9 - «Para morada de Dios en el Espíritu» – Efesios 2:22

La doctrina del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo


El Espíritu Santo, en esta Epístola, contempla a la Iglesia no solo como el Cuerpo de Cristo (Efe. 1:23), sino como la morada de Dios (Efe. 2:22). El Cuerpo de Cristo implica nuestra comunión con él mismo como Cabeza en el cielo. La morada de Dios está relacionada con la posición actual de la Iglesia en la tierra. La Iglesia solo pudo formarse bajo este doble carácter sobre la base de la redención, por tanto, después de la cruz, y por el Espíritu Santo enviado desde el cielo.

Por desgracia, muchos de los hijos de Dios no aceptan ni disfrutan de estas verdades. Esto es una gran pérdida para ellos, pero siguen compartiendo la bendición, porque nuestra ignorancia no afecta a nuestra relación, sino solo al disfrute de esa relación. ¡Y esto es una gran misericordia de Dios! Esto es un privilegio como cualquier otro conferido por su gracia. Muchas personas simplemente miran a Cristo y con ello tienen vida eterna; pero si se les pregunta: «¿Tenéis vida eterna?», pueden dudar en responder. No es que duden de las palabras de la Escritura, sino que conocen muy poco el carácter, la naturaleza y las consecuencias (presentes y futuras) de la vida eterna. Lo mismo ocurre con la verdad de la Iglesia de Dios bajo sus dos aspectos: su unión con Cristo en lo alto, o la habitación de Dios por el Espíritu aquí. En nuestra última meditación tratamos brevemente la primera de estas verdades; hoy trataremos la segunda, instando a los lectores a meditar en aquellas porciones de la Palabra que desarrollan cualquiera de estas grandes verdades. Mencionaré de paso algunas de sus consecuencias prácticas, porque cualquier verdad solo es verdaderamente bendita para nuestras almas si la traducimos en nuestra experiencia, en nuestros caminos, en nuestro culto, por los frutos de lo que Dios nos ha dado a conocer.

9.1 - Una enseñanza específica sobre la Iglesia

En el capítulo 2 de Efesios, está claro que el Espíritu Santo ha dejado de lado el sistema judío y ha introducido un estado de cosas totalmente nuevo. Dios actúa de forma inédita: introduce a los gentiles, llamados incircuncisión en la carne, personas que, antes de recibir el Evangelio, eran lejanas y ajenas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Y los coloca, junto con los creyentes de Israel, en una nueva posición ante él. ¿Cómo es posible? Porque la redención ya está consumada.

Por lo tanto, toda nuestra epístola, desde el principio hasta el final, tiene en cuenta a los cristianos, y solo a los cristianos, independientemente de su origen judío o gentil. Algunos han pensado que es posible aplicar esta porción de la Escritura también a los santos del Antiguo Testamento, pero estos no podrían ser llamados «santos y fieles» en Cristo» (1:1). Esto es malinterpretar por completo el alcance de la epístola, y disminuir la profundidad y la naturaleza especial de los privilegios presentes, así como su fuerza y carácter celestiales. Dios ha revelado estas verdades claramente y solo a las almas llevadas al conocimiento de su gracia, desde que se manifestó en Cristo y se realizó la obra de la redención. Repitamos, por tanto, que nuestra epístola, en todos los pensamientos que expresa, contempla exclusivamente a los santos que han sido llamados entre la aparición de Cristo en el mundo para morir como propiciación y su regreso para llevarlos a sí mismo.

Es útil en esta ocasión señalar que, en general, cualquier intento de mitigar las diversidades en la Palabra y en los caminos de Dios tiene el efecto de debilitar nuestra apreciación de los privilegios concedidos por Dios a sus hijos, y de empañar la exactitud de la revelación de Dios. Se cree, por ejemplo, que la Iglesia siempre ha sido objeto de los caminos de Dios en este mundo; que en nuestros días tiene un poco más de luz, un poco más de bendición (pues no se pueden negar las diferencias). Pero esto es un profundo error. Que cada lector someta sus propios pensamientos y las sugerencias de otros sobre esta gran cuestión a la única piedra de toque que Dios reconoce, a la única fuente posible de luz y verdad, su divina Palabra. Primero aprenderá que la obra de la redención se aplica a las almas de manera completa e indiscriminada. Es decir, ahora no se trata de si un hombre es judío o gentil.

Ya sea que la Iglesia sea vista como el Cuerpo de Cristo o como la morada de Dios, en ambos casos se asume esta novedad, la inversión completa de lo que Dios había instituido y sancionado en los primeros días: «Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de dos ha hecho uno, derribando el muro que los separaba, aboliendo en su carne la enemistad». Así, el cerco que por mandato de Dios quedaba en los tiempos del Antiguo Testamento, a saber: «La ley de los mandamientos en forma de decretos, para crear en sí mismo de los dos un hombre nuevo». En otras palabras, no solo se borran nuestros pecados y se nos asegura el cielo más adelante, sino que se forma una creación totalmente nueva aquí abajo. Es la comunicación de privilegios desconocidos e imposibles mientras Dios tenía relaciones con su antiguo pueblo, actuaba entre ellos y los gobernaba por medio de la ley. Era necesario que Cristo vino a: «Reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios, por medio de la cruz, matando por ella la enemistad. Y vino y anunció la paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca; porque por él, los unos y los otros tenemos acceso por un solo Espíritu al Padre» (2:15-18).

9.2 - Apóstoles y profetas del Nuevo Testamento

Aquí llegamos al punto que es más particularmente nuestro tema. «Así, pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y de la familia de Dios; edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular» (2:19-20). Obsérvese que aquí no se mencionan los profetas del Antiguo Testamento. El propio orden en que el Espíritu Santo hace su enumeración excluye tal pensamiento: «los apóstoles» se colocan antes que los «profetas». Es más, la construcción de la frase implica una clase común de personas que ponen los cimientos del edificio que Dios iba a construir. ¿Y cuándo se pusieron estos cimientos? No fue inmediatamente después del pecado del hombre, ni en los días de los patriarcas, que Dios comenzó a ejecutar esta gran obra en la tierra. Solo 4.000 años más tarde, después de la venida y muerte de Cristo, los apóstoles y profetas pusieron los cimientos. La clase común determinada por el artículo griego nos impide pensar en los profetas del Antiguo Testamento. Los profetas en cuestión estaban entonces presentes y asociados con los apóstoles en este trabajo. Y los apóstoles y profetas, es decir, los del Nuevo Testamento, son los que pusieron este nuevo fundamento (*) «en quien todo el edificio bien coordinado crece hasta ser un templo santo en el Señor». Este es el resultado final. Este templo sagrado se verá más adelante; pero fíjese en el final del capítulo: «en quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (v. 21). La conclusión es obvia: incluso ahora, antes de que el santo templo haya alcanzado sus plenas proporciones, esta obra existe en la tierra, dejando de lado el sistema de Israel, un flamante edificio que es verdaderamente la morada de Dios en virtud de la presencia del Espíritu.

(*) Compárese con Efesios 3:5 «ahora revelado» a ambos (es decir, a sus apóstoles y profetas).

9.3 - La morada de Dios era conocida

9.3.1 - La habitación de Dios por el Espíritu era algo nuevo<

Así que hoy los creyentes, tanto gentiles como judíos, constituyen esta morada de Dios, «en quien también vosotros –dice Pablo a los efesios– sois juntamente edificados para morada de Dios». ¿En qué sentido? «Por» o «en el Espíritu» (comp. v. 22, nota). En otras palabras, el Espíritu es tan necesario para la morada de Dios como para el Cuerpo de Cristo, del que nos ocupamos en nuestra meditación anterior. Sin embargo, la morada de Dios, en un aspecto, no es un pensamiento tan exclusivamente nuevo como el Cuerpo de Cristo. Encontramos en el Antiguo Testamento distintos tipos de la gran verdad de la morada de Dios entre los hombres en la tierra, cuando no se reveló nada de la unión de judíos y gentiles en un solo Cuerpo, y menos aún que juntos compondrían el Cuerpo de Cristo. Tenemos un tipo de esto en la unión de Adán con Eva, pero eso obviamente no revela nada de que el judío y el gentil se unan como uno. El hecho en sí puede ser argumentado, y sabemos que el Espíritu de Dios lo utilizó cuando la Iglesia salió a la luz, pero nada más.

9.3.2 - No hay morada de Dios en el Génesis

En cuanto a la morada de Dios, no tenemos, como todo el mundo sabe, ninguna mención de ella en el Génesis, ni siquiera en forma de promesa. Esto es aún más sorprendente porque, si hay un libro en el Antiguo Testamento que contiene los elementos o tipos de la verdad divina más que cualquier otro, es el libro del Génesis. Todos los demás libros juntos quizá no presenten tantos puntos de vista variados sobre los caminos futuros de Dios. Esta excepción es aún más notable: no encontramos el más mínimo indicio del propósito de Dios de tener una morada en la tierra. La razón es clara. Aunque el Génesis menciona muchos sacrificios y holocaustos, aunque las relaciones del pacto se presentan a menudo ante nosotros, no hay ninguna mención de la redención, y esta omisión es tan notable como la ausencia de cualquier alusión a la morada de Dios en este maravilloso libro.

9.3.3 - La redención es necesaria para que haya una morada de Dios

Luego viene el segundo libro de Moisés, que no presenta, como el primero, un conjunto de revelaciones de los caminos y consejos de Dios que luego se cumplirían en Cristo. Por otra parte, este libro del Éxodo nos presenta en tipos las verdades que buscamos: la redención primero, la morada de Dios con los hombres después. Podemos añadir de paso que, aunque la ley también se encuentra allí, contiene la renovada seguridad de estas mismas verdades (Éx. 20:2, 24). Estos pensamientos de Dios, presentados en forma de figura en el libro del Éxodo, forman parte de las cosas reveladas en Efesios 2 y se exponen en el mismo orden.

La primera parte del Éxodo describe la condición miserable y desesperada del pueblo de Dios. Desde lo más profundo de su angustia, claman a Jehová, que los escucha y se ocupa de su liberación. No se contenta con enviar mensajes de misericordia: a su debido tiempo se pone a obrar no primero para juzgar, aunque lo hace, sino para reclamar a su pueblo para sí. Envía a Moisés y a Aarón y, como señales que acompañan su misión, plagas con las que castiga el orgullo del mundo que mantenía a su pueblo en la esclavitud. Y así llegamos al tipo de redención más notable del Antiguo Testamento, en sus dos partes: la Pascua y el mar Rojo. Un solo tipo habría sido insuficiente para presentar la redención, que solo puede entenderse adecuadamente cuando se consideran sus dos lados juntos. En la Pascua, de hecho, Dios sigue juzgando; y así debe ser: Dios está armado con poder, actúa en venganza contra el pecado. Pero al mismo tiempo, en su admirable sabiduría, proporciona a su pueblo un refugio justo y perfecto.

Por lo tanto, la verdad más sorprendente de la Pascua es que Dios juzga, aunque provee para la salvación de los suyos. Este es, no lo olvidemos, uno de los aspectos del evangelio. Uno de sus pensamientos centrales es la perfecta justicia de Dios (Rom. 1:17). Pensamos más fácilmente en su misericordia. Por muy preciosa que sea, es muy diferente de la justicia divina, aunque sin la misericordia la justicia habría carecido tanto de la base como de la oportunidad de desarrollarse. Pero la gloria del evangelio es que Dios se muestra justo justificando. Cuando el pecador es reconocido como justo, no es simplemente que Dios perdona y muestra misericordia, sino que es justo al justificar. Lo mismo ocurre con la Pascua. Esa noche, Dios descendió para juzgar tanto al hombre como a los dioses de Egipto. Manifestó su odio al pecado de manera extraordinaria, y esto fue tan evidente en su trato con Israel como en su trato con los egipcios. La muerte pasó; es la paga del pecado. Aquella noche, en todas las casas de Egipto, los primogénitos yacían sin vida, y los lamentos anunciaban a toda la tierra lo que era despreciar las advertencias del Señor. Al mismo tiempo, en la puerta de cada casa israelita, los postes rociados con sangre declaraban no menos claramente que Dios es justo y al mismo tiempo justificador; hablaban de un sustituto, de la sangre de otro: imágenes del Cordero de Dios y del derramamiento de su sangre.

Sin embargo, esto no fue toda la bendición. El cordero pascual simplemente mantenía a Dios fuera, impidiendo únicamente que su juicio cayera sobre los israelitas. ¿Esta es toda la redención? Esa es la opinión de muchos, pero ¡qué poco conoce la redención según Dios! Para hacernos comprender esto, Dios añade otro tipo como complemento del primero, a saber, el mar Rojo. La élite de Egipto encontró allí su tumba, mientras que Dios llevó a Israel a través de lo que parecía ser una muerte segura, pero que en realidad se convirtió en un tipo de vida eterna y su plena seguridad. Este es el aspecto que adquiere la muerte y resurrección de Cristo para el cristiano. Ahora, por primera vez, Dios se digna a hablar de la salvación en relación con su pueblo (Éx. 14:13, 30; 15:2), mientras que nada de lo anterior podía llamarse salvación.

Notemos en esta ocasión lo inexacto y peligroso que es para las almas hablar de un conocimiento inmaduro e incompleto de Dios como si fuera la salvación. Por ejemplo, a veces se oye decir: “Es cierto, este hombre no es todavía feliz, no tiene libertad de alma, pero, en cualquier caso, está salvado”. Las Escrituras nunca sancionan ese lenguaje. Lo que llama salvación no es simplemente una vida nueva, el estado de un alma que ha recibido de Cristo lo que le permite juzgarse a sí misma y clamar a Dios. La Escritura generalmente reserva el nombre de «salvación» para ser llevado por el Evangelio a una libertad de la que se es consciente, realizando la liberación actual de todos los enemigos, por el poder de Dios en Cristo.

Así que solo oímos hablar de la salvación cuando Israel llega al mar Rojo, cuando se produce la liberación total y completa de la tierra de Egipto y la destrucción total de sus orgullosos enemigos. «No temáis», dijo Moisés, «y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros» (14:13). No era la noche de la fiesta de la Pascua; era el día en que podían mirar hacia atrás y ver el mar Rojo cruzado para siempre. De ahí la importancia de atenerse estrictamente al lenguaje de la Escritura y no reconocer nada menos que la salvación. De lo contrario, ¿cómo podemos ayudar a los hijos de Dios a aferrarse a la poderosa victoria de Cristo por la fe, o de lo contrario permanecerán en la ansiedad y la confusión en lugar de disfrutar de la paz. Es ciertamente de la mayor importancia para un alma ser profundamente trabajada por el Espíritu y descubrir lo que es ante Dios; pero hasta que no pueda descansar con sencillez y confianza en la obra terminada de Cristo, no posee lo que Dios llama salvación en su sentido pleno.

Después de que esta poderosa obra haya terminado –en lo que respecta al tipo–, entonces, por primera vez, oímos cantar a Israel. El cántico se canta al otro lado del mar Rojo. «Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete. Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré» (15:1-2). ¡La verdad aquí resalta de manera notable! Se nos presenta todo el tipo de resurrección, así como la muerte; y entonces, por primera vez, oímos hablar de la salvación, e inmediatamente el corazón desea que Dios tenga una morada. ¿Debemos suponer que los que cantaban así en el desierto eran más agradables a Dios que sus padres o los patriarcas del libro del Génesis? Al contrario. Entre estos últimos, había varios a los que Dios había honrado de manera excepcional y elegido para ser depositarios de sus secretos: un Noé exento del juicio infligido a todo el mundo, un Enoc elevado al cielo sin pasar por la muerte, un Abraham, amigo de Dios que le había hecho el honor de comer con él. ¿Es necesario recordar cómo este último fue objeto de promesas divinas, promesas que continuarán bendiciendo hasta que todas las edades se completen en el descanso eterno de Dios?

Por lo tanto, es imposible suponer que Dios reveló la redención a los hijos de Israel en lugar de a los patriarcas porque prefirió a los primeros. Pero esto es precisamente lo que pone de manifiesto las maravillas de la redención. No le debe nada al hombre. Y solo la muerte de Cristo y la propia redención pueden explicarlo. Consideremos lo que merece la redención, por quién y cómo fue adquirida. Exigía la intervención personal del Hijo de Dios, su venida a este mundo como hombre, lo que implicaba no solo la renuncia por un tiempo al disfrute de su propia gloria, sino también la entrada en gracia en las circunstancias de su condición de criatura, con su vergüenza y sufrimiento concomitantes. Entonces, en lugar de entrar en un lugar de bendición y gloria, descendió a un abismo más profundo, después de que el hombre había hecho todo lo que podía contra Él, después de que Satanás había agotado sus esfuerzos; sí, solo entonces se resolvió la cuestión suprema que debía resolverse entre Dios y este Amado. Iba a ser el más terrible, el más difícil para Dios y para Cristo. Porque ¿qué puede compararse con aquella hora extraordinaria en la que el pecado tuvo que ser juzgado por Dios?, castigado de la forma más extraña que el hombre puede concebir: imputado a quien era más ajeno a él: el Santo Hijo de Dios, y eso por Dios mismo.

¿No es de extrañar entonces que Dios vea un valor tan infinito en la redención? Allí puede encontrar su descanso, de modo que los cielos de los cielos dejan, por así decirlo, de contenerlo. Es como si dijera: “Mi Espíritu ya no puede permanecer en lo alto. Debe bajar y morar donde está esta preciosa sangre”. Este lugar puede haber sido el más contaminado de toda la creación, el testigo de la rebelión más insensata; pero ni el estado de la tierra, ni la rebelión de la criatura contra Dios y su Ungido, podían mantener a Dios en el cielo por más tiempo. Su estimación de los sufrimientos de Cristo le obligó, por así decirlo, a venir a morar en esta misma tierra y entre los miembros de esta misma raza que siempre le han tratado de forma escandalosa. Solo esto explica que Dios pueda tener su morada entre nosotros en la tierra. La redención explica el hecho, y el Espíritu Santo lo efectúa tan pronto como se realiza la redención. Así, cuando se cumple el tipo de redención, la morada típica de Dios se convierte inmediatamente en el objeto de deseo de los suyos en la tierra. Y cuando la verdadera redención, la redención eterna, fue un hecho consumado, Dios bajó realmente a morar aquí abajo, permaneciendo para siempre en los redimidos por el Espíritu Santo. En verdad, nada puede ser más armonioso que los hechos típicos, por una parte, o su cumplimiento real, por otra, en la redención eterna que Cristo ha adquirido para el cristiano.

9.3.4 - La santidad es necesaria a la morada de Dios

Pero hay otro punto que hay que señalar. Este capítulo 15 del Éxodo, que expresa el deseo del pueblo de preparar una morada para Dios, es también el primer capítulo de la Biblia en el que se presenta la santidad de Dios. ¿Cómo podemos entender que Dios haya esperado tanto tiempo antes de dar una revelación de sí mismo, en su carácter santo y en sus formas con los hombres aquí en la tierra? Sin duda, encontramos una alusión a la santidad cuando Dios separó y santificó el séptimo día (Gén. 2:3), el único pasaje que podría parecer una excepción. Así, antes de que existiera la cuestión del pecado, Dios consideró oportuno dar una muestra de «ese reposo sabático para el pueblo de Dios» (Hebr. 4:9), instituyendo el sábado. Pero cuando se trata de los tratos de Dios con el hombre, no se dice ni una palabra sobre la santidad divina de la que, antes de la redención, el hombre no podía tener una noción real y no podría haber soportado.

Un poco más abajo, en el versículo 11, leemos: «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» Esta alabanza, como veremos, está relacionada con la morada de Dios según el Nuevo Testamento. Aquí se presentan por primera vez los dos hechos juntos como consecuencia del cumplimiento de la redención típica. Porque solo cuando se realiza la redención el hombre puede soportar la plena revelación de la santidad de Dios. Pero en el momento en que el Señor logra la liberación, el tipo de redención, los israelitas pueden hablar sin ansiedad y, en su medida, regocijarse y alabar su nombre. Sigue siendo solo una liberación terrenal, pero cantan a la santidad de Dios.

9.4 - Redención, santidad y morada de Dios en el Nuevo Testamento

9.4.1 - Efesios 2

Ahora, si acudimos al Nuevo Testamento, vemos la realidad que responde a estas figuras (Efe. 2). La redención completa ha tenido lugar. El Hijo del hombre dio su vida en rescate por muchos. El efecto es llevar a las almas más distantes a Dios en perfecta paz, de la que Cristo mismo es la expresión. «Él es nuestra paz» (v. 14), una bendición a la que nada se puede comparar y a la que nada se acerca. Pero es entonces cuando empezamos a oír hablar de la morada de Dios.

9.4.2 - 1 Corintios 3 – La presencia del Espíritu Santo hace que hay un templo de Dios

Y esta verdad no se limita a una epístola. Tomemos, por ejemplo, 1 Corintios 3: «Somos colaboradores de Dios, –proclama el apóstol– sois labranza de Dios, edificio de Dios». El apóstol habla de su propia responsabilidad: «Según la gracia de Dios que me fue dada, como arquitecto sabio puse los cimientos», declara. Este fundamento se construye sobre la base de los apóstoles y

profetas. Por ello, Pablo les apela: «¿No sabéis –dice– que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» Y este es el punto de partida de una ferviente llamada a la santidad: «Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros». Este versículo no es una mera revelación de cómo será la Iglesia en el futuro, sino que habla de acontecimientos actuales. Es de suma importancia que los cristianos sepan y comprendan que el cristianismo no consiste solo en doctrinas, sino en hechos, que son el fundamento de la doctrina. Estos hechos se refieren a una persona, un hombre vivo real, que nació en este mundo; que vivió, murió y resucitó aquí en la tierra, aunque ahora ha ido al cielo. Y esta persona, Cristo, no solo es el intermediario a través del cual llegamos a conocer la verdad, sino que él mismo es la sustancia de la verdad que da a conocer. Si quitamos a Cristo del cristianismo, ¿qué queda? Y ahora que él se ha ido, Dios hace realidad el cristianismo por medio de otra persona, a saber, el Espíritu Santo que ha bajado a la tierra, quien, en lugar de sustituir a Cristo, es ahora el poder de darlo a conocer a nosotros. No puedo conocer realmente al que se ha ido, sino a través del que ha venido. Es su presencia la que constituye el templo de Dios. El Espíritu Santo habita en los santos en la tierra, como se declara: «Sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22).

¿Medimos, queridos hermanos y hermanas, la inmensa importancia de tal hecho? ¿Es este el pensamiento que llena nuestros corazones cuando nos reunimos, ya sea para adorar o para edificarnos unos a otros? ¿La fe en la presencia del Espíritu Santo nos reconforta? ¿Confiamos en que el Señor está realmente en medio de nosotros? ¿O solo nos preocupan los que componen esta Asamblea o los que abren la boca para el culto, o para la edificación de los santos? ¿Qué se puede pensar de un invitado de un rey que solo se interesa por las minucias de la organización palaciega? Es obvio que el propósito mismo de la visita se perdería para él. Más aún si consideramos que hay una persona viva y divina presente en la Asamblea aquí en la tierra, y cuya sola presencia hace que la Asamblea sea de Dios. La fe de los reunidos no es suficiente para darles colectivamente el carácter de Asamblea de Dios, como tampoco su fe daba a los santos del Antiguo Testamento el derecho a formar parte de la Iglesia. La nueva vida tampoco da este derecho. Todos los santos desde el principio nacieron de nuevo, y sin embargo la Asamblea de Dios no existió hasta Pentecostés. El único hecho que puede dar a una reunión de creyentes el título de Asamblea de Dios es la presencia de Dios mismo; y él está allí por el Espíritu Santo.

9.4.3 - Presencia de falsos cristianos

Diré más: esto es tan vital que el hecho de que unos pocos no nacidos de Dios se hayan colado entre los santos no destruye su conjunto. Tal situación es angustiosa y humillante; pero no debo alarmarme ni angustiarme demasiado por ello. Debemos afligirnos por haber tenido tan poco discernimiento como para permitir que almas no nacidas de Dios entren en la Asamblea de Dios. Pero no nos sorprenda que Satanás haga todo lo posible por profanarla y destruirla. Es lo más cercano al corazón de Dios en la tierra, la mayor gloria presente de Cristo. Es a ella a quien Dios ha confiado su verdad, de ella espera una respuesta a su gloria moral y su carácter aquí en la tierra. Él ha enviado su Espíritu para que habite en la Iglesia, convirtiéndose esta en su propia morada por el Espíritu. Esta presencia del Espíritu Santo es la razón misma (y la única razón) de nuestras ricas y múltiples bendiciones.

Por lo tanto, es posible, por triste que sea, que algunas personas, después de haber sido introducidas sin poseer vida en sus almas, abandonen después la Iglesia. Se ve entonces que estos falsos cristianos son capaces de convertirse en los más ardientes adversarios, no solo de la Asamblea, sino de Cristo mismo, odiando su nombre y negando su gloria. El capítulo 6 de Hebreos habla de esas personas. Habían tenido una participación en poderes asombrosos, hasta el punto de llegar a ser partícipes del Espíritu Santo, cosa que a algunos les cuesta entender, pero que concuerda perfectamente con la verdad, y nos da la clave de los hechos que, por desgracia, pueden ocurrir en cualquier momento. Desde el principio hubo hombres que se colaron entre los santos. Y estos hombres, cuando después se desvían, son tanto peores –dos veces muertos, como los llama el apóstol Judas– cuanto que, habiendo asumido el lugar de testigos del Señor Jesús, se han apartado de Él, han abandonado la verdad, la han tratado con el mayor desprecio, y se han convertido en fanáticos infinitamente más violentos contra la verdad de Dios de lo que antes fueron celosos para defenderla. Tales hombres pueden haber poseído un gran número de privilegios externos, pues los hay, y no de poco valor, pero han tenido una participación en ellos completamente aparte de la vida eterna. Ninguno de esos profesos ha sido vivificado por Dios.

La vida eterna no es de ninguna manera un privilegio externo, y nunca se menciona en la Palabra a un hombre que, habiendo sido una vez hecho partícipe de la vida eterna, luego perdiera esa vida. Los que han recibido la vida divina no pueden perderla. Por otra parte, es muy posible que un hombre, tocado solo en sus sentimientos y persuadido en su entendimiento, reniegue del Cristo que profesaba, y deje de caminar con él. Tal fue el caso de algunos discípulos que se escandalizaron por la enseñanza del Salvador, que era tan implacable con la carne y el mundo. El cristiano de pura profesión, muerto por naturaleza, estaba ahora doblemente muerto, como dice Judas, habiendo renunciado a lo que parecía tener, y habiendo vuelto a las ordenanzas terrenales, o incluso al pecado flagrante con más placer que antes, y un odio creciente contra lo que así abandonaba abiertamente. Tales son las personas descritas en Hebreos 6 y 10, y tales deserciones, predichas por la Escritura, se presentan de vez en cuando ante los ojos de los cristianos afligidos.

Así, la carne puede llegar muy lejos al profesar la verdad y poseer todos los privilegios y poderes externos que se le permite disfrutar, y esto más aún bajo la economía cristiana que en los tiempos antiguos. Sabemos, por ejemplo, que, en el Antiguo Testamento, Saúl se mezcló entre los profetas; otros fueron dotados de grandes poderes por el Espíritu Santo, que entonces, como ahora, era el único agente de la energía divina que podía obrar a través de quien quisiera para la gloria de Dios. Ahora bien, la gracia divina, cuando el hombre se atreve a aprovecharla, da ocasión a un abuso aún mayor. Es muy posible que los inconversos se engañen a sí mismos y a la Iglesia de Dios, y que se metan en esta última, profesando el nombre de Jesús con mayor facilidad porque tienen menos conciencia.

Ahora Dios sella con el Espíritu Santo a los que tienen verdadera fe y vida eterna. Pero el hecho de que el Espíritu sea dado como un sello no debe hacernos olvidar los poderes externos que él confiere. Hebreos 6 no habla más de su sello que de la vivificación de las almas, ni de la prueba que el cristiano tiene en él de la herencia de gloria venidera. Las palabras utilizadas en este pasaje están perfectamente equilibradas y no dejan lugar a equívocos. Estos son falsos cristianos que pueden haber participado del poder del Espíritu Santo, pero no es de extrañar que después abandonen el nombre del Señor, en virtud del cual se les confirieron tales poderes.

Esto también explica el estado actual de la cristiandad –la extensión de la morada de Dios a los incrédulos y a los profanos, que exteriormente llevan el nombre del Señor Jesús, y se aventuran indebidamente donde se realiza la presencia de Dios por el Espíritu Santo. Por negligencia, se han dispuesto ligeramente de los privilegios externos, como el bautismo en el nombre del Señor Jesús, y se ha permitido que multitudes de profesos incrédulos invadan la Iglesia mediante la apropiación irregular de estas ventajas. Así, la casa de Dios, aunque el Espíritu mora en ella, ha sido corrompida progresivamente en todos los sentidos; y, a medida que una ambición profana busca un aumento de influencia fuera de las intenciones de Dios, el hombre, como siempre, pierde de vista su solemne responsabilidad, y convierte la gracia de Dios en disolución.

9.5 - La casa de Dios y la responsabilidad del hombre

En este punto hay que hacer una observación importante. Tenemos en la Escritura no solo la casa de Dios según el pensamiento divino, descrita al final de Efesios 2, sino también su conexión con el trabajo y la responsabilidad del hombre en 1 Corintios 3. Finalmente, 2 Timoteo 2 nos proporciona un esbozo, tanto moral como profético, de lo que ya estaba en marcha en los días del apóstol. Este exhorta a Timoteo a mostrarse aprobado por Dios y a evitar las palabras vanas. Habla de personas que se habían desviado de la verdad, pero al mismo tiempo consuela a su fiel compañero de servicio, abrumado por las dificultades y los peligros del momento, con estas consoladoras palabras: «Pero el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor. Pero en una casa grande no hay solo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para honor, y otros para deshonor. Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena» (2 Tim. 2:19-21). Tenemos aquí, por supuesto, una descripción muy precisa de un estado de cosas en rápido progreso. Esta condición de «casa grande» se realiza plenamente en nuestros días, cuando el cristianismo ha alcanzado su pleno crecimiento. Se presenta como un vasto edificio, en el que hay vasos a honor y vasos a deshonor.

9.6 - El cristiano frente al mal en la Iglesia

9.6.1 - Purificarse

¿Qué debe hacer entonces el cristiano que quiere ser fiel? ¿Abandonar la casa grande? Desde luego que no. Dejarla sería dejar de ser cristiano. Lo que tenemos que hacer es separarnos de todo lo que es contrario a la voluntad del Señor, sin abandonar nunca la profesión de su nombre. Esta profesión de Cristo es en sí misma la única posición revelada que es buena y completa en la tierra. Los redimidos se lo deben a él y es una bendición para ellos además como su salvación. Porque ¿quién puede ser salvo, sino el que invoca el nombre del Señor? De modo que, para el creyente en la tierra, desde que ha llegado al conocimiento del Señor, confesar su nombre es obviamente un gozo además de un deber. Nunca se le permite salir de la casa caracterizada por la profesión del nombre del Salvador. Pero, en esta casa grande hay vasos a honor y vasos a deshonor. ¿Qué debe hacer el hijo de Dios? Se le ordena que se purifique de los vasos a deshonor. Este es el sentido del texto, esta es la intención manifiesta del Espíritu Santo. «Si, pues, alguien se purifica de estos…», está escrito en referencia a los vasos a deshonor. En la práctica, significa dejar de tener comunión con lo que uno sabe que está condenado por la Palabra de Dios, abandonar todo lo que la Escritura muestra como opuesto a su voluntad.

9.6.2 - La Cena, el ministerio, el culto

Si un hombre se encuentra relacionado y sometido a un ministerio que está establecido de manera contraria a la Palabra, o que falsifica una institución del Señor (por ejemplo, la Cena), ¡que lo abandone de inmediato! El Señor no quiere que su siervo sancione lo que es contrario a la verdad y a la santidad. ¿Cómo puedo, con mi presencia, asociarme a la profanación de la Cena del Señor, que ha sido transformada en sacramento, convertida en un medio de gracia para cualquiera? Quien tiene algún conocimiento de la Palabra de Dios sabe perfectamente que la voluntad del Señor es desconocida en estos graves asuntos. ¿Debo entonces abandonar la Cena del Señor, o prescindir del ministerio de la Palabra? Desde luego que no. Lo que debo abandonar, es el abuso que han hecho los hombres. Debo terminar con lo que, no siendo según las Escrituras, es manifiestamente para la deshonra de Dios. Por lo tanto, no renuncio al ministerio cristiano, ni a la Cena del Señor; pero juzgo, según la Palabra de Dios, en la medida en que estoy capacitado por su gracia, cuál es su voluntad al respecto. El mismo principio se aplica a todos los demás asuntos. Tomemos el culto, por ejemplo; debo buscar en las Escrituras para juzgar lo que es el culto cristiano hoy en día según la Palabra de Dios. ¿No estoy obligado de obrar así, de seguir la voluntad de Dios?

9.6.3 - No hay arreglos simples preferidos

Así que no me basta, ni debe satisfacer a ningún cristiano, que los que componen la congregación a la que pertenezco sean todos hijos de Dios. Menos aún se trata de organizar a los cristianos en varias clases de doctrinas según sus preferencias. ¡Qué presunción! ¿Quién os dio la tarea de regular el orden de la casa de Dios? ¿Quién os ha dado el derecho de establecer estos aquí y estos allá? El carácter y el testimonio de la Iglesia de Dios son destruidos por cualquier arreglo de este tipo. Suponiendo que todos los que están en comunión profesaran exactamente mis puntos de vista o los suyos en todos los puntos, lo consideraría una gran calamidad para la Iglesia de Dios. Sería una estimación muy falsa del estado de los santos verlos así unidos con idénticos puntos de vista; todos absolutamente llenos de los mismos pensamientos; satisfechos los unos de los otros, y despreciando a los de fuera que no tienen los mismos sentimientos. Incluso suponiendo que todos los puntos de vista profesados fueran correctos, y que las cosas hechas fueran según el pensamiento de Dios, en mi opinión, tal imagen no está de acuerdo con las Escrituras, ni con el amor de Cristo.

9.6.4 - Actuar en la Iglesia según la Palabra de Dios

Digámoslo claramente: la Iglesia de Dios no es una ciudadela solo para los fuertes, los sabios y los inteligentes. No es una hermosa residencia para aquellos que han alcanzado un cierto grado de santidad, y mucho menos de conocimiento. El Señor quiere que yo considere siempre a todos los santos (excepto a los que están en pecado o en falsa doctrina). La Asamblea constituye el Cuerpo de Cristo, en el que los distintos miembros ocupan cada uno su lugar: el ojo, la mano, el pie. El débil tiene su función al igual que el fuerte, como a Dios le place distribuir y ordenar. Como enseña el apóstol de amplio corazón, los miembros menos honorables, lejos de ser dejados de lado, son tratados con más honor porque corren el riesgo de ser despreciados. ¿Somos más sabios que la Escritura? Los fuertes están llamados a soportar las dolencias de los débiles en lugar de complacerse a sí mismos. Los racionalistas religiosos solo tienen en cuenta a los fuertes, es decir, a los que tienen el mismo pensamiento, o que han alcanzado un cierto grado de conocimiento. Pero, ¿es esto Cristo? La Iglesia de Dios debería estar ante nuestros corazones como está en su Palabra. Querer establecer cualquier otra cosa que no sea lo que él nos ha dado es una prueba de insubordinación y causará confusión dondequiera que se intente aplicar estas teorías.

9.6.5 - Consideración por los débiles e ignorantes; ninguna indiferencia ante el pecado reconocido

Convenzámonos de que es voluntad de Dios para nosotros, sobre todo en el actual estado de ruina de la Iglesia, que quien está más asentado en la sabiduría divina vele amorosamente por los ignorantes y débiles; que procure caminar hacia todos los santos según el amor de Cristo por la Iglesia. Ciertamente, Cristo aprecia, no solo a los miembros más dignos y honorables de su Cuerpo, sino a la Iglesia en su conjunto. Y si puede haber diferencias, son precisamente los que más necesitan de su amor a los que más aprecia. ¿No deberíamos tener comunión con él y ser como él en esto? Del mismo modo, Dios considera a toda su Iglesia como siendo su morada en el Espíritu. Reconoce a todos los que invocan el nombre del Señor. Aquí, por supuesto, en Efesios 2, solo los que verdaderamente llevan su nombre tienen parte en él, pero ¿se aplica lo mismo a los que lo hacen indebidamente? Ciertamente, no en lo más mínimo, excepto en el juicio. En el estado actual de la cristiandad, hay muchos vasos a deshonor. ¿Debo unirme a ellos? El Espíritu Santo no me lo permite, sino que me invita a purificarme de ellos. La comunión con vasos a deshonor es un mal. Estoy llamado a separarme de ellos si se niegan a separarse de lo que no lleva el nombre del Señor. De lo contrario, hago parte del misterio de iniquidad, ya que, si un cristiano sigue teniendo comunión con un mal reconocido, es un reconocimiento implícito de que hay acuerdo de Cristo con Belial, y esto es así, ya sea en el apoyo a una falsa doctrina o de un pecado moral, o en la indiferencia que ignora la presencia del Espíritu Santo neutralizada por las intervenciones humanas.

Pero cualesquiera que sean las formas particulares del mal tolerado, cuando no es posible juzgarlo, el deber claro y positivo consiste en purificarse de él. Hacerlo no es presunción, es simple obediencia a Dios. A todo hombre que invoque el nombre del Señor se le exige formalmente que se aleje de la iniquidad; debe purificarse de los vasos a deshonor, sean quienes sean y estén donde estén. Si las personas que llevan el nombre del Señor se dedican al pecado, son vasos a deshonor, y el cristiano está obligado a mantenerse alejado de ellos y a conservarse puro. Esta es la línea invariable de conducta prescrita en un estado corrupto de la cristiandad, tan seguramente como otros pasajes tratan de casos individuales en los que la Asamblea debe actuar en disciplina. Nunca el deseo de paz o de unidad autoriza la menor infracción al carácter de Cristo, que no debe ser comprometido en ningún aspecto. El primer deber cristiano es rendir al nombre de Cristo lo que le debemos. Nunca debemos aceptar ni cerrar los ojos ante el mal.

Insistamos en que no se trata solo de males groseros o de agravios flagrantes. La Iglesia, siendo la morada de Dios, debe ser intolerante con todo lo que no es propio de su presencia, aunque también necesitamos paciencia; y ¿quién es tan paciente como Dios? Pero él desea ser santificado en todos los que se le acercan, y en medio de quienes habita. Todo lo que es contrario a su Palabra debe ser juzgado. Suponiendo que solo haya, como dicen los hombres, un poco de maldad, ¿debo atar el nombre y la presencia del Señor, para no hablar de mí mismo, incluso con un “pequeño” mal? ¡Lejos de nosotros pensar así! No es que estemos llamados a separarnos por cada falta, pero nunca debemos participar en lo que es contrario a la Palabra y, por la gracia de Dios, mantenernos siempre puros de ello. Al mismo tiempo, la forma en que debe hacerse debe estar determinada por la Palabra de Dios. Por ejemplo, puede ser necesario reprender a un hermano sin sacarlo de la asamblea, lo que, por lo contrario, debe hacerse «al malvado» (1 Cor. 5:13). En ningún caso, un cristiano está obligado a caminar con lo que sabe que es ofensivo para Dios. Además, tenemos que juzgarnos a nosotros mismos, no sea que nos apresuremos a imputar el mal. Dios quiere que sus hijos sean lentos para sospechar, para hablar, para actuar en tales circunstancias. ¡Ay! ¡Qué rápidos somos para imputar a otros el mal que nuestra conciencia nos reprocha a nosotros mismos!

9.7 - La presencia de Dios en la Iglesia

9.7.1 - Esta presencia como estímulo y fuente de responsabilidad

Por otra parte, nuestro estímulo y consuelo, así como la fuente de nuestra responsabilidad, es que Dios habita en la Asamblea. Podemos y debemos confiar en este hecho bendito, con la seguridad de que él nos ayudará, nos escuchará, se mostrará por nosotros. Sí, sea cual sea la dificultad, la pena, la vergüenza, tengamos esta confianza: Dios habita en la Asamblea que es su templo. Puede que tenga una humilde apariencia, puede estar representada en tal o cual lugar por solo dos o tres individuos. Puede haber momentos en los que un hijo de Dios se vea obligado a permanecer solo en un lugar apartado; puede incluso no haber un sentimiento suficiente de la verdad para producir este resultado; en cualquier caso, no hay ninguna circunstancia posible en la que un miembro de Cristo esté obligado a tener comunión con lo que es contrario a la voluntad de Dios. Puede que tenga que hacer amonestaciones sabias y firmes, esperar con paciencia, pero tolerar el mal conocido, ¡nunca! No es el mal en sí, ni su importancia, lo que destruye la calidad del templo de Dios, sino la aceptación de un mal conocido, el soportarlo conscientemente, incluso por mera indiferencia. Cuando lo que lleva el nombre de casa de Dios es culpable de asociar ese nombre con un mal tolerado, Dios se debe a sí mismo repudiar toda relación con ella. La cuestión entonces es simple, aunque dolorosa: ¿debe ser abandonado lo que ha dejado de ser un testimonio del Dios de verdad? ¿Qué derecho podría tener todavía esa agrupación sobre la fe del creyente para retenerlo? Al mismo tiempo, su retirada constituirá un poderoso llamamiento a la conciencia de los que se quedan.

De hecho, el carácter de la Iglesia según la Palabra está determinado por la presencia de Dios y no por la profesión, los prejuicios, la tradición o la voluntad humana. ¿No es entonces un asunto extremadamente grave reconocer o desconocer una reunión como asamblea de Dios? El que lo hace falsamente o a la ligera se burla del nombre de Dios y lo desprecia. Así que no se trata de meras diferencias de opinión basadas en los sentimientos humanos, sino de saber si Dios está o no ahí. Su Palabra es la piedra de toque y su Espíritu el poder. Y siempre que encuentra una fe sencilla, Dios se manifiesta, escucha el clamor y acude al rescate. Nada puede ser más sencillo y al mismo tiempo más seguro: el Espíritu hará evidente el camino de un creyente ejercitado y que espera al Señor.

9.7.2 - No hay infalibilidad

No es, observemos, por su infalibilidad que se reconoce a la Iglesia. Ella puede, por desgracia, cometer muchos errores. Las medidas adoptadas en materia de disciplina son a veces demasiado rápidas, demasiado lentas, a veces incluso arbitrarias o erróneas. De hecho, es de la Asamblea como del cristiano individualmente. Y lo comprendemos. Si los santos colectivamente son el templo de Dios, cada uno lo es también individualmente. Pero, ¿quién se atrevería a sostener que un cristiano está libre de mal o de error porque el Espíritu Santo mora en él? El principio es el mismo para la Asamblea de Dios, ella también es siempre falible. Ella puede ser guardada en la práctica, dado los hombres de Dios que se encuentran en ella. Un individuo puede equivocarse fácilmente, pero es difícil suponer que en medio de una asamblea fiel no haya uno que mire al Señor de tal manera a comprender su pensamiento. Lamentablemente, esto puede suceder; especialmente cuando la influencia dominante de uno o más hermanos debilita el sentimiento que debe tener la asamblea de su dependencia de Dios. Es obvio que un falso principio, una falsa posición o incluso una simple precipitación pueden exponer a una asamblea de Dios a una acción equivocada. Por lo tanto, es vital, sean quienes sean los siervos de Dios, recordar que la única salvaguarda es esta: Dios está ahí. Él puede considerar conveniente corregir al más sabio de sus siervos en la tierra por un débil niño en la fe.

9.7.3 - La autoridad es de Dios

Repitámoslo con fuerza: la Iglesia no es la asamblea de un solo hombre, ni siquiera de un Pablo; es la Asamblea de Dios. Esto significa, por ejemplo, que, en un caso de disciplina, sería la destrucción de esta asamblea si las medidas tomadas para ello fueran tomadas por uno o más hermanos que actuaran independientemente del resto de la asamblea. Ciertamente, la Iglesia debe saber apreciar los dones y funciones que el Señor le ha dado para guiarla. La Iglesia abandonaría sus propias gracias si despreciara la ayuda de uno u otro. Indudablemente, algunos hermanos tienen sabiduría, discernimiento, experiencia de las almas, y son más capaces que otros de juzgar con justicia en estos asuntos prácticos. Pero la autoridad pertenece a Dios, y él mismo pretende ejercerla en su propia asamblea hasta el último momento. Por lo tanto, cuando en una asamblea no hay lugar para la revisión de lo que los individuos pueden haber juzgado, cuando el Espíritu ya no está en libertad de recusar por el miembro presente del Cuerpo de Cristo más débil, el juicio del más sabio de los conductores, tal asamblea no tiene más el carácter de una asamblea de Dios que cualquier otra sociedad de creyentes bajo el sol.

9.7.4 - La Iglesia es de Dios

Así, la Asamblea no es simplemente el resultado de una doctrina pura, de grandes dones o de una preciosa comunión fraternal. Todas estas cosas tienen su lugar, pero la verdad fundamental que hay que captar y mantener siempre es que la Iglesia, incluso hoy, es la propia Iglesia de Dios. Y Dios, porque habita en ella, ejercerá su acción soberana, difundirá nueva luz, corregirá por quien le plazca a los hermanos más experimentados y sobre los que nos apoyamos demasiado. Esta posibilidad debe existir siempre, pues Dios no permitirá que nos gloriemos en la carne, y menos aún por medio de los dones que él ha dado. Agradezcamos todos los frutos de su bondad, bendigámosle por todo lo que nos ha dado, pero recordemos que la Iglesia es de Dios, que él ama ser reconocido en ella, y que hará sentir su presencia en la asamblea que tiene fe en él.

La fe ama conocer y ver a Cristo en medio de los suyos; y eso en los momentos más oscuros, cuando incluso solo dos o tres están reunidos a su nombre. Y si lo miramos así, el Espíritu no dejará de guiarnos. Pero el exceso de confianza en un conductor, su presunción, la prisa de la incredulidad, la flojera, la justicia propia o cualquier otro triste fruto de la carne pueden prácticamente separar a la asamblea del pensamiento de Cristo en un caso particular. Así, la asamblea, al igual que el individuo, debe estar siempre accesible a la corrección del Espíritu a través de las Escrituras. Y si hay fracaso de su parte, le conviene la humillación ante el Señor a quien ha deshonrado.

Que el Señor nos impregne de esta verdad de que somos la morada de Dios, por medio del Espíritu. Que nos dé las consecuencias prácticas de esto: tanto la bendición como la responsabilidad que conlleva para nosotros.