Índice general
1 - El nuevo nacimiento y la vida eterna – Juan 3:5
La doctrina del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo
1.1 - El nuevo nacimiento
1.1.1 - El nuevo nacimiento, una necesidad de por vida
El tema que me propongo tratar, según la Palabra de Dios, considerará esencialmente las operaciones del Espíritu Santo posteriores a la muerte y resurrección del Señor Jesús, y peculiares del período cristiano. Pero me complace comenzar presentando una verdad general, que se extiende a los caminos de Dios en la misericordia hacia sus santos en todas las épocas. A diferencia de las revelaciones divinas peculiares a circunstancias particulares y a una época especial de los caminos de Dios hacia el hombre, lo que vamos a tratar en primer lugar concierne a todos los creyentes, existió desde el momento en que el pecado entró en el mundo, nunca ha sido superado, ni podrá serlo, hasta que desaparezca para siempre la última huella del mal. Es la respuesta a la necesidad básica de toda alma, ya que se aleja de la condición de hombre caído, que es morir una vez y luego ser juzgado. El deseo de Dios era darse a conocer. Al principio lo hizo solo de manera parcial, sin duda, en diversas medidas, así como de muchas maneras, como declara el redactor en Hebreos 1; pero cualquiera que sea la medida o el modo de sus revelaciones, Dios ha actuado siempre con soberana misericordia hacia las almas, y ha dado de su propia naturaleza a los que creen en la tierra. Este es el significado de la expresión: nacer de nuevo. Hoy, más que nunca, es necesario no solo afirmar lo que es particular de la economía cristiana, sino centrarse en lo que es universal. No perdamos de vista lo que nunca cambia, sin dejar de lado todo lo que a Dios le plazca, según su propia sabiduría, introducir para simplificar, aclarar, arrojar luz o dar profundidad a estos temas. Dios se manifestó de forma progresiva hasta que apareció Cristo y se cumplió su obra. El desarrollo de la Palabra de Dios desde el principio proporciona una visión cada vez más amplia de los caminos de Dios, hasta que Dios mismo, y no solo sus caminos, se manifestó plenamente.
1.1.2 - Dios no se limita a revelarse, sino que actúa en el hombre
A lo largo de estas diversas economías, encontramos el disfrute de esa incomparable bendición: la revelación divina. Y la razón de esto es manifiesta: por un lado, está un Dios bondadoso, por el otro el hombre perdido. «Mi Padre trabaja hasta ahora» (Juan 5:17), dice el Hijo, que también trabajaba en gracia. La conciencia puede sugerir la idea de un Dios y su juicio; pero la mente del hombre nunca puede elevarse más allá del hecho, o más bien de la conclusión, de que necesariamente hay un Dios. Dios mismo nunca es conocido de esta manera. La mente humana, como tal, es incapaz de descubrir a Dios; y, de hecho, ¿qué dio origen a la razón del hombre sino su propia ruina? Razona sobre Dios porque ha perdido a Dios; y todo lo que el razonamiento puede descubrir no es lo que es, sino solo, a partir de hechos e hipótesis, lo que debe ser necesariamente. Pero un Dios cuya existencia es solo una necesidad es algo terrible para una conciencia cargada de su culpa. El Dios que debe existir para un hombre así –es decir, para un pecador– solo puede ser un juez; y si Dios es el juez del pecado y del pecador, ¿cuál debe ser la porción de ese pecador? Si el justo se salva con dificultad, ¿dónde aparecerá el impío? Ahora bien, frente a todo esto, Dios no se contentó con dar una revelación, con hacer promesas, con dar incluso esbozos proféticos de lo que pensaba hacer: actuó en el hombre. Y es muy importante reconocer que no es solo el alma del creyente la que se vuelve hacia Dios por la fe, sino una obra interior que es y ha sido siempre algo más. Pensar que las almas solo miran a Dios es una forma de ver muy limitada e incluso perniciosa. Además de la mirada de la fe, además del acto de captar la Palabra de Dios por la operación del Espíritu en el alma, existe lo que se llama la vida espiritual. Y siempre ha existido, porque es la condición necesaria para tratar con Dios. En todos los tiempos, y todavía hoy, se ha dado una naturaleza nueva y positiva al creyente. En otras palabras, no es solo fe, sino una nueva vida. Sin duda, la fe es el único medio por el que se comunica esta nueva naturaleza, y la fe es también el medio por el que el alma puede estar segura de que ha nacido verdaderamente de Dios. Puede haber otras pruebas para los que nos observan; pero la fe está destinada, según la mente de Dios, a dar al que la posee la certeza de que ha nacido de Dios.
1.1.3 - Lo que se entendía sobre el nuevo nacimiento antes de Juan 3
Ahora bien, es evidente que esta verdad, incluso diría que esta necesidad de la vida nueva, aunque siempre realizada en las almas, fue muy mal comprendida antes de Cristo. De hecho, en los tiempos del Antiguo Testamento, estaba más bien implícita que explícitamente enseñada. Podemos encontrarlo presentado en forma de figura, o en forma de expresión moral; pero en ninguna parte encontramos la declaración clara de un nuevo nacimiento, excepto como un privilegio anunciado. Por eso, cuando Nicodemo se acercó al Señor Jesús, impresionado por lo que había visto, pero teniendo al mismo tiempo la sensación de una necesidad más profunda en su alma (aunque ignoraba por completo qué era lo que necesitaba), quedó totalmente desconcertado y confundido por la declaración formal del Señor de que, a menos que uno nazca de nuevo, no puede ni siquiera ver el reino de Dios. Los judíos habían descansado tranquilamente en la convicción de que el Mesías podía y haría todo por ellos. En cierto sentido, no se equivocaban. Cuando vino, incluso los samaritanos estaban convencidos de que el Mesías les daría a conocer todas las cosas; y los judíos sabían que no solo enseñaría, sino que realizaría todas las cosas. Traería la justicia eterna, sellaría la visión, ungiría el Santo de los Santos, pondría fin a los pecados y haría propiciación por la iniquidad (Dan. 9:24). No sabían cómo lo haría. Sin embargo, había una vaga convicción en la mente de cada judío, excepto la porción incrédula de la nación, de que el advenimiento del Mesías cambiaría la faz del mundo, y al mismo tiempo introduciría más particularmente para Israel la bendición prometida y esperada. Qué sorprendente, entonces, escuchar esto anunciado solemnemente por Aquel que ahora estaba presente en medio de ellos, por Aquel a quien su precursor, Juan el Bautista, había declarado como el Mesías, por Aquel que había demostrado por medio de milagros que él era en verdad, al menos, un maestro de Dios. Y, sin embargo, es él quien, al principio, revela a Nicodemo, afirmando inequívocamente, una necesidad de la que nunca había sido consciente. Y esta condición se presentaba de forma tan general que resultaba tan absoluta para un judío como para un gentil: «A menos que el hombre nazca de nuevo…». No se asumen excepciones, ni se plantean preguntas sobre la familia elegida por Abraham. Dios lo exigía tanto a los que estaban cerca como a los que estaban lejos. «No puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3).
Por eso Nicodemo le hace a nuestro Señor una pregunta que no tiene inteligencia: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Podrá acaso entrar por segunda vez en el seno de su madre, y nacer?» (v. 4). El asombro de Nicodemo demuestra la fuerza de la expresión utilizada por nuestro Señor; ni siquiera conozco otra más fuerte en la Escritura: nacer de nuevo. Pero la pregunta formulada lleva a nuestro Señor a hacer la afirmación en la que quiero detenerme un poco: «En verdad, en verdad te digo, a menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios». El que ve el reino (v. 3) entra en el reino (v. 5); pero no hay posibilidad de ver o entrar a menos que haya pasado por este nuevo nacimiento. ¿Cuál es entonces su origen y su carácter?
1.1.4 - El Señor explicando el tema
Aquí el Señor explica el tema; lo hace de forma figurada, según su costumbre en los discursos que dirige a los judíos en este Evangelio. En el capítulo anterior, utilizó la imagen del templo para designar su propio cuerpo. En el capítulo siguiente toma ocasión de las necesidades de la mujer samaritana; y «una fuente de agua» (Juan 4:14) se convierte en la imagen de esa bendición infinita en la que esperamos detenernos un poco más adelante. Podría repasar este Evangelio y demostrar que esta elección de algunas figuras conocidas, aunque tal vez resulte embarazosa al principio por el hecho mismo de ser figuras, no arroja ninguna oscuridad; pues este no es nunca el propósito de las figuras en la Escritura, como tampoco en ningún escrito honesto. Su verdadero propósito es más bien encerrar en una sola expresión una verdad que de otro modo requeriría ser desarrollada extensamente; de modo que esta expresión se convierte en la ilustración de una verdad, y por lo tanto brilla con la misma luz de Dios. Ahora bien, las mismas imágenes fueron utilizadas por los profetas del Antiguo Testamento para designar las mismas bendiciones. Por eso el Señor podía, con plena justicia apelando a la propia conciencia de Nicodemo, censurar a quien tenía la responsabilidad de ser el maestro de Israel y no sabía estas cosas.
Nuestro Señor recuerda por alusión varios pasajes del Antiguo Testamento que deberían haber hecho inteligible a Nicodemo el sentido de sus palabras. Por ejemplo, Isaías 44. ¿No prometió Dios derramar agua sobre los sedientos (v. 3)? ¿No prometió derramar su Espíritu sobre los descendientes de Jacob? ¿No declaró aún más claramente en Ezequiel 36, versículos 24-26, que cuando hubiera reunido a Israel en su tierra, les quitaría el corazón de piedra y pondría en ellos un corazón de carne, que derramaría sobre ellos agua limpia y pondría en ellos su Espíritu, precisamente los dos elementos de la declaración del Señor? Así, en nuestro pasaje, el Salvador habla claramente, teniendo siempre a la vista estas figuras del Antiguo Testamento. No era, por tanto, un nuevo privilegio lo que anunciaba, sino un recordatorio de una necesidad universal. El Señor, con la dignidad y la gloria que le son propias, no hace más que dar pleno alcance a una verdad que se encuentra en toda la Escritura, al revestirse de la autoridad misma del Hijo de Dios ocupando el lugar de maestro en la tierra. «¡Jamás hombre alguno habló como este hombre habla!» (Juan 7:46). Aunque solo utiliza una imagen existente y supuestamente conocida, Jesús da a la verdad una profundidad característica por la forma en que la presenta a Nicodemo. No se trata del bautismo infantil, ni de recibir un nuevo corazón o un nuevo espíritu, sino del nacimiento del agua y del Espíritu, una verdad capital de la mayor importancia práctica.
1.1.5 - Una revelación divina
Otras verdades son quizás más aptas para atraer los afectos y fijarlos en la persona del Salvador, llevando al alma a una plenitud de libertad, paz, gozo, así como poder aquí abajo. Pero ninguno tiene el carácter fundamental de este (excepto la obra de Cristo, en la que Dios mismo fue tan glorificado como para poder bendecir justamente a un pobre pecador con su propia naturaleza). Aquí el Señor, con la perfección divina que le es propia, da a la verdad una nueva belleza, y una autoridad divina. Para que discernamos cuán gloriosa debe ser la persona que profesa la verdad de tal manera. «Amenos que nazca de agua y del Espíritu…». Se trata, en efecto, de una nueva naturaleza, algo que no tiene fundamento en el hombre y que solo tiene su fuente en Dios. Porque ¿no es Dios mismo, que tiene su propio reino del que es el centro, el único que puede, por tanto, dar una nueva naturaleza? ¿Y cuál es la naturaleza que le conviene comunicar? Solo puede ser la naturaleza divina. «Si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Así que llegamos a las condiciones.
1.2 - Nacido de agua (la Palabra de Dios)
1.2.1 - Función de la Palabra
He llamado la atención sobre la fuerza de la frase «nacer de nuevo» que encontramos en las primeras declaraciones del Señor. Pero ahora, si consideramos la forma en que se caracteriza este nacimiento, leemos: «nacido de agua». El agua, en la Escritura, suele utilizarse como figura de la Palabra de Dios aplicada por el Espíritu. También puede representar al propio Espíritu en su propio poder. Pero aquí tenemos un agua distinta del Espíritu porque Dios quiere llamar la atención sobre la Palabra aplicada al hombre para actuar moralmente sobre él. A primera vista puede no saber que es el Espíritu de Dios quien le ha dado el sentido de su contaminación; pero lo que siempre sabe muy bien es que la Palabra lo juzga, que lo declara culpable y totalmente incapaz de estar en la presencia de Dios. Así, el agua expresa la acción moral del Verbo sobre el alma, no solo para limpiarla, sino para convencerla de su impureza. Es, en primer lugar, la comunicación de una nueva naturaleza que el hombre no poseía antes. Y así como hemos visto el lado externo de esta acción divina, encontramos el lado interno: «si no se nace de agua y del Espíritu…».
Llegados a este punto, puede ser útil recordar algunos pasajes de la Escritura que confirman incuestionablemente el sentido de esta expresión. En Tito, capítulo 3, Pablo afirma que Dios nos ha salvado «mediante el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo» (v. 5). No cito a propósito el resto del pasaje, que tiene un carácter de bendición más completo que el que el Señor expresa aquí. Hasta aquí hay una clara conexión con nuestro pasaje. El lavado de la «regeneración» corresponde a la verdad que el Señor tiene aquí delante, y que presenta con fuerza a Nicodemo. Además, cuando leemos en Santiago (1:18): «De su propia voluntad él nos engendró», vemos allí el comienzo de una vida que antes no poseíamos. No es solo que Dios nos haya iluminado de este modo; no es solo que se hayan comunicado a la mente nuevos pensamientos, puntos de vista, verdades; sino que se confiere un nuevo tipo de vida o naturaleza que el alma nunca había tenido antes. «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad». Aquí encontramos no solo el hecho de que somos engendrados por Dios, sino también el medio por el que lo ha hecho: la Palabra de verdad. Evidentemente, esto enlaza con la expresión «nacido de agua» en nuestro versículo de Juan 3. Y de nuevo, encontramos en la Primera Epístola de Pedro, capítulo 1, versículos 22-23: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, para un amor fraternal sincero, amaos de todo corazón unos a otros con fervor; no habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios».
No es necesario acumular textos sobre un punto que debe ser familiar para la mayoría de los lectores; pero pensé que sería bueno citar lo suficiente para mostrar que este tema se encuentra en todos los escritores inspirados de la última parte de la revelación de Dios. Por lo tanto, he elegido a propósito pasajes diferentes. Ya sea Pablo, Pedro o Santiago, escribiendo a los judíos o a los gentiles, es siempre la misma verdad fundamental; pero, en verdad, ha recibido su expresión más rica y completa, su forma mejor definida y al mismo tiempo más profunda, de los labios divinos de nuestro Señor Jesucristo.
1.2.2 - La fuente de la nueva vida es el Espíritu Santo (la Palabra su instrumento)
Otra verdad de gran importancia está relacionada con esto. De la misma manera que la naturaleza del hombre no puede convertirse en espiritual, o mejorarse o cambiarse para llegar a un cierto conocimiento de las cosas de Dios, ni puede cambiarse en una naturaleza divina por ningún proceso espiritual; así, por otra parte, la nueva naturaleza no puede deteriorarse, no puede degenerar en «la carne», o en la naturaleza del «hombre animal». Por una parte, como dice nuestro Señor: «lo que es nacido de la carne, carne es»; por otra, «lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). La cosa participa del carácter de su fuente. La fuente de la vida nueva es, pues, el Espíritu Santo, el gran agente viviente que la comunica a través de un instrumento: la Palabra de Dios. Si el Señor hubiera presentado solo esto último, se habría dejado la puerta abierta a la actividad del espíritu del hombre, es decir, a «la carne». Y sus pretensiones de entender la Palabra por sus propios medios solo podían llevarle al más sutil de los racionalismos. Pero no es así; «lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». La Palabra de Dios es indiscutiblemente el medio que Dios utiliza; pero, seamos claros, el hombre nace por la Palabra, no solo de la Palabra. Por otra parte, nace del Espíritu, que es la fuente real, activa y personal de la vida divina.
1.3 - El nuevo nacimiento: una necesidad
«No te maravilles –dijo el Señor a Nicodemo– de que te dije: Os es necesario nacer de arriba» (v. 7). No solo presenta esta verdad como una necesidad para todo hombre que desea entrar en el reino de Dios, sino que ordena: «Os es necesario nacer de arriba». Esto lleva a Nicodemo a formular su nueva pregunta: «¿Cómo puede ser esto?» «¿Tú eres un maestro de Israel, y no entiendes esto?». Jesús responde: «En verdad, en verdad te digo, que hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto, y no recibís nuestro testimonio» (Juan 3:9-11). Observe el lugar que ocupa nuestro Señor Jesucristo en este capítulo. Habla como alguien que tiene una intimidad absoluta y perfecta con Dios. «Hablamos de lo que sabemos», afirma; y la expresión implica un conocimiento personal e intrínseco; no comunicado y retransmitido, a la manera de lo que un profeta, por ejemplo, podría expresar después de recibir la revelación. Jesús se expresa como conocedor de Dios y de su gloria, y con plena conciencia de ello. «Hablamos de lo que sabemos». Solo Dios, el que es Dios, tiene derecho a hablar así. Al mismo tiempo, Jesús da testimonio de lo que ha visto. No solo es el que había venido de Dios y se dirigía a Dios; también es el que, como Dios, habla de escenas de gloria que le son familiares. Estaba con Dios además de ser Dios; sabía, por haberlo visto, lo que requería la presencia de Dios; tenía pleno conocimiento no solo de lo que correspondía a Dios mismo, sino también del escenario donde Dios habita.
1.4 - Una revelación celestial
Así, según este conocimiento perfecto de Dios y esta intimidad absoluta con el cielo, Jesús declara: «Hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto». Ahora bien, el hombre no tenía gusto por una revelación celestial, ni los judíos ni el hombre en general. Su escenario era la tierra y, como judíos, su idea constante, basada en el testimonio de Dios, era que Dios se revelaba aquí abajo; que Dios bendecía aquí abajo; que Dios abolía el mal aquí abajo; que Dios liberaba a su pueblo mediante juicios aquí abajo. Pero ahora había en medio de ellos Uno que difería esencialmente de todos los que habían estado en la tierra, el propio Hijo de Dios. No es solo aquel a quien el Padre reconoce en la tierra como amado e Hijo; pues esto no implicaría necesariamente que sea Dios absolutamente y en el sentido más amplio. Ahora discernimos en la persona de Cristo, unida en él, no solo la relación que le corresponde como objeto del deleite infinito del Padre, sino la naturaleza misma de Dios. Por consiguiente, no hay, ni ha habido nunca, un solo pensamiento en la Divinidad aparte de él, si se nos permite hablar del pensamiento como perteneciente a Dios –pues, en verdad, no es una expresión muy exacta. Dios no piensa a la manera del hombre: Dios sabe. Así, Jesús, el Hijo de Dios, poseía totalmente fuera de la revelación este conocimiento absoluto de Dios, de lo que estaba en armonía con la presencia de Dios, con la naturaleza y el reino de Dios; de modo que aquí en la tierra puede comunicar este conocimiento. ¡Qué lugar es el nuestro! ¡Qué comunión tenemos, queridos hermanos y hermanas, en medio de este mar de pecado e iniquidad, en medio de la rebelión de los hombres cuyo orgullo no hace más que enfatizar sus propios pensamientos, y demuestra lo lejos que están de Dios! ¡Qué maravilla es que se nos presente así Aquel a quien el hombre rechaza negando que sea Dios!
1.5 - Dios se da a conocer en el hombre renacido
Mientras tratamos este tema –un tema del más profundo interés posible– de que solo él, que era hombre, podía dar a conocer a Dios al hombre, añadamos que no está en la naturaleza de la Divinidad darse a conocer al hombre. Y el bendito plan que Dios ideó es tan necesario para que lo conozcamos como para que nos salvemos. Nos fijamos fácilmente en los medios de nuestra liberación, es decir, en la encarnación del Señor Jesucristo aquí en la tierra, y en el fruto de su obra en la expiación; estamos, por el contrario, inclinados a estimar menos el privilegio infinito de conocer a Dios; cuando, después de todo, conocer al único Dios verdadero y a Aquel a quien ha enviado es la vida eterna. A Dios no se le llama nunca verdad en ninguna parte de la Escritura, ni se le refiere con ningún término equivalente, aunque el racionalismo y la incredulidad hayan hecho de ello su expresión favorita. Y esta es la razón: es porque el hombre, por sí mismo, pretende conocer a Dios y acercarse a él por sus propios razonamientos; pero de hecho nunca lo conoce, y no puede llegar a él. Porque a Dios solo se le conoce en Cristo. Es imposible que conozca a Dios a menos que sea partícipe de la naturaleza divina; y esta es la razón por la que acabo de insistir en la verdad del nuevo nacimiento que es la comunicación de esa naturaleza. No es simplemente la fe, aunque la fe es necesaria, pues es el único medio para ser introducido en la posesión de esa naturaleza. Tampoco se logra solo con la Palabra, sino con la aplicación de la misma por parte del Espíritu Santo.
Así, participamos de una nueva naturaleza en virtud de la cual conocemos a Dios. Ahora bien, creo que puedo afirmar que esta participación en su naturaleza no pudo tener lugar por la mera y única acción de Dios, pues un Ser solo divino no podría dar así de su propia naturaleza al hombre, a no ser que se revelara en el hombre: esto es lo que tuvo lugar en Cristo, y solo en Cristo, de modo que ningún alma habrá sido jamás hecha partícipe de la naturaleza divina, que ningún alma habrá nacido de Dios, sin que esté en conexión con Cristo. No hace falta decir que los santos del Antiguo Testamento nacieron así de Dios. Así, nuestro Señor Jesús no habla aquí solo con vistas al futuro, sino de manera absoluta y universal en virtud del carácter que asume en el Evangelio de Juan, el de Hijo de Dios. Tiene ante sus ojos tanto el futuro como el pasado; su mirada abarca todo el curso del tiempo hasta el reino de Dios. Y este es el pasaporte para entrar en ella: el hombre debe nacer de Dios, o, como se explica aquí, nacer del agua y del Espíritu.
Corresponde a Dios, según su beneplácito, su amor soberano y su propia sabiduría, introducirse, por así decirlo, en la naturaleza del hombre, revelarse en el hombre, así como al hombre. Pues ¿no permanece Él mismo en una condición propia, en la que es perfectamente imposible que el hombre se introduzca si no es de esta bendita manera? Pero ahora que él se revela en un hombre, yo que soy un hombre puedo conocerlo. Por la operación del Espíritu Santo, según su propia Palabra, puedo ser llevado a una asociación vital con este bendito Hombre que es Dios. Todas las cosas están estrechamente conectadas en la fe de los hijos de Dios; y si admiran la forma maravillosa en que Dios se complació en enviar a su Hijo, nacido de mujer, solo viendo la cosa como necesaria para la abolición del pecado, pueden aprender que también era necesaria para todo conocimiento real de Dios y la comunión con él. No puedo conocer nada de Dios, ni disfrutar de él de ninguna manera, como lo conozco y disfruto ahora en el cristianismo, a menos que él tenga a bien revelarse por medio del hombre Cristo Jesús. En otras palabras, para usar el lenguaje del día, mientras él sea simplemente el absoluto, no puedo conocerlo. Debe dignarse a convertirse en pariente mío, a descender a la condición en la que me encuentro.
1.6 - Un testimonio rechazado
Parece que esta es precisamente la necesidad que nuestro Señor tiene en mente aquí. Afirma de la manera más fuerte posible su prerrogativa divina: «Hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto». Bajó a la tierra para hablar al hombre, y tenía un testimonio que dar. Dio testimonio de la verdad de que no hay otra forma de introducir al hombre en la dicha que ahora disfrutamos; el hombre debe nacer del agua y del Espíritu. Pero, ¿cómo fue recibido este testimonio? El hombre vio las cosas que eran suyas, a su alrededor, donde había nacido y se había criado. No le importaban las cosas divinas; de hecho, era un enemigo de Dios. Lejos de Dios, no le gustaba oír hablar de las cosas de Dios, ni de la esfera en la que estas cosas, y solo estas cosas, aparecerían, es decir, el Reino. Tal es la tendencia del hombre natural: «No recibís nuestro testimonio». Ahora bien, es notable que esta observación siga inmediatamente a lo que leemos en el capítulo anterior (Juan 2:23-25), que parece una recepción muy rápida de las cosas relativas al Señor. Habla de los que creyeron, contemplando los milagros que hizo Jesús. De hecho, no hubo recepción de su testimonio por parte de ellos. Aceptaban los hechos, es decir, recibían lo que podían ver y lo que podían juzgar. Tal actitud tiene el efecto de reforzar la buena opinión que el hombre tiene de sí mismo, porque recibir cosas de la evidencia lo pone en la posición de un juez: concibe, deduce, concluye, y así solo hincha su propia importancia. Esto concuerda con el orgullo del hombre, que se erige en juez, incluso para apreciar un milagro realizado por el poder de Dios; mientras que aquí es el testimonio de Dios.
¿No es esto lo que vemos todos los días? Mientras las almas permanezcan indiferentes, no se preocupan por lo que oyen. Cuando los hombres son serios, dudan, o al menos examinan y sopesan. Tanto como la resistencia obstinada, la recepción indiferente de un testimonio, demuestra que no se está haciendo un verdadero trabajo en la conciencia. La razón es sencilla. Si la Palabra penetrara en el corazón, y el corazón se interesara profundamente por ella, enseguida habría actividad. La propia ansiedad llevaría a una persona a un examen más profundo. Al mismo tiempo habría un deseo de que esta Palabra sea verdadera. Por otro lado, cuando una persona está completamente muerta en sus faltas y pecados, el testimonio de Dios no tiene ningún efecto. Es tan fácil despreciar este testimonio como profesarlo. El efecto de la indiferencia es a veces una profesión fácil, a veces una oposición abierta a la verdad. Estas disposiciones de la mente humana, aparentemente tan diferentes, son en realidad dos manifestaciones de la misma incredulidad. Cuando un alma se da cuenta de la importancia de la verdad, necesariamente toca el corazón cuando se ha creído en ella. Si siento mi culpa y lo mucho que he merecido la condenación eterna, y si creo que la gracia de Dios en Cristo me ha liberado de ella para darme parte en el cielo con Jesús, es imposible que, creyendo todo esto, considere fríamente una verdad que me concierne tan de cerca. Por lo tanto, cuando se encuentra este tipo de fe tradicional, inerte y sin alcance, que recibe las cosas con extrema rapidez y sin ninguna acción real en la conciencia y en el corazón, es bastante evidente que no corresponde a ninguna obra vital de Dios: es simplemente una convicción humana, una cuestión de sentimientos, y por lo tanto una cosa sin valor. Nuestro Señor, que conoce lo que hay en el hombre (cap. 2 v. 25), no le oculta la resistencia o la indiferencia que encuentra. Pero al mismo tiempo deja entrever cosas más elevadas: «Si os he dicho cosas de la tierra y no creéis, ¿cómo creeréis si os digo cosas del cielo?» (3:12). Y si estas «cosas de cielo» sacan a muchos de nosotros de nuestros pensamientos ordinarios, que sopesen las palabras del Señor; porque es en ellas en las que quiero insistir, y no en las especulaciones humanas.
1.7 - Un testigo del cielo
El Señor Jesús había afirmado, de la manera más fuerte posible, la necesidad absoluta y general del nuevo nacimiento para entrar en el reino de Dios. Todos los que vayan a estar en las diversas esferas de ese reino, ya sea aquí abajo o arriba, cuando se establezca y se manifieste en sus dos partes, deben haber nacido de nuevo. Un alma que recibe el evangelio ahora es, por lo tanto, nacida de Dios. Pero en su respuesta a Nicodemo, el Señor va mucho más allá de esta verdad. Nadie ha subido al cielo –dice–, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Confirma así que es verdaderamente hombre, el Cristo rechazado, el Hijo del hombre, pero también ciertamente Dios. El cielo era el lugar al que pertenecía, o más bien que le pertenecía. Como nacido de mujer, nacido bajo la ley, él mismo fue visto y conocido en la tierra y dentro de los límites del tiempo. Y a pesar de toda su gracia, todo su poder y toda su gloria, el hombre no lo quiso. Pero el que ahora se manifestaba en la carne aquí en la tierra era realmente «el Hijo único, que está en el seno del Padre» (1:18), y reclamaba, aun siendo rechazado, el título de «Hijo del hombre que está en el cielo» (3:13). No se trata simplemente de que haya estado en el cielo, sino que está allí; no importa cuándo ni cómo, sigue siendo el Hijo del hombre que está en el cielo. Su humillación solo proporcionó la ocasión de una nueva gloria para Dios y para el hombre, al mismo tiempo que fue el punto de partida de un nuevo y más pleno conocimiento de Dios por parte del hombre.
Aquí estaba Aquel que, siendo él mismo el Infinito, entró en lo que era limitado, para que los hombres como tales pudieran entrar ellos mismos en el conocimiento de Dios y ver al Padre en él. Deben tratar con la Palabra; deben escuchar a Aquel que es a la vez Dios y hombre. Esto era la gracia, pero al mismo tiempo era la verdad: la única forma en que podía revelarse. La verdad había tenido hasta entonces solo una manifestación parcial; pero, maravillosamente, su plena manifestación se encuentra ahora en el hombre, en aquel que es Dios, pero que, sin embargo, es Hombre. Esta venida en carne del Hijo de Dios apareciendo en una esfera limitada ¿ocultaría la verdad? Por el contrario, la verdad solo pudo revelarse plenamente cuando el Verbo se hizo carne. Es precisamente en la combinación de elementos aparentemente incompatibles, unidos en la persona de Jesús, donde se encuentra la verdad. «Porque la ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (1:17). Este Hombre bendito, modelo de toda mansedumbre, borra en una palabra toda la gloria del hombre: «Nadie –dice– ha subido al cielo, sino aquel que descendió del cielo» (3:13). Pero no solo bajó del cielo. Otros podrían ser raptados allí, como sabemos, por un acto de poder; pero él podía tomar su lugar allí como la propia porción que era suya, y entrar en ella de la manera más sencilla posible cuando llegara el momento. Más aún, como hemos visto, él está en el cielo, no solo el que puede subir al cielo, sino «el Hijo del hombre que está en el cielo». Esta gloria le pertenece a él como persona divina y solo a él.
1.8 - La obra de la cruz para traer la vida eterna
El Hijo de Dios, habiéndose presentado así, mostrará que debe realizarse una obra que permita a Dios conferir al hombre pecador la bendición de su propia naturaleza. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que cree en él» –¿qué? ¿nazca de nuevo? No– «tenga vida eterna» (3:14-15). Evidentemente, hay una diferencia importante y significativa. El Señor ya ha proclamado la necesidad de que todos nazcan de nuevo. Pero cuando llega a expresar la aplicación al creyente de esta verdad basada en la redención, en su propia muerte como Hijo del hombre levantado en la cruz, no quiere describir la cosa simplemente como un nuevo nacimiento, sino que utiliza una expresión diferente. Sin duda, él, el Hijo, es el que vivifica a todos los santos, y por lo tanto no dudo que los santos del Antiguo Testamento no fueron tan verdaderamente vivificados como nosotros. Nunca hubo más que un Salvador, y por lo tanto el nuevo nacimiento, que todos necesitan para el reino de Dios, no puede ser otro que la comunicación por el Espíritu de la vida que está en el Hijo de Dios.
1.9 - La vida eterna, un privilegio específico de los creyentes del Nuevo Testamento
Sin embargo, no es sin razón que el Salvador se niega, cuando se complace en describir nuestro lugar, a confundirlo simplemente con el que pertenecía a los santos de todos los tiempos. Para hablar de esta verdad universal y común, en su aplicación a los creyentes del Nuevo Testamento, utiliza una expresión particular. El Espíritu de Dios subraya así el honor que atribuye a Cristo y a la redención, cuando presenta este hecho glorioso, esta digna obra de Dios, la más grande en la que Dios se ha manifestado. Aunque concierne a todos sus redimidos a través de todas las edades y economías, el Salvador presenta ahora sus efectos bajo una luz y un título nuevos y mucho más elevados. Si examinamos el Antiguo Testamento, encontraremos mención de la vida eterna, o su equivalente; pues no nos aferramos a los términos técnicos, sino que consideramos estas verdades bajo una luz práctica. Al expresarlos aquí, el Señor cambia algunos de los términos de sus frases, y no es casual que utilice un giro diferente. Ignorar estas diferencias sería indiferencia y falta de sabiduría por nuestra parte.
Por ejemplo, Daniel 12 habla de la vida eterna (v. 2), y encontramos «vida eterna» (v. 3), al final del Salmo 133. Pero podemos ver que ambas expresiones están vinculadas con la esperanza de la presencia y el reinado del Mesías cuando introduzca el reino de Dios de manera visible. Mientras que la maravillosa verdad que aparece en Juan es que la gloria de la Persona del Hijo, ahora manifestada, nos lleva a la bendición independientemente de toda esa manifestación futura. No esperamos nada más; ¿y por qué razón? Porque lo poseemos a él. Por consiguiente, aunque el reino terrenal no haya aparecido todavía con la correspondiente bendición pública, aunque los judíos, en lugar de ser bendecidos, estén todavía sujetos a la maldición bajo la que se han colocado (Mat. 27:25), y la ira haya caído sobre ellos en el último término (es decir, por el momento, la completa suspensión de las promesas para ellos), a pesar de todo esto, se nos introduce incluso ahora en una escena ilimitada de ricas y divinas bendiciones unidas en su Persona.
Lo que hace que esta verdad sea tan conmovedora como instructiva es que ahora nos asegura el consuelo y la alegría de la asociación personal con él. «Nacer de nuevo» es ciertamente una gran misericordia, pero no confiere nada de eso. No cabe duda de que este título es indispensable para participar en el reino de Dios, un privilegio del que Cristo es tanto la fuente como el dador. Pero, en sentido estricto, no me asocia a Cristo. Decir de Cristo que ha nacido de nuevo sería una blasfemia, la negación misma de su persona. Así, si solo se tratara de «nacer de nuevo», más bien nos impediría darnos cuenta de que estamos identificados con Cristo, pues nos recordaría la diferencia esencial que queda entre lo que el hombre adquiere por gracia y lo que había en Cristo. Pero mientras hablo de la vida eterna, tengo una participación directa en esa bendición. Mi parte en él es la vida eterna; porque él mismo es esa vida eterna que estaba con el Padre (1 Juan 5:20 final). De modo que, en lugar de destacar una diferencia con respecto a él, como implica el don para mí de una nueva naturaleza, este estado bendito se presenta ahora de una manera que es la de Cristo mismo. No se trata simplemente de ser introducido en la posición del Cuerpo en relación con la Cabeza; ese no es el tema aquí, ni en general en los escritos de Juan, cuyo objeto, más que la unión del Cuerpo con la Cabeza, es la comunidad de vida y naturaleza. Así vemos que la plenitud de la bendición ha llegado a ser nuestra. El Señor no se limita a decir: «Os es necesario nacer de nuevo». Esto siempre ha sido cierto, y no puede ser de otra manera; pero ahora, aunque es en sustancia la misma bendición, el carácter con que Jesús la reviste, y bajo el cual la presenta a mi alma, me da esta plena seguridad: he recibido por gracia lo que él tiene y lo que él es. Él, el Hijo, es la vida eterna, así como el verdadero Dios. Pero, ¿de qué nos sirvió que Dios se manifestara así en Cristo aquí abajo? Estaba solo, y el hombre era un extraño para él, muerto y en una oscuridad impenetrable. Ahora él, el Salvador, ha muerto y resucitado; y yo lo recibo, sabiendo que «el que tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Juan 5:12), y que esta vida es la vida eterna.
1.10 - La cruz como base de la verdadera paz
Pero si simplemente considerara la cruz del Señor Jesucristo como la base necesaria de la justicia divina, al mismo tiempo que era también la más rica manifestación de misericordia hacia mí, un pecador culpable y arruinado, nunca sería suficiente en sí misma para establecer mi alma en perfecta paz ante Dios. Menos aún me daría un conocimiento adecuado de él. Por lo tanto, se introduce otra expresión que lleva al mismo resultado que en los versículos 13 y 14, pero que en realidad surge de una fuente aún más elevada. «Porque Dios –dice el Hijo– amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (v. 16). En este discurso no se había dicho una palabra sobre el amor de Dios más que sobre el mundo; era puramente la intervención, y la necesaria intervención, del Hijo del hombre. Así como es necesario que un hombre nazca de nuevo para entrar en el reino, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en la cruz. Esta es la doble condición para una obra eficaz de justicia para el pecador.
1.11 - Dios actuó por amor, no por mera necesidad
Pero una simple necesidad no podía satisfacer el amor de Dios. Y si no hubiera más que un «es necesario», ese amor seguiría siendo imperfectamente conocido. Pues bien, mi privilegio es entrar en sus propios sentimientos, disfrutar del testimonio de su propia gracia en Cristo. ¿Es esto un favor extorsionado por Dios? ¡Claro que no! ¿No ama él? ¿No es amor? Escuchemos más bien lo que nos dice Jesús, el que sabía lo que ningún otro podía saber o declarar. Sí, él, el Hijo, conocía perfectamente a Dios y quiso darlo a conocer tal como es, para hacernos entrar en sus mismos sentimientos sobre el mundo. Por lo tanto, esta bendita revelación de la gracia y la verdad de Dios, manifestada tanto en su obra como en su propia persona, es coronada por él con una declaración verdaderamente divina: «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna». Qué bendición es, hermanos míos, tener esta vida eterna, y saber que la poseemos; tenerla, no solo como un botín penosamente ganado en la redención, sino también como el fruto libre, completo y, por así decirlo, espontáneo de su amor, manifestado en Aquel que fue él mismo el objeto más íntimo del amor del Padre. Así, hacia el más indigno, Dios quiere revelarse en el don más precioso que podía dar, no solo porque no podía ser bendecido de otra manera, sino porque quería, según su propio corazón, bendecirme plenamente. Me ha dado en su Hijo esa vida de la que nunca se habla como si estuviera en otro, una vida cuya perfección considero en él. Y porque la poseo en él, soy capaz de tener comunión con él mismo aquí en la tierra.
Seguramente es una gran bendición conocer la obra que responde a nuestros pecados y miseria. Pero es incomparablemente mayor participar en las delicias que Dios mismo pudo encontrar y encontró en Jesús, contemplándolo mientras caminaba en toda dependencia y obediencia, en luz y en amor. Y esta perfección era tanto más maravillosa cuanto que brillaba en un hombre en la tierra. Pues bien, esta vida en nosotros comparte sus propios pensamientos y sentimientos, entra en todas sus alegrías, comparte todas sus penas, con las que contempla al hombre rebelde, a un mundo arruinado, y ahora, ay, debemos añadir, a una cristiandad culpable. En él «había vida» (1:4). Qué privilegio es para nosotros tener esta vida en él, una vida ya probada en medio y a pesar de todo, que se eleva a la plenitud de Dios y que, sin embargo, se ejercita en toda circunstancia que el corazón del hombre pueda encontrar. Y esto, hermanos míos, es lo que compartimos, poseyendo la vida eterna en Cristo según la gracia de nuestro Dios; porque lo que ahora vivimos en la carne, lo vivimos en la fe en el Hijo de Dios, basándonos en la redención que él mismo ha realizado en el amor.
Que el Señor bendiga su propia Palabra, dando a nuestras almas que se aferren a todas las verdades que conocemos, pero también para que aprendan que Dios está siempre activo en su amor. Su deseo es darnos mayor libertad y plenitud a través de un creciente sentido de nuestra asociación con Cristo. Si ya hemos hecho algún progreso real, solo puede haber sido en esta dirección, y el secreto no está en otra parte. Estas son nuestras más preciadas bendiciones; y toda la eternidad lo confirmará. Que, entretanto, seamos «fortalecidos con poder en el hombre interior, por su Espíritu» (Efe. 3:16), de modo que Cristo habite en nuestros corazones por la fe, para que podamos comprender la gloria que tenemos ante nosotros, y conocer su amor, que sobrepasa todo conocimiento, para que seamos llenos de él hasta la plenitud de Dios.