie: El hogar según el plan de Dios

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


Del relato de Lucas 1:5-6 acerca de Zacarías y Elisabet, podemos concluir que los dos cónyuges de esta pareja se correspondían muy bien uno a otro. Ambos eran israelitas; pertenecían a la tribu de Leví y a la familia sacerdotal de Aarón. Mostraban en su vida personal una gran piedad. «Ambos eran justos delante de Dios, cumpliendo irreprochablemente todos los mandamientos y ordenanzas del Señor» (v. 6). Uno no puede imaginarse un mejor fundamento para un buen matrimonio. Sin embargo, en este matrimonio faltaba algo: no tenían hijos. Esto era una tristeza para ambos y la causa de muchas oraciones. No obstante, Dios no respondió positivamente a estas oraciones. Los años pasaron, habían envejecido, y la esperanza de tener hijos se había desvanecido.

El rey David había dividido a los sacerdotes en 24 grupos (1 Crón. 24), y esta división se había mantenido en su descendencia. Zacarías pertenecía a la octava clase, la de Abías. Las diferentes funciones se repartían echando suertes. Así Zacarías recibió el privilegio de entrar en el templo del Señor para ofrecer el incienso. El pueblo estaba afuera, orando, esperando que él saliera para recibir la bendición, según Números 6:22-27. Pero esta vez todo ocurrió de manera diferente de lo normal. Zacarías vio un ángel a la derecha del altar del incienso y se turbó.

«Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías; porque tu oración fue oída, tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Juan» (v. 13). El ángel los mencionó a ambos por su nombre. Zacarías significa: “El Señor acuerda”, y Elisabet: “El Dios del juramento”. Sin embargo, Zacarías no honró su nombre. Sabiendo que un ángel del Señor le hablaba y que sus palabras eran palabras de Dios, la noticia le parecía demasiado buena para creerla. Así le pidió una señal. Esto era falta de fe. La señal que pidió fue al mismo tiempo un castigo: quedaría mudo hasta el día en que se cumpliera la promesa de Dios.

¡Qué hermosas palabras habló el ángel sobre su hijo! Ellos mismos recibirían gozo de este hijo, pero también muchas otras personas se regocijarían de su nacimiento. Iba a ser grande delante de Dios y haría que muchos de los hijos de Israel se convirtieran al Señor Dios de quien se habían apartado. ¿No debería ser este el deseo de todos los padres creyentes? Desgraciadamente, algunos parecen pensar solamente en su propio gozo y crían a sus hijos con este propósito. No ha de sorprendernos que a menudo resulten decepcionados. Juan quiere decir: “El Señor ha hecho gracia”. Con la llegada de Juan, Dios mostró su gracia, no solo a Zacarías y Elisabet, respondiendo a sus oraciones, sino también a todo el pueblo al llamarle para que vuelvan a Él por medio de la predicación de Juan.

Cuando los días del ministerio de Zacarías se cumplieron, volvió a su casa. Tuvo que informar a su esposa por escrito de lo que había visto y oído. Cuando ella se dio cuenta de que Dios cumplía su promesa y de que estaba encinta, se recluyó en casa por cinco meses, en la soledad. Era necesario esperar hasta que los hechos hablaran. Mientras tanto agradecía al Señor por su misericordia para con ella. El relato referente a Zacarías y Elisabet se interrumpe por la aparición del ángel Gabriel a María seguido de la visita de María a Elisabet. Hablaremos de eso más detalladamente en el próximo capítulo.

«Le llegó a Elisabet el tiempo de dar a luz; y dio a luz un hijo». Al octavo día tuvo lugar la circuncisión del niño y le fue dado su nombre. Querían ponerle el nombre Zacarías. Pero cuando se le preguntó a su padre por señas, él escribió: «Juan es su nombre». ¡Entonces de nuevo pudo hablar! Las primeras palabras que pronunció eran para alabar a Dios. No habló primero de su propio hijo, sino del Hijo de María, del cual sabía que su venida era ya anunciada. «Su padre Zacarías fue lleno del Espíritu Santo, y profetizó, diciendo: ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel! Porque visitó y redimió a su pueblo; y nos levantó un poderoso Salvador, en la casa de su siervo David –conforme a lo que dijo desde la antigüedad por sus santos profetas: Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecen; para ser misericordioso con nuestros padres, y recordar su santo pacto. Juramento que juró a nuestro padre Abraham, concedernos que, librados de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, en santidad y justicia, delante de él todos nuestros días» (v. 67-75). Estas palabras no eran acerca de Juan, quien ni siquiera pertenecía a la casa de David. Los profetas hablaron acerca de Jesucristo, el Mesías. En él, Dios nos dio la salvación. Esta salvación era primeramente para el pueblo de los judíos, pero también es para todos los que creen en él. Nos salvó del poder de las tinieblas. Por él somos ahora aptos para servir al Dios vivo y verdadero.

Luego, Zacarías profetizó acerca de su propio hijo: Sería un profeta del Altísimo que prepararía el camino del Señor, el Mesías prometido. Antes de poder recibir esta bendición, el pueblo tenía que arrepentirse primero para recibir el perdón de sus pecados. El trabajo de Juan consistía en llamar a su pueblo al arrepentimiento.

En su juventud, Juan se retiró al desierto donde se alimentaba con langostas y miel silvestre (Mat. 3:4). Cuando tuvo 30 años, se manifestó públicamente como profeta y bautizó a muchas personas que vinieron a él confesando sus pecados. Dijo claramente que él no era el Mesías, sino la voz del que clamaba en el desierto: «Preparad el camino del Señor» (3:3). Multitudes de los alrededores llegaron al río Jordán para hacerse bautizar. También muchos de los fariseos y saduceos vinieron para ser bautizados. Pero Juan les regañó públicamente por su mal comportamiento y su hipocresía; llegó hasta llamarlos «¡Engendro de víboras!» (3:7). Primero tenían que mostrar frutos dignos de arrepentimiento. Lo odiaban, pero no se atrevieron a hacer algo contra él, porque el pueblo lo estimaba mucho.

El Señor Jesucristo mismo lo llamó el más grande de todos profetas (Mat. 11:7-11). También testificó de él diciendo: «Él era una antorcha que ardía y resplandecía, y vosotros quisisteis alegraros por algún tiempo en su luz» (Juan 5:35). Esta antorcha se apagó.

En Jesucristo mismo llegó la luz del mundo. Sin embargo, los hombres de aquella época lo rechazaron porque amaron más las tinieblas que la luz. Los que hoy en día rechazan a Cristo quedan en las tinieblas, aunque se consideren a sí mismos “iluminados”. Andarán tambaleándose, hasta que el día del juicio de las grandes tinieblas los sorprenda.

A causa de su avanzada edad, Zacarías y Elisabet, sin duda, no habrán sido testigos de la obra de su hijo, tampoco de la venida y del ministerio del Mesías, a propósito del cual Zacarías profetizó. Como muchos otros antes de ellos, durmieron en la esperanza del cumplimiento de las promesas de Dios.

Una vez, una viuda muy anciana nos dijo: “Anhelo ir al Señor y estar con Él, pero dejo tanto atrás”. Quería hablar de sus hijos y nietos, por quienes oraba todos los días. Esta tarea permanece para todos los padres creyentes, aun cuando los hijos ya hayan salido del hogar paternal desde hace mucho tiempo.

14.1 - Preguntas de 14a parte

  1. ¿Qué relación tenían Zacarías y Elisabet, el uno con el otro y para con Dios?
  2. ¿Qué actitud tomaron con el problema de quedar sin hijos?
  3. ¿En qué consistía la predicación de Juan, y qué significaba su bautismo?
  4. ¿Qué dijo el mismo Señor Jesucristo respecto a Juan el Bautista?

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